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LEONARDO BOFF, ETICA MORAL LA BÚSQUEDA DE LOS
FUNDAMENTOS
Traducción: Ramón Alfonso Díez Aragón
Título del original en portugués:
Etica e moral.
A busca dos fundamentos
© 2003 by Animus / Anima Produçóes
Petrópolis, RJ
www.animus/anima.com
Para la edición española:
E-mail: salterrae@salterrae.es
http://www.salterrae.es
© 2004 by Editorial Sal Terrae Polígono de
Raos, Parcela 14-1
39600 Maliaño (Cantabria) Fax: 942 369 201
Con las debidas licencias
Impreso en España. Printed in Spain
ISBN: 84-293-1546-2 Depósito Legal: BI-673-
04
Fotocomposición:
Sal Terrae — Santander
Impresión y encuadernación:
Grafo, S.A. — Bilbao
Trascripción en proceso de autorización para uso exclusivo de la materia de Taller de Ética.
Enero 2011.
Contenido
Introducción
1. Ética: la enfermedad y sus remedios
1. Nuestro pecado de origen
1.1. La elección es nuestra: cuidar o desaparecer .
1.2. ¿Por qué no se han cumplido los sueños?
1.3. Un nuevo reencantamiento
2. Paradigma-conquista
3. Paradigma-cuidado
4. La religación, base de la civilización planetaria ...
2. Genealogías de la ética
1. Cómo nace la ética
1.1. Religión y razón: fuentes de la ética ....
1.2. El afecto: fuente originaria de la ética ..
1.3. Tensión entre afecto y razón
1.4. Irradiación de la ética: la ternura y el vigor .
2. El fundamento: daimon y ethos, el ángel y la morada
3. Ética y moral: distinciones y definiciones ... .
3.1. Definición de «ética» y de «moral»
3.2. Experiencia fundamental: la morada humana.
3.3. Hábitos familiares, formadores de la ética y de la moral
4. El ethos que busca
5. El ethos que ama .
6. El ethos que cuida
7. El ethos que se responsabiliza
8. El ethos que se solidariza
9. El ethos que se compadece
10. El ethos que integra
3. Virtudes cardinales de una ¿ética planetaria
1. Bien común para toda la comunidad de la vida
2. Autolimitación: virtud ecológica
3. La justa medida: fórmula secreta del universo y de la felicidad
4. Guerra y paz
1. Amenaza contra la paz: el imperialismo globalizado
2. Terrorismo: la guerra de los ofendidos
3. La globalización del riesgo
4. La guerra: una cuestión metafisica
5. Guerra y ética
6. La paz posible
7. La paz y el «efecto mariposa»
Conclusión
Bibliografla
La Carta de la Tierra
INTRODUCCIÓN
CUANTO MAYOR ES EL RIESGO, TANTO MAYOR ES LA
SALVACIÓN
Nadie está hoy en condiciones de decirnos hacia dónde camina la
humanidad: si hacia un abismo que nos tragará a todos o hacia una
culminación que nos englobará a todos. Lo cierto es que estamos
entrando en un nuevo rellano de conciencia, la conciencia planetaria;
que sentimos la urgencia de una alianza entre los pueblos que
descubren que están juntos dentro de la única Casa Común, una
alianza necesaria para poder convivir de una forma mínimamente
pacífica, y que se hace necesario un cuidado especial de la Tierra y
de sus ecosistemas, si no queremos perder las bases de nuestra
subsistencia.
Hay señales para todos los escenarios. Pero ninguna de ellas es
inequívoca. Estamos condenados a hacer camino caminando, no
pocas veces en medio de una noche oscura, sin ver claramente la
dirección y sin poder identificar los obstáculos. Y tenemos que creer
y esperar que el camino nos lleve a algún lugar que sea bueno para
morar y detenerse en él.
Pero hay una constatación indiscutible: la aterradora crisis ética y
moral que se extiende por todas partes ha alcanzado ya el corazón de
la humanidad. ¿Quién tiene suficiente autoridad para decirnos lo que
todavía es bueno y malo, lo que todavía vale? Nos sentimos
perplejos, confundidos y perdidos.
Percibimos, por otro lado, la urgencia de puntos comunes que
orienten algunas prácticas salvadoras. Si no los encontramos,
podemos encaminarnos hacia lo peor y —,quién sabe?— quizás nos
aguarde el mismo destino que a los dinosaurios. Nuestra generación
ha caído en la cuenta de que tiene condiciones y medios para poner
fin a la especie humana y herir de muerte a la biosfera. ¿Qué ética y
qué moral pondrán freno a ese poder avasallador?
Prescindiendo de esta amenaza extraordinaria, ¿qué revolución ética
y moral hay que hacer para curar la mayor haga que avergüenza a la
humanidad, y concretamente a nuestro país: los millones y miles de
millones de seres humanos que gritan desesperadamente al cielo
pidiendo un poco de compasión y misericordia en forma de pan, de
agua potable, de salud, de vivienda, de reconocimiento y de
inclusión en la familia humana?
Cuando nos encontramos en crisis que afectan a las razones de la
convivencia humana y al sentido último de la vida, ha llegado el
momento de detenernos un momento y reflexionar sobre los
fundamentos. Es la oportunidad de revisar la experiencia seminal y
originaria que hizo nacer en otros tiempos y hace brotar todavía hoy
lo que llamamos «ética» y «moral». Como veremos, la experiencia
protoprimaria reside en la morada humana, en morar en este mundo
junto con otros, cuidándonos mutuamente y cuidando lo que es
común. Morar es una experiencia irreducible, cargada de
significaciones que el pensamiento tiene que desentrañar.
Tal vez bebiendo de esta fuente recibamos el regalo de alguna
inspiración prometedora que nos muestre cómo debemos ser y
comportarnos actualmente. Meditando a partir de los desafios
propios de la nueva fase de la historia de la humanidad y de la
misma Tierra, la fase planetaria, obtendremos alguna luz. Y toda luz
es creadora y liberadora. Muestra caminos y señala la dirección. Y,
sobre todo, mantiene viva la esperanza.
El sentido de las reflexiones que hemos hecho en los últimos
tiempos, unas habladas y otras publicadas en órganos de la prensa
escrita, reside en el propósito de hacer pensar, de invitar a los
lectores y a las lectoras a inquietarse y, con la inquietud, a
movilizarse en busca de un paradigma ético y moral que esté a la
altura de los desafíos que experimentamos.
Si el riesgo es grande, decía un poeta-pensador alemán, grande y
mayor aún es la posibilidad de salvación. Esta es la irrefrenable
esperanza que inunda estas páginas.
Petrópolis, en la fiesta de San Juan de 2003
1
ÉTICA:
LA ENFERMEDAD Y SUS REMEDIOS
1. NUESTRO PECADO DE ORIGEN
Analistas procedentes de la biología, de las ciencias de la Tierra y de
la nueva cosmología nos advierten que el tiempo actual se asemeja
mucho a las épocas de ruptura en el proceso de evolución, épocas de
extinciones en masa. No porque pese sobre nosotros alguna amenaza
cósmica, sino por causa de la actividad humana, que es altamente
depredadora de todos los ecosistemas. Hemos llegado a un punto en
que la biosfera está a merced de nuestra decisión. Si queremos seguir
viviendo, tenemos que quererlo de verdad y garantizar las
condiciones adecuadas.
1.1. La elección es nuestra: cuidar o desaparecer
Cálculos optimistas establecen el año 2030 como fecha-límite para
esta decisión. A partir de ese momento la sostenibilidad del sistema
Tierra no estará ya garantizada, y entraremos en una crisis cuyo
resultado es imponderable. La Carta de la Tierra, documento
producido por la nueva conciencia ecológica y de ética mundial, y
asumido por la UNESCO, advierte en su introducción: «Los
fundamentos de la seguridad global están siendo amenazados. Estas
tendencias son peligrosas, pero no inevitables. La elección es
nuestra: formar una sociedad global para cuidar la Tierra y cuidar
unos de otros, o arriesgamos a la destrucción de nosotros mismos y
de la diversidad de la vida».
1.2. ¿Por qué no se han cumplido los sueños?
¿Por qué hemos llegado a este punto crucial? La respuesta más
inmediata se fija en las revoluciones iniciadas en el neolítico, hace
diez mil años: la revolución agrícola, seguida de la industrial y
completada por la del conocimiento y la comunicación de los
tiempos actuales. Estas revoluciones modificaron la faz de la Tierra
para bien y para mal. Por un lado, aportaron inmensas comodidades
y prolongaron considerablemente la expectativa de vida. Por otro,
depredaron el sistema Tierra por el monocultivo tecnológico y
material y por la deshumanización de las relaciones entre las
personas y los pueblos.
La segunda respuesta, más elaborada, trata de saber qué sueño
perseguía el ser humano con esas revoluciones, especialmente con el
inmenso progreso técnico-científico y cultural. Era el sueño de la
prosperidad material que había que conseguir por el poder-
dominación sobre la naturaleza y sus recursos, sobre la mujer, sobre
los pueblos y sus riquezas, y sobre la explotación de la fuerza de
trabajo de las personas.
Esta prosperidad, hay que reconocerlo, ha traído incontables
beneficios en todos los campos del bienestar material. Pero como ha
sido predominantemente material y no ha estado acompañada por un
desarrollo ético y espiritual, ha acarreado un espantoso vacío
existencial, ha provocado una devastadora destrucción del sentido
cordial de las cosas y ha ocasionado una inmensa devastación de la
naturaleza.
Ese sueño de prosperidad ilimitada ocupa el imaginario colectivo de
la humanidad y da forma a la agenda central de cualquier gobierno.
¡Ay de la política económica y técnico-científica que no presente
anualmente índices positivos de crecimiento! Pero ese sueño se está
transformando en una pesadilla, pues está llevando a los países, a la
humanidad y a la Tierra a un impasse fatal: los recursos son
limitados, las ganancias no pueden ser generalizadas para todos,
porque entonces tendríamos que disponer de otras tres Tierras con
los recursos de la nuestra, y la capacidad de aguante y regeneración
del Planeta se encuentra en estado crítico. Tenemos que cambiar de
rumbo o nos enfrentaremos a lo imponderable.
Pero esas respuestas, aun siendo objetivas, no van suficientemente a
la raíz de la cuestión. Hay una causa última: la quiebra de la re-
ligación del ser humano consigo mismo, con los demás, con la
naturaleza y con el sentido trascendente de la vida. ¿Acaso no es el
ser humano, esencialmente, un nudo de relaciones en todas las
direcciones? ¿Por qué se rompió la red de relaciones?
Para dar una respuesta que tenga sentido tenemos que entender
previamente dos fuerzas fundamentales que actúan siempre juntas y
que construyen concretamente al ser humano y a cualquier otro ser
del universo: la fuerza de autoafirmación y la fuerza de integración.
Por la fuerza de auto-afirmación, cada uno consigue hacer valer y
garantizar su supervivencia y su posibilidad de seguir co-
evolucionando. Por la fuerza de integración se refuerzan las
relaciones inclusivas, se garantiza la cooperación de todos con todos
y, de este modo, se asegura mejor el futuro.
Ninguna de esas dos fuerzas es suficiente sin la otra. Las dos tienen
que actuar sinergéticamente, reforzándose y completándose
mutuamente. Cualquier ruptura del equilibrio es fatal. Si el ser
humano se auto-afirma sin integrarse, se aísla y se enemista con los
demás, y entonces vive amenazado o tiene que usar cada vez más
fuerza para defender- se. Si se integra en el todo sin auto-afirmarse,
pierde la identidad y acaba desapareciendo, asimilado en el todo. La
sabia lógica de la naturaleza hace que las dos fuerzas de auto-
afirmación y de integración funcionen siempre en un sutil equilibrio
y en una medida justa para que los seres no destruyan la armonía del
todo y, al mismo tiempo, conserven su singularidad.
Pero el ser humano rompió esta justa medida: exacerbó la auto-
afirmación en detrimento de la integración; descubrió la fuerza de su
inteligencia y su creatividad; y usó esta fuerza para ponerse por
encima de los demás. En lugar de estar junto a los demás seres, se
puso sobre ellos y contra ellos.
En ese momento comenzó el auto-exilio del ser humano, y después
se fue alejando lentamente de la Casa Común, de la Tierra, y de los
demás compañeros y compañeras en la aventura terrenal. Rompió
los lazos de coexistencia con ellos. Perdió la memoria sagrada de la
unicidad de la vida en su inmensa diversidad. Despreció el tejido de
las interdependencias, de la comunión con los vivos y con la Fuente
originaria de todo ser. Se colocó en un pedestal solitario desde el
cual pretende dominar la tierra y los cielos.
Este es nuestro pecado de origen que subyace en la crisis ética de
nuestra civilización: nuestra auto-concentración, nuestra ruptura
fatal.
Esta postura de arrogancia produjo la mayor tragedia de la historia
de la vida. Sus consecuencias llegan hasta nuestros días, y de una
forma peligrosa, pues engendró el principio de autodestrucción de la
especie y de su hábitat natural. Los griegos pensaban que esa actitud
arrogante (que ellos llamaban hybris) provocaba la fulminación de
los dioses, pues veían en ella la mayor perversión de la naturaleza.
1.3. Un nuevo reencantamiento
Urge rehacer el camino de vuelta, rumbo a la casa materna común y
hermanándonos con todos los seres. Tenemos que dejar el exilio,
cultivar nostalgias, como en la parábola del hijo pródigo, reavivar
sueños antiguos de comunión, de paz sin amenaza, de benevolencia
generalizada, sueños escondidos en el corazón de todos los humanos
y testimoniados en sus mitos, ritos e historias.
Principalmente necesitamos la paz, que es la plenitud resultante de
las relaciones adecuadas con todas las cosas, con todas las formas de
vida, con todas las culturas, con nosotros mismos y con Dios.
Para ello el ser humano tiene que reencantarse con la naturaleza y
con el universo. Ese reencantamiento no irrumpe por sí mismo, sino
que emerge a partir de una nueva experiencia espiritual y un nuevo
sentido de ser.
Esa nueva experiencia y ese nuevo sentido tampoco brotan
espontáneamente, sino que surgen a partir de la activación
consciente e intencionada del principio de lo femenino, de la
dimensión del anima (que se completa con el animus) presente en
los hombres y en las mujeres.
Lo femenino en nosotros es aquella energía estructuradota que nos
hace sensibles a todo lo que tiene que ver con la vida y la
cooperación, que capta el valor de los hechos, que lee el mensaje
secreto emitido por todos los seres, que identifica el hilo conductor
que liga y re-liga las partes en el todo, y el todo a la Fuente
originaria de la que todo procede. Lo femenino nos enseña a cuidar
de todo con celo entrañable. El cuidado constituye la esencia del
anima y la precondición necesaria para que continúe la vida.
De lo femenino y del cuidado surge un nuevo paradigma ético que
coloca la vida en el centro: vida compartida con otros, vida abierta
hacia arriba y hacia delante, abierta a las virtualidades que se
esconden dentro de ella y que quieren ver la luz y hacer historia.
Aquí reside la curación de nuestro pecado de origen.
2. PARADIGMA-CONQUISTA
En el conjunto de los seres de la naturaleza, el ser humano ocupa un
lugar singular. Por un lado, es parte de la naturaleza por su
enraizamiento cósmico y biológico. Es fruto de la evolución que
produjo la vida, de la que él es expresión consciente e inteligente.
Por otro lado, se eleva sobre la naturaleza e interviene en ella,
creando cultura y cosas que la evolución nunca crearía sin él, como
una ciudad, un avión o un cuadro de Portinari.
Por su naturaleza, es un ser biológicamente carente, pues, a
diferencia de los animales, no posee ningún órgano especializado
que le garantice la subsistencia. Por ello se ve obligado a conquistar
su sustento, modificando el medio, creando así su hábitat.
Esto explica que en el proceso de hominización surgiera muy pronto
el paradigma de la conquista. Salió de Africa, donde irrumpió como
Homo erectus hace siete millones de años, y se puso a conquistar el
espacio, empezando por Eurasia, pasando por Asia y América y
terminando por Oceanía. Con el crecimiento de su cráneo,
evolucionó y se convirtió en Horno habilis, inventando, hace 2,4
millones de años, el instrumento que le permitió aumentar aún más
su capacidad de conquista.
Por comparecer como un ser entero, pero inacabado (no es defecto,
sino marca), y porque tiene que conquistar su vida, el paradigma de
la conquista pertenece a la autocomprensión del ser humano y de su
historia. Prácticamente todo está bajo el signo de la conquista.
Conquistar la Tierra entera, los océanos, las montañas más
inaccesibles y los rincones más inhóspitos. Conquistar pueblos y
«dilatar la fe y el imperio»: éste era el sueño de los colonizadores.
Conquistar los espacios extraterrestres y llegar a las estrellas: ésta es
la utopía de los modernos. Conquistar el secreto de la vida y
manipular los genes. Conquistar mercados y altas tasas de
crecimiento, conquistar cada vez más clientes y consumidores.
Conquistar el poder del Estado y otros poderes como el religioso, el
profético y el político. Conquistar y controlar a los ángeles y los
demonios que habitan en nosotros. Conquistar el corazón de la
persona amada, conquistar las bendiciones de Dios y conquistar la
salvación eterna. Todo es objeto de conquista. ¿Qué nos queda aún
por conquistar?
La voluntad de conquista del ser humano es insaciable. Por eso el
paradigma-conquista tiene corno arquetipos referenciales a
Alejandro Magno, Hernán Cortés y Napoleón Bonaparte, los
conquistadores que no conocían ni aceptaban límites.
Después de varios milenios de existencia, el paradigma de la
conquista ha entrado en una grave crisis en nuestros días. ¡Basta de
conquistas! De lo contrario, lo destruiremos todo. Ya hemos
conquistado el 83% de la Tierra, y en este afán la hemos devastado
de tal forma que ha sobrepasado en un 20% su capacidad de
sostenimiento y regeneración. Se han abierto heridas que tal vez no
se cerrarán nunca. Necesitamos conquistar aquello que nunca antes
habíamos conquistado porque pensábamos que era contradictorio:
conquistar la autolimitación, la austeridad compartida, el consumo
solidario, la compasión y la solicitud para con todas las cosas, a fin
de que sigan existiendo. La supervivencia depende de estas
anticonquistas.
Al arquetipo de la conquista —Alejandro Magno, Hernán Cortés y
Napoleón Bonaparte— hay que contraponer el arquetipo del cuidado
esencial —Francisco de Asís, Gandhi, Madre Teresa de Calcuta y
Hermana Dulce—. No hay tiempo que perder. Tenemos que
empezar por nosotros mismos, con las revoluciones moleculares. Sin
ellas no garantizaremos las nuevas virtudes que salvarán la vida y la
Tierra.
3. PARADIGMA-CUIDADO
Después de haber conquistado toda la Tierra, a costa del grave estrés
de la biosfera, es urgente y urgentísimo que cuidemos lo que ha
quedado y regeneremos lo vulnerado. Esta vez, o cuidamos o
morimos. Por eso es tan urgente que pasemos del paradigma-
conquista al paradigma-cuidado.
Si nos fijamos bien, descubrimos que el cuidado es tan ancestral
como el universo. Si después del big-bang no hubiese habido
cuidado por parte de las fuerzas directivas, mediante las cuales el
universo se autocrea y autorregula —a saber, la fuerza de la
gravedad, la electromagnética, la nuclear débil y la nuclear fuerte—,
todo se habría expandido demasiado, impidiendo que la materia se
adensase y formase el universo tal corno lo conocemos, o bien todo
se habría retraído hasta tal punto que el universo habría colapsado
sobre sí mismo en interminables explosiones. Pero no. Todo se
realizó con un cuidado tan sutil, en fracciones de milmillonésimas de
segundo, que ello hizo posible que estemos aquí para hablar de estas
cosas.
Ese cuidado se potenció cuando surgió la vida hace 3.800 millones
de años. La bacteria originaria, con cuidado singularísimo, dialogó
químicamente con el medio para garantizar su supervivencia y
evolución. El cuidado se hizo más complejo aún cuando surgieron
los mamíferos —de los que también venimos nosotros— hace 125
millones de años, y con ellos el cerebro límbico, el órgano del
afecto, del cuidado y de la ternura.
El cuidado se hizo aún más central con la emergencia del ser
humano hace siete millones de años. Según una tradición filosófica
que procede del esclavo Higinio, el bibliotecario de César Augusto
que nos legó la famosa fábula del cuidado —a la que el filósofo
Martin Heidegger dedicó páginas tan geniales—, la esencia humana
reside exactamente en el cuidado.
El cuidado es la condición previa que permite la eclosión de la
inteligencia y el afecto; es el orientador anticipado de todo
comportamiento para que sea libre y responsable y, en definitiva,
típicamente humano. El cuidado es el gesto amoroso con la realidad,
el gesto que protege y da serenidad y paz. Sin cuidado, nada de lo
que está vivo sobrevive. El cuidado es la fuerza principal que se
opone a la ley de la entropía, el desgaste natural de todas las cosas,
pues todo lo que cuidamos dura mucho más.
Hoy tenemos que rescatar esa actitud, como ética mínima y
universal, si queremos preservar la herencia que recibimos del
universo y de la cultura y garantizar nuestro futuro. El cuidado surge
en la conciencia colectiva siempre en momentos críticos. Florence
Nightingale (1820-1910) es el arquetipo de la enfermería moderna.
En 1854 parte de Londres, junto con 38 colegas, con destino a un
hospital militar en Turquía, donde se libraba la guerra de Crimea.
Imbuida de la idea de cuidado, en dos meses consigue reducir la
mortalidad del 42% al 2%. La primera guerra mundial destruyó las
certezas y produjo un profundo desamparo metafisico. Y en aquella
situación escribió Martin Heidegger su genial Ser y tiempo (1926),
cuyos párrafos centrales ( 3 9-44) están dedicados al cuidado como
ontología del ser humano. En 1972 el Club de Roma hizo sonar la
alarma ecológica sobre la gravedad del estado de salud de la Tierra.
En 2001 se concluye la redacción de La Carta de la Tierra, texto de
la nueva conciencia ecológica y ética de la humanidad. Los
documentos redactados se estructuran en torno al cuidado como la
actitud más adecuada y necesaria para con la naturaleza. Seres que
practicaron el cuidado fueron Francisco de Asís, Gandhi, Madre
Teresa de Calcuta y la Hermana Dulce. Son arquetipos que inspiran
el camino de la curación y la salvación de la vida y de la Tierra.
Aquí se funda el ethos que ama y cuida.
4. LA RE-LIGACIÓN, BASE DE LA CIVILIZACIÓN
PLANETARIA
Mueren las ideologías. Pasan las filosofías. Pero los sueños
permanecen. Son ellos los que mantienen el horizonte de esperanza
siempre abierto, formando el humus que permite proyectar
continuamente nuevas formas de convivencia social y de relación
con la naturaleza.
Bien entendió la importancia de los sueños el jefe piel roja Seattle
cuando, en 1856, escribió al gobernador del Estado de Washington,
Stevens, que le forzaba a vender sus tierras a los coloniza dores
europeos. Perplejo, se preguntaba sin entender: ¿se puede comprar y
vender la brisa, el verdor de las plantas, la limpidez del agua y el
esplendor del paisaje? Y concluía: los pieles rojas entenderían el
porqué «si conociesen los sueños del hombre blanco, si supiesen
cuáles son las esperanzas que transmite a sus hijos e hijas y cuáles
las visiones de futuro que ofrece para el día de mañana».
¿Cuál es nuestro sueño? ¿Cuál es el sueño de la sociedad civil
mundial que se hizo visible en los pueblos reunidos en Porto Alegre,
en Seattle, en Génova? Es el sueño de la inclusión de todos en la
familia humana, morando juntos en la misma y única Casa Común,
la Tierra; el sueño de la integración de todas las culturas, etnias,
tradiciones y caminos religiosos y espirituales en el patrimonio
común de la humanidad; el sueño de una nueva alianza de los seres
humanos con los demás seres vivos de la naturaleza,
considerándonos verdaderamente hermanos y hermanas en la
inmensa cadena de la vida, en la que somos un eslabón entre otros;
el sueño de una economía política de lo suficiente y de lo decente
para todos, también para los demás organismos vivos; el sueño de un
cuidado de unos para con otros, a fin de exorcizar definitivamente el
miedo; el sueño de hospitalidad, tolerancia, convivencia y
comensalidad con todos los miembros de la familia humana; el
sueño de la coexistencia pacífica y alegre de las diferencias; el sueño
de la capacidad de perdón que permite volver a empezar una historia
sin amarguras y resentimientos; el sueño de un diálogo de todos con
su Profundidad, de donde nos vienen inspiraciones de benevolencia,
de cooperación y de afecto;
el sueño de una re-ligación de todos con la Fuente originaria, de
donde brotan los seres, que nos da el sentimiento de acogida en un
Utero último en el que todas nuestras contradicciones serán resueltas
y todas nuestras lágrimas enjugadas, para caer en los brazos del
Dios-Padre-y-Madre de infinita bondad y descansar de tanto
peregrinar y penar y, finalmente, irradiar vida y más vida para
siempre.
Como se puede deducir, se trata del sueño de una civilización de la
re-ligación universal que incluya a todos, desde la hormiga del
camino hasta la galaxia más distante. Ese anhelo ancestral de la
humanidad fue desterrado por el tipo de cultura que predominó en
los últimos siglos. Somos hijos de un ensayo civilizatorio, hoy
mundializado, que ha realizado cosas extraordinarias, pero que es
materialista y mecánico, lineal y determinista, dualista y
reduccionista, atomizado y compartimentado. Y que ha separado la
materia del espíritu, la ciencia de la vida, la economía de la política,
y a Dios del mundo.
Ha realizado una especie de lobotomía en nuestra mente, pues nos ha
dejado desencantados, ciegos para percibir las maravillas de la
naturaleza e insensibles a la reverencia que el universo suscita en
nosotros. La civilización de la re-ligación de todo con todo dará
centralidad a la religión, más como dimensión antropológica que
como institución, y como fuerza que se propone re-ligar todas las
cosas entre sí, con el ser humano y con el Ser supremo.
Entonces surgirá la civilización de la etapa planetaria, de la sociedad
terrenal, la primera civilización de la humanidad como humanidad
en comunión, al fin, con todas las cosas.
Es importante que no dejemos que el sueño se quede en mero sueño.
Urge poner las bases para su implementación procesual en nuestra
vida diaria, y también dentro de las complejas estructuras de la
civilización contemporánea.
De esta perspectiva podrá nacer una nueva ética, expresión de un
nuevo estado de conciencia de la humanidad y de la realidad, que
lentamente se fue transformando hasta inaugurar la fase globalizada
del destino humano y de la Tierra.
1. CÓMO NACE LA ÉTICA
Hoy vivimos una grave crisis mundial de valores. A la inmensa
mayoría de la humanidad le resulta dificil saber lo que es correcto y
lo que no lo es. Ese oscurecimiento del horizonte ético redunda en
una enorme inseguridad en la vida y en una permanente tensión en
las relaciones sociales, que tienden a organizarse más alrededor de
intereses particulares que en torno al derecho y la justicia. Este
hecho se agrava aún más por causa de la propia lógica dominante de
la economía y del mercado, que se rige por la competencia —la cual
crea oposiciones y exclusiones— y no por la cooperación —que
armoniza e incluye—. Con ello se dificulta el encuentro de estrellas-
guía y de puntos de referencia comunes, importantes para las
conductas personales y sociales.
Conviene también no olvidar lo que constató el historiador Eric
Hobsbawm en su obra The Age of Extremes [La era de los
extremos]: ha habido más cambios en la humanidad en los últimos
cincuenta años que desde la edad de piedra. Esa aceleración ha
hecho que los mapas conocidos ya no puedan orientarnos, que la
brújula haya llegado a perder el Norte. En esta situación dramática,
¿cómo fundar un discurso ético mínimarnente consistente?
1.1. Religión y razón: fuentes de la ética
El estudio de la historia revela que hay dos fuentes que orientaron y
siguen orientando ética y moralmente a las sociedades hasta nuestros
días: las religiones y la razón.
Las religiones continúan siendo los nichos de valor privilegiados
para la mayoría de la humanidad. Samuel P. Huntington, en su
famosa obra El choque de civilizaciones y la reconfiguración del
orden mundial, reconoce explícitamente: «En el mundo moderno, la
religión es una fuerza fundamental, quizá la fuerza fundamental, que
motiva y moviliza a la gente... Lo que en último análisis cuenta para
las personas no es la ideología política ni el interés económico;
aquello con lo que las personas se identifican son las convicciones
religiosas, la familia y los credos. Por estas cosas combaten e incluso
están dispuestas a dar su vida» (1997, p. 77). Hans Küng, uno de los
pensadores mundiales que más se han ocupado de estas cuestiones,
propone las religiones como la base más realista y eficaz para
construir «Una ética mundial para la economía y la política» (título
de uno de sus libros). Dejando a un lado las diferencias, que no son
pocas, los puntos comunes entre ellas permiten elaborar un consenso
ético mínimo, capaz de mantener unida a la humanidad y de
preservar el capital ecológico indispensable para la vida. Las
religiones representan en la historia el ethos que ama y cuida.
La razón crítica, que irrumpió casi simultáneamente en todas las
culturas mundiales en el siglo vi a.C., en el llamado «tiempo axial»
(Karl Jaspers), trató de establecer desde el primer momento códigos
éticos universalmente válidos. La fundamentación racional de la
ética y de la moral (ética autónoma) representó un esfuerzo
admirable del pensamiento humano desde los maestros griegos
Sócrates, Platón y Aristóteles, pasando por san Agustín, Tomás de
Aquino e Immanuel Kant, hasta los modernos Henri Bergson, Martin
Heidegger, Hans Jonas, Jürgen Habermas, Enrique Dussel y, entre
nosotros, Enrique de Lima Vaz y Manfredo Oliveira —si nos
quedamos dentro del marco de la cultura occidental.
Esta tarea sigue aún abierta, alejada de otros esfuerzos éticos
fundados en otras bases que no son la razón (éticas heterónomas). Es
el ethos que busca.
Con todo, el nivel de convencimiento ha sido moderado y se ha
limitado a los ambientes académicos; por ello ha tenido una
incidencia limitada en la vida cotidiana de las poblaciones.
Esos dos paradigmas no quedan invalidados por la crisis actual, pero
tienen que ser enriquecidos, si queremos estar a la altura de las
demandas éticas que nos vienen de la realidad hoy globalizada.
1.2. El afecto: fuente originaria de la ética
La crisis crea la oportunidad de ir a las raíces de la ética y nos invita
a descender a aquella instancia en la que continuamente se forman
valores. La ética, para ganar un mínimo de consenso, tiene que
brotar de la base última de la existencia humana, que no reside en la
razón, como siempre ha pretendido Occidente.
La razón, como ha reconocido la misma filosofia, no es el primer
momento ni el último de la existencia. Por eso no explica ni abarca
todo. La razón se abre hacia abajo, de donde emerge algo más
elemental y ancestral: la afectividad; y se abre también hacia arriba,
hacia el espíritu, que es el momento en que la conciencia se siente
parte de un todo y que culmina en la contemplación y en la
espiritualidad. Por lo tanto, la experiencia fundamental no es
«pienso, luego existo», sino «siento, luego existo». En la raíz de todo
no está la razón (logos), sino la pasión (pathos).
David Goleman diría: «En el fundamento de todo está la inteligencia
emocional». El afecto, la emoción..., en suma, la pasión, es un sentir
profundo. Es entrar en comunión, sin distancia, con todo lo que nos
rodea. Por la pasión captamos el valor de las cosas. Y el valor es el
carácter precioso de los seres, aquello que los hace dignos de ser y
apetecibles. Sólo cuando nos apasionamos, vivimos valores. Y por
los valores nos movemos y somos.
Siguiendo a los griegos, llamamos a esa pasión eros, amor. El mito
arcaico lo dice todo: «Eros, el dios del amor, se levantó para crear la
tierra. Antes todo era silencio, desnudo e inmóvil. Ahora todo es
vida, alegría, movimiento». Ahora todo es precioso, todo tiene valor,
por causa del amor y de la pasión.
1.3. Tensión entre afecto y razón
Pero la pasión está habitada por un demonio. Dejada a sí misma,
puede degenerar en formas de disfrutedestructivo. Todos los valores
valen, pero no todos valen para todas las circunstancias. La pasión es
un caudal fantástico de energía que, como las aguas de un río,
necesita márgenes, límites y la justa medida. De lo contrario,
irrumpe avasalladora. Es aquí donde entra la función insustituible de
la razón. Lo propio de la razón es ver claro y ordenar, disciplinar y
definir la dirección de la pasión.
Aquí surge una dialéctica dramática entre la pasión y la razón. Si la
razón reprime la pasión, triunfan la rigidez, la tiranía del orden y la
ética utilitaria. Si la pasión prescinde de la razón, dominan el delirio
de las pulsiones y la ética hedonista, del puro disfrute de las cosas.
Mas, si se impone la justa medida, y la pasión se sirve de la razón
para un autodesarrollo ordenado, entonces emergen las dos fuerzas
que sustentan una ética prometedora: la ternura y el vigor.
1.4. Irradiación de la ética: la ternura y el vigor
La ternura es el cuidado para con el otro, el gesto amoroso que
protege y da paz. El vigor abre caminos, supera obstáculos y
transforma los sueños en realidad. Es la rivalidad sin la dominación,
la dirección sin la intolerancia. Ternura y vigor, o también anirnus y
anima, construyen una personalidad integrada, capaz de mantener
unidas las contradicciones y de enriquecerse con ellas. Son dos
principios capaces de sustentar un humanismo sostenible, fundado
en la materialidad de la historia y en la espiritualización de las
prácticas humanas.
De estas premisas puede nacer una ética capaz de incluir a todos en
la familia humana. Tal ética se estructura en tomo a los valores
fundamentales ligados a la vida, a su cuidado, al trabajo, a las
relaciones cooperativas y a la cultura de la no violencia y de la paz.
Es un ethos que ama, cuida, se responsabiliza, se solidariza, se
compadece.
2. EL FUNDAMENTO:
DAIMON Y ETHOS, EL ÁNGEL Y LA MORADA
La cultura dominante es culturalmente pluralista, políticamente
democrática, económicamente capitalista y, al mismo tiempo, es
materialista, individualista, consumista y competitiva, perjudica al
capital social de los pueblos y toma precarias las razones de nuestra
convivencia. Con mucho poder y poca sabiduría ha creado el
principio de la autodestrucción. Por primera vez podemos eliminar
las bases de la supervivencia de la especie, lo cual hace que la
cuestión ética (cómo tenemos que comportamos) sea apremiante e
inaplazable.
Para orientamos en esta espinosa cuestión nos serviremos de dos
palabras griegas, extrañas para muchos, ethos y daimon. Con ellas
afrontaron los griegos la mayor crisis de su historia, estructuralmente
semejante a la nuestra, cuando en el siglo vi a.C. surgió la razón
crítica. Esta amenazaba con privar de sentido a las tradiciones y los
valores que habían garantizado hasta entonces, por la razón mítica y
religiosa, la sociabilidad de la ciudad griega (polis).
Vamos a examinar por nuestra cuenta estas dos palabras seminales,
pues su significado concreto (que es lo que nos interesa) contiene
todavía hoy el secreto de un comportamiento ético destinado a
salvamos a todos y a fundar un nuevo acuerdo mínimo entre los
humanos en la fase planetaria de nuestra historia.
Hay que explicar los términos daimon y ethos, porque su significado
no es inmediatamente comprensible. En primer lugar, cabe decir que
daimon, en griego clásico, no es demonio. Por el contrario, es el
ángel bueno, el genio protector. Y el ethos no es primariamente la
ética, sino la morada humana.
Heráclito, genial filósofo pre-socrático (500 a.C.), unió las dos
palabras en el aforismo 119: «El ethos es el daimon del ser
humano», es decir, «la casa es el ángel bueno del ser humano». En
esta formulación se esconde la clave de toda una construcción ética.
Veámoslo con detenimiento, como hacen los filósofos.
El ethos/morada no está constituido simplemente por las cuatro
paredes y el techo. Esta es una visión exterior y fisica de la casa. La
casa tiene que ser vista desde dentro, en una aproximación
existencial, como una experiencia originaria y, por ello, como un
dato irreducible. Entonces aparece como el conjunto de las
relaciones que el ser humano establece con el medio natural,
separando un pedazo del mismo, para que sea su morada; con los
que habitan en la morada, para que cooperen y sean pacíficos; con
un rincón sagrado, donde guardarnos recuerdos queridos, la vela que
arde, los santos de nuestra devoción o las Sagradas Escrituras; y con
los vecinos, para que haya bondad y ayuda mutua. Morada es todo
esto y, por lo tanto, no algo material, sino existencial y globalizante,
un modo de ser de las cosas y de las personas.
La morada, para serlo, tiene que ser habitable, es decir, tiene que
tener un buen espíritu astral, un buen «axé» [fuerza, magia] —como
dice la tradición nagó— o un vigoroso «shi» —como sostiene la
tradición del Tao y del Feng-Shui—. Eso lo proporciona el daimon,
el ángel bueno, el genio bienhechor y protector. El bien que él
inspira hace de las cuatro paredes y del conjunto de las relaciones la
morada humana, en la que nos sentimos bien, amamos y, si todo sale
bien, morimos tranquilamente,
¿Qué es, entonces el daimon/ángel bueno? Platón, en su
conmovedora Apología de Sócrates, conservó las palabras finales del
genial maestro. Daiinon, dice, es la «voz profética dentro de mí,
proveniente de un poder superior», o también «la señal de Dios».
Nosotros diríamos que es la voz de la interioridad, aquel consejero
de la conciencia que disuade o estimula, aquel sentimiento de lo
conveniente y de lo justo en las palabras y en los actos que se
anuncia en todas las circunstancias de la vida, pequeñas o grandes.
Todos poseen el daimon, ese ángel protector que nos acompaña
siempre, un dato tan objetivo como la libido, la inteligencia, el amor
y el poder.
Como se puede ver, Heráclito, como buen filósofo, deja atrás el
sentido convencional de las palabras y capta su significación secreta:
morada (ethos) acaba siendo la ética que debemos tener, y el ángel
bueno (daimon) el tacto para lo que es justo y bueno, elfreling para
lo que hay que hacer en cada situación.
Ese ángel bueno hace que moremos bien en la casa, que puede ser la
vivienda en que residimos, la ciudad, el país o el planeta Tierra, Casa
Común.
Todo lo que hagamos para que podamos morar bien juntos (seamos
felices) es ético y bueno; lo contrario es antiético y malo.
Hay una especie de tragedia en nuestra historia: el daimon fue
olvidado. En su lugar, los filósofos como Platón y Aristóteles, Kant
y Schopenhauer, pusieron los sistemas éticos, con normas y leyes
tenidas por universales. Pero los sistemas, debido a la ordenación
arquitectónica, se distancian de lo vivenciado. Se hacen abstractos
cuando, en cambio, la ética siempre tiene que ver con la práctica
concreta. Poseen innegables virtudes, pero también vicios como la
rigidez, la inflexibilidad, la a-historicidad. Por eso todos los sistemas
tienen algo de artificial y construido. No pocas veces, las normas
funcionan como imperativos, como superegos castradores, más que
como inspiradoras de comportamientos creativos.
Cuanto más arquitectónico es el sistema, tanto más se distancia del
dairnon, hasta considerarlo inexistente o reducirlo a un subproducto
de los mecanismos de control psicológico o del encuadramiento
social. Mas como el daimon es intrínseco al ser humano (es su
dimensión ontológica indestructible), la voz de ese ángel bueno no
deja de hablar. Puede ser confundida con las otras mil voces de los
ideólogos, de las religiones, de las iglesias, de los Estados o de otros
maestros. Pero él es soberano, y su voz es persistente.
Figuras ejemplares que supieron escuchar al daimon y se dejaron
guiar por él fueron los profetas, como Isaías y Amós, y personajes
como Jesucristo, Buda, Sócrates, Francisco de Asís, Gandhi y otras
muchas personas anónimas, hombres y mujeres que dan testimonio
de la existencia y la persistencia de esta voz interior.
Si queremos una revolución ética que responda a los desafios de
nuestro tiempo, tenemos que desencadenar y liberar al daimon
interior y empezar a escucharlo de nuevo. Para ello tenemos que
rescatar el buen sentido ético, aquello que simplemente debe ser,
pues ésa es la misión que el daimon desempeña dentro de nosotros.
El es la fuente de la creatividad ética y moral. Él nos sugerirá cómo
ordenar la casa que es la ciudad, el Estado y la Casa Común
planetaria.
No tenemos más salida que despertar al daimon en todos nosotros.
¿Es utopía? Sí, pero es la dirección correcta para encontrar el camino
verdadero. El daimon protegerá nuestra vida y la Tierra, hoy
amenazadas. No permitirá que elijamos el suicidio, sino la expansión
y la irradiación de la vida.
3. ÉTICA Y MORAL: DISTINCIONES Y DEFJNICIONES
¿Qué es ética, qué es moral? ¿Son lo mismo o hay que establecer
distinciones entre ellas? Hay mucha confusión al respecto.
Tratemos de esclarecer esta cuestión. Tanto en el lenguaje común
como en un lenguaje más culto, «ética» y «moral» son sinónimos.
Así decimos:
«Aquí hay un problema ético» o «un problema moral», o bien,
uniendo ambas expresiones: «Aquí hay un problema ético y moral».
Con ello emitimos un juicio de valor sobre alguna práctica personal
o social y la calificamos como buena, mala o dudosa.
Ahora bien, si profundizamos en esta cuestión, percibimos que
«ática» y «moral» no son sinónimos.
3.1. Definición de «ética» y de «moral»
La ética es parte de la filosofía. Considera concepciones de fondo
acerca de la vida, del universo, del ser humano y de su destino;
determina principios y valores que orientan a las personas y las
sociedades. Una persona es ética cuando se orienta por principios y
convicciones. Decimos entonces que tiene buen carácter.
La moral es parte de la vida concreta. Trata de la práctica real de las
personas, que se expresan por medio de costumbres, hábitos y
valores culturalmente establecidos. Una persona es moral cuando
actúa de acuerdo con las costumbres y valores consagrados. Estos
pueden, eventualmente, ser cuestionados por la ática. Una persona
puede ser moral (sigue las costumbres aunque sea por conveniencia)
y no ser necesariamente ética (obedece a convicciones y principios).
Pese a ser útiles, estas definiciones son abstractas, porque no
muestran el proceso por el que surgen efectivamente la ática y la
moral. Y en esto los griegos pueden ayudamos.
Partamos de los sentidos de la palabra ethos, de la que se deriva
«ética». Antes de nada, constatamos que los griegos escribían esa
palabra de dos formas diferentes: ethos con eta (o «e» larga), que
significa la morada humana y también el carácter la manera, el modo
de ser, el perfil de una persona; y ethos con épsilon (o «e» breve),
que se refiere a las costumbres, usos, hábitos y tradiciones.
3.2. Experiencia fundamental: la morada humana
¿Cómo articular todas estas dimensiones y no dejarlas yuxtapuestas?
¿Cómo mostrar que son explícitaciones de una experiencia
fundamental singular?
Tenemos que desentrañar esta experiencia originaria, pues
ciertamente no es sólo griega, sino simplemente humana. También
nosotros podemos y debemos tenerla, y de ese modo nos
capacitamos para entender mejor lo que significa ética y moral en
nuestra vida.
La experiencia ftmdamental, radical, siempre válida, está constituida
por la experiencia de la morada humana (ethos con «e» larga). Ahora
bien, la morada no era ni debe ser entendida fisicamente (las cuatro
paredes y el techo), sino existencialmente.
En sentido existencial, la morada significaba —y significa también
para nosotros— la red de las relacioJ nes entre el medio fisico y las
personas, como ya hemos aclarado antes.
Los griegos llamaban ethos a la morada. Mas para que la morada sea
tal es necesario organizar el espacio físico (habitaciones, salas,
cocina, jardín) y el espacio humano (relaciones de los moradores
entre sí y con sus vecinos), según criterios, valores y principios
inspiradores, para que todo fluya y esté como es debido. Entonces la
casa posee estilo, carácter y su aura propia. De la misma forma, las
personas que la habitan y que sintonizan con el modo de ser propio
de la casa asumen un carácter singular. Los griegos llamaban tanto a
los principios inspiradores como a las personas, cuyo carácter era
moldeado por ellos, ethos, escrito como casa (ethos con «e» larga).
En suma, ethos es sinónimo de ética en el sentido que expusimos
antes: el conjunto ordenado de los ? principios, los valores y las
motivaciones últimas de las prácticas humanas, personales y
sociales. Ethos significa también el carácter; el modo de ser de una
persona o de una comunidad.
Además, en la morada, los moradores tienen costumbres,
tradiciones, hábitos, y modos de organizar las comidas, los
encuentros, las fiestas, las formas de relacionarse, que pueden ser
tensos y competitivos, o bien armoniosos y cooperativos. A esto los
griegos lo llamaban también ethos (con «e» breve). Por tanto, ethos
son las costumbres, aquellos hábitos y comportamientos concretos
de las personas que después los romanos llamarán mores, de donde
se deriva moral.
3.3. Hábitos familiares,
formadores de la ética y de la moral
Como se puede ver; las palabras esconden procesos bien precisos. Es
lo que sucede, procesualmente, con la genealogía de la ética. Todo
empieza en la morada (ethos), que puede ser la casa con- creta de las
personas, o la comunidad, la ciudad, el Estado y el planeta Tierra.
Las personas que moran en ella tienen valores, principios,
motivaciones inspiradoras para el comportamiento (ethos). A esos
dos momentos los llamamos ethos (con «e» larga) o ética. Además,
en la casa las personas no viven de cualquier manera: reproducen
tradiciones, estilos de vida, maneras de organizar las comidas
familiares, los encuentros, las recepciones. Ese conjunto de cosas se
llama también ética, ethos (con «e» breve). Nosotros hablaríamos
hoy de «moral», de acuerdo con la definición que hemos establecido
anteriormente.
Procesualmente, empezando desde abajo, diríamos que las
costumbres y los hábitos (moral) forman el carácter y configuran el
perfil (ética) de las personas. Donald Winnicott, gran pediatra y
psicoanalista británico (1896-1967), estudió, siguiendo a Freud, la
importancia de las relaciones familiares para establecer el carácter de
las personas. A su juicio, ese carácter remite a algo más
fundamental:
a los valores de fondo, a los principios, a la visión de la realidad que
está en la cabeza y en el corazón de las personas. Serán áticas
(tendrán principios y valores), pues, las personas o las sociedades
que hayan tenido una buena moral (relaciones armoniosas e
inclusivas) en casa, en la relación primera con la madre, en la
sociedad y, hoy, en las relaciones globalizadas.
Los medievales no tenían la sutileza de los griegos. Usaban la
palabra moral (que viene de mos/moris, costumbre y hábito) tanto
para las costumbres como para el carácter y los principios y valores
que lo moldean. Todo ello se designaba con el término «moral».
Pero dentro de la moral distinguían entre la moral teórica (filosofia
moral), que estudia los principios y las actitudes que iluminan las
prácticas, y la moral práctica, que analiza los actos a la luz de las
actitudes y estudia la aplicación de los principios a la vida.
A partir de esta comprensión podríamos juzgar las diferentes éticas y
morales existentes en las culturas mundiales. Nos limitamos a la más
vigente y hoy hegemónica: la ética y la moral capitalista. La ética
capitalista dice: bueno es lo que permite acumular más con menos
inversión y en el menor tiempo posible. El fin de la moral capitalista
concreta es emplear el menor número de personas posible, pagar
menores salarios e impuestos y explotar mejor la naturaleza para
acumular más- medios de vida y riqueza.
¿Nos imaginamos cómo serían una casa y una sociedad (ethos) que
tuviesen tales costumbres (moral/ethos) y produjesen caracteres
humanos (ethos/moral) tan voraces? ¿Serían todavía humanas y
beneficiosas para la vida?
Esta es una de las razones —nada irrelevante, por cierto— de la
grave crisis actual: crisis de valores, crisis de una visión más
humanitaria y generosa de la vida, crisis de perspectiva que genera
una crisis ética.
4. EL ETHOS QUE BUSCA
Fue la razón crítica, articulada por los geniales filósofos Platón y
Aristóteles, la que dio el salto del daimon (la percepción ética
fundamental, o sentido moral) al ethos (sistema racional de
principios). De este modo empezó una gran aventura intelectual bajo
cuya vigencia aún nos encontramos, aunque está en su ocaso. A una
distancia de más de dos milenios, podernos tratar de hacer una
lectura de ciego que capte la relevancia e identifique el perfil básico
del ethos de nuestra civilización.
La ática siguió el destino de la razón. La naturaleza de la razón es
buscar, y el ethos será un ethos que busca. La razón no se detiene
ante nada. Por eso es esencialmente desacralizadora. Su expresión
acabada se encuentra en la razón instrumental-analítica, cuyo
producto más importante es la tecnociencia, con la civilización que
ha creado, hoy mundializada. Tiene un inmenso alcance, pues nos ha
proporcionado un saber y un poder nunca antes imaginados: ha
modificado la vida, ha redefinido el espacio y el tiempo y nos ha
llevado fuera de la Tierra. Pero también tiene límites, los cuales que,
si no son controlados, pueden poner en peligro nuestro futuro.
Enumeremos algunos de ellos.
En primer lugar, olvidó el ser (el todo) y se centró en el ente (la
parte), considerándolo la «realidad» fuera de la cual nada existe. La
consecuencia para la ética fue que no se volvió a escuchar la «voz
interior» (degradada a la condición de superego psicológico o a la de
interés de clase), para oír sólo la voz de la norma y el orden, venidos
de fuera, pero intemalizados.
En segundo lugar, dado que los entes son ilimitados, también los
saberes lo son. Pero se olvida que son partes de un todo. Realidad
fragmentada, produjo un saber fragmentado y una ética fragmentada
en infinitas morales, para cada profesión (deontología), para cada
clase y para cada cultura.
En tercer lugar, separó lo que en la realidad siempre va unido: Dios
y mundo, razón y emoción, masculino y femenino, justo y legal,
privado y público. La ética fue dividida en pública y privada, ética
de los intereses y ética de los principios, ética de los medios y ética
de los fines.
En cuarto lugar, el saber fue puesto al servicio del poder, y éste fue
usado como dominación. La ética se hace instrumento de
normalización del individuo, forzado a introyectar las leyes para
introducirse en la dinámica del proceso social, leyes por las cuales es
fiscalizado e incluso castigado. La sociedad se funda menos en la
ética y en la ley que en la legalización de las diversas prácticas
personales y sociales aceptadas oficialmente, sin preguntarse a qué
sirven: si a los intereses de dominación por parte de los poderes
establecidos o a la sociedad que quiere orientarse por el bien común
y por la equidad.
En quinto lugar, fundado solamente en la razón crítica, el ethos que
busca no consiguió consensos mínimos, susceptibles de ser
aceptados y asumidos por las grandes mayorías. Los imperativos
categóricos como los de Kant permanecieron, infelizmente,
abstractos: «trata al ser humano siempre como fin, nunca como
medio» y «obra de tal manera que la máxima de tu acción pueda
valer como norma para todos». Son principios de la razón ilustrada,
no de la razón común de las grandes mayorías de la humanidad.
En sexto lugar, encerrada exclusivamente en el ámbito de la razón, la
ética perdió el horizonte de trascendencia que viene del espíritu y de
su obra, que es la espiritualidad: aquella dimensión de la conciencia
que permite al ser humano sentirse parte del todo e identificar un
sentido mayor de su existencia y de su breve paso por este mundo.
La espiritualidad es para la ética lo que el aura para las estrellas. Sin
aura, las estrellas no brillan; sin espiritualidad, la ética se transforma
fácilmente en moralismo y en legalismo.
En séptimo lugar, la ética perdió el corazón y el pathos, la capacidad
de sentir en profundidad al otro. Es solipsista, está centrada en sí
misma. La ética surge y se renueva siempre que el otro emerge
frente a nosotros. El otro nos obliga a adoptar posicionamientos
concretos, no pocas veces nuevos e innovadores. Hoy, en el proceso
de globalización, irrumpen muchos «otros» que deben ser acogidos,
con los que hay que convivir y establecer una alianza para construir
juntos una nueva historia planetaria.
El ethos que busca no presenta instrumentos internos que nos
permitan dar respuesta a los graves desafios actuales que tienen que
ver con el futuro de la vida y de la humanidad. Necesitamos un ethos
que no sólo busque, sino que también ame y cuide.
5. EL ETHOS QUE AMA
Cuando la razón busca hasta el fin, encuentra en su misma raíz el
afecto que se expresa por el amor y, sobre ella, el espíritu que se
manifiesta por la espiritualidad. Y al término de su búsqueda se
encuentra con el misterio. El misterio no es el límite de la razón, sino
lo ilimitado de la ésta. Por eso el misterio sigue siendo misterio en
todo conocimiento que se siente desafiado a conocer cada vez más.
La razón científica nos ratifica ese recorrido: empezó con la materia,
llegó a los átomos, descendió aún más, a los elementos subatómicos,
a la energía y a los campos energéticos, al campo de Higgs, origen
de todos los campos, al big-bang, hace 15.000 millones de años, para
terminar en el vacío cuántico, que es el estado de energía de fondo
del universo, aquella fuente nutricia, misteriosa e innombrable, de
todo cuanto existe, que el conocido cosmólogo Brian Swimme
identifica como la presencia de Dios.
El misterio se revela más inmediatamente en el otro. Por más que se
quiera conocerlo y encuadrarlo, el otro siempre se retira más allá. El
es, efectivamente, misterio vivo y desafiante que nos obliga a salir
de nosotros mismos y a tomar postura ante él.
Cuando el otro irrumpe ante mí, nace la ética. Porque el otro me
obliga a adoptar una actitud práctica de acogida, de indiferencia, de
rechazo, de destrucción. El otro significa una pro-puesta que pide
una res-puesta con res-ponsa-bilidad.
El límite más oneroso del ethos que busca reside en el hecho de que
ha reservado poco lugar al otro. El paradigma occidental tuvo
siempre dificultades con el otro. Por eso lo incorporó, lo sometió o
lo destruyó. Al negar al otro, perdió la posibilidad de la alianza, del
diálogo y del aprendizaje mutuo. Se impuso el paradigma de la
identidad sin la diferencia, siguiendo los pasos del presocrático
Parménides.
El otro hace que surja el ethos que ama. Paradigma de este ethos es
el cristianismo de los orígenes, el paleocristianismo, cuya diferencia
del cristianismo histórico y de sus iglesias radica en el hecho de que
éste, en el terreno de la ética, estuvo más influido por los maestros
griegos que por el mensaje y la práctica de Jesús. El
paleocristianismo, por el contrario, otorga una centralidad absoluta
al amor al otro, que para Jesús es idéntico al amor a Dios. El amor es
tan central que quien tiene amor lo tiene todo. El atestigua la sagrada
convicción según la cual Dios es amor (1 Jn 4,8), el amor viene de
Dios (1 Jn 4,7) y el amor no morirá nunca (1 Co 13,8). Y ese amor
es incondicional y universal, pues incluye también al enemigo (Lc
6,35). El ethos que ama se expresa en la regla de oro, atestiguada por
todas las tradiciones de la humanidad: «Ama al prójimo como a ti
mismo»: «No hagas al otro lo que no deseas que te hagan a ti».
Así pues, el amor es central porque, para el cristianismo, el otro es
central. Dios mismo se hace otro encarnándose. Sin pasar por el otro,
sin el otro más otro —que es el hambriento, el pobre, el peregrino y
el desnudo—, no se puede encontrar a Dios ni alcanzar la plenitud de
la vida (Mt 25,31-46). Este salir de sí en dirección al otro para
amarlo en sí mismo, para amarlo sin esperar ser correspondido, de
forma incondicional, fundamenta un ethos lo más inclusivo posible,
lo más humanizador que pueda imaginarse. Este amor es un solo
movimiento que se dirige al otro, a la naturaleza y a Dios.
Nadie en Occidente ja igualado siquiera a san Francisco de Asís
como arcjuetipo de esa ética amorosa y cordial. Comenta Eloy
Leclerc, el mejor pensador franciscano de nuestro tiempo,
superviviente de los campos de exterminio nazi de Buchenwald: «En
lugar de endurecerse y encerrar- se en un aislamiento soberbio, se
había dejado desposeer de todo, incluso de su obra. Se había hecho
pequeño ante aquel “cuyo nombre nadie es digno de pronunciar”:
Dios es, y eso basta. Y se había insertado con enorme humildad en
medio de las criaturas. Cercano y hermano de las más humildes,
había fraternizado con la tierra, con su humus original, con sus raíces
oscuras. Y he aquí que “nuestra hermana la Madre Tierra” había
abierto, ante sus asombrados ojos, un camino de fraternidad sin
límites, sin fronteras. Una fraternidad a la medida de toda la
creación. El humilde Francisco se había convertido en el hermano
del Sol y de las estrellas, del viento, de las nubes, del agua, del fuego
y de todo cuanto vive. Entonces se había puesto a cantar su
admiración. Todo cantaba en él. La gracia lo había visitado, y con
ella el júbilo» (El sol sale sobre Asís, Sal Terrae 2000, p. 131).
El ethos que ama funda un nuevo sentido de vivir. Amar al otro es
darle razón de existir. No hay razón para existir. La existencia es
pura gratuidad. Amar al otro es querer que exista, porque el amor
hace que el otro sea importante. «Amar a una persona es decirle: tú
no morirás jamás» (G. Marcel), tú tienes que existir, tú no puedes
morir. Cuando una persona o una cosa se hacen importantes para el
otro, nace un valor que moviliza todas las energías vitales. Por eso,
cuando alguien ama, rejuvenece y tiene la sensación de que empieza
a vivir de nuevo. El amor es la fuente de los valores.
Solamente ese ethos que ama puede responder a los desafios actuales
que son de vida o muerte. Hace que los distantes sean próximos, y
que los próximos sean hermanos y hermanas.
También cuidamos todo lo que amamos. El ethos que ama se abre al
ethos que cuida, se responsabiliza y se compadece.
6. EL ETHOS QUE CUIDA
Cuando amarnos, cuidamos; y cuando cuidarnos, amarnos. Por eso
el ethos que ama se completa con el ethos que cuida. El «cuidado»
constituye la categoría central del nuevo paradigma de civilización
que pugna por emerger en todas las partes del mundo.
La falta de cuidado en el modo de tratar la naturaleza y los recursos
escasos, la ausencia de cuidado en relación con el poder de la
tecnociencia que construye armas de destrucción masiva y de
devastación de la biosfera y de la propia supervivencia de la especie
humana, nos está llevando a un impasse sin precedentes. O cuidamos
o perecemos.
El cuidado asume una doble función: de prevención de daños futuros
y de regeneración de daños pasados. El cuidado posee ese poder
misterioso: refuerza la vida, vela por las condiciones fisico-
químicas, ecológicas, sociales y espirituales que permiten la
reproducción de la vida y de su ulterior evolución.
El elemento correspondiente al cuidado, en términos ecológico-
políticos, es la «sostenibilidad», cuya finalidad consiste en encontrar
el justo equilibrio entre la utilización racional de las virtualidades de
la Tierra y su preservación para nosotros y para las generaciones
futuras. Tal vez recordando la fábula del cuidado, conservada por
Higinio (t 17 d.C.), bibliotecario de César Augusto y filósofo,
entendamos mejor el significado del ethos que cuida:
«Cierto día, Cuidado, que paseaba por la orilla del río, tomó un poco de
barro y le dio la forma del ser humano. Entonces apareció Júpiter, que, a
petición de Cuidado, le insufló espíritu. Cuidado quiso darle un nombre,
pero Júpiter se lo prohibió, pues quería imponerle el nombre él mismo.
Ambos empezaron a discutir.
Después apareció la Tierra, que alegó que el barro era parte de su cuerpo y
que, por lo tanto, ella tenía derecho a escoger un nombre. Y se entabló una
discusión entre los tres que no parecía tener solución.
Al fin, todos aceptaron llamar a Saturno, el viejo dios ancestral, señor del
tiempo, para que fuera el árbitro. Saturno dio la siguiente sentencia,
considerada justa:
“A ti, Júpiter, que le diste el espíritu, se te devolverá el espíritu cuando esta
criatura muera. A ti, Tierra, que le proporcionaste el cuerpo, se te devolverá
el cuerpo cuando esta criatura muera. Y tú, Cuidado, que fuiste el primero
en modelar a esta criatura, acompáñala siempre mientras viva. Y como no
habéis llegado a ningún consenso acerca del nombre, yo decido que se
llame hornem, que viene de humus, que significa tierra fértil”».
Esta fábula está llena de lecciones. El cuidado es anterior al espíritu
infundido por Júpiter y anterior también al cuerpo prestado por la
Tierra. La concepción cuerpo-espíritu no es, por tanto, originaria.
Originario es el cuidado, «que fue el primero en modelar al ser
humano». Cuidado lo hizo con «cuidado», celo y devoción y, por
tanto, con una actitud amorosa. El es anterior, es el a priori
ontológico, aquello que debe existir antes para que pueda surgir el
ser humano. El cuidado, por tanto, entra en la constitución del ser
humano. Sin él no es humano. Con razón Martin Heidegger, en Sery
tiempo, considera que el cuidado es la real y verdadera esencia del
ser humano. De ahí que, como se dice en la fábula, el «cuidado
acompañará siempre al ser humano mientras viva». Todo lo que
haga con cuidado revelará quién es el ser humano y, además, estará
bien hecho.
El ethos que cuida y ama es terapéutico y liberador. Cura las heridas,
despeja el futuro, da seguridad, disipa los miedos e infunde
esperanza. Con razón dice el psicoanalista Rollo May: «En la actual
confusión de episodios racionalistas y técnicos, perdemos de vista al
ser humano. Tenemos que volver humildemente al simple cuidado.
El mito del cuidado, y sólo él, nos permite resistir al cinismo y a la
apatía, males psicológicos de nuestro tiempo» (Eros e repressiio,
Vozes, Petrópolis 1982, p. 340).
7. EL ETHOS QUE SE RESPONSABILIZA
La capacidad de la Tierra para soportar la voracidad del crecimiento
mundial y el consurnismo unido a ella se está agotando rápidamente.
Para que se produzca un cambio radical no bastan los llamamientos
de los organismos internacionales que estudian el estado de la Tierra,
ni tampoco las directrices de los diferentes gobiernos. Es urgente una
verdadera revolución molecular a partir de las conciencias de los
hijos e hijas angustiados de nuestro Planeta. El ethos que busca,
imperante en el mundo, no está en condiciones de proporcionarnos
por sí solo los instrumentos para un salto cualitativo. Se ha
desmoralizado, porque no ha conseguido evitar el genocidio de los
indígenas latinoamericanos, el holocausto nazi-fascista, los gulags
soviéticos, las armas de destrucción masiva, las recientes guerras de
prevención y la devastación del modo de producción capitalista, que
genera cada vez más miseria y exclusión. Consigue imponerse, no
conargumentos, sino por la fuerza. En las conciencias más despiertas
está surgiendo la siguiente convicción: o la civilización planetaria
deja de ser predominantemente occidental o dejará de existir.
Estamos obligados a desarrollar un ethos de responsabilidad
ilimitada hacia todo lo que existe y vive, como condición de
supervivencia de la humanidad y de su hábitat natural.
Responsabilidad es la capacidad de dar respuestas eficaces
(responsuni en latín, de donde viene «responsabilidad») a los
problemas que nos plantea la compleja realidad actual. Y sólo lo
conseguiremos con un ethos que ame, cuide y se responsabilice. La
responsabilidad surge cuando nos damos cuenta de las
consecuencias de nuestros actos sobre los demás y sobre la
naturaleza. Hans Jonas, el filósofo del «principio de
responsabilidad», formuló así el imperativo categórico:
«Actúa de tal manera que las consecuencias de tus acciones no
destruyan la naturaleza, ni la vida, ni la Tierra». Este imperativo vale
especialmente para la biotecnología y para aquellas operaciones que
intervienen directamente en el código genético de los seres humanos,
de otros seres vivos y de las semillas transgénicas. El universo
trabajó 15.000 millones de años, y la biogénesis 3.800 millones de
años, para ordenar las informaciones que garantizan la vida y su
equilibrio. Y nosotros queremos controlar esos procesos
complejísimos en una sola generación, sin medir las consecuencias
de nuestra acción. Por eso el ethos que se responsabiliza impone la
precaución y la cautela como comportamientos éticos básicos.
Este ethos propone algunas tareas prioritarias. En relación con la
sociedad, hay que pasar del eje de la competencia, que usa la razón
calculadora, al eje de la cooperación, que usa la razón cordial. En
relación con la economía, hay que pasar de la acumulación de
riqueza a la producción de lo suficiente y digno para todos. En
relación con la naturaleza, urge celebrar una alianza de sinergia entre
la utilización racional de lo que precisamos y la preservación del
capital natural. En relación con la atmósfera espiritual de nuestras
sociedades, hay que pasar de la magnificación de la violencia,
especialmente en los medios de comunicación social, a una cultura
de la paz y del cultivo del bien común.
La responsabilidad revela el carácter ético de la persona. Junto con
las fuerzas rectoras de la naturaleza, la persona se considera co-
responsable del futuro de la vida y de la humanidad. Al asumir
responsablemente nuestra parte, hasta los vientos contrarios ayudan
a llevar a puerto el Arca salvadora.
8. EL ETHOS QUE SE SOLIDARIZA
Vivimos tiempos de enorme barbarie, porque la solidaridad entre los
humanos es extremadamente escasa. 1.400 millones de personas
viven con menos de un dólar al día. Dos terceras partes de esos
1.400 millones están constituidas por la humanidad futura:
niños y jóvenes con menos de 15 años, condenados a consumir 200
veces menos energía y materias primas que sus hermanos y
hermanas estadounidenses. Pero ¿quién piensa en ellos? Los países
ricos no tienen el menor sentido de solidaridad, pues destinan menos
del 1% de su riqueza a luchar contra este azote. Para hacer frente a
esta vergüenza humana es urgente una revolución ética, más que una
revolución política; es decir, hay que despertar un sentimiento
profundo de hermandad y de familiaridad que haga intolerable esa
deshumanización e impida que los voraces dinosaurios del
consumismo prosigan con su vandalismo individualista.
Necesitamos, por tanto, un ethos que se solidarice con todos los que
han caído en el camino.
La solidaridad está inscrita objetivamente en el código de todos los
seres, pues todos somos interdependientes unos de otros.
Coexistimos en el mismo cosmos y en la misma naturaleza con un
origen y un destino comunes. Los cosmólogos y fisicos cuánticos
nos aseguran que la ley suprema del universo es la de la solidaridad
y la cooperación de todos con todos. La misma ley de la selección
natural de Darwin, basada en el estudio de los organismos vivos,
debe ser pensada dentro de esa ley mayor. Además, los seres luchan
no sólo para sobrevivir, sino para realizar virtualidades presentes en
su ser. En el nivel humano, en lugar de la selección natural, tenemos
que proponer el cuidado y el amor. Así, todos pueden ser incluidos,
también los más débiles, y se evitará que sean eliminados en nombre
de los intereses de grupo o de un tipo de cultura que reafirma su
identidad por encima de la dignidad y el derecho de los otros.
La solidaridad se encuentra en la raíz del proceso de hominización.
Cuando nuestros antepasados homínidos salían en busca de
alimento, no lo consumían individualmente, sino que lo llevaban al
grupo para repartirlo solidariamente. Fue la solidaridad la que
permitió el salto de la animalidad a la humanidad y a la creación de
la socialidad, que se expresa por el lenguaje. Todos debemos nuestra
existencia al gesto solidario de nuestras madres, que nos acogieron
en la vida y en la familia.
Estos datos objetivos deben ser asumidos subjetivamente como
proyecto de libertad que 0pta por la solidaridad como contenido de
las relaciones entre todos. La solidaridad política será el eje
articulador de la geosociedad mundial; de lo contrario, no habrá, a
largo plazo, futuro para nadie. Y esa sociedad hay que construirla
desde abajo, desde las víctimas de los procesos sociales y desde los
que sufren. El imperativo es, por tanto:
«Solidarízate con todos los seres, tus compañeros en la aventura
planetaria y cósmica, especialmente con los más perjudicados, para
que todos puedan ser incluidos en tu cuidado». Es importante
también alimentar la solidaridad con las generaciones futuras, pues
también ellas tienen derecho a una Tierra habitable.
Nuestra misión es cuidar de los seres, ser los guardianes del
patrimonio natural y cultural común, haciendo que la biosfera siga
siendo un bien para todas las formas de vida y no sólo para nosotros.
Por causa del ethos que se responsabiliza, veneramos a cada ser y
cada forma de vida.
9. EL ETHOS QUE SE COMPADECE
Para ser plenamente humano, el ethos tiene que incorporar la
compasión. Hay mucho sufrimiento en la historia, demasiada sangre
en nuestros caminos y una interminable soledad de millones y
millones de personas que llevan solas, en su corazón, la cruz de la
injusticia, la incomprensión y la amargura. El ethos que se
compadece quiere incluir a todas esas personas —que, en el fondo,
somos cada uno de nosotros— en el ethos humano, es decir, en la
casa humana, donde hay acogida y donde las lágrimas pueden ser
lloradas sin vergüenza o enjugadas cariñosamente.
Pero antes tenemos que hacer una terapia del lenguaje, pues
«compasión» tiene, en la comprensión común, connotaciones
negativas que le roban su contenido altamente positivo. Según esa
comprensión común, tener compasión significa tener pena del otro,
un sentimiento que lo rebaja a la condición de desamparado, sin
energía interior para erguirse. Entonces nos compadecemos de él y
nos con-dolemos de su situación. Así, por ejemplo, en el hambriento
(y en la humanidad hay miles de millones de personas hambrientas)
ve sólo el hambre de pan. No ve que a la vez existe en él un hambre
de belleza que grita porque quiere realizarse y que con nuestra
solidaridad podría ser saciada.
Podríamos entender también la com-pasión en el sentido del
paleocristianismo (el cristianismo originario, antes de constituirse en
iglesias), un sentido altamente positivo. Tener misericordia equivale
a tener un corazón (cor) capaz de sentir a los míseros y salir de sí
para socorrerlos. Es una actitud que la misma palabra com-pasión
sugiere: compartir la pasión del otro y con el otro, sufrir con él,
alegrarse con él, caminar con él. Pero esa acepción no consiguió
imponerse en
la histona. Predomino la acepcion moralista y menor de quien mira
desde arriba y desliza una limosna en la mano de la persona que
sufre. Mostrar misericordia equivaldría a hacer «candad» al otro,
caridad criticada por el poeta y cantautor argentino Atahualpa
Yupanqui: «Desprecio la caridad por la vergüenza que encierra. Soy
como el león de la sierra: vivo y muero en soledad».
La concepción budista de la com-pasión es diferente. Tal vez la
com-pasión sea una de las mayores contribuciones éticas que Oriente
ofrece a la humanidad. La com-pasión tiene que ver con la pregunta
básica que dio origen al budismo como camino ético y espiritual. La
pregunta es:
¿cuál es el mejor medio para liberarnos del sufrimiento? La
respuesta de Buda es: «Por la compasión, por la infinita com-
pasión».
El Dalai Lama actualiza esa ancestral respuesta de este modo:
«Ayuda a los otros siempre que puedas; y si no puedes, nunca los
perjudiques» (O Dalai Lama fala de Jesus, Fisus 1999, p. 214). Esta
comprensión coincide con el amor y el perdón incondicionales
propuestos por Jesús.
La «gran corn-pasión» (karuna en sánscrito) implica dos actitudes:
desapego de todas las cosas y cuidado para con todas las cosas. Por
el desapego nos distanciamos de las cosas, renunciando a poseerlas,
y aprendemos a respetarlas en su alteridad y diferencia. Por el
cuidado nos aproximamos a las cosas para entrar en comunión con
ellas, responsabilizándonos de su bienestar y socorriéndolas en el
sufrimiento.
He aquí un comportamiento solidario que nada tiene que ver con la
pena y la mera «caridad» asistencialista. Para el budista el nivel de
desapego revela el grado de libertad y madurez alcanzado por una
persona. Y el nivel de cuidado muestra cuánta benevolencia y
responsabilidad desarrolló una persona para con todas las cosas. La
com-pasión engloba las dos dimensiones. Exige, pues, libertad,
altruismo y amor.
El ethos que se compadece no conoce límites. El ideal budista es el
bodhisattva, la persona que lleva tan lejos el ideal de la com-pasión
que se dispone a renunciar al nirvana e incluso acepta pasar por un
número infinito de vidas sólo para poder ayudar a los otros en su
sufrimiento. Ese altruismo se expresó en la oración del bodhisattva:
«Mientras dure el tiempo, persista el espacio y haya personas que
sufren, también yo quiero vivir para liberarlas del sufrimiento». La
cultura tibetana expresa ese ideal a través de la figura del Buda de
los mil brazos y los mil ojos. Con ellos puede, compasivo, atender a
un número ilimitado de personas.
El ethos que se compadece, en la percepción budista, nos enseña
también cómo debe ser nuestra relación con la naturaleza: primero
tenemos que respetarla en su alteridad, y después cuidar de ella. Sólo
entonces podemos usarla, en la justa medida, para nuestro provecho.
A la «guerra infinita» de la demencia actual tenemos que oponer la
«com-pasión infinita» de la sabiduría budista. ¿Utopía? Sí, pero es la
mejor manera de mostrar nuestra verdadera humanidad, hecha de
com-pasión y de cuidado y que se traduce en un ethos que sabe
compadecerse de todos los que viven y sufren, para que nunca estén
solos en su sufrimiento.
10. EL ETHOS QUE TNTEGRA
La ética es del orden de la práctica y no del de la teoría. Por eso son
importantes las figuras ejemplares que testimoniaron en su vida la
realización de una ética coherente. Sólo los ejemplos luminosos son
realmente convincentes.
Para los occidentales la figura más transparente es Francisco, de
Asís, considerado «el primero después del Unico», o «el último
cristiano». No orientó su vida por el modelo imperial de Iglesia
vigente en su tiempo, ni por la dogmática eclesiástica, sino por la
experiencia evangélica, por la inserción en los medios pobres y por
una nueva relación amorosa con la comunidad de la vida. Ello le
permitió rescatar el vigor del paleo- cristianismo, es decir, del
cristianismo de los orígenes jesuánicos y apostólicos.
En san Francisco emergió poderosamente, sin que él tuviese
conciencia elaborada de ello, una fecunda experiencia del ethos
seminal, o sea, una forma nueva de organizar y llenar de valores la
morada humana (ethos). La novedad residía en la inclusión sin
límites de todos, empezando por quienes estaban más excluidos,
como los leprosos, o marginados como los siervos de la gleba y los
pobres en general, abriéndose también para acoger como hermanos y
hermanas a todas las criaturas: los árboles, los animales, el sol y la
luna; en suma, el universo entero. En la experiencia ética de
Francisco se realizan de forma eminente las diversas expresiones del
ethos que hemos analizado anteriormente.
En él descubrimos el ethos que busca. De familia rica, buscó con
extrema intensidad primero ser un caballero heroico, después monje
benedictino y, por último, penitente. Insatisfecho, escogió el
«camino de la simplicidad», que consistía en tomar el evangelio a la
letra y vivirlo sin glosa ni comentario, como fuente inspiradora de un
nuevo ethos. Francisco se da cuenta de lo inusitado de este
propósito. Por eso dice claramente: «El Señor me reveló su voluntad
de que fuese un nuevo loco en el mundo» (novellus pazzus). Es loco
frente a los sistemas que abandona: el burgués emergente, el feudal
decadente, el religioso- monacal vigente. Pero no es loco frente al
nuevo ethos que inaugura. Según el primer biógrafo de la época,
Tomás de Celano, Francisco apareció como «un hombre de un nuevo
siglo»; nosotros diríamos: «de un nuevo paradigma». Lo que
acabamos de decir parece extremadamente contemporáneo, ya que
estamos buscando un nuevo camino civilizatorio y un nuevo
horizonte de esperanza para la humanidad.
Es un representante singular del ethos que ama. A semejanza del
gran místico sufi Rumi —contemporáneo de Francisco que vivía en
la antigua Persia, en el actual Afganistán—, testimonia la mística del
amor y del enamoramiento de Dios como nadie lo había hecho antes
en la historía de Occidente y de Oriente Medio. Llevado por el
impulso del amor, Francisco salía por los bosques a llorar hasta que
se le hinchaban los ojos, y gritaba: «El Amor no es amado, el Amor
no es amado!». Rescató el amor telúrico: amor a la Tierra, a cada ser
de la creación, a la mujer amada, Clara. Su lema es «Deus meus et
omnia» («Mi Dios y todas las cosas»). Dios no quiere que le
amemos solo a El, sino que amemos a todas las críaturas. El amor es
un movimiento único que abraza a todos.
Vivió ejemplarmente el ethos que cuida. Cuidaba de las abejas en
invierno para que no muriesen de hambre; cuidaba para que los
árboles no fuesen cortados de modo que no pudieran regenerarse;
cuidaba de liberar a los paj arillos de las jaulas... Hasta pedía a sus
compañeros que cuidaran de las malas hierbas en un rincón del
jardín, porque también ellas, a su manera, alababan a Dios.
Es un arquetipo del ethos que se compadece. Fue a vivir entre los
leprosos, los besaba y les daba de comer en la boca, repartía todo
con los pobres, hasta la ropa que llevaba puesta, y se compadecía de
sus propios dolores, a los que llamaba «hermanos», como también
llamaba «hermana» a la muerte.
Dio testimonio del ethos que se solidariza. Vivía en extrema
pobreza, pero, por cálida solidaridad, quería que se diera todo al
hermano sufriente, y rompía el ayuno riguroso para ser solidario con
el compañero que gritaba en la noche: «Me muero de hambre!». En
la cruzada, en el norte de Egipto, se solidariza con los «hermanos
mahometanos», cruza las fronteras entre las tropas cristianas y
musulmanas y va a encontrarse con el sultán. Se muestra solidario
con él, admirado por su piedad y su sabiduría para gobernar.
Por último, mostró de manera concreta el ethos que se
responsabiliza. Ante las guerras entre los burgos, instaura la «legatio
pacis», el movimiento por la paz, para reconciliar a las partes
enfrentadas. Promueve un encuentro entre el obispo de Asís y el
alcalde, considerados enemigos acérrimos. Prohíbe a los compañeros
usar armas, dinero y títulos, fuentes de conflictos. Renuncia a todas
las funciones y permanece como lego (al final de su vida se dejó
ordenar diácono para seguir predicando, ya que estaba estrictamente
prohibido que los legos predicaran), para estar junto al pueblo y los
pobres. Quiere una fraternidad sociocósmica a partir de los últimos.
El poverello de Asís integra en su vida el ethos en el sentido
originario: hace de este mundo la morada benéfica del ser humano.
La expresión suprema del mundo hecho ethos se encuentra en el
admirable Cántico al Hermano Sol, en el que no tenemos tan sólo un
discurso poético-religioso sobre las cosas, sino que éstas sirven de
vestimenta para un discurso más profundo: el del inconsciente que
llegó a su Centro y, con él, el Misterio de ternura que integra todas
las cosas. Los elementos cantados como, el Sol, la Tierra, el fuego y
el agua, las plantas y el viento, e incluso la muerte, la hermana
muerte, se transfiguran y se convierten en símbolos de una total
integración, articulando la ecología exterior (los elementos
naturales) con la ecología interior (el carácter simbólico que tienen
en la psique). El Cántico es la expresión acabada de la completa
integración de nuestra dimensión celeste con nuestra dimensión
terrena.
La ética se transfigura entonces en mística, en experiencia abisal del
Ser. Así como una estrella no brilla sin aura, tampoco una ética
adquiere vigencia sin una visión mística y encantada del mundo,
donde la Tierra y el Cielo, y todos los elementos que surgen del
matrimonio entre ambos, se transforman en valor y en señal de un
mundo de bondad, posible para los hijos y las hijas de la Madre
Tierra, a la que san Francisco nos enseñó a amar como hermana y
como madre.
1. BIEN COMÚN PARA TODA LA COMUNIDAD DE LA VIDA
Uno de los efectos más avasalladores del capitalismo globalizado y
de su ideología política, el neoliberalismo, es la demolición de la
noción de bien común o de bienestar social.
Es notorio que las sociedades civilizadas se construyeron y siguen
continúan construyéndose sobre dos pilares fundamentales: la
participación de los ciudadanos (ciudadanía activa) y la cooperación
de todos. Juntas crean el bien común. Pero éste fue enviado al limbo
de las preocupaciones políticas, y su lugar fue ocupado por las
nociones de rentabilidad, flexibilización, adaptación y
competitividad. La libertad del ciudadano es sustituida por la
libertad de las fuerzas del mercado; el bien común, por el bien
particular; y la cooperación, por la competitividad.
La participación y la cooperación aseguraban la existencia de cada
persona y la vigencia de los derechos. Una vez negados esos valores,
la existencia de cada uno no está ya socialmente garantizada, ni sus
derechos asegurados. Por eso cada uno se siente forzado a garantizar
lo suyo. De este modo surge un individualismo avasallador, que se
pone de manifiesto en el lenguaje cotidiano: mi empleo, mi salario,
mi casa, mi coche, mi familia... Nadie se siente motivado, por tanto,
a construir algo en común. Lo único en común que queda es la
guerra de todos contra todos con vistas a la supervivencia individual.
Y hoy, en la política mundial, la lucha implacable contra el
terrorismo.
En este contexto, ¿quién va a pensar en el destino común de la
especie humana y de la única casa colectiva, la Tierra? ¿Quién se
cuidará del interés general de los 6.300 millones de seres humanos?
El neoliberalismo es sordo, ciego y mudo frente a esta cuestión
fundamental. Y sería contradictorio suscitarla, pues defiende
concepciones políticas y sociales directamente opuestas al bien
común.
Su propósito básico es éste: el mercado tiene que ganar, y la
sociedad tiene que perder. Es el mercado el que habrá de regularlo y
resolverlo todo. Y si es así, ¿por qué vamos a construir cosas en
común? Se deslegitimó el bienestar social.
Sucede, por otro lado, que el creciente empobrecimiento mundial es
el resultado de las lógicas excluyentes y depredadoras de la actual
globalización competitiva, liberalizadora, desregularizadora y
privatizadora. Cuanto más se privatiza, tanto más se legitima el
interés particular en detrimento del interés general, además de
debilitar al Estado, el administrador del interés general. Es el triunfo
del killer (asesino) capitalismo. ¿Cuánta perversidad social y
barbarie soporta el espíritu?
¿Qué es el bien común? En el plano infra-estructural, es el acceso
justo de todos a los bienes básicos (alimentación, salud, vivienda,
energía, seguridad y comunicación). En el plano humanístico, es el
reconocimiento, el respeto y la convivencia pacífica. Por el hecho de
haber sido desmantelado najo la virulencia de la globalización
competitiva, el bien común tiene que ser ahora reconstruido. Para
ello hay que dar hegemonía a la cooperación y no a la competencia.
Si no se produce ese cambio, dificilmente se mantendrá la
comunidad humana unida y con un futuro que valga la pena.
Al contextualizar estas reflexiones para los tiempos actuales,
constatamos con entusiasmo que esa reconstrucción del bien común
constituye el núcleo del proyecto político del Partido de los
Trabajadores y del presidente Lula, elegido en el año 2002. Ha
empezado por donde debía: «Hambre Cero». Ha puesto un cimiento
seguro: el nuevo pacto social a partir de los valores de la
cooperación y la buena voluntad de todos. Afirma una convicción
humanística fundamental: no hay futuro a largo plazo para una
sociedad fundada sobre la falta de justicia, de igualdad, de
fraternidad, de cuidado y de cooperación. Esa sociedad niega el
anhelo más originario del ser humano desde que éste apareció en la
evolución, hace millones de años. Lula articula ese anhelo ancestral,
y de ahí brota su fuerza de convocatoria. Si el Partido de los
Trabajadores y Lula no satisfacen ese anhelo, lo harán otros actores
en otros momentos. Pero ese sueño de la humanidad pasa por él y
por las esperanzas históricas que ha suscitado.
El bien común no puede ser concebido antropocéntricamente. En la
comprensión que estamos desarrollando hoy en día acerca de las
inter-retro-conexiones del ser humano con su medio natural y
cultural, tenemos que incluir también la naturaleza con sus
ecosistemas y la propia Tierra-Gaia, superorganismo vivo en la
construcción del bien común. Todos los seres, especialmente los
vivos, poseen cierta subjetividad, pues son sujetos de interrelaciones,
se sitúan activamente en el proceso cosmogénico y biogénico y, por
ello, tienen una historia. Nosotros, como seres humanos, somos un
eslabón, si bien singular, de la corriente de la vida. Tenemos los
mismos elementos fisico-químicos con los que se forma el código
genético de todos los seres vivos. De ahí se deriva un parentesco
objetivo con la comunidad de la vida. Este es el fundamento para
otorgar personalidad jurídica a las montañas, a los ríos, a los
bosques, a los animales y a todos los demás organismos vivos. Ellos
tienen derecho a ser respetados y tienen que ser respetados en su
alteridad y singularidad.
En razón de esta comprensión, el bien común no puede ser sólo
humano, sino de toda la comunidad terrenal y biótica con la que
compartimos la vida y el destino. La economía política no puede
cuidar sólo del bienestar material de los seres humanos, sino de
todos los demás seres que necesitan tener agua no contaminada,
suelos no envenenados, aire sin polución y nutrientes de calidad. Sin
esa ampliación de la democracia, que será entonces sociocósmica,
nuestro bien común no será suficiente ni adecuado.
La cooperación se refuerza con más cooperación, pues aquí reside la
savia secreta que alimenta y revigoriza permanentemente el bien
común.
2. AUT0LIMITACIÓN: VIRTUD ECOLÓGICA
El terror suscitado por el lanzamiento de sendas bombas atómicas
sobre Hiroshima y Nagasaki en 1945 fue tan profundo que cambió el
estado de con-ciencia de la humanidad. Se introdujo la perspectiva
de la destrucción masiva, acrecentada posteriormente con la
fabricación de armas químicas y biológicas, capaces de amenazar la
biosfera y el futuro de la especie humana.
Antes, los seres humanos se permitían hacer guerras convencionales,
explorar los recursos naturales, deforestar, arrojar basura a los ríos y
gases a la atmósfera, y ello no producía grandes modificaciones
ambientales. Una conciencia tranquila nos aseguraba que la Tierra
era inagotable e invulnerable y que la vida continuaría siendo la
misma y para siempre en el futuro.
Ese presupuesto ya no existe. Cada vez somos más conscientes de
aquello que declara La Carta de la Tierra: «Estamos en un momento
crítico de la historia de la Tierra, en el que la humanidad debe elegir
su futuro... o formar una sociedad global para cuidar la Tierra y
cuidar unos de otros o arriesgarnos a la destrucción de nosotros
mismos y de la diversidad de la vida».
Este documento, asumido por la UNESCO en el año 2000,
representa la nueva perspectiva planetaria, ética y ecológica de la
humanidad. Los hechos que sustentan la alarma son irrefutables:
sólo tenemos esta Casa Común en la que habitar; sus recursos son
limitados, y muchos de ellos no renovables; el agua dulce es el bien
más escaso de la naturaleza (sólo el 0,7% es accesible de manera
inmediata para el uso humano); la energía fósil, el petróleo, motor
del desarrollo moderno, tiene los días contados; y el crecimiento
demográfico es amenazador.
Hemos sobrepasado ya en un 20% la capacidad de aguante y de
renovación de la biosfera. Querer generalizar para toda la humanidad
el tipo de desarrollo hoy imperante exigiría otros tres planetas
iguales al nuestro. La inmensa mayoría no piensa en estas cosas,
pues les parece insoportable enfrentarse a los límites o, en último
término, al desastre colectivo, que es posible incluso en nuestra
generación.
Estos problemas son graves. Pero hay uno todavía mayor: la lógica
del sistema mundial de producción y la cultura consumista que ha
creado. El sistema dice:
debemos producir cada vez más, sin poner límites al crecimiento,
para que podamos consumir cada vez más, sin poner límites a la
cesta de la oferta. La consecuencia inmediata de esta opción es una
doble injusticia: la ecológica, por la depredación de la naturaleza, y
la social, por la creación de desigualdades. La humanidad se puede
dividir entre quienes comen hasta hartarse y quienes comen
insuficientemente y están condenados a todos los males relacionados
con de la pobreza, a la marginalidad y a la exclusión.
Si queremos garantizar un futuro común de la Tierra y de la
humanidad, se imponen las virtudes cardinales imprescindibles: la
búsqueda del bien común, la autolimitación y la justa medida. Las
tres son expresiones de la cultura del cuidado y de la
responsabilidad. Pero ¿cómo postular esas virtudes si todo el sistema
social mundial funciona precisamente porque las niega?
Esta vez, sin embargo, no tenemos elección: o cambiamos y nos
guiamos por el cuidado y la responsabilidad colectiva,
autolimitándonos en nuestra voracidad y viviendo la justa medida en
todas las cosas en la perspectiva del bien común humano y
ambiental, o tendremos que afrontar una tragedia sin precedentes.
La autolimitación significa un sacrificio necesario que salvaguarda
el Planeta, tutela intereses colectivos y funda una cultura de la
simplicidad voluntaria. No se trata de no consumir, sino de consumir
de manera responsable y solidaria para con los seres humanos y los
demás seres vivos de hoy y los que vendrán después de nosotros.
Ellos también tienen derecho a la Tierra y a una vida con calidad.
3. LA JUSTA MEDIDA: FÓRMULA SECRETA DEL UNIVERSO
Y DE LA FELICIDAD
La cultura imperante es excesiva en todo. No tiene ni el sentido de la
autolimitación ni el de la justa medida. Por eso está en una crisis que
pone en peligro su propio futuro. El desafio es éste: ¿cuál es la justa
medida que preserva el patrimonio natural y la supervivencia de la
biosfera?
La justa medida es el óptimo relativo, el equilibrio entre el más y el
menos. Por un lado, la medida es sentida negativamente como un
límite a nuestras pretensiones. De ahí nace la voluntad y hasta el
placer de violar el límite. Por otro lado, es sentida positivamente
como la capacidad de usar de manera moderada las potencialidades
para que duren más. Ello sólo es posible cuando se encuentra la justa
medida.
Si nos fijamos bien, descubrimos que la justa medida es la fórmula
secreta por la que el universo se organizó y ha garantizado su
equilibrio hasta nuestros días. Si, después del big-bang, las fuerzas
de expansión no hubiesen sido contenidas por la energía
gravitacional, todos los elementos se habrían difundido hasta diluirse
en el espacio infinito. Entonces no se habría producido la
condensación de los gases ni se habrían formado las estrellas, los
planetas y la Tierra, y nosotros no estaríamos aquí para reflexionar
sobre todas estas cosas. Si la fuerza de la gravedad hubiese
predominado y si todos los materiales hubiesen regresado sobre sí
mismos, habrían explotado en cadenas sucesivas, y el universo y
nosotros no habríamos surgido. Por el contrario, todo se procesó
según la justa medida. Se instauró un equilibrio dinámico y sutil
entre expansión y condensación, de modo que pudieran surgir
cuerpos densos, seres vivos y complejos como los animales y como
nosotros mismos.
Esta justa medida está anclada en lo más profundo de nuestro ser, en
los arquetipos ancestrales que orientan nuestra vida. Ellos toman
cuerpo en todas las producciones humanas, haciendo que sean bellas
y armónicas, por causa del justo equilibro que en ellas se establece.
No es de extrañar que, por ejemplo, las culturas de la cuenca
mediterránea, como la egipcia, la griega, la latina y la judía, que
tanto influyeron en la nuestra, hayan postulado siempre la búsqueda
de la justa medida como fuente constructora de equilibrio social. Esa
era y sigue siendo la preocupación central del budismo y de la
filosofía ecológica del Feng-Shui chino. Para todas, el símbolo
principal era la balanza, y las respectivas divinidades femeninas eran
tutoras de la justa medida.
La diosa Maat de los egipcios cuidaba de que todo fluyese
equilibradamente. Pero los sabios egipcios pronto comprendieron
que la justa medida exterior sólo se alcanza a partir de la justa
medida interior. Sin la convergencia de la Maat interior con la
exterior perdemos la justa medida, es decir, el equilibrio, y nos
volvemos destructivos.
Una de las características fundamentales de la cultura griega fue la
búsqueda insaciable de la medida en todo (métron). Clásica es la
formulación «méden ágan» («nada en exceso»). Esa medida justa se
ve realizada en todas las grandes obras artísticas de los griegos, en la
escultura, en la arquitectura, en el teatro y en la filosofía. De esta
herencia seguimos alimentándonos todavía hoy.
La diosa Némesis, venerada por griegos y romanos, representaba la
justa medida en el orden divino y humano. Todos cuantos osaran
sobrepasar la propia medida (incurriendo en la hybris = auto-
afirmación arrogante) eran inmediatamente fulminados por Némesis.
Así les sucedía a los campeones olímpicos, que, como en nuestros
días, se dejaban endiosar por los admiradores; y también les sucedía
a aquellos filósofos y artistas que permitían una exaltación excesiva
de sus vidas y obras.
La Biblia judeocristiana funda la medida justa en el reconocimiento
del límite insalvable entre el Creador y la criatura. La criatura jamás
será como Dios, que fue la pretensión de nuestros primeros padres
en el paraíso terrenal: imaginaron que lo conseguirían comiendo del
fruto prohibido; comieron de él, sobrepasaron el límite que Dios les
había impuesto, no se convirtieron en dioses y fueron expulsados del
paraíso.
Pecado es rechazar el límite, no reconocer la condición de criatura.
A pesar de la expulsión, permaneció el imperativo de la justa medida
en la forma de «cultivar y guardar» el jardín del Edén, es decir, vivir
la ética del cuidado. Detrás de «cultivar» resuena siempre «culto» y
«cultura», que señalan el trato respetuoso a la Tierra (culto). Y detrás
de «guardar» resuena el aprovechamiento sostenible de sus recursos
para atender necesidades humanas, no con fines de acumulación.
En el lenguaje bíblico, ser «imagen y semejanza de Dios» significa
ser el representante y el lugarteniente de Dios en medio de la
creación. Como tal, el ser humano tiene que prolongar el acto
creador divino, creando también con la misma benevolencia con que
Dios creó todas las cosas («y vio que todo era bueno»). El efecto
final de las intervenciones, bajo la justa medida, es la cultura, como
hominización y humanización de la naturaleza.
La justa medida se exige en dos importantes campos de la actividad
humana actual: la ecología y la biotecnología. En la ecología se
plantea continuamente la cuestión: ¿cuál es la justa medida de
intervención en la naturaleza para satisfacer nuestras necesidades y,
al mismo tiempo, conservar el capital natural, de modo que pueda
regenerarse y perdurar indefinidamente?
Aquí necesitamos sabiduría y prudencia para no someter a la
biosfera a un estrés excesivo. En el campo de la biotecnología
tenemos que preguntarnos: ¿cuál es la justa medida en la
manipulación del código genético humano? Esa medida aparece
cuando el ser humano entra en una profunda comunión con la propia
vida. Es entonces cuando percibe la vida como la irrupción más
compleja y misteriosa del proceso de la evolución. La vida exige
respeto y reverencia, necesita ser cuidada continuamente para
mantenerse y co-evolucionar.
Los genetistas tienen que entrar en el laboratorio de experimentación
como quien entra en un templo, y han de realizar procesos como
quien celebra una liturgia. De lo contrario, podrían poner en peligro
el futuro de la vida, la cual no es ninguna mercancía. Por eso la
investigación no se ordena al lucro, sino a la mejora de la propia
vida.
Aprendamos de los antiguos cómo sanar la crisis civilizatoria:
viviendo sin exceso, en la justa medida y en el cuidado esencial para
con todo cuanto nos rodea.
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Boff leonardo etica y moral

  • 1. LEONARDO BOFF, ETICA MORAL LA BÚSQUEDA DE LOS FUNDAMENTOS Traducción: Ramón Alfonso Díez Aragón Título del original en portugués: Etica e moral. A busca dos fundamentos © 2003 by Animus / Anima Produçóes Petrópolis, RJ www.animus/anima.com Para la edición española: E-mail: salterrae@salterrae.es http://www.salterrae.es © 2004 by Editorial Sal Terrae Polígono de Raos, Parcela 14-1 39600 Maliaño (Cantabria) Fax: 942 369 201 Con las debidas licencias Impreso en España. Printed in Spain ISBN: 84-293-1546-2 Depósito Legal: BI-673- 04 Fotocomposición: Sal Terrae — Santander Impresión y encuadernación: Grafo, S.A. — Bilbao Trascripción en proceso de autorización para uso exclusivo de la materia de Taller de Ética. Enero 2011. Contenido Introducción 1. Ética: la enfermedad y sus remedios 1. Nuestro pecado de origen 1.1. La elección es nuestra: cuidar o desaparecer . 1.2. ¿Por qué no se han cumplido los sueños? 1.3. Un nuevo reencantamiento 2. Paradigma-conquista 3. Paradigma-cuidado 4. La religación, base de la civilización planetaria ... 2. Genealogías de la ética 1. Cómo nace la ética 1.1. Religión y razón: fuentes de la ética .... 1.2. El afecto: fuente originaria de la ética .. 1.3. Tensión entre afecto y razón 1.4. Irradiación de la ética: la ternura y el vigor . 2. El fundamento: daimon y ethos, el ángel y la morada 3. Ética y moral: distinciones y definiciones ... . 3.1. Definición de «ética» y de «moral» 3.2. Experiencia fundamental: la morada humana. 3.3. Hábitos familiares, formadores de la ética y de la moral 4. El ethos que busca 5. El ethos que ama . 6. El ethos que cuida 7. El ethos que se responsabiliza 8. El ethos que se solidariza 9. El ethos que se compadece 10. El ethos que integra 3. Virtudes cardinales de una ¿ética planetaria 1. Bien común para toda la comunidad de la vida 2. Autolimitación: virtud ecológica 3. La justa medida: fórmula secreta del universo y de la felicidad 4. Guerra y paz 1. Amenaza contra la paz: el imperialismo globalizado 2. Terrorismo: la guerra de los ofendidos 3. La globalización del riesgo 4. La guerra: una cuestión metafisica 5. Guerra y ética 6. La paz posible 7. La paz y el «efecto mariposa» Conclusión Bibliografla La Carta de la Tierra
  • 2. INTRODUCCIÓN CUANTO MAYOR ES EL RIESGO, TANTO MAYOR ES LA SALVACIÓN Nadie está hoy en condiciones de decirnos hacia dónde camina la humanidad: si hacia un abismo que nos tragará a todos o hacia una culminación que nos englobará a todos. Lo cierto es que estamos entrando en un nuevo rellano de conciencia, la conciencia planetaria; que sentimos la urgencia de una alianza entre los pueblos que descubren que están juntos dentro de la única Casa Común, una alianza necesaria para poder convivir de una forma mínimamente pacífica, y que se hace necesario un cuidado especial de la Tierra y de sus ecosistemas, si no queremos perder las bases de nuestra subsistencia. Hay señales para todos los escenarios. Pero ninguna de ellas es inequívoca. Estamos condenados a hacer camino caminando, no pocas veces en medio de una noche oscura, sin ver claramente la dirección y sin poder identificar los obstáculos. Y tenemos que creer y esperar que el camino nos lleve a algún lugar que sea bueno para morar y detenerse en él. Pero hay una constatación indiscutible: la aterradora crisis ética y moral que se extiende por todas partes ha alcanzado ya el corazón de la humanidad. ¿Quién tiene suficiente autoridad para decirnos lo que todavía es bueno y malo, lo que todavía vale? Nos sentimos perplejos, confundidos y perdidos. Percibimos, por otro lado, la urgencia de puntos comunes que orienten algunas prácticas salvadoras. Si no los encontramos, podemos encaminarnos hacia lo peor y —,quién sabe?— quizás nos aguarde el mismo destino que a los dinosaurios. Nuestra generación ha caído en la cuenta de que tiene condiciones y medios para poner fin a la especie humana y herir de muerte a la biosfera. ¿Qué ética y qué moral pondrán freno a ese poder avasallador? Prescindiendo de esta amenaza extraordinaria, ¿qué revolución ética y moral hay que hacer para curar la mayor haga que avergüenza a la humanidad, y concretamente a nuestro país: los millones y miles de millones de seres humanos que gritan desesperadamente al cielo pidiendo un poco de compasión y misericordia en forma de pan, de agua potable, de salud, de vivienda, de reconocimiento y de inclusión en la familia humana? Cuando nos encontramos en crisis que afectan a las razones de la convivencia humana y al sentido último de la vida, ha llegado el momento de detenernos un momento y reflexionar sobre los fundamentos. Es la oportunidad de revisar la experiencia seminal y originaria que hizo nacer en otros tiempos y hace brotar todavía hoy lo que llamamos «ética» y «moral». Como veremos, la experiencia protoprimaria reside en la morada humana, en morar en este mundo junto con otros, cuidándonos mutuamente y cuidando lo que es común. Morar es una experiencia irreducible, cargada de significaciones que el pensamiento tiene que desentrañar. Tal vez bebiendo de esta fuente recibamos el regalo de alguna inspiración prometedora que nos muestre cómo debemos ser y comportarnos actualmente. Meditando a partir de los desafios propios de la nueva fase de la historia de la humanidad y de la misma Tierra, la fase planetaria, obtendremos alguna luz. Y toda luz es creadora y liberadora. Muestra caminos y señala la dirección. Y, sobre todo, mantiene viva la esperanza. El sentido de las reflexiones que hemos hecho en los últimos tiempos, unas habladas y otras publicadas en órganos de la prensa
  • 3. escrita, reside en el propósito de hacer pensar, de invitar a los lectores y a las lectoras a inquietarse y, con la inquietud, a movilizarse en busca de un paradigma ético y moral que esté a la altura de los desafíos que experimentamos. Si el riesgo es grande, decía un poeta-pensador alemán, grande y mayor aún es la posibilidad de salvación. Esta es la irrefrenable esperanza que inunda estas páginas. Petrópolis, en la fiesta de San Juan de 2003 1 ÉTICA: LA ENFERMEDAD Y SUS REMEDIOS 1. NUESTRO PECADO DE ORIGEN Analistas procedentes de la biología, de las ciencias de la Tierra y de la nueva cosmología nos advierten que el tiempo actual se asemeja mucho a las épocas de ruptura en el proceso de evolución, épocas de extinciones en masa. No porque pese sobre nosotros alguna amenaza cósmica, sino por causa de la actividad humana, que es altamente depredadora de todos los ecosistemas. Hemos llegado a un punto en que la biosfera está a merced de nuestra decisión. Si queremos seguir viviendo, tenemos que quererlo de verdad y garantizar las condiciones adecuadas. 1.1. La elección es nuestra: cuidar o desaparecer Cálculos optimistas establecen el año 2030 como fecha-límite para esta decisión. A partir de ese momento la sostenibilidad del sistema Tierra no estará ya garantizada, y entraremos en una crisis cuyo resultado es imponderable. La Carta de la Tierra, documento producido por la nueva conciencia ecológica y de ética mundial, y asumido por la UNESCO, advierte en su introducción: «Los fundamentos de la seguridad global están siendo amenazados. Estas tendencias son peligrosas, pero no inevitables. La elección es nuestra: formar una sociedad global para cuidar la Tierra y cuidar unos de otros, o arriesgamos a la destrucción de nosotros mismos y de la diversidad de la vida».
  • 4. 1.2. ¿Por qué no se han cumplido los sueños? ¿Por qué hemos llegado a este punto crucial? La respuesta más inmediata se fija en las revoluciones iniciadas en el neolítico, hace diez mil años: la revolución agrícola, seguida de la industrial y completada por la del conocimiento y la comunicación de los tiempos actuales. Estas revoluciones modificaron la faz de la Tierra para bien y para mal. Por un lado, aportaron inmensas comodidades y prolongaron considerablemente la expectativa de vida. Por otro, depredaron el sistema Tierra por el monocultivo tecnológico y material y por la deshumanización de las relaciones entre las personas y los pueblos. La segunda respuesta, más elaborada, trata de saber qué sueño perseguía el ser humano con esas revoluciones, especialmente con el inmenso progreso técnico-científico y cultural. Era el sueño de la prosperidad material que había que conseguir por el poder- dominación sobre la naturaleza y sus recursos, sobre la mujer, sobre los pueblos y sus riquezas, y sobre la explotación de la fuerza de trabajo de las personas. Esta prosperidad, hay que reconocerlo, ha traído incontables beneficios en todos los campos del bienestar material. Pero como ha sido predominantemente material y no ha estado acompañada por un desarrollo ético y espiritual, ha acarreado un espantoso vacío existencial, ha provocado una devastadora destrucción del sentido cordial de las cosas y ha ocasionado una inmensa devastación de la naturaleza. Ese sueño de prosperidad ilimitada ocupa el imaginario colectivo de la humanidad y da forma a la agenda central de cualquier gobierno. ¡Ay de la política económica y técnico-científica que no presente anualmente índices positivos de crecimiento! Pero ese sueño se está transformando en una pesadilla, pues está llevando a los países, a la humanidad y a la Tierra a un impasse fatal: los recursos son limitados, las ganancias no pueden ser generalizadas para todos, porque entonces tendríamos que disponer de otras tres Tierras con los recursos de la nuestra, y la capacidad de aguante y regeneración del Planeta se encuentra en estado crítico. Tenemos que cambiar de rumbo o nos enfrentaremos a lo imponderable. Pero esas respuestas, aun siendo objetivas, no van suficientemente a la raíz de la cuestión. Hay una causa última: la quiebra de la re- ligación del ser humano consigo mismo, con los demás, con la naturaleza y con el sentido trascendente de la vida. ¿Acaso no es el ser humano, esencialmente, un nudo de relaciones en todas las direcciones? ¿Por qué se rompió la red de relaciones? Para dar una respuesta que tenga sentido tenemos que entender previamente dos fuerzas fundamentales que actúan siempre juntas y que construyen concretamente al ser humano y a cualquier otro ser del universo: la fuerza de autoafirmación y la fuerza de integración. Por la fuerza de auto-afirmación, cada uno consigue hacer valer y garantizar su supervivencia y su posibilidad de seguir co- evolucionando. Por la fuerza de integración se refuerzan las relaciones inclusivas, se garantiza la cooperación de todos con todos y, de este modo, se asegura mejor el futuro. Ninguna de esas dos fuerzas es suficiente sin la otra. Las dos tienen que actuar sinergéticamente, reforzándose y completándose mutuamente. Cualquier ruptura del equilibrio es fatal. Si el ser humano se auto-afirma sin integrarse, se aísla y se enemista con los demás, y entonces vive amenazado o tiene que usar cada vez más fuerza para defender- se. Si se integra en el todo sin auto-afirmarse, pierde la identidad y acaba desapareciendo, asimilado en el todo. La
  • 5. sabia lógica de la naturaleza hace que las dos fuerzas de auto- afirmación y de integración funcionen siempre en un sutil equilibrio y en una medida justa para que los seres no destruyan la armonía del todo y, al mismo tiempo, conserven su singularidad. Pero el ser humano rompió esta justa medida: exacerbó la auto- afirmación en detrimento de la integración; descubrió la fuerza de su inteligencia y su creatividad; y usó esta fuerza para ponerse por encima de los demás. En lugar de estar junto a los demás seres, se puso sobre ellos y contra ellos. En ese momento comenzó el auto-exilio del ser humano, y después se fue alejando lentamente de la Casa Común, de la Tierra, y de los demás compañeros y compañeras en la aventura terrenal. Rompió los lazos de coexistencia con ellos. Perdió la memoria sagrada de la unicidad de la vida en su inmensa diversidad. Despreció el tejido de las interdependencias, de la comunión con los vivos y con la Fuente originaria de todo ser. Se colocó en un pedestal solitario desde el cual pretende dominar la tierra y los cielos. Este es nuestro pecado de origen que subyace en la crisis ética de nuestra civilización: nuestra auto-concentración, nuestra ruptura fatal. Esta postura de arrogancia produjo la mayor tragedia de la historia de la vida. Sus consecuencias llegan hasta nuestros días, y de una forma peligrosa, pues engendró el principio de autodestrucción de la especie y de su hábitat natural. Los griegos pensaban que esa actitud arrogante (que ellos llamaban hybris) provocaba la fulminación de los dioses, pues veían en ella la mayor perversión de la naturaleza. 1.3. Un nuevo reencantamiento Urge rehacer el camino de vuelta, rumbo a la casa materna común y hermanándonos con todos los seres. Tenemos que dejar el exilio, cultivar nostalgias, como en la parábola del hijo pródigo, reavivar sueños antiguos de comunión, de paz sin amenaza, de benevolencia generalizada, sueños escondidos en el corazón de todos los humanos y testimoniados en sus mitos, ritos e historias. Principalmente necesitamos la paz, que es la plenitud resultante de las relaciones adecuadas con todas las cosas, con todas las formas de vida, con todas las culturas, con nosotros mismos y con Dios. Para ello el ser humano tiene que reencantarse con la naturaleza y con el universo. Ese reencantamiento no irrumpe por sí mismo, sino que emerge a partir de una nueva experiencia espiritual y un nuevo sentido de ser. Esa nueva experiencia y ese nuevo sentido tampoco brotan espontáneamente, sino que surgen a partir de la activación consciente e intencionada del principio de lo femenino, de la dimensión del anima (que se completa con el animus) presente en los hombres y en las mujeres. Lo femenino en nosotros es aquella energía estructuradota que nos hace sensibles a todo lo que tiene que ver con la vida y la cooperación, que capta el valor de los hechos, que lee el mensaje secreto emitido por todos los seres, que identifica el hilo conductor que liga y re-liga las partes en el todo, y el todo a la Fuente originaria de la que todo procede. Lo femenino nos enseña a cuidar de todo con celo entrañable. El cuidado constituye la esencia del anima y la precondición necesaria para que continúe la vida. De lo femenino y del cuidado surge un nuevo paradigma ético que coloca la vida en el centro: vida compartida con otros, vida abierta
  • 6. hacia arriba y hacia delante, abierta a las virtualidades que se esconden dentro de ella y que quieren ver la luz y hacer historia. Aquí reside la curación de nuestro pecado de origen. 2. PARADIGMA-CONQUISTA En el conjunto de los seres de la naturaleza, el ser humano ocupa un lugar singular. Por un lado, es parte de la naturaleza por su enraizamiento cósmico y biológico. Es fruto de la evolución que produjo la vida, de la que él es expresión consciente e inteligente. Por otro lado, se eleva sobre la naturaleza e interviene en ella, creando cultura y cosas que la evolución nunca crearía sin él, como una ciudad, un avión o un cuadro de Portinari. Por su naturaleza, es un ser biológicamente carente, pues, a diferencia de los animales, no posee ningún órgano especializado que le garantice la subsistencia. Por ello se ve obligado a conquistar su sustento, modificando el medio, creando así su hábitat. Esto explica que en el proceso de hominización surgiera muy pronto el paradigma de la conquista. Salió de Africa, donde irrumpió como Homo erectus hace siete millones de años, y se puso a conquistar el espacio, empezando por Eurasia, pasando por Asia y América y terminando por Oceanía. Con el crecimiento de su cráneo, evolucionó y se convirtió en Horno habilis, inventando, hace 2,4 millones de años, el instrumento que le permitió aumentar aún más su capacidad de conquista. Por comparecer como un ser entero, pero inacabado (no es defecto, sino marca), y porque tiene que conquistar su vida, el paradigma de la conquista pertenece a la autocomprensión del ser humano y de su historia. Prácticamente todo está bajo el signo de la conquista. Conquistar la Tierra entera, los océanos, las montañas más inaccesibles y los rincones más inhóspitos. Conquistar pueblos y «dilatar la fe y el imperio»: éste era el sueño de los colonizadores. Conquistar los espacios extraterrestres y llegar a las estrellas: ésta es la utopía de los modernos. Conquistar el secreto de la vida y manipular los genes. Conquistar mercados y altas tasas de crecimiento, conquistar cada vez más clientes y consumidores. Conquistar el poder del Estado y otros poderes como el religioso, el profético y el político. Conquistar y controlar a los ángeles y los demonios que habitan en nosotros. Conquistar el corazón de la persona amada, conquistar las bendiciones de Dios y conquistar la salvación eterna. Todo es objeto de conquista. ¿Qué nos queda aún por conquistar? La voluntad de conquista del ser humano es insaciable. Por eso el paradigma-conquista tiene corno arquetipos referenciales a Alejandro Magno, Hernán Cortés y Napoleón Bonaparte, los conquistadores que no conocían ni aceptaban límites. Después de varios milenios de existencia, el paradigma de la conquista ha entrado en una grave crisis en nuestros días. ¡Basta de conquistas! De lo contrario, lo destruiremos todo. Ya hemos conquistado el 83% de la Tierra, y en este afán la hemos devastado de tal forma que ha sobrepasado en un 20% su capacidad de sostenimiento y regeneración. Se han abierto heridas que tal vez no se cerrarán nunca. Necesitamos conquistar aquello que nunca antes habíamos conquistado porque pensábamos que era contradictorio: conquistar la autolimitación, la austeridad compartida, el consumo solidario, la compasión y la solicitud para con todas las cosas, a fin de que sigan existiendo. La supervivencia depende de estas anticonquistas.
  • 7. Al arquetipo de la conquista —Alejandro Magno, Hernán Cortés y Napoleón Bonaparte— hay que contraponer el arquetipo del cuidado esencial —Francisco de Asís, Gandhi, Madre Teresa de Calcuta y Hermana Dulce—. No hay tiempo que perder. Tenemos que empezar por nosotros mismos, con las revoluciones moleculares. Sin ellas no garantizaremos las nuevas virtudes que salvarán la vida y la Tierra. 3. PARADIGMA-CUIDADO Después de haber conquistado toda la Tierra, a costa del grave estrés de la biosfera, es urgente y urgentísimo que cuidemos lo que ha quedado y regeneremos lo vulnerado. Esta vez, o cuidamos o morimos. Por eso es tan urgente que pasemos del paradigma- conquista al paradigma-cuidado. Si nos fijamos bien, descubrimos que el cuidado es tan ancestral como el universo. Si después del big-bang no hubiese habido cuidado por parte de las fuerzas directivas, mediante las cuales el universo se autocrea y autorregula —a saber, la fuerza de la gravedad, la electromagnética, la nuclear débil y la nuclear fuerte—, todo se habría expandido demasiado, impidiendo que la materia se adensase y formase el universo tal corno lo conocemos, o bien todo se habría retraído hasta tal punto que el universo habría colapsado sobre sí mismo en interminables explosiones. Pero no. Todo se realizó con un cuidado tan sutil, en fracciones de milmillonésimas de segundo, que ello hizo posible que estemos aquí para hablar de estas cosas. Ese cuidado se potenció cuando surgió la vida hace 3.800 millones de años. La bacteria originaria, con cuidado singularísimo, dialogó químicamente con el medio para garantizar su supervivencia y evolución. El cuidado se hizo más complejo aún cuando surgieron los mamíferos —de los que también venimos nosotros— hace 125 millones de años, y con ellos el cerebro límbico, el órgano del afecto, del cuidado y de la ternura. El cuidado se hizo aún más central con la emergencia del ser humano hace siete millones de años. Según una tradición filosófica que procede del esclavo Higinio, el bibliotecario de César Augusto que nos legó la famosa fábula del cuidado —a la que el filósofo Martin Heidegger dedicó páginas tan geniales—, la esencia humana reside exactamente en el cuidado. El cuidado es la condición previa que permite la eclosión de la inteligencia y el afecto; es el orientador anticipado de todo comportamiento para que sea libre y responsable y, en definitiva, típicamente humano. El cuidado es el gesto amoroso con la realidad, el gesto que protege y da serenidad y paz. Sin cuidado, nada de lo que está vivo sobrevive. El cuidado es la fuerza principal que se opone a la ley de la entropía, el desgaste natural de todas las cosas, pues todo lo que cuidamos dura mucho más. Hoy tenemos que rescatar esa actitud, como ética mínima y universal, si queremos preservar la herencia que recibimos del universo y de la cultura y garantizar nuestro futuro. El cuidado surge en la conciencia colectiva siempre en momentos críticos. Florence Nightingale (1820-1910) es el arquetipo de la enfermería moderna. En 1854 parte de Londres, junto con 38 colegas, con destino a un hospital militar en Turquía, donde se libraba la guerra de Crimea. Imbuida de la idea de cuidado, en dos meses consigue reducir la mortalidad del 42% al 2%. La primera guerra mundial destruyó las certezas y produjo un profundo desamparo metafisico. Y en aquella situación escribió Martin Heidegger su genial Ser y tiempo (1926),
  • 8. cuyos párrafos centrales ( 3 9-44) están dedicados al cuidado como ontología del ser humano. En 1972 el Club de Roma hizo sonar la alarma ecológica sobre la gravedad del estado de salud de la Tierra. En 2001 se concluye la redacción de La Carta de la Tierra, texto de la nueva conciencia ecológica y ética de la humanidad. Los documentos redactados se estructuran en torno al cuidado como la actitud más adecuada y necesaria para con la naturaleza. Seres que practicaron el cuidado fueron Francisco de Asís, Gandhi, Madre Teresa de Calcuta y la Hermana Dulce. Son arquetipos que inspiran el camino de la curación y la salvación de la vida y de la Tierra. Aquí se funda el ethos que ama y cuida. 4. LA RE-LIGACIÓN, BASE DE LA CIVILIZACIÓN PLANETARIA Mueren las ideologías. Pasan las filosofías. Pero los sueños permanecen. Son ellos los que mantienen el horizonte de esperanza siempre abierto, formando el humus que permite proyectar continuamente nuevas formas de convivencia social y de relación con la naturaleza. Bien entendió la importancia de los sueños el jefe piel roja Seattle cuando, en 1856, escribió al gobernador del Estado de Washington, Stevens, que le forzaba a vender sus tierras a los coloniza dores europeos. Perplejo, se preguntaba sin entender: ¿se puede comprar y vender la brisa, el verdor de las plantas, la limpidez del agua y el esplendor del paisaje? Y concluía: los pieles rojas entenderían el porqué «si conociesen los sueños del hombre blanco, si supiesen cuáles son las esperanzas que transmite a sus hijos e hijas y cuáles las visiones de futuro que ofrece para el día de mañana». ¿Cuál es nuestro sueño? ¿Cuál es el sueño de la sociedad civil mundial que se hizo visible en los pueblos reunidos en Porto Alegre, en Seattle, en Génova? Es el sueño de la inclusión de todos en la familia humana, morando juntos en la misma y única Casa Común, la Tierra; el sueño de la integración de todas las culturas, etnias, tradiciones y caminos religiosos y espirituales en el patrimonio común de la humanidad; el sueño de una nueva alianza de los seres humanos con los demás seres vivos de la naturaleza, considerándonos verdaderamente hermanos y hermanas en la inmensa cadena de la vida, en la que somos un eslabón entre otros; el sueño de una economía política de lo suficiente y de lo decente para todos, también para los demás organismos vivos; el sueño de un cuidado de unos para con otros, a fin de exorcizar definitivamente el miedo; el sueño de hospitalidad, tolerancia, convivencia y comensalidad con todos los miembros de la familia humana; el sueño de la coexistencia pacífica y alegre de las diferencias; el sueño de la capacidad de perdón que permite volver a empezar una historia sin amarguras y resentimientos; el sueño de un diálogo de todos con su Profundidad, de donde nos vienen inspiraciones de benevolencia, de cooperación y de afecto; el sueño de una re-ligación de todos con la Fuente originaria, de donde brotan los seres, que nos da el sentimiento de acogida en un Utero último en el que todas nuestras contradicciones serán resueltas y todas nuestras lágrimas enjugadas, para caer en los brazos del Dios-Padre-y-Madre de infinita bondad y descansar de tanto peregrinar y penar y, finalmente, irradiar vida y más vida para siempre. Como se puede deducir, se trata del sueño de una civilización de la re-ligación universal que incluya a todos, desde la hormiga del camino hasta la galaxia más distante. Ese anhelo ancestral de la humanidad fue desterrado por el tipo de cultura que predominó en los últimos siglos. Somos hijos de un ensayo civilizatorio, hoy mundializado, que ha realizado cosas extraordinarias, pero que es
  • 9. materialista y mecánico, lineal y determinista, dualista y reduccionista, atomizado y compartimentado. Y que ha separado la materia del espíritu, la ciencia de la vida, la economía de la política, y a Dios del mundo. Ha realizado una especie de lobotomía en nuestra mente, pues nos ha dejado desencantados, ciegos para percibir las maravillas de la naturaleza e insensibles a la reverencia que el universo suscita en nosotros. La civilización de la re-ligación de todo con todo dará centralidad a la religión, más como dimensión antropológica que como institución, y como fuerza que se propone re-ligar todas las cosas entre sí, con el ser humano y con el Ser supremo. Entonces surgirá la civilización de la etapa planetaria, de la sociedad terrenal, la primera civilización de la humanidad como humanidad en comunión, al fin, con todas las cosas. Es importante que no dejemos que el sueño se quede en mero sueño. Urge poner las bases para su implementación procesual en nuestra vida diaria, y también dentro de las complejas estructuras de la civilización contemporánea. De esta perspectiva podrá nacer una nueva ética, expresión de un nuevo estado de conciencia de la humanidad y de la realidad, que lentamente se fue transformando hasta inaugurar la fase globalizada del destino humano y de la Tierra. 1. CÓMO NACE LA ÉTICA Hoy vivimos una grave crisis mundial de valores. A la inmensa mayoría de la humanidad le resulta dificil saber lo que es correcto y lo que no lo es. Ese oscurecimiento del horizonte ético redunda en una enorme inseguridad en la vida y en una permanente tensión en las relaciones sociales, que tienden a organizarse más alrededor de intereses particulares que en torno al derecho y la justicia. Este hecho se agrava aún más por causa de la propia lógica dominante de la economía y del mercado, que se rige por la competencia —la cual crea oposiciones y exclusiones— y no por la cooperación —que armoniza e incluye—. Con ello se dificulta el encuentro de estrellas- guía y de puntos de referencia comunes, importantes para las conductas personales y sociales. Conviene también no olvidar lo que constató el historiador Eric Hobsbawm en su obra The Age of Extremes [La era de los extremos]: ha habido más cambios en la humanidad en los últimos cincuenta años que desde la edad de piedra. Esa aceleración ha hecho que los mapas conocidos ya no puedan orientarnos, que la brújula haya llegado a perder el Norte. En esta situación dramática, ¿cómo fundar un discurso ético mínimarnente consistente? 1.1. Religión y razón: fuentes de la ética
  • 10. El estudio de la historia revela que hay dos fuentes que orientaron y siguen orientando ética y moralmente a las sociedades hasta nuestros días: las religiones y la razón. Las religiones continúan siendo los nichos de valor privilegiados para la mayoría de la humanidad. Samuel P. Huntington, en su famosa obra El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, reconoce explícitamente: «En el mundo moderno, la religión es una fuerza fundamental, quizá la fuerza fundamental, que motiva y moviliza a la gente... Lo que en último análisis cuenta para las personas no es la ideología política ni el interés económico; aquello con lo que las personas se identifican son las convicciones religiosas, la familia y los credos. Por estas cosas combaten e incluso están dispuestas a dar su vida» (1997, p. 77). Hans Küng, uno de los pensadores mundiales que más se han ocupado de estas cuestiones, propone las religiones como la base más realista y eficaz para construir «Una ética mundial para la economía y la política» (título de uno de sus libros). Dejando a un lado las diferencias, que no son pocas, los puntos comunes entre ellas permiten elaborar un consenso ético mínimo, capaz de mantener unida a la humanidad y de preservar el capital ecológico indispensable para la vida. Las religiones representan en la historia el ethos que ama y cuida. La razón crítica, que irrumpió casi simultáneamente en todas las culturas mundiales en el siglo vi a.C., en el llamado «tiempo axial» (Karl Jaspers), trató de establecer desde el primer momento códigos éticos universalmente válidos. La fundamentación racional de la ética y de la moral (ética autónoma) representó un esfuerzo admirable del pensamiento humano desde los maestros griegos Sócrates, Platón y Aristóteles, pasando por san Agustín, Tomás de Aquino e Immanuel Kant, hasta los modernos Henri Bergson, Martin Heidegger, Hans Jonas, Jürgen Habermas, Enrique Dussel y, entre nosotros, Enrique de Lima Vaz y Manfredo Oliveira —si nos quedamos dentro del marco de la cultura occidental. Esta tarea sigue aún abierta, alejada de otros esfuerzos éticos fundados en otras bases que no son la razón (éticas heterónomas). Es el ethos que busca. Con todo, el nivel de convencimiento ha sido moderado y se ha limitado a los ambientes académicos; por ello ha tenido una incidencia limitada en la vida cotidiana de las poblaciones. Esos dos paradigmas no quedan invalidados por la crisis actual, pero tienen que ser enriquecidos, si queremos estar a la altura de las demandas éticas que nos vienen de la realidad hoy globalizada. 1.2. El afecto: fuente originaria de la ética La crisis crea la oportunidad de ir a las raíces de la ética y nos invita a descender a aquella instancia en la que continuamente se forman valores. La ética, para ganar un mínimo de consenso, tiene que brotar de la base última de la existencia humana, que no reside en la razón, como siempre ha pretendido Occidente. La razón, como ha reconocido la misma filosofia, no es el primer momento ni el último de la existencia. Por eso no explica ni abarca todo. La razón se abre hacia abajo, de donde emerge algo más elemental y ancestral: la afectividad; y se abre también hacia arriba, hacia el espíritu, que es el momento en que la conciencia se siente parte de un todo y que culmina en la contemplación y en la espiritualidad. Por lo tanto, la experiencia fundamental no es «pienso, luego existo», sino «siento, luego existo». En la raíz de todo no está la razón (logos), sino la pasión (pathos).
  • 11. David Goleman diría: «En el fundamento de todo está la inteligencia emocional». El afecto, la emoción..., en suma, la pasión, es un sentir profundo. Es entrar en comunión, sin distancia, con todo lo que nos rodea. Por la pasión captamos el valor de las cosas. Y el valor es el carácter precioso de los seres, aquello que los hace dignos de ser y apetecibles. Sólo cuando nos apasionamos, vivimos valores. Y por los valores nos movemos y somos. Siguiendo a los griegos, llamamos a esa pasión eros, amor. El mito arcaico lo dice todo: «Eros, el dios del amor, se levantó para crear la tierra. Antes todo era silencio, desnudo e inmóvil. Ahora todo es vida, alegría, movimiento». Ahora todo es precioso, todo tiene valor, por causa del amor y de la pasión. 1.3. Tensión entre afecto y razón Pero la pasión está habitada por un demonio. Dejada a sí misma, puede degenerar en formas de disfrutedestructivo. Todos los valores valen, pero no todos valen para todas las circunstancias. La pasión es un caudal fantástico de energía que, como las aguas de un río, necesita márgenes, límites y la justa medida. De lo contrario, irrumpe avasalladora. Es aquí donde entra la función insustituible de la razón. Lo propio de la razón es ver claro y ordenar, disciplinar y definir la dirección de la pasión. Aquí surge una dialéctica dramática entre la pasión y la razón. Si la razón reprime la pasión, triunfan la rigidez, la tiranía del orden y la ética utilitaria. Si la pasión prescinde de la razón, dominan el delirio de las pulsiones y la ética hedonista, del puro disfrute de las cosas. Mas, si se impone la justa medida, y la pasión se sirve de la razón para un autodesarrollo ordenado, entonces emergen las dos fuerzas que sustentan una ética prometedora: la ternura y el vigor. 1.4. Irradiación de la ética: la ternura y el vigor La ternura es el cuidado para con el otro, el gesto amoroso que protege y da paz. El vigor abre caminos, supera obstáculos y transforma los sueños en realidad. Es la rivalidad sin la dominación, la dirección sin la intolerancia. Ternura y vigor, o también anirnus y anima, construyen una personalidad integrada, capaz de mantener unidas las contradicciones y de enriquecerse con ellas. Son dos principios capaces de sustentar un humanismo sostenible, fundado en la materialidad de la historia y en la espiritualización de las prácticas humanas. De estas premisas puede nacer una ética capaz de incluir a todos en la familia humana. Tal ética se estructura en tomo a los valores fundamentales ligados a la vida, a su cuidado, al trabajo, a las relaciones cooperativas y a la cultura de la no violencia y de la paz. Es un ethos que ama, cuida, se responsabiliza, se solidariza, se compadece. 2. EL FUNDAMENTO: DAIMON Y ETHOS, EL ÁNGEL Y LA MORADA La cultura dominante es culturalmente pluralista, políticamente democrática, económicamente capitalista y, al mismo tiempo, es materialista, individualista, consumista y competitiva, perjudica al capital social de los pueblos y toma precarias las razones de nuestra convivencia. Con mucho poder y poca sabiduría ha creado el principio de la autodestrucción. Por primera vez podemos eliminar las bases de la supervivencia de la especie, lo cual hace que la cuestión ética (cómo tenemos que comportamos) sea apremiante e inaplazable.
  • 12. Para orientamos en esta espinosa cuestión nos serviremos de dos palabras griegas, extrañas para muchos, ethos y daimon. Con ellas afrontaron los griegos la mayor crisis de su historia, estructuralmente semejante a la nuestra, cuando en el siglo vi a.C. surgió la razón crítica. Esta amenazaba con privar de sentido a las tradiciones y los valores que habían garantizado hasta entonces, por la razón mítica y religiosa, la sociabilidad de la ciudad griega (polis). Vamos a examinar por nuestra cuenta estas dos palabras seminales, pues su significado concreto (que es lo que nos interesa) contiene todavía hoy el secreto de un comportamiento ético destinado a salvamos a todos y a fundar un nuevo acuerdo mínimo entre los humanos en la fase planetaria de nuestra historia. Hay que explicar los términos daimon y ethos, porque su significado no es inmediatamente comprensible. En primer lugar, cabe decir que daimon, en griego clásico, no es demonio. Por el contrario, es el ángel bueno, el genio protector. Y el ethos no es primariamente la ética, sino la morada humana. Heráclito, genial filósofo pre-socrático (500 a.C.), unió las dos palabras en el aforismo 119: «El ethos es el daimon del ser humano», es decir, «la casa es el ángel bueno del ser humano». En esta formulación se esconde la clave de toda una construcción ética. Veámoslo con detenimiento, como hacen los filósofos. El ethos/morada no está constituido simplemente por las cuatro paredes y el techo. Esta es una visión exterior y fisica de la casa. La casa tiene que ser vista desde dentro, en una aproximación existencial, como una experiencia originaria y, por ello, como un dato irreducible. Entonces aparece como el conjunto de las relaciones que el ser humano establece con el medio natural, separando un pedazo del mismo, para que sea su morada; con los que habitan en la morada, para que cooperen y sean pacíficos; con un rincón sagrado, donde guardarnos recuerdos queridos, la vela que arde, los santos de nuestra devoción o las Sagradas Escrituras; y con los vecinos, para que haya bondad y ayuda mutua. Morada es todo esto y, por lo tanto, no algo material, sino existencial y globalizante, un modo de ser de las cosas y de las personas. La morada, para serlo, tiene que ser habitable, es decir, tiene que tener un buen espíritu astral, un buen «axé» [fuerza, magia] —como dice la tradición nagó— o un vigoroso «shi» —como sostiene la tradición del Tao y del Feng-Shui—. Eso lo proporciona el daimon, el ángel bueno, el genio bienhechor y protector. El bien que él inspira hace de las cuatro paredes y del conjunto de las relaciones la morada humana, en la que nos sentimos bien, amamos y, si todo sale bien, morimos tranquilamente, ¿Qué es, entonces el daimon/ángel bueno? Platón, en su conmovedora Apología de Sócrates, conservó las palabras finales del genial maestro. Daiinon, dice, es la «voz profética dentro de mí, proveniente de un poder superior», o también «la señal de Dios». Nosotros diríamos que es la voz de la interioridad, aquel consejero de la conciencia que disuade o estimula, aquel sentimiento de lo conveniente y de lo justo en las palabras y en los actos que se anuncia en todas las circunstancias de la vida, pequeñas o grandes. Todos poseen el daimon, ese ángel protector que nos acompaña siempre, un dato tan objetivo como la libido, la inteligencia, el amor y el poder. Como se puede ver, Heráclito, como buen filósofo, deja atrás el sentido convencional de las palabras y capta su significación secreta: morada (ethos) acaba siendo la ética que debemos tener, y el ángel bueno (daimon) el tacto para lo que es justo y bueno, elfreling para lo que hay que hacer en cada situación.
  • 13. Ese ángel bueno hace que moremos bien en la casa, que puede ser la vivienda en que residimos, la ciudad, el país o el planeta Tierra, Casa Común. Todo lo que hagamos para que podamos morar bien juntos (seamos felices) es ético y bueno; lo contrario es antiético y malo. Hay una especie de tragedia en nuestra historia: el daimon fue olvidado. En su lugar, los filósofos como Platón y Aristóteles, Kant y Schopenhauer, pusieron los sistemas éticos, con normas y leyes tenidas por universales. Pero los sistemas, debido a la ordenación arquitectónica, se distancian de lo vivenciado. Se hacen abstractos cuando, en cambio, la ética siempre tiene que ver con la práctica concreta. Poseen innegables virtudes, pero también vicios como la rigidez, la inflexibilidad, la a-historicidad. Por eso todos los sistemas tienen algo de artificial y construido. No pocas veces, las normas funcionan como imperativos, como superegos castradores, más que como inspiradoras de comportamientos creativos. Cuanto más arquitectónico es el sistema, tanto más se distancia del dairnon, hasta considerarlo inexistente o reducirlo a un subproducto de los mecanismos de control psicológico o del encuadramiento social. Mas como el daimon es intrínseco al ser humano (es su dimensión ontológica indestructible), la voz de ese ángel bueno no deja de hablar. Puede ser confundida con las otras mil voces de los ideólogos, de las religiones, de las iglesias, de los Estados o de otros maestros. Pero él es soberano, y su voz es persistente. Figuras ejemplares que supieron escuchar al daimon y se dejaron guiar por él fueron los profetas, como Isaías y Amós, y personajes como Jesucristo, Buda, Sócrates, Francisco de Asís, Gandhi y otras muchas personas anónimas, hombres y mujeres que dan testimonio de la existencia y la persistencia de esta voz interior. Si queremos una revolución ética que responda a los desafios de nuestro tiempo, tenemos que desencadenar y liberar al daimon interior y empezar a escucharlo de nuevo. Para ello tenemos que rescatar el buen sentido ético, aquello que simplemente debe ser, pues ésa es la misión que el daimon desempeña dentro de nosotros. El es la fuente de la creatividad ética y moral. Él nos sugerirá cómo ordenar la casa que es la ciudad, el Estado y la Casa Común planetaria. No tenemos más salida que despertar al daimon en todos nosotros. ¿Es utopía? Sí, pero es la dirección correcta para encontrar el camino verdadero. El daimon protegerá nuestra vida y la Tierra, hoy amenazadas. No permitirá que elijamos el suicidio, sino la expansión y la irradiación de la vida. 3. ÉTICA Y MORAL: DISTINCIONES Y DEFJNICIONES ¿Qué es ética, qué es moral? ¿Son lo mismo o hay que establecer distinciones entre ellas? Hay mucha confusión al respecto. Tratemos de esclarecer esta cuestión. Tanto en el lenguaje común como en un lenguaje más culto, «ética» y «moral» son sinónimos. Así decimos: «Aquí hay un problema ético» o «un problema moral», o bien, uniendo ambas expresiones: «Aquí hay un problema ético y moral». Con ello emitimos un juicio de valor sobre alguna práctica personal o social y la calificamos como buena, mala o dudosa. Ahora bien, si profundizamos en esta cuestión, percibimos que «ática» y «moral» no son sinónimos. 3.1. Definición de «ética» y de «moral»
  • 14. La ética es parte de la filosofía. Considera concepciones de fondo acerca de la vida, del universo, del ser humano y de su destino; determina principios y valores que orientan a las personas y las sociedades. Una persona es ética cuando se orienta por principios y convicciones. Decimos entonces que tiene buen carácter. La moral es parte de la vida concreta. Trata de la práctica real de las personas, que se expresan por medio de costumbres, hábitos y valores culturalmente establecidos. Una persona es moral cuando actúa de acuerdo con las costumbres y valores consagrados. Estos pueden, eventualmente, ser cuestionados por la ática. Una persona puede ser moral (sigue las costumbres aunque sea por conveniencia) y no ser necesariamente ética (obedece a convicciones y principios). Pese a ser útiles, estas definiciones son abstractas, porque no muestran el proceso por el que surgen efectivamente la ática y la moral. Y en esto los griegos pueden ayudamos. Partamos de los sentidos de la palabra ethos, de la que se deriva «ética». Antes de nada, constatamos que los griegos escribían esa palabra de dos formas diferentes: ethos con eta (o «e» larga), que significa la morada humana y también el carácter la manera, el modo de ser, el perfil de una persona; y ethos con épsilon (o «e» breve), que se refiere a las costumbres, usos, hábitos y tradiciones. 3.2. Experiencia fundamental: la morada humana ¿Cómo articular todas estas dimensiones y no dejarlas yuxtapuestas? ¿Cómo mostrar que son explícitaciones de una experiencia fundamental singular? Tenemos que desentrañar esta experiencia originaria, pues ciertamente no es sólo griega, sino simplemente humana. También nosotros podemos y debemos tenerla, y de ese modo nos capacitamos para entender mejor lo que significa ética y moral en nuestra vida. La experiencia ftmdamental, radical, siempre válida, está constituida por la experiencia de la morada humana (ethos con «e» larga). Ahora bien, la morada no era ni debe ser entendida fisicamente (las cuatro paredes y el techo), sino existencialmente. En sentido existencial, la morada significaba —y significa también para nosotros— la red de las relacioJ nes entre el medio fisico y las personas, como ya hemos aclarado antes. Los griegos llamaban ethos a la morada. Mas para que la morada sea tal es necesario organizar el espacio físico (habitaciones, salas, cocina, jardín) y el espacio humano (relaciones de los moradores entre sí y con sus vecinos), según criterios, valores y principios inspiradores, para que todo fluya y esté como es debido. Entonces la casa posee estilo, carácter y su aura propia. De la misma forma, las personas que la habitan y que sintonizan con el modo de ser propio de la casa asumen un carácter singular. Los griegos llamaban tanto a los principios inspiradores como a las personas, cuyo carácter era moldeado por ellos, ethos, escrito como casa (ethos con «e» larga). En suma, ethos es sinónimo de ética en el sentido que expusimos antes: el conjunto ordenado de los ? principios, los valores y las motivaciones últimas de las prácticas humanas, personales y sociales. Ethos significa también el carácter; el modo de ser de una persona o de una comunidad.
  • 15. Además, en la morada, los moradores tienen costumbres, tradiciones, hábitos, y modos de organizar las comidas, los encuentros, las fiestas, las formas de relacionarse, que pueden ser tensos y competitivos, o bien armoniosos y cooperativos. A esto los griegos lo llamaban también ethos (con «e» breve). Por tanto, ethos son las costumbres, aquellos hábitos y comportamientos concretos de las personas que después los romanos llamarán mores, de donde se deriva moral. 3.3. Hábitos familiares, formadores de la ética y de la moral Como se puede ver; las palabras esconden procesos bien precisos. Es lo que sucede, procesualmente, con la genealogía de la ética. Todo empieza en la morada (ethos), que puede ser la casa con- creta de las personas, o la comunidad, la ciudad, el Estado y el planeta Tierra. Las personas que moran en ella tienen valores, principios, motivaciones inspiradoras para el comportamiento (ethos). A esos dos momentos los llamamos ethos (con «e» larga) o ética. Además, en la casa las personas no viven de cualquier manera: reproducen tradiciones, estilos de vida, maneras de organizar las comidas familiares, los encuentros, las recepciones. Ese conjunto de cosas se llama también ética, ethos (con «e» breve). Nosotros hablaríamos hoy de «moral», de acuerdo con la definición que hemos establecido anteriormente. Procesualmente, empezando desde abajo, diríamos que las costumbres y los hábitos (moral) forman el carácter y configuran el perfil (ética) de las personas. Donald Winnicott, gran pediatra y psicoanalista británico (1896-1967), estudió, siguiendo a Freud, la importancia de las relaciones familiares para establecer el carácter de las personas. A su juicio, ese carácter remite a algo más fundamental: a los valores de fondo, a los principios, a la visión de la realidad que está en la cabeza y en el corazón de las personas. Serán áticas (tendrán principios y valores), pues, las personas o las sociedades que hayan tenido una buena moral (relaciones armoniosas e inclusivas) en casa, en la relación primera con la madre, en la sociedad y, hoy, en las relaciones globalizadas. Los medievales no tenían la sutileza de los griegos. Usaban la palabra moral (que viene de mos/moris, costumbre y hábito) tanto para las costumbres como para el carácter y los principios y valores que lo moldean. Todo ello se designaba con el término «moral». Pero dentro de la moral distinguían entre la moral teórica (filosofia moral), que estudia los principios y las actitudes que iluminan las prácticas, y la moral práctica, que analiza los actos a la luz de las actitudes y estudia la aplicación de los principios a la vida. A partir de esta comprensión podríamos juzgar las diferentes éticas y morales existentes en las culturas mundiales. Nos limitamos a la más vigente y hoy hegemónica: la ética y la moral capitalista. La ética capitalista dice: bueno es lo que permite acumular más con menos inversión y en el menor tiempo posible. El fin de la moral capitalista concreta es emplear el menor número de personas posible, pagar menores salarios e impuestos y explotar mejor la naturaleza para acumular más- medios de vida y riqueza. ¿Nos imaginamos cómo serían una casa y una sociedad (ethos) que tuviesen tales costumbres (moral/ethos) y produjesen caracteres humanos (ethos/moral) tan voraces? ¿Serían todavía humanas y beneficiosas para la vida?
  • 16. Esta es una de las razones —nada irrelevante, por cierto— de la grave crisis actual: crisis de valores, crisis de una visión más humanitaria y generosa de la vida, crisis de perspectiva que genera una crisis ética. 4. EL ETHOS QUE BUSCA Fue la razón crítica, articulada por los geniales filósofos Platón y Aristóteles, la que dio el salto del daimon (la percepción ética fundamental, o sentido moral) al ethos (sistema racional de principios). De este modo empezó una gran aventura intelectual bajo cuya vigencia aún nos encontramos, aunque está en su ocaso. A una distancia de más de dos milenios, podernos tratar de hacer una lectura de ciego que capte la relevancia e identifique el perfil básico del ethos de nuestra civilización. La ática siguió el destino de la razón. La naturaleza de la razón es buscar, y el ethos será un ethos que busca. La razón no se detiene ante nada. Por eso es esencialmente desacralizadora. Su expresión acabada se encuentra en la razón instrumental-analítica, cuyo producto más importante es la tecnociencia, con la civilización que ha creado, hoy mundializada. Tiene un inmenso alcance, pues nos ha proporcionado un saber y un poder nunca antes imaginados: ha modificado la vida, ha redefinido el espacio y el tiempo y nos ha llevado fuera de la Tierra. Pero también tiene límites, los cuales que, si no son controlados, pueden poner en peligro nuestro futuro. Enumeremos algunos de ellos. En primer lugar, olvidó el ser (el todo) y se centró en el ente (la parte), considerándolo la «realidad» fuera de la cual nada existe. La consecuencia para la ética fue que no se volvió a escuchar la «voz interior» (degradada a la condición de superego psicológico o a la de interés de clase), para oír sólo la voz de la norma y el orden, venidos de fuera, pero intemalizados. En segundo lugar, dado que los entes son ilimitados, también los saberes lo son. Pero se olvida que son partes de un todo. Realidad fragmentada, produjo un saber fragmentado y una ética fragmentada en infinitas morales, para cada profesión (deontología), para cada clase y para cada cultura. En tercer lugar, separó lo que en la realidad siempre va unido: Dios y mundo, razón y emoción, masculino y femenino, justo y legal, privado y público. La ética fue dividida en pública y privada, ética de los intereses y ética de los principios, ética de los medios y ética de los fines. En cuarto lugar, el saber fue puesto al servicio del poder, y éste fue usado como dominación. La ética se hace instrumento de normalización del individuo, forzado a introyectar las leyes para introducirse en la dinámica del proceso social, leyes por las cuales es fiscalizado e incluso castigado. La sociedad se funda menos en la ética y en la ley que en la legalización de las diversas prácticas personales y sociales aceptadas oficialmente, sin preguntarse a qué sirven: si a los intereses de dominación por parte de los poderes establecidos o a la sociedad que quiere orientarse por el bien común y por la equidad. En quinto lugar, fundado solamente en la razón crítica, el ethos que busca no consiguió consensos mínimos, susceptibles de ser aceptados y asumidos por las grandes mayorías. Los imperativos categóricos como los de Kant permanecieron, infelizmente, abstractos: «trata al ser humano siempre como fin, nunca como medio» y «obra de tal manera que la máxima de tu acción pueda
  • 17. valer como norma para todos». Son principios de la razón ilustrada, no de la razón común de las grandes mayorías de la humanidad. En sexto lugar, encerrada exclusivamente en el ámbito de la razón, la ética perdió el horizonte de trascendencia que viene del espíritu y de su obra, que es la espiritualidad: aquella dimensión de la conciencia que permite al ser humano sentirse parte del todo e identificar un sentido mayor de su existencia y de su breve paso por este mundo. La espiritualidad es para la ética lo que el aura para las estrellas. Sin aura, las estrellas no brillan; sin espiritualidad, la ética se transforma fácilmente en moralismo y en legalismo. En séptimo lugar, la ética perdió el corazón y el pathos, la capacidad de sentir en profundidad al otro. Es solipsista, está centrada en sí misma. La ética surge y se renueva siempre que el otro emerge frente a nosotros. El otro nos obliga a adoptar posicionamientos concretos, no pocas veces nuevos e innovadores. Hoy, en el proceso de globalización, irrumpen muchos «otros» que deben ser acogidos, con los que hay que convivir y establecer una alianza para construir juntos una nueva historia planetaria. El ethos que busca no presenta instrumentos internos que nos permitan dar respuesta a los graves desafios actuales que tienen que ver con el futuro de la vida y de la humanidad. Necesitamos un ethos que no sólo busque, sino que también ame y cuide. 5. EL ETHOS QUE AMA Cuando la razón busca hasta el fin, encuentra en su misma raíz el afecto que se expresa por el amor y, sobre ella, el espíritu que se manifiesta por la espiritualidad. Y al término de su búsqueda se encuentra con el misterio. El misterio no es el límite de la razón, sino lo ilimitado de la ésta. Por eso el misterio sigue siendo misterio en todo conocimiento que se siente desafiado a conocer cada vez más. La razón científica nos ratifica ese recorrido: empezó con la materia, llegó a los átomos, descendió aún más, a los elementos subatómicos, a la energía y a los campos energéticos, al campo de Higgs, origen de todos los campos, al big-bang, hace 15.000 millones de años, para terminar en el vacío cuántico, que es el estado de energía de fondo del universo, aquella fuente nutricia, misteriosa e innombrable, de todo cuanto existe, que el conocido cosmólogo Brian Swimme identifica como la presencia de Dios. El misterio se revela más inmediatamente en el otro. Por más que se quiera conocerlo y encuadrarlo, el otro siempre se retira más allá. El es, efectivamente, misterio vivo y desafiante que nos obliga a salir de nosotros mismos y a tomar postura ante él. Cuando el otro irrumpe ante mí, nace la ética. Porque el otro me obliga a adoptar una actitud práctica de acogida, de indiferencia, de rechazo, de destrucción. El otro significa una pro-puesta que pide una res-puesta con res-ponsa-bilidad. El límite más oneroso del ethos que busca reside en el hecho de que ha reservado poco lugar al otro. El paradigma occidental tuvo siempre dificultades con el otro. Por eso lo incorporó, lo sometió o lo destruyó. Al negar al otro, perdió la posibilidad de la alianza, del diálogo y del aprendizaje mutuo. Se impuso el paradigma de la identidad sin la diferencia, siguiendo los pasos del presocrático Parménides. El otro hace que surja el ethos que ama. Paradigma de este ethos es el cristianismo de los orígenes, el paleocristianismo, cuya diferencia del cristianismo histórico y de sus iglesias radica en el hecho de que éste, en el terreno de la ética, estuvo más influido por los maestros griegos que por el mensaje y la práctica de Jesús. El
  • 18. paleocristianismo, por el contrario, otorga una centralidad absoluta al amor al otro, que para Jesús es idéntico al amor a Dios. El amor es tan central que quien tiene amor lo tiene todo. El atestigua la sagrada convicción según la cual Dios es amor (1 Jn 4,8), el amor viene de Dios (1 Jn 4,7) y el amor no morirá nunca (1 Co 13,8). Y ese amor es incondicional y universal, pues incluye también al enemigo (Lc 6,35). El ethos que ama se expresa en la regla de oro, atestiguada por todas las tradiciones de la humanidad: «Ama al prójimo como a ti mismo»: «No hagas al otro lo que no deseas que te hagan a ti». Así pues, el amor es central porque, para el cristianismo, el otro es central. Dios mismo se hace otro encarnándose. Sin pasar por el otro, sin el otro más otro —que es el hambriento, el pobre, el peregrino y el desnudo—, no se puede encontrar a Dios ni alcanzar la plenitud de la vida (Mt 25,31-46). Este salir de sí en dirección al otro para amarlo en sí mismo, para amarlo sin esperar ser correspondido, de forma incondicional, fundamenta un ethos lo más inclusivo posible, lo más humanizador que pueda imaginarse. Este amor es un solo movimiento que se dirige al otro, a la naturaleza y a Dios. Nadie en Occidente ja igualado siquiera a san Francisco de Asís como arcjuetipo de esa ética amorosa y cordial. Comenta Eloy Leclerc, el mejor pensador franciscano de nuestro tiempo, superviviente de los campos de exterminio nazi de Buchenwald: «En lugar de endurecerse y encerrar- se en un aislamiento soberbio, se había dejado desposeer de todo, incluso de su obra. Se había hecho pequeño ante aquel “cuyo nombre nadie es digno de pronunciar”: Dios es, y eso basta. Y se había insertado con enorme humildad en medio de las criaturas. Cercano y hermano de las más humildes, había fraternizado con la tierra, con su humus original, con sus raíces oscuras. Y he aquí que “nuestra hermana la Madre Tierra” había abierto, ante sus asombrados ojos, un camino de fraternidad sin límites, sin fronteras. Una fraternidad a la medida de toda la creación. El humilde Francisco se había convertido en el hermano del Sol y de las estrellas, del viento, de las nubes, del agua, del fuego y de todo cuanto vive. Entonces se había puesto a cantar su admiración. Todo cantaba en él. La gracia lo había visitado, y con ella el júbilo» (El sol sale sobre Asís, Sal Terrae 2000, p. 131). El ethos que ama funda un nuevo sentido de vivir. Amar al otro es darle razón de existir. No hay razón para existir. La existencia es pura gratuidad. Amar al otro es querer que exista, porque el amor hace que el otro sea importante. «Amar a una persona es decirle: tú no morirás jamás» (G. Marcel), tú tienes que existir, tú no puedes morir. Cuando una persona o una cosa se hacen importantes para el otro, nace un valor que moviliza todas las energías vitales. Por eso, cuando alguien ama, rejuvenece y tiene la sensación de que empieza a vivir de nuevo. El amor es la fuente de los valores. Solamente ese ethos que ama puede responder a los desafios actuales que son de vida o muerte. Hace que los distantes sean próximos, y que los próximos sean hermanos y hermanas. También cuidamos todo lo que amamos. El ethos que ama se abre al ethos que cuida, se responsabiliza y se compadece. 6. EL ETHOS QUE CUIDA Cuando amarnos, cuidamos; y cuando cuidarnos, amarnos. Por eso el ethos que ama se completa con el ethos que cuida. El «cuidado» constituye la categoría central del nuevo paradigma de civilización que pugna por emerger en todas las partes del mundo. La falta de cuidado en el modo de tratar la naturaleza y los recursos escasos, la ausencia de cuidado en relación con el poder de la tecnociencia que construye armas de destrucción masiva y de
  • 19. devastación de la biosfera y de la propia supervivencia de la especie humana, nos está llevando a un impasse sin precedentes. O cuidamos o perecemos. El cuidado asume una doble función: de prevención de daños futuros y de regeneración de daños pasados. El cuidado posee ese poder misterioso: refuerza la vida, vela por las condiciones fisico- químicas, ecológicas, sociales y espirituales que permiten la reproducción de la vida y de su ulterior evolución. El elemento correspondiente al cuidado, en términos ecológico- políticos, es la «sostenibilidad», cuya finalidad consiste en encontrar el justo equilibrio entre la utilización racional de las virtualidades de la Tierra y su preservación para nosotros y para las generaciones futuras. Tal vez recordando la fábula del cuidado, conservada por Higinio (t 17 d.C.), bibliotecario de César Augusto y filósofo, entendamos mejor el significado del ethos que cuida: «Cierto día, Cuidado, que paseaba por la orilla del río, tomó un poco de barro y le dio la forma del ser humano. Entonces apareció Júpiter, que, a petición de Cuidado, le insufló espíritu. Cuidado quiso darle un nombre, pero Júpiter se lo prohibió, pues quería imponerle el nombre él mismo. Ambos empezaron a discutir. Después apareció la Tierra, que alegó que el barro era parte de su cuerpo y que, por lo tanto, ella tenía derecho a escoger un nombre. Y se entabló una discusión entre los tres que no parecía tener solución. Al fin, todos aceptaron llamar a Saturno, el viejo dios ancestral, señor del tiempo, para que fuera el árbitro. Saturno dio la siguiente sentencia, considerada justa: “A ti, Júpiter, que le diste el espíritu, se te devolverá el espíritu cuando esta criatura muera. A ti, Tierra, que le proporcionaste el cuerpo, se te devolverá el cuerpo cuando esta criatura muera. Y tú, Cuidado, que fuiste el primero en modelar a esta criatura, acompáñala siempre mientras viva. Y como no habéis llegado a ningún consenso acerca del nombre, yo decido que se llame hornem, que viene de humus, que significa tierra fértil”». Esta fábula está llena de lecciones. El cuidado es anterior al espíritu infundido por Júpiter y anterior también al cuerpo prestado por la Tierra. La concepción cuerpo-espíritu no es, por tanto, originaria. Originario es el cuidado, «que fue el primero en modelar al ser humano». Cuidado lo hizo con «cuidado», celo y devoción y, por tanto, con una actitud amorosa. El es anterior, es el a priori ontológico, aquello que debe existir antes para que pueda surgir el ser humano. El cuidado, por tanto, entra en la constitución del ser humano. Sin él no es humano. Con razón Martin Heidegger, en Sery tiempo, considera que el cuidado es la real y verdadera esencia del ser humano. De ahí que, como se dice en la fábula, el «cuidado acompañará siempre al ser humano mientras viva». Todo lo que haga con cuidado revelará quién es el ser humano y, además, estará bien hecho. El ethos que cuida y ama es terapéutico y liberador. Cura las heridas, despeja el futuro, da seguridad, disipa los miedos e infunde esperanza. Con razón dice el psicoanalista Rollo May: «En la actual confusión de episodios racionalistas y técnicos, perdemos de vista al ser humano. Tenemos que volver humildemente al simple cuidado. El mito del cuidado, y sólo él, nos permite resistir al cinismo y a la apatía, males psicológicos de nuestro tiempo» (Eros e repressiio, Vozes, Petrópolis 1982, p. 340). 7. EL ETHOS QUE SE RESPONSABILIZA La capacidad de la Tierra para soportar la voracidad del crecimiento mundial y el consurnismo unido a ella se está agotando rápidamente. Para que se produzca un cambio radical no bastan los llamamientos de los organismos internacionales que estudian el estado de la Tierra,
  • 20. ni tampoco las directrices de los diferentes gobiernos. Es urgente una verdadera revolución molecular a partir de las conciencias de los hijos e hijas angustiados de nuestro Planeta. El ethos que busca, imperante en el mundo, no está en condiciones de proporcionarnos por sí solo los instrumentos para un salto cualitativo. Se ha desmoralizado, porque no ha conseguido evitar el genocidio de los indígenas latinoamericanos, el holocausto nazi-fascista, los gulags soviéticos, las armas de destrucción masiva, las recientes guerras de prevención y la devastación del modo de producción capitalista, que genera cada vez más miseria y exclusión. Consigue imponerse, no conargumentos, sino por la fuerza. En las conciencias más despiertas está surgiendo la siguiente convicción: o la civilización planetaria deja de ser predominantemente occidental o dejará de existir. Estamos obligados a desarrollar un ethos de responsabilidad ilimitada hacia todo lo que existe y vive, como condición de supervivencia de la humanidad y de su hábitat natural. Responsabilidad es la capacidad de dar respuestas eficaces (responsuni en latín, de donde viene «responsabilidad») a los problemas que nos plantea la compleja realidad actual. Y sólo lo conseguiremos con un ethos que ame, cuide y se responsabilice. La responsabilidad surge cuando nos damos cuenta de las consecuencias de nuestros actos sobre los demás y sobre la naturaleza. Hans Jonas, el filósofo del «principio de responsabilidad», formuló así el imperativo categórico: «Actúa de tal manera que las consecuencias de tus acciones no destruyan la naturaleza, ni la vida, ni la Tierra». Este imperativo vale especialmente para la biotecnología y para aquellas operaciones que intervienen directamente en el código genético de los seres humanos, de otros seres vivos y de las semillas transgénicas. El universo trabajó 15.000 millones de años, y la biogénesis 3.800 millones de años, para ordenar las informaciones que garantizan la vida y su equilibrio. Y nosotros queremos controlar esos procesos complejísimos en una sola generación, sin medir las consecuencias de nuestra acción. Por eso el ethos que se responsabiliza impone la precaución y la cautela como comportamientos éticos básicos. Este ethos propone algunas tareas prioritarias. En relación con la sociedad, hay que pasar del eje de la competencia, que usa la razón calculadora, al eje de la cooperación, que usa la razón cordial. En relación con la economía, hay que pasar de la acumulación de riqueza a la producción de lo suficiente y digno para todos. En relación con la naturaleza, urge celebrar una alianza de sinergia entre la utilización racional de lo que precisamos y la preservación del capital natural. En relación con la atmósfera espiritual de nuestras sociedades, hay que pasar de la magnificación de la violencia, especialmente en los medios de comunicación social, a una cultura de la paz y del cultivo del bien común. La responsabilidad revela el carácter ético de la persona. Junto con las fuerzas rectoras de la naturaleza, la persona se considera co- responsable del futuro de la vida y de la humanidad. Al asumir responsablemente nuestra parte, hasta los vientos contrarios ayudan a llevar a puerto el Arca salvadora. 8. EL ETHOS QUE SE SOLIDARIZA Vivimos tiempos de enorme barbarie, porque la solidaridad entre los humanos es extremadamente escasa. 1.400 millones de personas viven con menos de un dólar al día. Dos terceras partes de esos 1.400 millones están constituidas por la humanidad futura: niños y jóvenes con menos de 15 años, condenados a consumir 200 veces menos energía y materias primas que sus hermanos y hermanas estadounidenses. Pero ¿quién piensa en ellos? Los países
  • 21. ricos no tienen el menor sentido de solidaridad, pues destinan menos del 1% de su riqueza a luchar contra este azote. Para hacer frente a esta vergüenza humana es urgente una revolución ética, más que una revolución política; es decir, hay que despertar un sentimiento profundo de hermandad y de familiaridad que haga intolerable esa deshumanización e impida que los voraces dinosaurios del consumismo prosigan con su vandalismo individualista. Necesitamos, por tanto, un ethos que se solidarice con todos los que han caído en el camino. La solidaridad está inscrita objetivamente en el código de todos los seres, pues todos somos interdependientes unos de otros. Coexistimos en el mismo cosmos y en la misma naturaleza con un origen y un destino comunes. Los cosmólogos y fisicos cuánticos nos aseguran que la ley suprema del universo es la de la solidaridad y la cooperación de todos con todos. La misma ley de la selección natural de Darwin, basada en el estudio de los organismos vivos, debe ser pensada dentro de esa ley mayor. Además, los seres luchan no sólo para sobrevivir, sino para realizar virtualidades presentes en su ser. En el nivel humano, en lugar de la selección natural, tenemos que proponer el cuidado y el amor. Así, todos pueden ser incluidos, también los más débiles, y se evitará que sean eliminados en nombre de los intereses de grupo o de un tipo de cultura que reafirma su identidad por encima de la dignidad y el derecho de los otros. La solidaridad se encuentra en la raíz del proceso de hominización. Cuando nuestros antepasados homínidos salían en busca de alimento, no lo consumían individualmente, sino que lo llevaban al grupo para repartirlo solidariamente. Fue la solidaridad la que permitió el salto de la animalidad a la humanidad y a la creación de la socialidad, que se expresa por el lenguaje. Todos debemos nuestra existencia al gesto solidario de nuestras madres, que nos acogieron en la vida y en la familia. Estos datos objetivos deben ser asumidos subjetivamente como proyecto de libertad que 0pta por la solidaridad como contenido de las relaciones entre todos. La solidaridad política será el eje articulador de la geosociedad mundial; de lo contrario, no habrá, a largo plazo, futuro para nadie. Y esa sociedad hay que construirla desde abajo, desde las víctimas de los procesos sociales y desde los que sufren. El imperativo es, por tanto: «Solidarízate con todos los seres, tus compañeros en la aventura planetaria y cósmica, especialmente con los más perjudicados, para que todos puedan ser incluidos en tu cuidado». Es importante también alimentar la solidaridad con las generaciones futuras, pues también ellas tienen derecho a una Tierra habitable. Nuestra misión es cuidar de los seres, ser los guardianes del patrimonio natural y cultural común, haciendo que la biosfera siga siendo un bien para todas las formas de vida y no sólo para nosotros. Por causa del ethos que se responsabiliza, veneramos a cada ser y cada forma de vida. 9. EL ETHOS QUE SE COMPADECE Para ser plenamente humano, el ethos tiene que incorporar la compasión. Hay mucho sufrimiento en la historia, demasiada sangre en nuestros caminos y una interminable soledad de millones y millones de personas que llevan solas, en su corazón, la cruz de la injusticia, la incomprensión y la amargura. El ethos que se compadece quiere incluir a todas esas personas —que, en el fondo, somos cada uno de nosotros— en el ethos humano, es decir, en la casa humana, donde hay acogida y donde las lágrimas pueden ser lloradas sin vergüenza o enjugadas cariñosamente.
  • 22. Pero antes tenemos que hacer una terapia del lenguaje, pues «compasión» tiene, en la comprensión común, connotaciones negativas que le roban su contenido altamente positivo. Según esa comprensión común, tener compasión significa tener pena del otro, un sentimiento que lo rebaja a la condición de desamparado, sin energía interior para erguirse. Entonces nos compadecemos de él y nos con-dolemos de su situación. Así, por ejemplo, en el hambriento (y en la humanidad hay miles de millones de personas hambrientas) ve sólo el hambre de pan. No ve que a la vez existe en él un hambre de belleza que grita porque quiere realizarse y que con nuestra solidaridad podría ser saciada. Podríamos entender también la com-pasión en el sentido del paleocristianismo (el cristianismo originario, antes de constituirse en iglesias), un sentido altamente positivo. Tener misericordia equivale a tener un corazón (cor) capaz de sentir a los míseros y salir de sí para socorrerlos. Es una actitud que la misma palabra com-pasión sugiere: compartir la pasión del otro y con el otro, sufrir con él, alegrarse con él, caminar con él. Pero esa acepción no consiguió imponerse en la histona. Predomino la acepcion moralista y menor de quien mira desde arriba y desliza una limosna en la mano de la persona que sufre. Mostrar misericordia equivaldría a hacer «candad» al otro, caridad criticada por el poeta y cantautor argentino Atahualpa Yupanqui: «Desprecio la caridad por la vergüenza que encierra. Soy como el león de la sierra: vivo y muero en soledad». La concepción budista de la com-pasión es diferente. Tal vez la com-pasión sea una de las mayores contribuciones éticas que Oriente ofrece a la humanidad. La com-pasión tiene que ver con la pregunta básica que dio origen al budismo como camino ético y espiritual. La pregunta es: ¿cuál es el mejor medio para liberarnos del sufrimiento? La respuesta de Buda es: «Por la compasión, por la infinita com- pasión». El Dalai Lama actualiza esa ancestral respuesta de este modo: «Ayuda a los otros siempre que puedas; y si no puedes, nunca los perjudiques» (O Dalai Lama fala de Jesus, Fisus 1999, p. 214). Esta comprensión coincide con el amor y el perdón incondicionales propuestos por Jesús. La «gran corn-pasión» (karuna en sánscrito) implica dos actitudes: desapego de todas las cosas y cuidado para con todas las cosas. Por el desapego nos distanciamos de las cosas, renunciando a poseerlas, y aprendemos a respetarlas en su alteridad y diferencia. Por el cuidado nos aproximamos a las cosas para entrar en comunión con ellas, responsabilizándonos de su bienestar y socorriéndolas en el sufrimiento. He aquí un comportamiento solidario que nada tiene que ver con la pena y la mera «caridad» asistencialista. Para el budista el nivel de desapego revela el grado de libertad y madurez alcanzado por una persona. Y el nivel de cuidado muestra cuánta benevolencia y responsabilidad desarrolló una persona para con todas las cosas. La com-pasión engloba las dos dimensiones. Exige, pues, libertad, altruismo y amor. El ethos que se compadece no conoce límites. El ideal budista es el bodhisattva, la persona que lleva tan lejos el ideal de la com-pasión que se dispone a renunciar al nirvana e incluso acepta pasar por un número infinito de vidas sólo para poder ayudar a los otros en su sufrimiento. Ese altruismo se expresó en la oración del bodhisattva: «Mientras dure el tiempo, persista el espacio y haya personas que sufren, también yo quiero vivir para liberarlas del sufrimiento». La
  • 23. cultura tibetana expresa ese ideal a través de la figura del Buda de los mil brazos y los mil ojos. Con ellos puede, compasivo, atender a un número ilimitado de personas. El ethos que se compadece, en la percepción budista, nos enseña también cómo debe ser nuestra relación con la naturaleza: primero tenemos que respetarla en su alteridad, y después cuidar de ella. Sólo entonces podemos usarla, en la justa medida, para nuestro provecho. A la «guerra infinita» de la demencia actual tenemos que oponer la «com-pasión infinita» de la sabiduría budista. ¿Utopía? Sí, pero es la mejor manera de mostrar nuestra verdadera humanidad, hecha de com-pasión y de cuidado y que se traduce en un ethos que sabe compadecerse de todos los que viven y sufren, para que nunca estén solos en su sufrimiento. 10. EL ETHOS QUE TNTEGRA La ética es del orden de la práctica y no del de la teoría. Por eso son importantes las figuras ejemplares que testimoniaron en su vida la realización de una ética coherente. Sólo los ejemplos luminosos son realmente convincentes. Para los occidentales la figura más transparente es Francisco, de Asís, considerado «el primero después del Unico», o «el último cristiano». No orientó su vida por el modelo imperial de Iglesia vigente en su tiempo, ni por la dogmática eclesiástica, sino por la experiencia evangélica, por la inserción en los medios pobres y por una nueva relación amorosa con la comunidad de la vida. Ello le permitió rescatar el vigor del paleo- cristianismo, es decir, del cristianismo de los orígenes jesuánicos y apostólicos. En san Francisco emergió poderosamente, sin que él tuviese conciencia elaborada de ello, una fecunda experiencia del ethos seminal, o sea, una forma nueva de organizar y llenar de valores la morada humana (ethos). La novedad residía en la inclusión sin límites de todos, empezando por quienes estaban más excluidos, como los leprosos, o marginados como los siervos de la gleba y los pobres en general, abriéndose también para acoger como hermanos y hermanas a todas las criaturas: los árboles, los animales, el sol y la luna; en suma, el universo entero. En la experiencia ética de Francisco se realizan de forma eminente las diversas expresiones del ethos que hemos analizado anteriormente. En él descubrimos el ethos que busca. De familia rica, buscó con extrema intensidad primero ser un caballero heroico, después monje benedictino y, por último, penitente. Insatisfecho, escogió el «camino de la simplicidad», que consistía en tomar el evangelio a la letra y vivirlo sin glosa ni comentario, como fuente inspiradora de un nuevo ethos. Francisco se da cuenta de lo inusitado de este propósito. Por eso dice claramente: «El Señor me reveló su voluntad de que fuese un nuevo loco en el mundo» (novellus pazzus). Es loco frente a los sistemas que abandona: el burgués emergente, el feudal decadente, el religioso- monacal vigente. Pero no es loco frente al nuevo ethos que inaugura. Según el primer biógrafo de la época, Tomás de Celano, Francisco apareció como «un hombre de un nuevo siglo»; nosotros diríamos: «de un nuevo paradigma». Lo que acabamos de decir parece extremadamente contemporáneo, ya que estamos buscando un nuevo camino civilizatorio y un nuevo horizonte de esperanza para la humanidad. Es un representante singular del ethos que ama. A semejanza del gran místico sufi Rumi —contemporáneo de Francisco que vivía en la antigua Persia, en el actual Afganistán—, testimonia la mística del amor y del enamoramiento de Dios como nadie lo había hecho antes
  • 24. en la historía de Occidente y de Oriente Medio. Llevado por el impulso del amor, Francisco salía por los bosques a llorar hasta que se le hinchaban los ojos, y gritaba: «El Amor no es amado, el Amor no es amado!». Rescató el amor telúrico: amor a la Tierra, a cada ser de la creación, a la mujer amada, Clara. Su lema es «Deus meus et omnia» («Mi Dios y todas las cosas»). Dios no quiere que le amemos solo a El, sino que amemos a todas las críaturas. El amor es un movimiento único que abraza a todos. Vivió ejemplarmente el ethos que cuida. Cuidaba de las abejas en invierno para que no muriesen de hambre; cuidaba para que los árboles no fuesen cortados de modo que no pudieran regenerarse; cuidaba de liberar a los paj arillos de las jaulas... Hasta pedía a sus compañeros que cuidaran de las malas hierbas en un rincón del jardín, porque también ellas, a su manera, alababan a Dios. Es un arquetipo del ethos que se compadece. Fue a vivir entre los leprosos, los besaba y les daba de comer en la boca, repartía todo con los pobres, hasta la ropa que llevaba puesta, y se compadecía de sus propios dolores, a los que llamaba «hermanos», como también llamaba «hermana» a la muerte. Dio testimonio del ethos que se solidariza. Vivía en extrema pobreza, pero, por cálida solidaridad, quería que se diera todo al hermano sufriente, y rompía el ayuno riguroso para ser solidario con el compañero que gritaba en la noche: «Me muero de hambre!». En la cruzada, en el norte de Egipto, se solidariza con los «hermanos mahometanos», cruza las fronteras entre las tropas cristianas y musulmanas y va a encontrarse con el sultán. Se muestra solidario con él, admirado por su piedad y su sabiduría para gobernar. Por último, mostró de manera concreta el ethos que se responsabiliza. Ante las guerras entre los burgos, instaura la «legatio pacis», el movimiento por la paz, para reconciliar a las partes enfrentadas. Promueve un encuentro entre el obispo de Asís y el alcalde, considerados enemigos acérrimos. Prohíbe a los compañeros usar armas, dinero y títulos, fuentes de conflictos. Renuncia a todas las funciones y permanece como lego (al final de su vida se dejó ordenar diácono para seguir predicando, ya que estaba estrictamente prohibido que los legos predicaran), para estar junto al pueblo y los pobres. Quiere una fraternidad sociocósmica a partir de los últimos. El poverello de Asís integra en su vida el ethos en el sentido originario: hace de este mundo la morada benéfica del ser humano. La expresión suprema del mundo hecho ethos se encuentra en el admirable Cántico al Hermano Sol, en el que no tenemos tan sólo un discurso poético-religioso sobre las cosas, sino que éstas sirven de vestimenta para un discurso más profundo: el del inconsciente que llegó a su Centro y, con él, el Misterio de ternura que integra todas las cosas. Los elementos cantados como, el Sol, la Tierra, el fuego y el agua, las plantas y el viento, e incluso la muerte, la hermana muerte, se transfiguran y se convierten en símbolos de una total integración, articulando la ecología exterior (los elementos naturales) con la ecología interior (el carácter simbólico que tienen en la psique). El Cántico es la expresión acabada de la completa integración de nuestra dimensión celeste con nuestra dimensión terrena. La ética se transfigura entonces en mística, en experiencia abisal del Ser. Así como una estrella no brilla sin aura, tampoco una ética adquiere vigencia sin una visión mística y encantada del mundo, donde la Tierra y el Cielo, y todos los elementos que surgen del matrimonio entre ambos, se transforman en valor y en señal de un mundo de bondad, posible para los hijos y las hijas de la Madre Tierra, a la que san Francisco nos enseñó a amar como hermana y como madre.
  • 25. 1. BIEN COMÚN PARA TODA LA COMUNIDAD DE LA VIDA Uno de los efectos más avasalladores del capitalismo globalizado y de su ideología política, el neoliberalismo, es la demolición de la noción de bien común o de bienestar social. Es notorio que las sociedades civilizadas se construyeron y siguen continúan construyéndose sobre dos pilares fundamentales: la participación de los ciudadanos (ciudadanía activa) y la cooperación de todos. Juntas crean el bien común. Pero éste fue enviado al limbo de las preocupaciones políticas, y su lugar fue ocupado por las nociones de rentabilidad, flexibilización, adaptación y competitividad. La libertad del ciudadano es sustituida por la libertad de las fuerzas del mercado; el bien común, por el bien particular; y la cooperación, por la competitividad. La participación y la cooperación aseguraban la existencia de cada persona y la vigencia de los derechos. Una vez negados esos valores, la existencia de cada uno no está ya socialmente garantizada, ni sus derechos asegurados. Por eso cada uno se siente forzado a garantizar lo suyo. De este modo surge un individualismo avasallador, que se pone de manifiesto en el lenguaje cotidiano: mi empleo, mi salario, mi casa, mi coche, mi familia... Nadie se siente motivado, por tanto, a construir algo en común. Lo único en común que queda es la guerra de todos contra todos con vistas a la supervivencia individual. Y hoy, en la política mundial, la lucha implacable contra el terrorismo. En este contexto, ¿quién va a pensar en el destino común de la especie humana y de la única casa colectiva, la Tierra? ¿Quién se cuidará del interés general de los 6.300 millones de seres humanos? El neoliberalismo es sordo, ciego y mudo frente a esta cuestión fundamental. Y sería contradictorio suscitarla, pues defiende concepciones políticas y sociales directamente opuestas al bien común. Su propósito básico es éste: el mercado tiene que ganar, y la sociedad tiene que perder. Es el mercado el que habrá de regularlo y resolverlo todo. Y si es así, ¿por qué vamos a construir cosas en común? Se deslegitimó el bienestar social. Sucede, por otro lado, que el creciente empobrecimiento mundial es el resultado de las lógicas excluyentes y depredadoras de la actual globalización competitiva, liberalizadora, desregularizadora y privatizadora. Cuanto más se privatiza, tanto más se legitima el interés particular en detrimento del interés general, además de debilitar al Estado, el administrador del interés general. Es el triunfo del killer (asesino) capitalismo. ¿Cuánta perversidad social y barbarie soporta el espíritu? ¿Qué es el bien común? En el plano infra-estructural, es el acceso justo de todos a los bienes básicos (alimentación, salud, vivienda, energía, seguridad y comunicación). En el plano humanístico, es el reconocimiento, el respeto y la convivencia pacífica. Por el hecho de haber sido desmantelado najo la virulencia de la globalización
  • 26. competitiva, el bien común tiene que ser ahora reconstruido. Para ello hay que dar hegemonía a la cooperación y no a la competencia. Si no se produce ese cambio, dificilmente se mantendrá la comunidad humana unida y con un futuro que valga la pena. Al contextualizar estas reflexiones para los tiempos actuales, constatamos con entusiasmo que esa reconstrucción del bien común constituye el núcleo del proyecto político del Partido de los Trabajadores y del presidente Lula, elegido en el año 2002. Ha empezado por donde debía: «Hambre Cero». Ha puesto un cimiento seguro: el nuevo pacto social a partir de los valores de la cooperación y la buena voluntad de todos. Afirma una convicción humanística fundamental: no hay futuro a largo plazo para una sociedad fundada sobre la falta de justicia, de igualdad, de fraternidad, de cuidado y de cooperación. Esa sociedad niega el anhelo más originario del ser humano desde que éste apareció en la evolución, hace millones de años. Lula articula ese anhelo ancestral, y de ahí brota su fuerza de convocatoria. Si el Partido de los Trabajadores y Lula no satisfacen ese anhelo, lo harán otros actores en otros momentos. Pero ese sueño de la humanidad pasa por él y por las esperanzas históricas que ha suscitado. El bien común no puede ser concebido antropocéntricamente. En la comprensión que estamos desarrollando hoy en día acerca de las inter-retro-conexiones del ser humano con su medio natural y cultural, tenemos que incluir también la naturaleza con sus ecosistemas y la propia Tierra-Gaia, superorganismo vivo en la construcción del bien común. Todos los seres, especialmente los vivos, poseen cierta subjetividad, pues son sujetos de interrelaciones, se sitúan activamente en el proceso cosmogénico y biogénico y, por ello, tienen una historia. Nosotros, como seres humanos, somos un eslabón, si bien singular, de la corriente de la vida. Tenemos los mismos elementos fisico-químicos con los que se forma el código genético de todos los seres vivos. De ahí se deriva un parentesco objetivo con la comunidad de la vida. Este es el fundamento para otorgar personalidad jurídica a las montañas, a los ríos, a los bosques, a los animales y a todos los demás organismos vivos. Ellos tienen derecho a ser respetados y tienen que ser respetados en su alteridad y singularidad. En razón de esta comprensión, el bien común no puede ser sólo humano, sino de toda la comunidad terrenal y biótica con la que compartimos la vida y el destino. La economía política no puede cuidar sólo del bienestar material de los seres humanos, sino de todos los demás seres que necesitan tener agua no contaminada, suelos no envenenados, aire sin polución y nutrientes de calidad. Sin esa ampliación de la democracia, que será entonces sociocósmica, nuestro bien común no será suficiente ni adecuado. La cooperación se refuerza con más cooperación, pues aquí reside la savia secreta que alimenta y revigoriza permanentemente el bien común. 2. AUT0LIMITACIÓN: VIRTUD ECOLÓGICA El terror suscitado por el lanzamiento de sendas bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki en 1945 fue tan profundo que cambió el estado de con-ciencia de la humanidad. Se introdujo la perspectiva de la destrucción masiva, acrecentada posteriormente con la fabricación de armas químicas y biológicas, capaces de amenazar la biosfera y el futuro de la especie humana. Antes, los seres humanos se permitían hacer guerras convencionales, explorar los recursos naturales, deforestar, arrojar basura a los ríos y gases a la atmósfera, y ello no producía grandes modificaciones ambientales. Una conciencia tranquila nos aseguraba que la Tierra
  • 27. era inagotable e invulnerable y que la vida continuaría siendo la misma y para siempre en el futuro. Ese presupuesto ya no existe. Cada vez somos más conscientes de aquello que declara La Carta de la Tierra: «Estamos en un momento crítico de la historia de la Tierra, en el que la humanidad debe elegir su futuro... o formar una sociedad global para cuidar la Tierra y cuidar unos de otros o arriesgarnos a la destrucción de nosotros mismos y de la diversidad de la vida». Este documento, asumido por la UNESCO en el año 2000, representa la nueva perspectiva planetaria, ética y ecológica de la humanidad. Los hechos que sustentan la alarma son irrefutables: sólo tenemos esta Casa Común en la que habitar; sus recursos son limitados, y muchos de ellos no renovables; el agua dulce es el bien más escaso de la naturaleza (sólo el 0,7% es accesible de manera inmediata para el uso humano); la energía fósil, el petróleo, motor del desarrollo moderno, tiene los días contados; y el crecimiento demográfico es amenazador. Hemos sobrepasado ya en un 20% la capacidad de aguante y de renovación de la biosfera. Querer generalizar para toda la humanidad el tipo de desarrollo hoy imperante exigiría otros tres planetas iguales al nuestro. La inmensa mayoría no piensa en estas cosas, pues les parece insoportable enfrentarse a los límites o, en último término, al desastre colectivo, que es posible incluso en nuestra generación. Estos problemas son graves. Pero hay uno todavía mayor: la lógica del sistema mundial de producción y la cultura consumista que ha creado. El sistema dice: debemos producir cada vez más, sin poner límites al crecimiento, para que podamos consumir cada vez más, sin poner límites a la cesta de la oferta. La consecuencia inmediata de esta opción es una doble injusticia: la ecológica, por la depredación de la naturaleza, y la social, por la creación de desigualdades. La humanidad se puede dividir entre quienes comen hasta hartarse y quienes comen insuficientemente y están condenados a todos los males relacionados con de la pobreza, a la marginalidad y a la exclusión. Si queremos garantizar un futuro común de la Tierra y de la humanidad, se imponen las virtudes cardinales imprescindibles: la búsqueda del bien común, la autolimitación y la justa medida. Las tres son expresiones de la cultura del cuidado y de la responsabilidad. Pero ¿cómo postular esas virtudes si todo el sistema social mundial funciona precisamente porque las niega? Esta vez, sin embargo, no tenemos elección: o cambiamos y nos guiamos por el cuidado y la responsabilidad colectiva, autolimitándonos en nuestra voracidad y viviendo la justa medida en todas las cosas en la perspectiva del bien común humano y ambiental, o tendremos que afrontar una tragedia sin precedentes. La autolimitación significa un sacrificio necesario que salvaguarda el Planeta, tutela intereses colectivos y funda una cultura de la simplicidad voluntaria. No se trata de no consumir, sino de consumir de manera responsable y solidaria para con los seres humanos y los demás seres vivos de hoy y los que vendrán después de nosotros. Ellos también tienen derecho a la Tierra y a una vida con calidad. 3. LA JUSTA MEDIDA: FÓRMULA SECRETA DEL UNIVERSO Y DE LA FELICIDAD
  • 28. La cultura imperante es excesiva en todo. No tiene ni el sentido de la autolimitación ni el de la justa medida. Por eso está en una crisis que pone en peligro su propio futuro. El desafio es éste: ¿cuál es la justa medida que preserva el patrimonio natural y la supervivencia de la biosfera? La justa medida es el óptimo relativo, el equilibrio entre el más y el menos. Por un lado, la medida es sentida negativamente como un límite a nuestras pretensiones. De ahí nace la voluntad y hasta el placer de violar el límite. Por otro lado, es sentida positivamente como la capacidad de usar de manera moderada las potencialidades para que duren más. Ello sólo es posible cuando se encuentra la justa medida. Si nos fijamos bien, descubrimos que la justa medida es la fórmula secreta por la que el universo se organizó y ha garantizado su equilibrio hasta nuestros días. Si, después del big-bang, las fuerzas de expansión no hubiesen sido contenidas por la energía gravitacional, todos los elementos se habrían difundido hasta diluirse en el espacio infinito. Entonces no se habría producido la condensación de los gases ni se habrían formado las estrellas, los planetas y la Tierra, y nosotros no estaríamos aquí para reflexionar sobre todas estas cosas. Si la fuerza de la gravedad hubiese predominado y si todos los materiales hubiesen regresado sobre sí mismos, habrían explotado en cadenas sucesivas, y el universo y nosotros no habríamos surgido. Por el contrario, todo se procesó según la justa medida. Se instauró un equilibrio dinámico y sutil entre expansión y condensación, de modo que pudieran surgir cuerpos densos, seres vivos y complejos como los animales y como nosotros mismos. Esta justa medida está anclada en lo más profundo de nuestro ser, en los arquetipos ancestrales que orientan nuestra vida. Ellos toman cuerpo en todas las producciones humanas, haciendo que sean bellas y armónicas, por causa del justo equilibro que en ellas se establece. No es de extrañar que, por ejemplo, las culturas de la cuenca mediterránea, como la egipcia, la griega, la latina y la judía, que tanto influyeron en la nuestra, hayan postulado siempre la búsqueda de la justa medida como fuente constructora de equilibrio social. Esa era y sigue siendo la preocupación central del budismo y de la filosofía ecológica del Feng-Shui chino. Para todas, el símbolo principal era la balanza, y las respectivas divinidades femeninas eran tutoras de la justa medida. La diosa Maat de los egipcios cuidaba de que todo fluyese equilibradamente. Pero los sabios egipcios pronto comprendieron que la justa medida exterior sólo se alcanza a partir de la justa medida interior. Sin la convergencia de la Maat interior con la exterior perdemos la justa medida, es decir, el equilibrio, y nos volvemos destructivos. Una de las características fundamentales de la cultura griega fue la búsqueda insaciable de la medida en todo (métron). Clásica es la formulación «méden ágan» («nada en exceso»). Esa medida justa se ve realizada en todas las grandes obras artísticas de los griegos, en la escultura, en la arquitectura, en el teatro y en la filosofía. De esta herencia seguimos alimentándonos todavía hoy. La diosa Némesis, venerada por griegos y romanos, representaba la justa medida en el orden divino y humano. Todos cuantos osaran sobrepasar la propia medida (incurriendo en la hybris = auto- afirmación arrogante) eran inmediatamente fulminados por Némesis. Así les sucedía a los campeones olímpicos, que, como en nuestros días, se dejaban endiosar por los admiradores; y también les sucedía
  • 29. a aquellos filósofos y artistas que permitían una exaltación excesiva de sus vidas y obras. La Biblia judeocristiana funda la medida justa en el reconocimiento del límite insalvable entre el Creador y la criatura. La criatura jamás será como Dios, que fue la pretensión de nuestros primeros padres en el paraíso terrenal: imaginaron que lo conseguirían comiendo del fruto prohibido; comieron de él, sobrepasaron el límite que Dios les había impuesto, no se convirtieron en dioses y fueron expulsados del paraíso. Pecado es rechazar el límite, no reconocer la condición de criatura. A pesar de la expulsión, permaneció el imperativo de la justa medida en la forma de «cultivar y guardar» el jardín del Edén, es decir, vivir la ética del cuidado. Detrás de «cultivar» resuena siempre «culto» y «cultura», que señalan el trato respetuoso a la Tierra (culto). Y detrás de «guardar» resuena el aprovechamiento sostenible de sus recursos para atender necesidades humanas, no con fines de acumulación. En el lenguaje bíblico, ser «imagen y semejanza de Dios» significa ser el representante y el lugarteniente de Dios en medio de la creación. Como tal, el ser humano tiene que prolongar el acto creador divino, creando también con la misma benevolencia con que Dios creó todas las cosas («y vio que todo era bueno»). El efecto final de las intervenciones, bajo la justa medida, es la cultura, como hominización y humanización de la naturaleza. La justa medida se exige en dos importantes campos de la actividad humana actual: la ecología y la biotecnología. En la ecología se plantea continuamente la cuestión: ¿cuál es la justa medida de intervención en la naturaleza para satisfacer nuestras necesidades y, al mismo tiempo, conservar el capital natural, de modo que pueda regenerarse y perdurar indefinidamente? Aquí necesitamos sabiduría y prudencia para no someter a la biosfera a un estrés excesivo. En el campo de la biotecnología tenemos que preguntarnos: ¿cuál es la justa medida en la manipulación del código genético humano? Esa medida aparece cuando el ser humano entra en una profunda comunión con la propia vida. Es entonces cuando percibe la vida como la irrupción más compleja y misteriosa del proceso de la evolución. La vida exige respeto y reverencia, necesita ser cuidada continuamente para mantenerse y co-evolucionar. Los genetistas tienen que entrar en el laboratorio de experimentación como quien entra en un templo, y han de realizar procesos como quien celebra una liturgia. De lo contrario, podrían poner en peligro el futuro de la vida, la cual no es ninguna mercancía. Por eso la investigación no se ordena al lucro, sino a la mejora de la propia vida. Aprendamos de los antiguos cómo sanar la crisis civilizatoria: viviendo sin exceso, en la justa medida y en el cuidado esencial para con todo cuanto nos rodea.