El inspector Vélmez resuelve un asesinato encontrando una nota con citas bíblicas en la escena del crimen. Examina el cuerpo y habla con el forense para determinar el arma utilizada. Más tarde descubre la identidad de la víctima al descifrar la información encriptada que le envía la Interpol. Finalmente, reexaminando la nota original, se da cuenta de un detalle que lo lleva a identificar al asesino.
2. Diciembre.
Hace apenas unos minutos ha sonado el teléfono en el
salón principal de la casa del inspector Vélmez: su
secretaria personal, la señorita Kitty Blam, le ha
informado, con su siempre sereno tono de voz, que se
requiere su presencia en la Comisaría.
Se ha encontrado un cuerpo muerto en un callejón
cercano a la Tercera Manzana. Todo parece indicar que
ha habido un asesinato y alguien ha desplazado el
cadáver hasta allí, dejándolo tirado entre los restos de
basura de las dos últimas noches.
3. Avisado por su secretaria, Vélmez acude a la Comisaría.
Esboza apenas una sonrisa, que no logra simular natural,
a los agentes de la Central. Pocos le dirigen la palabra,
acostumbrados al tono hosco del hombre, sobre todo
cuando le llaman, como esta vez, en pleno día de
descanso.
El inspector pide los primeros informes sobre el caso:
descripción del lugar, huellas, análisis y comentarios del
forense,… Lo que sea. Ruge furioso cuando alguien le
comenta la necesidad de informar a la prensa:
- ¡¿Quién necesita a esos inoportunos comelápices?!
4. Alguien tiene el sentido común –piensa- de acercarle las
bolsas con las primeras pesquisas, todas bien marcadas
con los números de registro del nuevo expediente.
Vélmez las deja sobre su mesa, tras echar apenas un
vistazo a su interior. Mira de reojo al equipo, considerando
la posibilidad de despedirlos inmediatamente y alejarlos
de lo que parece un caso interesante.
Decide acudir a la escena del crimen o, al menos, al sitio
donde se ha encontrado el cuerpo. Pondría la mano en el
fuego: los incompetentes de la Central seguro que se han
dejado algo allí…
5. Vélmez inspecciona el callejón donde hace apenas unas
horas fue encontrado el cuerpo sin vida de su nuevo caso.
Pasea una mirada chispeante por cada uno de los
rincones húmedos de la calle, mientras taconea
lentamente sobre los charcos.
De pronto se queda quieto. Sujeta su pipa –hace tiempo
que le dio igual que fumar perjudicara su salud o la de todo
el planeta: por él, se podían ir todos al carajo-, alguien le
da un guante de plástico, talla grande, al ver su gesto
imperioso (mano extendida, cejas juntas, cara
inexpresiva). Se lo pone sin dejar de mirar a un punto
concreto entre dos ladrillos de la pared oeste. Extiende dos
dedos y coge algo: es un papel menudo, arrancado de
cualquier libreta, donde pone, con letra caligráfica…
6. Jn 9, 1- 7
Gn 18, 1-5
Lc 19, 1-7
1Re 7, 1-3
Si fueras capaz, encontrarías el lugar de procedencia
del cuerpo asesinado.
Pero has de saber que en ese sitio:
- No hay madera (pero esto no quiere decir que no haya
árboles)
- Se ve bien
- Hace calor (y mucho)
7. El inspector deja pronto la escena del cuerpo, no sin antes
anotar en su pequeña libreta y con un diminuto lápiz –
perfectamente afilado-, los datos del papel que ha
encontrado. No le ha hecho falta pensar mucho para
darse cuenta de que son citas de la Biblia –de algo le
tendría que servir haber sido educado en un colegio
religioso siendo niño.
Un agente se encarga de guardar el papel de las citas en
una bolsita de plástico transparente y anotar el número de
registro correspondiente, mientras Vélmez se marcha en
su propio coche de nuevo a la Central.
8. Vélmez se encierra en su despacho, no sin antes cerrar la
puerta con un golpe seco, dejando claro al resto de la
Comisaría que no quiere ser molestado.
Su siempre eficaz secretaria ya le ha dejado sobre la
mesa una Biblia manoseada, atendiendo al wassap que
su jefe le ha enviado apenas diez minutos antes.
Quince minutos después el inspector sale de la
habitación, mascullando para sí, pero en voz audible para
el resto:
- Panda de inútiles… He tenido que venir yo para que
todos sepan de dónde procedía el cadáver…
9. Baja por las escaleras hasta el segundo sótano del
edificio. Saluda con un gesto al guardia de seguridad que
está apostado detrás del mostrador, ocultando que ha
estado hasta entonces jugando con su teléfono móvil, y
entra sin llamar en la tercera sala de la izquierda.
-Hola, Charlie. Supongo que la panda de inútiles de ahí
arriba te habrá enviado ya el cuerpo del callejón de la
Tercera…
- Hola, Santiago. Sí, así es –contesta el médico forense.
Es el único que tiene una relación cordial con el inspector,
quizá animado por la mutua afición a recoger setas en
otoño…
10. Vélmez se acomoda en uno de los altos taburetes de la
sala.
-Y bien, ¿hay algo interesante? –pregunta.
- Creo que podría enseñarte mis primeras impresiones. O,
mejor, hasta el propio cuerpo, para que tú mismo te hagas
una idea –contesta el médico, mientras retira la sábana
blanca de uno de los cadáveres que tiene a la derecha.
Santiago Vélmez ha visto ya tantos muertos que uno más
no le iba a impresionar, aunque hay algo en este que sí le
llama la atención…
11. ¿Qué le pasa a este asesinado? Vélmez no tiene más que
echar una ojeada para descubrir con qué tipo de arma el
hombre ha perdido la vida…
1 Sam 17, 38- 39
1Sam 17, 40- 41
Jn 19, 32- 34
2 Re 6, 1- 7
El inspector no necesita ni siquiera saber estas pistas…
- se ajusta a la cintura
- de fácil manejo
- hasta un niño podría usarla si es de pequeño tamaño
- bien usada, hasta líquidos produce
- no hay madera en su construcción
12. El inspector, apunta con su afilado lápiz al forense,
moviéndolo pensativamente:
-Bueno, Charlie, es evidente el arma que se ha empleado.
Tal vez por eso los chicos no me han dicho nada: hasta
ellos se habrán dado cuenta…
El médico afirma mientras se quita las gafas, sujetas al
cuello por un cordoncillo azul oscuro.
- Tendrás que esmerarte un poco esta vez para saber la
identidad del sujeto, Santiago. Así las cosas, como no
encuentres su cartera…
13. ¿Por qué le dice el médico forense esas palabras al
inspector?
Es evidente que Vélmez tendrá que buscar algún
documento para saber al menos cómo era el
asesinado…
Mt 14, 1-12
¿Qué hay encima de la mesa de autopsias entonces?
¿Qué están viendo Charlie y Vélmez?
14. -Está bien, Charlie. Gracias por tu ayuda –dice el inspector.
Vélmez deja al médico forense en su sala de autopsias. El
guardia de seguridad de la entrada sigue jugando con su
teléfono móvil o está chateando por alguna red social
adolescente, da igual.
Sube las escaleras de dos en dos, mientras mira la hora en
su reloj de muñeca –un regalo de su ex mujer por su
trigésimo aniversario-: con un poco de suerte, estará en
casa a tiempo para poder ver el partido de fútbol.
15. Una vez en el quinto piso del edificio, Vélmez se acerca a
la máquina de café. La diminuta mesa blanca de la
improvisada cocina de la Comisaría tiene, en un rincón,
unas cajas de té con limón descuidadas y algunas
servilletas pequeñas, de esas de comedor de hospital.
El inspector coge una taza cualquiera del aparador, vierte
el agua que acaba de calentar en el microondas y deja
reposar en ella el té –cinco minutos, marca el cartón.
Mientras, revisa las pocas notas que ha tomado en su
libreta.
16. Remueve despacio el té: muy caliente, sin exprimir la
bolsita, tres cucharadas de azúcar –el único capricho que
se permite, dado que es excepcionalmente goloso. Clin,
clin… Dos golpes secos sobre el borde la taza. Se ha
olvidado poner un platito debajo.
Bebe dos sorbos, recreándose en el sabor de fondo agrio
de la bebida, mientras pasa la hoja de las anotaciones. Su
secretaria le manda un wassap –bip, bip, suena- para
recordarle que esa noche había quedado en llamar a su
ex mujer.
17. Vélmez tiene la seguridad de que hay algo, un detalle,
que está ahí, delante de sus narices, y que le daría la
pista definitiva para averiguar el nombre del hombre del
callejón o, al menos, la identidad de su asesino.
Son frecuentes los crímenes en la ciudad, aunque el
barrio de la Tercera Manzana no tiene más problemas
que un par de ladrones de poca monta y algunos jóvenes
que queman contenedores. Lo habitual, en un barrio de
clase media, con dos institutos y un colegio de Primaria.
Por eso hace tiempo que ha pedido el traslado a la zona
norte, hastiado de inactividad…
18. Cuando el inspector bebe su tercer sorbo de té con limón,
el wassap le avisa de nuevo: la eficaz y discreta señorita
Kitty Blam le comunica que los muchachos han
encontrado coincidencias en la base de datos de huellas
digitales de la Interpol.
- Tal vez no sean tan inútiles, de vez en cuando –se dice
Vélmez, apurando de un trago el té y frunciendo el
entrecejo por el excesivo calor de la bebida. Recoge su
libreta y deja la puerta abierta de la diminuta cocina.
19. -Bien, ¿qué tenemos? –pregunta Vélmez al agente que
está sentado frente al ordenador de la esquina. Mira con
desagrado el desorden de la mesa del funcionario.
-Parece que el hombre del callejón era un viejo conocido,
señor –contesta el policía-. Había una coincidencia con
sus huellas en el registro de la Interpol. Aquí tiene lo que
hemos podido encontrar sobre él.
El agente le extiende un papel impreso. Vélmez lo coge
con la mano derecha, mientras con la izquierda busca un
hueco en su libreta para apuntar esa nueva pista.
20. Vélmez lee la información que le tiende el agente. Los de
la Interpol, claro, son mucho más rápidos, tienen más
medios y menos gente incompetente en su servicio. Ya
quisiera él estar con ellos…
Después, se levanta, no sin antes arrugar el papel que le
ha dado el agente y encestarlo brillantemente en la
papelera más cercana…
21. Algún gracioso de la Interpol ha encriptado la información,
pero Vélmez no ha tardado ni dos minutos en descifrarla,
gracias de nuevo a sus estudios juveniles en aquel colegio
religioso. El papel impreso por el agente del ordenador
decía:
Jdt 1, 1- 2
Jdt 2, 3- 4
Jdt 2, 5- 13
Gracias a estas pistas, Vélmez tiene ya el nombre del
hombre del callejón de la Tercera (se lo envía a Charlie, el
médico forense, al que le gusta no tener en el anonimato a
sus cadáveres), la profesión que desempeñaba y su último
puesto de trabajo.
22. El inspector vuelve a su despacho; desde el teléfono
interior pide a su secretaria –eficaz y discreta como
siempre- que no le pase llamadas: es más, que no quiere
recibir ningún mensaje hasta nueva orden.
Cierra las cortinillas y la puerta y se sienta en su butaca
de orejeras: una extravagancia más del hombre en la
Comisaría, pero nadie se ha atrevido a llevarle la contraria
sobre el mobiliario de su despacho.
Saca del primer cajón un bote de caramelos de menta y
abre parsimoniosamente uno, mientras lee por encima, de
nuevo, sus anotaciones.
23. “¿Dónde estás, dónde estás?”, piensa, pasando las hojas
de su libreta y dando vueltas en la boca al caramelo. A ver
si se acuerda de traer un reposapiés del desván de su
casa…
Cierra su cuaderno, dejándolo perfectamente paralelo a
una de las esquinas de la mesa; cierra los ojos y se deja
llevar por el sabor de menta fresca del dulce. Repasa
mentalmente la oscuridad del callejón, el papel entre los
ladrillos, la certeza del arma homicida, el aspecto concreto
de los restos sobre la mesa de autopsias, el papel, el
papel, el papel. ¡El papel!
24. ¡El papel! De pronto, salta de la butaca, se acerca a la
mesa. Sí: ahí está: la bolsita de plástico transparente con
el papel del callejón de la Tercera. Ya ha sido procesado,
y seguramente su eficaz secretaria se lo ha dejado
encima de la mesa, conocedora de los métodos de su
jefe.
Abre la bolsa y despliega el papel, alisándolo con las dos
manos, mientras lo examina casi a medio palmo de
distancia. Dos toquecitos con el dedo índice después
sobre la esquina superior derecha y grita:
- ¡¡Lo tengo!! ¿Cómo no me di cuenta antes?
25. -Le felicito, inspector Vélmez –dice Pablo Miguelez,
Comisario Jefe de la Central-. Este caso ha sido demasiado
fácil para usted, dado que lo ha resuelto en un tiempo
récord.
- Gracias, señor –responde Vélmez-. Pero la próxima vez,
espero que respeten mi día de descanso.
El Comisario Jefe estaba ya tan acostumbrado a las malas
formas de su subordinado que lo veía como algo natural de
él. Si hubiera sido otro hombre, hacía tiempo ya que hubiera
sido expedientado, pero la Central no podía prescindir de él,
dado el porcentaje de aciertos –el cien por cien, hasta la
fecha- en la resolución de los casos.
26. - Dígame, ¿cómo pudo saber la identidad del asesino, sin
salir de su despacho y sólo con unas anotaciones sencillas
en esa libreta ridícula que posee? –pregunta el Comisario
Jefe.
Vélmez se acomoda en el asiento; los recortes en el
presupuesto han impedido comprar algo más cómodo. No
le extrañaba que nadie quisiera estar más de dos minutos
sentado ahí.
- Muy fácil, señor –responde-. No había más que fijarse en
la caligrafía del papel del callejón: en el 90% de los casos,
las letras caligráficas son diferentes en un sexo o en otro.
Eso, unido al resto de las pistas –y a mis años en un colegio
religioso-, me permitió cerrar el caso.
27. La letra del papel encontrado por Vélmez tenía el texto
bien centrado, con los márgenes equilibrados, tamaño
pequeño y sin adornos ni florituras, pero sí con algo de
relieve. Todo indicaba que el asesino había dejado
aquella pista, y que el inspector estaba ante alguien con
una personalidad fuerte y franca, con poder de decisión y
autocontrol, pero también con sensibilidad.
La limpieza del papel le recordó a Vélmez las letras de
algunos de sus compañeros de colegio y los comentarios
que casi siempre hacían los profesores sobre las
personas que mantenían un cuaderno cuidado. Casi en
el cien por cien de los casos eran personas de un sexo
determinado.
28. Esto, unido a las pistas anteriores, la visión en la mesa de
autopsias, el arma utilizada y el nombre del sujeto, le permitió
saber con total seguridad el sexo y nombre del asesino.
Tentado estuvo Vélmez de dejar encriptada la solución para
que sus compañeros de la Central tuvieran algo que hacer, al
menos…
Jdt 8, 4- 8
Hch 9, 36- 37
Hch 6, 1- 6
Gn 36, 1-2
El inspector supo, uniendo todas las pistas, la identidad del
asesino: no era un hombre y no tenía hijos.
29. El inspector Vélmez apagó la luz de su despacho. Hacía
ya un rato que Kitty Blam se había marchado, y la Central
aparecía solitaria; el sonido de un teléfono rebotó de una
pared a otra hasta perderse en el laberinto de pasillos del
quinto piso.
Miró la hora en su reloj de muñeca: las diez de la noche.
Todavía estaba a tiempo de llegar a casa, darse una
ducha rápida y llamar a su ex mujer, antes de prepararse
una cena fría.
Dejó en la mesa de su secretaria la Biblia que esta le
había conseguido y que tan eficaz había resultado para
este caso…