Las vicisitudes amorosas y egocéntricas de una relación dispareja entre una mujer madura y divorciada, y un adolescente atrapado entre el extravío de su búsqueda de identidad y su errática afirmación masculina, en el entorno del DF de los setenta. Absténganse moralistas y especies parecidas.
Las vicisitudes amorosas y egocéntricas de una relación dispareja entre una mujer madura y divorciada, y un adolescente atrapado entre el extravío de su búsqueda de identidad y su errática afirmación masculina, en el entorno del DF de los setenta. Absténganse moralistas y especies parecidas.
"Antonio despierta en una habitación que él llama CELDA. Ha perdido la memoria por recibir una bala en la cabeza... Emprende un trabajo doloroso y sorprendente para reconstruir su vida. Redescubre habilidades, pensamientos... Su pasión por los cómics y también por pintar, le ayudan a reinventarse..."
"Antonio despierta en una habitación que él llama CELDA. Ha perdido la memoria por recibir una bala en la cabeza... Emprende un trabajo doloroso y sorprendente para reconstruir su vida. Redescubre habilidades, pensamientos... Su pasión por los cómics y también por pintar, le ayudan a reinventarse..."
Exercícios físicos com 20 minutos de alongamento e defesa pessoal são realizados uma vez por semana conforme escala do orientador/instrutor Renato Lima, o qual disponibiliza parte do seu tempo para proporcionar aos conviventes interessados aulas práticas e gratuitas de defesa pessoal.
Material educativo para ayudar a los alumnos de educación secundaria.
Análisis narratológico del cuento de Julio Ramón Ribeyro
detallado en cuadro de localización, planteamientos y valoración de la obra literaria .
La temática general de la obra son vidas, muy
variadas, y la muerte. Verán, soy patólogo y todos
los días tengo que pensar en la muerte cuando
tengo un cadáver en la mesa de autopsia y
cuando tengo que dar una mala noticia por una
biopsia. El denominador común es el sufrimiento,
la enfermedad, el envejecimiento y, claro está, la
propia condición humana: la vida como la
conocemos. Esta perspectiva la he intentado
plasmar en esta obra, particularmente con
personajes considerados despreciables por todos.
Despreciables en el sentido que no son personas
con quienes te gustaría compartir un café o un
asiento y, mucho menos, tu vida. Me he tomado el
esfuerzo de describirlos para ocasionar tu
desagrado pero, al mismo tiempo, llevarte por un
relato que te haga sentir empatía por ellos. La
mayoria de los personajes mueren, excepto uno
que vive rodeado de muerte, uno que nunca
realmente estuvo vivo y dos que mueren de una
forma para renacer en otra. Pretendo, a través de
mis palabras, crear empatía por ellos. Verlos
como personas, igual que tu y yo, con virtudes y
defectos, victorias y derrotas, alegrías y tristezas,
placer y sufrimiento.
Analisis Literario de memorias de Mamá BlancaSinaiTorrellas
Memorias de mamá Blanca es un libro escrito por teresa de la parra y publicado en 1929. Este es un trabajo para La materia comprensión de textos De la UPEL.
Con el nombre de Gaspar Melchor Baltazar vino al mundo el hijo de Antonio del
Búfalo, cocinero de la familia de un príncipe, y de Anunciata Quartieroni.
De niño, San Gaspar fue muy enfermizo, y con su madre pasaba mucho tiempo en la
iglesia. Cuando enfermó de la vista, su curación fue atribuida a San Francisco
Xavier; Gaspar conservó toda su vida devoción por ese santo.
Susana llegaba todas las tardes a casa de Manolito con su vestido floreado de color rojo, de vuelos pequeños y ruedo amplio. Llegaba siempre a la misma hora, radiante, recién bañada, con los cabellos aún mojados y su muñeca de trapo en la mano. Tocaba y entraba.
Recién comienza a llover, pensó Matías Natera en voz alta desde el piso alto del edificio, mientras miraba por la persiana, dubitativo, la pinta gris de las calles, las pequeñas ríadas de gente, las fachadas grasientas, provisionales y polvosas;
1. El columpio y la galera
Ángela Inés, Ángela Inés, brinca una, dos y tres, brinca una y otra vez, corre aquí, corre allá, al derecho y al re-vés: las piernitas blancas y regordetas de Ángela Inés van y vienen saltando afanosamente de un banco de madera a otro en el ancho patio; cuando sube, el cubo de madera suena hueco y bofo, allá va, allá va, allá vie-ne, viene y va, cuando baja, los pequeños jirones de polvo forman manchas bermejas en los zapatos, las calcetas y la orilla de encaje del vestido blanco, cuando sube es una nube, cuando baja es una paja, sube y sube, sube y baja; Maruca, en cambio, da vueltas a su alrede-dor, cantando y echando en la cabeza de Ángela Inés, espigas de zacatón alto que ha arrancado de las orillas del muro de adobe, yo te doy mi corazón, tú me das só-lo una flor, mientras Pepita, la más pequeña de las tres, sentada como está en un alto tronco de piñón donde la tienen las hermanas, ríe y mueve las manecitas, brinca una, dos y tres, brinca una y otra vez, pronunciando en su media lengua sólo la última sílaba de cada frase, y cada vez que Maruca va en busca de más espigas ver-des, le da un manojo para que las eche al aire, y ella grita y se ríe más todavía cuando la hermana le pica la nariz con las delgadas puntas del zacate, corre aquí, co-rre allá, al derecho y al revés. Luego Ángela Inés, agita-da y ojerosa, deja de correr y se va a sentar junto a Pe-pita sacudiéndose el ruedo del vestido, diciendo ya me cansé, mejor vamos al columpio: ¡sí, al columpio, al co-lumpio!, dicen todas. En su carrera a pasos cortos, la pequeña no se percata de la enorme raíz saliente del sauce, que atraviesa en diagonal un tramo del patio, y se tropieza yéndose de bruces.
Cuando entendí que por nada del mundo dejarías que besara tus labios, me detuve con la certeza de que por alguna razón –que yo no quería saber ni tú ibas a de-círmela-, tu mente estaba en otro lado: habíamos llega-do tomados de la mano y casi sin decir palabra a uno de los extremos remotos y solitarios de la playa de Puerto Arista, sin fijarnos más que en la línea del hori-zonte y en la candente y compacta esfera cobriza que iba perdiéndose, dejando una enorme extensión ana-ranjada, en el mar de esa tarde de marzo.
Lo cierto es que apenas nos conocíamos del hotel de paso, justo por la mañana, cuando nuestras miradas se cruzaron, en el momento de entregar las llaves, en la administración. Y creo que -recién sentimos una muda atracción el uno por el otro-, no nos quedó más reme-dio que presentarnos mientras los otros, tus amigas con mis amigos, discutían, entre risas y gritos y lejos del lobby, una tarifa razonable con el chofer del taxi que nos llevaría a la playa, en el Pacífico sureste.
Luis Marín nació en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas. Estudió
Ciencias de la Comunicación en la UAM Xochimilco y
Letras Hispánicas en la UAM Iztapalapa, en el Distrito
Federal. Ha publicado el poemario La sal de los alisios
bajo el sello de la UAM Iztapalapa. Ha publicado también
diversos textos en Casa del Tiempo, El cocodrilo
poeta, en el DF, y en la revista Este Sur, de Chiapas.
Actualmente reside en el Estado de México
Un trabajo sobre Globalización muy solicitado. No queda más que compartirlo. Bastante didáctico, sencillo, inteligible y de gran ayuda para la comunidad de slideshare. Gracias a la enorme aportación de la personita de Itzel Viridiana Coria que tuvo la amabilidad de compartirlo con nosotros.
Instrucciones del procedimiento para la oferta y la gestión conjunta del proceso de admisión a los centros públicos de primer ciclo de educación infantil de Pamplona para el curso 2024-2025.
1. EL JUGUETE DE MÓNICA
Luis Alberto Marín*
“Hey, if you happen to see the most beautiful girl
That walked out on me
Tell her, "I'm sorry."
Tell her, "I need my baby."
Oh.... Won't you tell her that I love her?”
(Charlie Rich)
Durante varias semanas, Callú sólo fue el juguete de
Mónica. Era el verano del sesenta y nueve y él salía ese
año de la secundaria en un tiempo en que Monteverde,
lejos de toda noción real de progreso, seguía hundido
en su letargo de siempre. Y aunque ella no era exacta-
mente su tipo, se dejó llevar no sólo porque en ese mo-
mento no pasaba nada interesante en su vida, sino
también por su simpatía y su indolencia voluntariosa.
Él podía o no estar de acuerdo con sus caprichos súbi-
tos, pero al final, entre pucheros y mimos, ella se salía
con la suya. Poco a poco entendió, a pesar suyo, que
estaba a merced de ella no sólo por la rapidez con que
ocurrió “su encuentro” aquel sábado a mediodía en el
pequeño pabellón familiar de Fuente Berta -en un en-
torno sospechoso y premeditado, entendería él luego-,
sino porque dejaba en claro, sin necesidad de explicár-
selo, que desde ese momento ella tomaría la iniciativa
en todo sin dejarle espacio ni tregua para opinar o de-
cidir sobre cualquier cosa.
Aparentemente, Mónica era la hija única de un ma-
trimonio mayor dedicado desde siempre a la compra-
venta de refacciones automotrices en régimen de fran-
quicia, actividad que les había permitido a sus padres
alcanzar un estado de gran holgura económica más allá
del término medio al que aspiraban las familias decen-
2. tes de clase media de Monteverde, y a ella comportar-
se, con toda la mala conciencia de que era posible a sus
quince años, como una de las niñas más ricas del pue-
blo. Mónica no conocía las angustias de “sus provincia-
nas amigas pobres” de secundaria, pero tampoco se
ufanaba abiertamente de ello. Era sencilla y sensible
con ellas, siempre y cuando ninguna quisiera figurar
más de la cuenta en el centro de atención que ella ocu-
paba en sus limitados territorios sociales. Se decía que
Mónica ya había estado -no se hablaba de otra cosa du-
rante días cada vez que volvía-, en colegios lejanos cu-
ya reputación trascendía, por mucho, el sueño más
grande de cualquier adolescente riquillo de Montever-
de, pero por su intencionada mala conducta, o su pal-
pable desinterés hacia el estudio o por los problemas
que enfrentaba ante idiomas extraños que se negaba a
aprender, había sido, una y otra vez, expulsada de
ellos. Los padres, enfrascados en el trabajo demandan-
te de la refaccionaria, en engrosar cada día las cuentas
bancarias y en la puntual preservación del patrimonio
familiar, no se explicaban la indeclinable obstinación
de “Moni” por regresar al mundillo mediocre de sus
pares sociales, y se negaban a aceptar que fuera uno de
esos casos perdidos de siempre. Sin embargo, a veces
creían que sus esfuerzos por alejarla de Monteverde de
una vez por todas estaban siendo infructuosos. Isabel y
Abundio, en cambio, sus hermanos mayores, y a quie-
nes había conocido muy poco, de los que casi nada sa-
bía y lo que sabía parecían más bien recuerdos, nunca
habían regresado de nuevo, felizmente para los padres,
que no querían imaginarlos repitiendo sus vidas detrás
de los inmensos exhibidores y mostradores de alumi-
nio de la tienda. Más allá de las fotografías que colga-
ban inamovibles y opacas en la misma pared de la sala,
tan sola como el resto de los espacios de la enorme ca-
sa que rodeaban a Mónica, las imágenes de ellos tras-
pasaban su memoria como un par de fantasmas en for-
ma de risas inacabadas, de gestos largamente vacíos,
de abrazos y caricias sin punto fijo, de eventos más que
anodinos. De hecho, hacía muchísimo tiempo que ni
siquiera preguntaba por ellos, ni le importaba qué ha-
cían ni dónde estaban, y hasta evitaba intencionalmen-
3. te contemplar las fotografías, que envejecían, sin más,
bajo el efecto inercial del calor y el polvo. Y cuando de
nuevo la mandaban de viaje de estudios, rogaba por no
encontrarse con ellos. Y en Monteverde prefería con-
servar esa imagen, ambigua para muchos, pero cada
vez más aceptada, de ser hija única y primogénita.
¿Quién iba a preguntar por un par de mocosos que se
habían ido ya para siempre y que ni siquiera escribían?
En Monteverde, si ya no vuelves, el olvido se devuelve
con olvido. La desmemoria es un hecho que involucra,
sin concesiones, entre las familias rancias y bien naci-
das, la Ley del Talión. Ni siquiera la abuela Magnolia,
en sus ratos de lucidez y ocio obligado, pegada como
estaba a su silla de ruedas, se acordaba de ellos aunque
tuviera sus fotografías enfrente. Era mejor que siguie-
ran siendo, en apariencia o realidad, lo mismo daba,
los parientes lejanos.
Entre los varones, Mónica no gozaba de buena repu-
tación, incluidos los de su clase social. Salir con ella
era arriesgarse mucho a ser tildado de tonto, necio, es-
túpido o desesperado en unas cuantas horas, e inevita-
blemente se pasaba a formar parte de la tristemente
célebre lista de “los Mónicos”. Y decíanle tristemente
célebre porque, después de ligar con Mónica, ninguna
chica se atrevería a salir con el necio de turno ni por
equivocación. Era como si su vida, de repente, por el
sólo hecho de involucrarse con ella, quedara dividida
en dos tiempos: antes de Mónica y después de Mónica.
Y dependiendo de quién se era dentro de la esquemáti-
ca escala social del pueblo, se podía o no cargar con esa
etiqueta durante mucho tiempo. Callú estaba más que
a la expectativa. Y si bien era cierto que en su interior
se recreaba una ansiedad incómoda por saberse en la
boca y la mirada de los demás, a la vez estaba feliz de
que una niña rica como ella se hubiera fijado en él por
las razones que fueran: su forma de ser tan decidida y
tan natural y su determinación de buscarlo y tenerlo la
mayor parte del día con ella, le hacían sentirse sobre-
saliente, reconocido, exótico, mundano, a donde quie-
ra que iban. Ella le enseñaba cosas interesantes. Le
contaba de sus obligados viajes al extranjero. Le des-
4. cribía mundos que él no presentía ni siquiera en sue-
ños. Mónica le agregaba a su vida y a su adolescencia
un significado controversial, aunque tal vez efímero,
pues de alguna manera él sabía que todo ese asunto
con ella no podría durar mucho tiempo. No sería el
primero ni el último, se decía. Estaba acostumbrada, y
eso hasta él lo sabía, a decidir el cómo y el cuándo de
sus noviazgos. Y eso lo hacía sentirse impotente. Le ha-
cía confrontar la condición social que ella tenía, con la
suya, y, sobre todo, la fragilidad de sus ilusiones. Era el
reverso de su mundo de barro. Tuvo días en que se
acostaba y se levantaba pensando en cómo lo cortaría,
cuándo y cómo se lo diría, o si sólo dejaría de buscarlo
y ya, cuál sería su reacción después de todo eso, es de-
cir, después de toda esa indolencia voluntariosa llama-
da Mónica Alanís Olivera. En su momento, ni siquiera
llegó a preguntarle cuántos novios había tenido, por-
que a sabiendas era una pregunta estúpida y porque
hasta ella sabía que los demás estaban al tanto de las
minucias de su vida: cualquier cosa que hiciera o deja-
ra de hacer en un lugar como Monteverde, sería tema
de conversación de los demás. No era que ella guarda-
ra un misterio, pero después de conocerla y escucharla
durante días, Callú podía percibir, en su infatigable
conversación, en su risa radiante y en la meridiana luz
de su ojos claros, que había en ella algo que no estaba
en su conducta exterior, sino en sus sentimientos y en
ese proceloso afán de ser ella misma, yendo siempre a
contracorriente de lo que los otros pensaban y espera-
ban de ella.
Hubieron noches en las que al despedirse en el viejo
portón trasero de la refaccionaria, bajo la vista cansada
y sin emociones de la abuela Magnolia a través de la
reja, y cuando su relación ya comenzaba a mostrar vi-
sos de cansancio y aburrimiento, sus ojos parecían de-
cir “Nadie conoce realmente a Mónica Alanís”, con una
desolación inusual y amarga que no tenían durante el
día, y que él descubrió demasiado tarde. Y luego que
ella se subía a la banqueta, hundiéndose entre sus bra-
zos para estar a su altura, lo abrazaba y pronunciaba
su nombre con tanta vehemencia como si fuera su últi-
5. ma despedida, o como si la vida, de pronto, bajo la en-
volvente penumbra de la medianoche suriana y el can-
to extraviado de algunos grillos, hubiera perdido todo
sentido.
A diferencia de ella, cuando finalmente las semanas
postreras de aquel verano se volvieron un registro acu-
mulado y previsible de gestos aprendidos, de vueltas a
los mismos lugares con la inercia que les daba la nece-
sidad de estar juntos, de palabras de amor pronuncia-
das en pleno desgaste y de lo que cada uno esperaba
del otro sin el asombro inicial de los primeros días,
Callú no sabía con exactitud en qué etapa de su rela-
ción estaban. Eso lo consumía. Era una incertidumbre
que intentó sobrellevar, sin mucho éxito, hasta el últi-
mo día, tratando de no darle demasiada importancia, a
salto de mata de sus sentimientos por ella y a fuerza de
no dejarse encerrar en esa especie de bola de nieve que
son las falsas ilusiones de la adolescencia. Muchas ve-
ces, cuando entrado el amanecer la dejaba por fin en
su casa, él enfilaba, todavía sin sueño, como un animal
sin rumbo por las callejuelas más oscuras, desagrega-
das y casi muertas de Monteverde, tratando de desci-
frar, en ausencia de ella, no sabía muy bien qué de la
vida, deseando que el tiempo se congelara de una vez
por todas, o que se repitiera, una y otra vez, ese her-
moso sueño de amor con la chica, para él, más increí-
ble del pueblo. Lo consolaba el saber que, de alguna
forma, y ahuyentando sus más negras incertidumbres,
al otro día ella estaría buscándolo, como siempre,
plantada en la puerta del jardín de su casa.
Un día, cuando despertó cerca del mediodía del últi-
mo sábado de aquel verano, comprendió, como una
absurda certeza que le llegó en forma de golpe desde la
boca del estómago apenas abrió los ojos, que todo se
había acabado. En ese momento no supo la diferencia
entre estupidez y estupor. Hiperventiló hasta experi-
mentar que el suelo bajo sus pies se movía. En rigor,
hacía dos horas que otras veces ya andaban en algún
lugar de Monteverde abriendo boca. Ella nunca tarda-
ba tanto. Tampoco habían reñido. Ni desperdiciaba el
6. tiempo que pasaban juntos por más aburridos que es-
tuvieran el uno del otro. Mientras miraba el techo,
apesadumbrado y cargado de pensamientos sombríos,
pero esperando que sucediera un milagro, el milagro
que podría devolverle a Mónica de nuevo, una impe-
riosa extrañeza lo invadió al darse cuenta del lamenta-
ble estado en que se encontraban su habitación y sus
cosas. Además, llevaba semanas enteras en que casi no
veía a sus padres, que no veía a la tía Josefí prepararle
café por las mañanas como solía hacerlo antes, porque
desde lo de Mónica ya casi no paraba en casa. Cuando
al fin le preguntó a la tía Josefí por ella, disimulando
su desconcierto frente al muro sin brillo del comedor,
como alguien que ha sido pillado de pronto por una
falta grave, ella dijo que toda la mañana se había pasa-
do regando las plantas del jardín y los setos de la calle,
y que en ningún momento vio que Mónica llegara, co-
mo otras veces. “Tal vez está enferma”, lo animó, pa-
sándole la mitad de un marquesote junto con el café
todavía humeante. En su interior le agradeció aquella
deferencia. Pero después de no saber qué hacer por la
mañana, toda la tarde restante, inmensa y gris como
nunca había sentido tarde alguna, fue cosa de llevarse
mal consigo mismo, con su condición y su circunstan-
cia, y con el hecho inédito de negarse a la incertidum-
bre en esa primera pérdida, que no sabía cómo enfren-
tarla. “Ella no llegó”, se repetía en silencio, asombrado,
incrédulo, una y otra vez como un estúpido, de cara a
la ventana que daba al jardín. Y siguió haciéndolo todo
el día, tirado en la cama de su habitación, sin atreverse
a buscarla en su mundo excluyente y ostentoso de rea-
lidades perfectas, mientras se hundía cada vez más en
un estado de ansiedad expectante: el milagro que espe-
raba que le devolviera a Mónica, que le devolviera lo
mejor que le había pasado aquel verano del sesenta y
nueve, jamás ocurriría.
Supo tiempo después, por una de sus amigas más
cercanas de secundaria, que ella estaba en España ha-
ciendo un propedéutico para uno de esos colegios pri-
vados y exclusivos para señoritas, bajo la férrea super-
visión de sus hermanos mayores que, ni tan mocosos
7. ni tan lejanos, habían adoptado la nacionalidad espa-
ñola para convertirse, con el tiempo, en agregados cul-
turales del servicio exterior.
Tres o cuatro meses más tarde, con los recuerdos de
aquel verano siguiéndolo todavía a todas partes, Callú
se fue del pueblo para continuar sus estudios de prepa-
ratoria en el Distrito Federal. Vivir lejos de casa y en
una pensión familiar de medio pelo no era tan malo,
después de todo, si significaba que no siguieran vién-
dolo, por las calles del pueblo, como el juguete rústico
y frívolo que había olvidado Mónica Alanís en Monte-
verde.
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*Lumagui