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Elaborado por: Rodrigo García-Quismondo, Responsable de Viajes Culturales de la Universidad Popular Carmen de Michelena de Tres Cantos.
Tema: Estudio de los usos y costumbres alrededor de la Semana Santa madrileña en el pasado
Fecha: 8 de junio 2020
Lugar: Universidad Popular Carmen de Michelena de Tres Cantos.
Descripción:
Poco se parece la Semana Santa de hoy a la que vivieron los madrileños de otros tiempos. Los estrictos preceptos de riguroso cumplimiento han ido mermando hasta su mínima expresión. De bula en bula, al final la hemos hecho fija y sin necesidad de pedirla. Porque todo ha cambiado, menos ese manjar gustoso, con leche, azúcar, canela y vino generoso que llamamos torrija.
Desde el Miércoles de Ceniza al domingo de Resurrección nada es como en el Madrid de antaño.
Programación de las Fiestas de San Isidro 2024.pdf
Curiosidades de la Semana Santa madrileña
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Rodrigo García-Quismondo Hurtado
Textos recopilados de la Historia Urbana de Madrid con la
bibliografía y bajo el copyright reflejados al final del artículo.
Curiosidades de la Semana Santa madrileña
Poco se parece la Semana Santa de hoy a la que vivieron los madrileños
de otros tiempos. Los estrictos preceptos de riguroso cumplimiento han
ido mermando hasta su mínima expresión. De bula en bula, al final la
hemos hecho fija y sin necesidad de pedirla. Porque todo ha cambiado,
menos ese manjar gustoso, con leche, azúcar, canela y vino generoso
que llamamos torrija.
Desde el Miércoles de Ceniza al domingo de Resurrección nada es como
en el Madrid de antaño.
Ya en el medioevo madrileño se mostraba un ambiente triste, de
profunda seriedad y no menos profundas prohibiciones. El Fuero de
Madrid de 1202 ordenaba no tomar prendas en Cuaresma, y de ahí en
adelante, con el correr de los tiempos, se sumaron más prohibiciones.
Imposible hacer ruidos en Semana Santa porque también estaba
prohibido. Las iglesias no tañían sus campanas; tampoco se podía andar
gritando por las calles ni dar pregones el domingo de Resurrección. La
gente procuraba hablar a media voz, e iban todos como fantasmas, con
gesto amargo y paso lento.
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Sólo se permitía música religiosa en los templos, aderezadas con
novenas y rezos.
Por citar otra prohibición, ningún carruaje podía circular por las calles
en Jueves Santo, incluido el del rey. Sólo se permitían las sillas de mano
como único transporte.
Las primeras semanas de la Cuaresma todo era recogimiento. Los
feligreses asistían a iglesias y oratorios.
Eran escasas las manifestaciones públicas, sólo dos se hacían: las
misiones de los Dominicos y Jesuitas en las plazas principales y dos
procesiones, que eran las del Cristo de los Desagravios (que salía de San
Luis el viernes de Dolores) y la del Cristo del Perdón, que hacían los
frailes Dominicos del convento del Rosario.
Palmas y Ramos
Llegada la última semana de Cuaresma aquel recogimiento y sobriedad
explotaba en una magnífica ostentación. En las puertas de las iglesias se
montaban tenderetes de venta de palmas el Domingo de Ramos, día
acostumbrado para estrenar vestidos; esos que luego se lucirían entrada
la primavera.
“A quien no estrena el Domingo de Ramos,
le cortan las manos.”
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El Madrid noble y postinero salía a la calle, después de rezos y bulas, para
pavonearse por los paseos en la procesión y bendición de las palmas. Como en
Corpus Cristi, la Puerta del Sol se convertía en escaparate de moda y la
Carrera de San Jerónimo su pasarela.
La procesión de mayor pompa era la que se hacía en el interior del Palacio
Real. El Ayuntamiento iba a la de la iglesia de Santa Cruz, y en el Colegio
Imperial (Instituto de San Isidro) se exponía el Santo Sudario.
En el Hospital de la Pasión (hoy Ilustre Colegio Oficial de Médicos de Madrid),
aprovechaban ese día para trasladar de la iglesia al Camposanto los huesos de
los muertos. Los asistentes al funesto acto obtenían indulgencia plenaria.
Era costumbre que los galanes ofreciesen palmas a sus damas al entrar en la
iglesia. Situación complicada que propiciaba reyertas cuando dos galanes la
ofrecían a una misma dama, o cuando una era equivocada por otra; algo
normal por ir todas ellas con el manto echado.
En la siguiente imagen, vemos una petimetra con manto y luciendo un bonito
modelito en la Semana Santa de 1777.
Finalizados los oficios el galán acompañaba a la dama a casa y ataba la
palma en la reja con cintas de seda.
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Como en el caso de los abanicos o los pañuelos colgados en los
balcones, las cintas también tenían un código.
Si el color de la cinta era encarnado, el galán podía sentirse afortunado,
era amado. Si de color negro, el galán había sido rechazado.
Las verdes daban esperanza y las blancas indicaban que la dama estaba
disponible.
Matracas, carracas y tabletas
“Todo, todo en el mundo
Tiene descanso;
Todo, hasta las campanas
El Jueves Santo.”
Como estaba prohibido tañer las campanas en Jueves Santo, las iglesias
utilizaron unas máquinas que llevaron el nombre de matracas. Estaban
compuestas por dos maderas en forma de aspa y unos martillos. Al
hacer girar las aspas el golpeteo de los martillos producía un ruido muy
particular con el que se llamaba a los fieles. Había variopintos modelos y
de diversos tamaños, pero en esencia todos cumplían la misma función.
Existían otros artilugios más pequeños, llamados tabletas, que eran eso,
una tabla con mango y una o varias aldabas.
En tiempos de Carlos I los galanes las regalaban a sus damas. Estas
tabletas se mostraban primorosas, de artesonada manufactura, labradas
y con las aldabas de latón, plata u oro, según los posibles del
galanteador. Se utilizaban el Miércoles Santo en los paseos por las lonjas
de los templos o sus cementerios.
Más adelante, en las puertas de las iglesias comenzó a venderse otro
instrumento, la carraca. A este artilugio hoy le denominamos matraca,
por lo que no es necesario explicar su mecanismo. Ya en el siglo XVII los
niños madrileños lo utilizaban como juguete.
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Pero también los jóvenes galanes y sus damas las utilizaban dentro de
los templos, cuando se apagaban las luces del tenebrario, creando un
terrible jolgorio que Felipe II, y también el tercero y el cuarto, intentaron
prohibir sin éxito.
Las siguientes imágenes muestran la gran variedad de matracas,
matracones, carracas y tabletas utilizadas en diferentes épocas y no
siempre para uso religioso.
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En Madrid está radicado el leonés D. Francisco Marcos Fernández,
autodidacta artesano y coleccionista que atesora y construye este tipo
de instrumentos. Su colección puede considerarse única en el mundo
por ser la más variada en contenido. Las reproducciones que él mismo
fabrica son fruto de una minuciosa investigación y están realizadas con
maderas nobles recicladas, algunas con una antigüedad superior a los
doscientos años. Ver en https://www.carracasymatracas.com/
Las arrebozadas, o rebozadas, o enmantonadas
Como en Semana Santa las iglesias permanecían abiertas las 24 horas y
encendidos sus monumentos toda la noche, a la madrugada asistían los
que iban a rezar y aquellos galanes que buscaban otras pasiones, no las
de Jesús.
En el ambiente cargado por los efluvios humanos y la cera ardiente;
medio en penumbras y con el leve susurro de los rezos, unas damas
cubiertas con sus mantos, velaban al Santísimo con hachas encendidas.
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Eran las arrebozadas o rebozadas, que quiere decir: enmascaradas o con
el rostro cubierto.
Pues bien, con los galanes pasionales por un lado y las arrebozadas por
otro, en el encuentro religioso surgía el romance y lo que terciase.
Escándalo que, como otros tantos, minaron la paciencia del segundo rey
Felipe, quien en 1575 consultaba con el Arzobispo de Burgos la manera
de evitarlos.
Colaciones
El Jueves y Viernes Santo las iglesias se poblaban de tenderetes.
Confiterías ambulantes, despachos de vino y pan, buñolerías y otros,
proveían dulces y manjares a los parroquianos. Era costumbre que los
comiesen dentro de los templos.
“Fui a la iglesia con las niñas
El día de Jueves Santo,
E acallamos nuestro llanto
Empapándole en rosquillas”
Y las damas y galanes hacían lo propio
“Ayer, en el monumento
que ponen los mercedarios,
cargada de escapularios
vide á mi dueño e tormento.
Rezaba con fervor santo,
e entre estación y estación,
endulzaba su oración
comiendo bajo del manto.
Viendo su tal apetito
e deseando osequiarla,
me salí para comprarla
dulces do San Antoñito.
E volviéndome á su lado
cargado de confetura,
allé en ella mi ventura
dempues de qu' hubo rezado,
Que luego qu' el cucurucho
abri para regalarla
forzé la mano besarla
e noz me la quitó mucho.”
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En las tribunas de los caballeros y en las sacristías se montaban
opíparas mesas llamadas colaciones, en las cuales bebían y comían los
que salían de velar al Santísimo, entregándose a pantagruélicas
francachelas. Gómez Ribera, poeta de los tiempos de Carlos I, había
escrito:
“El escándalo ha llegado
En España á tal fomento,
Que en banquete descarado
Se convierte el monumento
De Cristo sacramentado.”
En Palacio se preparaba una colación para pobres y se les regalaba ropa.
Visita a los monumentos y siete Sagrarios
Las iglesias competían por tener el mejor monumento, que es el altar
donde se guarda un copón con las formas consagradas del oficio de
Jueves Santo.
Todo Madrid tenía por costumbre visitarlos luciendo sus mejores galas y
rezaban frente a ellos y, como hemos visto, también comían y flirteaban.
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Las iglesias no escatimaban en gastos para su decoración, sacando los
más ricos tapices y candelabros relucientes, además de hacer un buen
dispendio en flores, velas y velones.
Como contrapunto, se instalaban las llamadas “mesas petitorias” para
que los visitantes dejasen su limosna. Era una de las tantas cuestaciones
que con el tiempo se hicieron más vistosas; así, por ejemplo, las mesas
de cuestación de la Fiesta de las Flores, integradas por nobles damas y
bonitas señoritas, recaudaban dinero para pobres y desvalidos. Las
señoritas, muy bien vestidas y maquilladas, recorrían las calles
madrileñas poniendo florecillas de papel en las solapas a cambio del
óbolo.
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Las visitas a los monumentos eran a su vez visita a los siete Sagrarios,
es decir: siete estaciones, siete iglesias.
El más concurrido de los templos era el de la iglesia de San Sebastián,
por participar en la mesa petitoria las bellas actrices de la Congregación
de la Virgen de la Novena.
Los reyes también visitaban los monumentos de las iglesias cercanas al
Palacio. Y los madrileños más avispados hacían las siete visitas entrando
y saliendo de la misma iglesia.
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Lavatorio e indultos
El Jueves Santo reyes y reinas lavaban los pies de doce mendigos,
tradición esta que se remontaba al año de 1242, cuando Fernando III de
León y Castilla la instauró en su Corte. La religiosa costumbre continuó
hasta los tiempos de Alfonso XIII.
El Viernes Santo también lo celebraba la monarquía con oficios en la
Capilla del Palacio. Ese día se le ofrecía al rey, en bandeja de plata, los
expedientes de indulto de seis reos condenados a muerte. Estos
documentos iban atados con cintas negras.
El obispo preguntaba al monarca si perdonaba o no a los reos. El rey
respondía:
“Les perdono para que Dios me perdone.”
Entonces, las cintas negras se cambiaban por otras de color blanco.
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Procesiones
Las procesiones fueron impulsadas en el siglo XVI por los gremios, por
eso durante doscientos años los pasos eran llevados por trabajadores de
diferentes gremios. Así, el paso de Jesús Nazareno lo organizaban los
confiteros; el del Santo Sepulcro, los barberos; el del Cristo Crucificado,
los herreros; el de la Vera Cruz, los cocheros; y hasta una treintena de
pasos de otros gremios que marchaban por las calles madrileñas entre
el Domingo de Ramos y el de Resurrección.
En el siglo XVII era costumbre romper ollas y pucheros; y también
lanzarse unos a otros papelillos impresos con figuras de angelitos y la
palabra “Aleluya”.
Era costumbre en la procesión del entierro de Cristo, que se celebraba al
amanecer del Sábado Santo, así como en los pasos del viernes por la
tarde, que algunos hombres iban aspados y otros, con la espalda
desnuda, se azotasen hasta sangrar. Más tarde, concluida la procesión,
se les tiraba bolas de cera amasadas con vidrio en polvo. A este paso le
llamaban “de los azotes”.
Esto, y la quema de figuras que representaban a Judas, fue prohibido
por Carlos III, sin embargo, la costumbre continuó hasta el siglo XIX.
En 1805 las procesiones quedaron reducidas a una sola que se celebraba
el Viernes Santo. Se marcó el orden de salida de cada paso, siendo el
primero el de la Oración del Huerto, del gremio de hortelanos y el
último el de la Soledad de María Santísima, haciendo un total de seis.
Quedó prohibido que las mujeres participaran alumbrando, algo que
habían hecho hasta entonces y que recuerda a las arrebozadas que
hemos citado.
La siguiente imagen representa a los trompeteros que participaban en la
procesión del Carmen Descalzo y en aquellas otras donde la música era
lúgubre y participaban los disciplinantes aspados.
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Por último, sin avanzar más en el tiempo, sumamos a todo ese gentío la
presencia de los ciegos y su vocinglería, cantando la pasión en todas las
procesiones.
De lo religioso a lo profano
Ya hemos visto el carácter jocoso, ostentoso y libertino que mostraba
Madrid en los días más señalados de la Semana Santa. Las estrictas
prohibiciones poco efecto causaban sobre un pueblo ansioso de festejos.
Entre las fiestas profanas que utilizaban como excusa las celebraciones
religiosas, citaremos dos: la vieja de las siete piernas y la Romería de la
Cara de Dios.
La vieja de las siete piernas
Ilustrada ya la Semana Santa, retrocedemos al inicio de la Cuaresma y
sus siete semanas.
Coincidiendo con el Entierro de la Sardina, que se celebra el Miércoles de
Ceniza, desfilaba con el séquito la representación en cartón de una vieja
con siete escuálidas piernas.
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Después del entierro, por la noche la anciana figura era llevada a la
Plaza Mayor, donde se la coronaba de espinas, se le colocaba un gran
manto negro y un cetro de ramas de apio o espinacas; todo ello mientras
se entonaban cantos fúnebres entre lamentaciones y juramentos de no
entregarse a la juerga hasta que la vieja perdiese sus siete piernas.
Colgada la triste figura en una cuerda, los sábados por la tarde se le
cortaba una pierna. Para este solemne acto se reunían los cofrades de
San Marcos y de la Sardina.
La operación se repetía cada sábado hasta el Sábado Santo, que era
cuando al toque de Gloria se la decapitaba. Con gran algarabía de
pandorgas y petardos se pegaba fuego al muñeco descabezado y se
celebraba un baile.
Algunos decidieron celebrar este ritual mediando la Cuaresma. El día
que se hacía llevó por nombre el de “partir la vieja”; y mucho debían
cuidarse las ancianas de salir a la calle porque eran perseguidas por
niños y muchachos armados con vejigas y sables de madera al grito de
“¡La vieja! ¡Muera la vieja!”.
Si la fiesta de San José coincidía con la Cuaresma, la Cofradía de San
Marcos y la de la Pasión descolgaban la figura y la escondían, rindiendo
homenaje al Santo con música, bailes y cohetes. Al día siguiente volvían
a colgarla con toda solemnidad.
Romería de la Cara de Dios
“Una gran parte del público se dirige á ver y adorar la cara de Dios, que
está en la capilla del Príncipe Pío, plazuela de los Afligidos, Madrid, con
licencia de los andaluces que la tienen en Jaén, de los italianos que la
veneran en Roma, de otros muchos que dicen lo mismo, y sobre todo de
la que se arrojó al mar para calmar una tempestad. Tres eran, tres las
caras de Dios, si una fue al mar quedan dos.”
Sean dos o más las caras, lo cierto es que la madrileña tuvo su romería e
infinidad de fieles que iban a venerarla desde el siglo XVIII y hasta el
año 18 del siglo XX.
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Allá, por los comienzos del siglo XVII, la marquesa de Castell-Rodrigo,
doña Leonor de Moura, cuyo palacio se hallaba enclavado fuera de la
montaña del Príncipe Pío, hacia la parte de la plazuela de Afligidos
(actuala plaza de Cristino Martos), fundó en el mismo siglo una capilla,
donde comenzó a venerarse la Cara de Dios, cuyo lienzo, el auténtico,
fue un regalo que en pago de no se sabe qué valiosos servicios hizo Su
Santidad el Papa Benedicto XIV a los Castell-Rodrigo.
La Cara de Dios, estampada en el mismo lienzo en que la Verónica
recogía la vera imagen al enjugar el sudor que bañaba el semblante de
Jesús, era, pues, una preciosa alhaja vinculada al mayorazgo de los
marqueses que desde aquellos tiempos comenzó a exponerse
públicamente en Semana Santa.
La fama de los milagros realizados por la Cara de Dios que se veneraba
en la capilla del palacio de la marquesa cundió, no ya por Madrid, sino
por toda España, y una muchedumbre de creyentes acudía de lejanas
tierras a visitar la milagrosa imagen y al cuerpo de San Vidal, que data
del siglo III, y que se conserva momificado.
Al desaparecer el palacio de la marquesa y el convento de San Joaquín,
de los Padres Premostratenses (vulgo Afligidos), cuyo nombre se aplicó
más tarde a todo el distrito, la capilla de la Cara de Dios hubo de
construirse en el lugar que ocupó hasta los años 40 del siglo XX. En su
lugar se hallan hoy las escaleras de acceso a la plaza de Cristino Martos,
aproximadamente.
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La capilla nueva, construida a finales del
siglo XIX, tenía entrada por la calle de la
Princesa y salida por la del Duque de Liria.
Origen de la romería
El origen de la romería de la Cara de Dios, aunque no existen datos
concretos que lo comprueben, debe remontarse a las postrimerías del
siglo XVIII, en época de Carlos IV.
La fiesta fue instituida por la nobleza y acabó siendo patrimonio
exclusivo del pueblo.
Existe rivalidad con Jaén sobre la autenticidad del sudario que da
nombre a esta romería. Para los jiennenses el suyo es el verdadero,
mientras que los madrileños aseguramos no conocer otro más auténtico
que el nuestro, regalo del Papa Benedicto XIV, corroborado por los
versos de Felipe Pérez, atribuidos a un sacristán que pondera las
reliquias de su templo a un turista andaluz:
"-Una calavera,
la de San Alejo.
-Pero esa sería
de cuando era viejo,
porque en Huelva guardan,
porque no la roben,
otra calavera
de cuando era joven."
Y así finaliza este recorrido por la Semana Santa del Madrid de antaño y
la sana costumbre de festejar que tenemos los madrileños.
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Quizá hoy, cuando celebramos esta fiesta religiosa, somos más
recatados que antes o simplemente estamos de puente y olvidamos el
recogimiento, los rezos y los potajes, pero no las torrijas… las del
comercio y las del bebercio.
Curiosa historia de las torrijas
Las torrijas son uno de los dulces más antiguos de los que hay
constancia. La primera referencia conocida a un postre parecido al de
la torrija está en la obra del romano Marco Gavio Apicio en el siglo IV-
V. En su libro De re coquinaria, basado en recopilaciones de recetas
dulces y caseras, aparecen dos fórmulas para aliter dulcia u “otro tipo
de dulce”.
El recetario menciona que la rebanada de pan debe de mojarse en leche
hasta empaparse, pero no menciona el huevo ni el azúcar y no le da
tampoco un nombre especial a la elaboración. Esta es una primera toma
de contacto con lo que será la torrija que conocemos hoy en día.
La receta de este dulce fue introducida en Europa por los árabes,
variando a lo largo del tiempo y dando mucha rienda suelta a la
imaginación de su elaborador: con vino, con leche, con azúcar, con
miel…
La palabra “torrija” como tal, no apareció en los diccionarios hasta el
año 1.591. Hasta entonces, como el ingrediente principal era el pan, se
habían usado diversos nombres genéricos relacionados con él: torradas,
rebanadas, sopas doradas…
En el siglo XV la torrija comienza a ligarse a los nacimientos de bebés.
Este dulce empapado en leche, se creía muy útil para estimular la
secreción de leche en las mujeres.
Pan, leche, huevo y algo dulce, eran considerados alimentos energéticos
aptos para las mujeres que acababan de dar a luz, por lo que se
ofrecían tanto a la madre como a los invitados que acudían a visitar al
recién nacido.