1. La Espera
Fue el 2 de marzo de hace seis años cuando aconteció el peor día
de toda mi vida…
Yo tenía nueve años y, como todos los días, llegué a casa de la
escuela a las dos y media. Papá no estaba allí, por lo que supuse
que habría ido a esperar a mamá a la salida de su turno en el
restaurante. Esperé y esperé en un tiempo que pareció una
eternidad, pero ellos seguían sin aparecer. Permanecí sentado, en
silencio, aguardando que mis padres cruzaran el umbral de la
puerta en cualquier momento.
Oí como alguien abría la puerta. Era mi hermana mayor. Estaba
muy pálida y se acercó a mí paulatinamente, como si intentara
evitarlo. Recuerdo perfectamente las palabras que Laura me dijo
con un hilo de voz:
- Carlos, ha pasado algo. Algo muy malo. El tío Pablo nos espera en
su coche, vamos.
Hizo una pausa en la cual una fugaz lágrima recorrió su rostro. Me
cogió la mano y me guió hasta el coche. Nos dirigíamos hacia el
hospital: mi padre había sufrido un accidente de tráfico.
Tardamos media hora en llegar al centro hospitalario. La 137. Esa
es la habitación en la que mi padre pasó sus últimas horas de vida.
Aunque claro, en aquellos momentos era algo que yo aún no sabía
ni me atrevía a imaginar. Cuando entramos, mamá le sostenía la
mano.
- ¡Papá!- grité, quizás esperando respuesta.
- Carlos- mi madre soltó su mano, para coger así la mía-, papá no
puede oírte. No te podrá oír más. Me lo ha dicho el médico, le
quedan tan sólo unas horas.
2. Me quedé paralizado, asimilando las palabras de mi madre. Ella
decidió que era “mejor” que Laura y yo esperásemos fuera hasta
que mi padre estuviera estable para poder dedicarnos sus últimas
palabras. Ahora comprendo que no era más que una excusa para
que ella pudiera hablar con los médicos en privado.
Estuvimos en silencio. Un silencio roto por las palabras de Laura:
- ¿Recuerdas cuando papá nos llevó de picnic al monte Santa
María? Fue el día de mi 16º cumpleaños, hace tres años. Me
acuerdo perfectamente. Nos divertimos mucho, aunque fuimos sin
mamá porque tenía que trabajar. Ese día nos levantamos muy
temprano y fuimos a buscar nuestras bicicletas a la casa del pueblo.
Y sin esperar ni un minuto más, nos pusimos a pedalear.
Habían pasado casi dos horas y aún no habíamos llegado al monte.
Ambos estábamos ya exhaustos, dispuestos a dejar de pedalear y
descansar. Ambos queríamos rendirnos sin conseguir aquello que
buscábamos. Sin embargo papá nos animó a continuar. Aquel día
papá nos enseñó que nunca debemos abandonar algo por lo que
merece la pena luchar o, de lo contrario, jamás llegaremos a ser
nada en la vida.
Es posible que aquel día la razón por la que luchábamos, o mejor
dicho, pedaleábamos, fuera algo insignificante, pero él quería que
comprendiéramos la importancia de no dar nada por perdido. Ese
día, como ganancia, obtuvimos una gran diversión y un tiempo
juntos, que sin duda hoy echamos en falta. Allí pasamos horas, Dios
sabe cuántas, hasta que la noche nos obligó a descender de
nuevo… ¿Te acuerdas, Carlos?
Las palabras de Laura me hicieron recordar aquellos momentos, en
los que jamás había reparado hasta aquel instante. Parece mentira
lo poco que se aprecian esas pequeñas cosas hasta que sabes que
nunca más volverás a tenerlas.
Y fue también entonces cuando comprendí la importancia de las
palabras de Laura y de lo que nos había enseñado mi padre aquella
tarde. Ésa no era la única lección que mi padre nos había
enseñado. Una de las que siempre tuve más presente fue la que le
rememoré a Laura:
3. - Laura, ¿alguna vez papá te contó lo sucedido en la feria del
pueblo el año pasado?- ella negó con la cabeza- Ese era el día
fuerte de la fiesta, por lo que la feria estaba atestada de gente.
Estábamos papá y yo en uno de estos puestos donde para ganar un
peluche o algún otro regalo debes acertar con los dardos dentro de
los aros pequeños.
Hacía una semana que mi muñeco preferido, Edmund, se había
roto, por lo cual yo estaba muy triste. Aquella noche me encapriché
con un peluche muy bonito de un oso panda, el perfecto sucesor de
Edmund, pero al parecer no había sido el único, pues otro niño a
nuestro lado también intentaba ganarlo. El niño, que vestía unas
ropas andrajosas, falló su último tiro. Comenzó a llorar y el dueño
de la barraca le preguntó por qué no probaba suerte de nuevo. El
niño respondió: “Ojala pudiera, pero los niños del orfanato sólo
tenemos dinero para una oportunidad.” Papá no falló ni un solo tiro
y así consiguió el peluche que me gustaba. Pero ese peluche nunca
llegó a mis manos, ya que papá fue detrás de aquel niño tan
solitario para regalárselo a él. Yo me enfadé con papá, pero
tendrías que haber visto la sonrisa de aquel niño.
- Seguro que de un modo u otro, ese niño no olvidará a papá.
¿Comprendes lo importante que es compartir? Ese niño no tenía
nada más que la ilusión de conseguir ese peluche. Nuestro padre lo
vio más allá de sus lágrimas y por eso le obsequió con él. Debes
entender que por muy mal que te vayan las cosas, aunque pienses
que ya nada puede empeorar, sí que puede y siempre hay personas
en el mundo a las que las cosas les van diez veces peor que a ti. Y
ese niño era una de ellas.
Reflexioné sobre mi historia y las palabras de mi hermana. Mientras
el silencio se volvió a apoderar del lugar al igual que la luz se
apodera de la oscuridad. Los lentos minutos transcurrían unos tras
otros semejando horas, hasta que Laura, quizás tan solo para
entretenerme, comenzó otra de sus historias, la última de esta larga
espera:
- Carlos, ¿papá te explicó alguna vez por qué está sordo del oído
izquierdo?- esta vez fui yo quien negó con la cabeza- Es una de las
historias más bonitas que he escuchado. Cuando nuestro padre era
pequeño, tal vez un par de años más que tú, hubo un invierno muy
frío, de los más fríos que se recuerdan. El estanque de la casa de
los abuelos se heló, quedando algo similar a una pista de hielo. No
4. era muy seguro, pero a papá y a su hermano pequeño, el tío Pablo,
les pareció lo suficientemente duro y estable como para jugar sobre
él.
En un principio todo fue bien y muy divertido, de hecho. Pero una
parte del hielo se fragmentó cuando Pablo estaba encima de él, y
éste cayó en el agua helada. Y papá, sin pensárselo dos veces,
tuvo la valentía de tirarse tras él para salvarle la vida, pues el
pequeño Pablo aún no sabía nadar.
El agua estaba muy fría, más de lo que tú puedas imaginar. Era un
frío que lo sientes como cientos de cuchillas desgarrando tu piel.
Pablo hubiera muerto de no haber sido por nuestro padre. O incluso
los dos podrían haber terminado su vida en aquel momento. Sin
embargo, ambos salieron vivos y a nuestro padre no le importó tan
siquiera haber perdido la facultad de escuchar por el oído izquierdo
a causa de zambullirse en el agua helada, porque gracias a ello no
había perdido algo muchísimo más importante. Es la proeza más
admirable de la vida de nuestro padre.
Me dolía la realidad de las palabras. M hermana ya había
comprendido que la vida de nuestro padre era ya una novela
acabada: no habría ni un capítulo más.
Laura esbozó una sonrisa para demostrar su orgullo hacia la
hazaña de nuestro padre. Tantos años y a mí jamás se me había
ocurrido preguntarle la razón de su sordera. ¿Qué más cosas había
de mi padre que ignoraba? ¿Las sabría alguna vez? Más de mil
preguntas invadieron mi mente en aquellos momentos de la tarde
del 2 de marzo. Más de mil… y todas ellas sin respuesta. Tan
siquiera hoy la tienen y posiblemente no la tengan nunca.
-Niños, es la hora, pasad- la voz de mi madre sonó como un
escalofrío. Muy lentamente, posiblemente pretendiendo impedir el
momento del adiós, entramos en la habitación-. El doctor le da unos
minutos. Es complicado, pero sólo tenemos esto o nada. Pablo y yo
ya nos hemos despedido.
Las lágrimas brotaron de los ojos de mi madre. Fue mi hermana,
que en aquellos momentos también lloraba, quién se despidió
primero. Mis oídos no se atrevieron a escuchar lo que le decía, pero
mis ojos sí vieron como se abrazaban de una forma más fuerte y
especial que nunca.
5. Llegó mi turno. Me acerqué a él y le sonreí. Aunque sólo tenía
nueve años, supe perfectamente lo que debía decirlo.
-Te quiero… y te admiro.- añadí en un murmullo.
Acto seguido, mi hermana y yo abandonamos la habitación y jamás
volvimos a ver a mi padre…
Son duros acontecimientos como estos que yo os he narrado los
que marcan la vida de uno y hacen comprender que, aunque una
persona deje esta vida, sus recuerdos, hazañas y lecciones siempre
permanecerán vivos entre aquellos que le rodeaban.
FIN