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LOS ULTIMOS ESCÁNDALOS DE PARÍS
VOL. III
LA GRAN CASQUIVANA
Jean-Louis Dubut de Laforest
3
Título original.- La Grande Horizontale
París. Editorial Fayard. Paris 1899
Traducción.- José Manuel Ramos González. Pontevedra
Mayo 2014.
Portada: Mujer con sombrero negro. Kees van Dongen. Óleo sobre lienzo,
100 x 81,5 cm. 1908. San Petersburgo, State Hermitage Museum
4
Portada original
5
I
EN EL CONEJO CORONADO
–¡A tu salud, amigo Cebolla!
–¡A la tuya, Rizos… y a la de las damas!
Y Ambroise Naumier, el antiguo mayordomo del conde
Lionel de Esbly, pálido, con esa palidez que confieren las cárce-
les, los cabellos negros y cortos, vestido con un traje de tercio-
pelo oliva completamente nuevo, corbata rosa claro, se volvía a
sentar tras haber vaciado su vaso.
Esa mañana de octubre de 1893 se festejaba el regreso del
Cebolla al hogar paterno, y Gérôme Naumier, su padre, encar-
gado del hotel y del restaurante el Conejo Coronado, en el bule-
var de la Villette, había reunido en un suntuoso almuerzo a la
flor y nata de los colegas.
En torno a la mesa, en un pequeño comedor desde donde
se podía ver, a través de una ventana, la recepción del hotel,
estaban instalados: el dueño, un hombre grueso de una cincuen-
tena de años, con cabellos grises, con un chaleco con mangas y
un gorro de piel de conejo; su esposa Denise, seca y amarillenta,
biliosa y bigotuda; Valerie Michon, la hostelera del pasaje Tivo-
li; Barnabé Suchet, el sepulturero, llamado el Gran-Maca; Char-
les Romanel, llamado Llega al Pie; Ernest Lassagne, llamado el
Rizos, y Ambroise Naumier, llamado el Cebolla, el protagonista
de la fiesta.
6
Toda esa gente comía, bebía, reía, cantaba y parecía nadar
en la alegría; los vinos y los licores de marca corrían a raudales,
y a cada instante, las manos se tendían hacia Ambroise, para
abrazarlo:
–Este buen Cebolla… Este querido Cebolla… Es un
amor!...
Se hubiese dicho que se celebraba el regreso de algún ex-
plorador, regresando de peligrosas empresas, y sin embargo, no
se trataba más que de un bandido, liberado, esa misma mañana,
de una prisión.
El padre y la madre Naumier cubrían a su hijo con sus mi-
radas enternecidas… Bebían – con los licores – sus palabras…
¡Condenado! Los propietarios del Conejo Coronado estaban
orgullosos de ese muchacho al que no le perdonaban trabajar en
los bulevares, en lugar de ejercer en la Villette y de llevarles
clientela.
El establecimiento de los Naumier se componía de un res-
taurante y de un hotel situados en dos bloques de edificios y
separados por un patio; sobre el bulevar, una planta baja muy
limpia, amueblada de mesas con blancos manteles, donde los
burgueses del barrio no desdeñaban sentarse los domingos ante
un fricasé con vino blanco, especialidad de la casa; en el primer
piso, un salón de cincuenta cubiertos para las comidas de bodas
y reuniones corporativas.
Si el restaurante gozaba de un buen renombre, no ocurría
lo mismo con el hotel; allí se escuchaban ruidos extraños, y el
patrón no parecía ser muy riguroso sobre la elección de sus in-
quilinos; pero como pagaba regularmente su licencia y como no
se encontraba nunca retrasado en las deudas con sus proveedo-
res, los guardias municipales, cuya autoridad él respetaba, lo
saludaban al paso; que la Sra. Denise iba regularmente a misa;
que en el Conejo Coronado nunca se le negaba un vaso de vino a
un obrero sin trabajo; que el 14 de julio y en todas las fiestas
patrióticas, las lámparas se encendían y las banderas ondeaban
al viento, los Naumier vivían en la saludable paz de los honestos
7
comerciantes, teniendo derecho a la simpatía y respeto de la
vecindad.
El asunto del hijo: ¡Un error judicial!
La conducta de la hija: ¡Una desgracia!
Sin embargo, si un curioso hubiese metido sus narices en
los papeles secretos de la Prefectura de policía, examinando los
expedientes de Gérôme y de Denise, habría descubierto una
condena a cinco años de trabajos forzados para el marido y a
siete años de la misma pena en el activo de su esposa… ¿Qué
habían hecho los Naumier?... ¡Oh! ¡Dios mío!... ¡La peor de las
cosas! Gérôme había sido sorprendido una noche desvalijando
una iglesia, y Denise, criada de confianza en casa de un burgués
del Marais, había huido, a la muerte de su amo, tras haber roto
los precintos y haber desvalijado el apartamento.
Pero, al cabo de veinte años, ¿para qué exhumar todas esas
historias?... ¿Por qué despertar el pasado dormido, ese pasado
cuya ocultación habían comprado los esposos Naumier hacién-
dose confidentes de la policía? … ¿Por qué turbar en su quietud
a esas personas honradas?
¿Honradas? Sí, siempre y cuando la probidad se juzgase
por las apariencias.
Los propietarios del Conejo Coronado ya no robaban en
las iglesias; ya no delinquían. Pero decir que estaban en constan-
tes relaciones con Valerie Michon, Ernest Lassagne, Charles
Romanel, Barnabé Suchet y otros cien bandidos de la misma
calaña, es dar información para apreciar en su justa medida la
moralidad de Gérôme y de Denis: ambos se dedicaban a nego-
cios turbios, abrían las habitaciones a las prostitutas nocturnas y
explotaban los vicios o la miseria de numerosas forasteros aloja-
dos en el hotel.
–Es una gran idea haber reunido a los colegas, Ambroise –
dijo el tabernero.
–¡Sublime! –Replicó el Cebolla – tanto o más sublime
después de haber estado varios meses en el «campo», ignoro
todo lo que me vais a contar de nuestra gente… ¿Y qué es de mi
hermana Julia?
8
Denise adoptó un aire afectado:
–¡No hables de Julia!... ¡Ya no la vemos!... ¡Se portó muy
mal!
Valerie supuso que la patrona del Conejo Coronado hacía
alusión al oficio galante de As de Picas.
Y, socarrona, dijo:
–Sin embargo deberíais estar habituada, señora Denise!
¡Vuestra hija comenzó su faena a los catorce años!
–¡Oh! ¡No me refiero a eso!... ¡Cada una es libre de su
jergón!... Pero, la muy zorra, en lugar de traernos aquí a sus
clientes, prefiere llevarlos al Egipcio, al Bol de Oro y a los res-
taurantes de los grandes bulevares.
–¡Vaya, qué bonito!
Cuando se hubo apiadado de los Naumier, víctimas de la
ingratitud de su hija, el nuevo liberado de la prisión central se
informó:
–¿Y la Licharde?... ¿Y Titine?...
–La Licharde hace la calle por los alrededores del barrio
Montmartre! – dijo Llega al Pie.
–¿Estáis contentos?... ¿Van bien los negocios?
–¡Claro que sí, los extranjeros comienzan a llegar!... ¡Se
empieza a oler la pasta!
La Sra. Naumier dio a su hijo noticias de Titine… ¡Oh!
¡Toda una historia!...Augustine Deyrinas había llegado, hacía un
mes, al hotel, procedente del hospital como desahuciada. Ahora
bien, se tiene corazón en el Conejo Coronado. Y, Titine, que
echaba los pulmones por la boca, durmió esa misma noche bajo
techo, en una buhardilla… ¡Y, hete aquí lo curioso! Al cabo de
tres días, gracias a una carta de la enferma, una joven obrera,
muy amable, acudió a verla y regresó al día siguiente acompa-
ñada de una dama, ¡oh! Una dama de la alta sociedad, vestida
como una princesa, haciéndose conducir en un cupé con chofer,
y llevando siempre un grueso velo sobre el rostro.
–¡Una vieja! – exclamó desdeñosamente el Rizos –
¡Cuando se es bonita, no se teme exhibir la jeta!
–¿Y Titine? – preguntó el Cebolla.
9
Denise continuó:
–Titine está ahora instalada en nuestra mejor habitación,
en el primer piso, habitación cuyos gastos corren a cargo de la
dama… y amueblada… ¡hay que ver!... La cuidan… la miman,
y su protectora anónima, que la visita dos o tres veces por sema-
na en compañía de la joven obrera, siempre me deja pasta para
comprarle todo lo que desee…
–Rizos, – observó Llega al Pie a su colega – puesto que
hay agarraderas, deberías volver a engancharte.
–¡Jamás!... ¡Si tomo una decisión, es para toda la vida! No
me gustan los apaños, ni en política ni en amor; y mi antigua
amante puede irse del pecho tanto como quiera que yo me bato
en retirada.
El Cebolla preguntó a su madre:
–¿No has intentado echar el ojo a la cara de la dama con
velo?
–Sí… pero no lo conseguí!
–¡Con todos los respetos, eres un poco torpe!... ¡En tu lu-
gar, hace tiempo que yo habría conocido el rostro de la bien-
hechora ricachona!
Gérôme servía bebida.
Entre el café, las copas, el aguardiente, el gloria in-
excelsis, se habló de Lionel de Esbly, al que toda la banda creía
en prisión, y el nombre de su antiguo amo evocó de inmediato,
en el espíritu del Cebolla, el recuero de la pequeña florista, su
cómplice.
El joven dijo, encendiendo un cigarro:
–¡Habladme de la Cría-Reseda, señora Michon!...
Habladme de vuestra bonita hija.
–¡En el candelero! ¡Una de las estrellas de las Fantasías
Parisinas!
–¡Y la amante de La Templerie, su director! – añadió El
Gran-Maca, en una innoble risa que hizo bailar su pipa en la
comisura de su boca.
La Michon continuó:
10
–Jeanne vive en un coqueto entresuelo, en la calle de Hel-
der, y yo, yo vivo con ella; le sirvo de carabina… de guardaes-
paldas y de amuleto…
El Cebolla se retorcía de la risa, alegre:
–¿Vos?... ¿Vos?... ¿Carabina?... ¿guardaespaldas y amule-
to? ¡Es para troncharse!
–¿Qué quieres decir, Ambroise?
–¡Nada! ¿Habéis abandonado el garito y el café del Tivo-
li?
–El Gran Maca se ocupa del negocio con mi criada; yo
voy allí todos los días a echar un vistazo…
–¡Sí, pero eso no durará! – gruñó Bernabé.. – Se nos va a
expropiar, a demoler, y yo aspiro a ser empleado en el Horno
crematorio del Père-Lachaise.
–Yo, – dijo Ambroise – ¡quiero ser camarero de un círcu-
lo!
–¡Oh! ¡oh! – exclamó sardónico el Rizos – para ser cama-
rero de círculo, hay que tener los mejores informes.
–¡Los tendré!
Llega al Pie dijo:
–Cuando se quiere, se fabrican, ¿no es así Cebolla?
–¡No hace falta! Tengo recomendaciones superiores… un
banquero… un notario… un periodista… un antiguo ministro…
–¿Colegas de la trena?
–Sí… Esos caballeros van a regresar muy pronto a la so-
ciedad, y llegan con un brazo tanto o más largo porque no de-
nunciaron a sus cómplices, peces gordos de la Cámara de dipu-
tados, de periódicos, en los estudios notariales, o alguaciles en
las administraciones… Se han comido el marrón… ¡y el marrón
se paga!... El director, los inspectores y los guardias se han mos-
trado muy amables con ellos, y se les condecorará o se les pro-
mocionará a todos a primeros de enero!... Además de esos cole-
gas, tengo un protector: el barón Géraud…
Valerie Michon se llevó al coleto un vaso de ron, y, alzan-
do los hombros, dijo:
11
–¡Entonces, puedes esperar!... ¡El barón Géraud está pro-
tegido por los Perrotin, marido y mujer… Imposible acercársele!
–Eso ya lo veremos! – dijo altivo el antiguo mayordomo
de Lionel de Esbly– ¡Maldita sea! ¡Me escuchará o no imitaré la
discreción del ministro, del periodista y de los demás, y me co-
meré el marrón!
–¡Nada de tonterías! – rugió la Michon, temiendo por ella
misma.
En ese momento, retumbaron en la casa unos gritos de te-
rror y desamparo, emitidos por una voz femenina; se produjeron
unos gruñidos de hombre y de animal, y se escuchó el ruido de
alguien bajando por las escaleras, seguido de otra persona, de la
que se podía apreciar una marcha más pesada e irregular.
–¡Están asesinando a alguien, arriba! – gritó Valerie.
El Gran-Maca, el Rizos y Llega al Pie se pusieron en pie,
con el cuchillo en la mano:
Gérôme ordenó:
–¡Regresad a vuestros asientos, amigos!... ¡Es Pierre Ju-
got, el hombre del mono, que hace la corte a la señorita pálida!
–Una historia muy divertida. –añadió Denise – El hombre
y su mono, un magnífico orangután, están ambos enamorados de
la bella.
–¿Y quién es la señorita pálida? – intervino Ambroise.
–Una de nuestras inquilinas, en el sexto…
Naumier no tuvo tiempo de decir más. Una joven atrave-
saba la recepción del hotel, dirigiéndose hacia el comedor, y los
miserables, medio borrachos, observaron a una rubita de diecis-
éis años, con un humilde vestido negro, bajo una pañoleta de
punto anudada bajo el mentón, alrededor de una cabellera de
oro, bonita, a pesar de la miseria y el espanto, recordando a una
virgen de vitral, con su palidez dorada, sus dientes encantadores
y sus grandes ojos azules en doloroso éxtasis; permanecía apo-
yada contra la pared; sus dientes castañeaban y su mirada des-
cendió de las alturas del sueño para fijarse en la puerta.
Balbuceaba:
12
–¡Salvadme!... ¡El hombre! ¡El animal!... ¡Os lo ruego,
salvadme!
–¿Qué es lo que ocurre ahora? – dijo el tabernero.
–¡Él hombre! … ¡La bestia!...
–¡Jugot y su mono!... ¡Menudos tunantes!... ¡No os co-
merán!
–¡Todo eso son tonterías! – protestó Denise – Jugot y el
orangután están en todas las ferias y jamás han devorado a los
asistentes.
–¡Tengo miedo, señora, oh! ¡Tengo mucho miedo!
Llega al Pie, el Cebolla y el Rizos permanecían bajo el en-
canto de la joven desconocida, y los cretinos, capaces de todas
las vilezas, estaban conmovidas por el gran dolor de la pobre
muchacha.
La Michon deslizó a Barnabé:
–Esos ojos… esos cabellos… ese rostro… Los he visto en
alguna parte…
–¿En el Paraíso, tal vez?... –bromeó el sepulturero, con-
movido, – ¡pues esa moza es un auténtico ángel de Dios!
Gérôme, al que no le gustaba ser interrumpido en sus fran-
cachelas, interpeló con dureza a la inquilina:
–¡Queréis acostaros, por el amor de Dios! ¿Qué os pasa?...
¡callaos y dejadnos en paz!... ¡Ya estoy harto de vuestras lamen-
tos!
Pero la jovencita guardaba silencio, rota de emoción, pres-
ta a desfallecer.
–Esta rolliza esta moza – dijo el Cebolla al Rizos.
–¡Sí, pero no es para tu pico!
–¡A saber! ¡Voy a ser amable con ella!
Y, avanzando, con las maneras distinguidas que aprendió
del aristócrata, su antiguo amo, y cuya estancia en la cárcel no
se las había hecho olvidar, dijo:
–¿Me permitís, señorita, ofreceros un vaso de licor?... ¿Os
dignáis a aceptar?... ¡Eso os recuperará, señorita!
–¡Qué nos deje en paz, Ambroise! – vociferó Gérôme.
Y a su inquilina:
13
–¡Hablad pues, borrica!
Ella comenzó su narración, temblorosa:
–Bajé del sexto piso, para entrar en la habitación de esa
pobre joven mujer enferma… Mi madre y yo la hemos oído to-
ser toda la noche y deseaba saber cómo se encontraba…
La Sra. Naumier la interrumpió:
–¡La Titine!.... ¡Por suerte para ella tiene protectores un
poco más solventes que tú y tu madre!
La desconocida levantó sobre Denise sus ojos azules y
murmuró con infinita dulzura:
–No hay que ser rica para tener piedad por los que su-
fren…
–¡Eso está bien! ¿Y luego? – dijo Gérôme.
–Salía de la habitación de la enferma, cuando me encontré,
cara a cara con el hombre… y la bestia… Estaban sobre el rella-
no… Avanzaban ambos, el mono y el hombre… Abrían los bra-
zos… Iban a cogerme… Su aliento quemaba mi rostro… ¡Co-
mencé a gritar, enloquecida!... Por fortuna, mi madre no ha oído
nada… Eso le habría producido una gran disgusto… ¡Mi querida
madre ya ha sufrido demasiado!...
Y, juntando las manos, suplicante:
–Os lo ruego, señor, echad a ese hombre vil y a su mono.
–¿Despedir a Jugot y a su orangután? ¡Unas perlas de in-
quilinos! – aulló furioso, el patrón del hotel – De eso nada, ser-
éis vos, entendéis bien, seréis vos quien flanqueará la puerta esta
misma noche. ¡Aún no habéis pagado la quincena de retraso y
los cien centavo que como un idiota os he prestado el primer día
que llegasteis!
–¡Oh! ¡Sí, como un idiota! – subrayó la patrona.
Naumier vociferó:
–Señorita, ¿puede pagarme, sí o no?
–Por desgracia, señor, hoy todavía no.
–Todos los días la misma canción… ¿Tenéis algo para
responder de vuestra deuda?
14
–Nos habéis tomado todo; ¡no poseemos nada más! Pero
tenemos esperanza… la gran esperanza de cumplir pronto con
vos.
–¡Las golondrinas van a caer asadas! – dijo sardónica la
dueña del Conejo Coronado.
La joven inquilina murmuró:
–Acabamos de escribir a una persona rica… un viejo ami-
go de mi padre… que no se negará a ayudarnos… La carta… la
tengo ahí en mi bolsillo…y, deseando enviarla pronto al co-
rreo… pensaba... esperaba… que vos podríais…
Se detuvo, avergonzada, con los ojos fijos en el suelo, no
atreviéndose a revelar su extrema miseria, delante de todas
aquellas personas que la observaban.
–¿Apuesto – exclamó Naumier – que no tenéis ni siquiera
quince céntimos para comprar un seño?
–Así es, señor, – confesó la infeliz, bajando la frente.
–¿Entonces porque no habéis ido, como lo hacéis todas las
mañanas, a cantar por las esquinas?
Ella retrocedió, aterrorizada:
–¡Ah! Lo sabéis…
–¡Eso no es difícil de descubrir! ¡Os he sorprendido más
de diez veces en el barrio Saint-Lazare!
–Señor, puesto que sabéis eso, puesto que conocéis mi se-
creto, – imploró la rubita, con un sonrojo en la frente y lágrimas
a lo largo de sus mejillas hundidas, – ¡ni una palabra a mi ma-
dre!... Ella moriría… Si no he salido esta mañana, como los
otros días, es porque mamá se encuentra peor y no he querido
dejarla Sola… además… esperamos al médico.
–¡Anda ya! – dijo la Naumier – ¡Qué los médicos se ali-
mentan del aire!
–¡Oh! ¡Vendrá, señora, estoy segura! Ayer, me presenté en
su casa, y como le hable de mi madre enferma, me ha hecho
escuchar una voz de esperanza y caridad… Parece tan bueno…
tan grande… ¡el doctor Nikador!
Gérôme se quitó su sombrero de piel de conejo:
15
–¡Salud y respeto al doctor Nikador, colegas! Ese no es un
hombre, ese no es un doctor, ¡es Dios!... ¡Sí, Hace un mes que
está en el barrio y ha hecho más bien que todos los médicos de
Paris en diez años! ¡Día y noche está de pie, caminando, co-
rriendo, y no pide nunca ni un centavo a los pobres! El doctor
Nikador, el gran y buen cristiano Nikador, me ha cuidado por un
reumatismo, me ha curado ¡y ni siquiera ha querido aceptar un
vaso!... He aconsejado a la dama del velo que le mostrase a Titi-
ne, pero ella ha preferido su médico. ¡A su ilustrísima parece
que no le vale, el doctor Nikador!... Si acudido al doctor Nika-
dor, señorita, habéis tenido una buena inspiración: ¡vendrá y
curará a vuestra madre! ¡Nikador es el más grande de los docto-
res!
Y de repente, suavizado, como si el nombre que acababa
de pronunciar tuviese el poder de domar las naturalezas más
salvajes, añadió, casi amistosamente:
–Vamos, pequeña, dadme vuestra carta; la echaré yo mis-
mo al correo, con un sello de quince… Me pagaréis eso con el
resto, y si Jugot y su macaco os siguen molestando, les romperé
la jeta!
La muchacha entregó la carta al patrón que la depositó so-
bre la mesa.
De pronto, la joven emitió un grito de terror y saltó al otro
lado de la habitación.
–¡El hombre!... ¡el hombre! ¡es el hombre!...
Pierre Jugot entraba.
¡Un monstruo, ese domador! Grueso y bajo, cabellera y
barba hirsutas y rojizas, la boca amplia, con labios espantosa-
mente carnosos que dejaban pasar dos dientes, dos colmillos,
parecidos a los de los jabalís, los ojos pequeños y redondos muy
cercanos el uno al otro y emitiendo brillos verdes por encima de
una nariz ganchuda, las fosas nasales dilatadas y profundas, las
piernas y los brazos enormes, estaba cubierto con un gorro de
lana rojo, calzado con botas de montar, vestido con un pantalón
de cuadros grises y blancos y una pelliza negra – la envoltura
moral del hermano de su gran mono.
16
Caminó brincando, hacia la jovencita, espantada, y farfulló
con voz de borracho:
–Señorita, no habéis sido amable con Jugot y el amigo
Azor… Mi mono y yo estamos ofendidos…. Azor está furio-
so… Vengo de atarlo, y me gustaría un besito de Señorita… ¡No
le diré nada a Azor que es celoso como un hombre!
Naumier, que había regresado a sus buenos sentimientos,
declaró:
–¡Jugot, déjanos en paz con tus amores y los de tu mono, y
deja a esta niña subir tranquilamente a su habitación!
Jugot estaba lejos de escuchar la intervención de su pro-
pietario; boqueó, siniestro:
–¡Mi intención es pura!... He levantado la falda a la bella;
su carne es firme… Quiero casarme con la moza… llevarla a la
alcaldía y a la iglesia… ¡Tú y Azor, seréis mis testigos!
Y como su víctima, protegida por el Cebolla y Llega al
Pie, ganaba la puerta y se salvaba, el domador dijo:
–¡Hasta pronto, mi pollita!... ¡Pondré mis guantes blancos
e iré a pedir tu mano a la vieja!
Luego, tomando de la mesa una botella de ron, llenó un
vaso hasta el borde, engulló de un trago el contenido e hizo
chasquear su lengua:
–¡Apunta esto a mi cuenta, Gérôme! Cobrarás después de
la feria de Montmartre… ¡Sois todos colegas y os quiero!... ¡Os
quiero, señora Denise, a pesar de vuestro bigote!
Y a los demás:
–A vosotros no os conozco, pero tenéis en mí a un cole-
ga… ¡Y a ti también, Cebolla, te quiero! ¡Te quiero como a un
hijo!
Y se fue, titubeando y farfullando con voz pastosa:
¡Me gusta la cebolla frita con aceite;
Me guasta la cebolla cuando está buena!
Cuando el hombre del mono hubo desparecido, Valerie
observó:
17
–¡Vaya un caradura, el amigo del tío Gérôme!
–¡Y el mono es parecido a su amo, ambos se parecen a
unos cerdos! – añadió Barnabé.
Los Naumier defendieron a su inquilino, un bravo feriante,
borracho, pero buena persona; Charles Romanel y Ernest Las-
sagne se atrevieron a hacer un paralelismo entre los amores del
mono y del hombre, y Ambroise, que se miraba en un espejo
biselado, comparó, con el pensamiento, su rostro de joven esteta
con el rostro amenazante y barbudo del domador, y sonrío, en-
contrándose deseable y maravilloso.
–Decidme pues, tío Gérôme, – dijo la Michon – ¿cómo se
llama esa muchacha?
–Olga, y su madre, Léonie… Lagrange es su apellido fa-
miliar. A la vieja la he oído decir, e incluso gritar que, desde su
ventana había visto el crimen en casa del banquero Le Goëz, del
bulevar Saint-Germain, y que el asesino era un rubio alto.
–¡Eh! ¡eh! – dijo el Rizos a Llega al Pie – ¡tengamos cui-
dado!
–¡Chssst! – dijo el otro – ¡Tanto peor para el vizconde!
El propietario del Conejo Coronado había tomado la carta
de su joven inquilina, y leyó la dirección:
–¡Vaya casualidad! ¿Esto sí que es asombroso!
–¿Lo qué, Gérôme? – preguntó Denise.
–¡Las damas Lagrange escriben al barón Géraud!
–¡No es posible! – dijo el Cebolla.
–¡No es posible! – repitió la amante de Barnabé.
Ambroise acababa de apoderarse de la correspondencia:
–Sí, sí… es correcto… «Al señor barón Tiburce Géraud,
en su palacete, calle de la Universidad…»
Y, metiendo la carta en su bolsillo:
–Como voy precisamente ver mañana al querido barón, le
entregaré la carta yo mismo… Eso me dará una justificación
para entrar, y por añadidura le ahorraré quince céntimos a papá
Gérôme.
Valerie se adelantó, curiosa:
18
–¿Mi buen Cebolla, y si leemos la carta?... ¡Tal vez con-
tenga algo interesante!
El ex mayordomo representó el papel de un hombre herido
en su honor.
–¡Oh! ¡Señora Michon! ¿Cómo pensáis en eso? ¿Traicio-
nar el secreto de una carta?... ¡Realmente, os creía más delicada!
Los demás se asombraron de esa probidad adquirida en la
prisión central, pero el liberado acariciaba un sueño… Si hubie-
se allí un secreto, quería ser el único en descubrirlo y aprove-
charse de la situación.
Barnabé dijo:
–¡Ver para creer!
Denise miraba a través del cristal, y su amarillenta figura
se iluminó con una sonrisa:
–¡Ahí viene la dama del velo, la benefactora de Titine!
Al no encontrar a nadie en la recepción, la visitante se pre-
sentó en la puerta del comedor.
De talla media, esbelta y rubia, estaba igualmente vestida
de seda negra, enguantada de gris; y, de su sombrero Rembrandt
caía un velo de oscuro encaje que le ocultaba los ojos y los la-
bios.
Bruscamente, se detuvo, y tras haber paseado sus miradas
sobre Valerie Michon, Ambroise Naumier, Ernest Lassagne,
Charles Romanel y Barnabé Suchet, hizo un momentáneo e ins-
tintivo movimiento de retirada, pero, confiando en el espesor de
su velo, se recuperó y preguntó a la esposa de Gérôme:
–¿Cómo está nuestra enferma?
–¡Mejor, oh! ¡Mucho mejor, señora! –respondió la taber-
nera… ¡La pobre tiene suerte de que os intereséis por ella! ¡Sin
vos, por supuesto, estaría acabada!... ¡Ah! fijaos señora, le con-
taba hace un rato a nuestros invitados que sois un ángel, el ángel
guardián de la casa.
–¿Todavía os queda dinero? – dijo la visitante, impacien-
tada por esa verborrea.
La patrona del Conejo Coronado se puso a gemir:
19
–¡Por desgracia, no, señora!... ¡Ni un centavo!... Incluso
me he visto obligada a adelantar veinte francos de mi bolsillo….
Hizo falta madera, carbón… un montón de medicamentos…
¡Oh, señora puede haber confianza!... Soy una mujer honrada y
no le sisaría ni un céntimo!
Ya la desconocida había extraído, de su portamonedas de
filigrana de oro, un luís que entregó a Denise:
–Aquí está vuestro dinero, señora… Es el último que os
doy, pues mi protegida abandonará mañana esta casa…
–¿Cómo? ¿Titine nos va a dejar? ¿No estás satisfecha con
nuestros servicios? – dijo, la madre del Cebolla.
–Sí, señora, me la llevo.
–¿Por qué? Veamos ¿por qué? ¿No se abandona a la gente
sin motivos?
Pero la dama del velo se negó a dar cualquier tipo de ex-
plicación ante las miradas posadas sobre ella:
–Subo a la habitación de Augustine…
–¡Id, señora! ¡Oh! ¡Ya comprendo! ¡Las malas lenguas
habrán cotilleado sobre nosotros, pero un ángel, como la Señora,
no debería dejarse engañar!
La visitante salió.
De inmediato, la Michon se precipitó hacia los colegas:
–¿La habéis reconocido, muchachos?
Llega al Pie dijo:
–¿Estáis tonta? ¿Cómo queréis que la reconozcamos bajo
una especie de disfraz de encajes?... ¡Y además, para reconocer
a una persona hay que haberla visto primero, y nunca, aparte de
hoy, me he encontrado con esta dama!
–Yo – declaró Barnabé, con la mirada brillando de codi-
cia, – yo solamente me fijé en el portamonedas de oro. Es de una
potentada… ¡Oh! ¡Qué calor!
–Una auténtica sucursal del banco de Francia – se extasió
el Rizos, – ¡Aún me estoy frotando los ojos!
Valerie reunió al Gran-Maca, Llega al Pie, y al Rizos a su
alrededor; Naumier, Denise y el Cebolla se acercaron.
Ella dijo, misteriosa:
20
–Pues bien, yo, amigos, aunque no he podido ver su rostro,
creo haber reconocido su voz… ¡Es la rubia! ¡La señorita del
bosque de Senlis!... ¡Es Cloé de Haut-Brion!
–¿La vieja amiga de mi amo? – exclamó el ex mayordomo
de Lionel, incrédulo.
–Sí, Ambroise, y si la señorita de Haut-Brion oculta su
rostro, es que tiene razones para eso... El misterio es interesan-
te… Tal vez se pueda dar una alegría al barón Géraud, ponién-
dolo tras las huellas de su sobrina. ¡Pero, habría que tener la
certeza de que la persona que está bajo el velo es la señorita de
Haut-Brion y no la tenemos!
Ambroise le envió a la nariz una bocanada de humo de ci-
garro:
–¡Oh! ¡No es tan difícil de saber puesto que ahora está
aquí! No habría más que esperarle sobre el rellano de Titine,
como Jugot hizo con la señora del sexto, y en lugar de levantarle
las faldas, se le levanta el velo.
De inmediato, el Rizos, añadió:
–¡Y aprovechar la ocasión para mangarle su pasta!
–¿Te encargas de eso, Cebolla? – preguntó Valerie.
–¡Caramba! ¿Qué es lo que arriesgo? He arreglado mi
deuda con la sociedad; no debo ya nada a nadie, lo que no es el
caso de mis colegas, el Rizos y Llega al Pie, y encuentro un po-
co bizarro cobrarme la rubia cabeza de la antigua novia de mi
amo, el conde de Esbly!
–¡Si lo haces, Cebolla, te beso!
Él replicó:
–Eso sería atractivo, mi amiga Michon, pues, a pesar de
vuestra edad, todavía estáis rolliza, pero me gustaría más un
beso de vuestro querubín, la Cría-Reseda.
–Llega al Pie la quería… Pero la olvida con otras moco-
sas, y tú, ¿te animas, tunante?
–Yo babeaba cuando ella estaba en la cama del amo; ¡he
soñado con ella en prisión!
–¡Pues bien, te la calentará!.... ¿Entonces, está acordado?
–¡Está bien!
21
Y como Gérôme se interpusiese, declarando que no quería
escándalo en su hotel, Ambroise le tranquilizo:
–¿Escándalo?... ¿quién habla de escándalo?... Estad tran-
quilo Seré delicado… Veamos, ¿es que no puedo hacer que me
confundo, al tomar a la dama por otra, por una buena amiga de
la que estoy celoso, y luego excusarme enseguida si ella protes-
ta?
La señora Naumier se enorgullecía de su hijo:
–¡Tanto pero para ella!... ¡Una garza que me abandona así,
de repente, y me lleva una inquilina, sin contarme por qué!
–¿Por qué?... Voy a decíroslo, –expuso la amante de Bar-
nabé: – si la dama del velo es, como pienso, la señorita Cloé de
Haut-Brion, por supuesto que ha reconocido al mayordomo del
conde de Esbly, a la religiosa de la calle Marcadet y a los pase-
antes del bosque de Senlis y eso no le ha gustado nada.
–¡Diablos! – dijo el Rizos – ¡entonces podría acarrearnos
problemas!
–Razón de más para asegurarnos si es ella y abrir el ojo.
Tras haber recomendado al Cebolla que fuese a darle no-
vedades en casa de la Cría-Reseda, en la calle de Helder, Valerie
se alejó con el sepulturero, mientras que Romanel, que tenía cita
con la Licharde, arrastraba a Lassagne al Bol de Oro.
Las cuatro de la tarde – Ya las sombras descienden sobre
Paris en esta triste jornada otoñal, y, a lo largo del bulevar de la
Villette, enrojecen las farolas del gas.
Naumier acababa de encender la linterna de su estableci-
miento – una linterna multicolor donde se admira la obra satírica
de un artista de Montmartre: un conejo con una corona real.
Es, en ese barrio popular, una bizarra alusión a la todopo-
derosa de las grandes casquivanas, pero la clientela observa allí
mucho más el triunfo de los asados con vino blanco.
En el sexto piso del hotel, en una oscura habitación, estre-
cha, tocando el techo, con una ventana abuhardillada, cuyo cris-
tal había sido reemplazada por un trozo de papel de periódico
mal pegado, flotando bajo la brisa del exterior, un papel desca-
22
labrado, húmedo, decoraba las paredes; el techo era muy bajo y
dejaba ver grietas donde todavía soplaba el viento; una puerta
que cerraba mal daba acceso a la habitación pavimentada con
baldosas medio rotas y que se levantaban bajo los pasos más
ágiles. Por mobiliario una cómoda, una cama de correas, con su
fina sábana y su oscura manta, un odioso montón de paja, arro-
jado en un rincón, una mesa de madera soportando una jofaina y
una cubeta rota, tres sillas de paja; en las paredes, unos vestidos
oscuros colgados.
No había chimenea, ni agua corriente. Un mal horno de
tierra, algunos utensilios de cocina, y en lo alto, dominando esta
miseria, un Cristo.
Dos mujeres, la madre y la hija, Léonie y Olga Lagrange,
vivían en ese tugurio.
Con cuarenta años de edad, ajada por las privaciones y los
sufrimientos, vestida con un traje de lana negra, tocada con un
gorro de tul negro con amplias cintas grises, la Sra. Lagrange,
sentada en una silla al lado del horno donde morían algunas bra-
sas, intentaba calentar sus manos heladas:
–¿Y nuestra carta, Olga?
–Ya ha salido, madre… El barón Géraud la recibirá esta
noche…
–He sido muy atrevida anunciándole mi visita al barón. Se
negará a escucharme como hace catorce años, cuando llegamos
a París, y como, más recientemente, en la época en la que viv-
íamos en el bulevar Saint-Germain, y donde amenazó con ex-
pulsarnos…
–¡Tal vez, madre!
–¡Ah! Después de todo lo que he podido trabajar, dar lec-
ciones de piano y de ruso, nunca creí que tendría que dirigirme a
ese hombre, que juró al príncipe Vorontzow cumplir las volun-
tades de mi pobre y querido marido, el marqués Emmanuel de
Haut-Brion... Pero, por desgracia, ¡todo ha acabado! ¡Estoy en-
ferma… enferma… y el barón Géraud es nuestro único recurso!
Olga rodeaba el cuello de la Sra. Lagrange con sus brazos
y la besaba en la frente:
23
–¡No, madre! ¡No ha acabado todo! Tú me has dado una
buena educación; yo trabajaré… ¡Dios nos protegerá! Y… hoy
mismo, el azar, tal vez, venga en nuestra ayuda…
–¿Qué quieres decir, Olga?
–Ese periódico que, por economía, el dueño del hotel ha
pegado para sustituir el cristal, contiene anuncios… Antes,
mientras dormías, los he leído, y uno de esos anuncios me ha
procurado una gran esperanza… Voy a leértelo.
Y, acercándose a la ventana donde el trozo de periódico
flotaba lamentablemente, leyó en voz alta:
«Se precisan lectoras jóvenes que conozcan a fondo una
lengua extranjera. Presentarse de 4 a 6 horas, en casa de la Sra.
Olympe de Sainte-Radegonde, calle Notre-Dame de Lorette, nº
68 bis.»
Y, con una alegría ficticia, para consolar a su madre:
–¡Eh, mamá, es lo que me conviene! Soy joven; me has
enseñado ruso… Confío en agradar a esa dama… Iremos a su
casa, después de salir de la del barón Géraud.
La Sra. Lagrange se estremeció; Olga corrió hacia ella y le
tomó las manos en las suyas:
–¿Tienes frío, madre?
–No… no demasiado…
–Estás temblando…
–No es nada… un poco de fiebre…
La rubita tomó un chal que colgaba de la pared y envolvió
las rodillas de la enferma.
Léonie se defendía:
–No, no, Olga, guarda ese chal para ti, querida…
–Sabes que no me hubiese servido… Además, hoy no
saldré…
–¿Entonces no vas a casa de esas personas que te ocupan
alguna hora al día, copiando música?
Olga enrojeció, confusa por verse obligada a mentir; pues
mentía, imaginando una fábula burguesa de copista de música, a
fin de ocultar a su madre que cantaba por las calles desde hacía
algún tiempo. ¡Oh! ¡esa señorita bien educada y orgullosa tenía
24
que tener coraje y abnegación para poner su existencia en manos
de la caridad pública! ¡Cuánto había luchado antes de llegar a
ese estado!... Y, una vez tomada la decisión, ¡cuántas humilla-
ciones!... Si estuviese ella sola no hubiese vacilado ni un minu-
to… Un hornillo de carbón o el Sena… ¡y todo estaba dicho!...
¡Una virgen más al cielo!... Pero, estaba su madre, su madre
enferma, y el coraje hacía que luchase, que soportase todo, ¡por
el honor y por el respeto hacia aquella que le había dado la vida!
Respondió:
–No, madre, quiero estar a tu lado cuando se presente el
doctor Nikador… un hombre generoso…
–¿Para qué llamar a un médico?... ¡Esta opresión que sien-
to en el pecho, esta fiebre continua que me invade, esas irresisti-
bles necesidades de dormir, todo eso pasará con un poco de
alegría!
Léonie atrajo a su hija hacia ella:
–¿Me ocultas algo, Olga?
–¿Qué quieres que te oculte, Dios mío?
–¡Júrame que no estoy loca!
–¡Qué idea!
–¡Júramelo!
La Srta. Lagrange dudó, luego, observando a la enferma y
viéndola ansiosa esperando sus palabra, dijo:
–¡Te lo juro, madre!
–¡Oh! sé bien que en la vida ordinaria pienso, razono y
hablo como todo el mundo… pero, cuando mi espíritu se remon-
ta a la escena de la carnicería ya no soy la misma mujer….
¡Unos terrores se apoderan de mi! Fíjate, ahora, me parece que
me encuentro aún en esa ventana, con los ojos desorbitados so-
bre otra ventana iluminada… ¡Lo veo! ¡Veo al hombre rubio!...
¡veo su barba dorada!... Está en levita negra y corbata blanca!…
La Sra. Le Goëz se inclina… Él levanta un puñal… Sus ojos
brillan… ¡Va a golpear a la desdichada! ¡Le golpea!... ¡La san-
gre fluye!... ¡Al asesino! ¡Al asesino!...
Se había levantado, espantosa, con los brazos tendidos
hacia espacios imaginarios donde creía volver a ver la escena
25
sangrienta del bulevar Saint-Germain; y luego, volviendo a caer
sobre su silla, sumida en todo un relajamiento de su ser, perma-
neció inmóvil.
Olga le dijo, dulcemente:
–Madre, no vuelvas sobre esas ideas que tanto daño te
hacen… Debes olvidar eso… ¡pensar en otra cosa!... Todo lo
que has creído observar jamás ha existido… ¡Es una alucina-
ción!... ¡Un sueño!
Entonces, la Sra. Lagrange levantó la cabeza, y, llena de
ansiedad, dijo:
–¿Acabo de tener una crisis, verdad, Olga?
–No, madre, has dormido.
–¡Dime la verdad!…. ¿Acabo de tener una crisis?
–¡Claro que no!
–Sin embargo, siento el sueño apoderarse de mí… ese so-
por que siempre sigue a la horrible visión… y… trae consigo
otras imágenes…
–Échate un momento sobre la cama, y descansa… Coge
mi brazo… Ven
–Todavía no…. ¿De qué estábamos hablando antes?...
¡Ah, sí… ya recuerdo… Hablabas de un anuncio del periódi-
co… de una dama que necesita una lectora…
–La Señora Olympe de Sainte-Radegonde, sí, mamá.
–Pues bien, dado que es tu deseo, iremos a ver a esa dama,
pero no debemos confesarlo que vivimos en esta horrible casa…
¡Nos podrían confundir!... ¡Dios mío! ¡Qué mala idea ha sido
instalarnos aquí!
–Madre, recuerda… Expulsadas de nuestro apartamento
del bulevar Saint-Germain… los muebles vendidos… sin dine-
ro… sin alojamiento… errantes por París… Hemos sido muy
afortunadas que un transeúnte nos indicase este hotel… cuando
las personas amigas y susceptibles de ayudarnos, habían aban-
donado el bulevar de la Villette…
–¡Es cierto! –suspiró la Sra. Lagrange – Pero, ¡cuántas an-
gustias, cuánta vergüenza, cuántas terribles pruebas!
26
Pese a hacer esfuerzos en contra, sus ojos se cerraban; Ol-
ga la ayudó a extenderse sobre la cama, la cubrió con el chal y,
sentada cerca de ella, se puso a pensar…
¡Oh, pobre inocente! ¡Oh, dulce y rubia niña, la miseria
era demasiada dura, y sus sueños no podían ser de amor!
Dos golpes sonaron discretamente en la puerta.
–Es el doctor Nikador – pensó la joven.
Corrió a abrir y se encontró cara a cara con Pierre Jugot, el
domador.
Valiente, lo empujó contra el corredor:
–¡Váyase, señor! ¡Por piedad, váyase!... ¡Mi madre está
enferma; la mataríais!…
El dijo sardónico:
–Señorita, mi mono Azor y yo os adoramos… Elegid
vuestro esposo… Él está ahí… en mi habitación, Azor, y yo le
he prometido daros la libertad de elegir vuestra opción conyu-
gal…
La señorita Lagrange había cerrado la puerta, y Jugot tal
vez iba a tirarla abajo – puerta y mujer – cuando una idea de
bebida le atravesó el cerebro:
–¡Regresaré, mi bella!
Ese feriante maníaco, caído de las alturas sociales, y cuya
existencia pasada era un enigma, se refugió en su aposento, un
pequeño cuartucho contiguo a la habitación de las damas La-
grange; y allí, hizo piruetas y bebió con Azor, su mono, un
orangután negro, de la tribu de los catarhinins, de rostro olivá-
ceo, enmarcado con unas patillas rojas, con la nariz muy chata,
de un metro noventa, y cuyos miembros escuálidos y largos casi
tocaban el pavimento.
–¡Divirtámonos, Azor!
Y ambos brincaron.
El doctor Christian Nikador entraba en el alojamiento de
las damas Lagrange.
Tras haber saludado a la hija, preguntó:
–¿Qué os ocurre, señorita?... ¡Parecéis muy turbada!... ¿Es
que vuestra madre está más enferma?
27
Por un instintivo pudor, la Srta. Lagrange evitó toda alu-
sión a Jugot, y respondió:
–No, señor, mi madre duerme… Gracias por haber veni-
do…
Introdujo en la habitación al médico al que, la víspera, y a
indicación fortuita y obligada de Gérôme Naumier, había ido a
buscar a los Batignolles, a la calle Boursault.
Era un hombre alto y fuerte, modestamente vestido de ne-
gro, con larga barba morena y cuyos grandes ojos pensativos y
dulces expresaban resignación.
–Voy a despertar a mi madre – dijo Olga, dirigiéndose
hacia la cama donde dormía la Sra. Lagrange con sueño febril.
Nikador la detuvo:
–¡Unas palabras antes, señorita!
–Os escucho, doctor.
–¿Ayer me dijisteis que la primera de sus crisis le había
acontecido la misma noche en la que, desde su ventana, acababa
de asistir a un espantoso asesinato?
–Así es, señor.
–¿Ese crimen es real o no existe más que en la imagina-
ción… enferma?
–Muy real, doctor…. Nosotros vivíamos en el bulevar
Saint-Germain, en una habitación del quinto piso, enfrente del
palacete del Sr. Le Goëz donde fue cometido el crimen…
–¿Le Goëz? – dijo Nikador, agitado.
–¿Lo conocéis?
–¡No, señorita, pero todo París ha hablado de ese asesina-
to!.... ¿Cuántos días después de esa gran emoción, la Sra. La-
grange ha sentido los primeros trastornos intelectuales?
–Al día siguiente.
Se produjo un largo silencio. Olga se encontraba a plena
luz ante el ventanuco, y el doctor permanecía, con la mirada fija
sobre ella, y con tal persistencia que la niña enrojeció y bajó los
ojos. El se percató de la emoción de la muchacha, y, sin embar-
go continuó mirándola; luego, bruscamente, llevando la mano a
su frente, como para arrojar de allí una idea obsesiva, dijo:
28
–Ya sé lo que quería saber, señorita; podéis despertar a
vuestra madre.
Olga llegaba a la cama y tocaba el hombro de la durmien-
te:
–¡Mama, despiértate! El doctor Nikador está aquí…
La Sra. Lagrange quería levantarse; el médico se lo impi-
dió, y dulcemente:
–No, no, señora, quédese donde está… Vengo a cuida-
ros… a curaros…
Entonces el doctor interrogó a la enferma y provocó vo-
luntariamente una crisis, llevando la conversación al crimen del
bulevar Saint-Germain; y examinó a la Señora Lagrange, ya más
calmada; auscultó durante un buen rato, minuciosamente, a la
loca intermitente.
De pie, cerca de Nikador, Olga permanecía inmóvil, bajo
el encanto del hombre cuya armoniosa voz parecía vibrar hasta
en el fondo de su corazón. Para ella, Nikador tenía las propor-
ciones de un dios, resumiendo en él la belleza, la ciencia, la mi-
sericordia, y, ese desconocido de ayer, ese bendito de hoy, de-
seaba que él estuviese siempre ahí, cerca de ella, cerca de su
madre: ¡él era el rayo divino en medio de las sombras!
Christian tranquilizó a las dos mujeres; pronto, la Sra. La-
grange recobraría la salud y la razón. Se sentó en la mesa para
escribir una receta, y, aprovechando un momento en el que Ol-
ga, con la espalda girada, hablaba con su madre, él deslizó una
moneda de oro en el cajón entreabierto.
Mientras el doctor Nikador se despedía de las damas La-
grange, más abajo, en la misma casa, en un habitación relativa-
mente lujosa del primer piso, Cloé de Haut-Brion, hoy, la gran
Casquivana Lilas, se despedía de Titine.
–Hasta luego, mi buena Augustine… Mañana, Annette
Loizet vendrá a buscarte… Estás mucho más fuerte ahora, y
podrás soportar un trayecto en coche…
La noticia de su bienhechora pareció contrariar a la tuber-
culosa, liberada de Saint-Lazare.
Titine respondió:
29
–¿Por qué hacerme abandonar esta casa, señorita? ¡Se está
bien con los Naumier!
–Estarás mejor aún donde voy a llevarte… Esta casa no
es… honorable… Está llena de mala gente… hasta el punto que
he debido venir tapada con el velo.
–¡Yo preferiría quedarme aquí!
–¿Por qué?
Los ojos de la callejera brillaron:
–Antes escuché la voz de mi hombre… ¡Oh! Lo he reco-
nocido perfectamente!... ¡La distinguiría entre mil!... Aún espero
que suba a verme… ¡El Rizos me abandonó cobardemente!
Jamás ha venido a saber de mí… ¡Pues bien… es algo más fuer-
te que yo, lo llevo en la piel, en la sangre!.... ¡Quisiera regresar
bajo su protección!
Lilas tuvo un gesto de disgusto; Titine la observaba, tar-
tamudeando.
–¡Ah! ¡es horrible, lo que os he dicho, señorita, después de
vuestras bondades!... ¿Ángel, dignáis perdonarme? ¡No es culpa
mía si tengo fango en mis venas!... Estoy bien aquí… Tengo una
bonita habitación… Se me cuida como a una princesa… Vos me
dais todo lo que sueño, y, hace unos instantes, la puta que llevo
dentro echa de menos la calle, estar con las demás por la noche,
bajo los árboles!... Fijaos, al salir de Saint Lazare, más o menos
curada, en lugar de escribir a Annette, me he puesto a hacer la
calle, en el Rata Muerto, en el Divan, en el Asno Rojo, en la
Nueva Atenas! Esperaba siempre encontrar al Rizos… ¡Ah! ¡qué
tonta!... ¡El muy sucio me rehuía como al cólera! Entonces, me
perdí entre los hombres y las francachelas, y de tal modo, que
volví a caer enferma una noche, cerca del Moulin Rouge… Fue
entonces cuando pensé en acudir a Annette… Ahora, abando-
nadme. ¡Tendréis razón, pues como veis, no seré nunca más que
una sucia puta!
Desanimada, pero decidida a proseguir su obra de caridad,
la gran casquivana puso su velo y salió de la habitación.
En la escalera, el Cebolla, con los brazos en cruz, le cortó
el paso, y dijo guasón:
30
–¡Ah! ¿Amanda? ¡Te pillé!
Lilas, sorprendida, remontaba un escalón; dijo fríamente:
–Os equivocáis, señor; ¡yo no soy la persona que creéis!
–¡Ta! ¡ta! ¡ta!... ¡Esos modales!... ¿Acaso no reconozco el
vestido y los botines que te he regalado por Navidad?
–¡Dejadme pasar! – ordenó la sobrina del barón Géraud.
–¡No antes de ver tu rostro!... ¡Si me he confundido, te pe-
diré excusas, princesa!... ¡Tanto peor para ti!... ¡Miro!
Atrapó el velo y lo echó hacia atrás:
–¡Es ella!
En ese momento, el doctor Nikador, bajaba del cuarto de
las damas Lagrange.
El Cebolla lo miraba venir, clavado en el sitio, como ante
una aparición fantástica; murmuró , con los brazos en el aire:
–¡Él! … ¡Él!...
Y se alejó de allí sin que el doctor tuviese tiempo de verlo.
La Srta. de Haut-Brion jadeaba, y Nikador estaba muy
pálido y muy serio.
–¡Lionel! ¡Oh, Lionel! – dijo Cloé, con las manos juntas.
Pero él, levantándose cuan alto era:
–¡Lionel ha muerto, señora!.... ¡Dejadme pasar!
Y cuando ella se apartaba para librar el paso, desdeñosa-
mente, él le dijo:
–¡Me habéis traicionado una vez!... ¡Libraos de volver a
traicionarme!
Luego bajó, tranquilo en apariencia, dejando a la gran cas-
quivana temblorosa y lívida sobre las escaleras.
El conde Lionel de Esbly, el evadido de la prisión central
– hoy el doctor Christian Nikador, acababa de llegar de Norue-
ga: quería, ejerciendo gratuitamente la profesión médica, des-
enmascarar a sus acusadores, obtener la revisión del veredicto
criminal; espera desarticular las investigaciones policiales, gra-
cias a su metamorfosis de aristócrata parisino en doctor extranje-
ro, con un estado civil nuevo, con nuevas apariencias, e ignora-
ba, en sus visitas al hotel del Conejo Coronado, que los Naumier
31
fuesen pariente de Ambroise, su ex mayordomo, el traidor que a
las órdenes del barón Géraud, conchabado con la Michon y con
la ayuda de la Cría-Reseda, había destrozado su vida.
¿Qué iba a ocurrir ahora con el encuentro de la Srat. de
Haut-Brion, con la virgen injustamente censurada y expulsada, y
luego caída en brazos de un rufián en levita, y hoy, gran casqui-
vana?
¡Nikador – como Jesús –sufriría su calvario en nombre de
la verdad, y tal vez tuviese en la cortesana, y a pesar de su error,
a una nueva Magdalena!
… Era de noche… Se oían los frufrús de las faldas. Unas
parejas subían las escaleras cuchicheando en las sombras… Un
olor a celo invadía el hotel…
Para los patrones del Conejo Coronado, como para los del
Egipto, del Café de la Esperanza y la Cervecería el Bol de Oro,
los mejores clientes eran los de las «habitaciones de paso»: Cas-
quivanas de mayor o menor relevancia, enjoyadas, lesbianas y
tatas hacían morir voluptuosamente allí a los hombres y a la
mujeres, a los viejos e incluso a la juventud de los institutos y
los talleres.
Desde hacía tiempo, ya se hubiese debido clausurar todo
ese tipo de negocios; pero los vendedores de vino – los hay bue-
nos y malos como en todos los oficios y todas las artes – son los
reyes de Paris, y los viejos moralistas, tales como el barón de
Géraud, alcalde de Haut-Brion, consejero general y futuro dipu-
tado del Oise, tenían necesidad de sus electores.
33
II
PRÍNCIPE Y CASQUIVANA
Una mañana de noviembre, hacia las once, Cloé de Haut-
Brion y Blanche Latour, actriz de las Fantasías Parisinas, embu-
tidas en ricos abrigos, regresaban de hacer unas compras en un
elegante cupé.
Los caballos del coche, dos magníficos irlandeses, seguían
a toda velocidad por la calle Saint-Lazare, cuando de repente el
coche se detuvo.
–¿Qué sucede, William? – dijo Lilas, bajando una de las
ventanilla.
El cochero en librea azul y oro, se volvió hacia la ama su
rostro afeitado de correcto criado, mientas que el sirviente a pie
saltaba a tierra para mantener agarradas las bridas.
–Lo ignoro, señora… ¿Debo tomar otro camino?
–No, espera…
Las dos amigas se inclinaron hacia las portezuelas, vieron
en la esquina de la calle del Havre, y cortando el paso, una mu-
chedumbre enorme que se agolpaba ante los tarros rojos y ver-
des del escaparate de una farmacia.
Cloé se dirigió al primer individuo que se encontraba en la
calzada, el más cercano a ella, al lado del coche. Era un joven
obrero de fisionomía audaz y leal, con bigotes incipientes, vesti-
do con un mono azul y tocado con un gorro de terciopelo negro.
–¿Qué ocurre, amigo mío?
El hombre se quitó el sombrero ante la bella dama:
–Una muchacha, una cantante callejera, que acaba de apa-
recer desvanecida sobre uno de los bancos de la estación de
34
Saint-Lazare… Por lo que parece, la pobre no comía ¡Estaba
pálida como una muerta!... ¡El hambre… probablemente! ¡Estas
cosas se ven en París, señora!
–¡El hambre! – exclamó la señorita de Haut-Brion, emo-
cionada. ¡Oh! Dios mío! ¡Ven Blanche, ven!
Saltaba del coche: la artista de las Fantasías Parisinas le
dijo:
–¿Adónde vais querida?
–A informarme de esa pobre mujer…. Acudir en su ayu-
da…
–¡Oh! Yo temo las emociones violentas; ¡el doctor Gédéon
me las ha prohibido! Os esperaré en el coche; id y daos prisa…
¡Hace frío!...
–¡Como queráis! – replicó secamente la sobrina del barón
Géraud.
Y, dirigiéndose a su criado de pie:
–¡Acompáñame, Ludovic, y trata de abrirme paso!
Ella caminaba, precedida del criado; el hombre de mono
azul, la llamó von voz tímida:
–¿Señora?
–¿Sí, amigo?
El obrero parecía muy intimidado:
–He escuchado, sin querer, lo que decíais a vuestra ami-
ga… y he pensado… He supuesto.. que podríais permitirme…
unir mi modesta oferta a la limosna que lleváis a esa desdichada
muchacha…
Él tendió una moneda de veinte centavos; la gran casqui-
vana la rechazó, sonriendo; pero él insistía:
–Tomadla, señora… ¡Es de corazón!... ¡Y creo que me
traerá buena suerte en el regimiento y luego en el hogar!
La Srta. de Haut-Brion aceptó la pieza blanca:
–¿Cuál es vuestro nombre, señor, os lo ruego?
–Françóis Laurier, dragón en el regimiento 34, de permiso
para serviros, señora.
–¿François Laurier… dorador de metales?
El joven la miró, estupefacto:
35
–¿Me conocéis, señora?
–¡Sí, sí, os conozco, Señor Laurier! Y gracias por vuestra
limosna para mi protegida!
Ella saludó amablemente al enamorado de Annette Loizet
que quedó allí, aturdido, y ordenó a Ludovic que lo esperase en
la puerta de la oficina mientras tanto ella entró en casa del far-
macéutico.
Rodeada del hombre del Códex, de sus tres ayudante y de
dos agentes, la involuntaria clienta estaba sentada sobre un gran
sofá.
La Srta. de Haut-Brion se deslizó a su lado y vio a un chi-
quilla de dieciséis a diecisiete años, vestida con un vestido negro
ajado por el uso, con una pañoleta azul anudada bajo el mentón
que rodeaba su rubia cabellera; era bonita, con una belleza casi
religiosa, con su rostro evocando una figura de vitral, y cuya
palidez destacaba sobre el terciopelo oscuro del asiento.
–¿Muerta? – balbuceó Cloé, dirigiéndose al patrón de la
farmacia.
–No, señora; tranquilizaos…
–¿Habéis llamado a un médico?
–¡Oh! ¡inútil! Acabo de hacerle tomar un tónico y, cuando
regrese en sí, un caldo será el mejor de los remedios!
–Entonces, es cierto… ¿Es el hambre?
–El hambre y el frío… ¡Ved lo ligeramente vestida que
está para este tiempo glacial!
–¡Pobre pequeña!
Ni crimen, ni delito, un simple hecho banal.
Los dos agentes se retiraron, dispersando a la multitud de
curiosos, apelotonados en la calle Havre:
–¡Circulen, caballeros, circulen!
Se decía:
–¡No ha ocurrido nada!
–¡Una mujer desvanecida!
–¡Una cantante callejera! ¡Alguna bohemia!
Algunas personas – en nombre de las Sociedades protecto-
ras de animales – hubiesen derramado lagrimas sobre un caniche
36
atropellado o un percherón golpeado; una joven humana estaba
moribunda, y se pasaba de ello, pues, en Paris, ¡la vida de las
mujeres es menos sagrada que la de los caballos y los perros!
La gran casquivana y el farmacéutico permanecían solos,
cerca de la desconocida, y los ayudantes iban y venían de la
tienda al laboratorio.
La joven abrió sus grandes ojos y movió ligeramente sus
labios descoloridos.
–Dentro de un rato podrá hablar y respondernos,– dijo el
farmacéutico.
Pronto, en efecto, la desconocía, murmuró inquieta, escu-
driñando su entorno:
–¿Dónde estoy?... ¿Qué ha ocurrido?... ¿Y mi madre?
¿Dónde está mi madre?
Dulcemente, la Srta. de Haut-Brion se inclinó hacia ella:
–No te preocupes, mi niña… ¡No te abandonaré!
Y, tomando un bol de caldo traído por un alumno de ese
generoso farmacéutico:
–Bebe, ha hablaremos luego…
La enferma tomó la taza, bebió el caldo y rosados y fugiti-
vos colores aparecieron sobre sus mejillas.
Ella suspiraba:
–Gracias, señora… gracias, señor… ¡Qué buenos sois!...
¡Me siento revivir!--- ¿Pero cómo he llegado aquí? ¿Quién me
ha traído?
Cloé respondió, siempre amable y cariñosa:
–Te han encontrado desvanecida en un banco, en la esta-
ción… ¡pobre pequeña!
–Sí, es cierto, ya me acuerdo… ¡Dios, lo que he sufrido!
–¿Ahora, ya estás mejor?
–¡Oh! ¡Mucho mejor!... ¡Me siento fuerte!
Para dejar más libertad a la Srta. de Haut-Brion, en su in-
terrogatorio, el farmacéutico, que veía en la visitante, no una
casquivana, sino una dama de la alta sociedad, se había alejado,
gruñendo contra las últimas cabezas fijas a los cristales, y que
37
los frascos multicolores hacían achatadas, con luminosidades
pálidas.
Lilas preguntó:
–¿Te dedicas a cantar en las esquinas, verdad, hija mía?
Un sonrojo empurpuró el noble y dulce rostro de la chiqui-
lla:
–No, señora, pero…
–Lo entiendo… ¡la miseria!... ¿Y te llamas?
–¡Olga Lagrange!
–¿Eres parisina?
–Nací en Rusia, pero de padres franceses…
–¿Dónde vives?
La otra se callaba, aún sonrojada, y la gran casquivana
comprendió que debía haber en la existencia de esa niña un do-
loroso secreto.
Ella dijo, maternal:
–No creas, pequeña, que te lo pregunto por mera curiosi-
dad. El azar me ha puesto en tu camino, y mi único deseo es
ayudarte… Mi coche está ahí, me espera en la calle… ¡Me gus-
taría llevarte a tu casa con tu madre e informarme de vuestras
necesidades!
Olga se levantó, turbada:
–¿Vos? ¿Vos, señora, a nuestra casa? ¡Oh! ¡no!
–¿Por qué, hija mía?
El orgullo dominaba a la miseria. Siendo una desconocida,
la Srta. Lagrange aceptaba cantar en las esquinas y recibir li-
mosnas anónimas debido a la enfermedad de su madre y ante la
impotencia de encontrar un trabajo, pero habiendo dado su
nombre, no quería ofrecer a una extraña el espectáculo de su
pobreza:
–Señora, os lo agradezco de todo corazón… Dejadme
marchar sin preguntarme más!... Aunque seamos pobres, mi
madre y yo no pedimos limosna; no la pediremos jamás!... ¡Soy
joven, valiente, trabajaré, daré lecciones de piano, de canto, en-
señaré francés, inglés, ruso!… ¡Saldré adelante! La mala suerte
no se encarnizará siempre con nosotros!... ¡Adiós, señora, adiós!
38
Cloé no sabía que pensar: Olga se expresaba con una pu-
reza de lenguaje que no dejaba ninguna duda sobre su origen;
había sido educada de manera distinguida, puesto que era capaz
de enseñar piano y lenguas… ¿Así pues, cuál era el misterio que
planeaba sobre esa criatura? Nada culpable, por supuesto, a juz-
gar por la nobleza en su actitud y la claridad virginal de sus ojos.
Tras haber dado las gracias al farmacéutico y a sus ayu-
dantes, Olga se dirigió a la puerta, enviando a la rubia dama una
última señal de gratitud.
La Srta. de Haut-Brion había extraído un billete de cin-
cuenta francos de una cartera y se lo entregaba a la joven:
–Acepta al menos esto para sufragar tus primeras necesi-
dades!
Y, a un gesto embarazoso de la otra:
–¡Oh! no te regalo nada, es un préstamo, un adelanto para
cuando trabajes… no puedes rechazarlo!
Ese dinero era la vida asegurada durante algunos días, el
alquiler retrasado, el pan, carbón, y, para la madre, un poco de
carne y vino: esperando el trabajo, eso era una aurora de salud!
La Srta. Lagrange tomó el billete y dijo:
–¿Queréis, señora, darme vuestra dirección, e indicar el
día y la hora en la que debería presentarme en vuestra casa…
para devolveros el dinero?
Fue el turno de Cloé de vacilar. Además como a ella le
gustaba la caridad discreta, la Srta. de Haut-Brion no se atrevió a
mancillar la limosna a ojos de la inocente, revelándole que se la
debía a una gran casquivana:
–Mi querida niña… cuando estés dispuesta a devolverme
ese dinero, se lo darás a alguna otra joven valiente y desdichada,
¡y la caridad hecha por tus manos, me hará feliz!
Las dos mujeres se separaron en el umbral de la farmacia,
y, mientras la Srta. Lagrange se alejaba lentamente en la direc-
ción de la iglesia de la Trinidad, Lilas regresó a su coche.
–¡Ah! ¡Estáis aquí! – exclamó Blanche Latour, enervada
por la espera –¡Dedicáis mucho tiempo a vuestras buenas obras!
39
–¡Una mártir de la vida! – suspiró la Señorita de Haut-
Brion.
–¡Bah! ¿Acaso no es todo el mundo más o menos mártir?
Si hubiese que apiadarse a cada instante de la suerte de los de-
más, no se tendría ni un minuto para pensar en una misma!...
¿Me lleváis a mi casa?
–Con mucho gusto y ¿cuento con vos, Blanche, para cenar
esta noche con… mi amante y sus camaradas?
–¡Claro, querida!
El criado de pie se mantenía ante la puerta abierta; Cloé le
dijo:
–¡A la calle de la Boëtie, al domicilio de la señorita La-
tour, y luego al palacete!
Pero, de pronto exclamó:
–¡No, no, espera!
Annette Loizet pasaba por la acera, oteando a lo lejos y
con un paquete en la mano. La morena y honesta obrera parecía
estar buscando a alguien.
Ahora bien, ese alguien era François Laurier. Todos los
días, a mediodía, desde hacía una semana, los dos enamorados
se daban cita en la esquina de la calle del Havre y subían juntos
para almorzar en la calle Marcadet, donde el dragón de permiso
vivía en una casa vecina de la de la costurera.
La Srta. de Haut-Brion llamó:
–¡Annette! ¡Annette!
La costurera emitió un grito de alegría, cuando vio a la
Srta. de Haut-Brion que había bajado del coche, y se puso a co-
rrer hacia la hija de sus antiguos amos.
Intercambiaron un beso de hermanas.
–¡Oh! señorita, ¡qué feliz estoy de encontraros!
–¡Y yo también, Annette! ¡Es el buen Dios el que te envía!
¡Tal vez puedas hacerme un favor!
–¡Hablad! ¿Qué debo hacer?
–¡No tienes un minuto que perder! Ve rápidamente por la
calle Saint-Lazare, del lado de la Trinidad! Intenta alcanzar a
una jovencita vestida de negro, con una chaqueta de lana azul…
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Parece muy pobre… y angelical… No te resultará difícil reco-
nocerla…
–Sí, señorita… ¿Y luego?
–Síguela; ¡tengo que saber donde vive!... ¿Tienes tiempo?
–Lo tomaré de las dos horas que me conceden para almor-
zar y entregar mi mercancía… Además, si regreso tarde al al-
macén, ¡tanto peor! ¡No tengo muy a menudo ocasión de servi-
ros!... ¿Adónde deberé llevaros las noticias?
–Esta noche, a mi casa, en la avenida de Antin…
–Entonces, ¡hasta la noche, señorita Cloé!
–¡Hasta la noche, Annette!
La empleada del ilustre costurero Vestris dirigió algunas
palabras a su novio que, según su costumbre, la esperaba en la
calle del Havre, y marchó ligera tras las huellas de la Srta. La-
grange.
Ahora, la gran casquivana, tras haber dejado a Blanche
Latour en la calle de la Boëtie, regresaba a su palacete, una ma-
ravilla de estilo renacentista, con un balcón de piedra labrada y
dieciocho ventanas en la fachada, y, antes de llegar a la escalina-
ta de la entrada, un jardín con árboles siempre verdes.
La bella Lilas llevaba allí una vida principesca, y el Sr.
Jacques Le Goëz, locamente enamorado, no le escatimaba nin-
guno de sus lujosos caprichos.
Unos lacayos en librea azul y oro, circulaban por el hall y
los salones; camaristas en los vestidores; ocho caballos de raza
relinchaban en las cuadras, y los coches, engalanados con su
escudo heráldico (un ramo de lilas sobre un campo azul) maravi-
llaban por su riqueza y buen gusto a los asiduos al Bois y al
Hipódromo.
Liberada del barón Géraud y del vergonzoso yugo del be-
llo Arthur, Cloé no tenía apariencias que guardar ni precaucio-
nes que tomar; ahora vivía en el gran lujo de la vida parisina,
dando fiestas, multiplicando sus cenas, de las que los periódicos
publicaban los menús y relacionaban los invitados, mostrándose
en el circo y en los teatros, deslumbrante de joyas, recibiendo en
sus veladas de los miércoles, gracias a Le Goëz, muy conocido
41
en todos los ambientes, diputados, senadores, personas impor-
tantes de las finanzas, artistas, deportistas y, en cuanto a muje-
res, actrices, bailarinas, y toda la flor y nata de la alta alcurnia.
En cuanto al vizconde de La Plaçade, a menudo se le veía
merodear alrededor del palacete, más apuesto, más joven, más
seductor que nunca, y la Srta. de Haut-Brion se preguntaba, con
un sentimiento piadoso, quién podía ser hoy la víctima del bri-
llante chulo en levita negra.
¡Oh! ¡Cloé ya no amaba a Arthur! Ya no experimentaba
por él más que asco y desprecio, y sin embargo, todas las veces
que lo veía pasar bajo sus ventanas, sentía una conmoción extra-
ña que la turbaba y la aguijoneaba hasta lo más profundo de sus
voluptuosas carnes.
El banquero había soportado con corazón ligero la muerte
de su esposa; y, si, por ventura, el rostro del grueso hombre se
velaba de angustia, no era por el recuerdo del fin trágico de El-
éonore, sino porque el viudo solamente temía la llamada de la
Fiscalía debido al crimen, siempre misterioso, del bulevar Saint-
Germain.
Desde hacía más de dos años, el Sr. André Crudière, el
juez de instrucción, el mimo que se encargó del proceso de Es-
bly, se empeñaba en proseguir la investigación, caminando entre
tinieblas, es cierto, casi sin esperanza de lograr pruebas, pero
esperando un golpe de azar.
La Srta. de Haut-Brion y Jacques Le Goëz acababan de
almorzar en un elegante salón Enrique II, pero la gran casquiva-
na, desde su encuentro con Lionel en el cabaret del bulevar de la
Villete, no soñaba más que con sus antiguos y virginales amores
y, ante el insulto del evadido, y por temor a traicionarle, no se
atrevía a buscar al conde de Esbly.
– ¿Y bien, Jacques, – dijo – y ese desdichado e intermina-
ble asunto?
–Todavía he sido llamado ayer ante ese maldito juez de
instrucción…
–¿Y eso os molesta?
–¡Me horroriza!
42
–¡Deberíais estar acostumbrado!
–¡Dios mío! Sé que hace bien su oficio, pero, si encontrase
a los culpables ¿resucitaría eso a mi pobre esposa?... No… ¡Pues
bien, entonces que se dé prisa y que lo cierre de una vez!
El viudo, como siempre, a la evocación de la difunta Eléo-
nore, simuló enjugar una lágrima ausente:
–No es que quiera olvidar a Eléonore… ¡Oh, no es eso!
¡No es culpa suya! ¡Pero habría podido morir de forma natural,
como ocurre con la mayoría de las personas!... ¡Cuántos quebra-
deros de cabeza me hubiese evitado!... ¡Y, hete aquí que ese
animal de Crudière está ahora siguiendo otra pista!
–¡Ah! – dijo Cloé, indiferente, pelando una naranja.
–Sí…la del rubio alto.
–¿Qué rubio alto?
–Según dice, el que ha asesinado a Gabrielle Bouvreuil, la
mujer de la calle Marbeuf… Ya sabes, Gabrielle Bouvreuil, una
asidua de los Folies-Bergere.
–Sí, pero ¿qué relación puede tener ese crimen con el de la
Señora Le Goëz?
–Por lo que parece, mucho. El juez me ha explicado eso,
con mucho lujo de detalles: los dos asesinatos son idénticos:
mismo tipo de herida… misma arma… mismo modus operan-
di... ¡El Sr. Crudière está convencido de que el asesino de la
pobre Eléonore es el individuo que mató a la Bouvreuil!... ¡Son
idiotas estos magistrados! ¡Qué busquen a su rubio alto! ¡qué lo
encuentren! ¡que lo ejecuten y que me dejen en paz!... Si quisie-
ran yo les proporcionaría rubios altos… como por ejemplo a ese
crápula de La Plaçade!
–¿Sospechan de él?
Él levantó los hombros:
–¿De él? ¡Venga ya! ¡El vizconde vende a las mujeres!…
No las mata!... ¡Las conserva para vivir de ellas!
Le Goëz se puso el abrigo.
–¿Vas a salir?–preguntó Cloé.
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–¡Sí… voy a la Bolsa! Quiero ganar dinero, mucho dinero
para mi pequeña Lilas, ¡mi bonita y pequeña Lilas!... ¿Necesitas
algo?
–¡Sí, siempre!
–Te daré un cheque…
–Y me enviarás dos o tres cestas de hermosos pescados,
fresas y uvas para la cena…
–¡Entendido!
Tras la marcha del viejo enamorado, la Srta. de Haut-
Brion subió a sus aposentos y procedió al baño del día, ayudada
por sus criadas, luego, ya sola, miró hacia afuera a través de un
ventanal.
Bajo el cielo glacial de noviembre, los transeúntes y los
coches eran escasos sobre la avenida de Antin, y una brisa ligera
levantaba y hacía bailar las hojas de los árboles, como si fuesen
pájaros dorados.
Lilas olvidaba su encuentro con la infortunada niña cuya
dirección había encargado a Annette que descubriera, y todo su
pensamiento se concentró en Lionel de Esbly tan repentinamen-
te aparecido en las escaleras del Conejo Coronado, y como sus
nuevos gestos y su larga barba no le impidieron reconocerlo.
Siendo virgen en el castillo de Esbly, él la humilló, la in-
sultó, la expulsó cuando era víctima de la trampa de un rufián y
cuando acaba de luchar por la inocencia del bien amado.
Cortesana en París, la flagelaba con su desdén cuando ella
lo saludaba, avergonzada, con las manos implorando perdón, e
incluso la consideraba capaz de traicionar al evadido de prisión.
Y, sin embargo, a pesar de su vida perdida, sin esperanza
de redención ni de amor, ella lo amaba y rogaba a Dios que con-
fundiese a sus enemigos y obtuviese la victoria.
De pronto, sus ojos se desviaron al otro lado de la calzada,
y observó a un caballero alto con una pelliza brillante y lujosa
que, detenido sobre la acera, la contemplaba con una sonrisa
irónica en los labios: el vizconde Arthur de La Plaçade.
Cloé quiso retirarse, y, a su pesar, la gran casquivana per-
maneció allí, fascinada y encantada ante el bello Arthur.
44
La Plaçade hizo una breve señal y atravesó la avenida, di-
rigiéndose hacia el palacete.
–¡No! ¡No! ¡Eso es imposible! ¡No será capaz de atrever-
se! – gruñó Lilas, agitada en la habitación– ¡No lo recibiré!
Casi simultáneamente, la campanilla de la entrada sonó
dos veces anunciando la llegada de dos visitantes, ajenos el uno
al otro.
Ludovic, el mayordomo, entró, una vez autorizado:
–El príncipe Dimitri Vorontzow solicita si la Señora puede
recibirlo.
La Srta. de Haut-Brion que esperaba el anuncio de La Pla-
çade, creyó haber entendido mal:
–¿Cómo dices?
–El príncipe Dimitri Vorontzow… He aquí su tarjeta…
Y el criado entregó sobre una bandeja de plata, la tarjeta
blasonada donde la gran casquivana leyó:
PRÍNCIPE DIMITRI VORONTZOW
Atamán de los Cosacos del Don.
–La campana ha sonado dos veces a intervalos – observó
Cloé – ¿Hay otro visitante?
–Sí, señora… es el vizconde de La Plaçade. Charla en la
antesala con Julie, la ama de llaves.
–¿Y el príncipe?
–Lo he introducido en el gran salón.
–Bien; ya bajo…
La Srta. de Haut-Brion se disponía a reunirse con el noble
extranjero, cuando el gran y rubio Arthur le cortó el paso, rien-
do:
–¡Hola, Lilas!... ¿Ya no me quieres, eh?
Ella retrocedió ante el vizconde, y él, con la frente alta,
siempre soberbio y alegre, con su barba de oro, penetró en la
habitación.
–¡Salga, señor! – exclamó la sobrina del barón Géraud. –
¡Salga,oh, salga!
Él sonreía irónico, con el sombrero sobre la oreja:
45
–Sí, ya lo adivino… ¿Estás dispuesta a encontrarte con el
príncipe Vorontzow? ¡Haces muy bien! ¡Jamás se puede despre-
ciar a semejante personaje!... ¡Jolines! Un gran señor realmente
rico y, en estos días de esperanza franco-rusa, atamán de los
cosacos!.... ¡Estoy bien informado, mi bella! Ha sido presentado
con gran pompa en el Cosmopolitan, por lo más granado del
Club: Lord Reginald Fenwick y el marqués de Artaban.
–¡Salid! –repitió Cloé..– ¡Me producís horror!
–Mírame pues, y dime si te puedo infundir horror, queri-
da... ¡Lilas, deberías volver a amarme!
–¡Miserable!
–Venga, dame una prueba de buena voluntad… Acuérdate
de nuestras deliciosas horas.
–¡Dejadme pasar!
–Primero, escucha un consejo
–¡Ningún consejo tengo que recibir de vos!
–Igualmente te lo doy: ¡abandona a Le Goëz!... ¡Se está
arruinando! ¡Está invirtiendo muy mal en Bolsa! ¡Antes de dos
meses estará en la ruina!
–¡Déjame! –rugió Cloé– o llamo y os hago arrojar a la ca-
lle!
Arthur seguía sonriendo, acariciando con su mano enguan-
tada la mata de oro de su rostro:
–¡Oh! ¡oh! ¡no te enfades! Ve a reunirte con tu príncipe y,
si no está ya decidido, apresúrate a tomarlo por amante, pues tu
banquero… ya sabes… ¡mal negocio!... En cuanto a mí, me vol-
verás a amar, Lilas. ¡Una nunca olvida al primero!... He tenido
el orgullo de poseer tu primor virginal y exquisito; fui yo quien
te ha lanzado y tengo el derecho y el deber de velar por mi noble
criatura.... ¡Hasta pronto!...
Se alejó, arrojando a la gran casquivana una de sus magné-
ticas miradas, y la Srta. de Haut-Brion, completamente alterada,
bajó al gran salón donde se encontraba el príncipe Dimitri Vo-
rontzow.
El atamán era un gigante de unos cuarenta años, cabellera
rizada, con una larga barba de chivo, rostro un poco arrugado y
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unos ojos azules que delataban inteligencia y energía. Vestido
con un amplio chaleco negro y un pantalón claro introducido en
unas botas finamente barnizadas, el príncipe ofreció a Lilas su
mano hercúlea, mientras que una sonrisa mostraba su blanca
dentadura:
–¡Buenos días, señorita de Haut-Brion! ¡Me hace feliz…
muy feliz veros!
Y como Lilas dudaba en depositar su mano en la del hom-
bre:
–¿Mi nombre no os dice nada, no es así, señorita?
–Lo he oído pronunciar hoy por primera vez …
–Evidentemente, vos conoceréis mejor el del conde Pala-
dine?
–¿El conde Paladine?… ¿el camarada de mi padre, el ab-
negado amigo que cuando mi padre murió llevó sus cenizas a lo
más profundo de Rusia?... ¡Sí, señor, conozco a ese hombre y lo
venero!
–¡Chssst! – sonrió el atamán de los Cosacos – ¡podría es-
cucharos!
–¿Vos?... ¿Sois vos, señor?
–¡Sí, yo! Me llamo príncipe Dimitri Vorontzow desde
hace dos años, como heredero de uno de mis tíos y por la volun-
tad de nuestro padrecito el Zar…
Ella gimió, confusa:
–¡Oh! príncipe, ¿vos aquí? ¿en mi casa?... ¿En este palace-
te?... ¿En casa de Lilas?
Dimitri Vorontzow se acercó a ella y dijo dulcemente:
–¿No os emocionéis de ese modo, señorita… ¡Lo sé todo y
he venido igualmente!... La vida privada de la Señorita Lilas no
es de mi incumbencia, no tengo nada que ver en ello… ¡Es a la
hija de mi añorado amigo, el marqués Emmanuel, a Cloé de
Haut-Brion a quien me dirijo y, os lo repito, me hace muy feliz,
muy feliz veros!
Cloé estalló en sollozos; él le tomó las manos, y, habién-
dola tranquilizado con buenas palabras, la hizo sentar y se ins-
taló respetuosamente y tiernamente cerca de la mujer:
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–¡No es la primera vez que nos encontramos juntos, hija
mía!... Vos no podéis acordaros; ¡erais tan pequeña!... ¡Lleva-
bais entonces luto por vuestra madre!... En esa época de mi ju-
ventud yo era agregado militar junto al Embajador, en Francia,
de su Majestad el Zar… El marqués Emmanuel, vuestro padre,
con el que había hecho mis estudios en Stanislas, me recibió en
su castillo de Haut-Brion, y cuando, dos años más tarde, trasladé
los despojos mortales de mi querido camarada, vos sufríais tanto
que no pude abrazaros…
A Lilas le daba la impresión de que un velo espeso se le-
vantaba ante sus ojos; ahora se acordaba de un apuesto joven en
brillante uniforme, sentado junto al marqués, en el gran salón
ancestral, y volvía a ver ese salón con las puertas-ventanas
abiertas sobre el inmenso parque del castillo, los retratos de fa-
milia, la altura de las inmensa paredes y, después de los antepa-
sados, la imagen de la madre fallecida al día siguiente del parto,
una joven mujer rubia y rosada, con un vestido de satén negro;
volvía a ver a su padre, de pie y vivo, a su lado, muy alto, muy
apuesto, vestido en traje de caza, y todos los seres, incluso los
más humildes que ella había conocido y amado antaño se le apa-
recieron: Yvonne, la vieja cocinera en cornete blanco, Léonard,
el guardia, otros servidores aún, y sobre todo los Loizet, Domi-
nique, el cochero, Jean, el jardinero, Marie y Annette, a la que
debería volver a ver en tan tristes circunstancias; Io, la vaca fa-
vorita, cuyo cencerro de plata tintineaba en la pradera, y los po-
nis ardientes, y los grandes perros de las montañas, tan feroces
con los extranjeros y tan cariñosos y sumisos con ella.
El atamán comprendió lo que pasaba por la cabeza de la
Srta. de Haut-Brion y respetó su ensoñación.
Por fin, preguntó:
–¿Y vuestra hermana? ¡habladme de vuestra hermana!
Cloé levantó la mirada:
–¿Mi hermana?... ¿Qué hermana?
–¡Pues la hija nacida de un segundo matrimonio del mar-
qués de Haut-Brion!
48
–¡Por desgracia, señor, murió en Rusia hace mucho tiem-
po, así como la segunda esposa de mi padre!
Vorontzow se levantó:
–¿Quién ha podido deciros semejante cosa?
–El barón Géraud.… mi tío… y desde que era niña jamás
me ha vuelto a hablar del tema. Incluso desconozco el apellido
de la mujer con la que mi padre se casó… allá, en el momento
de morir…
–¿Cómo? ¿El barón os ha dicho que vuestra hermana y
vuestra madrastra habían muerto en Rusia?
–Sí, príncipe; y cuando intentaba hablar e ellas, él desvia-
ba la conversación…
–Y a mí me escribió diciendo que había recogido a esas
pobres mujeres y que hacía educar a vuestra hermana junto a
vos, con los mismos cuidados y la misma disposición. ¿Por qué
esa mentira?
Había perdido su frialdad de moscovita, y, con la sangre
en el rostro y los ojos llenos de lágrimas, se paseaba por el salón
con el aspecto de un león irritado.
Cloé dijo, vibrante de esperanza:
–¿La hermana desconocida a la que lloré en mi infancia, la
segunda madre que hubiese estado dichosa de amar, viven?
–¡Deben existir puesto que el barón Géraud os ha mentido
afirmando su muerte ya lejana en Rusia, cuando yo las sabía
residiendo en Francia... el año pasado!
El Sr. Perrotin, en nombre del Señor Géraud, me escribió
al respecto, y el Sr. Perrotin celebraba las bondades del barón!...
Así pues, ¡mentira tras mentira!
–¿No habéis visto a mi tío?
–Me he presentado en su palacete y se me ha dicho que
había partido para una de sus tierras en provincias por encon-
trarse muy enfermo; pero por todas partes adonde vaya, le en-
contraré y, ¡por los Santos Iconos! ¡Tendrá que dar muchas ex-
plicaciones!
Acercándose a Cloé:
49
–Vamos, hija mía, recordad…. ¿vuestro tío nunca ha deja-
do escapar una frase… o hecho alguna alusión que pueda poner-
nos sobre la pista de esas desdichadas?
–¡Nunca! ¡No sé nada, absolutamente nada diferente de lo
que os he dicho antes!
El príncipe volvió a sentarse junto a la Srta. de Haut-
Brion:
–Mi querida niña, me disgusta entristeceros, pero os debo
el relato del segundo matrimonio y de la muerte de vuestro pa-
dre… Seré breve… Tres años después de mi visita al castillo de
las Haut-Brion, el marqués Emmanuel vino a mi casa en una de
mis propiedades del Cáucaso. Yo vivía en esa época, y todavía
vivo con mi hermana, la princesa Yvanowana… Con nosotros
vivía una lectora francesa a la que queríamos como si fuese de
nuestra familia… La llegada de mi amigo fue para nosotros una
gran alegría, en nuestro país de altas montañas y bosques pro-
fundos; también no escatimamos en gastos para hacer la estancia
del marqués agradable: carreras a caballo por las estepas, pesca,
caza; y siempre la lectora de mi hermana, joven de veinte años,
alegre, espiritual y encantadora, nos acompañaba y disputaba en
bravura con Yvanowana… Ahora bien, un día, la lectora desapa-
reció sin razón alguna, dejando una carta en la que anunciaba un
viaje a Francia y su próximo regreso… Pasaron los meses… El
marqués de Haut-Brion encontraba medio de maravillarnos me-
diante sus audacias, a nosotros, sin embargo habituados a los
ejercicios violentos, y ocurrió que su temeridad, durante una
caza de oso gris, hizo que nuestra jornada de placer se convirtie-
se en una noche de duelo…
Unas lágrimas rodaron por la barba del atamán:
–¡Ah! señorita, ¡esa velada maldita no desaparecerá jamás
de mi memoria! ¡Pobre amigo!... ¡Qué valor!... ¡Qué devo-
ción!... ¡Qué audacia! Muerto por salvar a un mujik1
al que un
oso gris acababa de derribar… El marqués salvó al mujik y él,
mortalmente herido, fue transportado al castillo… La víspera de
1
Campesino ruso. (N. del T.)
50
su muerte me confesó que, desde hacía tiempo, amaba a la lecto-
ra de mi hermana y que tenía que reparar una gran falta; ella
había partido de nuestra casa por haber quedado encinta, y hoy,
se ocultaba con su hija en la aldea de Korwaïa, a cincuenta vers-
tas del dominio, en la isba de un aldeano rico… Inmediatamente
advertida, la joven mujer se dirigió al castillo y el marqués Em-
manuel de Haut-Brion se casó con su amante in-extremis, ante
un pope del pueblo… Algunos días después, yo traladaba los
restos mortales de vuestro padre al dominio de Haut-Brion, y
vuestro tío, el barón Géraud, solemnemente, al lado del ataúd,
me juró educar a vuestra hermana con vos y para haceros com-
pañía… Fue así como Léonie Lagrange, ante Dios marquesa de
Haut-Brion, partió para Francia, llevando con ella a la pequeña
Olga… Olga Lagrange, vuestra hermana…
Cloé se levantó completamente blanca:
–¿Olga Lagrange?... ¿Habéis dicho: Olga Lagrange?
–Sí, pero, ¿porqué esa conmoción? ¿Por qué esa palidez?
– preguntó inquieto, Dimitri Vorontzow.
Lilas se habló a sí misma:
–La joven muchacha.... encontrada esta mañana… ¡se lla-
ma Olga Lagrange! Nació en Rusia… de padres franceses…
En voz alta, exaltada, feliz, vibrante:
–¡Ah! príncipe, ¡sois mi buen ángel, y os deberé una de las
más grandes alegrías de mi vida!
–¡Explicaos, señorita!
–¡Tengo la esperanza… la más grande esperanza de volver
encontrar a mi hermana!
–¿Luego puedo seros útil en alguna cosa?
–No, señor, pero regresad mañana; probablemente tendré
buenas noticias que daros…
La Srta. de Haut-Brion acompañó al noble visitante hasta
la entrada del palacete y entró en su habitación.
Y allí, mientras esperaba a la joven y brava Annette, en-
cargada de correr tras la Srta. Lagrange, ¡cuántos proyectos!
¡Cuántos sueños! ¡Cuántas esperanzas!
51
Por desgracia, hacia las siete, la Srta. Loizet anunció que,
a pesar de toda su buena voluntad y toda la velocidad de sus
piernas, le había sido imposible alcanzar a la cantante calleje-
ra…
–¡Annette! ¡Annette! – exclamó la gran casquivana–,
¡desde mañana la buscaremos juntas!... ¡Esa jovencita es mi
hermana… mi hermana de Rusia… a la que creía muerta!...
Tengo el deber de encontrarla, a ella y a su madre… ¡la segunda
marquesa de Haut-Brion!... Tengo el deber de ayudarlas, y, sin
conocerlas, las amo en recuerdo de mi padre que, gracias a un
amigo, el príncipe Vorontzow, las recomendó al tío Géraud y
este tuvo la cobardía de abandonar a ambas sabiéndolas en la
miseria...
Ella contó a Annette la historia revelada por el príncipe
Vorontzow; le narró su encuentro con Lionel en el Conejo Co-
ronado, le impuso silencio sobre las extraordinarias aventuras
que, lejos de disgustarla, le hacían entrever luces de aurora y de
redención.
–¡Estoy a vuestro servicio, señorita! – declaró la obrera.
–¡Hasta mañana! – murmuró, soñadora, la ex novia del
conde de Esbly.
¡Oh! como hubiese querido posponer la fiesta nocturna.
Era demasiado tarde y Le Goëz daba órdenes. Los criados iban y
venían por el palacete, preparando las luces y disponiendo la
decoración y las flores.
Pero, por la noche, entre sus invitados, entre los vahos del
champán, el estallido de las luces y las flores, a pesar de las risas
de Blanche Latour, de Mathilde Romain y otras actrices y corte-
sanas ilustres, a pesar de las divertidas palabra de Victor La
Templerie, las obscenas solicitudes del doctor Hylas Gédéon y
los divertimentos del banquero Le Goëz, de Reginald Fenwick,
retornado de Inglaterra con el título de lord y ochocientos mil
libras de renta, y numerosos convidados, la gran casquivana
permaneció triste, con la idea de que el conde de Esbly estaba en
peligro de ser arrestado y que su hermana, Olga Lagrange, tal
vez errase sin pan y sin techo.
52
Mujeres y hombres se abrazaban, ebrios de champán y de
deseo, y había un olor a celo, como en el Hotel del Conejo, pero
muy al margen de las necesidades de la naturaleza, se trataba del
perfume seductor y artificial del mundo cortesano… «Buenas
noches, querido… ¡y a otra cosa!»
53
III
EL CONSEJO DE REVISIÓN GALANTE
En la calle de la Universidad, los Perrotin habían estable-
cido una vigilancia en torno al barón Géraud; todos los movi-
mientos del millonario eran espiados por unos criados a sueldo
del arquitecto; sus cartas, sus telegramas – recibidos o a enviar –
Honoré y Coelsia los conocían previamente y autorizaban o
prohibían su entrega o su despacho.
Ahora, los esposos no vivían en las buhardillas, acababan
de instalarse en el apartamento de Tiburce, y el marido podía
escuchar, desde su habitación, las conversaciones sugestivas de
la bella Nona-Coelsia con el viejo.
En la mesa, la italiana se situaba a la derecha del barón;
Honoré se sentaba a su izquierda, y durante la comida se dispu-
taban a ver quién de los dos cuidaba mejor a su víctima.
Géraud se dejaba llevar en esa existencia vegetativa, con
una resignación lasa; los Perrotin pensaban, actuaban para él, le
ahorraban toda preocupación domestica; sin que se dudase de
ello conseguían hacer obedecer a Tiburce, como un escolar obe-
dece al maestro o un caballo a su conductor, y lo llevaban, per-
suadiéndole de que sus voluntades eran suyas y que ellos ejecu-
taban sus órdenes. Fue así como alejaron todos los amigos y
lograron hacer el vacío alrededor del barón en el palacete, anta-
ño ruidoso y alegre.
Prisionero y guardianes vivían en el primer piso, y, en la
planta baja el arquitecto tenía su despacho, especie de observa-
torio con amplio vitral luminoso, desde donde acechaba a los
54
visitantes, y nadie franqueaba la escalera y no subía a los apo-
sentos de Géraud sin la autorización del cerbero.
Provisto de un poder general, el marido de Coelsia regula-
ba los gastos de la casa, recibía las rentas, se erigía en tutor del
amante de su esposa.
No habría sido hábil secuestrar absolutamente «al gallo de
los huevos de oro». Tiburce salía casi todos los días; se le veía
en el Bois, en el teatro, en los almacenes, sobre los bulevares,
pero siempre flanqueado por Honoré o Coelsia, algunas veces
por ambos.
¿Qué pasaba por el alma del barón, y cómo el viejo había
descendido a tal servidumbre? No se trataba aún de un debilita-
miento de sus facultades mentales, pues, si después de los com-
bates de amor, Géraud experimentaba molestias físicas, su espí-
ritu permanecía intacto. La costumbre lo había hecho todo…
Después de su entrevista tan alterada con Cloé en casa de Olym-
pe de Sainte-Radegonde, el viejo tuvo la esperanza de volver
con Lilas con la intermediación del apuesto Arthur; pero sufrió
un nuevo revés, y, como un perro apaleado, se refugió en las
faldas de su amante; la italiana lo redobló de atenciones volup-
tuosas; se vestía como Cloé, se hizo teñir los cabellos y lo más
frondoso del tesoro íntimo del color del heno para imitar el color
de la rubia; trabajó para imitar la voz y los gestos de la Srta. de
Haut-Brion, y Tiburce cayó bajo su encanto. Pero, el fuego de
lujuria permanecía siempre oculto en el cerebro del barón; el
recuerdo de su sobrina lo obsesionaba día y noche; y a veces lo
invadía la idea de romper sus cadenas, de alejar al sosia de vo-
luptuosidad y de lanzarse a la conquista del ídolo.
Esa mañana, la Sra. Lagrange y su hija debían dirigirse a
casa del barón Géraud. A las diez abandonaron el hotel del Co-
nejo Coronado y, bajo el mismo paraguas usado con las ballenas
dobladas, soportando un chaparrón glacial de finales de noviem-
bre, que caía desde el amanecer, se perdieron por los bulevares
exteriores. El pavimento estaba lleno de fango, y la madre de
Olga, todavía enferma, caminaba penosamente del brazo de la
55
anónima cantante de las esquinas. La Villete estaba lejos de la
calle de la Universidad, y las dos mujeres tardaron más de una
hora en llegar al palacete de Tiburce.
Léonie se detuvo delante del portal, vacilante. Su valor la
abandonaba… En la residencia de la dama, adonde se dirigirían
después al salir del hotel de Géraud, podrían presentarse con la
cabeza alta, pues la Sra. de Sainte-Radegonde necesitaba una
lectora, y la madre acompañaba a su hija con el deseo de enten-
derse… ¡No había nada humillante en esa gestión! ¡Nada que
pudiese herir su orgullo! Pero, en casa de Géraud, ¿qué iban a
hacer?... Reclamar unos derechos… ¡ilegítimos!... ¡Qué ver-
güenza!... ¡Sin embargo, era necesario! El luís del doctor Nika-
dor, deslizado en el cajón a espaldas de Olga y los cincuenta
francos de la dama rubia les habían sido robados, en su habita-
ción, en tres días de intervalo.
La Sra. Lagrange quiso evitar una probable afrenta a su
hija y le dijo que la esperase bajo el porche para entrar sola.
Léonie escalaba el empedrado; un criado le cortó el paso:
–¿Adónde vais, mujer?
Ella no tuvo tiempo de responder; una voz brutal partió de
la casa y exclamó:
–¡Héctor, dé dos centavos a esa mendiga y que se vaya!
Pero la visitante, enrojecida, dijo al sirviente:
–Os engañáis, amigo mío… No pido limosna…
Humillado por esa apelación demasiado familiar en boca
de esa desgraciada, el sirviente volvió a guardar en su chaleco la
moneda y se insolentó:
–¡Yo no soy vuestro amigo!... ¿Qué deseáis?
–¡Hablar con el barón Tiburce Géraud!
–¡El señor barón no recibe a las personas de vuestra ralea!
Entonces, la Sra. Lagrange sintió pugnar en ella su digni-
dad de mujer, y, levantando la cabeza, pronunció:
–¡Anunciad a vuestro amo a la marquesa de Haut-Brion!
Héctor, aturdido, la miraba.
56
Perrotin, semejante a una gran araña acechante, apareció
sobre el umbral de su despacho cargado de compases y escua-
dras:
–¡Ah! ¿Otra vez vos?.. Sin embargo se os ha dicho que el
barón no quería recibiros.
–Le he advertido mi visita mediante una carta, señor, y
pensaba… esperaba…
Bruscamente, Honoré le dijo:
–¡Nada que esperar!... ¡El barón no puede hacer nada por
vos!... ¡Nada!...
–Sin embargo, señor, vos no ignoráis que soy la viuda del
marqués de Haut-Brion.
–¡Sí… in-partibus!... Ya me habéis contado esa historia a
la muerte del marqués, y habéis venido repitiéndola desde hace
dos o tres años…
–¡Porque esa historia es la verdad!... Cuando mi marido
murió, el príncipe Vorontzow entregó al barón Géraud un dinero
para mi hija y para mí…
–No, señora… ya os lo dije en diciembre de 1890; el
príncipe no dejó nada para vos, ni para vuestra hija…
–¡Pues bien, que venga el barón a decírmelo él mismo y
sabré responderle!
–¡No os concederá ese honor!
–Señor… Estoy segura…
El arquitecto le cortó la palabra:
–¡No insistáis!... Os lo repito: ¡El Sr. barón Géraud no
quiere saber nada de vos!... ¡Tiene bastantes limosnas interesan-
tes que dar sin ocuparos de una aventurera!
Ella se estremeció bajo el insulto, pero ni una palabra pu-
do salir de sus labios, y como permanecía anonadada, en medio
de las risas y sarcasmos de varios criados llegados del palacete,
Perrotin ordenó:
–¡Arrojad a esa mujer afuera, inmediatamente!
Los criados iban a obedecer; con un gesto, la pobre criatu-
ra, insultada y siempre valiente, detuvo el sacrilegio de los otros
y salió para retomar con Olga el camino de su calvario.
57
El arquitecto, feliz por la noble ejecución, acababa de re-
gresar a su despacho, cuando un gran señor, descendido de un
coche a la puerta del palacete, atravesó el patio y subió por el
empedrado.
Ese visitante, en sombrero de copa, y larga y rica pelliza,
tenía nobles modales, y el portero se inclinó ante su presencia.
En lo alto, preguntó a Héctor:
–¿Está el barón en casa?
Obsequioso ante el hombre bien parecido, tanto como fue
grosero con la Sra. Lagrange, el criado declaró:
–El señor barón no está visible; pero si el Señor quiere di-
rigirse al Sr. Perrotin, este tendrá placer en recibirle…
–¡No es con el señor Perrotin con quien tengo negocios, es
con el barón Géraud!
–Entonces, le repito lo que he tenido el honor de decir al
Señor, que mi amo no está visible…
–¿Está no obstante en el palacete?
–Sí… pero no recibe…
–Vaya a anunciarle que el príncipe Dimitri Vorontzow in-
siste en hablarle… Tenga, aquí está mi tarjeta…
Héctor, deslumbrado por ese título de «príncipe», tomó la
tarjeta e introdujo al visitante en el gran salón.
Al cabo de un instante, fue Honoré Perrotin quien entró;
saludó al atamán con la mayor de las deferencias:
–¿Vos deseáis ver a mi amigo el barón Géraud, señor?...
El barón no está en el palacete, y estará afligido…
Vorontzow lo calló con la mirada:
–¿El señor Perrotin, sin duda?
–Honoré Perrotin, sí…
–El criado me ha afirmado que el barón Géraud estaba en
casa.
–El criado se ha equivocado.
–¿Estáis seguro?
–Muy seguro.
–Os haría observar, caballero, que es la tercera vez que me
presento aquí, y que siempre he recibido la misma respuesta.
58
Perrotin tuvo un gesto que quería decir: «¿Qué quiere que
yo haga?»; y en voz alta:
–Creedme, caballero, que lamento sinceramente…
–Si pensase que el barón regresaría aquí dentro de algunos
instantes, esperaría…
–Estará ausente durante todo el día…
–¡Informadle de que regresaré mañana!
–¿Me permitís daros un consejo, caballero?... Pues bien,
ahorraos la molestia…
–¿Entonces, ya está decidió?... ¿El señor Géraud se niega
a recibirme?
–¡Oh! príncipe, ¡alejad esa idea! El barón Tiburce está en-
fermo; yo lo sustituyo en todos sus asuntos, y si os dignáis a
confiarme el objeto de vuestra visita, podría seguramente res-
ponderos… pues mi amigo no me oculta nada…
–¡De acuerdo! Señor… Se trata de la Señorita de Haut-
Brion…
El cornudo de Nona-Coelsia adoptó un aire ofendido:
–El barón Géraud no quiere oír pronunciar más el nombre
de una… persona que deshonró a la familia… ¡La Señorita Cloé
de Haut-Brion ha muerto para su corazón y a sus ojos!
–No es de esa Cloé de quien hablo, sino de Olga de Haut-
Brion a la que el barón Tiburce me juró recoger, educar como a
una hija y a la que abandonó cobardemente… ¡Eso es innoble!...
¿Ha entregado al menos a la madre de Olga los diez mil rublos
que yo le confié el día de los funerales del marqués de Haut-
Brion?
–Príncipe, esa suma ha sido entregada a las interesadas por
mí mismo…
–Sí – dijo Vorontzow – maldito miserable, pero el otro
compromiso sagrado no se ha cumplido!... Durante años he vi-
vido en Rusia, tranquilo, convencido de que Géraud cumplía con
su deber; a todas mis cartas me hacía responder que no me pre-
ocupase, que amaba a Olga como a su hija, y, fue en Paris, ayer,
cuando he sabido la triste verdad… ¡El barón Géraud me debe
cuentas y me las rendirá!
59
Honoré creyó deber proteger la integridad de su patrimo-
nio:
–¡El barón Tiburce Géraud ha actuado según su concien-
cia!... Además esa cría por la que os interesáis, ¿tiene el dere-
cho, así como su madre, a llevar el apellido de Haut-Brion?
Unas llamaradas rojas pasaron por los ojos de Vorontzow:
–¡Señor Perrotin, tienen el derecho, y os prohíbo dudar de
ello cuando yo lo afirmo!
Pero, de inmediato, pensando en el objeto de su visita y
juzgando al arquitecto indigno de su cólera, el príncipe dio libre
curso a su emoción:
–¡Esas dos infortunadas mueren de hambre!... Una… ami-
ga ha encontrado a la hija, que canta en las esquinas… pero ha
perdido su pista… Busco por todo París, y mi mayor alegría
sería encontrar a la mujer y a la hija del marqués de Haut-Brion,
para proporcionales un poco de consuelo!... He aquí por lo que
he venido a entrevistarme con el Sr. Géraud; tal vez él sepa don-
de viven bajo el apellido «Lagrange».
El arquitecto, que había robado los diez mil rublos, desti-
nados a la marquesa in-partibus, se cuidó mucho de comentar la
visita anterior.
Declaró, feliz del efecto que iba a producir:
–Os equivocáis, señor… El barón Tiburce ignora, como
yo, la existencia de esas pobres mujeres…
El atamán rugió:
–Entonces, ¿por qué me escribía que las socorrería?
–Sin duda… para no apenaros…
Dimitri Vorontzow estalló:
–¿El barón Géraud es idiota o infame?... ¿Estáis vos, Pe-
rrotin, al servicio de un miserable?
–¡Ah! ¡Príncipe!... ¡príncipe!...
–¡Sin duda hay algo turbio en esta historia y sabré cual es
el enigma!
Y, sin inquietarse más del «guardián», el extranjero salió y
subió al coche.
60
En el primer piso del palacete, en una cálida y lujosa habi-
tación, el barón Géraud, en batín, sostenía amorosamente sobre
sus rodillas a la esposa del arquitecto.
Nona-Coelsia estaba vestida, por encima de finos encajes
de su camisa, con un camisón azul de terciopelo, y sus cabellos,
nuevamente rubios, los había dispuesto al estilo «Virgen», como
antaño hacía su peinado la Srta. de Haut-Brion.
La astuta italiana iba a luchar, según su costumbre, contra
un inmortal recuerdo; toda la noche, el viejo Géraud, en sus de-
bates amorosos, acababa por pronunciar el nombre de Cloé y,
para la Sra. Perrotin, eso era una mala señal.
Ella dijo, mimosa:
–¡Decididamente, rejuveneces, Tiburce, y conozco hom-
bres de treinta años que envidiarían tu vigor!
–Es que tú eres bella, Coelsia… ¡más que bella desde que
te pareces a ella!
–¡Oh! ¡Qué vil eres!... ¿Por qué pensar siempre en esa mu-
jer?
Ella le rodeaba el cuello con sus brazo desnudo y rollizo
cuyo frescor, sano y robusto, rozaba unas mejillas macilentas; y
él, mediante pequeños lengüetazos, besaba las carnes rosadas y
blancas en el lugar más voluptuoso:
–¡Qué bueno!... ¡Bueno!... Esto es muy bueno!
–¿Y esto? – dijo la Sra. Perrotin, ofreciendo sus labios.
Tiburce aplicó allí golosamente los suyos, y a este abrazo
sucedieron otros abrazos y otros besos.
El viejo rechazó a su amante:
–¡Basta!... ¡Basta!... ¡Me siento mal!
Ella se echó a reír:
–¡Vamos! ¡Con cosas tan buenas!
–¡Oh!... sí… ¡muy buenas! ¡Demasiado buenas! – suspiró,
con la tez pálida y la mirada vacua.
–¿Más, bebé?
–¡No!... ¡Esto me mata!... ¡Tengo como un millón de alfi-
leres en el cráneo! ¡Me parece que mis riñones se funden!...
¡Tengo dificultades para respirar!... ¡Heu!... ¡heu!... ¡heu!...
61
–¡Es el mal tiempo!… ¡la lluvia!…
Todos los días ocurría lo mismo, pero el viejo no se daba
cuenta que en cada beso Nona-Coelsia le arrancaba algo de si
mismo…
Una noche, en uno de esos momentos de embriaguez en la
que, perdiendo la noción de los seres y las cosas, el barón libra-
ba sus secretos más íntimos, contó a la bella su tentativa de vio-
lar a Cloé. La italiana conocía bien la historia por su marido; sin
embargo fingió experimentar un gran placer y propuso al viejo
libertino representar sobre el mismo teatro la inolvidable escena.
Tiburce, alegre, aceptó, y, al día siguiente, a medianoche, hizo
irrupción en la habitación de Cloé donde Coelsia lo esperaba.
Entonces, con las mismas palabras, los mismos gestos, los mis-
mos gritos de virgen desolada, la misma persecución a través de
la habitación, el mismo furor erótico del viejo, los dos persona-
jes revivieron la velada del crimen, pero cambiaron el desenlace,
y Géraud, sobre el lecho virginal, con la ilusión de poseer a
Cloé, poseyó a la italiana.
Muy a menudo, Tiburce y Coelsia recomenzaban la re-
pugnante parodia de la violación, y cada vez, para gran triunfo
de la Sra. Perrotin, Géraud dejaba allí un poco de cabeza y un
pedazo de su vida.
La mujer del arquitecto miró el reloj de péndulo:
–Las doce y media… Me voy a vestir… Nos encontrare-
mos abajo, en el comedor…
–No me encuentro bien – dijo el viejo – Deberías enviar-
me el almuerzo aquí, a mi habitación.
–Se hará lo que pides. Y si quieres, iremos luego a dar un
paseo en coche.
–¡Llueve a mares!
–¿Y qué importa eso? ¡Tomaremos el landau!
Ella se iba, él la llamó:
–¿Coelsia?
–¿Sí, amigo mío?
–¿Pondrás el vestido azul, verdad? Aquél que se parece…
al suyo
La gran casquivana
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  • 1.
  • 2. LOS ULTIMOS ESCÁNDALOS DE PARÍS VOL. III LA GRAN CASQUIVANA Jean-Louis Dubut de Laforest
  • 3. 3 Título original.- La Grande Horizontale París. Editorial Fayard. Paris 1899 Traducción.- José Manuel Ramos González. Pontevedra Mayo 2014. Portada: Mujer con sombrero negro. Kees van Dongen. Óleo sobre lienzo, 100 x 81,5 cm. 1908. San Petersburgo, State Hermitage Museum
  • 5. 5 I EN EL CONEJO CORONADO –¡A tu salud, amigo Cebolla! –¡A la tuya, Rizos… y a la de las damas! Y Ambroise Naumier, el antiguo mayordomo del conde Lionel de Esbly, pálido, con esa palidez que confieren las cárce- les, los cabellos negros y cortos, vestido con un traje de tercio- pelo oliva completamente nuevo, corbata rosa claro, se volvía a sentar tras haber vaciado su vaso. Esa mañana de octubre de 1893 se festejaba el regreso del Cebolla al hogar paterno, y Gérôme Naumier, su padre, encar- gado del hotel y del restaurante el Conejo Coronado, en el bule- var de la Villette, había reunido en un suntuoso almuerzo a la flor y nata de los colegas. En torno a la mesa, en un pequeño comedor desde donde se podía ver, a través de una ventana, la recepción del hotel, estaban instalados: el dueño, un hombre grueso de una cincuen- tena de años, con cabellos grises, con un chaleco con mangas y un gorro de piel de conejo; su esposa Denise, seca y amarillenta, biliosa y bigotuda; Valerie Michon, la hostelera del pasaje Tivo- li; Barnabé Suchet, el sepulturero, llamado el Gran-Maca; Char- les Romanel, llamado Llega al Pie; Ernest Lassagne, llamado el Rizos, y Ambroise Naumier, llamado el Cebolla, el protagonista de la fiesta.
  • 6. 6 Toda esa gente comía, bebía, reía, cantaba y parecía nadar en la alegría; los vinos y los licores de marca corrían a raudales, y a cada instante, las manos se tendían hacia Ambroise, para abrazarlo: –Este buen Cebolla… Este querido Cebolla… Es un amor!... Se hubiese dicho que se celebraba el regreso de algún ex- plorador, regresando de peligrosas empresas, y sin embargo, no se trataba más que de un bandido, liberado, esa misma mañana, de una prisión. El padre y la madre Naumier cubrían a su hijo con sus mi- radas enternecidas… Bebían – con los licores – sus palabras… ¡Condenado! Los propietarios del Conejo Coronado estaban orgullosos de ese muchacho al que no le perdonaban trabajar en los bulevares, en lugar de ejercer en la Villette y de llevarles clientela. El establecimiento de los Naumier se componía de un res- taurante y de un hotel situados en dos bloques de edificios y separados por un patio; sobre el bulevar, una planta baja muy limpia, amueblada de mesas con blancos manteles, donde los burgueses del barrio no desdeñaban sentarse los domingos ante un fricasé con vino blanco, especialidad de la casa; en el primer piso, un salón de cincuenta cubiertos para las comidas de bodas y reuniones corporativas. Si el restaurante gozaba de un buen renombre, no ocurría lo mismo con el hotel; allí se escuchaban ruidos extraños, y el patrón no parecía ser muy riguroso sobre la elección de sus in- quilinos; pero como pagaba regularmente su licencia y como no se encontraba nunca retrasado en las deudas con sus proveedo- res, los guardias municipales, cuya autoridad él respetaba, lo saludaban al paso; que la Sra. Denise iba regularmente a misa; que en el Conejo Coronado nunca se le negaba un vaso de vino a un obrero sin trabajo; que el 14 de julio y en todas las fiestas patrióticas, las lámparas se encendían y las banderas ondeaban al viento, los Naumier vivían en la saludable paz de los honestos
  • 7. 7 comerciantes, teniendo derecho a la simpatía y respeto de la vecindad. El asunto del hijo: ¡Un error judicial! La conducta de la hija: ¡Una desgracia! Sin embargo, si un curioso hubiese metido sus narices en los papeles secretos de la Prefectura de policía, examinando los expedientes de Gérôme y de Denise, habría descubierto una condena a cinco años de trabajos forzados para el marido y a siete años de la misma pena en el activo de su esposa… ¿Qué habían hecho los Naumier?... ¡Oh! ¡Dios mío!... ¡La peor de las cosas! Gérôme había sido sorprendido una noche desvalijando una iglesia, y Denise, criada de confianza en casa de un burgués del Marais, había huido, a la muerte de su amo, tras haber roto los precintos y haber desvalijado el apartamento. Pero, al cabo de veinte años, ¿para qué exhumar todas esas historias?... ¿Por qué despertar el pasado dormido, ese pasado cuya ocultación habían comprado los esposos Naumier hacién- dose confidentes de la policía? … ¿Por qué turbar en su quietud a esas personas honradas? ¿Honradas? Sí, siempre y cuando la probidad se juzgase por las apariencias. Los propietarios del Conejo Coronado ya no robaban en las iglesias; ya no delinquían. Pero decir que estaban en constan- tes relaciones con Valerie Michon, Ernest Lassagne, Charles Romanel, Barnabé Suchet y otros cien bandidos de la misma calaña, es dar información para apreciar en su justa medida la moralidad de Gérôme y de Denis: ambos se dedicaban a nego- cios turbios, abrían las habitaciones a las prostitutas nocturnas y explotaban los vicios o la miseria de numerosas forasteros aloja- dos en el hotel. –Es una gran idea haber reunido a los colegas, Ambroise – dijo el tabernero. –¡Sublime! –Replicó el Cebolla – tanto o más sublime después de haber estado varios meses en el «campo», ignoro todo lo que me vais a contar de nuestra gente… ¿Y qué es de mi hermana Julia?
  • 8. 8 Denise adoptó un aire afectado: –¡No hables de Julia!... ¡Ya no la vemos!... ¡Se portó muy mal! Valerie supuso que la patrona del Conejo Coronado hacía alusión al oficio galante de As de Picas. Y, socarrona, dijo: –Sin embargo deberíais estar habituada, señora Denise! ¡Vuestra hija comenzó su faena a los catorce años! –¡Oh! ¡No me refiero a eso!... ¡Cada una es libre de su jergón!... Pero, la muy zorra, en lugar de traernos aquí a sus clientes, prefiere llevarlos al Egipcio, al Bol de Oro y a los res- taurantes de los grandes bulevares. –¡Vaya, qué bonito! Cuando se hubo apiadado de los Naumier, víctimas de la ingratitud de su hija, el nuevo liberado de la prisión central se informó: –¿Y la Licharde?... ¿Y Titine?... –La Licharde hace la calle por los alrededores del barrio Montmartre! – dijo Llega al Pie. –¿Estáis contentos?... ¿Van bien los negocios? –¡Claro que sí, los extranjeros comienzan a llegar!... ¡Se empieza a oler la pasta! La Sra. Naumier dio a su hijo noticias de Titine… ¡Oh! ¡Toda una historia!...Augustine Deyrinas había llegado, hacía un mes, al hotel, procedente del hospital como desahuciada. Ahora bien, se tiene corazón en el Conejo Coronado. Y, Titine, que echaba los pulmones por la boca, durmió esa misma noche bajo techo, en una buhardilla… ¡Y, hete aquí lo curioso! Al cabo de tres días, gracias a una carta de la enferma, una joven obrera, muy amable, acudió a verla y regresó al día siguiente acompa- ñada de una dama, ¡oh! Una dama de la alta sociedad, vestida como una princesa, haciéndose conducir en un cupé con chofer, y llevando siempre un grueso velo sobre el rostro. –¡Una vieja! – exclamó desdeñosamente el Rizos – ¡Cuando se es bonita, no se teme exhibir la jeta! –¿Y Titine? – preguntó el Cebolla.
  • 9. 9 Denise continuó: –Titine está ahora instalada en nuestra mejor habitación, en el primer piso, habitación cuyos gastos corren a cargo de la dama… y amueblada… ¡hay que ver!... La cuidan… la miman, y su protectora anónima, que la visita dos o tres veces por sema- na en compañía de la joven obrera, siempre me deja pasta para comprarle todo lo que desee… –Rizos, – observó Llega al Pie a su colega – puesto que hay agarraderas, deberías volver a engancharte. –¡Jamás!... ¡Si tomo una decisión, es para toda la vida! No me gustan los apaños, ni en política ni en amor; y mi antigua amante puede irse del pecho tanto como quiera que yo me bato en retirada. El Cebolla preguntó a su madre: –¿No has intentado echar el ojo a la cara de la dama con velo? –Sí… pero no lo conseguí! –¡Con todos los respetos, eres un poco torpe!... ¡En tu lu- gar, hace tiempo que yo habría conocido el rostro de la bien- hechora ricachona! Gérôme servía bebida. Entre el café, las copas, el aguardiente, el gloria in- excelsis, se habló de Lionel de Esbly, al que toda la banda creía en prisión, y el nombre de su antiguo amo evocó de inmediato, en el espíritu del Cebolla, el recuero de la pequeña florista, su cómplice. El joven dijo, encendiendo un cigarro: –¡Habladme de la Cría-Reseda, señora Michon!... Habladme de vuestra bonita hija. –¡En el candelero! ¡Una de las estrellas de las Fantasías Parisinas! –¡Y la amante de La Templerie, su director! – añadió El Gran-Maca, en una innoble risa que hizo bailar su pipa en la comisura de su boca. La Michon continuó:
  • 10. 10 –Jeanne vive en un coqueto entresuelo, en la calle de Hel- der, y yo, yo vivo con ella; le sirvo de carabina… de guardaes- paldas y de amuleto… El Cebolla se retorcía de la risa, alegre: –¿Vos?... ¿Vos?... ¿Carabina?... ¿guardaespaldas y amule- to? ¡Es para troncharse! –¿Qué quieres decir, Ambroise? –¡Nada! ¿Habéis abandonado el garito y el café del Tivo- li? –El Gran Maca se ocupa del negocio con mi criada; yo voy allí todos los días a echar un vistazo… –¡Sí, pero eso no durará! – gruñó Bernabé.. – Se nos va a expropiar, a demoler, y yo aspiro a ser empleado en el Horno crematorio del Père-Lachaise. –Yo, – dijo Ambroise – ¡quiero ser camarero de un círcu- lo! –¡Oh! ¡oh! – exclamó sardónico el Rizos – para ser cama- rero de círculo, hay que tener los mejores informes. –¡Los tendré! Llega al Pie dijo: –Cuando se quiere, se fabrican, ¿no es así Cebolla? –¡No hace falta! Tengo recomendaciones superiores… un banquero… un notario… un periodista… un antiguo ministro… –¿Colegas de la trena? –Sí… Esos caballeros van a regresar muy pronto a la so- ciedad, y llegan con un brazo tanto o más largo porque no de- nunciaron a sus cómplices, peces gordos de la Cámara de dipu- tados, de periódicos, en los estudios notariales, o alguaciles en las administraciones… Se han comido el marrón… ¡y el marrón se paga!... El director, los inspectores y los guardias se han mos- trado muy amables con ellos, y se les condecorará o se les pro- mocionará a todos a primeros de enero!... Además de esos cole- gas, tengo un protector: el barón Géraud… Valerie Michon se llevó al coleto un vaso de ron, y, alzan- do los hombros, dijo:
  • 11. 11 –¡Entonces, puedes esperar!... ¡El barón Géraud está pro- tegido por los Perrotin, marido y mujer… Imposible acercársele! –Eso ya lo veremos! – dijo altivo el antiguo mayordomo de Lionel de Esbly– ¡Maldita sea! ¡Me escuchará o no imitaré la discreción del ministro, del periodista y de los demás, y me co- meré el marrón! –¡Nada de tonterías! – rugió la Michon, temiendo por ella misma. En ese momento, retumbaron en la casa unos gritos de te- rror y desamparo, emitidos por una voz femenina; se produjeron unos gruñidos de hombre y de animal, y se escuchó el ruido de alguien bajando por las escaleras, seguido de otra persona, de la que se podía apreciar una marcha más pesada e irregular. –¡Están asesinando a alguien, arriba! – gritó Valerie. El Gran-Maca, el Rizos y Llega al Pie se pusieron en pie, con el cuchillo en la mano: Gérôme ordenó: –¡Regresad a vuestros asientos, amigos!... ¡Es Pierre Ju- got, el hombre del mono, que hace la corte a la señorita pálida! –Una historia muy divertida. –añadió Denise – El hombre y su mono, un magnífico orangután, están ambos enamorados de la bella. –¿Y quién es la señorita pálida? – intervino Ambroise. –Una de nuestras inquilinas, en el sexto… Naumier no tuvo tiempo de decir más. Una joven atrave- saba la recepción del hotel, dirigiéndose hacia el comedor, y los miserables, medio borrachos, observaron a una rubita de diecis- éis años, con un humilde vestido negro, bajo una pañoleta de punto anudada bajo el mentón, alrededor de una cabellera de oro, bonita, a pesar de la miseria y el espanto, recordando a una virgen de vitral, con su palidez dorada, sus dientes encantadores y sus grandes ojos azules en doloroso éxtasis; permanecía apo- yada contra la pared; sus dientes castañeaban y su mirada des- cendió de las alturas del sueño para fijarse en la puerta. Balbuceaba:
  • 12. 12 –¡Salvadme!... ¡El hombre! ¡El animal!... ¡Os lo ruego, salvadme! –¿Qué es lo que ocurre ahora? – dijo el tabernero. –¡Él hombre! … ¡La bestia!... –¡Jugot y su mono!... ¡Menudos tunantes!... ¡No os co- merán! –¡Todo eso son tonterías! – protestó Denise – Jugot y el orangután están en todas las ferias y jamás han devorado a los asistentes. –¡Tengo miedo, señora, oh! ¡Tengo mucho miedo! Llega al Pie, el Cebolla y el Rizos permanecían bajo el en- canto de la joven desconocida, y los cretinos, capaces de todas las vilezas, estaban conmovidas por el gran dolor de la pobre muchacha. La Michon deslizó a Barnabé: –Esos ojos… esos cabellos… ese rostro… Los he visto en alguna parte… –¿En el Paraíso, tal vez?... –bromeó el sepulturero, con- movido, – ¡pues esa moza es un auténtico ángel de Dios! Gérôme, al que no le gustaba ser interrumpido en sus fran- cachelas, interpeló con dureza a la inquilina: –¡Queréis acostaros, por el amor de Dios! ¿Qué os pasa?... ¡callaos y dejadnos en paz!... ¡Ya estoy harto de vuestras lamen- tos! Pero la jovencita guardaba silencio, rota de emoción, pres- ta a desfallecer. –Esta rolliza esta moza – dijo el Cebolla al Rizos. –¡Sí, pero no es para tu pico! –¡A saber! ¡Voy a ser amable con ella! Y, avanzando, con las maneras distinguidas que aprendió del aristócrata, su antiguo amo, y cuya estancia en la cárcel no se las había hecho olvidar, dijo: –¿Me permitís, señorita, ofreceros un vaso de licor?... ¿Os dignáis a aceptar?... ¡Eso os recuperará, señorita! –¡Qué nos deje en paz, Ambroise! – vociferó Gérôme. Y a su inquilina:
  • 13. 13 –¡Hablad pues, borrica! Ella comenzó su narración, temblorosa: –Bajé del sexto piso, para entrar en la habitación de esa pobre joven mujer enferma… Mi madre y yo la hemos oído to- ser toda la noche y deseaba saber cómo se encontraba… La Sra. Naumier la interrumpió: –¡La Titine!.... ¡Por suerte para ella tiene protectores un poco más solventes que tú y tu madre! La desconocida levantó sobre Denise sus ojos azules y murmuró con infinita dulzura: –No hay que ser rica para tener piedad por los que su- fren… –¡Eso está bien! ¿Y luego? – dijo Gérôme. –Salía de la habitación de la enferma, cuando me encontré, cara a cara con el hombre… y la bestia… Estaban sobre el rella- no… Avanzaban ambos, el mono y el hombre… Abrían los bra- zos… Iban a cogerme… Su aliento quemaba mi rostro… ¡Co- mencé a gritar, enloquecida!... Por fortuna, mi madre no ha oído nada… Eso le habría producido una gran disgusto… ¡Mi querida madre ya ha sufrido demasiado!... Y, juntando las manos, suplicante: –Os lo ruego, señor, echad a ese hombre vil y a su mono. –¿Despedir a Jugot y a su orangután? ¡Unas perlas de in- quilinos! – aulló furioso, el patrón del hotel – De eso nada, ser- éis vos, entendéis bien, seréis vos quien flanqueará la puerta esta misma noche. ¡Aún no habéis pagado la quincena de retraso y los cien centavo que como un idiota os he prestado el primer día que llegasteis! –¡Oh! ¡Sí, como un idiota! – subrayó la patrona. Naumier vociferó: –Señorita, ¿puede pagarme, sí o no? –Por desgracia, señor, hoy todavía no. –Todos los días la misma canción… ¿Tenéis algo para responder de vuestra deuda?
  • 14. 14 –Nos habéis tomado todo; ¡no poseemos nada más! Pero tenemos esperanza… la gran esperanza de cumplir pronto con vos. –¡Las golondrinas van a caer asadas! – dijo sardónica la dueña del Conejo Coronado. La joven inquilina murmuró: –Acabamos de escribir a una persona rica… un viejo ami- go de mi padre… que no se negará a ayudarnos… La carta… la tengo ahí en mi bolsillo…y, deseando enviarla pronto al co- rreo… pensaba... esperaba… que vos podríais… Se detuvo, avergonzada, con los ojos fijos en el suelo, no atreviéndose a revelar su extrema miseria, delante de todas aquellas personas que la observaban. –¿Apuesto – exclamó Naumier – que no tenéis ni siquiera quince céntimos para comprar un seño? –Así es, señor, – confesó la infeliz, bajando la frente. –¿Entonces porque no habéis ido, como lo hacéis todas las mañanas, a cantar por las esquinas? Ella retrocedió, aterrorizada: –¡Ah! Lo sabéis… –¡Eso no es difícil de descubrir! ¡Os he sorprendido más de diez veces en el barrio Saint-Lazare! –Señor, puesto que sabéis eso, puesto que conocéis mi se- creto, – imploró la rubita, con un sonrojo en la frente y lágrimas a lo largo de sus mejillas hundidas, – ¡ni una palabra a mi ma- dre!... Ella moriría… Si no he salido esta mañana, como los otros días, es porque mamá se encuentra peor y no he querido dejarla Sola… además… esperamos al médico. –¡Anda ya! – dijo la Naumier – ¡Qué los médicos se ali- mentan del aire! –¡Oh! ¡Vendrá, señora, estoy segura! Ayer, me presenté en su casa, y como le hable de mi madre enferma, me ha hecho escuchar una voz de esperanza y caridad… Parece tan bueno… tan grande… ¡el doctor Nikador! Gérôme se quitó su sombrero de piel de conejo:
  • 15. 15 –¡Salud y respeto al doctor Nikador, colegas! Ese no es un hombre, ese no es un doctor, ¡es Dios!... ¡Sí, Hace un mes que está en el barrio y ha hecho más bien que todos los médicos de Paris en diez años! ¡Día y noche está de pie, caminando, co- rriendo, y no pide nunca ni un centavo a los pobres! El doctor Nikador, el gran y buen cristiano Nikador, me ha cuidado por un reumatismo, me ha curado ¡y ni siquiera ha querido aceptar un vaso!... He aconsejado a la dama del velo que le mostrase a Titi- ne, pero ella ha preferido su médico. ¡A su ilustrísima parece que no le vale, el doctor Nikador!... Si acudido al doctor Nika- dor, señorita, habéis tenido una buena inspiración: ¡vendrá y curará a vuestra madre! ¡Nikador es el más grande de los docto- res! Y de repente, suavizado, como si el nombre que acababa de pronunciar tuviese el poder de domar las naturalezas más salvajes, añadió, casi amistosamente: –Vamos, pequeña, dadme vuestra carta; la echaré yo mis- mo al correo, con un sello de quince… Me pagaréis eso con el resto, y si Jugot y su macaco os siguen molestando, les romperé la jeta! La muchacha entregó la carta al patrón que la depositó so- bre la mesa. De pronto, la joven emitió un grito de terror y saltó al otro lado de la habitación. –¡El hombre!... ¡el hombre! ¡es el hombre!... Pierre Jugot entraba. ¡Un monstruo, ese domador! Grueso y bajo, cabellera y barba hirsutas y rojizas, la boca amplia, con labios espantosa- mente carnosos que dejaban pasar dos dientes, dos colmillos, parecidos a los de los jabalís, los ojos pequeños y redondos muy cercanos el uno al otro y emitiendo brillos verdes por encima de una nariz ganchuda, las fosas nasales dilatadas y profundas, las piernas y los brazos enormes, estaba cubierto con un gorro de lana rojo, calzado con botas de montar, vestido con un pantalón de cuadros grises y blancos y una pelliza negra – la envoltura moral del hermano de su gran mono.
  • 16. 16 Caminó brincando, hacia la jovencita, espantada, y farfulló con voz de borracho: –Señorita, no habéis sido amable con Jugot y el amigo Azor… Mi mono y yo estamos ofendidos…. Azor está furio- so… Vengo de atarlo, y me gustaría un besito de Señorita… ¡No le diré nada a Azor que es celoso como un hombre! Naumier, que había regresado a sus buenos sentimientos, declaró: –¡Jugot, déjanos en paz con tus amores y los de tu mono, y deja a esta niña subir tranquilamente a su habitación! Jugot estaba lejos de escuchar la intervención de su pro- pietario; boqueó, siniestro: –¡Mi intención es pura!... He levantado la falda a la bella; su carne es firme… Quiero casarme con la moza… llevarla a la alcaldía y a la iglesia… ¡Tú y Azor, seréis mis testigos! Y como su víctima, protegida por el Cebolla y Llega al Pie, ganaba la puerta y se salvaba, el domador dijo: –¡Hasta pronto, mi pollita!... ¡Pondré mis guantes blancos e iré a pedir tu mano a la vieja! Luego, tomando de la mesa una botella de ron, llenó un vaso hasta el borde, engulló de un trago el contenido e hizo chasquear su lengua: –¡Apunta esto a mi cuenta, Gérôme! Cobrarás después de la feria de Montmartre… ¡Sois todos colegas y os quiero!... ¡Os quiero, señora Denise, a pesar de vuestro bigote! Y a los demás: –A vosotros no os conozco, pero tenéis en mí a un cole- ga… ¡Y a ti también, Cebolla, te quiero! ¡Te quiero como a un hijo! Y se fue, titubeando y farfullando con voz pastosa: ¡Me gusta la cebolla frita con aceite; Me guasta la cebolla cuando está buena! Cuando el hombre del mono hubo desparecido, Valerie observó:
  • 17. 17 –¡Vaya un caradura, el amigo del tío Gérôme! –¡Y el mono es parecido a su amo, ambos se parecen a unos cerdos! – añadió Barnabé. Los Naumier defendieron a su inquilino, un bravo feriante, borracho, pero buena persona; Charles Romanel y Ernest Las- sagne se atrevieron a hacer un paralelismo entre los amores del mono y del hombre, y Ambroise, que se miraba en un espejo biselado, comparó, con el pensamiento, su rostro de joven esteta con el rostro amenazante y barbudo del domador, y sonrío, en- contrándose deseable y maravilloso. –Decidme pues, tío Gérôme, – dijo la Michon – ¿cómo se llama esa muchacha? –Olga, y su madre, Léonie… Lagrange es su apellido fa- miliar. A la vieja la he oído decir, e incluso gritar que, desde su ventana había visto el crimen en casa del banquero Le Goëz, del bulevar Saint-Germain, y que el asesino era un rubio alto. –¡Eh! ¡eh! – dijo el Rizos a Llega al Pie – ¡tengamos cui- dado! –¡Chssst! – dijo el otro – ¡Tanto peor para el vizconde! El propietario del Conejo Coronado había tomado la carta de su joven inquilina, y leyó la dirección: –¡Vaya casualidad! ¿Esto sí que es asombroso! –¿Lo qué, Gérôme? – preguntó Denise. –¡Las damas Lagrange escriben al barón Géraud! –¡No es posible! – dijo el Cebolla. –¡No es posible! – repitió la amante de Barnabé. Ambroise acababa de apoderarse de la correspondencia: –Sí, sí… es correcto… «Al señor barón Tiburce Géraud, en su palacete, calle de la Universidad…» Y, metiendo la carta en su bolsillo: –Como voy precisamente ver mañana al querido barón, le entregaré la carta yo mismo… Eso me dará una justificación para entrar, y por añadidura le ahorraré quince céntimos a papá Gérôme. Valerie se adelantó, curiosa:
  • 18. 18 –¿Mi buen Cebolla, y si leemos la carta?... ¡Tal vez con- tenga algo interesante! El ex mayordomo representó el papel de un hombre herido en su honor. –¡Oh! ¡Señora Michon! ¿Cómo pensáis en eso? ¿Traicio- nar el secreto de una carta?... ¡Realmente, os creía más delicada! Los demás se asombraron de esa probidad adquirida en la prisión central, pero el liberado acariciaba un sueño… Si hubie- se allí un secreto, quería ser el único en descubrirlo y aprove- charse de la situación. Barnabé dijo: –¡Ver para creer! Denise miraba a través del cristal, y su amarillenta figura se iluminó con una sonrisa: –¡Ahí viene la dama del velo, la benefactora de Titine! Al no encontrar a nadie en la recepción, la visitante se pre- sentó en la puerta del comedor. De talla media, esbelta y rubia, estaba igualmente vestida de seda negra, enguantada de gris; y, de su sombrero Rembrandt caía un velo de oscuro encaje que le ocultaba los ojos y los la- bios. Bruscamente, se detuvo, y tras haber paseado sus miradas sobre Valerie Michon, Ambroise Naumier, Ernest Lassagne, Charles Romanel y Barnabé Suchet, hizo un momentáneo e ins- tintivo movimiento de retirada, pero, confiando en el espesor de su velo, se recuperó y preguntó a la esposa de Gérôme: –¿Cómo está nuestra enferma? –¡Mejor, oh! ¡Mucho mejor, señora! –respondió la taber- nera… ¡La pobre tiene suerte de que os intereséis por ella! ¡Sin vos, por supuesto, estaría acabada!... ¡Ah! fijaos señora, le con- taba hace un rato a nuestros invitados que sois un ángel, el ángel guardián de la casa. –¿Todavía os queda dinero? – dijo la visitante, impacien- tada por esa verborrea. La patrona del Conejo Coronado se puso a gemir:
  • 19. 19 –¡Por desgracia, no, señora!... ¡Ni un centavo!... Incluso me he visto obligada a adelantar veinte francos de mi bolsillo…. Hizo falta madera, carbón… un montón de medicamentos… ¡Oh, señora puede haber confianza!... Soy una mujer honrada y no le sisaría ni un céntimo! Ya la desconocida había extraído, de su portamonedas de filigrana de oro, un luís que entregó a Denise: –Aquí está vuestro dinero, señora… Es el último que os doy, pues mi protegida abandonará mañana esta casa… –¿Cómo? ¿Titine nos va a dejar? ¿No estás satisfecha con nuestros servicios? – dijo, la madre del Cebolla. –Sí, señora, me la llevo. –¿Por qué? Veamos ¿por qué? ¿No se abandona a la gente sin motivos? Pero la dama del velo se negó a dar cualquier tipo de ex- plicación ante las miradas posadas sobre ella: –Subo a la habitación de Augustine… –¡Id, señora! ¡Oh! ¡Ya comprendo! ¡Las malas lenguas habrán cotilleado sobre nosotros, pero un ángel, como la Señora, no debería dejarse engañar! La visitante salió. De inmediato, la Michon se precipitó hacia los colegas: –¿La habéis reconocido, muchachos? Llega al Pie dijo: –¿Estáis tonta? ¿Cómo queréis que la reconozcamos bajo una especie de disfraz de encajes?... ¡Y además, para reconocer a una persona hay que haberla visto primero, y nunca, aparte de hoy, me he encontrado con esta dama! –Yo – declaró Barnabé, con la mirada brillando de codi- cia, – yo solamente me fijé en el portamonedas de oro. Es de una potentada… ¡Oh! ¡Qué calor! –Una auténtica sucursal del banco de Francia – se extasió el Rizos, – ¡Aún me estoy frotando los ojos! Valerie reunió al Gran-Maca, Llega al Pie, y al Rizos a su alrededor; Naumier, Denise y el Cebolla se acercaron. Ella dijo, misteriosa:
  • 20. 20 –Pues bien, yo, amigos, aunque no he podido ver su rostro, creo haber reconocido su voz… ¡Es la rubia! ¡La señorita del bosque de Senlis!... ¡Es Cloé de Haut-Brion! –¿La vieja amiga de mi amo? – exclamó el ex mayordomo de Lionel, incrédulo. –Sí, Ambroise, y si la señorita de Haut-Brion oculta su rostro, es que tiene razones para eso... El misterio es interesan- te… Tal vez se pueda dar una alegría al barón Géraud, ponién- dolo tras las huellas de su sobrina. ¡Pero, habría que tener la certeza de que la persona que está bajo el velo es la señorita de Haut-Brion y no la tenemos! Ambroise le envió a la nariz una bocanada de humo de ci- garro: –¡Oh! ¡No es tan difícil de saber puesto que ahora está aquí! No habría más que esperarle sobre el rellano de Titine, como Jugot hizo con la señora del sexto, y en lugar de levantarle las faldas, se le levanta el velo. De inmediato, el Rizos, añadió: –¡Y aprovechar la ocasión para mangarle su pasta! –¿Te encargas de eso, Cebolla? – preguntó Valerie. –¡Caramba! ¿Qué es lo que arriesgo? He arreglado mi deuda con la sociedad; no debo ya nada a nadie, lo que no es el caso de mis colegas, el Rizos y Llega al Pie, y encuentro un po- co bizarro cobrarme la rubia cabeza de la antigua novia de mi amo, el conde de Esbly! –¡Si lo haces, Cebolla, te beso! Él replicó: –Eso sería atractivo, mi amiga Michon, pues, a pesar de vuestra edad, todavía estáis rolliza, pero me gustaría más un beso de vuestro querubín, la Cría-Reseda. –Llega al Pie la quería… Pero la olvida con otras moco- sas, y tú, ¿te animas, tunante? –Yo babeaba cuando ella estaba en la cama del amo; ¡he soñado con ella en prisión! –¡Pues bien, te la calentará!.... ¿Entonces, está acordado? –¡Está bien!
  • 21. 21 Y como Gérôme se interpusiese, declarando que no quería escándalo en su hotel, Ambroise le tranquilizo: –¿Escándalo?... ¿quién habla de escándalo?... Estad tran- quilo Seré delicado… Veamos, ¿es que no puedo hacer que me confundo, al tomar a la dama por otra, por una buena amiga de la que estoy celoso, y luego excusarme enseguida si ella protes- ta? La señora Naumier se enorgullecía de su hijo: –¡Tanto pero para ella!... ¡Una garza que me abandona así, de repente, y me lleva una inquilina, sin contarme por qué! –¿Por qué?... Voy a decíroslo, –expuso la amante de Bar- nabé: – si la dama del velo es, como pienso, la señorita Cloé de Haut-Brion, por supuesto que ha reconocido al mayordomo del conde de Esbly, a la religiosa de la calle Marcadet y a los pase- antes del bosque de Senlis y eso no le ha gustado nada. –¡Diablos! – dijo el Rizos – ¡entonces podría acarrearnos problemas! –Razón de más para asegurarnos si es ella y abrir el ojo. Tras haber recomendado al Cebolla que fuese a darle no- vedades en casa de la Cría-Reseda, en la calle de Helder, Valerie se alejó con el sepulturero, mientras que Romanel, que tenía cita con la Licharde, arrastraba a Lassagne al Bol de Oro. Las cuatro de la tarde – Ya las sombras descienden sobre Paris en esta triste jornada otoñal, y, a lo largo del bulevar de la Villette, enrojecen las farolas del gas. Naumier acababa de encender la linterna de su estableci- miento – una linterna multicolor donde se admira la obra satírica de un artista de Montmartre: un conejo con una corona real. Es, en ese barrio popular, una bizarra alusión a la todopo- derosa de las grandes casquivanas, pero la clientela observa allí mucho más el triunfo de los asados con vino blanco. En el sexto piso del hotel, en una oscura habitación, estre- cha, tocando el techo, con una ventana abuhardillada, cuyo cris- tal había sido reemplazada por un trozo de papel de periódico mal pegado, flotando bajo la brisa del exterior, un papel desca-
  • 22. 22 labrado, húmedo, decoraba las paredes; el techo era muy bajo y dejaba ver grietas donde todavía soplaba el viento; una puerta que cerraba mal daba acceso a la habitación pavimentada con baldosas medio rotas y que se levantaban bajo los pasos más ágiles. Por mobiliario una cómoda, una cama de correas, con su fina sábana y su oscura manta, un odioso montón de paja, arro- jado en un rincón, una mesa de madera soportando una jofaina y una cubeta rota, tres sillas de paja; en las paredes, unos vestidos oscuros colgados. No había chimenea, ni agua corriente. Un mal horno de tierra, algunos utensilios de cocina, y en lo alto, dominando esta miseria, un Cristo. Dos mujeres, la madre y la hija, Léonie y Olga Lagrange, vivían en ese tugurio. Con cuarenta años de edad, ajada por las privaciones y los sufrimientos, vestida con un traje de lana negra, tocada con un gorro de tul negro con amplias cintas grises, la Sra. Lagrange, sentada en una silla al lado del horno donde morían algunas bra- sas, intentaba calentar sus manos heladas: –¿Y nuestra carta, Olga? –Ya ha salido, madre… El barón Géraud la recibirá esta noche… –He sido muy atrevida anunciándole mi visita al barón. Se negará a escucharme como hace catorce años, cuando llegamos a París, y como, más recientemente, en la época en la que viv- íamos en el bulevar Saint-Germain, y donde amenazó con ex- pulsarnos… –¡Tal vez, madre! –¡Ah! Después de todo lo que he podido trabajar, dar lec- ciones de piano y de ruso, nunca creí que tendría que dirigirme a ese hombre, que juró al príncipe Vorontzow cumplir las volun- tades de mi pobre y querido marido, el marqués Emmanuel de Haut-Brion... Pero, por desgracia, ¡todo ha acabado! ¡Estoy en- ferma… enferma… y el barón Géraud es nuestro único recurso! Olga rodeaba el cuello de la Sra. Lagrange con sus brazos y la besaba en la frente:
  • 23. 23 –¡No, madre! ¡No ha acabado todo! Tú me has dado una buena educación; yo trabajaré… ¡Dios nos protegerá! Y… hoy mismo, el azar, tal vez, venga en nuestra ayuda… –¿Qué quieres decir, Olga? –Ese periódico que, por economía, el dueño del hotel ha pegado para sustituir el cristal, contiene anuncios… Antes, mientras dormías, los he leído, y uno de esos anuncios me ha procurado una gran esperanza… Voy a leértelo. Y, acercándose a la ventana donde el trozo de periódico flotaba lamentablemente, leyó en voz alta: «Se precisan lectoras jóvenes que conozcan a fondo una lengua extranjera. Presentarse de 4 a 6 horas, en casa de la Sra. Olympe de Sainte-Radegonde, calle Notre-Dame de Lorette, nº 68 bis.» Y, con una alegría ficticia, para consolar a su madre: –¡Eh, mamá, es lo que me conviene! Soy joven; me has enseñado ruso… Confío en agradar a esa dama… Iremos a su casa, después de salir de la del barón Géraud. La Sra. Lagrange se estremeció; Olga corrió hacia ella y le tomó las manos en las suyas: –¿Tienes frío, madre? –No… no demasiado… –Estás temblando… –No es nada… un poco de fiebre… La rubita tomó un chal que colgaba de la pared y envolvió las rodillas de la enferma. Léonie se defendía: –No, no, Olga, guarda ese chal para ti, querida… –Sabes que no me hubiese servido… Además, hoy no saldré… –¿Entonces no vas a casa de esas personas que te ocupan alguna hora al día, copiando música? Olga enrojeció, confusa por verse obligada a mentir; pues mentía, imaginando una fábula burguesa de copista de música, a fin de ocultar a su madre que cantaba por las calles desde hacía algún tiempo. ¡Oh! ¡esa señorita bien educada y orgullosa tenía
  • 24. 24 que tener coraje y abnegación para poner su existencia en manos de la caridad pública! ¡Cuánto había luchado antes de llegar a ese estado!... Y, una vez tomada la decisión, ¡cuántas humilla- ciones!... Si estuviese ella sola no hubiese vacilado ni un minu- to… Un hornillo de carbón o el Sena… ¡y todo estaba dicho!... ¡Una virgen más al cielo!... Pero, estaba su madre, su madre enferma, y el coraje hacía que luchase, que soportase todo, ¡por el honor y por el respeto hacia aquella que le había dado la vida! Respondió: –No, madre, quiero estar a tu lado cuando se presente el doctor Nikador… un hombre generoso… –¿Para qué llamar a un médico?... ¡Esta opresión que sien- to en el pecho, esta fiebre continua que me invade, esas irresisti- bles necesidades de dormir, todo eso pasará con un poco de alegría! Léonie atrajo a su hija hacia ella: –¿Me ocultas algo, Olga? –¿Qué quieres que te oculte, Dios mío? –¡Júrame que no estoy loca! –¡Qué idea! –¡Júramelo! La Srta. Lagrange dudó, luego, observando a la enferma y viéndola ansiosa esperando sus palabra, dijo: –¡Te lo juro, madre! –¡Oh! sé bien que en la vida ordinaria pienso, razono y hablo como todo el mundo… pero, cuando mi espíritu se remon- ta a la escena de la carnicería ya no soy la misma mujer…. ¡Unos terrores se apoderan de mi! Fíjate, ahora, me parece que me encuentro aún en esa ventana, con los ojos desorbitados so- bre otra ventana iluminada… ¡Lo veo! ¡Veo al hombre rubio!... ¡veo su barba dorada!... Está en levita negra y corbata blanca!… La Sra. Le Goëz se inclina… Él levanta un puñal… Sus ojos brillan… ¡Va a golpear a la desdichada! ¡Le golpea!... ¡La san- gre fluye!... ¡Al asesino! ¡Al asesino!... Se había levantado, espantosa, con los brazos tendidos hacia espacios imaginarios donde creía volver a ver la escena
  • 25. 25 sangrienta del bulevar Saint-Germain; y luego, volviendo a caer sobre su silla, sumida en todo un relajamiento de su ser, perma- neció inmóvil. Olga le dijo, dulcemente: –Madre, no vuelvas sobre esas ideas que tanto daño te hacen… Debes olvidar eso… ¡pensar en otra cosa!... Todo lo que has creído observar jamás ha existido… ¡Es una alucina- ción!... ¡Un sueño! Entonces, la Sra. Lagrange levantó la cabeza, y, llena de ansiedad, dijo: –¿Acabo de tener una crisis, verdad, Olga? –No, madre, has dormido. –¡Dime la verdad!…. ¿Acabo de tener una crisis? –¡Claro que no! –Sin embargo, siento el sueño apoderarse de mí… ese so- por que siempre sigue a la horrible visión… y… trae consigo otras imágenes… –Échate un momento sobre la cama, y descansa… Coge mi brazo… Ven –Todavía no…. ¿De qué estábamos hablando antes?... ¡Ah, sí… ya recuerdo… Hablabas de un anuncio del periódi- co… de una dama que necesita una lectora… –La Señora Olympe de Sainte-Radegonde, sí, mamá. –Pues bien, dado que es tu deseo, iremos a ver a esa dama, pero no debemos confesarlo que vivimos en esta horrible casa… ¡Nos podrían confundir!... ¡Dios mío! ¡Qué mala idea ha sido instalarnos aquí! –Madre, recuerda… Expulsadas de nuestro apartamento del bulevar Saint-Germain… los muebles vendidos… sin dine- ro… sin alojamiento… errantes por París… Hemos sido muy afortunadas que un transeúnte nos indicase este hotel… cuando las personas amigas y susceptibles de ayudarnos, habían aban- donado el bulevar de la Villette… –¡Es cierto! –suspiró la Sra. Lagrange – Pero, ¡cuántas an- gustias, cuánta vergüenza, cuántas terribles pruebas!
  • 26. 26 Pese a hacer esfuerzos en contra, sus ojos se cerraban; Ol- ga la ayudó a extenderse sobre la cama, la cubrió con el chal y, sentada cerca de ella, se puso a pensar… ¡Oh, pobre inocente! ¡Oh, dulce y rubia niña, la miseria era demasiada dura, y sus sueños no podían ser de amor! Dos golpes sonaron discretamente en la puerta. –Es el doctor Nikador – pensó la joven. Corrió a abrir y se encontró cara a cara con Pierre Jugot, el domador. Valiente, lo empujó contra el corredor: –¡Váyase, señor! ¡Por piedad, váyase!... ¡Mi madre está enferma; la mataríais!… El dijo sardónico: –Señorita, mi mono Azor y yo os adoramos… Elegid vuestro esposo… Él está ahí… en mi habitación, Azor, y yo le he prometido daros la libertad de elegir vuestra opción conyu- gal… La señorita Lagrange había cerrado la puerta, y Jugot tal vez iba a tirarla abajo – puerta y mujer – cuando una idea de bebida le atravesó el cerebro: –¡Regresaré, mi bella! Ese feriante maníaco, caído de las alturas sociales, y cuya existencia pasada era un enigma, se refugió en su aposento, un pequeño cuartucho contiguo a la habitación de las damas La- grange; y allí, hizo piruetas y bebió con Azor, su mono, un orangután negro, de la tribu de los catarhinins, de rostro olivá- ceo, enmarcado con unas patillas rojas, con la nariz muy chata, de un metro noventa, y cuyos miembros escuálidos y largos casi tocaban el pavimento. –¡Divirtámonos, Azor! Y ambos brincaron. El doctor Christian Nikador entraba en el alojamiento de las damas Lagrange. Tras haber saludado a la hija, preguntó: –¿Qué os ocurre, señorita?... ¡Parecéis muy turbada!... ¿Es que vuestra madre está más enferma?
  • 27. 27 Por un instintivo pudor, la Srta. Lagrange evitó toda alu- sión a Jugot, y respondió: –No, señor, mi madre duerme… Gracias por haber veni- do… Introdujo en la habitación al médico al que, la víspera, y a indicación fortuita y obligada de Gérôme Naumier, había ido a buscar a los Batignolles, a la calle Boursault. Era un hombre alto y fuerte, modestamente vestido de ne- gro, con larga barba morena y cuyos grandes ojos pensativos y dulces expresaban resignación. –Voy a despertar a mi madre – dijo Olga, dirigiéndose hacia la cama donde dormía la Sra. Lagrange con sueño febril. Nikador la detuvo: –¡Unas palabras antes, señorita! –Os escucho, doctor. –¿Ayer me dijisteis que la primera de sus crisis le había acontecido la misma noche en la que, desde su ventana, acababa de asistir a un espantoso asesinato? –Así es, señor. –¿Ese crimen es real o no existe más que en la imagina- ción… enferma? –Muy real, doctor…. Nosotros vivíamos en el bulevar Saint-Germain, en una habitación del quinto piso, enfrente del palacete del Sr. Le Goëz donde fue cometido el crimen… –¿Le Goëz? – dijo Nikador, agitado. –¿Lo conocéis? –¡No, señorita, pero todo París ha hablado de ese asesina- to!.... ¿Cuántos días después de esa gran emoción, la Sra. La- grange ha sentido los primeros trastornos intelectuales? –Al día siguiente. Se produjo un largo silencio. Olga se encontraba a plena luz ante el ventanuco, y el doctor permanecía, con la mirada fija sobre ella, y con tal persistencia que la niña enrojeció y bajó los ojos. El se percató de la emoción de la muchacha, y, sin embar- go continuó mirándola; luego, bruscamente, llevando la mano a su frente, como para arrojar de allí una idea obsesiva, dijo:
  • 28. 28 –Ya sé lo que quería saber, señorita; podéis despertar a vuestra madre. Olga llegaba a la cama y tocaba el hombro de la durmien- te: –¡Mama, despiértate! El doctor Nikador está aquí… La Sra. Lagrange quería levantarse; el médico se lo impi- dió, y dulcemente: –No, no, señora, quédese donde está… Vengo a cuida- ros… a curaros… Entonces el doctor interrogó a la enferma y provocó vo- luntariamente una crisis, llevando la conversación al crimen del bulevar Saint-Germain; y examinó a la Señora Lagrange, ya más calmada; auscultó durante un buen rato, minuciosamente, a la loca intermitente. De pie, cerca de Nikador, Olga permanecía inmóvil, bajo el encanto del hombre cuya armoniosa voz parecía vibrar hasta en el fondo de su corazón. Para ella, Nikador tenía las propor- ciones de un dios, resumiendo en él la belleza, la ciencia, la mi- sericordia, y, ese desconocido de ayer, ese bendito de hoy, de- seaba que él estuviese siempre ahí, cerca de ella, cerca de su madre: ¡él era el rayo divino en medio de las sombras! Christian tranquilizó a las dos mujeres; pronto, la Sra. La- grange recobraría la salud y la razón. Se sentó en la mesa para escribir una receta, y, aprovechando un momento en el que Ol- ga, con la espalda girada, hablaba con su madre, él deslizó una moneda de oro en el cajón entreabierto. Mientras el doctor Nikador se despedía de las damas La- grange, más abajo, en la misma casa, en un habitación relativa- mente lujosa del primer piso, Cloé de Haut-Brion, hoy, la gran Casquivana Lilas, se despedía de Titine. –Hasta luego, mi buena Augustine… Mañana, Annette Loizet vendrá a buscarte… Estás mucho más fuerte ahora, y podrás soportar un trayecto en coche… La noticia de su bienhechora pareció contrariar a la tuber- culosa, liberada de Saint-Lazare. Titine respondió:
  • 29. 29 –¿Por qué hacerme abandonar esta casa, señorita? ¡Se está bien con los Naumier! –Estarás mejor aún donde voy a llevarte… Esta casa no es… honorable… Está llena de mala gente… hasta el punto que he debido venir tapada con el velo. –¡Yo preferiría quedarme aquí! –¿Por qué? Los ojos de la callejera brillaron: –Antes escuché la voz de mi hombre… ¡Oh! Lo he reco- nocido perfectamente!... ¡La distinguiría entre mil!... Aún espero que suba a verme… ¡El Rizos me abandonó cobardemente! Jamás ha venido a saber de mí… ¡Pues bien… es algo más fuer- te que yo, lo llevo en la piel, en la sangre!.... ¡Quisiera regresar bajo su protección! Lilas tuvo un gesto de disgusto; Titine la observaba, tar- tamudeando. –¡Ah! ¡es horrible, lo que os he dicho, señorita, después de vuestras bondades!... ¿Ángel, dignáis perdonarme? ¡No es culpa mía si tengo fango en mis venas!... Estoy bien aquí… Tengo una bonita habitación… Se me cuida como a una princesa… Vos me dais todo lo que sueño, y, hace unos instantes, la puta que llevo dentro echa de menos la calle, estar con las demás por la noche, bajo los árboles!... Fijaos, al salir de Saint Lazare, más o menos curada, en lugar de escribir a Annette, me he puesto a hacer la calle, en el Rata Muerto, en el Divan, en el Asno Rojo, en la Nueva Atenas! Esperaba siempre encontrar al Rizos… ¡Ah! ¡qué tonta!... ¡El muy sucio me rehuía como al cólera! Entonces, me perdí entre los hombres y las francachelas, y de tal modo, que volví a caer enferma una noche, cerca del Moulin Rouge… Fue entonces cuando pensé en acudir a Annette… Ahora, abando- nadme. ¡Tendréis razón, pues como veis, no seré nunca más que una sucia puta! Desanimada, pero decidida a proseguir su obra de caridad, la gran casquivana puso su velo y salió de la habitación. En la escalera, el Cebolla, con los brazos en cruz, le cortó el paso, y dijo guasón:
  • 30. 30 –¡Ah! ¿Amanda? ¡Te pillé! Lilas, sorprendida, remontaba un escalón; dijo fríamente: –Os equivocáis, señor; ¡yo no soy la persona que creéis! –¡Ta! ¡ta! ¡ta!... ¡Esos modales!... ¿Acaso no reconozco el vestido y los botines que te he regalado por Navidad? –¡Dejadme pasar! – ordenó la sobrina del barón Géraud. –¡No antes de ver tu rostro!... ¡Si me he confundido, te pe- diré excusas, princesa!... ¡Tanto peor para ti!... ¡Miro! Atrapó el velo y lo echó hacia atrás: –¡Es ella! En ese momento, el doctor Nikador, bajaba del cuarto de las damas Lagrange. El Cebolla lo miraba venir, clavado en el sitio, como ante una aparición fantástica; murmuró , con los brazos en el aire: –¡Él! … ¡Él!... Y se alejó de allí sin que el doctor tuviese tiempo de verlo. La Srta. de Haut-Brion jadeaba, y Nikador estaba muy pálido y muy serio. –¡Lionel! ¡Oh, Lionel! – dijo Cloé, con las manos juntas. Pero él, levantándose cuan alto era: –¡Lionel ha muerto, señora!.... ¡Dejadme pasar! Y cuando ella se apartaba para librar el paso, desdeñosa- mente, él le dijo: –¡Me habéis traicionado una vez!... ¡Libraos de volver a traicionarme! Luego bajó, tranquilo en apariencia, dejando a la gran cas- quivana temblorosa y lívida sobre las escaleras. El conde Lionel de Esbly, el evadido de la prisión central – hoy el doctor Christian Nikador, acababa de llegar de Norue- ga: quería, ejerciendo gratuitamente la profesión médica, des- enmascarar a sus acusadores, obtener la revisión del veredicto criminal; espera desarticular las investigaciones policiales, gra- cias a su metamorfosis de aristócrata parisino en doctor extranje- ro, con un estado civil nuevo, con nuevas apariencias, e ignora- ba, en sus visitas al hotel del Conejo Coronado, que los Naumier
  • 31. 31 fuesen pariente de Ambroise, su ex mayordomo, el traidor que a las órdenes del barón Géraud, conchabado con la Michon y con la ayuda de la Cría-Reseda, había destrozado su vida. ¿Qué iba a ocurrir ahora con el encuentro de la Srat. de Haut-Brion, con la virgen injustamente censurada y expulsada, y luego caída en brazos de un rufián en levita, y hoy, gran casqui- vana? ¡Nikador – como Jesús –sufriría su calvario en nombre de la verdad, y tal vez tuviese en la cortesana, y a pesar de su error, a una nueva Magdalena! … Era de noche… Se oían los frufrús de las faldas. Unas parejas subían las escaleras cuchicheando en las sombras… Un olor a celo invadía el hotel… Para los patrones del Conejo Coronado, como para los del Egipto, del Café de la Esperanza y la Cervecería el Bol de Oro, los mejores clientes eran los de las «habitaciones de paso»: Cas- quivanas de mayor o menor relevancia, enjoyadas, lesbianas y tatas hacían morir voluptuosamente allí a los hombres y a la mujeres, a los viejos e incluso a la juventud de los institutos y los talleres. Desde hacía tiempo, ya se hubiese debido clausurar todo ese tipo de negocios; pero los vendedores de vino – los hay bue- nos y malos como en todos los oficios y todas las artes – son los reyes de Paris, y los viejos moralistas, tales como el barón de Géraud, alcalde de Haut-Brion, consejero general y futuro dipu- tado del Oise, tenían necesidad de sus electores.
  • 32.
  • 33. 33 II PRÍNCIPE Y CASQUIVANA Una mañana de noviembre, hacia las once, Cloé de Haut- Brion y Blanche Latour, actriz de las Fantasías Parisinas, embu- tidas en ricos abrigos, regresaban de hacer unas compras en un elegante cupé. Los caballos del coche, dos magníficos irlandeses, seguían a toda velocidad por la calle Saint-Lazare, cuando de repente el coche se detuvo. –¿Qué sucede, William? – dijo Lilas, bajando una de las ventanilla. El cochero en librea azul y oro, se volvió hacia la ama su rostro afeitado de correcto criado, mientas que el sirviente a pie saltaba a tierra para mantener agarradas las bridas. –Lo ignoro, señora… ¿Debo tomar otro camino? –No, espera… Las dos amigas se inclinaron hacia las portezuelas, vieron en la esquina de la calle del Havre, y cortando el paso, una mu- chedumbre enorme que se agolpaba ante los tarros rojos y ver- des del escaparate de una farmacia. Cloé se dirigió al primer individuo que se encontraba en la calzada, el más cercano a ella, al lado del coche. Era un joven obrero de fisionomía audaz y leal, con bigotes incipientes, vesti- do con un mono azul y tocado con un gorro de terciopelo negro. –¿Qué ocurre, amigo mío? El hombre se quitó el sombrero ante la bella dama: –Una muchacha, una cantante callejera, que acaba de apa- recer desvanecida sobre uno de los bancos de la estación de
  • 34. 34 Saint-Lazare… Por lo que parece, la pobre no comía ¡Estaba pálida como una muerta!... ¡El hambre… probablemente! ¡Estas cosas se ven en París, señora! –¡El hambre! – exclamó la señorita de Haut-Brion, emo- cionada. ¡Oh! Dios mío! ¡Ven Blanche, ven! Saltaba del coche: la artista de las Fantasías Parisinas le dijo: –¿Adónde vais querida? –A informarme de esa pobre mujer…. Acudir en su ayu- da… –¡Oh! Yo temo las emociones violentas; ¡el doctor Gédéon me las ha prohibido! Os esperaré en el coche; id y daos prisa… ¡Hace frío!... –¡Como queráis! – replicó secamente la sobrina del barón Géraud. Y, dirigiéndose a su criado de pie: –¡Acompáñame, Ludovic, y trata de abrirme paso! Ella caminaba, precedida del criado; el hombre de mono azul, la llamó von voz tímida: –¿Señora? –¿Sí, amigo? El obrero parecía muy intimidado: –He escuchado, sin querer, lo que decíais a vuestra ami- ga… y he pensado… He supuesto.. que podríais permitirme… unir mi modesta oferta a la limosna que lleváis a esa desdichada muchacha… Él tendió una moneda de veinte centavos; la gran casqui- vana la rechazó, sonriendo; pero él insistía: –Tomadla, señora… ¡Es de corazón!... ¡Y creo que me traerá buena suerte en el regimiento y luego en el hogar! La Srta. de Haut-Brion aceptó la pieza blanca: –¿Cuál es vuestro nombre, señor, os lo ruego? –Françóis Laurier, dragón en el regimiento 34, de permiso para serviros, señora. –¿François Laurier… dorador de metales? El joven la miró, estupefacto:
  • 35. 35 –¿Me conocéis, señora? –¡Sí, sí, os conozco, Señor Laurier! Y gracias por vuestra limosna para mi protegida! Ella saludó amablemente al enamorado de Annette Loizet que quedó allí, aturdido, y ordenó a Ludovic que lo esperase en la puerta de la oficina mientras tanto ella entró en casa del far- macéutico. Rodeada del hombre del Códex, de sus tres ayudante y de dos agentes, la involuntaria clienta estaba sentada sobre un gran sofá. La Srta. de Haut-Brion se deslizó a su lado y vio a un chi- quilla de dieciséis a diecisiete años, vestida con un vestido negro ajado por el uso, con una pañoleta azul anudada bajo el mentón que rodeaba su rubia cabellera; era bonita, con una belleza casi religiosa, con su rostro evocando una figura de vitral, y cuya palidez destacaba sobre el terciopelo oscuro del asiento. –¿Muerta? – balbuceó Cloé, dirigiéndose al patrón de la farmacia. –No, señora; tranquilizaos… –¿Habéis llamado a un médico? –¡Oh! ¡inútil! Acabo de hacerle tomar un tónico y, cuando regrese en sí, un caldo será el mejor de los remedios! –Entonces, es cierto… ¿Es el hambre? –El hambre y el frío… ¡Ved lo ligeramente vestida que está para este tiempo glacial! –¡Pobre pequeña! Ni crimen, ni delito, un simple hecho banal. Los dos agentes se retiraron, dispersando a la multitud de curiosos, apelotonados en la calle Havre: –¡Circulen, caballeros, circulen! Se decía: –¡No ha ocurrido nada! –¡Una mujer desvanecida! –¡Una cantante callejera! ¡Alguna bohemia! Algunas personas – en nombre de las Sociedades protecto- ras de animales – hubiesen derramado lagrimas sobre un caniche
  • 36. 36 atropellado o un percherón golpeado; una joven humana estaba moribunda, y se pasaba de ello, pues, en Paris, ¡la vida de las mujeres es menos sagrada que la de los caballos y los perros! La gran casquivana y el farmacéutico permanecían solos, cerca de la desconocida, y los ayudantes iban y venían de la tienda al laboratorio. La joven abrió sus grandes ojos y movió ligeramente sus labios descoloridos. –Dentro de un rato podrá hablar y respondernos,– dijo el farmacéutico. Pronto, en efecto, la desconocía, murmuró inquieta, escu- driñando su entorno: –¿Dónde estoy?... ¿Qué ha ocurrido?... ¿Y mi madre? ¿Dónde está mi madre? Dulcemente, la Srta. de Haut-Brion se inclinó hacia ella: –No te preocupes, mi niña… ¡No te abandonaré! Y, tomando un bol de caldo traído por un alumno de ese generoso farmacéutico: –Bebe, ha hablaremos luego… La enferma tomó la taza, bebió el caldo y rosados y fugiti- vos colores aparecieron sobre sus mejillas. Ella suspiraba: –Gracias, señora… gracias, señor… ¡Qué buenos sois!... ¡Me siento revivir!--- ¿Pero cómo he llegado aquí? ¿Quién me ha traído? Cloé respondió, siempre amable y cariñosa: –Te han encontrado desvanecida en un banco, en la esta- ción… ¡pobre pequeña! –Sí, es cierto, ya me acuerdo… ¡Dios, lo que he sufrido! –¿Ahora, ya estás mejor? –¡Oh! ¡Mucho mejor!... ¡Me siento fuerte! Para dejar más libertad a la Srta. de Haut-Brion, en su in- terrogatorio, el farmacéutico, que veía en la visitante, no una casquivana, sino una dama de la alta sociedad, se había alejado, gruñendo contra las últimas cabezas fijas a los cristales, y que
  • 37. 37 los frascos multicolores hacían achatadas, con luminosidades pálidas. Lilas preguntó: –¿Te dedicas a cantar en las esquinas, verdad, hija mía? Un sonrojo empurpuró el noble y dulce rostro de la chiqui- lla: –No, señora, pero… –Lo entiendo… ¡la miseria!... ¿Y te llamas? –¡Olga Lagrange! –¿Eres parisina? –Nací en Rusia, pero de padres franceses… –¿Dónde vives? La otra se callaba, aún sonrojada, y la gran casquivana comprendió que debía haber en la existencia de esa niña un do- loroso secreto. Ella dijo, maternal: –No creas, pequeña, que te lo pregunto por mera curiosi- dad. El azar me ha puesto en tu camino, y mi único deseo es ayudarte… Mi coche está ahí, me espera en la calle… ¡Me gus- taría llevarte a tu casa con tu madre e informarme de vuestras necesidades! Olga se levantó, turbada: –¿Vos? ¿Vos, señora, a nuestra casa? ¡Oh! ¡no! –¿Por qué, hija mía? El orgullo dominaba a la miseria. Siendo una desconocida, la Srta. Lagrange aceptaba cantar en las esquinas y recibir li- mosnas anónimas debido a la enfermedad de su madre y ante la impotencia de encontrar un trabajo, pero habiendo dado su nombre, no quería ofrecer a una extraña el espectáculo de su pobreza: –Señora, os lo agradezco de todo corazón… Dejadme marchar sin preguntarme más!... Aunque seamos pobres, mi madre y yo no pedimos limosna; no la pediremos jamás!... ¡Soy joven, valiente, trabajaré, daré lecciones de piano, de canto, en- señaré francés, inglés, ruso!… ¡Saldré adelante! La mala suerte no se encarnizará siempre con nosotros!... ¡Adiós, señora, adiós!
  • 38. 38 Cloé no sabía que pensar: Olga se expresaba con una pu- reza de lenguaje que no dejaba ninguna duda sobre su origen; había sido educada de manera distinguida, puesto que era capaz de enseñar piano y lenguas… ¿Así pues, cuál era el misterio que planeaba sobre esa criatura? Nada culpable, por supuesto, a juz- gar por la nobleza en su actitud y la claridad virginal de sus ojos. Tras haber dado las gracias al farmacéutico y a sus ayu- dantes, Olga se dirigió a la puerta, enviando a la rubia dama una última señal de gratitud. La Srta. de Haut-Brion había extraído un billete de cin- cuenta francos de una cartera y se lo entregaba a la joven: –Acepta al menos esto para sufragar tus primeras necesi- dades! Y, a un gesto embarazoso de la otra: –¡Oh! no te regalo nada, es un préstamo, un adelanto para cuando trabajes… no puedes rechazarlo! Ese dinero era la vida asegurada durante algunos días, el alquiler retrasado, el pan, carbón, y, para la madre, un poco de carne y vino: esperando el trabajo, eso era una aurora de salud! La Srta. Lagrange tomó el billete y dijo: –¿Queréis, señora, darme vuestra dirección, e indicar el día y la hora en la que debería presentarme en vuestra casa… para devolveros el dinero? Fue el turno de Cloé de vacilar. Además como a ella le gustaba la caridad discreta, la Srta. de Haut-Brion no se atrevió a mancillar la limosna a ojos de la inocente, revelándole que se la debía a una gran casquivana: –Mi querida niña… cuando estés dispuesta a devolverme ese dinero, se lo darás a alguna otra joven valiente y desdichada, ¡y la caridad hecha por tus manos, me hará feliz! Las dos mujeres se separaron en el umbral de la farmacia, y, mientras la Srta. Lagrange se alejaba lentamente en la direc- ción de la iglesia de la Trinidad, Lilas regresó a su coche. –¡Ah! ¡Estáis aquí! – exclamó Blanche Latour, enervada por la espera –¡Dedicáis mucho tiempo a vuestras buenas obras!
  • 39. 39 –¡Una mártir de la vida! – suspiró la Señorita de Haut- Brion. –¡Bah! ¿Acaso no es todo el mundo más o menos mártir? Si hubiese que apiadarse a cada instante de la suerte de los de- más, no se tendría ni un minuto para pensar en una misma!... ¿Me lleváis a mi casa? –Con mucho gusto y ¿cuento con vos, Blanche, para cenar esta noche con… mi amante y sus camaradas? –¡Claro, querida! El criado de pie se mantenía ante la puerta abierta; Cloé le dijo: –¡A la calle de la Boëtie, al domicilio de la señorita La- tour, y luego al palacete! Pero, de pronto exclamó: –¡No, no, espera! Annette Loizet pasaba por la acera, oteando a lo lejos y con un paquete en la mano. La morena y honesta obrera parecía estar buscando a alguien. Ahora bien, ese alguien era François Laurier. Todos los días, a mediodía, desde hacía una semana, los dos enamorados se daban cita en la esquina de la calle del Havre y subían juntos para almorzar en la calle Marcadet, donde el dragón de permiso vivía en una casa vecina de la de la costurera. La Srta. de Haut-Brion llamó: –¡Annette! ¡Annette! La costurera emitió un grito de alegría, cuando vio a la Srta. de Haut-Brion que había bajado del coche, y se puso a co- rrer hacia la hija de sus antiguos amos. Intercambiaron un beso de hermanas. –¡Oh! señorita, ¡qué feliz estoy de encontraros! –¡Y yo también, Annette! ¡Es el buen Dios el que te envía! ¡Tal vez puedas hacerme un favor! –¡Hablad! ¿Qué debo hacer? –¡No tienes un minuto que perder! Ve rápidamente por la calle Saint-Lazare, del lado de la Trinidad! Intenta alcanzar a una jovencita vestida de negro, con una chaqueta de lana azul…
  • 40. 40 Parece muy pobre… y angelical… No te resultará difícil reco- nocerla… –Sí, señorita… ¿Y luego? –Síguela; ¡tengo que saber donde vive!... ¿Tienes tiempo? –Lo tomaré de las dos horas que me conceden para almor- zar y entregar mi mercancía… Además, si regreso tarde al al- macén, ¡tanto peor! ¡No tengo muy a menudo ocasión de servi- ros!... ¿Adónde deberé llevaros las noticias? –Esta noche, a mi casa, en la avenida de Antin… –Entonces, ¡hasta la noche, señorita Cloé! –¡Hasta la noche, Annette! La empleada del ilustre costurero Vestris dirigió algunas palabras a su novio que, según su costumbre, la esperaba en la calle del Havre, y marchó ligera tras las huellas de la Srta. La- grange. Ahora, la gran casquivana, tras haber dejado a Blanche Latour en la calle de la Boëtie, regresaba a su palacete, una ma- ravilla de estilo renacentista, con un balcón de piedra labrada y dieciocho ventanas en la fachada, y, antes de llegar a la escalina- ta de la entrada, un jardín con árboles siempre verdes. La bella Lilas llevaba allí una vida principesca, y el Sr. Jacques Le Goëz, locamente enamorado, no le escatimaba nin- guno de sus lujosos caprichos. Unos lacayos en librea azul y oro, circulaban por el hall y los salones; camaristas en los vestidores; ocho caballos de raza relinchaban en las cuadras, y los coches, engalanados con su escudo heráldico (un ramo de lilas sobre un campo azul) maravi- llaban por su riqueza y buen gusto a los asiduos al Bois y al Hipódromo. Liberada del barón Géraud y del vergonzoso yugo del be- llo Arthur, Cloé no tenía apariencias que guardar ni precaucio- nes que tomar; ahora vivía en el gran lujo de la vida parisina, dando fiestas, multiplicando sus cenas, de las que los periódicos publicaban los menús y relacionaban los invitados, mostrándose en el circo y en los teatros, deslumbrante de joyas, recibiendo en sus veladas de los miércoles, gracias a Le Goëz, muy conocido
  • 41. 41 en todos los ambientes, diputados, senadores, personas impor- tantes de las finanzas, artistas, deportistas y, en cuanto a muje- res, actrices, bailarinas, y toda la flor y nata de la alta alcurnia. En cuanto al vizconde de La Plaçade, a menudo se le veía merodear alrededor del palacete, más apuesto, más joven, más seductor que nunca, y la Srta. de Haut-Brion se preguntaba, con un sentimiento piadoso, quién podía ser hoy la víctima del bri- llante chulo en levita negra. ¡Oh! ¡Cloé ya no amaba a Arthur! Ya no experimentaba por él más que asco y desprecio, y sin embargo, todas las veces que lo veía pasar bajo sus ventanas, sentía una conmoción extra- ña que la turbaba y la aguijoneaba hasta lo más profundo de sus voluptuosas carnes. El banquero había soportado con corazón ligero la muerte de su esposa; y, si, por ventura, el rostro del grueso hombre se velaba de angustia, no era por el recuerdo del fin trágico de El- éonore, sino porque el viudo solamente temía la llamada de la Fiscalía debido al crimen, siempre misterioso, del bulevar Saint- Germain. Desde hacía más de dos años, el Sr. André Crudière, el juez de instrucción, el mimo que se encargó del proceso de Es- bly, se empeñaba en proseguir la investigación, caminando entre tinieblas, es cierto, casi sin esperanza de lograr pruebas, pero esperando un golpe de azar. La Srta. de Haut-Brion y Jacques Le Goëz acababan de almorzar en un elegante salón Enrique II, pero la gran casquiva- na, desde su encuentro con Lionel en el cabaret del bulevar de la Villete, no soñaba más que con sus antiguos y virginales amores y, ante el insulto del evadido, y por temor a traicionarle, no se atrevía a buscar al conde de Esbly. – ¿Y bien, Jacques, – dijo – y ese desdichado e intermina- ble asunto? –Todavía he sido llamado ayer ante ese maldito juez de instrucción… –¿Y eso os molesta? –¡Me horroriza!
  • 42. 42 –¡Deberíais estar acostumbrado! –¡Dios mío! Sé que hace bien su oficio, pero, si encontrase a los culpables ¿resucitaría eso a mi pobre esposa?... No… ¡Pues bien, entonces que se dé prisa y que lo cierre de una vez! El viudo, como siempre, a la evocación de la difunta Eléo- nore, simuló enjugar una lágrima ausente: –No es que quiera olvidar a Eléonore… ¡Oh, no es eso! ¡No es culpa suya! ¡Pero habría podido morir de forma natural, como ocurre con la mayoría de las personas!... ¡Cuántos quebra- deros de cabeza me hubiese evitado!... ¡Y, hete aquí que ese animal de Crudière está ahora siguiendo otra pista! –¡Ah! – dijo Cloé, indiferente, pelando una naranja. –Sí…la del rubio alto. –¿Qué rubio alto? –Según dice, el que ha asesinado a Gabrielle Bouvreuil, la mujer de la calle Marbeuf… Ya sabes, Gabrielle Bouvreuil, una asidua de los Folies-Bergere. –Sí, pero ¿qué relación puede tener ese crimen con el de la Señora Le Goëz? –Por lo que parece, mucho. El juez me ha explicado eso, con mucho lujo de detalles: los dos asesinatos son idénticos: mismo tipo de herida… misma arma… mismo modus operan- di... ¡El Sr. Crudière está convencido de que el asesino de la pobre Eléonore es el individuo que mató a la Bouvreuil!... ¡Son idiotas estos magistrados! ¡Qué busquen a su rubio alto! ¡qué lo encuentren! ¡que lo ejecuten y que me dejen en paz!... Si quisie- ran yo les proporcionaría rubios altos… como por ejemplo a ese crápula de La Plaçade! –¿Sospechan de él? Él levantó los hombros: –¿De él? ¡Venga ya! ¡El vizconde vende a las mujeres!… No las mata!... ¡Las conserva para vivir de ellas! Le Goëz se puso el abrigo. –¿Vas a salir?–preguntó Cloé.
  • 43. 43 –¡Sí… voy a la Bolsa! Quiero ganar dinero, mucho dinero para mi pequeña Lilas, ¡mi bonita y pequeña Lilas!... ¿Necesitas algo? –¡Sí, siempre! –Te daré un cheque… –Y me enviarás dos o tres cestas de hermosos pescados, fresas y uvas para la cena… –¡Entendido! Tras la marcha del viejo enamorado, la Srta. de Haut- Brion subió a sus aposentos y procedió al baño del día, ayudada por sus criadas, luego, ya sola, miró hacia afuera a través de un ventanal. Bajo el cielo glacial de noviembre, los transeúntes y los coches eran escasos sobre la avenida de Antin, y una brisa ligera levantaba y hacía bailar las hojas de los árboles, como si fuesen pájaros dorados. Lilas olvidaba su encuentro con la infortunada niña cuya dirección había encargado a Annette que descubriera, y todo su pensamiento se concentró en Lionel de Esbly tan repentinamen- te aparecido en las escaleras del Conejo Coronado, y como sus nuevos gestos y su larga barba no le impidieron reconocerlo. Siendo virgen en el castillo de Esbly, él la humilló, la in- sultó, la expulsó cuando era víctima de la trampa de un rufián y cuando acaba de luchar por la inocencia del bien amado. Cortesana en París, la flagelaba con su desdén cuando ella lo saludaba, avergonzada, con las manos implorando perdón, e incluso la consideraba capaz de traicionar al evadido de prisión. Y, sin embargo, a pesar de su vida perdida, sin esperanza de redención ni de amor, ella lo amaba y rogaba a Dios que con- fundiese a sus enemigos y obtuviese la victoria. De pronto, sus ojos se desviaron al otro lado de la calzada, y observó a un caballero alto con una pelliza brillante y lujosa que, detenido sobre la acera, la contemplaba con una sonrisa irónica en los labios: el vizconde Arthur de La Plaçade. Cloé quiso retirarse, y, a su pesar, la gran casquivana per- maneció allí, fascinada y encantada ante el bello Arthur.
  • 44. 44 La Plaçade hizo una breve señal y atravesó la avenida, di- rigiéndose hacia el palacete. –¡No! ¡No! ¡Eso es imposible! ¡No será capaz de atrever- se! – gruñó Lilas, agitada en la habitación– ¡No lo recibiré! Casi simultáneamente, la campanilla de la entrada sonó dos veces anunciando la llegada de dos visitantes, ajenos el uno al otro. Ludovic, el mayordomo, entró, una vez autorizado: –El príncipe Dimitri Vorontzow solicita si la Señora puede recibirlo. La Srta. de Haut-Brion que esperaba el anuncio de La Pla- çade, creyó haber entendido mal: –¿Cómo dices? –El príncipe Dimitri Vorontzow… He aquí su tarjeta… Y el criado entregó sobre una bandeja de plata, la tarjeta blasonada donde la gran casquivana leyó: PRÍNCIPE DIMITRI VORONTZOW Atamán de los Cosacos del Don. –La campana ha sonado dos veces a intervalos – observó Cloé – ¿Hay otro visitante? –Sí, señora… es el vizconde de La Plaçade. Charla en la antesala con Julie, la ama de llaves. –¿Y el príncipe? –Lo he introducido en el gran salón. –Bien; ya bajo… La Srta. de Haut-Brion se disponía a reunirse con el noble extranjero, cuando el gran y rubio Arthur le cortó el paso, rien- do: –¡Hola, Lilas!... ¿Ya no me quieres, eh? Ella retrocedió ante el vizconde, y él, con la frente alta, siempre soberbio y alegre, con su barba de oro, penetró en la habitación. –¡Salga, señor! – exclamó la sobrina del barón Géraud. – ¡Salga,oh, salga! Él sonreía irónico, con el sombrero sobre la oreja:
  • 45. 45 –Sí, ya lo adivino… ¿Estás dispuesta a encontrarte con el príncipe Vorontzow? ¡Haces muy bien! ¡Jamás se puede despre- ciar a semejante personaje!... ¡Jolines! Un gran señor realmente rico y, en estos días de esperanza franco-rusa, atamán de los cosacos!.... ¡Estoy bien informado, mi bella! Ha sido presentado con gran pompa en el Cosmopolitan, por lo más granado del Club: Lord Reginald Fenwick y el marqués de Artaban. –¡Salid! –repitió Cloé..– ¡Me producís horror! –Mírame pues, y dime si te puedo infundir horror, queri- da... ¡Lilas, deberías volver a amarme! –¡Miserable! –Venga, dame una prueba de buena voluntad… Acuérdate de nuestras deliciosas horas. –¡Dejadme pasar! –Primero, escucha un consejo –¡Ningún consejo tengo que recibir de vos! –Igualmente te lo doy: ¡abandona a Le Goëz!... ¡Se está arruinando! ¡Está invirtiendo muy mal en Bolsa! ¡Antes de dos meses estará en la ruina! –¡Déjame! –rugió Cloé– o llamo y os hago arrojar a la ca- lle! Arthur seguía sonriendo, acariciando con su mano enguan- tada la mata de oro de su rostro: –¡Oh! ¡oh! ¡no te enfades! Ve a reunirte con tu príncipe y, si no está ya decidido, apresúrate a tomarlo por amante, pues tu banquero… ya sabes… ¡mal negocio!... En cuanto a mí, me vol- verás a amar, Lilas. ¡Una nunca olvida al primero!... He tenido el orgullo de poseer tu primor virginal y exquisito; fui yo quien te ha lanzado y tengo el derecho y el deber de velar por mi noble criatura.... ¡Hasta pronto!... Se alejó, arrojando a la gran casquivana una de sus magné- ticas miradas, y la Srta. de Haut-Brion, completamente alterada, bajó al gran salón donde se encontraba el príncipe Dimitri Vo- rontzow. El atamán era un gigante de unos cuarenta años, cabellera rizada, con una larga barba de chivo, rostro un poco arrugado y
  • 46. 46 unos ojos azules que delataban inteligencia y energía. Vestido con un amplio chaleco negro y un pantalón claro introducido en unas botas finamente barnizadas, el príncipe ofreció a Lilas su mano hercúlea, mientras que una sonrisa mostraba su blanca dentadura: –¡Buenos días, señorita de Haut-Brion! ¡Me hace feliz… muy feliz veros! Y como Lilas dudaba en depositar su mano en la del hom- bre: –¿Mi nombre no os dice nada, no es así, señorita? –Lo he oído pronunciar hoy por primera vez … –Evidentemente, vos conoceréis mejor el del conde Pala- dine? –¿El conde Paladine?… ¿el camarada de mi padre, el ab- negado amigo que cuando mi padre murió llevó sus cenizas a lo más profundo de Rusia?... ¡Sí, señor, conozco a ese hombre y lo venero! –¡Chssst! – sonrió el atamán de los Cosacos – ¡podría es- cucharos! –¿Vos?... ¿Sois vos, señor? –¡Sí, yo! Me llamo príncipe Dimitri Vorontzow desde hace dos años, como heredero de uno de mis tíos y por la volun- tad de nuestro padrecito el Zar… Ella gimió, confusa: –¡Oh! príncipe, ¿vos aquí? ¿en mi casa?... ¿En este palace- te?... ¿En casa de Lilas? Dimitri Vorontzow se acercó a ella y dijo dulcemente: –¿No os emocionéis de ese modo, señorita… ¡Lo sé todo y he venido igualmente!... La vida privada de la Señorita Lilas no es de mi incumbencia, no tengo nada que ver en ello… ¡Es a la hija de mi añorado amigo, el marqués Emmanuel, a Cloé de Haut-Brion a quien me dirijo y, os lo repito, me hace muy feliz, muy feliz veros! Cloé estalló en sollozos; él le tomó las manos, y, habién- dola tranquilizado con buenas palabras, la hizo sentar y se ins- taló respetuosamente y tiernamente cerca de la mujer:
  • 47. 47 –¡No es la primera vez que nos encontramos juntos, hija mía!... Vos no podéis acordaros; ¡erais tan pequeña!... ¡Lleva- bais entonces luto por vuestra madre!... En esa época de mi ju- ventud yo era agregado militar junto al Embajador, en Francia, de su Majestad el Zar… El marqués Emmanuel, vuestro padre, con el que había hecho mis estudios en Stanislas, me recibió en su castillo de Haut-Brion, y cuando, dos años más tarde, trasladé los despojos mortales de mi querido camarada, vos sufríais tanto que no pude abrazaros… A Lilas le daba la impresión de que un velo espeso se le- vantaba ante sus ojos; ahora se acordaba de un apuesto joven en brillante uniforme, sentado junto al marqués, en el gran salón ancestral, y volvía a ver ese salón con las puertas-ventanas abiertas sobre el inmenso parque del castillo, los retratos de fa- milia, la altura de las inmensa paredes y, después de los antepa- sados, la imagen de la madre fallecida al día siguiente del parto, una joven mujer rubia y rosada, con un vestido de satén negro; volvía a ver a su padre, de pie y vivo, a su lado, muy alto, muy apuesto, vestido en traje de caza, y todos los seres, incluso los más humildes que ella había conocido y amado antaño se le apa- recieron: Yvonne, la vieja cocinera en cornete blanco, Léonard, el guardia, otros servidores aún, y sobre todo los Loizet, Domi- nique, el cochero, Jean, el jardinero, Marie y Annette, a la que debería volver a ver en tan tristes circunstancias; Io, la vaca fa- vorita, cuyo cencerro de plata tintineaba en la pradera, y los po- nis ardientes, y los grandes perros de las montañas, tan feroces con los extranjeros y tan cariñosos y sumisos con ella. El atamán comprendió lo que pasaba por la cabeza de la Srta. de Haut-Brion y respetó su ensoñación. Por fin, preguntó: –¿Y vuestra hermana? ¡habladme de vuestra hermana! Cloé levantó la mirada: –¿Mi hermana?... ¿Qué hermana? –¡Pues la hija nacida de un segundo matrimonio del mar- qués de Haut-Brion!
  • 48. 48 –¡Por desgracia, señor, murió en Rusia hace mucho tiem- po, así como la segunda esposa de mi padre! Vorontzow se levantó: –¿Quién ha podido deciros semejante cosa? –El barón Géraud.… mi tío… y desde que era niña jamás me ha vuelto a hablar del tema. Incluso desconozco el apellido de la mujer con la que mi padre se casó… allá, en el momento de morir… –¿Cómo? ¿El barón os ha dicho que vuestra hermana y vuestra madrastra habían muerto en Rusia? –Sí, príncipe; y cuando intentaba hablar e ellas, él desvia- ba la conversación… –Y a mí me escribió diciendo que había recogido a esas pobres mujeres y que hacía educar a vuestra hermana junto a vos, con los mismos cuidados y la misma disposición. ¿Por qué esa mentira? Había perdido su frialdad de moscovita, y, con la sangre en el rostro y los ojos llenos de lágrimas, se paseaba por el salón con el aspecto de un león irritado. Cloé dijo, vibrante de esperanza: –¿La hermana desconocida a la que lloré en mi infancia, la segunda madre que hubiese estado dichosa de amar, viven? –¡Deben existir puesto que el barón Géraud os ha mentido afirmando su muerte ya lejana en Rusia, cuando yo las sabía residiendo en Francia... el año pasado! El Sr. Perrotin, en nombre del Señor Géraud, me escribió al respecto, y el Sr. Perrotin celebraba las bondades del barón!... Así pues, ¡mentira tras mentira! –¿No habéis visto a mi tío? –Me he presentado en su palacete y se me ha dicho que había partido para una de sus tierras en provincias por encon- trarse muy enfermo; pero por todas partes adonde vaya, le en- contraré y, ¡por los Santos Iconos! ¡Tendrá que dar muchas ex- plicaciones! Acercándose a Cloé:
  • 49. 49 –Vamos, hija mía, recordad…. ¿vuestro tío nunca ha deja- do escapar una frase… o hecho alguna alusión que pueda poner- nos sobre la pista de esas desdichadas? –¡Nunca! ¡No sé nada, absolutamente nada diferente de lo que os he dicho antes! El príncipe volvió a sentarse junto a la Srta. de Haut- Brion: –Mi querida niña, me disgusta entristeceros, pero os debo el relato del segundo matrimonio y de la muerte de vuestro pa- dre… Seré breve… Tres años después de mi visita al castillo de las Haut-Brion, el marqués Emmanuel vino a mi casa en una de mis propiedades del Cáucaso. Yo vivía en esa época, y todavía vivo con mi hermana, la princesa Yvanowana… Con nosotros vivía una lectora francesa a la que queríamos como si fuese de nuestra familia… La llegada de mi amigo fue para nosotros una gran alegría, en nuestro país de altas montañas y bosques pro- fundos; también no escatimamos en gastos para hacer la estancia del marqués agradable: carreras a caballo por las estepas, pesca, caza; y siempre la lectora de mi hermana, joven de veinte años, alegre, espiritual y encantadora, nos acompañaba y disputaba en bravura con Yvanowana… Ahora bien, un día, la lectora desapa- reció sin razón alguna, dejando una carta en la que anunciaba un viaje a Francia y su próximo regreso… Pasaron los meses… El marqués de Haut-Brion encontraba medio de maravillarnos me- diante sus audacias, a nosotros, sin embargo habituados a los ejercicios violentos, y ocurrió que su temeridad, durante una caza de oso gris, hizo que nuestra jornada de placer se convirtie- se en una noche de duelo… Unas lágrimas rodaron por la barba del atamán: –¡Ah! señorita, ¡esa velada maldita no desaparecerá jamás de mi memoria! ¡Pobre amigo!... ¡Qué valor!... ¡Qué devo- ción!... ¡Qué audacia! Muerto por salvar a un mujik1 al que un oso gris acababa de derribar… El marqués salvó al mujik y él, mortalmente herido, fue transportado al castillo… La víspera de 1 Campesino ruso. (N. del T.)
  • 50. 50 su muerte me confesó que, desde hacía tiempo, amaba a la lecto- ra de mi hermana y que tenía que reparar una gran falta; ella había partido de nuestra casa por haber quedado encinta, y hoy, se ocultaba con su hija en la aldea de Korwaïa, a cincuenta vers- tas del dominio, en la isba de un aldeano rico… Inmediatamente advertida, la joven mujer se dirigió al castillo y el marqués Em- manuel de Haut-Brion se casó con su amante in-extremis, ante un pope del pueblo… Algunos días después, yo traladaba los restos mortales de vuestro padre al dominio de Haut-Brion, y vuestro tío, el barón Géraud, solemnemente, al lado del ataúd, me juró educar a vuestra hermana con vos y para haceros com- pañía… Fue así como Léonie Lagrange, ante Dios marquesa de Haut-Brion, partió para Francia, llevando con ella a la pequeña Olga… Olga Lagrange, vuestra hermana… Cloé se levantó completamente blanca: –¿Olga Lagrange?... ¿Habéis dicho: Olga Lagrange? –Sí, pero, ¿porqué esa conmoción? ¿Por qué esa palidez? – preguntó inquieto, Dimitri Vorontzow. Lilas se habló a sí misma: –La joven muchacha.... encontrada esta mañana… ¡se lla- ma Olga Lagrange! Nació en Rusia… de padres franceses… En voz alta, exaltada, feliz, vibrante: –¡Ah! príncipe, ¡sois mi buen ángel, y os deberé una de las más grandes alegrías de mi vida! –¡Explicaos, señorita! –¡Tengo la esperanza… la más grande esperanza de volver encontrar a mi hermana! –¿Luego puedo seros útil en alguna cosa? –No, señor, pero regresad mañana; probablemente tendré buenas noticias que daros… La Srta. de Haut-Brion acompañó al noble visitante hasta la entrada del palacete y entró en su habitación. Y allí, mientras esperaba a la joven y brava Annette, en- cargada de correr tras la Srta. Lagrange, ¡cuántos proyectos! ¡Cuántos sueños! ¡Cuántas esperanzas!
  • 51. 51 Por desgracia, hacia las siete, la Srta. Loizet anunció que, a pesar de toda su buena voluntad y toda la velocidad de sus piernas, le había sido imposible alcanzar a la cantante calleje- ra… –¡Annette! ¡Annette! – exclamó la gran casquivana–, ¡desde mañana la buscaremos juntas!... ¡Esa jovencita es mi hermana… mi hermana de Rusia… a la que creía muerta!... Tengo el deber de encontrarla, a ella y a su madre… ¡la segunda marquesa de Haut-Brion!... Tengo el deber de ayudarlas, y, sin conocerlas, las amo en recuerdo de mi padre que, gracias a un amigo, el príncipe Vorontzow, las recomendó al tío Géraud y este tuvo la cobardía de abandonar a ambas sabiéndolas en la miseria... Ella contó a Annette la historia revelada por el príncipe Vorontzow; le narró su encuentro con Lionel en el Conejo Co- ronado, le impuso silencio sobre las extraordinarias aventuras que, lejos de disgustarla, le hacían entrever luces de aurora y de redención. –¡Estoy a vuestro servicio, señorita! – declaró la obrera. –¡Hasta mañana! – murmuró, soñadora, la ex novia del conde de Esbly. ¡Oh! como hubiese querido posponer la fiesta nocturna. Era demasiado tarde y Le Goëz daba órdenes. Los criados iban y venían por el palacete, preparando las luces y disponiendo la decoración y las flores. Pero, por la noche, entre sus invitados, entre los vahos del champán, el estallido de las luces y las flores, a pesar de las risas de Blanche Latour, de Mathilde Romain y otras actrices y corte- sanas ilustres, a pesar de las divertidas palabra de Victor La Templerie, las obscenas solicitudes del doctor Hylas Gédéon y los divertimentos del banquero Le Goëz, de Reginald Fenwick, retornado de Inglaterra con el título de lord y ochocientos mil libras de renta, y numerosos convidados, la gran casquivana permaneció triste, con la idea de que el conde de Esbly estaba en peligro de ser arrestado y que su hermana, Olga Lagrange, tal vez errase sin pan y sin techo.
  • 52. 52 Mujeres y hombres se abrazaban, ebrios de champán y de deseo, y había un olor a celo, como en el Hotel del Conejo, pero muy al margen de las necesidades de la naturaleza, se trataba del perfume seductor y artificial del mundo cortesano… «Buenas noches, querido… ¡y a otra cosa!»
  • 53. 53 III EL CONSEJO DE REVISIÓN GALANTE En la calle de la Universidad, los Perrotin habían estable- cido una vigilancia en torno al barón Géraud; todos los movi- mientos del millonario eran espiados por unos criados a sueldo del arquitecto; sus cartas, sus telegramas – recibidos o a enviar – Honoré y Coelsia los conocían previamente y autorizaban o prohibían su entrega o su despacho. Ahora, los esposos no vivían en las buhardillas, acababan de instalarse en el apartamento de Tiburce, y el marido podía escuchar, desde su habitación, las conversaciones sugestivas de la bella Nona-Coelsia con el viejo. En la mesa, la italiana se situaba a la derecha del barón; Honoré se sentaba a su izquierda, y durante la comida se dispu- taban a ver quién de los dos cuidaba mejor a su víctima. Géraud se dejaba llevar en esa existencia vegetativa, con una resignación lasa; los Perrotin pensaban, actuaban para él, le ahorraban toda preocupación domestica; sin que se dudase de ello conseguían hacer obedecer a Tiburce, como un escolar obe- dece al maestro o un caballo a su conductor, y lo llevaban, per- suadiéndole de que sus voluntades eran suyas y que ellos ejecu- taban sus órdenes. Fue así como alejaron todos los amigos y lograron hacer el vacío alrededor del barón en el palacete, anta- ño ruidoso y alegre. Prisionero y guardianes vivían en el primer piso, y, en la planta baja el arquitecto tenía su despacho, especie de observa- torio con amplio vitral luminoso, desde donde acechaba a los
  • 54. 54 visitantes, y nadie franqueaba la escalera y no subía a los apo- sentos de Géraud sin la autorización del cerbero. Provisto de un poder general, el marido de Coelsia regula- ba los gastos de la casa, recibía las rentas, se erigía en tutor del amante de su esposa. No habría sido hábil secuestrar absolutamente «al gallo de los huevos de oro». Tiburce salía casi todos los días; se le veía en el Bois, en el teatro, en los almacenes, sobre los bulevares, pero siempre flanqueado por Honoré o Coelsia, algunas veces por ambos. ¿Qué pasaba por el alma del barón, y cómo el viejo había descendido a tal servidumbre? No se trataba aún de un debilita- miento de sus facultades mentales, pues, si después de los com- bates de amor, Géraud experimentaba molestias físicas, su espí- ritu permanecía intacto. La costumbre lo había hecho todo… Después de su entrevista tan alterada con Cloé en casa de Olym- pe de Sainte-Radegonde, el viejo tuvo la esperanza de volver con Lilas con la intermediación del apuesto Arthur; pero sufrió un nuevo revés, y, como un perro apaleado, se refugió en las faldas de su amante; la italiana lo redobló de atenciones volup- tuosas; se vestía como Cloé, se hizo teñir los cabellos y lo más frondoso del tesoro íntimo del color del heno para imitar el color de la rubia; trabajó para imitar la voz y los gestos de la Srta. de Haut-Brion, y Tiburce cayó bajo su encanto. Pero, el fuego de lujuria permanecía siempre oculto en el cerebro del barón; el recuerdo de su sobrina lo obsesionaba día y noche; y a veces lo invadía la idea de romper sus cadenas, de alejar al sosia de vo- luptuosidad y de lanzarse a la conquista del ídolo. Esa mañana, la Sra. Lagrange y su hija debían dirigirse a casa del barón Géraud. A las diez abandonaron el hotel del Co- nejo Coronado y, bajo el mismo paraguas usado con las ballenas dobladas, soportando un chaparrón glacial de finales de noviem- bre, que caía desde el amanecer, se perdieron por los bulevares exteriores. El pavimento estaba lleno de fango, y la madre de Olga, todavía enferma, caminaba penosamente del brazo de la
  • 55. 55 anónima cantante de las esquinas. La Villete estaba lejos de la calle de la Universidad, y las dos mujeres tardaron más de una hora en llegar al palacete de Tiburce. Léonie se detuvo delante del portal, vacilante. Su valor la abandonaba… En la residencia de la dama, adonde se dirigirían después al salir del hotel de Géraud, podrían presentarse con la cabeza alta, pues la Sra. de Sainte-Radegonde necesitaba una lectora, y la madre acompañaba a su hija con el deseo de enten- derse… ¡No había nada humillante en esa gestión! ¡Nada que pudiese herir su orgullo! Pero, en casa de Géraud, ¿qué iban a hacer?... Reclamar unos derechos… ¡ilegítimos!... ¡Qué ver- güenza!... ¡Sin embargo, era necesario! El luís del doctor Nika- dor, deslizado en el cajón a espaldas de Olga y los cincuenta francos de la dama rubia les habían sido robados, en su habita- ción, en tres días de intervalo. La Sra. Lagrange quiso evitar una probable afrenta a su hija y le dijo que la esperase bajo el porche para entrar sola. Léonie escalaba el empedrado; un criado le cortó el paso: –¿Adónde vais, mujer? Ella no tuvo tiempo de responder; una voz brutal partió de la casa y exclamó: –¡Héctor, dé dos centavos a esa mendiga y que se vaya! Pero la visitante, enrojecida, dijo al sirviente: –Os engañáis, amigo mío… No pido limosna… Humillado por esa apelación demasiado familiar en boca de esa desgraciada, el sirviente volvió a guardar en su chaleco la moneda y se insolentó: –¡Yo no soy vuestro amigo!... ¿Qué deseáis? –¡Hablar con el barón Tiburce Géraud! –¡El señor barón no recibe a las personas de vuestra ralea! Entonces, la Sra. Lagrange sintió pugnar en ella su digni- dad de mujer, y, levantando la cabeza, pronunció: –¡Anunciad a vuestro amo a la marquesa de Haut-Brion! Héctor, aturdido, la miraba.
  • 56. 56 Perrotin, semejante a una gran araña acechante, apareció sobre el umbral de su despacho cargado de compases y escua- dras: –¡Ah! ¿Otra vez vos?.. Sin embargo se os ha dicho que el barón no quería recibiros. –Le he advertido mi visita mediante una carta, señor, y pensaba… esperaba… Bruscamente, Honoré le dijo: –¡Nada que esperar!... ¡El barón no puede hacer nada por vos!... ¡Nada!... –Sin embargo, señor, vos no ignoráis que soy la viuda del marqués de Haut-Brion. –¡Sí… in-partibus!... Ya me habéis contado esa historia a la muerte del marqués, y habéis venido repitiéndola desde hace dos o tres años… –¡Porque esa historia es la verdad!... Cuando mi marido murió, el príncipe Vorontzow entregó al barón Géraud un dinero para mi hija y para mí… –No, señora… ya os lo dije en diciembre de 1890; el príncipe no dejó nada para vos, ni para vuestra hija… –¡Pues bien, que venga el barón a decírmelo él mismo y sabré responderle! –¡No os concederá ese honor! –Señor… Estoy segura… El arquitecto le cortó la palabra: –¡No insistáis!... Os lo repito: ¡El Sr. barón Géraud no quiere saber nada de vos!... ¡Tiene bastantes limosnas interesan- tes que dar sin ocuparos de una aventurera! Ella se estremeció bajo el insulto, pero ni una palabra pu- do salir de sus labios, y como permanecía anonadada, en medio de las risas y sarcasmos de varios criados llegados del palacete, Perrotin ordenó: –¡Arrojad a esa mujer afuera, inmediatamente! Los criados iban a obedecer; con un gesto, la pobre criatu- ra, insultada y siempre valiente, detuvo el sacrilegio de los otros y salió para retomar con Olga el camino de su calvario.
  • 57. 57 El arquitecto, feliz por la noble ejecución, acababa de re- gresar a su despacho, cuando un gran señor, descendido de un coche a la puerta del palacete, atravesó el patio y subió por el empedrado. Ese visitante, en sombrero de copa, y larga y rica pelliza, tenía nobles modales, y el portero se inclinó ante su presencia. En lo alto, preguntó a Héctor: –¿Está el barón en casa? Obsequioso ante el hombre bien parecido, tanto como fue grosero con la Sra. Lagrange, el criado declaró: –El señor barón no está visible; pero si el Señor quiere di- rigirse al Sr. Perrotin, este tendrá placer en recibirle… –¡No es con el señor Perrotin con quien tengo negocios, es con el barón Géraud! –Entonces, le repito lo que he tenido el honor de decir al Señor, que mi amo no está visible… –¿Está no obstante en el palacete? –Sí… pero no recibe… –Vaya a anunciarle que el príncipe Dimitri Vorontzow in- siste en hablarle… Tenga, aquí está mi tarjeta… Héctor, deslumbrado por ese título de «príncipe», tomó la tarjeta e introdujo al visitante en el gran salón. Al cabo de un instante, fue Honoré Perrotin quien entró; saludó al atamán con la mayor de las deferencias: –¿Vos deseáis ver a mi amigo el barón Géraud, señor?... El barón no está en el palacete, y estará afligido… Vorontzow lo calló con la mirada: –¿El señor Perrotin, sin duda? –Honoré Perrotin, sí… –El criado me ha afirmado que el barón Géraud estaba en casa. –El criado se ha equivocado. –¿Estáis seguro? –Muy seguro. –Os haría observar, caballero, que es la tercera vez que me presento aquí, y que siempre he recibido la misma respuesta.
  • 58. 58 Perrotin tuvo un gesto que quería decir: «¿Qué quiere que yo haga?»; y en voz alta: –Creedme, caballero, que lamento sinceramente… –Si pensase que el barón regresaría aquí dentro de algunos instantes, esperaría… –Estará ausente durante todo el día… –¡Informadle de que regresaré mañana! –¿Me permitís daros un consejo, caballero?... Pues bien, ahorraos la molestia… –¿Entonces, ya está decidió?... ¿El señor Géraud se niega a recibirme? –¡Oh! príncipe, ¡alejad esa idea! El barón Tiburce está en- fermo; yo lo sustituyo en todos sus asuntos, y si os dignáis a confiarme el objeto de vuestra visita, podría seguramente res- ponderos… pues mi amigo no me oculta nada… –¡De acuerdo! Señor… Se trata de la Señorita de Haut- Brion… El cornudo de Nona-Coelsia adoptó un aire ofendido: –El barón Géraud no quiere oír pronunciar más el nombre de una… persona que deshonró a la familia… ¡La Señorita Cloé de Haut-Brion ha muerto para su corazón y a sus ojos! –No es de esa Cloé de quien hablo, sino de Olga de Haut- Brion a la que el barón Tiburce me juró recoger, educar como a una hija y a la que abandonó cobardemente… ¡Eso es innoble!... ¿Ha entregado al menos a la madre de Olga los diez mil rublos que yo le confié el día de los funerales del marqués de Haut- Brion? –Príncipe, esa suma ha sido entregada a las interesadas por mí mismo… –Sí – dijo Vorontzow – maldito miserable, pero el otro compromiso sagrado no se ha cumplido!... Durante años he vi- vido en Rusia, tranquilo, convencido de que Géraud cumplía con su deber; a todas mis cartas me hacía responder que no me pre- ocupase, que amaba a Olga como a su hija, y, fue en Paris, ayer, cuando he sabido la triste verdad… ¡El barón Géraud me debe cuentas y me las rendirá!
  • 59. 59 Honoré creyó deber proteger la integridad de su patrimo- nio: –¡El barón Tiburce Géraud ha actuado según su concien- cia!... Además esa cría por la que os interesáis, ¿tiene el dere- cho, así como su madre, a llevar el apellido de Haut-Brion? Unas llamaradas rojas pasaron por los ojos de Vorontzow: –¡Señor Perrotin, tienen el derecho, y os prohíbo dudar de ello cuando yo lo afirmo! Pero, de inmediato, pensando en el objeto de su visita y juzgando al arquitecto indigno de su cólera, el príncipe dio libre curso a su emoción: –¡Esas dos infortunadas mueren de hambre!... Una… ami- ga ha encontrado a la hija, que canta en las esquinas… pero ha perdido su pista… Busco por todo París, y mi mayor alegría sería encontrar a la mujer y a la hija del marqués de Haut-Brion, para proporcionales un poco de consuelo!... He aquí por lo que he venido a entrevistarme con el Sr. Géraud; tal vez él sepa don- de viven bajo el apellido «Lagrange». El arquitecto, que había robado los diez mil rublos, desti- nados a la marquesa in-partibus, se cuidó mucho de comentar la visita anterior. Declaró, feliz del efecto que iba a producir: –Os equivocáis, señor… El barón Tiburce ignora, como yo, la existencia de esas pobres mujeres… El atamán rugió: –Entonces, ¿por qué me escribía que las socorrería? –Sin duda… para no apenaros… Dimitri Vorontzow estalló: –¿El barón Géraud es idiota o infame?... ¿Estáis vos, Pe- rrotin, al servicio de un miserable? –¡Ah! ¡Príncipe!... ¡príncipe!... –¡Sin duda hay algo turbio en esta historia y sabré cual es el enigma! Y, sin inquietarse más del «guardián», el extranjero salió y subió al coche.
  • 60. 60 En el primer piso del palacete, en una cálida y lujosa habi- tación, el barón Géraud, en batín, sostenía amorosamente sobre sus rodillas a la esposa del arquitecto. Nona-Coelsia estaba vestida, por encima de finos encajes de su camisa, con un camisón azul de terciopelo, y sus cabellos, nuevamente rubios, los había dispuesto al estilo «Virgen», como antaño hacía su peinado la Srta. de Haut-Brion. La astuta italiana iba a luchar, según su costumbre, contra un inmortal recuerdo; toda la noche, el viejo Géraud, en sus de- bates amorosos, acababa por pronunciar el nombre de Cloé y, para la Sra. Perrotin, eso era una mala señal. Ella dijo, mimosa: –¡Decididamente, rejuveneces, Tiburce, y conozco hom- bres de treinta años que envidiarían tu vigor! –Es que tú eres bella, Coelsia… ¡más que bella desde que te pareces a ella! –¡Oh! ¡Qué vil eres!... ¿Por qué pensar siempre en esa mu- jer? Ella le rodeaba el cuello con sus brazo desnudo y rollizo cuyo frescor, sano y robusto, rozaba unas mejillas macilentas; y él, mediante pequeños lengüetazos, besaba las carnes rosadas y blancas en el lugar más voluptuoso: –¡Qué bueno!... ¡Bueno!... Esto es muy bueno! –¿Y esto? – dijo la Sra. Perrotin, ofreciendo sus labios. Tiburce aplicó allí golosamente los suyos, y a este abrazo sucedieron otros abrazos y otros besos. El viejo rechazó a su amante: –¡Basta!... ¡Basta!... ¡Me siento mal! Ella se echó a reír: –¡Vamos! ¡Con cosas tan buenas! –¡Oh!... sí… ¡muy buenas! ¡Demasiado buenas! – suspiró, con la tez pálida y la mirada vacua. –¿Más, bebé? –¡No!... ¡Esto me mata!... ¡Tengo como un millón de alfi- leres en el cráneo! ¡Me parece que mis riñones se funden!... ¡Tengo dificultades para respirar!... ¡Heu!... ¡heu!... ¡heu!...
  • 61. 61 –¡Es el mal tiempo!… ¡la lluvia!… Todos los días ocurría lo mismo, pero el viejo no se daba cuenta que en cada beso Nona-Coelsia le arrancaba algo de si mismo… Una noche, en uno de esos momentos de embriaguez en la que, perdiendo la noción de los seres y las cosas, el barón libra- ba sus secretos más íntimos, contó a la bella su tentativa de vio- lar a Cloé. La italiana conocía bien la historia por su marido; sin embargo fingió experimentar un gran placer y propuso al viejo libertino representar sobre el mismo teatro la inolvidable escena. Tiburce, alegre, aceptó, y, al día siguiente, a medianoche, hizo irrupción en la habitación de Cloé donde Coelsia lo esperaba. Entonces, con las mismas palabras, los mismos gestos, los mis- mos gritos de virgen desolada, la misma persecución a través de la habitación, el mismo furor erótico del viejo, los dos persona- jes revivieron la velada del crimen, pero cambiaron el desenlace, y Géraud, sobre el lecho virginal, con la ilusión de poseer a Cloé, poseyó a la italiana. Muy a menudo, Tiburce y Coelsia recomenzaban la re- pugnante parodia de la violación, y cada vez, para gran triunfo de la Sra. Perrotin, Géraud dejaba allí un poco de cabeza y un pedazo de su vida. La mujer del arquitecto miró el reloj de péndulo: –Las doce y media… Me voy a vestir… Nos encontrare- mos abajo, en el comedor… –No me encuentro bien – dijo el viejo – Deberías enviar- me el almuerzo aquí, a mi habitación. –Se hará lo que pides. Y si quieres, iremos luego a dar un paseo en coche. –¡Llueve a mares! –¿Y qué importa eso? ¡Tomaremos el landau! Ella se iba, él la llamó: –¿Coelsia? –¿Sí, amigo mío? –¿Pondrás el vestido azul, verdad? Aquél que se parece… al suyo