El documento resume la primera expedición de misioneras salesianas a América liderada por Madre Mazzarello. Se anuncia que las primeras misioneras serán enviadas a Uruguay y se eligen a 6 hermanas, incluida Teresina Mazzarello. La Madre y dos hermanas viajan a Roma para recibir la bendición del Papa Pío IX antes de la misión. El Papa elogia su trabajo misionero y les da su bendición.
Don Bosco anuncia la primera expedición misionera de Hijas de María Auxiliadora a América
1. CRONOHISTORIA II (pag. 235-236)
Don Bosco anuncia la primera expedición
de misioneras a América
El 8 de septiembre, fiesta de la Santísima Virgen, se comunica a la comunidad que Don Bosco
ha decidido enviar la primera expedición de Hijas de María Auxiliadora a América: su meta será el
Uruguay.
Ante esta hermosa noticia, brota un himno de alegría de todos los corazones: todas dan gracias
a la Virgen por haber escogido a sus humildes hijas para cruzar el Océano e ir a redimir a tantas
almas sedientas de luz, de bien y de vida eterna.
Pero toda esta alegría se ve ofuscada por otra noticia: ¡También Don Costamagna ha sido
elegido para las misiones de América!
Escribe él mismo a este respecto: «El señor teólogo Cagliero, obtenida la primera expedición
de Hermanas misioneras, ha obtenido también que el mirlo de Mornese acompañe a las Hermanas
a Montevideo. Así termina la dolorosa historia: ¡Isaac se encamina al monte Moria!».
Si todas las Hermanas querrían ser del número de las misioneras, con mucha más razón
querrían estar en el grupo guiado por el Director, pero la Madre repite el trozo de carta que
expresa claramente el pensamiento de Don Bosco: «Las que deseen consagrarse a las misiones
extranjeras, para cooperar con los salesianos a la salvación de las almas, y particularmente de las
niñas, hagan su petición por escrito: después se elegirá».
Hay una porfía general para hacer la petición y cada cual se expresa con los términos más
convincentes, esperando ser contada entre las elegidas.
Con la vuelta de Don Costamagna a Mornese, después del Capítulo General 4
, se intensifica en
casa el estudio del español; alguna estudia también el francés, porque ya está próxima la
fundación de Saint Cyr, en Francia, y se trabaja preparando lo necesario para las que habrán de
partir.
Entretanto está todavía vivo en Mornese el eco de la conocida cuestión de la escuela del
pueblo, en la que dan clase un Salesiano y una Hermana con título de maestra 5
. Alguien, que
conserva todavía en el corazón el antiguo resentimiento hacia Don Bosco, está insinuando
hipótesis y consideraciones más bien pesimistas: ¡Tienen tanta facilidad para trasladarse o para
morirse estos curas y estas monjas de Don Bosco...! El municipio pierde autoridad cediéndoles la
enseñanza y dejando que esta se imparta en los locales del colegio.
«Nosotras callemos y recemos -dice la Madre a quien le hace alguna confidencia-. La Virgen y
Don Bosco lo saben todo. Nosotras fiémonos de ellos y vivamos en paz.»
Las primeras misioneras
El 27 de septiembre se comunica finalmente el nombre de las elegidas para América: Sor
Angela Vallese, de Lu, Directora del grupo afortunado; Sor Juana Borgna, natural de Buenos Aires;
Sor Ángela Cassulo, de Castelletto d’Orba; Sor Angela Denegri, de Mornese; Sor Teresa Gedda, de
Pecco (Turín) y Sor Teresina Mazzarello, apodada Baroni.
Las elegidas se cuidan en seguida de obtener el correspondiente permiso de su familia, siendo
un deseo de Don Bosco que los padres participen con plena y cristiana adhesión del nuevo y más
grande sacrificio de sus hijas y de su mérito.
4
Anexo n.° 18.
5
Anexo n.° 19.
2. CRONOHISTORIA II (pag. 239-247)
Porfía de humildad para el viaje a Roma
Habiéndose fijado el día 9 para la audiencia pontificia, los expedicionarios deberán hallarse en
Roma la víspera. Las misioneras, por consiguiente, saldrán de Mornese el día 6 por la noche. Es
hora, pues, de decidir también quién deberá acompañarlas.
Al no poder ser la Madre, afectada de reumatismo agudo en la cabeza, con fuertes dolores de
oído, le correspondería a Sor Petronila, pero ésta no ha viajado nunca y cede el puesto a Sor Emilia
Mosca, con más disposición para ello. Sor Emilia, que iría a Roma volando, siente compasión de las
misioneras, que tendrían que ir solamente con ella.
En esta hermosa porfía de humildad, la Madre dice resueltamente: «Iré yo: me corresponde a
mí, el Señor proveerá». Y sin dar oídos a los consejos de la humana prudencia, se prepara para
partir.
Función de despedida
De las seis misioneras que parten, sólo dos irán como representantes a Roma, para recibir la
bendición del Santo Padre: así lo imponen las condiciones económicas.
Puesto que Sor Ángela Vallese y Sor Juana Borgna no volverán a Mornese, sino que se
quedarán en Génova para embarcar, Don Lemoyne prepara una función de despedida, como se
hace en Turín con los salesianos.
Por eso, la tarde del martes, día 6, la capilla está abarrotada de familiares y amigos. Se cantan
Vísperas como en las grandes solemnidades; siguen unas palabras inspiradas de saludo y de
aliento, que el buen Director dirige a las que se van y a las que se quedan, recomendando a todas
que pidan unas por otras, para que conserven el espíritu de unión y de caridad.
Después de la bendición con el Santísimo Sacramento, entona el coro la oración por los
viajeros.
Al final, la Madre se levanta y se dirige a la puerta de salida: las Hermanas la siguen, dando
libre curso a las lágrimas contenidas hasta entonces.
Todos lloran y se acercan a decir una palabra a las Hermanas, a las maestras, a las amigas. Las
misioneras se encuentran tan serenas ante el sacrificio de los más entrañables afectos, que sus
padres, aunque entre lágrimas, las bendicen y dan gracias a Dios por haberles concedido un don
tan grande.
La Madre y las dos misioneras, de Mornese a Roma
Por la tarde, la Madre y las dos misioneras salen de Mornese hacia Sampierdarena, donde se
reunirán con los salesianos que van a Roma.
Pasan la noche con las mujeres encargadas de la cocina y ropería de aquel internado, donde
son recibidas con gran alegría y servidas con esmero. ¡Qué alegría para Sor Vallese encontrarse allí
con Don Cagliero, al que aún no había visto después de su regreso de América!
Durante la cena, mientras se toman los últimos acuerdos para el viaje, la Madre le dice a Don
Cagliero: «Señor Director, ¿no le parece que yendo yo a Roma va a desmerecer el Instituto? El
Santo Padre esperará ver en la Superiora General a una Hermana instruida, educada, y en cambio
no verá más que a una pobre ignorante».
3. Don Cagliero sonríe con aquella sonrisa suya característica, y anima a la Madre a ir igualmente.
Después, volviéndose a las dos Hermanas y a los presentes, incluidos Don Costamagna y Don Pablo
Albera, Director de la casa, dice en voz baja: «Aprendamos la lección».
A la mañana siguiente parten para Roma en compañía de Don Juan Cagliero.
En Roma
Llegados a Roma, hallan buena hospitalidad en el albergue de los peregrinos, en apartamentos
separados para los Salesianos y las Hermanas; pero no encuentran nada para comer, porque el
albergue ofrece una sola comida a las dos de la tarde.
¿Qué hacer? Los Salesianos tienen más hambre que apetito. Las Hermanas no dicen nada,
pero... Entonces la Madre, sin ningún miedo de la oscuridad ni de las novedades de Roma, toma
consigo a Sor Borgna y como si estuvieran en Mornese, va a las tiendas más próximas a proveerse
de fruta, pan y queso para todos.
A la mañana siguiente, viernes, día 9, las Hermanas se levantan muy temprano, oyen varias
misas en la capilla del albergue, desayunan y se van a visitar la basílica de San Pedro, antes de
subir las escaleras del Vaticano para la audiencia pontificia.
Sobre las doce, están todos a la espera del Santo Padre.
Precedido por un movimiento de gendarmes, guardias pontificios y prelados, aparece el Papa,
llevado en la silla gestatoria. Su rostro está marcado por el sufrimiento, a causa de la salud
notablemente resentida.
Tomando el tema de la dedicación de la archibasílica lateranense, festividad del día, el Santo
Padre habla de la bondad de la Iglesia para con sus hijos obedientes y de la severidad divina para
con los hijos que no quieren reconocerla por madre.
Habla extensamente de Don Bosco y de la gracia grande de ser hijos e hijas de tan buen Padre.
Muestra su complacencia y su admiración al oír que todo aquel grupo que está postrado a sus pies
pide la bendición papal para dirigirse después a las misiones de América, y pregunta a Don
Cagliero: «¿De dónde saca Don Bosco toda esta gente?».
-Santidad, se la manda la divina Providencia.
El Papa junta las manos, mira al cielo y exclama: «¡Oh, divina Providencia!».
Al llegar a este punto, la Madre, conmovida y humilde, dice en voz muy baja, sin apartar la
mirada de la venerable figura de Pío IX: «!Oh Señor, bendecid a vuestro Vicario!».
Don Cagliero presenta luego a la Superiora General de las Hijas de María Auxiliadora y el Santo
Padre se congratula con ella y con las Hermanas. Dice con gran ternura que son las afortunadas y
bendecidas por el Señor, por ser hijas de Don Bosco; que también ellas tendrán un vasto campo de
trabajo evangélico y que, como verdaderas madres solícitas y amorosas, harán un gran bien,
preservando del mal a muchas niñas abandonadas por sus padres y salvarán a muchos pobres
salvajes enseñándoles a conocer, amar y servir a Dios en esta tierra para gozar con él eternamente
en el cielo.
Termina bendiciéndoles: «Que nuestra Bendición Apostólica, mis buenos hijos e hijas,
descienda sobre vosotros, sobre vuestros padres y parientes, sobre vuestros hermanos y
hermanas, para que se extienda la gloria de Dios, el bien de la Iglesia y la salvación de las almas. En
el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén».
A continuación, el Papa da a besar su anillo a todos los presentes.
A las dos misioneras les dice que deben ser como las grandes conchas de las fuentes, que
reciben el agua y la derraman en beneficio de todos: es decir, conchas de virtud y de sabiduría en
beneficio de sus semejantes. Y poniendo las manos sobre la cabeza de cada una, añade
paternalmente: «¡Que Dios os bendiga, para que podáis hacer mucho bien!».
4. Las misioneras están conmovidas y asombradas. La Madre no habla: su alma está toda en sus
ojos; incluso al salir, cuando las Hermanas le preguntan acerca de su impresión personal, no sabe
hablar de otra cosa que de la gran bondad del Papa.
Después, rápidamente, se dirigen al albergue para la comida. Les espera la carroza que un
cooperador ha puesto a su disposición para las visitas a Roma, acompañadas por el salesiano
coadjutor Musso, maestro zapatero y neo-misionero.
Por la tarde, van todos juntos a las catacumbas de San Calixto. Aunque en Roma el clima suele
ser generalmente templado, el frío se deja sentir bastante y la pobre Madre, a la que el reúma no
abandona un momento, se ha cubierto la cabeza con el chal para evitar consecuencias.
Pero en la visita a las catacumbas se ha dado cuenta de que el clérigo salesiano Carlos Pane
tiembla de frío, a causa de un ataque de fiebres palúdicas que lo atormenta desde hace unos
meses. Toma su chal y se lo pone al clérigo, rogándole que no se lo quite, para evitar
consecuencias mayores.
El buen clérigo lo rehúsa cortésmente, pero se ve obligado a aceptar, por la insistencia de la
Madre y la necesidad de abrigarse.
El chal cambia, pues, de dueño: las Hermanas miran con pena a la Madre enferma. Ella les
sonríe, saca del bolsillo un pañuelo negro de seda con franjas moradas y protege con él su cabeza
dolorida, sin quitárselo ni siquiera cuando salen por Roma.
Cuando regresan al albergue al anochecer, la Madre, que piensa que tanto los Salesianos como
las Hermanas se tomarían muy a gusto un bocadillo, sale otra vez de compras con Sor Borgna,
proveyéndose también para el desayuno. Y de este modo, las hermosas calles de Roma
contemplan a una Superiora General con aquel pañuelo a la cabeza, cargada de pan y de fruta. Ella
no piensa en sí misma; sus cuidados y atenciones son siempre para los demás. Menos mal que en
el albergue no faltan almohadas que proporcionen un poco de bienestar a su pobre y dolorida
cabeza: En Mornese no dispone de tanto. Cuando le ataca el reumatismo y el dolor de oído le hace
sufrir, se contenta con un cajoncito de madera que le permita tener la cabeza levantada. Y si
alguna va en busca de algo más blando, la ataja diciendo: «No, esto es suficiente para mí. ¡Somos
pobres!».
Los restantes días los emplean en visitar las basílicas y monumentos de la Roma cristiana.
Tienen también la suerte de asistir, en San Juan de Letrán, a la consagración de varios obispos
y de oír una misa cantada en gregoriano. La Madre sabe sacar de todo motivo de filial devoción al
Papa y de veneración profunda a los santos apóstoles y mártires que allí, en Roma, confesaron a
Jesucristo derramando su sangre por la fe. Y ante tantos tesoros de arte y de religión, exclama sin
cesar: «¡Qué hermoso será el paraíso!».
Espera y llegada a Sampierdarena
El 12 por la tarde salen de nuevo en tren para Génova y el 13 llegan a Sampierdarena.
Al no encontrar allí al resto de las Hermanas, que deberían haber llegado ya de Mornese, la
Madre teme que les haya ocurrido alguna desgracia.
Pero estas llegan, finalmente, acompañadas por Sor Emilia Mosca y Sor Enriqueta Sorbone.
-¿Cómo llegáis a estas horas...?
-Hubiéramos llegado ayer por la tarde, de no habérnoslo impedido una espesísima niebla
primero, que no permitía ver a la distancia de pocos metros, y luego, una lluvia tan torrencial y
continua, que dejó anegadas las calles. Finalmente, un viento tan terrible que hacía inútil cualquier
esfuerzo. Sor Petronila y el Director no nos permitieron salir en esas condiciones.
5. Entonces, como el tiempo apremiaba, se intentó buscar una carroza que nos llevara al menos
hasta Ovada, para pernoctar allí y salir a la mañana siguiente muy temprano.
Pero con aquel tiempo, ninguno se movió a ningún precio. Todos nos decían que era exponerse
a la muerte. No obstante, había que partir al menos por la noche. A la Madre Ecónoma, ¿qué se le
ocurrió? Pidió prestado un carro con su pareja de bueyes y lo colocó debajo del pórtico; después,
con ramas unidas unas a otras y colocadas en arco sobre el carro, formó una especie de toldo,
cosiendo a los arcos unos buenos cobertores, los cuales, cayendo de un lado y de otro, hacían que
el carro no pareciera el mismo, y era cómodo y resistente, con sillas y paja por asientos. Ponernos
en viaje sin probarlo, no era conveniente; entonces algunas de nosotras entramos en la nueva arca
de Noé; otras, armadas de faroles y entonando cantos a la Virgen, rodearon el carro para ver el
resultado de la prueba. Una hermosa diversión que, dada la noche excepcional, duró hasta las diez
y media. Después, el rezo de las oraciones, y a descansar todas, también nosotras, aunque sólo
por unas horas.
La lluvia seguía ininterrumpidamente y el Director no sabía qué decisión tomar. Aquel carro era
una protección muy débil para aquel diluvio; la corriente de agua podía arrastrarlo quién sabe a
dónde; en la mejor de las hipótesis, el paso lento de los bueyes nos haría probablemente perder el
tren.
En ese momento, apareció el secretario Traverso que, conocedor de nuestro apuro, se ofreció
a llevar a la mañana siguiente, de madrugada, en su cochecito, a la Hermana más débil que no
pudiera resistir aquella caminata. ¡Ya era algo!
A media noche nos levantamos y fuimos a la capilla a rezar y a hacer la santa comunión. No
había tiempo que perder. Seguía lloviendo, pero no con la misma fuerza. Después de un silencioso
adiós a nuestra querida casa y a Mornese, y recibida nuevamente la bendición del Director,
encendimos los faroles y nos pusimos en camino.
Un buen cooperador salesiano se nos acercó y nos dijo: “Vengo para acompañarlas. No teman.
Usted, señor Director, esté tranquilo: conozco el camino y llegaremos felizmente”.
Salimos con el nuevo San Rafael, realmente práctico y seguro, y al amanecer nos alcanzó el
cochecito del señor Traverso. Y ahora ya estamos aquí.
¡Qué buenos son los cooperadores salesianos! Madre, dígale a Don Bosco que ellos nos han
sacado de apuros, incluso en la cuestión de los pasaportes, y no han escatimado pasos, ni en Novi
ni en Génova».
En el hospicio todo el mundo está atareado con los misioneros y con la llegada de Don Bosco, y
también las Hermanas se afanan en preparar y empaquetar todo lo necesario para la celebración
de la santa misa en el barco.
El cuadro de María Auxiliadora acompaña a las misioneras
Antes de que Don Costamagna abandonara Mornese, desapareció de la capilla del colegio el
cuadro de María Auxiliadora, el mismo que Don Pestarino se había hecho regalar y bendecir por
Don Bosco para su querida capilla.
Era una de las primeras y pocas reproducciones de la Virgen de Valdocco, la primera imagen en
la que sus hijas veían representada a la divina inspiradora de la Obra Salesiana. Todas pensaban
que el Director se lo habría llevado a casa Carante para consolarse delante de María Auxiliadora de
la pena que le causaba la despedida, esperando una pronta restitución. Don Costamagna, en
cambio, se lo entrega ahora a Sor Teresa Mazzarello con el ruego de no cederlo a nadie, de
guardarlo hasta la llegada a tierras americanas, ya que piensa llevarlo a su nuevo destino y
conservarlo como recuerdo de Mornese. ¿Quién es capaz de impedírselo? Por otra parte, también
6. las misioneras se alegran, y custodian el cuadro como un precioso depósito, casi como un
talismán.
Poco después, mientras todas hacen corro a la Superiora en estos últimos momentos de
despedida, aparece Don Cagliero con otro hermoso lienzo que representa a María Auxiliadora con
un gracioso niño sonriente en sus brazos. «Lo robé de la sacristía de Valdocco, dice graciosamente,
lo robé para vosotras. Lo pintó un señor, enfermo de la vista y a punto de quedarse ciego. Recurrió
a Don Bosco, el cual, después de guiarle un poco el pincel sobre el lienzo, lo bendijo. En aquel
momento, el enfermo se sintió perfectamente curado y nos ha regalado esta Virgen tan hermosa».
Es, por consiguiente, un cuadro milagroso. ¡Sólo verlo da alegría!
Don Bosco lo ha bendecido de nuevo y se lo manda a las misioneras.
«Lleváoslo, y que la Virgen os bendiga y os acompañe en este largo viaje».
Recuerdos, bendiciones y lágrimas de despedida
Llegada la hora del descanso, la habitación que ocuparon días atrás las que iban a Roma, debe
bastar ahora para las nueve. No hay más que dos camas, pero se arreglan echando los colchones al
suelo y acomodándose lo mejor que se puede, sin quitarse más que el hábito y los zapatos.
Ninguna duerme: son las últimas horas que pasan juntas.
La mañana del día 14, miércoles, Don Bosco celebra muy temprano, confesando después a las
misioneras que acuden a recibir la última absolución y su último recuerdo.
Sor Juana Borgna, sin poder casi contener las lágrimas, nada más salir de la iglesia comunica al
grupo silencioso y recogido: «El buen Padre me ha dicho: “No olvides que vas a América a declarar
la guerra al pecado”. Y también: “Reza tres Angele Dei todos los días durante el viaje, hasta que
lleguéis a vuestro destino”. ¿No os parece una penitencia muy hermosa para mis grandes
pecados?».
Afuera, llueve aún y sopla el viento; no obstante, a las nueve y media, las Hermanas y los
Salesianos se encuentran ya en el barco. La Madre visita camarote por camarote, litera por litera,
para asegurarse que nada falta de cuanto pueda atenuar a las Hermanas las incomodidades del
viaje. Después, como si el corazón sintiera la necesidad de darse sin medida a sus hijas, a quienes
piensa que no volverá a ver más, se entretiene con cada una en particular, les habla a todas juntas
y se ingenia para llevarlas ella misma a donde está Don Bosco, para que vuelva a decirles algunas
de sus palabras tan inspiradas y eficaces. Don Bosco sonríe, les habla, les anima, mientras Don
Cagliero procura alegrar a todos con la promesa de conquistar innumerables almas, y con un
próximo «hasta la vista».
Pero ya es hora de descender. Se ha repetido la orden a los no pasajeros de abandonar el
barco, y hay que obedecer.
Los Salesianos y las Hermanas se arrodillan en torno a Don Bosco y el Padre levanta su mano
para bendecirlos.
Todos lamentan no poder disponer de una máquina fotográfica. Pero todos saben también que
se alzaría una vez más la voz de Don Costamagna, repitiendo como en los días de su despedida de
Mornese a quien le proponía hacer fotografiar a las Hermanas misioneras: «¡Sí, sí, esto para
cuando estemos a cinco metros debajo de tierra...!».
Los ojos del Fundador están arrasados de lágrimas; se dirige hacia la escalerilla para enjugar,
sin ser visto, el llanto que no puede contener, y le tiembla la mano de tal modo, que al querer
meter el pañuelo en el bolsillo se le cae al suelo. Entonces, Sor Borgna, rapidísima, se lo cambia
por uno limpio, mientras besa devotamente aquel pañuelo bañado por las lágrimas del Padre:
7. sabe muy bien que son lágrimas de un santo. Ese pañuelo enjugará después muchas lágrimas en
América...
También la Madre les dice su último adiós: las Hermanas responden con un ahogado grito:
«¡Madre, Madre!». Está ya en el último peldaño de la escalerilla, poniendo el pie en la barca a
donde han subido ya las dos que la acompañan y la esperan.
Acomodados todos y hechos ya a la mar sobre las olas agitadas, el viento se lleva el sombrero
de Don Bosco: suerte que Sor Emilia, atenta al menor movimiento del Superior, consigue hacerse
con él antes de que llegue al agua.
Desde el puente, el grupo conmovido sigue saludando: Don Bosco les dirige una última y
prolongada mirada. La Madre a duras penas puede contener las lágrimas. Don Cagliero querría
contar algo gracioso para levantar los ánimos, pero no puede.