Hoy y mañana, el filólogo seguirá su danza con las letras, bailando en el filo de la navaja entre pasado y presente, porque su profesión es más que un oficio, es una vocación, un pacto con la eternidad, con la memoria de la humanidad.
Ese extraño personaje llamado filólogo. Por Dante Amerisi.
1. Ese extraño personaje al que llaman “filólogo”
Existe un personaje extraño que resulta ajeno para la mayoría de la gente. Su trabajo no se comprende
muy bien, y nadie sabe qué es lo que lo motiva. No es como un tendero, un panadero, o un médico, que
todo mundo sabe lo que hacen. Pero ese personaje resulta tan necesario, que sin su ayuda la civilización
humana estaría perdida, deambulando en la niebla de su propio pasado. Intentaré describirlo para que, si
se encuentran con uno de ellos, lo cuiden con el mismo amor que este dedica a su trabajo.
En los anaqueles polvorientos de las palabras, donde los versos se entrelazan como raíces, allí reside el
filólogo, el amante de los signos, el tejedor de hilos invisibles que cosen el tiempo. Su tarea es desentrañar
los pergaminos olvidados, descifrar las huellas de los antiguos suspiros, y en los manuscritos desgastados
por el viento, buscar la verdad que se esconde tras las letras.
No es un camino fácil, ni un sendero trillado, pues el filólogo se adentra en laberintos oscuros, donde
las palabras se desvanecen como estrellas, y los silencios murmuran secretos ancestrales. Con lupa en
mano, escruta cada curva y acento, como un arqueólogo de los idiomas perdidos, persiguiendo la esencia
que se esconde en los verbos, la melodía que danza en las sílabas y los nombres.
No es solo el pasado lo que le inquieta, sino el presente que se despliega ante sus ojos, la lengua viva
que palpita en las calles y los libros, la verdad que se renueva en cada verso y diálogo. Y así, el filólogo se
convierte en un alquimista, mezclando letras y símbolos en su crisol de papel, buscando la piedra filosofal
de la comprensión, la verdad que trasciende las eras y los milenios.
¿Qué es la verdad para él? No es un dogma rígido, sino un río que fluye, que se adapta y se transforma,
una constelación de matices y misterios, que solo se revela a aquellos que buscan con pasión.
Así, el filólogo se aferra al timón de su barca, navegando por las aguas turbias de los textos, con la
brújula de la razón y el sextante de la intuición, hacia la isla dorada donde la verdad se alza como un faro. Y
2. Ese extraño personaje al que llaman “filólogo”.
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en su esfuerzo incansable, en su apego a la verdad, se convierte en el guardián de las palabras, el custodio
de los tesoros lingüísticos y literarios, el artífice que teje hilos invisibles entre los siglos.
¡Oh, filólogo! Sigue tu búsqueda sin descanso, porque en cada palabra yace un mundo entero, y en
cada verdad hallada, una estrella que ilumina, la vastedad de nuestro ser y la eternidad de nuestro tiempo.
Es por eso que, en un rincón silente de alguna antigua biblioteca, donde el tiempo se despliega como
un pergamino, se encuentra ese extraño personaje, el filólogo, el buscador de misterios, el alquimista de las
palabras, el amante de los signos.
Su aprendizaje es un viaje sin mapas ni astrolabios, una travesía por los laberintos de lenguas
olvidadas, donde los manuscritos se despliegan como alas de ángeles, y las inscripciones ancestrales
murmuran secretos.
Primero, debe aprender el alfabeto de los dioses, las curvas de las runas, los trazos de los jeroglíficos,
como un niño que descifra los enigmas del cosmos, con ojos ávidos y dedos que acarician los pergaminos.
Cada sílaba es un tesoro, cada palabra un abismo, y el filólogo se sumerge en las profundidades, donde los
versos se entrelazan como enredaderas, y las consonantes resuenan como campanas antiguas. El esfuerzo
es titánico, como escalar montañas de tinta, como cruzar océanos de tachaduras y correcciones, pero él
persiste, como un navegante solitario, porque la pasión lo impulsa, su amor por la verdad.
En segundo lugar, viene su tenacidad, su voluntad de hierro, porque los escritos milenarios no se
entregan fácilmente, se esconden detrás de acertijos, de simbolismos, y el filólogo se convierte en un
detective de las letras. Las noches se alargan, los ojos se cansan, pero él sigue, como un cazador tras la
presa, porque sabe que en cada línea yace un secreto, una verdad que espera ser desvelada, como un
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amante tímido. Los sacrificios son inevitables: horas de sueño robadas, relaciones que se desvanecen como
tinta en el papel, pero persiste, porque su corazón late al ritmo de las palabras, y su mente se ilumina con la
luz de los manuscritos.
Hoy y mañana, el filólogo seguirá su danza con las letras, bailando en el filo de la navaja entre pasado y
presente, porque su profesión es más que un oficio, es una vocación, un pacto con la eternidad, con la
memoria de la humanidad.
Así, con profundo amor, con la llama de la curiosidad, el filólogo se convierte en un guardián de los
textos, un custodio de las verdades que laten en las páginas; y su esfuerzo y su tenacidad son las alas que lo
elevan hacia la cumbre donde la verdad se alza como un faro, y él, como un alquimista de la palabra, la
desvela con reverencia y con respeto.
Y aunque aquí me refiero a este personaje como «él» por convencionalismo, bien podría ser una
«ella». En cualquier caso, espero que mis palabras ayuden a quienes no sabían de la importancia de su
labor, a reconocerlo y a valorarlo como se debe.
Dante Amerisi, marzo de 2024. Los Retos de la Razón.