1. Ciudad del Vaticano, 27 de febrero de 2013 (Zenit.org)
Esta mañana, a las 10 de la mañana, la plaza de San Pedro y aledaños ya estaba
repleta. A las 10,30 pasadas, el papa Benedicto XVI entró en el papamóvil y recorrió los
pasillos abiertos entre los fieles y peregrinos asistentes de muchos países. Estaban
también cardenales y obispos, la Curia Romana, el Cuerpo Diplomático acreditado
ante la Santa Sede, los sacerdotes, párrocos y seminaristas de la diócesis de Roma, los
empleados vaticanos, peregrinos y fieles de Roma, de Italia y de muchos
países. Ofrecemos las palabras de la última audiencia general del pontífice.
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Venerados hermanos en el episcopado y presbiterado
Distinguidas autoridades
¡Queridos hermanos y hermanas!
Muchas gracias por haber venido tantos en esta última audiencia general de mi
pontificado.
Como el apóstol Pablo en el texto bíblico que hemos escuchado, también yo siento en
mi corazón la necesidad de agradecer sobre todo a Dios, que guía y hace crecer a la
Iglesia, que siembra su palabra y así alimenta la fe de su pueblo.
En este momento mi ánimo se extiende por así decir, para abrazar a toda la Iglesia
difundida en el mundo y doy gracias a Dios por las 'noticias' que en estos años de
ministerio petrino he podido recibir sobre la fe en el Señor Jesucristo, de la caridad que
circula en el Cuerpo de la Iglesia y lo hace vivir en el amor, y de la esperanza que se nos
abre y nos orienta hacia la vida en su plenitud, hacia la patria del Cielo.
Siento que les tendré presentes a todos en la oración, en un presente que es aquel de
Dios, donde recojo cada encuentro, cada viaje, cada visita pastoral. Todo y a todos les
recojo en la oración para confiarlos al Señor: para que tengamos pleno conocimiento
de su voluntad, con cada acto de su sabiduría e inteligencia espiritual, y para que
podamos comportarnos de manera digna de Él, de su amor, haciendo fructificar cada
obra buena. (cfr. Col 1,9).
En este momento hay en mí una gran confianza porque sé, y lo sabemos todos
nosotros, que la palabra de verdad, del evangelio es la fuerza de la Iglesia, es su vida. El
evangelio purifica y renueva, produce fruto en cualquier lugar donde la comunidad de
los creyentes lo escucha, acoge la gracia de Dios en la verdad y vive en la caridad. Esta
es mi confianza, esta es mi alegría.
Cuando el 19 de abril de hace casi ocho años decidí asumir el ministerio de Pedro, tuve
firmemente esta certeza que me ha siempre acompañado. En aquel momento, como
expliqué en diversas oportunidades, las palabras que resonaron en mi corazón fueron:
¿Señor por qué pides esto, y que es lo que me pides? Es un peso grande el que me
pones sobre los hombros, pero si Tú me lo pides, en tu nombre echaré las redes,
seguro de que Tú me guiarás, incluso con todas mis debilidades.
Y el Señor verdaderamente me ha guiado y me ha estado cerca. He podido percibir
cotidianamente su presencia. Y fue un tramo del camino de la Iglesia que tuvo
momentos de alegría y de luz, y también momentos no fáciles. Me he sentido como
2. san Pedro con los apóstoles en la barca en el lago de Galilea. El Señor nos ha donado
tantos días de sol y de brisa suave, días en los que la pesca fue abundante. Existieron
también momentos en los cuales las aguas estaban agitadas y el viento era contrario,
como en toda la historia de la Iglesia, y el Señor parecía dormir.
Pero siempre he sabido que en esa barca estaba el Señor y siempre he sabido que la
barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino que es suya y no la deja hundirse. Es Él
que la conduce, seguramente también a través de los hombres que ha elegido, porque
así lo ha querido. Esta fue y es una certeza que nada puede ofuscar. Y por esto hoy mi
corazón está lleno de agradecimiento a Dios porque no le ha hecho faltar nunca a toda
la Iglesia ni a mí, su consolación, su luz y su amor.
Estamos en el Año de la Fe, que he querido para reforzar justamente nuestra fe en
Dios, en un contexto que parece querer ponerlo cada vez más en segundo plano.
Querría invitar a todos a renovar la firme confianza en el Señor, a confiarse como niños
en los brazos del Dios, con la seguridad de que aquellos brazos nos sostienen siempre y
son lo que nos permite caminar cada día mismo cuando estamos cansados.
Querría que cada uno se sintiera amado por aquel Dios que ha donado a su Hijo por
nosotros y que nos ha mostrado su amor sin límites. Querría que cada uno sintiera la
alegría de ser cristiano. En una hermosa oración que se reza cotidianamente por la
mañana se dice: “Te adoro Dios mío, y te amo con todo el corazón. Te agradezco por
haberme creado, hecho cristiano...” Sí, agradezcamos al Señor por esto cada día, con la
oración y con una vida cristiana coherente. ¡Dios nos ama y espera que nosotros
también lo amemos!
Y no solamente a Dios quiero agradecerle en este momento. Un papa no está solo
cuando guía la barca de Pedro, mismo si es su primera responsabilidad. Yo nunca me
he sentido solo al llevar la alegría y el peso del ministerio petrino. El Señor me ha
puesto al lado a tantas personas que con generosidad y amor de Dios y a la Iglesia me
ayudaron y me estuvieron cerca.
Sobretodo ustedes, queridos hermanos cardenales; vuestra sabiduría, vuestros
consejos, vuestra amistad me han sido preciosos. Mis colaboradores a partir del
secretario de Estado que me ha acompañado con fidelidad durante estos años, la
Secretaría de Estado y la Curia Romana, como todos aquellos que en los varios
sectores dan sus servicios a la Santa Sede.
Hay además tantos rostros que no aparecen, que se quedan en la sombra, pero
justamente en el silencio, en la dedicación cotidiana, con espíritu de fe y humildad
fueron para mí un apoyo seguro y confiable.
¡Un pensamiento especial va a la Iglesia de Roma, a mi diócesis! No puedo olvidar a
mis hermanos en el episcopado y en el presbiterado, a las personas consagradas y a
todo el pueblo de Dios. En las visitas pastorales, en los encuentros, en las audiencias,
en los viajes, he siempre percibido gran atención y profundo afecto. Pero también yo
les he querido bien a todos y a cada uno, sin distinciones, con aquella caridad pastoral
que está en el corazón de cada Pastor, especialmente del obispo de Roma, del sucesor
del apóstol Pedro. Cada día les he tenido presente, cada día en mi oración, con corazón
de padre.
3. Querría que mi saludo y mi agradecimiento llegara también a todos: el corazón de un
papa se extiende al mundo entero. Y querría expresar mi gratitud al cuerpo
diplomático acreditado en la Santa Sede, que vuelve presente la gran familia de
Naciones.
Aquí pienso también a todos aquellos que trabajan para una buena comunicación y a
quienes agradezco por su importante servicio.
A este punto quiero agradecer verdaderamente y de corazón a todas las numerosas
personas en todo el mundo que en las últimas semanas me han enviado signos
conmovedores de atención, de amistad y de oración. Sí porque el papa no está nunca
solo y ahora lo experimento nuevamente en una manera tan grande, que me toca el
corazón.
El papa le pertenece a todos, y tantas personas se sienten muy cerca de él. Es verdad
que recibo cartas de los grandes del mundo: jefes de Estado, jefes religiosos, de los
representantes del mundo de la cultura, etc.
Pero recibo también muchísimas cartas de personas simples que me escriben
simplemente desde su corazón y me hacen sentir el afecto que nace del su estar junto
a Jesucristo en Iglesia. Estas personas no me escriben como se escribe por ejemplo a
un príncipe o a un grande que no se conoce. Me escriben como hermanos y hermanas,
o como hijos o hijas, con el sentido de una relación familiar muy afectuoso.
Aquí se puede tocar con la mano que es la Iglesia -no una organización, no una
asociación con fines religiosos o humanitarios, sino un cuerpo vivo, una comunión de
hermanos y hermanas en el cuerpo de Jesucristo, que nos une a todos. Sentir a la
Iglesia de esta manera y poder casi tocar con las manos la fuerza de su verdad y de su
amor es un motivo de alegría, en un tiempo en el cual tantos hablan de su ocaso.
En estos últimos meses he sentido que mis fuerzas han disminuido, y he pedido a Dios
con insistencia, en la oración, que me ilumine con su luz para hacerme tomar la
decisión más justa, no para mi bien, sino para el bien de la Iglesia. He realizado este
paso con plena conciencia de su gran gravedad y también novedad, pero también con
una profunda serenidad de ánimo. Amar a la Iglesia significa también tener el coraje de
hacer elecciones difíciles, sufridas y poniendo siempre delante el bien de la Iglesia y no
a nosotros mismos.
Permítanme volver aquí una vez más al 19 de abril de 2005. La gravedad de la decisión
fue precisamente por el hecho de que a partir de ese momento en adelante, yo estaba
empeñado siempre y para siempre por el Señor. Siempre --quien asume el ministerio
petrino ya no tiene ninguna privacidad. Pertenece siempre y totalmente a todos, a
toda la Iglesia. A su vida le viene, por así decir, totalmente quitada la esfera privada.
He podido experimentar, y lo experimento precisamente ahora, que uno recibe la vida
propiamente cuando la da. Dije antes que una gran cantidad de gente que ama el
Señor, aman también al Sucesor de san Pedro y tienen un alto aprecio por él; y que el
Papa tiene verdaderamente hermanos y hermanas, hijos e hijas de todo el mundo, y
que se siente seguro en el abrazo de su comunión; porque él no se pertenece más a sí
mismo, pertenece a todos y todos le pertenecen.
El "siempre" es también un "para siempre" --no es más un retorno a lo privado. Mi
decisión de renunciar al ejercicio activo del ministerio, no revoca esto. No regreso a la
4. vida privada, a una vida de viajes, reuniones, recepciones, conferencias, etcétera. No
abandono la cruz, sino que permanezco de un modo nuevo ante el Señor Crucificado.
No llevo más la potestad del oficio para el gobierno de la Iglesia, sino en el servicio de
la oración; permanezco, por así decirlo, en el recinto de san Pedro. San Benito, cuyo
nombre porto como papa, me será de gran ejemplo en esto. Él nos ha mostrado el
camino para una vida que, activa o pasiva, pertenece por entero a la obra de Dios.
También doy las gracias a todos y cada uno por su respeto y la comprensión con la que
han acogido esta importante decisión. Voy a seguir acompañando el camino de la
Iglesia mediante la oración y la reflexión, con la dedicación al Señor y a su Esposa, que
traté de vivir hasta ahora todos los días y que quiero vivir para siempre. Les pido que
me recuerden delante de Dios, y sobre todo de orar por los cardenales, que son
llamados a una tarea tan importante, y por el nuevo sucesor del apóstol Pedro: que el
Señor lo acompañe con la luz y el poder de su Espíritu.
Invoco la intercesión maternal de la Virgen María, Madre de Dios y de la Iglesia, para
que nos acompañe a cada uno de nosotros y a toda la comunidad eclesial; a Ella nos
acogemos, con profunda confianza.
¡Queridos amigos y amigas! Dios guía a su Iglesia, la sostiene siempre, y especialmente
en los tiempos difíciles. Nunca perdamos esta visión de fe, que es la única visión
verdadera del camino de la Iglesia y del mundo. En nuestro corazón, en el corazón de
cada uno de ustedes, que exista siempre la certeza gozosa de que el Señor está cerca,
que no nos abandona, que está cerca de nosotros y nos envuelve con su amor.
¡Gracias!
Asimismo, doy gracias a Dios por sus dones, y también a tantas personas que, con
generosidad y amor a la Iglesia, me han ayudado en estos años con espíritu de fe y
humildad. Agradezco a todos el respeto y la comprensión con la que han acogido esta
decisión importante, que he tomado con plena libertad. Desde que asumí el ministerio
petrino en el nombre del Señor he servido a su Iglesia con la certeza de que es Él quien
me ha guiado. Sé también que la barca de la Iglesia es suya, y que Él la conduce por
medio de hombres. Mi corazón está colmado de gratitud porque nunca ha faltado a la
Iglesia su luz. En este Año de la fe invito a todos a renovar la firme confianza en Dios,
con la seguridad de que Él nos sostiene y nos ama, y así todos sientan la alegría de ser
cristianos.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos
provenientes de España y de los países latinoamericanos, que hoy han querido
acompañarme. Os suplico que os acordéis de mí en vuestra oración y que sigáis
pidiendo por los Señores Cardenales, llamados a la delicada tarea de elegir a un nuevo
Sucesor en la Cátedra del apóstol Pedro. Imploremos todos la amorosa protección de
la Santísima Virgen María, Madre de la Iglesia. Muchas gracias. Que Dios os bendiga.
¡Distinguidas autoridades!
¡Queridos hermanos y hermanas!
Muchas gracias por haber venido así numerosos en esta última audiencia general de
mi pontificado.