La llegada del ferrocarril, si bien no concluyó con los arreos, acortó las
distancias; bastaba con arrear hasta la estación más próxima y allí cargar la
hacienda en los vagones jaula del tren que estaban estacionados en el brete.
A mediados del siglo pasado aparecieron los camiones de transportar
hacienda, que van directamente y a cualquier día y hora a la puerta del
establecimiento donde se encuentra la hacienda que se desea transportar. Esto
concluyó con los arreos, con las tropas y con los troperos.
Ya no se ven pasar más por los caminos rurales las tropas en viaje, ni se oye
el grito de los troperos animando el arreo, ni el tañido de los cencerros de las
madrinas tropilleras que iban a la cabecera.
Hasta no hace muchas décadas, quienes
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costumbres y tradiciones
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Bernardo Alemán
Arrias de mulares.
Durante los siglos XVII, XVIII y parte del XIX, tomó gran incremento y
desarrollo el comercio de mulas con destino al Perú.
La mula era un animal muy útil para el trabajo en las minas. Se adaptaba
mejor que el caballo para subir y bajar valles y quebradas de la cordillera, con su
carga de mineral a cuestas o bien tirando de zorras y carromatos por las galerías
de las minas. Eran además más resistentes a las altas y bajas temperaturas
propias de esa región; no se apunaban fácilmente y se mantenían con los pastos
duros de las serranías sin necesidad de otra ración suplementaria. En una
palabra, era más rústica que el yeguarizo, debido al vigor híbrido consecuente del
cruzamiento entre burro y yegua. Pero la mula no podía criarse en las serranías y
cordilleras del Perú; para ello eran menester campos de buenos pastos y
preferentemente de llanuras donde pudiera retozar a voluntad y así desarrollar
mejor su esqueleto, fortificar sus miembros y el aparato respiratorio. Para eso no
había nada mejor que las ricas y extensas praderas del Río de la Plata.
Se constituyó así un verdadero emporio de producción mular en esa región,
principalmente en Santa Fe y la Mesopotamia. Todos los años partían de allí
grandes arrias de mulas con rumbo norte; hacían una escala de invernada en
Córdoba, Tucumán o Salta, para luego continuar a los mercados peruanos. Eran
arreos estos que demandaban varios meses entre la ida y la vuelta de los
troperos.
Para conducir las arrias se necesitaban troperos muy baqueanos en el oficio
y experimentados. El peligro mayor siempre era la disparada de las mulas y el
desbande en los campos de llanura, mientras que al llegar a la montaña el temor
estaba en la desbarrancada. A la cabeza de la tropa siempre iban una o más
mulas madrinas con su cencerro colgado del pescuezo. A medida que avanzaban
en el viaje las mulas se iban “entablando”, o sea acostumbrándose poco a poco a
marchar todas juntas, siguiéndose unas o otras y, sobre todo, guiándose por los
cencerros de las madrinas. Cuando el arria llegaba a la montaña luego de varias
semanas de arreo por la llanura, la tropa estaba perfectamente entablada. Podían
cruzarse en el camino una arria de ida con otra en sentido contrario sin que
hubiera temor de confusión: las mulas seguirían a sus madrinas respectivas,
reconociéndolas aun en la oscuridad por la nota de los cencerros.
El capataz que estaba a cargo del arreo debía ser un hombre muy
responsable, baquiano y conocedor del oficio. Se alcanzaba esa condición luego
de haber efectuado varios viajes como peón tropero y recorrido todos los caminos
posibles, con sus paradas, aguadas y refugios cordilleranos, demostrando a la
vez responsabilidad, sentido común y condiciones de mando.
En esta tarea de criar y llevar mulas por arreo al Perú, se destacó el
santafesino Francisco Antonio Candioti.
Los hermanos Robertson en sus Cartas de Sudamérica lo describen y
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calificaron como “un gaucho principesco”, cuando visitaron Santa Fe en 1809.
Era verdaderamente un gaucho lujoso, tanto en su vestimenta como por los
arreos de su montado, pero también lo era por sus costumbres y vida campera.
El mismo con sus hijos varones atendía sus estancias y organizaba todos los
años los arreos de mulas y el mismo viajaba al frente de arrias. De esta manera
amasó una regular fortuna; con el producido de la venta de mulares adquiría
campos en ambas bandas del río Paraná. Llegó a poseer 300 leguas cuadradas,
250 mil cabezas de ganado vacuno y 300 mil yeguarizos y mulares. Entre sus
estancias de Santa Fe se mencionan El Rincón de Avila, Añapiré, Monte de los
Padres, La Ramada, Cululú; y en la otra banda en Entre Ríos: Arroyo Hondo,
Villa Señor, Estaquitas, Mosqueda, Manantiales y Rincón del Guayquiraró.
En sus arreos de mulas al Perú, elegía el camino más corto aunque
expuesto a los ataques de los montaraces; era este el que transcurría por
Sunchales y la Laguna de los Porongos, continuaba costeando el río Dulce que
atraviesa todo Santiago del Estero, evitando las invernadas cordobesas para
llegar a Salta, haciendo allí un alto hasta que la tropa se repusiese antes de
continuar al Perú.
Candioti dirigía personalmente estos viajes, constituyéndose en auténtico
capataz de arreo; título que sumaba al de administrador de sus estancias con la
ayuda de sus hijos.
La atención de sus intereses personales no lo apartaban de dedicarle su
tiempo al bien común de la provincia y sus habitantes, hasta el punto de
constituirse en verdadero caudillo de los santafesinos. Fue así que en 1815,
cuando la provincia proclamó su autonomía de Buenos Aires, resultó elegido
primer gobernador de la misma.
Anteriormente apoyó con fervor y entusiasmo la revolución de mayo,
auxiliando al General Belgrano a su paso por Santa Fe cuando la expedición al
Paraguay, proveyéndolo de caballos y reses de sus estancias de Entre Ríos, como
también fletando varias carretas con sus bueyes y picadores para transportar el
bagaje del Ejército Expedicionario.
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