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LOS ULTIMOS ESCÁNDALOS DE PARÍS
VOL. IV
EL ÚLTIMO GIGOLÓ
Jean-Louis Dubut de Laforest
3
Título original.- Le Dernière Gigolo
París. Editorial Fayard. Paris 1899
Traducción.- José Manuel Ramos González. Pontevedra
Mayo 2014.
Portada: J.A.D. Ingres, Torso masculino, 1800.
5
Portada original
7
ADVERTENCIA
A mis lectores
Damas y caballeros,
Tenía intención, menos generosa que lúdica, de relacionar
los nombres de los moralistas más serios en el prólogo de esta
alegre novela: El Último Gigoló, libro IV de los ÚLTIMOS
ESCÁNDALOS DE PARIS.
Pero no tengo ninguna razón personal para juzgar a esos
buenos o malos apóstoles; y, recordando que uno de ellos – el
más célebre – ha impulsado la votación de la gran ley del
perdón y el olvido para el error inicial, pongo freno a mi deseo
de bromear.
Me parece más digno, queridos lectores, que seáis voso-
tros los que decidáis entre los viejos moralistas y el satírico aún
joven.
Esos caballeros y yo observamos la vida humana bajo as-
pectos absolutamente diferentes: los legisladores sueñan con
ocultar las heridas sociales, y yo, cirujano de costumbres, creo
ponerlas al descubierto gracias al escalpelo – la pluma – y con-
denarlas al fuego rojo del castigo: la enfermedad, el dolor, la
muerte… y el ridículo.
A la humanidad– anciana mujer, anciana coqueta, vieja
harpía – le gusta ser halagada. Ahora bien, yo prosigo mi tarea,
no ignorando que la sátira debe pretender menos recompensas
académicas y oficiales que las alabanzas y las bendiciones. ¡No
importa! La materia prima de una obra es la verdad tanto en el
Bien como en el Mal, es desbrozar el Árbol del la Ciencia.
Y es por lo que, abordando hacia el fin de este libro, los
ciclos de los infiernos parisinos a los que he dado vocablos
8
fuertes y diáfanos, e incluso vulgares, para hacerme compren-
der bien y golpear alto y con vigor hasta en las masas contami-
nadas, estaré muy complacido de que los moralistas me sigan y
se arriesguen – literatura – en los viajes que acabo de realizar
con mis colegas y médicos, y bajo la protección de los inspecto-
res principales de la Sûreté que el Sr. Prefecto de la policía ha
tenido a bien poner a nuestra disposición.
En estas largas y penosas travesías, hemos tenido oportu-
nidad de ver el inaudito espectáculo de todos los desenfrenos,
de todas las miserias, de todas las energías, de todas las abne-
gaciones, de todos los heroísmos, y, dramatizándolos, tengo
plena conciencia de haber realizado una obra de salubridad
social.
Damas y caballeros, voy a entrar en el infierno – no con
miel y rosas – sino con una fusta que los moralistas podrán oír
chasquear y verán golpear si, en nuestra compañía, aceptan
descender entre los condenados en vida.
D.L.
Paris, Noviembre de 1898.
9
I
¡ BRAVO GIGOLÓ ¡
La luna de miel no había hecho disminuir a lord Reginald
Fenwick su acostumbrada intemperancia, y esa noche peroraba,
ebrio de ginebra y champán.
Estaba a bordo del Brighton, su yate de vapor. Con su es-
posa Cloé de Haut-Brion y a su amigo La Plaçade, realizaba un
interesante crucero a lo largo de las costas de Italia y Sicilia.
En ese espléndido día de enero de 1894, el barco surcaba
las aguas transparentes del Mediterráneo, y bajo el cielo azul,
cribado de estrellas, el joven lord Fenwick, la ex gran casquiva-
na y el vizconde Arthur de La Plaçade, llamado Espejo, acaba-
ban de cenar y encendían, ella un cigarrillo y los hombres dos
gruesos habanos.
De vez en cuando, un destello de calor abrazaba el hori-
zonte, descubría los acantilados de la Corniche, sobre un fondo
púrpura y oro, y la brisa, que soplaba desde tierra, aportaba las
deliciosas fragancias de la costa vecina.
En torno a los excursionistas, todo revelaba el goce de la
naturaleza, y las «luces de posición» situadas a babor y estribor
del yate, coloreaban las olas de rojo y verde, mientras las lámpa-
ras eléctricas, distribuidas por cubierta, expandían su manto
blanco y azul, uniéndose a los astros para iluminar esa encanta-
dora noche.
Reginald se inclinó para servirse un cóctel de ginebra y
whisky; dulcemente, Cloé le detuvo:
–¡Vamos, basta ya por esta noche, amigo mío!
–¡Jamás!
–¡Os pondréis enfermo!
–¡Jamás!
10
Llenó y vació un gran vaso, y, mirando a su esposa, dijo
con la boca pastosa:
–¡Debéis saber, milady, que en Inglaterra se tiene libertad
y las órdenes no nos convienen!
–No os estoy dando una orden, Reginald, sino que os di-
rigía un ruego…
–Los ruegos son tristes y la tristeza conduce al suici-
dio…Observad a nuestro amigo Arthur… ¿Acaso está triste?...
¿Acaso no ha sido la alegría de nuestro viaje?... ¡Sin Arthur y, a
pesar de vuestra amistad y dulzura, habría visto negro, muy ne-
gro, y sin embargo veo rosa, muy rosa!...
El novio de la Sra. de Sainte-Radegonde envío una sonrisa
a Fenwick, luego sus ojos brillaron mirando a Cloé, quién volvió
la cabeza.
¡Dios! ¡Cómo había cambiado, pero de qué manera aún
era apuesto el asesino de Gabrielle Bouvreuil y de la Sra. Eléo-
nore Le Goëz! Se había afeitado su barba de oro y conservaba
únicamente un sedoso bigote de un rubio menos intenso; parecía
más gordo; su rostro se había vuelto rosa; sus ojos brillaban de
voluptuosidades más dulces, y, alguna vez, la mirada azul se
hundía en languideces: otro ser germinaba bajo la envoltura del
gran rubio, un ser menos viril, casi afeminado, con actitudes de
señorita: Reginald lo quería así, y Arthur obedecía a Reginald.
Y la vestimenta masculina acababa de sufrir una metamor-
fosis extraordinaria: Espejo llevaba una indumentaria de joven
engominado, cuellos muy amplios, corbatas de matices suaves,
un brazalete en el puño izquierdo y unas sortijas en todos los
dedos– sortijas de mujer.
El Brighton se acercaba a las costas de Francia, y semejan-
tes a estrellas rojas, se veían las mil luces de Marsella.
Reginald dijo a su esposa tras haber encendido un nuevo
cigarro:
–Mi querida Cloé, en media hora estaremos en Francia;
mañana por la noche tomaremos posesión de nuestro palacete en
París… Así pues, ha llegado el momento de tener una conversa-
ción definitiva…
11
–Os escucho, Reginald – dijo la sobrina del barón Géraud,
sorprendida.
El joven lord continuó:
–Sí, a fin de evitar preguntas, reproches, desconfianzas
siempre desagradables en una pareja– las personas como noso-
tros estamos hechas para entendernos–, desearía discutir con
vos, milady, el programa de nuestra existencia conyugal…
El Sr. de La Plaçade se alejaba; Fenwick le interpeló:
–¿Adónde diablos vas, Arthur?
–Iba a popa a mirar el mar; tú tienes que habar con milady,
y temía ser indiscreto…
–¿Indiscreto, tú?... ¡Vamos, hombre!... ¡En absoluto, ami-
go mío!… ¡todo lo contrario!
El gran rubio regresó a su lugar, y lord Fenwick se volvió
hacia Cloé para preguntar:
–¿Querida, por qué os habéis casado conmigo?...
–Pero… Reginald… – balbuceó la ex gran casquivana, en
el culmen de la estupefacción.
Fenwick engulló de un trago una copa de champán:
–Os habéis casado por dos razones, aparte del amor, pues
– y no insisto – no podíais amar al hombre… del abrigo; vos os
habéis casado conmigo en primer lugar porque el viejo Le Goëz,
arruinado, era incapaz de sufragar vuestras fantasías y vuestro
tren de vida de gran casquivana; luego, y sobre todo, porque,
hija de alta nobleza, no teníais bastante con el oficio de cortesa-
na y desearías – ¡y lo apruebo! – remontar en la escala en la que
habíais descendido injustamente en Francia, remontarla, a defec-
to de un aristócrata de vuestro país y mejor que en vuestros sue-
ños, con un par de Inglaterra… ¿Es cierto?
–¡Estas palabras, señor – dijo la ex novia del conde de Es-
bly, – no me las diríais antes de beber!
–¡Mi lenguaje es muy correcto y nuestro amigo, el mar-
qués Achille de Artaban, uno de los árbitros caballerescos de la
lealtad, así lo declararía!... Pero, responded… ¿Sí o no, es cier-
to?
12
–¡Aun cuando eso fuese cierto, señor, resulta inconvenien-
te y ridículo plantearme semejantes cuestiones ante un tercero!
El vizconde se levantaba; lord Reginald Fenwick, por se-
gunda vez, se opuso a la retirada del compañero de ruta:
–¡Quédate, Arthur… lo deseo!
–¿Pero no ves que sobro… que molesto?
–¡No!… ¡Eres un hermano, y, entre milady y yo, tú serás
el juez!
El Sr. de La Plaçade se tranquilizó, y el joven lord, aunque
muy borracho, desplegó una maravillosa facilidad de locución:
–Yo, Cloé, os he esposado, porque me gusta distinguirme
de los demás hombres; pero, mi excentricidad nacional se une a
sentimientos generosos, y me ha gustado entregaros, y mejora-
do, vuestra nueva situación aristocrática… La cosa está hecha…
Estoy contento… No me arrepiento en absoluto… únicamente…
–¿Únicamente?
–Exijo, desde nuestro regreso a París, ser libre en el ma-
trimonio, como lo era de soltero; por mi parte, estoy dispuesto a
concederos entera libertad: mi palacete es muy grande; tendréis
vuestros aposentos en el ala derecha, y yo viviré en el ala iz-
quierda… O lo contrario si queréis… La antesala y los salones
de recepciones serán comunes, así como el comedor… En cuan-
to al dinero, lo gastaréis en vestidos, en paseos y fantasía, lo que
os plazca, y en ese terreno no tendréis que echar de menos a
Jacques Le Goëz que os escatimaba, según creo, los billetes…
¿Estáis de acuerdo, señora?
–¡Sí, señor! –declaró fríamente la ex gran casquivana.
–¿Está claro?
–¡Muy claro!
Tres silbidos brevemente espaciados, rasgaron el silencio
de la noche, y la hélice del yate, detenida, hizo brotar alrededor
de ella un hervidero de espuma blanca; el barco ralentizó su
marcha y no avanzó más que a vela.
Entonces, al ruido del cabestran, maniobrado por cinco
hombres de la tripulación, al soplido estridente del vapor que
13
salía por las chimeneas de la máquina, lord Reginald Fenwick
señaló con un gesto gracioso al vizconde de La Plaçade:
–¡Un buen muchacho, milady!... No lo conocéis, y deseo
que modifiquéis vuestros modales a su respecto… Durante todo
nuestro viaje os habéis mostrado hacia él injusta, sarcástica, in-
cluso diría que cruel, y me gustaría un poco más de dulzura…
Lady Fenwick tuvo una extraña sonrisa, respondiendo a su
marido:
–¡Vos habéis sido amable por los dos, milord!
–¡No he cumplido más que con mi deber, señora! Hemos
arrancado al querido Arthur de sus placeres, de sus trabajos para
tenerlo con nosotros… ¡Se ha sacrificado y debemos estarle
agradecidos!
Aturdida y humillada, bajó los ojos. Reginald se llevó al
vizconde por el puente y se pasearon del brazo al claro de luna,
y a la luz de los fanales eléctricos, gesticulando, riendo, hablán-
dose rostro contra rostro, en una intimidad que la gran casquiva-
na encontró singular y más que fraternal.
Se entraba en el puerto de Marsella, y tras la visita de la
Aduana y la de la cuarentena, el Brighgton llegó a puerto, y, de
inmediato, se lanzó la escala.
Los tres viajeros subieron a un landau que los esperaba y
los condujo al hotel Metrópolis, en la avenida de la Fraternidad.
Reginald quiso cenar y celebrar su feliz regreso a tierra
francesa bebiendo champán; el vizconde Arthur le siguió las
bromas, y, hacia la media noche, los camareros del hotel se vie-
ron obligados a transportar a Fenwick a su habitación, donde La
Plaçade se encargó de meterlo en la cama.
Sola, en una amplia habitación, la sobrina del barón
Géraud dio rienda suelta a sus lágrimas retenidas mucho tiempo;
y, habiendo lavado su rostro y el inútil tesoro de amor, se puso
un camisón y se sentó en un sofá, sombría y soñadora.
Por la mañana temprano abandonarían Marsella y una
nueva vida iba a comenzar para la heredara de los Haut-Brion: la
ex virgen del arroyo entraría en París como una gran dama, pa-
resa de Inglaterra, en ese París donde, días atrás aún, brillaba
14
entre las casquivanas. Mientras tanto, ¿qué había ocurrido en su
ausencia? Ni una carta le había llegado, aunque la buena Annet-
te Loizet y el príncipe Dimitri Vorontzow hubiesen prometido
enviarle noticias. ¿Cómo hubiesen podido llegarle las cartas en
ese crucero, máxime cuando las breves paradas en los puertos de
Sicilia y de Italia, incluso en la última escala, no estaba com-
prendida en el programa, y desde dónde el inglés telegrafió al
Sr. de Artaban su inminente llegada a Marsella?
Asomada a la ventana abierta, miraba la ciudad luminosa,
y como ignoraba el acto de salvamento de Nikador, la idea de
Olga, su hermana tan miserablemente desaparecida en el incen-
dio del Conejo Coronado, y de la que ni siquiera se encontraros
sus despojos mortales, la obsesionaba en su soledad.
De rodillas oró, y de nuevo, para vencer su desesperación,
contempló el decorado: allá, a la izquierda, un monumento de
estilo romano-bizantino, Notre-Dame-de-la-Garde, sobre una
colina, marcaba en el cielo muy claro su silueta negra, mientras
que, como en una apoteosis, la estatua dorada de la Virgen que
la corona, brillaba bajo los blancos rayos de la luna; a la dere-
cha, el faro arrojaba sobre el mar sus luces alternas iluminando a
su vez las construcciones blancas del Faro, el antiguo palacio
imperial y las empalizadas del fuerte Saint-Nicolas. A continua-
ción, la viajera se divirtió observando los trasatlánticos en el
puerto viejo, el balanceo regular de los mástiles, auténtico bos-
que despojado de ramas, inclinando sus troncos bajo la brisa;
aquí y allá, con capuchas y con la carabina a la espalda, unos
aduaneros se paseaban en las sombras; por instantes, un grupo
de marinos borrachos se regocijaba a bordo; una patrulla de la
gendarmería marítima hacía sonar sus pasos sobre el pavimento,
y subían de esos seres y cosas, voces confusas, chirridos de nav-
íos salidos de sus amarras, choques de pesadas cadenas, prolon-
gados silbidos de vapor, repentinas llamadas y agudas sirenas.
Llamaron a la puerta, y Cloé interrumpió el encanto de sus
visones reales.
15
Al principio, lady Fenwick creyó que algún viajero se
equivocaba, pero de inmediato pensó que lord Reginald, sin du-
da indispuesto, la hacía llamar y ella corrió a abrir.
El Sr. de La Plaçade surgió frente a ella:
–¡Una palabra, una sola palabra, te lo ruego, Cloé!
Y, sin esperar la autorización de la recién casada, empujó
la puerta entreabierta y la cerró tras de sí, con infinita elegancia,
después de haber llevado a su víctima al medio de la habitación.
–¿Qué queréis de mí? – exclamó indignada la esposa de
Reginald.
Espejo tendía sus brazos:
–¡Oh, mi Cloé! ¡Si supieses cuánto deseaba el momento de
estar a solas contigo!... Por fin voy a poder decir lo que durante
el viaje me ha sido imposible hacerte escuchar sobre ese yate en
el que, entre el va y viene de tu marido y de la tripulación, mis
palabras hubiesen podido ser sorprendidas… Ahora bien, soy,
como bien sabes, un hombre galante y no quería comprometer-
te… ¡Querida, te amo, te sigo amando como siempre!
Ella replicó, desdeñosa:
–Sí, claro, eso debe ser… Soy rica… muy rica… ahora, y
veis en lady Fenwick una nueva presa, una segunda Eléonore Le
Goëz!
–¡Oh! ¡Cloé! ¡Cloé!
–¡Pues bien, os confundís, señor, y lady Fenwick, más al-
tiva y valiente que la Señorita de Haut-Brion sabrá resistir a un
La Plaçade!
–¡A mis ojos y a mi alma, tú eres y siempre serás Cloé…
Cloé, la del castillo de Esbly!
–¡Después de vuestra mentiras y vuestra cobardía, deber-
íais enrojecer evocando ese nombre!
–Entonces… Lilas…sí… ¡La Lilas a la que bauticé po-
seyéndola virgen, e iniciado en los misterios del amor!
–¡Y que vendisteis al mejor postor!
Él se acercaba; ella lo rechazaba:
–¡Salid, miserable!
–¡No! Tú me has pertenecido y me pertenecerás aún!
16
–¡Jamás!
–Quiero que seas mía esta misma noche…¡Lo deseo!
Y, con la mirada encendida:
–No me obligues a emplear los medios de tu tío, el barón
Géraud… El viejo tuvo miedo, pero yo… ¡yo consumaré la vio-
lación!
–¡Me llamo lady Fenwick… Nada tengo que temer de vos
y, si es necesario, haré justicia!
–Tus miradas desmienten tus palabras… Veo… leo en tus
ojos que todavía me amas…
–¡Innoble imbécil!
–¡Eh! Claro que sé muy bien que te llamas lady Fenwick,
pero tu nueva y gran situación, lejos de disuadirme, me anima y
me exalta... ¿Acaso no has escuchado al borracho de tu marido
decir que pretendía quedar libre y que te concedía entera liber-
tad?
–¡No abusaré de su confianza!
–¡Pero él no se contendrá en tener amantes!.... Mi Cloé, si
me he hecho amigo de Reginald, era para acercarme a mi inmor-
tal amor... ¡Te amo! ¡Te adoro! Y si quieres – ¡y querrás! – po-
dremos llevar los tres una hermosa vida… en familia… ¡Qué
adorable y divina existencia!
Él la había cogido con una mano, y, con la otra, le levan-
taba las faldas; ella luchaba, valiente, defendía sus labios de la
boca del hombre y su sexo de los dedos profanadores… De un
golpe, él la arrojó sobre un diván, dispuesto a violarla…
Entonces, lady Fenwick emitió un gran grito – el grito de
su carne revuelta – y como en su bestial deseo, el novio de la
Sra. de Sainte-Radegonde había olvidado pasar el cerrojo, un
hombre, en frac negro, entró.
Era el marqués Achille de Artaban, llegado esa noche, y
cuya habitación era contigua a la de lady Fenwick.
Con sus brazos hercúleos, el Ultimo Gigoló golpeó y tiró
al rufián, lo volvió a levantar y lo arrojó fuera de la habitación.
Sobre el rellano saludó a la esposa de Reginald, cerró la puerta y
dijo al miserable que se levantaba:
17
–¡Nos batiremos hoy, señor, y vos elegiréis las armas! Pe-
ro, alejaos inmediatamente, sin una palabra, sin un gesto, o bien
aprieto vuestra garganta hasta que seáis hombre muerto.
Y la Plaçade, tras haberse retirado ante esas palabras, el
Sr. de Artaban regresó a su habitación.
Marsella se despertaba en el esplendor de un cielo oriental
y para gloria de la Canebière. Sobre el viejo puerto, hombres,
mujeres, niños de todas las edades y de todas las naciones, corr-
ían, se cruzaban, chocaban, cantando, vociferando, apostrofán-
dose, con grandes gestos, en italiano, en inglés, en patois pro-
venzal; un olor de marisco y ajo, toda una bullabesa, saturaba la
brisa; unos vapores cargaban o descargaban, montañas de mer-
cancías se alienaban a lo largo de la avenida, toneles de vino, de
cerveza o de alcohol, jarras de aceite, sacos de trigo, legumbres
venidas de África; las mil chimeneas humeaban ardientes, y,
sobre el Mediterráneo de un lapislázuli, unas velas se desplega-
ban al viento, rojas, blancas, grises y esos mástiles de navíos que
por la noche parecían a Cloé un bosque despojado de sus ramas,
se engalanaban con banderolas multicolores y parecían un jardín
encantado al aire libre.
El Sr. de La Plaçade acaba de enviar a sus testigos – dos
aventureros de Marsella – al marqués de Artaban; los de este los
constituían un periodista y un miembro del gran círculo, y, entre
los adversarios, fue acordado que el motivo del duelo permane-
cería ignorado. Se había invocado una disputa en París, en el
teatro de las Fantasías, y, durante la jornada, a espaldas de lord y
de lady Fenwick, dos balas habían sido intercambiadas sin resul-
tado.
Fenwick se enteró del duelo por los periódicos, y aceptó la
explicación que le dio La Plaçade, a instancias del Sr. de Arta-
ban.
Aunque muy enamorado de Cloé, el Último Gigoló tuvo el
escrúpulo – después de su caballeresca defensa – de cancelar sus
respetos a los recién casados y se dirigió a Niza, con la esperan-
za de ser pronto amado por sí mismo.
18
Entre los dos recién casados, el rufián en levita regresaba a
París, en un vagón-cama, como había venido, pero, con los bigo-
tes bajos, pues si por azar, y, tal vez, a falta de una buena arma,
la pistola de Artaban no había acertado, sus riñones aún perma-
necían doloridos por el correctivo manual de la víspera.
Durante todo el viaje, lady Fenwick mantuvo una actitud
silenciosa, y los dos hombres comieron, bebieron y fumaron
enormemente.
A medida que se avanzaba, el cielo se volvía menos azul,
la temperatura menos cálida, y, por la mañana, llegando a la
estación de Lyon, los tres viajeros encontraban París helada y
cubierta de nieve.
La Plaçade regresó a su apartamento de la calle de Atenas,
y los Fenwick se dirigieron a su nuevo hogar.
Sobre la entrada principal de un magnífico palacete de los
Campos Elíseos, un ejército de sirvientes, haciendo pasillo, es-
peraba a los amos; un mayordomo inglés, con la cara empolva-
da, vestido de negro y corbata blanca, dio la señal de las alegr-
ías, y todos los criados gritaron:
–¡Hip! ¡hip! ¡hurra por lord Fenwick, Hurrah por lady!
II
MANTENEDORES Y PUTEROS
El Cosmopolitan Club, antaño sito en la calle Castiglione,
abría ahora sus treinta ventanas en el primer y segundo piso de
un suntuoso inmueble que daba al bulevar de los Italianos, casi
enfrente al antiguo apartamento de soltero del conde Lionel de
Esbly.
19
Ese círculo era una mezcla entre los garitos vulgares y las
asociaciones artísticas o mundanas del Epatant y del Volney,
que dominan el Jockey, la Union, la Rue Royale y l’Agricole, y
los miembros de los grandes círculos, el príncipe Dimitri Wo-
rontzow, el duque Savinien de Louqsor, el marqués Achille de
Artaban, lord Reginald Fenwick, y senadores, diputados, oficia-
les y escritores y artistas iban allí a jugar al lado de los Perrotin,
los Goëz, los La Plaçade, los Neuenschwander, los Gédéon y los
La Templerie.
Allí también se encontraba el barón Géraud, cuando sus
guardianes le permitían salir.
Un presidente, dos vicepresidentes, un secretario, un teso-
rero y doce miembros del Consejo, administraban la buena mar-
cha de las comidas y el lujo del decorado se elevaba a más de un
millón ochocientos mil francos, sobre los cuales, una vez dedu-
cidos todos los gastos, quedaba un millón a compartir entre los
accionistas.
Ujieres con cadenas de plata, maîtres de hotel en frac y
corbata blanca, criados en culote verde y medias de seda, pe-
queños zapadores en librea marrón daban al inmueble un aspec-
to de grandeza, y la vasta escalera de mármol, y los alfombras
de rojo terciopelo, y el inmenso hall, repleto de obras artísticas,
y el bar, y el calorífero, y los ventiladores, y los salones de lec-
tura y reposo, y los divanes, y los sofás y el comedor, y la bi-
blioteca, y el teléfono, y los baños, y las instalaciones de pelu-
quería, y la sala de armas revelaban un auténtico bienestar.
La gran sala de juegos, con sus tres mesas para el bacarrá
y el salón llamado El Apartado, pero donde se jugaba igualmen-
te el drapeu, el poker y la boillote, estaba aislado de las otras
estancias, y, había allí, en el giro de la escalera, en el entresuelo,
un «Salón de los Extranjeros» donde los miembros recibían a los
visitantes y sobre dodo a las damas; en la planta baja, un vestí-
bulo; detrás de la doble y alta puerta vitral de color se mantenía
un ujier, ante una mesa, dispuesto a tomar el cornete acústico,
un muchacho siempre en movimiento, a la partida o a la llegada
de los coches.
20
Ahora bien, esa tarde, hacia las cinco, el notario Edgard
Bazinet de la calle Royale, subió la monumental escalera del
Cosmopolitan Club, penetró en la antesala, y los criados se apre-
suraron a su alrededor, tomándole su sombrero, su bastón y su
abrigo.
Alto y fuerte, de unos cincuenta años, vestido de negro,
portando la roseta de la Legión de honor, con rostro plano y
afeitado, una nariz muy larga, ojos azules, claros y dulces, su
cabellera canosa y con sus grandes patillas blancas, ese hombre
se parecía a una enorme oveja merina.
Preguntó:
–¿Ha comenzado la partida?
–Todavía no, señor.– respondió un criado.
Y el Sr. Bazinet, muy alerta para su edad, se dirigió hacia
el salón de lectura.
Allí, alrededor de la mesa de los periódicos, se encontra-
ban fumando y charlando con animación, La Templerie, director
de las Fantasías Parisinas; Etienne Delarue, un mozo de veinti-
cinco años, lugarteniente de zapadores a pie, un poco incómodo
en su traje civil; Henri Nérac, joven poeta esteta de cabellos os-
curos y grande ojos negros llenos de llamaradas meridionales;
Jacob Neuenschwander, el usurero de los mundanas, actrices y
casquivanas, y, de pie, ante la chimenea, muy elegante en un
smoking con forro de sede que le ceñía el talle, el marqués Achi-
lle de Artaban, recién llegado de Niza.
Al la entrada del notario, la conversación cesó y se produ-
jeron saludos y apretones de manos.
El oficial ministerial, instalado en un sofá, con un binócu-
lo de oro sobre su nariz, se hundió en la lectura de un periódico.
–Así pues, mi querido de Artaban, – dijo el director del
teatro – es una regla absoluta… ¿Jamás un luís a las damas?
–¡Ni un franco!
–¿No es broma?
–¡Palabra de honor! ¡Y espero continuar mucho tiempo
todavía con esa costumbre!
21
–¡Oh! ¡oh! – dijo lleno de dudas el banquero Neuensch-
wander, –¿y dentro de diez años?...
–Será lo mismo; tengo teorías amorosas adaptables a todas
las edades…
–¿Nos las podéis revelar, marqués? – interrogó el joven
oficial de zapadores.
–¡Desde luego! ¡Son muy sencillas!: primero, en mi opi-
nión el amor no es amor si no es desinteresado... Solamente con
la idea de dar dinero a una mujer… me vengo abajo… y, en la
batalla, estaría anulado…. ¿Entendéis?
–¡Muy bien! – dijo riendo el moreno esteta, – pero debéis
encontrar a menudo resistencias…
El marqués Achille se levantó:
–Querido señor, tengo cuarenta años cumplidos… No soy
tan fatuo para creerme un Apolo o un Adonis, y, sin embargo,
jamás encontré una mujer que me rechazase… Se trata de saber
y tomar…
–Bueno, marques, ¿el método?
–¡Uno se hace necesario!… ¡Eso es todo!
Neuenschwander sonrió:
–¡Habláis de enigmas! Un día daréis con una señorita mo-
derna, como he conocido a muchos, incluso a demasiados, y sin
lugar a dudas os arruinará.
–¡Jamás! Y no sería por avaricia… ¡no!.... Todo el mundo
sabe que las cuarenta mil libras de renta del marqués de Artaban
se le van cada año de las manos con una facilidad extraordinaria
y que su capital incluso sufre notables brechas… pero en los
demás placeres… bibelots o viajes… Vos lo sabéis mejor que
nadie, mi bravo Neuenschwander, que venís tan a menudo en mi
ayuda…. Pero, regresando a mis amores, y testimoniar aún la
infalibilidad de mis sistema, esta noche me acuesto, como lo he
hecho a menudo, con la mujer más venal, la más cara, las más
avara de todas las bellezas de Paris, y voy a poner los cuernos a
un caballero cuyo nombre ignoro, pero que mantiene a la señori-
ta con una media de setenta a ochenta mil francos anuales.
–¿Una actriz? – preguntó La Templerie, interesado.
22
–Sí, una actriz.
–¿De mi teatro?
–¡Me pedís demasiada información!
El director de las Fantasías Parisinas se echó a reír:
–¡Apuesto veinticinco luises a que la conozco!
–¡Jugáis con ventaja! ¡Vos conocéis a todas las mujeres!
–¿Blanche Latour, eh?
–¡Blanche Latour! – repitieron juntos Étienne Delarue, el
lugarteniente de zapadores y el poeta Henri Nérac, el primero
muy pálido y nervioso, el otro rojo de cólera.
–¡Blanche Latour! – murmuró por su parte, y sin perder
nada de su grave actitud, el notario de la calle Royal, observan-
do por encima de su periódico al aristócrata.
Y los tres, oficial, esteta y notario, esperaron ansiosos la
respuesta del marqués Achille de Artaban.
El Último Gigoló se adelantó hacia la Templerie y le dio
una palmada amistosa en el hombro:
–Bien, sí, lo habéis adivinado… es Blanche Latour, vues-
tra pensionista de las Fantasis Parisinas… ¿Consideráis que ten-
go merito?
–¡Oh! sí! Pues ella, como dice La Plaçade, es un pequeño
Harpagón1
!
Un empleado de la sala de juegos atravesaba el salón de
lectura, anunciando:
–¡Caballeros, hay diez luises en la banca!
Achille lo detuvo:
–¿Vos sois nuevo?
–Sí, señor marqués.– declaró humildemente el individuo.
Soy muchacho de llamada desde hace ocho días, gracias a la
recomendación del señor barón Géraud y del Señor Perrotin.
–¿Cómo os llamáis?
–Ambroise.
1
Harpagón es el protagonista de la obra El Avaro de Molière. (N. del
T.)
23
Y Ambroise Naumier, llamado el Cebolla, siempre pálido,
vestido de negro, con un amplio pantalón de grandes bolsillos
donde tintineaban monedas para el cambio, continúo por las
otras salas:
–¡Caballeros, hay diez luises en la banca!
Unos miembros interrumpían su sueño, dejaban los perió-
dicos o sus escrituras, se precipitaban hacia el bacarrá, y la gar-
ganta de Ambroise seguía emitiendo:
–¡Caballeros, hay diez luises en la banca!
Ingresando en el Cosmopolitan Club, el liberado de la
Central tenía un deseo de fortuna que esperaba realizar con
préstamos usureros y misteriosos en ese círculo, donde, por or-
den de la Prefectura, la caja ya no funcionaba; por otra parte, él
estudiaba ciertas combinaciones.
–¿Es que no vais a jugar una partidita? – dijo al aristócrata
el director de las Fantasías Parisinas.
El Sr. de Artaban respondió:
–¡Mas tarde!... ¡Primero, las mujeres!... Antes de cenar
debo enviar una entrada de Ópera a la Sra. de Lavarennes, la
esposa del subprefecto de Senlis, un ramo a Mathilde Romain, y
unas flores a la duquesa de Louqsor y a la baronesa de Mirandol,
una caja de bombones a esa rubita de Jeanne… ¡No hay un mi-
nuto que perder! ¡Hasta luego, Caballeros!
EL aristócrata tendió la mano a Nérac y a Delarue, que le
respondieron con un apretón bastante flojo, pero no se percató
de la cara ofuscada del oficial ministerial.
Neuenschwander, le retuvo en el umbral de la puerta:
–¡Querido marqués, acabáis de meter la pata, y una mete-
dura de pata… nada ordinaria!
–¿Meter la pata?... ¿Yo?
–¡Eh! sí, ¡habéis destrozado el corazón de ese pobre nota-
rio!
–¿Por qué?
–¡Él es quién mantiene, de forma anónima pero muy seria,
a Blanche Latour!
24
–¡Diablos!... Entonces, ¿por qué ese bruto de Le Temple-
rie ha pronunciado el nombre de su pensionista?
–Por la sencilla razón que ignora, como todo el mundo por
otra parte, las relaciones de Blanche y del notario Bazinet… Del
mismo modo que nuestro viejo amigo Le Goëz se jactaba de su
relación con Lilas, ¡el notario se esfuerza en ocultar sus amores
con la diva!... En la calle de la Boëtie, los criados de la señorita
Latour no conocen al señor Bazinet más que bajo su nombre:
Edgard… pero eso no es todo…
–¿Qué hay aún?
–Vuestra declaración os ha granjeado dos enemigos en
Étienne Delarue y Henri Nérac…
–¿Cómo? ¿Ellos también están con Latour? – se sorpren-
dió el aristócrata – ¿Todo el Cosmopolitan acaso?
–Sí, ellos están con Latour, pero modestamente… ¡según
sus medios! No son más que unos puteros…
–¿Y el notario Bazinet, es el mantenedor formal?
–Muy serio, bajo el nombre de Edgard…
–Pues bien, el mantenedor y los puteros se equivocan
guardándome rencor: ¡yo tomaré un trozo de su Blanche Latour,
el mejor, pero no me la comeré toda!
Tras la partida del marqués de Artaban, el director de las
Fantasías Parisinas, observó, lírico:
¡Como me divierto yo
Con el Último Gigoló!
–Un bonito oficio el que ejerce – dijo rabioso el poeta es-
teta – ¡Acostarse con las mujeres sin pagarles, es la vía natural
para acabar mantenido por ellas!
–¡Es asqueroso! – añadió el oficial de zapadores, no me-
nos vejado que el poeta – ¡Y para colmo de males, el marqués
tiene el cinismo de vanagloriarse de ello!
Repantigando sobre su sofá, el notario Edgard Bazinet,
tranquilo en apariencia, con la mirada vaga, acariciaba sus gran-
des patillas blancas.
25
La Templerie dijo:
–Caballeros, exageráis… El gigolismo no es una industria
inmunda, ni siquiera un oficio vulgar, ¡es arte! Achille de Arta-
ban jamás da un centavo a las mujeres, y sin embargo, ¡Dios
sabe que obtiene sus favores! Antes, cuando le preguntabais
como un hombre debía comportarse para no encontrarse con
mujeres crueles, os ha respondido: «¡Uno se hace necesario!»
En eso radica su secreto, ¡el secreto de los gigolós! Caballeros,
el gigoló, y dejo al margen la raza inferior de los enamorados
que no pagan a sus bellas porque no tienen dinero, y, en su alma
y conciencia quisieran ser mantenedores o puteros, el gigoló, el
auténtico gigoló no ama a una mujer; ama a todas las mujeres
siempre que sean bonitas; no les paga en metálico… no, es un
principio, pero las rodea de homenajes y cuidados; les ofrece
una entrada a un estreno de circo o teatros, les envía flores de
Niza, las lleva a la confitería y les paga pasteles y vino dulce
español; las acompaña a la costurera o a la modista, a las Expo-
siciones de pintura, de cocina, de horticultura, a las ventas de
caridad, llevándoles su sombrilla, su abanico, su abrigo, incluso
su perrito. Siempre amable, siempre animoso, siempre galante,
acepta las faenas más enojosas. Prodiga a los ídolos sus consejos
en sus más delicados asuntos; las informa de los secretos de la
monta, del tenis, del futbol, de la bicicleta y del automovilismo.
¡Ni un solo invitado está a la altura del gigoló para dirigir un
cotillón y organizar una zarabanda! El gigoló conoce los gustos,
las manías, los vicios de sus amantes pasajeras: las estudia, las
analiza, las halaga; ¡las satisface!... Sabe descubrir las flores, los
perfumes, los caramelos favoritos de esas damas, y, en caso de
necesidad, él las induce a realizar hallazgos: fue él quién inventó
el lagarto vivo retenido en la blusa por una cadenita de oro, y la
pequeña tortuga, cuyo caparazón adornado de rubís y de esme-
raldas, está engastado en un brazalete de esmalte… El gigoló es
alegre, espontáneo, nunca banal, y aunque es amigo de todas las
damas, establece distinciones entre una marquesa, una actriz,
una casquivana y una lavandera: todas son mujeres, todas tienen
derecho a un mismo respeto y a un similar amor, ¡pero cada una
26
pide un trato especial! Feliz, el gigoló envejece con sabia lenti-
tud: A los cuarenta años, a los cincuenta, todavía brilla en el
cielo de la galantería parisina, y cuando a sus cualidades morales
tan apreciadas por el bellos sexo, une un amable físico y un títu-
lo de marqués, –tal es el caso de nuestro amigo de Artaban–,
todas las mujeres son suyas… ¡No hay más que agacharse para
cogerlas!… ¡Ellas lo piden, ellas lo quieren!
Y el director de las Fantasías Parisinas terminó en estos
términos la apología de Artaban:
–¡No confundir al Último Gigoló con un chulo!
Etienne Delarue y Henri Nérac masticaban sus cigarros, y
se dirigieron a la sala de juegos; el notario Bazinet empujó su
periódico y, dispuesto a seguirlos, preguntó a Victor La Temple-
rie con voz demasiado prudente para ser natural:
–¿Vos creéis que el Sr. de Artaban no se vanagloria de su
relación con vuestra pensionistas?
–¿Con Blanche Latour? ¡Desde luego que no! Pero, ¿qué
es lo que eso puede importaros, querido notario?
El notario adoptó un aire despreocupado:
–¿A mí? ¡Oh! ¡Nada! ¡Absolutamente nada!
Y entró en la sala, ya llena, donde acababan de precederlo
el oficial y el poeta, y donde el Sr. Jacques Le Goëz estaba en la
mesa de juego.
Sentado en su sofá, Jacob Neuenschwander reía a mandí-
bula batiente:
–¡Esta sí que es buena!... ¡En la calle de la Boëtie, van a
acontecer historias muy divertidas!
–¿En honor a quién, Jacob? – preguntó Victor.
–¿Os habéis dado cuenta de la cara de los tres tipos que
acaban de irse?
–No, ¿por qué?
–Esos tres, junto con de Artaban, forman la escala propor-
cional de los enamorados: ¡Mantenedor, puteros y gigoló! Ahora
bien, el mantenedor, el hombre serio, aquél que suelta la pasta a
las grandes lánguidas y que los criados llaman «Señor», es el
notario Edgar Bazinet…
27
–No es posible…
–¡Así es! Los puteros, según el vocablo original, creado y
puesto en circulación en el bulevar por vos mismos, La Temple-
rie, son esos dos pobres diablos de Delarue y de Nérac que se
desangran por dar a la diva, uno ciento cincuenta y el otro dos-
cientos francos, al mes... Y no son los únicos; hay todavía otros
puteros que colaboran con los mismos precios en el manteni-
miento de Blanche Latour…
–¡Nada menos que cuatro! – exclamó el promotor del
Triunfo de Venus; ¡mi pensionista, va bien!
–¡Blanche es una mujer práctica, y no ignora que los pe-
queños riachuelos humanos forman los grandes ríos… de di-
amantes!
–¡Oh! ¡todo el mundo la conoce bajo ese aspecto!
–En cuanto al Gigoló, el marqués Achille de Artaban, el
capricho efímero de Blanche, se acuesta gratis con ella, pero le
envía ramos de diez luises y la invita a cenas de quince. ¡Muy
selecto! ¡Pero para la hucha, eso no cuenta!
Victor miró bien de frente al joven banquero judío:
–¡Sapristi! Mi querido Jacob, ¿de dónde obtenéis todos
esos detalles?
–Después de haber sido el amante de Blanche, me he con-
vertido en su amigo y agente de negocios… Le coloco su buena
pasta; mantengo sus libros contables, pero no existe entre noso-
tros la más mínima relación amorosa…
–¿Cómo?... ¿Nunca?
–¡Jamás! – dijo alegremente el usurero de esas damiselas–
¡El mantenedor no quiere, el putero no se digna, el gigoló no
puede!
De vez en cuando, un tumulto procedía de la gran sala de
juegos, un ruido de sillas moviéndose, de llamadas de nombres:
el príncipe Dimitri Vorontzow y Jacques Le Goëz jugaban en las
mesas del bacarrá y en concreto en la llamada «La Escuela de
los Puentes». Un crupier ululaba:
–Caballeros, hagan sus apuestas…
–¡Tres luises! – dijo con voz tímida Henri Nérac.
28
–¡Cuatro! – añadió el lugarteniente Delarue.
–¡He aquí a los puteros que se embalan! – dijo sardónico
Jacob Neuenschwander – ¡Probablemente la diva los ha amena-
zado con no recibirlos si llegan con las manos vacías!
–¡Pobres puteros! – suspiró cómicamente el director de las
Fantasías Parisinas.
La banca de «La Escuela de las Puentes» había sido adju-
dicada por seis luises a Nérac, y más allá, entre una amalgama
de levitas negras y esmóquines, el príncipe ruso y el banquero
francés apostaban quinientos y mil luises.
Le Goëz, muy rojo, llegaba al salón de lectura, estrechan-
do entre sus brazos y contra su pecho, una bolsa repleta de fi-
chas de marfil, de fichas rojas y blancas, de luises de oro y de
billetes de banco.
Se sentó ante una mesa y desplegó sus riquezas para con-
tarlas. Victor La Templerie y Jacob Neuenschwander le felicita-
ron por su buena racha y se dirigieron a la sala de juegos donde
apostaron contra el atamán de los Cosacos.
El banquero Jacques Le Goëz que, desde su ruptura con
Cloé de Haut-Brion se había «rehecho» de sus audaces especu-
laciones, ordenaba su tesoro mediante pequeños montones regu-
lares, cuando una mano se posó familiarmente sobre su hombro.
Jacques reconoció al vizconde de La Plaçade que le sonre-
ía; vivamente recogió los billetes, el oro, las fichas y las metió
en su bolsillo.
Arthur se echó a reír:
–¡Oh! no tengáis miedo, hombre… ¡No tengo ninguna in-
tención de sablearos!... ¡Os he visto y he venido a saludar a mi
amigo!
–¿Cenáis en el círculo, conmigo?
–No, gracias, le Goëz… Ceno en casa de lady Fenwick…
Vamos a evocar nuestro admirable crucero por el Mediterrá-
neo…
El rostro de Le Goëz se ensombreció:
–¡No me habléis nunca más de Lilas!... ¡Está más muerta
para mí que la pobre Eléonore!
29
Y, exhalando un profundo suspiro:
–He aquí una que se puede jactar en el otro mundo de
haberme causado bastantes problemas, y de causármelos todavía
hoy.
–¿Todavía hoy? – Interrogó el bello Arthur, con una cierta
inquietud – ¡Creía el caso cerrado!
–Para el juez de instrucción Crudière, tal vez… no sé nada
o más bien, dudo… pero el otro día, recibí la visita de un caba-
llero que me propuso investigar, mediante previo pago, al famo-
so rubio, el asesino de mi esposa…
–¿Y vos aceptasteis?
–¡Claro… era mi deber!
–¡Algún miserable timador que os quiere sacar dinero!
¡Desconfiad, Le Goëz, desconfiad!
–¡Oh! ¡No arriesgo nada! Salvo un ligero anticipo, no de-
bo pagar excepto que la investigación tenga éxito…
–¿Dónde vive ese individuo?
–Este es su nombre y su dirección.
Jacques extrajo de su cartera una tarjeta de visita y la en-
tregó al vizconde de la Plaçade:
–¡Tomad!
El rufián en levita tomó la tarjeta y leyó:
THÉODORE DARDANNE
Antiguo Inspector Principal al Servicio de la Sûreté.
INVESTIGACIONES INTIMAS
MISIONES
Por las mañanas, de 8 a 11 horas.
7 bis, calle Montorgueil, Paris.
Arthur parecía muy turbado; iba a responder y aconsejar a
Jacques que enviase a paseo al policía con sus «Misiones», pero
30
un criado de antesala entró en el salón de lectura y dijo a La Pla-
çade:
–Señor vizconde, en el Salón de los Extranjeros hay dos
caballeros que desean…
–¿Os han dado sus nombres o entregado sus tarjetas?
–No, señor vizconde.
–Habéis cometido un error no exigiendo las tarjetas o los
nombres…
–El señor vizconde me disculpará… Soy nuevo… Ignora-
ba…
–¡Está bien! Ya bajo…
Y dijo al banquero del bulevar Saint-Germain, que a
ningún precio quería abandonar desde que acababa de conocer la
intervención del policía Dardanne:
–¿Venís, Le Goëz?... Voy a excusarme mediante un tele-
grama con los Fenwick, y os invito a cenar al Egipcio… Ense-
guida me desharé de esos importunos…
–Os sigo, vizconde… Dadme unos minutos para intercam-
biar mis fichas…
En el momento en el que Le Goëz entraba en la sala de
juegos, un estallido de voces brotó en la Escuela de los Puentes:
todos los jugadores, sentados o de pie, con la mirada inflamada,
amenazaban a Henri Nérac:
–¡Habéis cambiado el corte!
–¡Sí, habéis puesto las cartas unas sobre torras!...
–¡Lo he visto perfectamente!
–¡Yo también!
–¡En la otra banca ha hecho lo mismo ese pajarraco!... ¡No
es de extrañar que gane!...
–¡Sí, pero que entregue el dinero!
Blanco como un muerto, el joven poeta esteta se defendía:
–¡No soy un ladrón! ¡Me he podido equivocar, pero no he
destruido voluntariamente el corte!
–¡El dinero! ¡el dinero! ¡Qué se le registre!
31
Muy serio, en su chaleco marrón florido de amarillo con la
cinta y la medalla militar, uno de los comisarios de juegos inter-
vino:
–¡Calma, caballeros!... ¡Os lo ruego, calma!... ¡Todo se va
a explicar!...
Se discutió sobre el robo o el error.
El Sr. de La Plaçade y el Sr. Le Goëz vieron el fin de esta
escena que se terminó mediante la expulsión de Nérac.
En el giro de la escalera de mármol, en el umbral del
Salón de los Extranjeros, el vizconde y su compañero se encon-
traron en presencia de dos hombres, aburridos de esperar; y,
lleno de angustia, el chulo en levita distinguió las figuras de
Ernest Lassagne llamado el Rizos y de Charles Romanel llama-
do Llega al Pie.
Vivamente, Arthur dijo a Jacques:
–Id delante, Le Goëz… ¡Me reúno con vos en el Egipcio!
Los dos visitantes juzgaban la ocasión demasiado buena
para no aprovecharla.
Con voz ronca, el Rizos dijo:
–¡Oh! ¡podemos charlar muy bien de nuestro negocio de-
lante del Sr. Le Goëz!... ¡No hay secretos!
El asesino estaba verde; el marido de la difunta Eléonore
interpeló a los dos hombres:
–¿Cómo, caballeros? ¿Me conocéis?
–El señor vizconde acaba de pronunciar vuestro nombre –
dijo Romanel; – y, además, hemos tenido en una ocasión la
oportunidad de presentarnos por negocios en vuestro banco del
bulevar Saint-Germain.
–E incluso – añadió Lassagne – hemos tenido el honor de
encontrarnos allí con el Sr. de La Plaçade... ¿Os acordáis, señor
vizconde?
Arthur balbuceó:
–Sí… sí… en efecto… creo… me parece…
El Rizos le envió una mirada de desdén, y dirigiéndose al
otro personaje:
32
–Debo deciros Sr. Le Goëz, que mi colega y yo somos
marchantes de curiosidades: veníamos a proponer una ocasión al
Sr. de la Plaçade… ¡Oh! el señor vizconde es un aficionado y
nos disculpará por haber venido a importunarlo en el círculo…
Tal visita no forma parte de nuestras costumbres… Pero ¿qué
queréis? Tenemos comprador para esta noche, a buen precio, y
como el Sr. vizconde de la Plaçade es uno de nuestros mejores
clientes, queríamos darle preferencia respecto de dos objetos que
él desea… desde hace mucho tiempo…
Y, al aristócrata:
–¡Y bien, señor vizconde, vos decidís finalmente si nos
compráis nuestro puñal artístico… y nuestra raro autógrafo!...
¿Queréis verlos aún?... Los llevo conmigo…
–¡No… no… no hace falta! – dijo La Plaçade, con voz ca-
si ininteligible – Pasad por mi casa, mañana temprano en la calle
de Atenas…
Llega al Pie dijo:
–¡Oh! ¡no os esforcéis en darnos placer, señor vizconde!...
Si no queréis nuestras curiosidades, estoy seguro de que al Sr.
Le Goëz le interesará, sobre todo si añadimos un certificado de
origen!... ¡Nadie puede equivocarse!... Somos personas hones-
tas… ¿No es así, Lassagne?...
–¡Con seguridad! – declaró el Rizos – ¡No engañaríamos a
un pobre gorrión!... ¡Entonces, hasta mañana, señor vizconde!
–Sí, por la mañana, entre las nueve y las once…
Jacques le Goëz se alejaba para estrechar la mano a uno de
sus colegas del Círculo que bajaba de un coche.
Lassagne murmuró al oído de la Plaçade:
–¿Sabéis?... ¡hace bastante tiempo que esto colea!... ¡No se
ha acabado!... Mañana por la mañana, veinte mil francos por las
pruebas de vuestro crimen!... sin eso, en nombre de Dios… ¡se
armará una buena!
Y como el banquero del bulevar Saint-Germain regresaba,
Ernest Lassagne y Charles Romanel se inclinaron profundamen-
te ante los dos miembros del Cosmopolitan Club.
33
Sobre el bulevar de los italianos, Le Goëz dijo al vizcon-
de:
–Busco en mi memoria y no recuerdo el rostro de esos ca-
balleros…
–¡Bah! ¡Habéis tenido tantos clientes de todo tipo!
Ambroise, el empleado de los juegos, se reunió con sus
colegas:
–El vizconde pagará, pero no debéis venir aquí. Podríais
perjudicarme.
El Rizos y Llega al Pie se divertían:
–¡Este viejo Cebolla!
–¡El bueno del Cebolla!
Romanel propuso:
–¿Vienes a tomar un vaso?
Pero el empleado de los juegos murmuró:
–¡Me necesitan arriba!
Y prometió a los visitantes reunirse con ellos la primera
noche que tuviera libre, en el Hotel del Conejo Coronado, in-
mueble restaurado después del incendio, o en el Café de la Es-
peranza o en la Cervecería del Bol de Oro.
Mientras se desarrollaban estos incidentes en el Cosmopo-
litan Club, la Srta. Latour charlaba, en su recibidor japonés, con
un joven de dieciocho años, el número tres de sus puteros.
Se llamaba Jules Valadier y ejercía la profesión de segun-
do vendedor en un gran almacén de ropa interior de la calle Cua-
tro de Setiembre.
Era un muchacho tímido y dulce, de ojos azules y tez ro-
sada; la diva lo había deslumbrado un día en el que compraba
encajes, y desde ese día, el joven enamorado ahorraba incluso
sobre su alimentación para obtener los doscientos francos men-
suales exigidos por su devoradora amante.
Blanche Latour, en un camisón de satén amarillo estampa-
do con grandes flores, haciendo juego con los jarrones japoneses
del recibidor, aún no peinada, con los pies desnudos en unas
babuchas de terciopelo negro, estaba tumbada sobre dun diván
de bambú dorado.
34
De rodillas, cerca de ella, el putero cubría de besos la ma-
no repleta de sortijas que la diva le abandonaba, y Blanche, con
la mirada vaga, permanecía indiferente a las protestas amorosas
del pobre Jules; ella pensaba que pronto otro de sus puteros, el
pequeño Albert Monjot, pasante en casa del notario Bazinet, iba
a llegar al salir del estudio.
La diva retiró su mano del abrazo de Valadier y dijo, gen-
tilmente:
–¡Vamos! Bebé, ¡tienes que irte!
–¿Ya? – suspiró el dependiente de encajes.
–Sabes que todos los días, a las seis, antes de dirigirme al
teatro, recibo a mi maestro de música…
Muy dócil, el putero se había levantado:
–Dime, Blanche, ¿cuándo me concederás una buena no-
che, una noche entera?
–Si eres prudente, la semana próxima…
Y suspirando:
–¡No soy libre, mi Jules! ¡Ah! ¡si fuese libre, ya verías!....
¡Libre y rica!... Nos iríamos ambos a unas tierras lejanas, como
dice el poeta del Triunfo de Venus, ¡y nos amaríamos sin aban-
donarnos nunca!
Luego, con voz doliente, como si experimentase una tris-
teza por algo inevitable:
–Hoy es día 15, bebé… ¿Has pensado en mí?
–Desde luego, Blanche… He aquí los doscientos francos
envueltos en tres metros de «sedas» que me permitirás ofrecer-
te…
Ella tomó de las manos del enamorado un ligero paquete
envuelto en papel de seda, y tras haber verificado el metálico y
las telas:
–¡Eres un cielo, Jules!... ¡Vamos, querido, da un besito a
tu Blanchette, y vete!
El putero salía por una puerta que se abría a la gran escale-
ra; la diva lo llamó:
–¡No! ¡No! ¡Por ahí, no! Ese es el camino de «mi se-
ñor»… Tú, el amado, por la escalera de servicio!
35
Valadier gruñó:
–¡Tu señor! ¡Tu señor!... ¡Ah! ¡Me gustaría mandarlo al
diablo!
–¿Acaso estás en disposición de darme ochenta mil fran-
cos al año?
–¡Por desgracia, no!
–¡Entonces cállate y permanece a la altura! ¡Tienes el rol
que te corresponde!...
Él se alejó, y la cabeza rubia de Jenny, la camarista, apare-
ció entre las hojas entreabiertas de una puerta:
–¿El Sr. Valadier ha partido, señora?
–Sí, hija mía.
–¿Puede entrar el Sr. Albert Monjot?
–¡Naturalmente!
Entonces, Monjot, uno de los pasantes del notario Bazinet,
hizo irrupción en el recibidor.
Ese putero notarial no se parecía en nada al tímido em-
pleado de ropa interior. Pequeño, moreno y rizado, vestido a la
última moda, el pasante tenía una audacia inimaginable y quería
rentabilizar bien su dinero.
Entre dos besos, él observó:
–Señorita Latour, ¿sabes que podría decir como Luis XIV:
¿He tenido que esperar?
–Estaba con mi maestro de música…
–¿En serio?
–¿Lo dudas?
–¡Oh! no, ¡en absoluto! Sé que aparte del Señor Bazinet, al
que respeto y tolero, no me tienes más que a mí… y… tu me
amas, ¿verdad?... Amas mucho a tu pequeño Monjot que escribe
piezas de teatro, bajo el seudónimo de «El Pasante» – tu peque-
ño Monjot que se convertirá en un gran autor dramático…
–¡Eres tonto!
–Tú me amas… Demuéstralo… dilo…. ¿quieres?
El avanzaba con los brazos tendidos, la boca en forma de
corazón; ella le rechazó:
–¡Nada de tonterías, Albert!
36
–¡Te apuesto cien centavos que esperas a mi querido y
honrado patrón, el Sr. Bazinet, el importante, el positivo, el ma-
jestuoso maestro Bazinet!
Bruscamente, Blanche Latour le puso una mano en los la-
bios:
–¡No pronuncies ese nombre aquí, donde todo el mundo
debe ignorarlo!
–Y yo lo ignoraría como los demás si no hubiese pillado al
notario!... Buena idea que ha tenido el patrón de enviarme a tu
casa, hace dos meses, para hacerte firmar una acta! ¡Oh, impru-
dente oficial ministerial!
Más serio, extrajo de su bolsillo una cartera de filigrana
plateada brillante de monedas de oro a través de las mallas:
–Hoy, 15; ¡ciento cincuenta francos!... ¡Albert Monjot,
siempre exacto, siempre correcto!...
–¡Deja eso sobre la chimenea!
–¿No lo cuentas?
–No, tengo confianza.
El pasante lanzó hábilmente la bolsa en un joyero, y preci-
pitándose hacia la diva:
–¡Por esas buenas palabras, te como!… ¡Sí, te devoro!...
Ya la tomaba entre sus brazos, y labios contra labios, la
inclinabas mitad risueña, mitad resistente, sobre el diván, cuan-
do sonó el timbre en la antesala.
Blanche, que quería alejar al enamorado, gritó, fingindo
estar aterrorizada:
–¡Es el Señor Bazinet! ¡He reconocido su forma de llamar
al timbre!
Monjot ejecutó un salto hacia atrás:
–¡El patrón! ¡Diablos!
–¡Lárgate, mi pequeño Albert, lárgate!...
–¿Por dónde?
Con gesto gracioso, la pensionista de Victor La Templerie
le mostró la puerta por la cual, un instante antes, Jules acababa
de desaparecer:
–¡Salida de los artistas!
37
Albert tomó su sombrero y murmuró:
–¡Hasta mañana, Blanchette!
Pero no fue Edgard Bazinet quien apareció, sino Henri
Nérac, el poeta esteta, con el rostro deshecho, los brazos temblo-
rosos, los ojos llenos de lágrimas:
–¡Ah! Blanche! ¡Oh, mi adorada! – gimió – ¡Oh, mi ído-
lo!... ¡Soy muy desdichado! ¡Acaba de acontecerme una aventu-
ra espantosa!... ¡Me han expulsado como una escoria, como un
ladrón, del Cosmopolitan Club!
–¿Y por qué? – preguntó con voz tranquila, la diva, cuya
alma, como se ha visto en otras circunstancias, no se enternecía
más que débilmente con las desgracias del prójimo.
–¿No me regañarás?... ¿No me echarás?...
–¡No, pero habla! ¡Me intrigas!
Entonces, entre sollozos, el putero contó que, siempre de-
seoso de entregar a Blanche los cien francos mensuales y no
habiendo recibido más la ayuda de su familia, había arriesgado
sus seis últimos luises ahorrados… Estaba en racha, y en su ale-
gre emoción, cambió el corte de la baraja…
Se le había insultado, casi golpeado y expulsado como un
perro.
Y, trágico, añadió:
–¡Blanche, si tú no quieres recibirme más, vendré a desce-
rrajarme el cráneo ante tu puerta!
–¡Eso no estaría bien! – estalló la actriz de las Fantasías
Parisinas – No me gustan las dramas… Y si debes matarte, ve a
un hotel o a los baños, pero no en mi casa, o en mi puerta, en mi
casa no quiero, ¿entiendes Henri? ¡No quiero!
En su dolor, el poeta esteta no observó lo que había allí de
egoísmo y de crueldad por parte de la Srta. Latour, y farfulló:
–No tengo dinero hoy 15. En el Circulo me han registrado,
me han quitado todo, pero tendré la pasta uno de estos días…
¿Me permites regresar, Blanche?
–Sí… cuando tengas la pequeña mensualidad… ¿Por qué
has venido? …¡Hoy no es tu día!...
Nérac se lamentaba:
38
–¡Soy tan desgraciado! Ah! Blanche, ¡déjame convertirme
en glorioso y rico! Espera a que mis versos triunfen en la Come-
dia Française o en otra parte… ¡Verás como te cubriré de oro!
–¡Cuento con ella, mi perro azul!... ¡Mientras espero,
lárgate!
Ella lo empujaba hacia la puerta y le murmuraba aún:
–¡Dime que me quieres!... ¡que me perdonas!
–Está claro. ¡Te perdono!... Pero nada de bromas… con
tus tontas ideas de suicidio… aquí… en mi casa…
Y el lírico putero se fue de casa de la diva, un poco conso-
lado de su desaventura del Círculo.
Ahora bien, Blanche Latour no había acabado esa noche
con sus enamorados; algunos instantes después de la marcha del
poeta, Etienne Delarue, lugarteniente de zapadores, del que no
era el «día», llegó para hacer una escena, a propósito de las re-
velaciones del marqués de Artaban. El joven oficial quería sacar
todo a la luz, destrozar todo, y, antes de provocar al aristócrata,
venía a pedir una explicación a su amante. La Srta. Latour, con
su picardía habitual, no tuvo escrúpulos en disculparse con una
mentira; amenazó a Etienne con echarlo si levantaba el menor
escándalo, y lo puso en la puerta tras haber recibido de él sus
doscientos francos mensuales.
La Srta. Latour, desde que el cuarto putero se hubo aleja-
do, fue a buscar en un pequeño secreter, japonés como el resto
del mobiliario, un cuaderno de cuero de Rusia, con cierre de oro,
lo abrió por la columna de las recetas y escribió:
15 de enero de 1894
De J.V. 200 francos
De A.M. 150
De H.N. (memoria)
De E.D. 200 francos
De M. Edgard 7000 francos
39
Total 7550 fran-
cos.
Una vez puestos sus libros en regla, la actriz pasó a su
habitación para acostarse y se hizo desvestir por Jenny. Era bue-
no para los puteros como Jules, Albert, Henri y Etienne (incluso
para el Último Gigoló que no detestaba el desaliño) un camisón
de satén rosa, las babuchas de terciopelo negro y la cabellera
tormentosa, pero para el Sr. Edgard, presidente del Colegio de
Notarios, administrador de la Caja de Ahorros, teniente de alcal-
de de su distrito, y oficial de la Legión de honor, hacía falta más
decoro, y el Sr. Edgard, exacto como un reloj iba a venir a cenar.
A las siete en punto, la puerta del gran salón, donde hacía
algunos minutos que esperaba Blanche, se abrió de par en par y
el mayordomo del palacete anunció:
–¡El Señor Edgard!
El notario fue a besar la mano de la actriz, y, al anuncio de
«La Señora está servida!» él le ofreció el brazo y ambos entra-
ron en el comedor.
Durante la comida, todo transcurrió con una corrección
absoluta. Pero, una vez los cafés y los licores servidos, mayor-
domo y criados se alejaron, y la Srta. Latour exclamó, alegre:
–Ahora, dejemos la etiqueta, ¿de acuerdo, mi gran perillo?
De ordinario, era la hora en la que el burgués se desprend-
ía del serio oficial ministerial y se revestía con la piel del ena-
morado; Bazinet se volvía divertido y se complacía con las his-
torias divertidas de su amante; él las saboreaba como una am-
brosía; se bababa con ellas y relamía exaltado con la idea que
tenía para el solo, a esa mujer que, en un momento, iba a desen-
cadenar en las Fantasías Parisinas, los deseos de un millar de
hombres!
Pero, esa noche, Edgard, muy serio, atacó:
–¿Conoces al marqués de Artaban?
Blanche le miró, pero nada en la fisonomía del oficial mi-
nisterial indicaba la tempestad, y ella respondió con una sonrisa:
40
–Todas las mujeres del teatro, un poco célebres, conocen
más o menos al Último Gigoló!
–¿Sabes lo que dijo, ante mí, en el Círculo, ese caballero?
–¿Cómo quieres que lo sepa?
–Dijo que tú eras su amante… que se acostaba contigo
cuando quería… y que se acotaría esta misma noche.
–¿Y tú te lo has tragado, Edgard, sin rechistar?
–Mi situación de hombre casado, de padre de familia, y mi
situación profesional, así como mi roseta de la Legión de honor
me prohibían la menor alusión a nuestros amores… ¡Hervía pero
me he tenido que contener!
La diva estalló en risas:
–Tu situación de hombre casado, de padre de familia, es
respetable, pero tu dignidad profesional y tu roseta de La Legión
de honor, ¡ah! mi gran cordero blanco, me diviertes, y yo daría
una imagen para que tu clientela de la aristocracia se escondiese
en un pequeño rincón, y que pudiesen admirarte en nuestras no-
ches de juerga!
–¡Blanche!–gruñó el notario.
Ella reía más con más ganas y continuaba:
–¡Me imagino desde aquí tu expresión, en el salón de lec-
tura!.... ¿Escuchar decir a la cara que uno es un cornudo y no
poder responder?... ¡Eso sí que es divertido!
–Entonces, ¿es cierto? – tronó el oficial ministerial.
–¿Cierto, lo qué?
–Que te acuestas con ese… de Artaban?
–¡Claro que no, bebé, es falso!... ¡Es una mentira! El
Último Gigoló presume y toma sus deseos por realidades!
–¿No me engañas?
–¡Bah!
–¡Bah, no es una respuesta, Señorita!
–¡Bah! ¡Bah! ¡Bah!
–¡Si me entero de la menor de las cosas en relación con
vos, os abandono!
Blanche le dijo en sus narices:
41
–Yo no soy culpable, y si me abandonáis, diré al Último
Gigoló, que lo repetirá entre vuestras clientas, marquesas y du-
quesas, la manera en la que bailamos juntos la danza del vientre!
¡Eso es todo!
–¡Callaos, Señorita! – articuló, lleno de dignidad, el nota-
rio de la calle Royale.
–Y si no me creen, – añadió la diva de las Fantasías Pari-
sinas,– mostraré tu fotografía…. de Adán… conmigo… sobre
tus rodillas, de Eva... ¡Esas máquinas hablan!
Ella se levantó; él preguntó:
–¿Y bien? ¿Marchas? ¿Adónde vas?
–Con todas tus tonterías, harás que llegue tarde a mi tea-
tro!.... No hay nada cierto en tus historias del Último Gigoló!
¡Nada! ¡Nada!... De Artaban ha tenido la piel!... ¡Seguirá te-
niendo la piel! ¡la piel! ¡la piel!...
Y saltando al cuello del notario:
–Vamos, tontito, ¿una risita? ¡Solo te amo a ti!
Esa misma noche, se realizaba la novecientos representa-
ción del Triunfo de Venus, en el teatro de las Fantasías Parisinas.
El estreno había tenido lugar el 20 de mayo de 1891, y, sin
contar el mes de vacaciones, habrían llegado más allá del millar.
Todo el personal, hombre y damas en trajes nuevos, estaba
al completo con Blanche Latour, la Cría-Reseda, Mathilde Ro-
main, Célestin Buvard, los demás actores y actrices de la pieza,
las coristas, los vendedores, periodistas, autores, puteros y man-
tenedores de varias de esas señoritas; al entreacto del “Tres”, los
corchos saltaron, el champán salió de las botellas para ser verti-
do en los cascos de oro, y Victor La Templerie, subido sobre
una de las banquetas de terciopelo rojo, en una apoteosis de glo-
bos eléctricos, levantó su copa hacia sus valientes artistas que
ninguno había faltado a su deber, desde los tiempos ya lejanos
del estreno, y a los autores geniales de la obra maestra, ¡hoy
nueve veces centenaria!
De repente, se elvó un clamor, y la alegría se volvió deli-
rio; Jeanne gritaba:
–¡El Último Gigoló! ¡Aquí llega el Último Gigoló!...
42
El marqués Achille de Artaban acababa de entrar; avanza-
ba en frac negro florido con una camelia rosa, corbata y guantes
blancos, la mirada voluptuosa y la sonrisa en los labios.
Iba seguido de un criado, vestido de verde, cinturón de
cuero, tocado con un sombrero, cargado de paquetes y flores.
Todas las actrices rodearon al caballero, gesticulando y
piando:
–¡Marqués, mis caramelos!
–¡Aquí están, divina mía!
–¡Marqués, mis rosas de Niza!
–¡Toma, querida!
–¡Achille, mi amuleto!
–¡No lo he olvidado, encanto!
–¡Achille, mis violetas de Parma!
–¡Aquí las tienes, adorable pelirroja!
–¡Mis orquídeas!... ¡Mis bombones! ¡Mi novela cómica!
¡Mi brazalete!... ¡Mis guantes!... ¡Mi cerdito de oro!... ¡Mi caja
de lilas!... ¡Mis mandarinas!... ¡Mis frutas escarchadas!... ¡Mi
tarjeta de baile!... ¡Mi tortuga esmaltada!...
–¡Aquí! ¡Aquí! ¡Aquí!
Risueño, tomaba sucesivamente los objetos de los brazos
del criado y los distribuía con un elogio y una caricia para cada
una.
La Cría-Reseda le enviaba miradas, con una idea de amor
que ella no sabía incestuosa.
–¡Señor Último Gigoló, me gustaría ser tu gigoleta!
Él ponía los pies en la tierra a su hija ignorada:
–¡Se prudente! ¡Tu director te mira!
–Me importa un pimiento ese pez.
Sin embargo, el Último Gigoló quería a la Srta. Latour; y,
a la salida de las Fantasías Parisinas, la llevó en un coche del
círculo, hacia su apartamento, aún vestida con su traje de Cupi-
do y envuelta en cálidas pieles.
Por la mañana, el Sr. de La Plaçade recibió en su casa de
la calle de Atenas, la visita del Rizos y de Llega al Pie; gracias a
43
lord Fenwick, les entregó una buena suma, y los malhechores le
prometieron, aparte de discreción sobre el asesinato de la Sra.
Le Goëz, una ayuda leal en sus nuevas empresas.
III
LA AGENCIA DE LA CALLE MONTORGUEIL
El antiguo inspector principal de la Sûreté, Théodore Dar-
danne, abandonaba todos los días, muy temprano, su apartamen-
to de la calle Boursault y se dirigía a la agencia de investigación
que dirigía en la calle Montorgueil, cerca de los Halles-
Centrales.
Ahora bien, esa mañana, como de costumbre, penetró en
su despacho y, tras haber despachado una voluminosa corres-
pondencia, abrió la puerta que daba a una gran estamcoa y
llamó:
–¡Grelu!
El hombre interpelado, uno de los funcionarios de la agen-
cia, acudió a recibir las órdenes del amo.
Era un joven de veintiocho a treinta años, robusto y sólido,
con el rostro afeitado, al estilo de los actores, la fisonomía son-
riente, el cabello oscuro muy duro, cortado en brocha, y la ex-
presión variable de sus ojos revelaba el instinto de un policía de
buena escuela.
Se plantó ante Théodore y esperó a que el jefe lo interro-
gase, pero, el antiguo inspector, hundido en la lectura de una
carta, parecía ignorar la presencia del subalterno.
–¡Hum! – dijo Grelu, para llamar la atención de Dardanne.
Théodore, sentado en su escritorio, miró al empleado:
–¿Tal vez quieras un ascenso, Anastase Grelu?
–¡Caramba!.... jefe…
–¿Y probablemente, una gratificación?
–Que sería muy bienvenida –murmuró el joven – La vida
es cara en París, y los menores placeres requieren grandes dis-
pendios.
44
–¡Grelu, abusa menos de las mujeres – observó Théodore,
y equilibrarás deudas y gastos! En cuanto a tus sueños, hablare-
mos de ello más tarde… De momento, escúchame…
–Soy todo oídos, Señor Dardanne.
–¿Te has puesto en contacto, como te lo había pedido, con
Patrice Combescot y Arsène Roumy, encargados por la Prefec-
tura de investigar al conde Lionel de Esbly?
–¡Sí, patrón, los he encontrado en las carreras a ambos!
¡Los he engañado! ¡Lo cierto es que no son listos!... ¡Unos flo-
jos!
–¿Tú crees? – dijo con irónica sonrisa el antiguo inspector
principal.
–¡Estoy seguro de ello!
–Y esos flojos, ¿qué te han revelado?
–Que el conde Lionel, después de su evasión de la prisión
central de Poissy, se ha dirigido inmediatamente al castillo de
Esbly, junto a su madre, y que, de allí, partió para embarcarse en
el Havre y llegó a Noruega donde ejerce, en Chrisitiania, su pro-
fesión de médico.
–¿Así, tranquilamente?
–¡Por lo que parece, sí!
–Sin que se haya pensado en solicitar la extradición, pues
tenemos tratado de extradición con Noruega…
–Esos caballeros han sido mudos al respecto…
–¿Y entonces ya no se ocupan de investigar al conde?
–¡Jefe, sabéis tan bien como yo, que un auténtico policía
siempre investiga!
Théodore se levantó, y golpeando amistosamente en el
hombre de Anastase:
–¡Mi pobre Grelu, a pesar de tu finura, has topado con dos
zorros astutos y has sido tú el engañado!
–¿Yo, Señor?
–¡Sí, muchacho! ¡Mira, escucha!
El antiguo inspector de la Sûreté tomó la carta que antes
examinaba en presencia de su funcionario y leyó en voz alta:
45
«Querido y antiguo colega,
«En la próxima ocasión, que desees sacar información al
bonachón de Patrice Combescot y al ingenuo Arsène Roumy,
sería bueno utilizar a un individuo más experimentado que el
señor Anastase Grelu.
«Con otros colaría, pues reconcemos las cualidades de ese
joven, pero con viejos zorros, tales como nosotros, jamás.
«¿Qué diablos de interés podéis tener al ocuparos del con-
de de Esbly?.... ¿Acaso por casualidad, marcháis en el mismo
sentido que la Fiscalía?... Si es así, más valdría entendernos.
Venid una de estas noches al Café del Comercio, que, lamenta-
blemente ya no frecuentáis desde que dejasteis el Cuerpo. Estar-
íamos encantados de estrecharos la mano.»
Dardanne añadió:
–Está firmado por Patrice Combescot y Arsène Roumy.
Y volviéndose hacia su empelado:
–¿Estás ahí, Grelu?
–Estoy jefe… Reconozco mis errores y la superioridad de
esos caballeros… Sin embargo yo estaba admirablemente camu-
flado…
–¡Uno nunca está bien camuflado, cuando se le reconoce!
–¿Me permitís una reflexión, Señor Dardanne?
–¡Adelante!
–Me parece que para ser hombres superiores, los Sres.
Combescot y Roumy no han sido hábiles al escribiros.
–¿Crees eso?
–¡Claro! ¡Os ayudan en vuestra investigación!....
–¡Eres tú quién los ha despertado, Grelu! Gracias a tus
torpezas no ignoran, que me ocupo del asunto de Esbly, pero no
saben que qué sentido, ni a título de qué, y como no han descu-
bierto aún el refugio del evadido, esperan verme cometer un
error… ¡Felizmente, soy menos joven que Grelu y no me pi-
llarán mis antiguos compañeros de la Prefectura!
46
Pero al ver que el ayudante estaba desolado por su error, él
lo tranquilizó amablemente:
–¡Vamos, Grelu, vamos, Anastase, consuélate, muchacho!
Los mejores capitanes han perdido batallas… Yo te he juzgado
en otros empresas y eres, entre los jóvenes, uno de los mejo-
res…. Los señores Combescot y Roumy acaban de ganar una
batalla… Nosotros ganaremos otras… ¡y la guerra!... Hablemos
de otras cosas… ¿Has pasado por el bulevar Saint-Germain?
–Sí, jefe.
–¿Y qué tal el señor Le Goëz?
–El Sr. Le Goëz está muy ocupado… No vendrá, pero ha
encargado a alguien que lo reemplace…
–¡Bueno!... ¡Ya veremos!
Sonó el timbre de la puerta de entrada, y, de inmediato, un
individuo mitad criado mitad empleado que se mantenía en la
antesala, anunció al jefe que un caballero deseaba hablarle.
Grelu regresó a su despacho y el director de la agencia or-
denó introducir al visitante.
El Sr. Edgard Bazinet avanzaba, vestido de marrón, tocado
con un sombrero de fieltro gris, y sin la menor huella de la rose-
ta de la Legión de honor en el ojal de su abrigo.
El notario parecía intimidado, y, bajo la mirada variable y
escrutadora del ex policía, se turbó todavía más:
–Caballero, – dijo – he sabido que aceptáis misiones y os
ocupáis de investigaciones en interés de las familias, y… y…
y… vengo…
Dardanne, inclinado, mostró un asiento:
–¡Siempre a vuestro servicio, señor… ¿señor?
–Señor Edgard.
Y el visitante, sentado en un sofá:
–Cuando digo «misiones» o «investigaciones», empleo
expresiones generales pues, en esencia, se trata de una vigilan-
cia.
–¿Conyugal?
–No… extra conyugal.
47
–¡Esa es una de las ramas de mi negocio! – dijo Théodore,
con su más graciosa sonrisa… ¿El señor es hombre de ley…
abogado… o notario?
El Sr. Edgard se sobresaltó:
–¿Notario, señor?... ¿Por qué?
–Porque acabáis de emplear un término ignorado fuera de
los gabinetes y los estudios…
El mantenedor de Blanche Latour había preparado todo un
plan a fin de ocultar su identidad, pero se rindió ante ese diablo
de hombre que utilizaba para sus conjeturas, un simple término
leguleyo, y dijo francamente:
–Bien, sí, caballero, soy oficial ministerial.
Théodore, sin demasiada ironía, le respondió:
–Os agradezco esta prueba de confianza, señor Bazinet.
–¡Pero… bueno! ¡Me conocéis! – gruñó el visitante.
–Sí, tengo ese honor, y saludo en vos a uno de los notarios
más inteligentes, trabajadores y honrados de París… ¡Querido
maestro, podéis confiar en mí! ¡Todo lo que se escriba, todo lo
que se diga, todo lo que pase en la agencia de la calle Montor-
gueil es tan secreto como las minutas de vuestro ilustre estudio
de la calle Royale!
Casado, padre de familia y hombre honesto, el Sr. Edgard
intentaba enmascarar sus amoríos adúlteros:
–No vengo a vos por mi propia cuenta… sino… a ruego
de un amigo… de un cliente…
–¿He creído escuchar que se trataba de una vigilancia?
–Sí, eso es, de una vigilancia.
–Un marido que tiene dudas sobre la fidelidad de su espo-
sa y desearía, antes de tomar medidas, certeza, ¿no es asi?
–El amigo… el cliente que me envía es… ¿cómo diría? El
protector de una de las más bonitas mujeres de París… de una
actriz… de una diva…
–¿Y teme ser? – dijo, riendo el ex policía.
–¡No del todo!... pero en fin, vos ya sabéis… para estar
seguro… en sus relaciones íntimas…
48
–Él quiere hacer… seguir a la señorita… ¡Nada más senci-
llo!... Nosotros aquí somos muy expeditivos en estos casos ga-
lantes, y, en veinticuatro horas, vuestro amigo sabrá a qué ate-
nerse…
–No va a escamotear en el precio…
–En mi agencia, maestro, los precios se establecen con
proporcionalidad, no según las horas de seguimiento, sino según
el interés que puede tener el cliente en la revelación de su asun-
to. Un marido contra su esposa legítima o viceversa: diez mil
francos; – enamorados del uno u otro sexo, en una unión libre
consagrada desde tiempo atrás, es decir, un antiguo concubinato,
seis mil; enamorados recientes o pasajeros, siempre del uno u
otro sexo, cuatro mil por la vigilancia, y este es el caso actual,
¿no es así, maestro?
–Sí, señor.
–La mitad, el día de las órdenes, y, ad libitum, una gratifi-
cación para mis hombres.
–Nada más justo; voy a entregaros el dinero…
Dardanne tuvo unas palabras amables:
–¡Oh! ¡no es por vos, maestro, por lo que comenté esta
última clausula!... Haré pasar a alguien por su estudio, uno de
estos días…
El notario se sobresaltó:
–¡No! ¡No! ¡Nada de eso!... Mi cajero y mis pasantes de-
ben ignorar esta gestión, y prefiero arreglar la mitad de inmedia-
to…
–¡Cómo quiera!
El Sr. Edgard Bazinet depositó dos mil francos, y, además,
diez luises para los ayudantes; Théodore, que acababa de con-
signar la suma en un libro contable, tomó una hoja de papel tim-
brada con el nombre de su agencia, y preguntó:
–¿Cuál es el nombre de la persona en cuestión, maestro?
–Blanche Latour.
–¿Artista lírica en las Fantasías Parisinas… Domicilio, ca-
lle de la Boëtie?
–¡Ah! ¿Cómo sabéis?...
49
–¡Sé la dirección de todas las bellas actrices de Paris!
Ahora, querido maestro, tendría la amabilidad de decirme si
vuestro cliente solo tienen vagos indicios, un simple presenti-
miento de… su desdicha, o si sus sospechas tienen una forma
precisa… si recaen sobre un amante determinado.
–¿Por qué?
–Porque con el nombre de la infiel y del amante, nuestra
vigilancia, al verse limitada a dos individuos, el control es mu-
cho más fácil y el resultado mucho más rápido… a menudo in-
mediato…
–¡Por desgracia, – suspiró el notario – mi amigo casi tiene
una certeza!
–¿Y cómo se llama el beneficiario usurpador de esa cuasi
certeza?
–El marqués Achille de Artaban…
Dardanne estalló:
–¡Nuestro Último Gigoló! ¡Caray!... ¡Me temo lo peor!...
¡Un Picaflor!... ¡Con fortuna, con titulo, un apuesto gentleman
con el que enloquecen todas las mujeres! ¿Queréis que le dé un
consejo de amigo, de auténtico amigo, a vuestro cliente?
–Sí, señor Dardanne… Dígame el consejo… Se lo trans-
mitiré…
–En el caso en el que nuestras dolorosas investigaciones
desemboquen en la certeza de que la Señorita Latour lo engañe
con el Sr. Achille, ¡vuestro cliente debe tener mucho cuidado en
provocar al Último Gigoló!... Quizá no tendría la suerte de que-
dar tan indemne como un tal La Plaçade… ¡El Sr. Achille es un
primer espada, y, a cincuenta pasos, abate a su rival a la orden
de disparo!
Olvidando su rol de intermediario, el oficial ministerial
declaró:
–Si mi honor conyugal estuviese en juego me jugaría la
vida, pero por una amante a la que pago con creces, ¡me bastaría
ceder la plaza y cerrar mi cartera!
–Así pues, el cliente… el amigo…
–Pues bien, señor, el cliente… el amigo… ¡soy yo!
50
El director de la Agencia afirmó:
–Os doy mi palabra de honor, maestro Bazinet, que no
tendréis que lamentar vuestra confesión… Por lo demás, desde
el comienzo de nuestra entrevista, sabía a que atenerme. ¡No se
engaña fácilmente a Dardanne!... ¿En qué lugar y a qué hora del
día habrá que enviaros o llevaros el informe? Lo haré personal-
mente.
–Mañana por la noche asisto al baile de disfraces que dan
lord y lady Fenwick, en su palacete de los Campos Elíseos, y
probablemente pasaré allí una gran parte de la noche…
–Pues bien, querido maestro, si hay novedades os haré lle-
gar el resultado de mis gestiones mañana por la noche, ¡durante
la velada de lord y lady Fenwick!
Y, a un movimiento del notario, dijo:
–¡Oh, Señor Bazinet, nada de agencias! Como se dice en
los periódicos… ¡Vos recibiréis mi comunicación por vía di-
plomática… y diabólica!
Théodore recondujo al visitante al rellano del segundo pi-
so, y con amplio gesto le mostró una placa de esmalte fijada a la
puerta y grabada en letras de oro con esta leyenda: «Celeridad y
discreción».
–¡Dardanne, – concluyó – jamás ha faltado a su divisa!...
¡Id en paz, maestro!
El ex policía observó, durante un instante, el pensativo
descenso de Edgard, y, como para regresar a su despacho, atra-
vesaba la gran habitación donde sus cuatro empleados trabaja-
ban en los documentos y registros, dijo:
–¡Grelu, tráeme el fichero!…
Anastase siguió al jefe y depositó sobre la mesa una caja
rectangular de madera, dividida en secciones, que contenía nu-
merosas fichas del tamaño de cartas de un juego de naipes.
Una vez solo, el ex inspector principal examinó la ficha
relativa a la diva de las Fantasías Parisinas.
«LATOUR (Blanche), artista lírica, veintitrés años. Hija
de una vendedera en las cuatro estaciones y de padre desconoci-
51
do. Nacida en París, calle Mouffetard. Desde su adolescencia ha
llevado una vida de desvergüenza y prostitución clandestina.
Corrompida en la Villette por un aprendiz de carnicero, entró en
el concierto de los Ternes, y luego en el de la Pépinières, hasta
la noche en la que el Sr. Victor la Templerie la observó, hacien-
do de ella su amante y la aceptó en su teatro de las Fantasías
Parisinas.
Sucesivamente mantenida por un diputado, un oficial de
marina, un rico inglés, lord Reginald Fenwick, después de haber
tenido relaciones amorosas gratuitas con un cierto vizconde de
La Plaçade y haberse entregado al Sr. Jacob Neuenschwander,
hoy es la amante de un tal «Señor Edgard», cuya honorable per-
sonalidad está rodeada de misterio. Ese «Señor Edgard» no le
niega nada, y ella le engaña con cuatro jóvenes a los que sablea
sin vergüenza. Rubia, bonita y muy voluptuosa, es investigada,
desde su éxito en el rol de Cupido (Triunfo de Venus), y, avara,
no le basta la gruesa suma del «Señor Edgard» ni las aportacio-
nes de los jóvenes, y, para enriquecerse acepta «horas» en casa
de la Sra. de Sainte-Radegonde.»
Puesto al día por esas revelaciones sobre la diva y empu-
jado por sus instintos profesionales, Dardanne quiso conocer la
moralidad de los principales amante de la Srta. Latour, de la que
acababa de leer los nombres en el dossier secreto de la artista de
las Fantasías Parisinas. Ya estaba – se ha visto – muy bien in-
formado acerca del «Señor Edgard», el notario de la calle Royal,
y quitó de la caja las fichas siguientes:
«LA TEMPLERIE (Victor), nacido en 1856, en Amiens,
de padres ricos. Buen alumno en el colegio de Amiens, estudian-
te de derecho en Paris, soldado en el 25 regimiento de infantería.
Bruscamente, se convierte en actor, se arruina en el juego, y,
gracias al dinero proporcionado por sus amantes, y especialmen-
te por la Sra. de Sainte-Radegonde, obtiene la dirección de las
Fantasías Parisinas. A punto de arruinarse, El Triunfo de Venus
lo ha sacado a flote. Moralidad más que dudosa. Pasa por explo-
tar a las mujeres de su establecimiento.»
52
«NEUENSCHWANDER (Jacob), de religión judía. Dice
ser alsaciano, pero es natural de Stettin (Pomerania). Al princi-
pio, mercader de gafas en el teatro del Ambigu-Cómico; luego,
prestamista en los Halles-Centrales; finalmente, banquero, calle
de cuatro de setiembre. Domicilio particular: calle del Bel-
Respiro. Ha sido condenado dos veces por usura y una vez por
préstamo sobre prenda, en 1877, 1879, 1881. Guapo muchacho,
moreno, alto, amable. Mantenerse con él a la defensiva, pues
tiene protectores en las alturas.»
«FENWICK (Lord Reginald) de Londres. Millonario. Se
ha casado recientemente con la Srta. Cloé de Haut-Brion, más
conocida en el mundo de las casquivanas bajo el sobrenombre
de «Lilas». Ese joven y rubio inglés tiene hábitos de intempe-
rancia y libertinaje. Se dice de él que es sodomita.»
«LA PLAÇADE (Vizconde Arhtur de ), conocido como
«el Bello Arthur» en el mundo de los vividores y «Espejo» en el
de las putas del Café Egipcio, el Bol de Oro, y otras casas de
tolerancia. De muy buena familia normanda y nobleza indiscuti-
ble. Tiene un hermano coronel de dragones en Lunéville. Hom-
bre sin prejuicios. Ni sentido moral. Secuestró a la Srta. de
Haut-Brion, le prometió matrimonio, hizo de ella su amante, y a
continuación la entregó al banquero Jacques Le Goëz, cuando él
mismo era el amante de la Sra. Eléonere Le Goëz, cuyo asesino
todavía no se ha descubierto. Es novio de la Sainte-Radegonde.
Capaz de todo, incluso de un crimen, para mantener su tren de
vida e ideas de lujo. Alto, rubio y tan peligroso como apuesto,
alegre y amable. Vive de las mujeres, y tal vez de un hombre
desde su relación intima y sospechosa con lord Reginald Fen-
wick.»
Tras haber leído esos informes sobre el vizconde, el ex po-
licía se puso muy serio, y murmuró:
53
–¡Alto!... ¡rubio!... ¡Vive de las mujeres!… ¡Secuestró a la
Srta. de Haut-Brion!… ¡Capaz de todo, incluso de un crimen!...
¡Me gustaría conocer a ese aristócrata!
Mientras volvía a introducir las fichas en sus comparti-
mentos, Anastase Grelu entró:
–Jefe, ¿deseáis recibir al Señor vizconde Arthur de La Pla-
çade?
Théodore no podía creer en la repentina realización de su
deseo:
–¿La Plaçade?... ¿Has dicho el vizconde Arthur de La Pla-
çade?
–Sí, jefe.
–¿Si quiero recibirlo?... ¡Oh! ¡por supuesto, no deseo otra
cosa!
Ahora, el asesino de Gabrielle y de Eléonore, y Dardanne
el investigador, se encontraban frente a frente.
El ex policía indicó un sillón al bello Arthur y permaneció
en la sombra, mientras que el rostro del otro aparecía a plena
luz: así hacen los médicos con sus clientes.
–Señor vizconde, estoy a vuestras órdenes – dijo el jefe de
la agencia – ¿Qué puedo hacer por vos?
La Plaçade quedó un instante sin responder; los ojos de
color variable del interrogador brillaban hacia él y le turbaban.
Por fin, se decidió:
–Vengo de parte del Sr. Jacques Le Goëz…
–En efecto, uno de mis ayudantes, enviado por mí al bule-
var Saint-Germain, acaba de comunicarme que el Sr. Le Goëz se
haría reemplazar por uno de sus amigos al no poder comparecer
en mi despacho…
–Ese amigo soy yo.
–¿Sabéis de qué se trata?
–Vos le habéis propuesto ocuparos de ciertas investigacio-
nes…
Se detuvo ante las inquietantes miradas de Théodore, pero
un gesto gracioso del director de la Agencia le dio confianza
para continuar:
54
–…. Ciertas investigaciones que tienen por objetivo en-
contrar a los asesinos, aún en el anonimato, de su esposa…
Théodore sonrió:
–Yo no he dicho los asesinos… sino el asesino… pues el
crimen lo ha cometido un solo individuo.
–¡Es posible! – dijo la Plaçade con tono despreocupado –
¿Y cómo podéis saberlo?
–¿Qué el asesino estaba solo?... ¡Es el ABC de mi traba-
jo!... Por lo demás, el Sr. juez Crudière compartía esa opinión…
–¿Compartía?... ¿Ha cambiado de parecer?
Ni un movimiento de la fisonomía del bello Arthur esca-
paba a Dardanne, quién respondió, haciendo girar un cortaplu-
mas entre sus dedos:
–He hablado en pasado, porque el Señor Crudière ha ce-
rrado el asunto del bulevar Saint-Germain… Ahora bien, yo lo
he retomado… Es una de mis especialidades retomar casos
abandonados por la Justicia, y quisiera saber, Señor vizconde, lo
que el Sr. Le Goëz os ha encargado decirme.
–Más bien soy yo quién os pregunta lo que queréis saber
de él, pues fuisteis vos quien le habéis rogado que pasara por
vuestro despacho…
–¡Correcto, Señor vizconde!... Y bien que me felicito de
tener el honor de haberos conocido, aunque lamento que él os
haya enviado en su lugar…
–¿Por qué?
–Por que hubiese sabido antes la buena… o mala noticia…
–¡Ah! – dijo, intrigado, el futuro marido de la Sainte-
Radegonde – ¿Hay novedades?
El director de la Agencia respondió con una gran tranqui-
lidad:
–¡He encontrado al asesino!
El vizconde de La Plaçade tuvo que realizar un gran es-
fuerzo y hacer gala de un gran dominio de sí mismo para no
delatarse y emitió una única palabra:
–¡Bravo!
Dardanne, un poco desconcertado, añadió:
55
–¡Dejadme deciros como he llegado al descubrimiento del
culpable!
Arthur se levantaba, disimulando aún la turbación de su
alma:
–Qué importan los medios empleados si ha sido descubier-
to… si lo habéis hecho de... de… detener.
Esta frase dubitativa tuvo el poder de despertar de nuevo
las sospechas en el espíritu del observador, y Dardanne envolvió
al aristócrata con una mirada que lo heló hasta lo más profundo
de su ser:
–¿Detener?... Por desgracia, como los carabineros, ¡he lle-
gado demasiado tarde!
–¡Ah!
–¡El asesino ha muerto!
–¿Muerto?...¡muerto?... – interrogó suavemente La Plaça-
de.
–Dios mío, sí, muerto, muerto en el hospital, y perfecta-
mente reconocido por ser, o más bien haber sido, el rubio alto
buscado… y como no se detiene a un muerto…
–¿Vuestra misión ha terminado?
–¡Evidentemente!... ¿Es buena o mala noticia? ¡Eso de-
pende del modo de contemplar las cosas!... Pero, no hay nada
más que hacer que cerrar el caso como lo hizo, con muchas me-
nos buenas razones, ese excelente juez Crudière… De todos
modos es una lástimas, ¡un caso tan interesante!
Y, recordando sus estudios clásicos, bien llevados antes de
su entrada en la Prefectura, Théodore declamó suspirando:
–Desinit in piscem mulier formosa superne!
La Plaçade experimentó la impresión de un hombre que se
ahoga y al que una mano liberadora retira del abismo; le parecía
despertarse de una espantosa pesadilla. Y, liberado de sus angus-
tias, retomó todo su aplomo y anunció con fina ironía:
–Se sabe que soy un hombre hábil, Sr. Dardanne, pero el
más hábil puede llegar demasiado pronto o demasiado tarde…
¡Es una cuestión pendular, de reloj, de cuadrante y meridiano!
56
El ex policía se sintió vejado, y no queriendo permanecer
más tiempo con el bello Arthur, replicó:
–¡Espero demostraros un día mis conocimientos de la hora
y mi exactitud, Señor vizconde!
Y como la Plaçade interrogaba con la mirada una explica-
ción a esas palabras, Théodore adoptó su aire más humilde:
–¡Caramba! Señor vizconde… un aristócrata como vos,
con tanto mundo, tiene a menudo necesidad de informaciones
íntimas, y estaría muy honrado de poder serviros… ¿Pensaréis
en mí, verdad, señor vizconde?
El asesino de Eléonore hizo una vaga promesa y salió.
Un lujoso cupé lo esperaba a la puerta de la agencia. Pri-
mero se dirigió a casa de Le Goëz, al bulevar Saint-Germain, y,
luego, al palacete de lord Fenwick, donde iba a almorzar.
Arthur, con el cigarrillo entre los dientes, pensaba: «Qué
imbécil, ese Dardanne» En cuanto a él, nunca, después de tan
largo tiempo había sentido el estomago más libre y el corazón
más ligero. El futuro se le presentaba en maravillosos colores: A
partir de ahora, nada que temer en relación con el asesinato de
Le Goëz, gracias a la torpeza del policía y a la ingenuidad del
juez Crudière; ni más testigos ni enemigos: la Sra. Lagrange y
Olga, las únicas a temer, una loca y para siempre encerrada en
Sainte-Anne, la otra, muerta en el incendio del Conejo Corona-
do; los demás, el Rizos y Llega al Pie, pagados y dispuestos a
servirle! Con unas maquinaciones en perspectiva en el Circulo,
con Ambroise, y finalmente la fortuna del amigo Reginald a su
disposición, y Cloé, aún recalcitrante, pero de la que entrevía la
caída próxima y definitiva. Entre él y ella, ¡cuánto dinero!
¡cuántas voluptuosidades! ¡cuántas embriagueces!
¡Oh! si antes, subiendo al cupé en esa magnífica mañana
de febrero en la que el Paris soleado le parecía sonreír, el aristó-
crata hubiese levantado la cabeza y visto a Dardanne, asomado a
la ventana, si se hubiese percatado de las miradas incendiadas e
irónicas del jefe de la Agencia, cómo se desvanecería toda esa
alegría de vivir, ¡cómo hubiese temblado el rufián en levita!
57
¡Para Dardanne, el rubio alto era el vizconde! ¡El asesino
de Gabrielle Bouvreuil, también era el! ¡El Asesino de la Sra. Le
Goëz, era él!
Y al recuerdo del asunto de Esbly, el ex inspector princi-
pal de la Sûreté se preguntó si no estaba siguiendo una pista
falsa, inducido por la condesa Anne y Lionel, acusando al barón
Géraud y no a La Plaçade, de haber ordenado la farsa del atenta-
do a la Cría-Reseda en el apartamento del bulevar de los italia-
nos…
El vizconde frecuentaba el palacete de la calle de la Uni-
versidad, en la época del noviazgo del joven aristócrata con la
Srta. de Haut-Brion. En esos momentos ya debía amar a Cloé o,
al menos, desearla, lo había demostrado secuestrando a la joven
en el castillo de Senlis. ¡El interés de La Plaçade era impedir el
matrimonio! Entonces, ¿por qué acusar al viejo Tiburce cuya
vida pasaba por irreprochable antes que al bello Arthur capaz,
según las notas policiales, de todos los crímenes?
En esto, Dardanne se equivocaba; pero las deducciones
lógicas revelaban en él una poderosa capacidad de raciocinio en
el deseo de que se hiciese la luz.
Después de haber visto alejarse el cupé de La Plaçade, se
retiró de la ventana y regresó a su despacho donde llamó de in-
mediato a Grelu y a sus tres colegas para darles órdenes. Grelu
estaba encargado del «seguimiento» de Blanche Latour, e Hip-
polyte Lonoir, llamado Fiston, un antiguo agente de la Prefectu-
ra, grueso muchacho con el rostro alegre, debía vigilar al Último
Gigoló; los otros dos empleados recibieron diversas misiones, y
Théodore compartió con sus hombres los doscientos francos de
gratificación entregados por el notario Edgard Bazinet.
Grelu, Lonoir y sus colegas habían ido a almorzar y, hacia
el mediodía, el jefe se disponía a salir cuando la puerta se abrió
bruscamente. Un individuo envuelto en una gabardina con un
sombrero de fieltro sobre la cabeza de ala ancha, que velaba la
parte superior del rostro, se precipitó hacia Dardanne.
El antiguo inspector lo reconoció y emitió una exclama-
ción de sorpresa:
58
–¿Vos, en Paris, señor conde? ¡Qué imprudencia!
–Quería hablaros, Dardanne… ¡Es urgente!...
–Haríais mejor en escribirme… Me hubiese dirigido yo a
Chaville… Sabéis bien que noche y día estoy al servicio del
doctor Nikador…
–¡Os lo repito, amigo mío, es urgente! ¡La vida es insopor-
table! ¡Siempre con ansias! ¡Siempre un sin vivir!... ¡Aún si so-
lamente me afectase a mí! Pero mi madre, destrozada por el
miedo y las preocupaciones, está enferma; se debilita día a día, a
pesar de los cuidados de esa jovencita, de ese ángel que hemos
recogido en casa y que se asombra, en su ignorancia de las
horribles desgracias, de nuestras continuas alarmas!
Y, temblando:
–¡Dardanne, es necesario que antes de ocho días hayamos
desenmascarado al barón Géraud… o si no iré a su casa y sabré
arrancarle una confesión de su garganta!
–¡Eso es una locura! – murmuró el antiguo inspector prin-
cipal de la Sûreté.
–Me habéis manifestado pruebas fehacientes de la culpabi-
lidad de ese monstruo… Las sigo esperando…
–¡Es que la tarea resulta difícil con personas que no pue-
den hablar sin comprometerse a sí mismas!... Llegaremos a des-
enmascarar al hombre que hizo actuar a vuestro sirviente Am-
broise, a esa harpía abominable de Valerie Michon, y a Jeanne,
la pequeña florista… pero hace falta paciencia, Señor de Esbly,
mucha paciencia… Yo no pierdo tiempo…
Luego, deseoso de hacer inmediatamente entrar en el espí-
ritu del aristócrata la duda que él mismo sentía a fin de escrutar
otras alternativas:
–¿Estáis seguro, señor conde, de que es el barón Géraud…
el instigador del crimen cuya injusta expiación habéis padecido?
–¡Ningún otro tendría interés en impedir mi matrimonio!
–¿Lo habéis pensado bien?
–¿Cómo vais a dudar ahora, Dardanne, después de que mi
madre y yo os hayamos contado el amor senil de Géraud por su
sobrina?
59
–He modificado mi punto de vista sobre una nueva vía de
investigación…
–¿Entonces, quién sería, según vos, el culpable?
–Un hombre que acaba de salir de aquí, ¡el vizconde Art-
hur de La Plaçade!
–¿Tenéis pruebas?
–No, pero las busco, y si las tuviese no lo habría dejado
partir… Razonemos… El vizconde Arthur de La Plaçade fre-
cuentaba los salones del barón Géraud, ¿no es así?
–Sí, era uno de los convidados que menos faltaban a sus
veladas y bailes.
–Pues bien, según toda probabilidad, amaba a la Señorita
de Haut-Brion… y él era amado por ella… La prueba: algunos
meses más tarde él iba a buscarla al castillo de Esbly, y ella,
olvidando vuestra desgracia, consintió en seguirle…
–¡Oh! ¡no! ¡no! ¡eso sería demasiado espantoso! – gimió
Lionel, al mismo tiempo que dos lágrimas perlaban sus párpados
hinchados y rojos. – ¡No! ¡no! ¡no!... ¡No es así!... ¡no es así!...
¡No es culpa de la Señorita de Haut-Brion!... ¡Imposible!... ¡No!
¡no!... ¡De ninguna manera!... ¡De ninguna manera!...
Dardanne le tomó la mano, y añadió con voz conmovida:
–Perdonadme por haceros sufrir de ese modo, señor conde,
pero la búsqueda de la verdad con frecuencia es brutal.
–¡Hablad! ¡Soy fuerte!
–Es posible suponer que si la Señorita de Haut-Brion ha
consentido tan fácilmente seguir a su seductor, es que existía
entre ambos una entente previa.
–¡Ah! ¡Es lógico… pero cruel, Dardanne! – suspiró Nika-
dor.
El director de la Agencia, inmerso en sus deducciones, no
comprendió todo lo que había de intensamente penoso en la res-
puesta de Lionel, e insistió:
–De ahí, a concluir que el vizconde de la Plaçade es el ins-
tigador del complto tramado contra vos, no hay más que un pa-
so, y, ese paso lo franqueo declarando que el bello Arthur de la
60
alta sociedad, o el Arthur llamado Espejo, en la baja galantería,
tiene unas costumbres, sino todo el potencial de un criminal!
–¿Y para vos, la Señorita de Haut-Brion sería su cómpli-
ce? ¡Oh¡ ¡no! ¡Una vez más, no Dardanne! ¡Os equivocáis! ¡No!
¡No! ¡Mil veces, no!
–No quiero llegar tan lejos – dijo el ex policía.
Pero, Lionel de Esbly ya no lo escuchaba y caminaba a
través de la habitación, agitado, desesperado:
–Esa idea me da nauseas, y tal vez sea justa… Sí,… sí…
¡tal vez! La Señorita de Haut-Biron siempre se negó a acusar a
su tío, pero tenía mucho afán en contarnos la escena de la viola-
ción, de mantenernos a mi madre y a mí en esa idea de que so-
lamente el barón tuviese interés en impedir nuestra boda. Nos
dejó sospechar de Géraud para desviar nuestras sospechas de La
Plaçade, ¡su amante! ¡Está claro! ¡Es diáfano! ¡Es lógico! Y,
cuando, últimamente, me escribió y vino a la calle Boursault, a
advertirme que ese canalla de Ambroise me había reconocido en
el Hotel del Conejo Coronado, ¡mentía!... ¡Nada había ocurrido!
¡Pero como mi presencia en Paris la inquietaba, y tenía miedo de
que todo saliese a la luz, forjó esa historia con la esperanza de
alejarme más aún!... ¡Oh! ¡Miserable!... ¡miserable!... ¡Oh!
¡Ramera! ¡Harpía!
Cayó sobre un sofá, y, sollozando con las manos en la ca-
ra:
–Él… él… La Plaçade, ese es su rol, su oficio, pero, ella…
¡Ah! ¡quisiera estrangularla, matarla, destruirla!...
Dardanne objetó:
–¡Es un error, señor conde, exaltándoos de este modo!
Puedo estar equivocado… No soy infalible… Para llegar a la
verdad hace falta una sangre fría que vos no tenéis, que en vues-
tra situación no podéis tener… Dejadme hacer a mí… ¡Un día
celebraremos la victoria!
Théodore dijo que había chocado con el mutismo absoluto
de la Michon y de Ambroise, pero que esperaba obligar a hablar
a la Cría-Reseda.
61
–Dardanne – dijo Lionel – quiero interrogar yo mismo a la
ex florista… Esa niña ha actuado obligada bajo amenazas…
Hoy, según parece, es libre y feliz, liberada de la nefasta in-
fluencia de los verdugos… Yo, la mayor de sus víctimas, voy a
apelar a su conciencia…
El ex policía inclinó la cabeza:
–Corréis un gran peligro, señor Lionel, con esa imprevista
confrontación, y sin embargo, solo los golpes de audacia son los
que tiene éxito.
–¡Entonces, venid! Me presentaré solo ante mi acusadora,
y vos me esperaréis en el coche que me ha traído hasta aquí…
Y los dos hombres se hicieron conducir a la calle de Hel-
der.
Hacía unos diez días que la Cría-Reseda había sido susti-
tuida temporalmente en los Folies Parisinas, y se encontraba con
Victor La Templerie en Montecarlo, merodeando alrededor de
las mesas de la ruleta y del treinta y cuarenta, y, naturalmente,
en la calle de Helder, Valerie Michon y Barnabé Suchet, llama-
do el Gran-Maca, disfrutaban a sus anchas.
Ahora bien, ese día, hacia la una, los innobles amantes,
después de un almuerzo pantagruélico, degustaban los alcoholes
y licores de la diva, cuando el timbre eléctrico sonó en la antesa-
la.
–¡Vaya! – gruñó el sepulturero – ¡parece que no se puede
descansar tranquilo!
–Tal vez sea esa zorra de Cría que regresa para sorpren-
dernos… ¡La muy arrastrada es capaz!
El timbre seguía sonando.
La harpía del pasaje Tivoli bebió un vaso de coñac y se le-
vantó:
–¡Voy a ver!... Tal vez sea el Cebolla, o el Rizos o Llega
al Pie… ¡Nada como esos cretinos para divertirse!
Arrastrando las zapatillas pasó a la antesala y abrió la
puerta, detrás de la cual se encontraba el conde Lionel de Esbly,
siempre embozado en su gabardina y tocado con el sombrero de
ala ancha.
62
A la vista de la Michon, el visitante retrocedió.
–¿Y bien, hombre – exclamó la Michon – acasi que os doy
miedo?
Él sabía que no podía obtener nada con Valerie presente,
pero había que responder, y Lionel se disculpó con voz cambia-
da a propósito:
–Os pido perdón, señora… Me he equivocado de piso…
Valerie Gruñó:
–¡Ta! ¡ta! ¡ta!... Ya me conozco el truco… Se llama a las
puertas y si nadie acude se abre con una palanca
Y, observándolo más atentamente:
–Me parece que os conozco… Sí, os he visto en alguna
parte…
–Cometéis un error, señora…
Ella cerró la puerta en las narices del conde, y mientras
Lionel iba a reunirse con Dardanne que lo esperaba en el coche,
y ponía al ex policía al corriente del incidente, la Michon re-
gresó al lado del sepulturero en el comedor.
–¿Y bien, quién era? – preguntó el Gran-Maca.
La Michon se rascaba la cabeza, probablemente para hacer
brotar un recuerdo:
–Déjame pensar, Maca… ¡Oh! por supuesto… sí, por su-
puesto… ¡he visto ya esa jeta!
–¿Qué jeta?
–La jeta del hombre… del hombre que acaba de llamar.
Y de pronto, dando un brinco:
–¡Santo Dios!... ¡Es él!... ¡Es el conde de Esbly!
–¿No lo había denunciado el Cebolla?
–¡Tendría que estar a la sombra!... ¡Seguro que la bruja de
la Cría, habrá impedido al Cebolla llevar la carta!... ¡Hace de él
lo que le da la gana, incluso desde que está de camarero en el
Cosmopolitan!
–¡Ah! ¡Ah, la muy puta!… Pero me pregunto lo que ha
venido a buscar aquí el antiguo amo de Ambroise.
–¡Caramba, está claro! ¡Venía a hablar con la Cría!... Es
una suerte que nuestro pequeño mal bicho esté de viaje!
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El Último Gigoló

  • 1.
  • 2. LOS ULTIMOS ESCÁNDALOS DE PARÍS VOL. IV EL ÚLTIMO GIGOLÓ Jean-Louis Dubut de Laforest
  • 3. 3 Título original.- Le Dernière Gigolo París. Editorial Fayard. Paris 1899 Traducción.- José Manuel Ramos González. Pontevedra Mayo 2014. Portada: J.A.D. Ingres, Torso masculino, 1800.
  • 4.
  • 6.
  • 7. 7 ADVERTENCIA A mis lectores Damas y caballeros, Tenía intención, menos generosa que lúdica, de relacionar los nombres de los moralistas más serios en el prólogo de esta alegre novela: El Último Gigoló, libro IV de los ÚLTIMOS ESCÁNDALOS DE PARIS. Pero no tengo ninguna razón personal para juzgar a esos buenos o malos apóstoles; y, recordando que uno de ellos – el más célebre – ha impulsado la votación de la gran ley del perdón y el olvido para el error inicial, pongo freno a mi deseo de bromear. Me parece más digno, queridos lectores, que seáis voso- tros los que decidáis entre los viejos moralistas y el satírico aún joven. Esos caballeros y yo observamos la vida humana bajo as- pectos absolutamente diferentes: los legisladores sueñan con ocultar las heridas sociales, y yo, cirujano de costumbres, creo ponerlas al descubierto gracias al escalpelo – la pluma – y con- denarlas al fuego rojo del castigo: la enfermedad, el dolor, la muerte… y el ridículo. A la humanidad– anciana mujer, anciana coqueta, vieja harpía – le gusta ser halagada. Ahora bien, yo prosigo mi tarea, no ignorando que la sátira debe pretender menos recompensas académicas y oficiales que las alabanzas y las bendiciones. ¡No importa! La materia prima de una obra es la verdad tanto en el Bien como en el Mal, es desbrozar el Árbol del la Ciencia. Y es por lo que, abordando hacia el fin de este libro, los ciclos de los infiernos parisinos a los que he dado vocablos
  • 8. 8 fuertes y diáfanos, e incluso vulgares, para hacerme compren- der bien y golpear alto y con vigor hasta en las masas contami- nadas, estaré muy complacido de que los moralistas me sigan y se arriesguen – literatura – en los viajes que acabo de realizar con mis colegas y médicos, y bajo la protección de los inspecto- res principales de la Sûreté que el Sr. Prefecto de la policía ha tenido a bien poner a nuestra disposición. En estas largas y penosas travesías, hemos tenido oportu- nidad de ver el inaudito espectáculo de todos los desenfrenos, de todas las miserias, de todas las energías, de todas las abne- gaciones, de todos los heroísmos, y, dramatizándolos, tengo plena conciencia de haber realizado una obra de salubridad social. Damas y caballeros, voy a entrar en el infierno – no con miel y rosas – sino con una fusta que los moralistas podrán oír chasquear y verán golpear si, en nuestra compañía, aceptan descender entre los condenados en vida. D.L. Paris, Noviembre de 1898.
  • 9. 9 I ¡ BRAVO GIGOLÓ ¡ La luna de miel no había hecho disminuir a lord Reginald Fenwick su acostumbrada intemperancia, y esa noche peroraba, ebrio de ginebra y champán. Estaba a bordo del Brighton, su yate de vapor. Con su es- posa Cloé de Haut-Brion y a su amigo La Plaçade, realizaba un interesante crucero a lo largo de las costas de Italia y Sicilia. En ese espléndido día de enero de 1894, el barco surcaba las aguas transparentes del Mediterráneo, y bajo el cielo azul, cribado de estrellas, el joven lord Fenwick, la ex gran casquiva- na y el vizconde Arthur de La Plaçade, llamado Espejo, acaba- ban de cenar y encendían, ella un cigarrillo y los hombres dos gruesos habanos. De vez en cuando, un destello de calor abrazaba el hori- zonte, descubría los acantilados de la Corniche, sobre un fondo púrpura y oro, y la brisa, que soplaba desde tierra, aportaba las deliciosas fragancias de la costa vecina. En torno a los excursionistas, todo revelaba el goce de la naturaleza, y las «luces de posición» situadas a babor y estribor del yate, coloreaban las olas de rojo y verde, mientras las lámpa- ras eléctricas, distribuidas por cubierta, expandían su manto blanco y azul, uniéndose a los astros para iluminar esa encanta- dora noche. Reginald se inclinó para servirse un cóctel de ginebra y whisky; dulcemente, Cloé le detuvo: –¡Vamos, basta ya por esta noche, amigo mío! –¡Jamás! –¡Os pondréis enfermo! –¡Jamás!
  • 10. 10 Llenó y vació un gran vaso, y, mirando a su esposa, dijo con la boca pastosa: –¡Debéis saber, milady, que en Inglaterra se tiene libertad y las órdenes no nos convienen! –No os estoy dando una orden, Reginald, sino que os di- rigía un ruego… –Los ruegos son tristes y la tristeza conduce al suici- dio…Observad a nuestro amigo Arthur… ¿Acaso está triste?... ¿Acaso no ha sido la alegría de nuestro viaje?... ¡Sin Arthur y, a pesar de vuestra amistad y dulzura, habría visto negro, muy ne- gro, y sin embargo veo rosa, muy rosa!... El novio de la Sra. de Sainte-Radegonde envío una sonrisa a Fenwick, luego sus ojos brillaron mirando a Cloé, quién volvió la cabeza. ¡Dios! ¡Cómo había cambiado, pero de qué manera aún era apuesto el asesino de Gabrielle Bouvreuil y de la Sra. Eléo- nore Le Goëz! Se había afeitado su barba de oro y conservaba únicamente un sedoso bigote de un rubio menos intenso; parecía más gordo; su rostro se había vuelto rosa; sus ojos brillaban de voluptuosidades más dulces, y, alguna vez, la mirada azul se hundía en languideces: otro ser germinaba bajo la envoltura del gran rubio, un ser menos viril, casi afeminado, con actitudes de señorita: Reginald lo quería así, y Arthur obedecía a Reginald. Y la vestimenta masculina acababa de sufrir una metamor- fosis extraordinaria: Espejo llevaba una indumentaria de joven engominado, cuellos muy amplios, corbatas de matices suaves, un brazalete en el puño izquierdo y unas sortijas en todos los dedos– sortijas de mujer. El Brighton se acercaba a las costas de Francia, y semejan- tes a estrellas rojas, se veían las mil luces de Marsella. Reginald dijo a su esposa tras haber encendido un nuevo cigarro: –Mi querida Cloé, en media hora estaremos en Francia; mañana por la noche tomaremos posesión de nuestro palacete en París… Así pues, ha llegado el momento de tener una conversa- ción definitiva…
  • 11. 11 –Os escucho, Reginald – dijo la sobrina del barón Géraud, sorprendida. El joven lord continuó: –Sí, a fin de evitar preguntas, reproches, desconfianzas siempre desagradables en una pareja– las personas como noso- tros estamos hechas para entendernos–, desearía discutir con vos, milady, el programa de nuestra existencia conyugal… El Sr. de La Plaçade se alejaba; Fenwick le interpeló: –¿Adónde diablos vas, Arthur? –Iba a popa a mirar el mar; tú tienes que habar con milady, y temía ser indiscreto… –¿Indiscreto, tú?... ¡Vamos, hombre!... ¡En absoluto, ami- go mío!… ¡todo lo contrario! El gran rubio regresó a su lugar, y lord Fenwick se volvió hacia Cloé para preguntar: –¿Querida, por qué os habéis casado conmigo?... –Pero… Reginald… – balbuceó la ex gran casquivana, en el culmen de la estupefacción. Fenwick engulló de un trago una copa de champán: –Os habéis casado por dos razones, aparte del amor, pues – y no insisto – no podíais amar al hombre… del abrigo; vos os habéis casado conmigo en primer lugar porque el viejo Le Goëz, arruinado, era incapaz de sufragar vuestras fantasías y vuestro tren de vida de gran casquivana; luego, y sobre todo, porque, hija de alta nobleza, no teníais bastante con el oficio de cortesa- na y desearías – ¡y lo apruebo! – remontar en la escala en la que habíais descendido injustamente en Francia, remontarla, a defec- to de un aristócrata de vuestro país y mejor que en vuestros sue- ños, con un par de Inglaterra… ¿Es cierto? –¡Estas palabras, señor – dijo la ex novia del conde de Es- bly, – no me las diríais antes de beber! –¡Mi lenguaje es muy correcto y nuestro amigo, el mar- qués Achille de Artaban, uno de los árbitros caballerescos de la lealtad, así lo declararía!... Pero, responded… ¿Sí o no, es cier- to?
  • 12. 12 –¡Aun cuando eso fuese cierto, señor, resulta inconvenien- te y ridículo plantearme semejantes cuestiones ante un tercero! El vizconde se levantaba; lord Reginald Fenwick, por se- gunda vez, se opuso a la retirada del compañero de ruta: –¡Quédate, Arthur… lo deseo! –¿Pero no ves que sobro… que molesto? –¡No!… ¡Eres un hermano, y, entre milady y yo, tú serás el juez! El Sr. de La Plaçade se tranquilizó, y el joven lord, aunque muy borracho, desplegó una maravillosa facilidad de locución: –Yo, Cloé, os he esposado, porque me gusta distinguirme de los demás hombres; pero, mi excentricidad nacional se une a sentimientos generosos, y me ha gustado entregaros, y mejora- do, vuestra nueva situación aristocrática… La cosa está hecha… Estoy contento… No me arrepiento en absoluto… únicamente… –¿Únicamente? –Exijo, desde nuestro regreso a París, ser libre en el ma- trimonio, como lo era de soltero; por mi parte, estoy dispuesto a concederos entera libertad: mi palacete es muy grande; tendréis vuestros aposentos en el ala derecha, y yo viviré en el ala iz- quierda… O lo contrario si queréis… La antesala y los salones de recepciones serán comunes, así como el comedor… En cuan- to al dinero, lo gastaréis en vestidos, en paseos y fantasía, lo que os plazca, y en ese terreno no tendréis que echar de menos a Jacques Le Goëz que os escatimaba, según creo, los billetes… ¿Estáis de acuerdo, señora? –¡Sí, señor! –declaró fríamente la ex gran casquivana. –¿Está claro? –¡Muy claro! Tres silbidos brevemente espaciados, rasgaron el silencio de la noche, y la hélice del yate, detenida, hizo brotar alrededor de ella un hervidero de espuma blanca; el barco ralentizó su marcha y no avanzó más que a vela. Entonces, al ruido del cabestran, maniobrado por cinco hombres de la tripulación, al soplido estridente del vapor que
  • 13. 13 salía por las chimeneas de la máquina, lord Reginald Fenwick señaló con un gesto gracioso al vizconde de La Plaçade: –¡Un buen muchacho, milady!... No lo conocéis, y deseo que modifiquéis vuestros modales a su respecto… Durante todo nuestro viaje os habéis mostrado hacia él injusta, sarcástica, in- cluso diría que cruel, y me gustaría un poco más de dulzura… Lady Fenwick tuvo una extraña sonrisa, respondiendo a su marido: –¡Vos habéis sido amable por los dos, milord! –¡No he cumplido más que con mi deber, señora! Hemos arrancado al querido Arthur de sus placeres, de sus trabajos para tenerlo con nosotros… ¡Se ha sacrificado y debemos estarle agradecidos! Aturdida y humillada, bajó los ojos. Reginald se llevó al vizconde por el puente y se pasearon del brazo al claro de luna, y a la luz de los fanales eléctricos, gesticulando, riendo, hablán- dose rostro contra rostro, en una intimidad que la gran casquiva- na encontró singular y más que fraternal. Se entraba en el puerto de Marsella, y tras la visita de la Aduana y la de la cuarentena, el Brighgton llegó a puerto, y, de inmediato, se lanzó la escala. Los tres viajeros subieron a un landau que los esperaba y los condujo al hotel Metrópolis, en la avenida de la Fraternidad. Reginald quiso cenar y celebrar su feliz regreso a tierra francesa bebiendo champán; el vizconde Arthur le siguió las bromas, y, hacia la media noche, los camareros del hotel se vie- ron obligados a transportar a Fenwick a su habitación, donde La Plaçade se encargó de meterlo en la cama. Sola, en una amplia habitación, la sobrina del barón Géraud dio rienda suelta a sus lágrimas retenidas mucho tiempo; y, habiendo lavado su rostro y el inútil tesoro de amor, se puso un camisón y se sentó en un sofá, sombría y soñadora. Por la mañana temprano abandonarían Marsella y una nueva vida iba a comenzar para la heredara de los Haut-Brion: la ex virgen del arroyo entraría en París como una gran dama, pa- resa de Inglaterra, en ese París donde, días atrás aún, brillaba
  • 14. 14 entre las casquivanas. Mientras tanto, ¿qué había ocurrido en su ausencia? Ni una carta le había llegado, aunque la buena Annet- te Loizet y el príncipe Dimitri Vorontzow hubiesen prometido enviarle noticias. ¿Cómo hubiesen podido llegarle las cartas en ese crucero, máxime cuando las breves paradas en los puertos de Sicilia y de Italia, incluso en la última escala, no estaba com- prendida en el programa, y desde dónde el inglés telegrafió al Sr. de Artaban su inminente llegada a Marsella? Asomada a la ventana abierta, miraba la ciudad luminosa, y como ignoraba el acto de salvamento de Nikador, la idea de Olga, su hermana tan miserablemente desaparecida en el incen- dio del Conejo Coronado, y de la que ni siquiera se encontraros sus despojos mortales, la obsesionaba en su soledad. De rodillas oró, y de nuevo, para vencer su desesperación, contempló el decorado: allá, a la izquierda, un monumento de estilo romano-bizantino, Notre-Dame-de-la-Garde, sobre una colina, marcaba en el cielo muy claro su silueta negra, mientras que, como en una apoteosis, la estatua dorada de la Virgen que la corona, brillaba bajo los blancos rayos de la luna; a la dere- cha, el faro arrojaba sobre el mar sus luces alternas iluminando a su vez las construcciones blancas del Faro, el antiguo palacio imperial y las empalizadas del fuerte Saint-Nicolas. A continua- ción, la viajera se divirtió observando los trasatlánticos en el puerto viejo, el balanceo regular de los mástiles, auténtico bos- que despojado de ramas, inclinando sus troncos bajo la brisa; aquí y allá, con capuchas y con la carabina a la espalda, unos aduaneros se paseaban en las sombras; por instantes, un grupo de marinos borrachos se regocijaba a bordo; una patrulla de la gendarmería marítima hacía sonar sus pasos sobre el pavimento, y subían de esos seres y cosas, voces confusas, chirridos de nav- íos salidos de sus amarras, choques de pesadas cadenas, prolon- gados silbidos de vapor, repentinas llamadas y agudas sirenas. Llamaron a la puerta, y Cloé interrumpió el encanto de sus visones reales.
  • 15. 15 Al principio, lady Fenwick creyó que algún viajero se equivocaba, pero de inmediato pensó que lord Reginald, sin du- da indispuesto, la hacía llamar y ella corrió a abrir. El Sr. de La Plaçade surgió frente a ella: –¡Una palabra, una sola palabra, te lo ruego, Cloé! Y, sin esperar la autorización de la recién casada, empujó la puerta entreabierta y la cerró tras de sí, con infinita elegancia, después de haber llevado a su víctima al medio de la habitación. –¿Qué queréis de mí? – exclamó indignada la esposa de Reginald. Espejo tendía sus brazos: –¡Oh, mi Cloé! ¡Si supieses cuánto deseaba el momento de estar a solas contigo!... Por fin voy a poder decir lo que durante el viaje me ha sido imposible hacerte escuchar sobre ese yate en el que, entre el va y viene de tu marido y de la tripulación, mis palabras hubiesen podido ser sorprendidas… Ahora bien, soy, como bien sabes, un hombre galante y no quería comprometer- te… ¡Querida, te amo, te sigo amando como siempre! Ella replicó, desdeñosa: –Sí, claro, eso debe ser… Soy rica… muy rica… ahora, y veis en lady Fenwick una nueva presa, una segunda Eléonore Le Goëz! –¡Oh! ¡Cloé! ¡Cloé! –¡Pues bien, os confundís, señor, y lady Fenwick, más al- tiva y valiente que la Señorita de Haut-Brion sabrá resistir a un La Plaçade! –¡A mis ojos y a mi alma, tú eres y siempre serás Cloé… Cloé, la del castillo de Esbly! –¡Después de vuestra mentiras y vuestra cobardía, deber- íais enrojecer evocando ese nombre! –Entonces… Lilas…sí… ¡La Lilas a la que bauticé po- seyéndola virgen, e iniciado en los misterios del amor! –¡Y que vendisteis al mejor postor! Él se acercaba; ella lo rechazaba: –¡Salid, miserable! –¡No! Tú me has pertenecido y me pertenecerás aún!
  • 16. 16 –¡Jamás! –Quiero que seas mía esta misma noche…¡Lo deseo! Y, con la mirada encendida: –No me obligues a emplear los medios de tu tío, el barón Géraud… El viejo tuvo miedo, pero yo… ¡yo consumaré la vio- lación! –¡Me llamo lady Fenwick… Nada tengo que temer de vos y, si es necesario, haré justicia! –Tus miradas desmienten tus palabras… Veo… leo en tus ojos que todavía me amas… –¡Innoble imbécil! –¡Eh! Claro que sé muy bien que te llamas lady Fenwick, pero tu nueva y gran situación, lejos de disuadirme, me anima y me exalta... ¿Acaso no has escuchado al borracho de tu marido decir que pretendía quedar libre y que te concedía entera liber- tad? –¡No abusaré de su confianza! –¡Pero él no se contendrá en tener amantes!.... Mi Cloé, si me he hecho amigo de Reginald, era para acercarme a mi inmor- tal amor... ¡Te amo! ¡Te adoro! Y si quieres – ¡y querrás! – po- dremos llevar los tres una hermosa vida… en familia… ¡Qué adorable y divina existencia! Él la había cogido con una mano, y, con la otra, le levan- taba las faldas; ella luchaba, valiente, defendía sus labios de la boca del hombre y su sexo de los dedos profanadores… De un golpe, él la arrojó sobre un diván, dispuesto a violarla… Entonces, lady Fenwick emitió un gran grito – el grito de su carne revuelta – y como en su bestial deseo, el novio de la Sra. de Sainte-Radegonde había olvidado pasar el cerrojo, un hombre, en frac negro, entró. Era el marqués Achille de Artaban, llegado esa noche, y cuya habitación era contigua a la de lady Fenwick. Con sus brazos hercúleos, el Ultimo Gigoló golpeó y tiró al rufián, lo volvió a levantar y lo arrojó fuera de la habitación. Sobre el rellano saludó a la esposa de Reginald, cerró la puerta y dijo al miserable que se levantaba:
  • 17. 17 –¡Nos batiremos hoy, señor, y vos elegiréis las armas! Pe- ro, alejaos inmediatamente, sin una palabra, sin un gesto, o bien aprieto vuestra garganta hasta que seáis hombre muerto. Y la Plaçade, tras haberse retirado ante esas palabras, el Sr. de Artaban regresó a su habitación. Marsella se despertaba en el esplendor de un cielo oriental y para gloria de la Canebière. Sobre el viejo puerto, hombres, mujeres, niños de todas las edades y de todas las naciones, corr- ían, se cruzaban, chocaban, cantando, vociferando, apostrofán- dose, con grandes gestos, en italiano, en inglés, en patois pro- venzal; un olor de marisco y ajo, toda una bullabesa, saturaba la brisa; unos vapores cargaban o descargaban, montañas de mer- cancías se alienaban a lo largo de la avenida, toneles de vino, de cerveza o de alcohol, jarras de aceite, sacos de trigo, legumbres venidas de África; las mil chimeneas humeaban ardientes, y, sobre el Mediterráneo de un lapislázuli, unas velas se desplega- ban al viento, rojas, blancas, grises y esos mástiles de navíos que por la noche parecían a Cloé un bosque despojado de sus ramas, se engalanaban con banderolas multicolores y parecían un jardín encantado al aire libre. El Sr. de La Plaçade acaba de enviar a sus testigos – dos aventureros de Marsella – al marqués de Artaban; los de este los constituían un periodista y un miembro del gran círculo, y, entre los adversarios, fue acordado que el motivo del duelo permane- cería ignorado. Se había invocado una disputa en París, en el teatro de las Fantasías, y, durante la jornada, a espaldas de lord y de lady Fenwick, dos balas habían sido intercambiadas sin resul- tado. Fenwick se enteró del duelo por los periódicos, y aceptó la explicación que le dio La Plaçade, a instancias del Sr. de Arta- ban. Aunque muy enamorado de Cloé, el Último Gigoló tuvo el escrúpulo – después de su caballeresca defensa – de cancelar sus respetos a los recién casados y se dirigió a Niza, con la esperan- za de ser pronto amado por sí mismo.
  • 18. 18 Entre los dos recién casados, el rufián en levita regresaba a París, en un vagón-cama, como había venido, pero, con los bigo- tes bajos, pues si por azar, y, tal vez, a falta de una buena arma, la pistola de Artaban no había acertado, sus riñones aún perma- necían doloridos por el correctivo manual de la víspera. Durante todo el viaje, lady Fenwick mantuvo una actitud silenciosa, y los dos hombres comieron, bebieron y fumaron enormemente. A medida que se avanzaba, el cielo se volvía menos azul, la temperatura menos cálida, y, por la mañana, llegando a la estación de Lyon, los tres viajeros encontraban París helada y cubierta de nieve. La Plaçade regresó a su apartamento de la calle de Atenas, y los Fenwick se dirigieron a su nuevo hogar. Sobre la entrada principal de un magnífico palacete de los Campos Elíseos, un ejército de sirvientes, haciendo pasillo, es- peraba a los amos; un mayordomo inglés, con la cara empolva- da, vestido de negro y corbata blanca, dio la señal de las alegr- ías, y todos los criados gritaron: –¡Hip! ¡hip! ¡hurra por lord Fenwick, Hurrah por lady! II MANTENEDORES Y PUTEROS El Cosmopolitan Club, antaño sito en la calle Castiglione, abría ahora sus treinta ventanas en el primer y segundo piso de un suntuoso inmueble que daba al bulevar de los Italianos, casi enfrente al antiguo apartamento de soltero del conde Lionel de Esbly.
  • 19. 19 Ese círculo era una mezcla entre los garitos vulgares y las asociaciones artísticas o mundanas del Epatant y del Volney, que dominan el Jockey, la Union, la Rue Royale y l’Agricole, y los miembros de los grandes círculos, el príncipe Dimitri Wo- rontzow, el duque Savinien de Louqsor, el marqués Achille de Artaban, lord Reginald Fenwick, y senadores, diputados, oficia- les y escritores y artistas iban allí a jugar al lado de los Perrotin, los Goëz, los La Plaçade, los Neuenschwander, los Gédéon y los La Templerie. Allí también se encontraba el barón Géraud, cuando sus guardianes le permitían salir. Un presidente, dos vicepresidentes, un secretario, un teso- rero y doce miembros del Consejo, administraban la buena mar- cha de las comidas y el lujo del decorado se elevaba a más de un millón ochocientos mil francos, sobre los cuales, una vez dedu- cidos todos los gastos, quedaba un millón a compartir entre los accionistas. Ujieres con cadenas de plata, maîtres de hotel en frac y corbata blanca, criados en culote verde y medias de seda, pe- queños zapadores en librea marrón daban al inmueble un aspec- to de grandeza, y la vasta escalera de mármol, y los alfombras de rojo terciopelo, y el inmenso hall, repleto de obras artísticas, y el bar, y el calorífero, y los ventiladores, y los salones de lec- tura y reposo, y los divanes, y los sofás y el comedor, y la bi- blioteca, y el teléfono, y los baños, y las instalaciones de pelu- quería, y la sala de armas revelaban un auténtico bienestar. La gran sala de juegos, con sus tres mesas para el bacarrá y el salón llamado El Apartado, pero donde se jugaba igualmen- te el drapeu, el poker y la boillote, estaba aislado de las otras estancias, y, había allí, en el giro de la escalera, en el entresuelo, un «Salón de los Extranjeros» donde los miembros recibían a los visitantes y sobre dodo a las damas; en la planta baja, un vestí- bulo; detrás de la doble y alta puerta vitral de color se mantenía un ujier, ante una mesa, dispuesto a tomar el cornete acústico, un muchacho siempre en movimiento, a la partida o a la llegada de los coches.
  • 20. 20 Ahora bien, esa tarde, hacia las cinco, el notario Edgard Bazinet de la calle Royale, subió la monumental escalera del Cosmopolitan Club, penetró en la antesala, y los criados se apre- suraron a su alrededor, tomándole su sombrero, su bastón y su abrigo. Alto y fuerte, de unos cincuenta años, vestido de negro, portando la roseta de la Legión de honor, con rostro plano y afeitado, una nariz muy larga, ojos azules, claros y dulces, su cabellera canosa y con sus grandes patillas blancas, ese hombre se parecía a una enorme oveja merina. Preguntó: –¿Ha comenzado la partida? –Todavía no, señor.– respondió un criado. Y el Sr. Bazinet, muy alerta para su edad, se dirigió hacia el salón de lectura. Allí, alrededor de la mesa de los periódicos, se encontra- ban fumando y charlando con animación, La Templerie, director de las Fantasías Parisinas; Etienne Delarue, un mozo de veinti- cinco años, lugarteniente de zapadores a pie, un poco incómodo en su traje civil; Henri Nérac, joven poeta esteta de cabellos os- curos y grande ojos negros llenos de llamaradas meridionales; Jacob Neuenschwander, el usurero de los mundanas, actrices y casquivanas, y, de pie, ante la chimenea, muy elegante en un smoking con forro de sede que le ceñía el talle, el marqués Achi- lle de Artaban, recién llegado de Niza. Al la entrada del notario, la conversación cesó y se produ- jeron saludos y apretones de manos. El oficial ministerial, instalado en un sofá, con un binócu- lo de oro sobre su nariz, se hundió en la lectura de un periódico. –Así pues, mi querido de Artaban, – dijo el director del teatro – es una regla absoluta… ¿Jamás un luís a las damas? –¡Ni un franco! –¿No es broma? –¡Palabra de honor! ¡Y espero continuar mucho tiempo todavía con esa costumbre!
  • 21. 21 –¡Oh! ¡oh! – dijo lleno de dudas el banquero Neuensch- wander, –¿y dentro de diez años?... –Será lo mismo; tengo teorías amorosas adaptables a todas las edades… –¿Nos las podéis revelar, marqués? – interrogó el joven oficial de zapadores. –¡Desde luego! ¡Son muy sencillas!: primero, en mi opi- nión el amor no es amor si no es desinteresado... Solamente con la idea de dar dinero a una mujer… me vengo abajo… y, en la batalla, estaría anulado…. ¿Entendéis? –¡Muy bien! – dijo riendo el moreno esteta, – pero debéis encontrar a menudo resistencias… El marqués Achille se levantó: –Querido señor, tengo cuarenta años cumplidos… No soy tan fatuo para creerme un Apolo o un Adonis, y, sin embargo, jamás encontré una mujer que me rechazase… Se trata de saber y tomar… –Bueno, marques, ¿el método? –¡Uno se hace necesario!… ¡Eso es todo! Neuenschwander sonrió: –¡Habláis de enigmas! Un día daréis con una señorita mo- derna, como he conocido a muchos, incluso a demasiados, y sin lugar a dudas os arruinará. –¡Jamás! Y no sería por avaricia… ¡no!.... Todo el mundo sabe que las cuarenta mil libras de renta del marqués de Artaban se le van cada año de las manos con una facilidad extraordinaria y que su capital incluso sufre notables brechas… pero en los demás placeres… bibelots o viajes… Vos lo sabéis mejor que nadie, mi bravo Neuenschwander, que venís tan a menudo en mi ayuda…. Pero, regresando a mis amores, y testimoniar aún la infalibilidad de mis sistema, esta noche me acuesto, como lo he hecho a menudo, con la mujer más venal, la más cara, las más avara de todas las bellezas de Paris, y voy a poner los cuernos a un caballero cuyo nombre ignoro, pero que mantiene a la señori- ta con una media de setenta a ochenta mil francos anuales. –¿Una actriz? – preguntó La Templerie, interesado.
  • 22. 22 –Sí, una actriz. –¿De mi teatro? –¡Me pedís demasiada información! El director de las Fantasías Parisinas se echó a reír: –¡Apuesto veinticinco luises a que la conozco! –¡Jugáis con ventaja! ¡Vos conocéis a todas las mujeres! –¿Blanche Latour, eh? –¡Blanche Latour! – repitieron juntos Étienne Delarue, el lugarteniente de zapadores y el poeta Henri Nérac, el primero muy pálido y nervioso, el otro rojo de cólera. –¡Blanche Latour! – murmuró por su parte, y sin perder nada de su grave actitud, el notario de la calle Royal, observan- do por encima de su periódico al aristócrata. Y los tres, oficial, esteta y notario, esperaron ansiosos la respuesta del marqués Achille de Artaban. El Último Gigoló se adelantó hacia la Templerie y le dio una palmada amistosa en el hombro: –Bien, sí, lo habéis adivinado… es Blanche Latour, vues- tra pensionista de las Fantasis Parisinas… ¿Consideráis que ten- go merito? –¡Oh! sí! Pues ella, como dice La Plaçade, es un pequeño Harpagón1 ! Un empleado de la sala de juegos atravesaba el salón de lectura, anunciando: –¡Caballeros, hay diez luises en la banca! Achille lo detuvo: –¿Vos sois nuevo? –Sí, señor marqués.– declaró humildemente el individuo. Soy muchacho de llamada desde hace ocho días, gracias a la recomendación del señor barón Géraud y del Señor Perrotin. –¿Cómo os llamáis? –Ambroise. 1 Harpagón es el protagonista de la obra El Avaro de Molière. (N. del T.)
  • 23. 23 Y Ambroise Naumier, llamado el Cebolla, siempre pálido, vestido de negro, con un amplio pantalón de grandes bolsillos donde tintineaban monedas para el cambio, continúo por las otras salas: –¡Caballeros, hay diez luises en la banca! Unos miembros interrumpían su sueño, dejaban los perió- dicos o sus escrituras, se precipitaban hacia el bacarrá, y la gar- ganta de Ambroise seguía emitiendo: –¡Caballeros, hay diez luises en la banca! Ingresando en el Cosmopolitan Club, el liberado de la Central tenía un deseo de fortuna que esperaba realizar con préstamos usureros y misteriosos en ese círculo, donde, por or- den de la Prefectura, la caja ya no funcionaba; por otra parte, él estudiaba ciertas combinaciones. –¿Es que no vais a jugar una partidita? – dijo al aristócrata el director de las Fantasías Parisinas. El Sr. de Artaban respondió: –¡Mas tarde!... ¡Primero, las mujeres!... Antes de cenar debo enviar una entrada de Ópera a la Sra. de Lavarennes, la esposa del subprefecto de Senlis, un ramo a Mathilde Romain, y unas flores a la duquesa de Louqsor y a la baronesa de Mirandol, una caja de bombones a esa rubita de Jeanne… ¡No hay un mi- nuto que perder! ¡Hasta luego, Caballeros! EL aristócrata tendió la mano a Nérac y a Delarue, que le respondieron con un apretón bastante flojo, pero no se percató de la cara ofuscada del oficial ministerial. Neuenschwander, le retuvo en el umbral de la puerta: –¡Querido marqués, acabáis de meter la pata, y una mete- dura de pata… nada ordinaria! –¿Meter la pata?... ¿Yo? –¡Eh! sí, ¡habéis destrozado el corazón de ese pobre nota- rio! –¿Por qué? –¡Él es quién mantiene, de forma anónima pero muy seria, a Blanche Latour!
  • 24. 24 –¡Diablos!... Entonces, ¿por qué ese bruto de Le Temple- rie ha pronunciado el nombre de su pensionista? –Por la sencilla razón que ignora, como todo el mundo por otra parte, las relaciones de Blanche y del notario Bazinet… Del mismo modo que nuestro viejo amigo Le Goëz se jactaba de su relación con Lilas, ¡el notario se esfuerza en ocultar sus amores con la diva!... En la calle de la Boëtie, los criados de la señorita Latour no conocen al señor Bazinet más que bajo su nombre: Edgard… pero eso no es todo… –¿Qué hay aún? –Vuestra declaración os ha granjeado dos enemigos en Étienne Delarue y Henri Nérac… –¿Cómo? ¿Ellos también están con Latour? – se sorpren- dió el aristócrata – ¿Todo el Cosmopolitan acaso? –Sí, ellos están con Latour, pero modestamente… ¡según sus medios! No son más que unos puteros… –¿Y el notario Bazinet, es el mantenedor formal? –Muy serio, bajo el nombre de Edgard… –Pues bien, el mantenedor y los puteros se equivocan guardándome rencor: ¡yo tomaré un trozo de su Blanche Latour, el mejor, pero no me la comeré toda! Tras la partida del marqués de Artaban, el director de las Fantasías Parisinas, observó, lírico: ¡Como me divierto yo Con el Último Gigoló! –Un bonito oficio el que ejerce – dijo rabioso el poeta es- teta – ¡Acostarse con las mujeres sin pagarles, es la vía natural para acabar mantenido por ellas! –¡Es asqueroso! – añadió el oficial de zapadores, no me- nos vejado que el poeta – ¡Y para colmo de males, el marqués tiene el cinismo de vanagloriarse de ello! Repantigando sobre su sofá, el notario Edgard Bazinet, tranquilo en apariencia, con la mirada vaga, acariciaba sus gran- des patillas blancas.
  • 25. 25 La Templerie dijo: –Caballeros, exageráis… El gigolismo no es una industria inmunda, ni siquiera un oficio vulgar, ¡es arte! Achille de Arta- ban jamás da un centavo a las mujeres, y sin embargo, ¡Dios sabe que obtiene sus favores! Antes, cuando le preguntabais como un hombre debía comportarse para no encontrarse con mujeres crueles, os ha respondido: «¡Uno se hace necesario!» En eso radica su secreto, ¡el secreto de los gigolós! Caballeros, el gigoló, y dejo al margen la raza inferior de los enamorados que no pagan a sus bellas porque no tienen dinero, y, en su alma y conciencia quisieran ser mantenedores o puteros, el gigoló, el auténtico gigoló no ama a una mujer; ama a todas las mujeres siempre que sean bonitas; no les paga en metálico… no, es un principio, pero las rodea de homenajes y cuidados; les ofrece una entrada a un estreno de circo o teatros, les envía flores de Niza, las lleva a la confitería y les paga pasteles y vino dulce español; las acompaña a la costurera o a la modista, a las Expo- siciones de pintura, de cocina, de horticultura, a las ventas de caridad, llevándoles su sombrilla, su abanico, su abrigo, incluso su perrito. Siempre amable, siempre animoso, siempre galante, acepta las faenas más enojosas. Prodiga a los ídolos sus consejos en sus más delicados asuntos; las informa de los secretos de la monta, del tenis, del futbol, de la bicicleta y del automovilismo. ¡Ni un solo invitado está a la altura del gigoló para dirigir un cotillón y organizar una zarabanda! El gigoló conoce los gustos, las manías, los vicios de sus amantes pasajeras: las estudia, las analiza, las halaga; ¡las satisface!... Sabe descubrir las flores, los perfumes, los caramelos favoritos de esas damas, y, en caso de necesidad, él las induce a realizar hallazgos: fue él quién inventó el lagarto vivo retenido en la blusa por una cadenita de oro, y la pequeña tortuga, cuyo caparazón adornado de rubís y de esme- raldas, está engastado en un brazalete de esmalte… El gigoló es alegre, espontáneo, nunca banal, y aunque es amigo de todas las damas, establece distinciones entre una marquesa, una actriz, una casquivana y una lavandera: todas son mujeres, todas tienen derecho a un mismo respeto y a un similar amor, ¡pero cada una
  • 26. 26 pide un trato especial! Feliz, el gigoló envejece con sabia lenti- tud: A los cuarenta años, a los cincuenta, todavía brilla en el cielo de la galantería parisina, y cuando a sus cualidades morales tan apreciadas por el bellos sexo, une un amable físico y un títu- lo de marqués, –tal es el caso de nuestro amigo de Artaban–, todas las mujeres son suyas… ¡No hay más que agacharse para cogerlas!… ¡Ellas lo piden, ellas lo quieren! Y el director de las Fantasías Parisinas terminó en estos términos la apología de Artaban: –¡No confundir al Último Gigoló con un chulo! Etienne Delarue y Henri Nérac masticaban sus cigarros, y se dirigieron a la sala de juegos; el notario Bazinet empujó su periódico y, dispuesto a seguirlos, preguntó a Victor La Temple- rie con voz demasiado prudente para ser natural: –¿Vos creéis que el Sr. de Artaban no se vanagloria de su relación con vuestra pensionistas? –¿Con Blanche Latour? ¡Desde luego que no! Pero, ¿qué es lo que eso puede importaros, querido notario? El notario adoptó un aire despreocupado: –¿A mí? ¡Oh! ¡Nada! ¡Absolutamente nada! Y entró en la sala, ya llena, donde acababan de precederlo el oficial y el poeta, y donde el Sr. Jacques Le Goëz estaba en la mesa de juego. Sentado en su sofá, Jacob Neuenschwander reía a mandí- bula batiente: –¡Esta sí que es buena!... ¡En la calle de la Boëtie, van a acontecer historias muy divertidas! –¿En honor a quién, Jacob? – preguntó Victor. –¿Os habéis dado cuenta de la cara de los tres tipos que acaban de irse? –No, ¿por qué? –Esos tres, junto con de Artaban, forman la escala propor- cional de los enamorados: ¡Mantenedor, puteros y gigoló! Ahora bien, el mantenedor, el hombre serio, aquél que suelta la pasta a las grandes lánguidas y que los criados llaman «Señor», es el notario Edgar Bazinet…
  • 27. 27 –No es posible… –¡Así es! Los puteros, según el vocablo original, creado y puesto en circulación en el bulevar por vos mismos, La Temple- rie, son esos dos pobres diablos de Delarue y de Nérac que se desangran por dar a la diva, uno ciento cincuenta y el otro dos- cientos francos, al mes... Y no son los únicos; hay todavía otros puteros que colaboran con los mismos precios en el manteni- miento de Blanche Latour… –¡Nada menos que cuatro! – exclamó el promotor del Triunfo de Venus; ¡mi pensionista, va bien! –¡Blanche es una mujer práctica, y no ignora que los pe- queños riachuelos humanos forman los grandes ríos… de di- amantes! –¡Oh! ¡todo el mundo la conoce bajo ese aspecto! –En cuanto al Gigoló, el marqués Achille de Artaban, el capricho efímero de Blanche, se acuesta gratis con ella, pero le envía ramos de diez luises y la invita a cenas de quince. ¡Muy selecto! ¡Pero para la hucha, eso no cuenta! Victor miró bien de frente al joven banquero judío: –¡Sapristi! Mi querido Jacob, ¿de dónde obtenéis todos esos detalles? –Después de haber sido el amante de Blanche, me he con- vertido en su amigo y agente de negocios… Le coloco su buena pasta; mantengo sus libros contables, pero no existe entre noso- tros la más mínima relación amorosa… –¿Cómo?... ¿Nunca? –¡Jamás! – dijo alegremente el usurero de esas damiselas– ¡El mantenedor no quiere, el putero no se digna, el gigoló no puede! De vez en cuando, un tumulto procedía de la gran sala de juegos, un ruido de sillas moviéndose, de llamadas de nombres: el príncipe Dimitri Vorontzow y Jacques Le Goëz jugaban en las mesas del bacarrá y en concreto en la llamada «La Escuela de los Puentes». Un crupier ululaba: –Caballeros, hagan sus apuestas… –¡Tres luises! – dijo con voz tímida Henri Nérac.
  • 28. 28 –¡Cuatro! – añadió el lugarteniente Delarue. –¡He aquí a los puteros que se embalan! – dijo sardónico Jacob Neuenschwander – ¡Probablemente la diva los ha amena- zado con no recibirlos si llegan con las manos vacías! –¡Pobres puteros! – suspiró cómicamente el director de las Fantasías Parisinas. La banca de «La Escuela de las Puentes» había sido adju- dicada por seis luises a Nérac, y más allá, entre una amalgama de levitas negras y esmóquines, el príncipe ruso y el banquero francés apostaban quinientos y mil luises. Le Goëz, muy rojo, llegaba al salón de lectura, estrechan- do entre sus brazos y contra su pecho, una bolsa repleta de fi- chas de marfil, de fichas rojas y blancas, de luises de oro y de billetes de banco. Se sentó ante una mesa y desplegó sus riquezas para con- tarlas. Victor La Templerie y Jacob Neuenschwander le felicita- ron por su buena racha y se dirigieron a la sala de juegos donde apostaron contra el atamán de los Cosacos. El banquero Jacques Le Goëz que, desde su ruptura con Cloé de Haut-Brion se había «rehecho» de sus audaces especu- laciones, ordenaba su tesoro mediante pequeños montones regu- lares, cuando una mano se posó familiarmente sobre su hombro. Jacques reconoció al vizconde de La Plaçade que le sonre- ía; vivamente recogió los billetes, el oro, las fichas y las metió en su bolsillo. Arthur se echó a reír: –¡Oh! no tengáis miedo, hombre… ¡No tengo ninguna in- tención de sablearos!... ¡Os he visto y he venido a saludar a mi amigo! –¿Cenáis en el círculo, conmigo? –No, gracias, le Goëz… Ceno en casa de lady Fenwick… Vamos a evocar nuestro admirable crucero por el Mediterrá- neo… El rostro de Le Goëz se ensombreció: –¡No me habléis nunca más de Lilas!... ¡Está más muerta para mí que la pobre Eléonore!
  • 29. 29 Y, exhalando un profundo suspiro: –He aquí una que se puede jactar en el otro mundo de haberme causado bastantes problemas, y de causármelos todavía hoy. –¿Todavía hoy? – Interrogó el bello Arthur, con una cierta inquietud – ¡Creía el caso cerrado! –Para el juez de instrucción Crudière, tal vez… no sé nada o más bien, dudo… pero el otro día, recibí la visita de un caba- llero que me propuso investigar, mediante previo pago, al famo- so rubio, el asesino de mi esposa… –¿Y vos aceptasteis? –¡Claro… era mi deber! –¡Algún miserable timador que os quiere sacar dinero! ¡Desconfiad, Le Goëz, desconfiad! –¡Oh! ¡No arriesgo nada! Salvo un ligero anticipo, no de- bo pagar excepto que la investigación tenga éxito… –¿Dónde vive ese individuo? –Este es su nombre y su dirección. Jacques extrajo de su cartera una tarjeta de visita y la en- tregó al vizconde de la Plaçade: –¡Tomad! El rufián en levita tomó la tarjeta y leyó: THÉODORE DARDANNE Antiguo Inspector Principal al Servicio de la Sûreté. INVESTIGACIONES INTIMAS MISIONES Por las mañanas, de 8 a 11 horas. 7 bis, calle Montorgueil, Paris. Arthur parecía muy turbado; iba a responder y aconsejar a Jacques que enviase a paseo al policía con sus «Misiones», pero
  • 30. 30 un criado de antesala entró en el salón de lectura y dijo a La Pla- çade: –Señor vizconde, en el Salón de los Extranjeros hay dos caballeros que desean… –¿Os han dado sus nombres o entregado sus tarjetas? –No, señor vizconde. –Habéis cometido un error no exigiendo las tarjetas o los nombres… –El señor vizconde me disculpará… Soy nuevo… Ignora- ba… –¡Está bien! Ya bajo… Y dijo al banquero del bulevar Saint-Germain, que a ningún precio quería abandonar desde que acababa de conocer la intervención del policía Dardanne: –¿Venís, Le Goëz?... Voy a excusarme mediante un tele- grama con los Fenwick, y os invito a cenar al Egipcio… Ense- guida me desharé de esos importunos… –Os sigo, vizconde… Dadme unos minutos para intercam- biar mis fichas… En el momento en el que Le Goëz entraba en la sala de juegos, un estallido de voces brotó en la Escuela de los Puentes: todos los jugadores, sentados o de pie, con la mirada inflamada, amenazaban a Henri Nérac: –¡Habéis cambiado el corte! –¡Sí, habéis puesto las cartas unas sobre torras!... –¡Lo he visto perfectamente! –¡Yo también! –¡En la otra banca ha hecho lo mismo ese pajarraco!... ¡No es de extrañar que gane!... –¡Sí, pero que entregue el dinero! Blanco como un muerto, el joven poeta esteta se defendía: –¡No soy un ladrón! ¡Me he podido equivocar, pero no he destruido voluntariamente el corte! –¡El dinero! ¡el dinero! ¡Qué se le registre!
  • 31. 31 Muy serio, en su chaleco marrón florido de amarillo con la cinta y la medalla militar, uno de los comisarios de juegos inter- vino: –¡Calma, caballeros!... ¡Os lo ruego, calma!... ¡Todo se va a explicar!... Se discutió sobre el robo o el error. El Sr. de La Plaçade y el Sr. Le Goëz vieron el fin de esta escena que se terminó mediante la expulsión de Nérac. En el giro de la escalera de mármol, en el umbral del Salón de los Extranjeros, el vizconde y su compañero se encon- traron en presencia de dos hombres, aburridos de esperar; y, lleno de angustia, el chulo en levita distinguió las figuras de Ernest Lassagne llamado el Rizos y de Charles Romanel llama- do Llega al Pie. Vivamente, Arthur dijo a Jacques: –Id delante, Le Goëz… ¡Me reúno con vos en el Egipcio! Los dos visitantes juzgaban la ocasión demasiado buena para no aprovecharla. Con voz ronca, el Rizos dijo: –¡Oh! ¡podemos charlar muy bien de nuestro negocio de- lante del Sr. Le Goëz!... ¡No hay secretos! El asesino estaba verde; el marido de la difunta Eléonore interpeló a los dos hombres: –¿Cómo, caballeros? ¿Me conocéis? –El señor vizconde acaba de pronunciar vuestro nombre – dijo Romanel; – y, además, hemos tenido en una ocasión la oportunidad de presentarnos por negocios en vuestro banco del bulevar Saint-Germain. –E incluso – añadió Lassagne – hemos tenido el honor de encontrarnos allí con el Sr. de La Plaçade... ¿Os acordáis, señor vizconde? Arthur balbuceó: –Sí… sí… en efecto… creo… me parece… El Rizos le envió una mirada de desdén, y dirigiéndose al otro personaje:
  • 32. 32 –Debo deciros Sr. Le Goëz, que mi colega y yo somos marchantes de curiosidades: veníamos a proponer una ocasión al Sr. de la Plaçade… ¡Oh! el señor vizconde es un aficionado y nos disculpará por haber venido a importunarlo en el círculo… Tal visita no forma parte de nuestras costumbres… Pero ¿qué queréis? Tenemos comprador para esta noche, a buen precio, y como el Sr. vizconde de la Plaçade es uno de nuestros mejores clientes, queríamos darle preferencia respecto de dos objetos que él desea… desde hace mucho tiempo… Y, al aristócrata: –¡Y bien, señor vizconde, vos decidís finalmente si nos compráis nuestro puñal artístico… y nuestra raro autógrafo!... ¿Queréis verlos aún?... Los llevo conmigo… –¡No… no… no hace falta! – dijo La Plaçade, con voz ca- si ininteligible – Pasad por mi casa, mañana temprano en la calle de Atenas… Llega al Pie dijo: –¡Oh! ¡no os esforcéis en darnos placer, señor vizconde!... Si no queréis nuestras curiosidades, estoy seguro de que al Sr. Le Goëz le interesará, sobre todo si añadimos un certificado de origen!... ¡Nadie puede equivocarse!... Somos personas hones- tas… ¿No es así, Lassagne?... –¡Con seguridad! – declaró el Rizos – ¡No engañaríamos a un pobre gorrión!... ¡Entonces, hasta mañana, señor vizconde! –Sí, por la mañana, entre las nueve y las once… Jacques le Goëz se alejaba para estrechar la mano a uno de sus colegas del Círculo que bajaba de un coche. Lassagne murmuró al oído de la Plaçade: –¿Sabéis?... ¡hace bastante tiempo que esto colea!... ¡No se ha acabado!... Mañana por la mañana, veinte mil francos por las pruebas de vuestro crimen!... sin eso, en nombre de Dios… ¡se armará una buena! Y como el banquero del bulevar Saint-Germain regresaba, Ernest Lassagne y Charles Romanel se inclinaron profundamen- te ante los dos miembros del Cosmopolitan Club.
  • 33. 33 Sobre el bulevar de los italianos, Le Goëz dijo al vizcon- de: –Busco en mi memoria y no recuerdo el rostro de esos ca- balleros… –¡Bah! ¡Habéis tenido tantos clientes de todo tipo! Ambroise, el empleado de los juegos, se reunió con sus colegas: –El vizconde pagará, pero no debéis venir aquí. Podríais perjudicarme. El Rizos y Llega al Pie se divertían: –¡Este viejo Cebolla! –¡El bueno del Cebolla! Romanel propuso: –¿Vienes a tomar un vaso? Pero el empleado de los juegos murmuró: –¡Me necesitan arriba! Y prometió a los visitantes reunirse con ellos la primera noche que tuviera libre, en el Hotel del Conejo Coronado, in- mueble restaurado después del incendio, o en el Café de la Es- peranza o en la Cervecería del Bol de Oro. Mientras se desarrollaban estos incidentes en el Cosmopo- litan Club, la Srta. Latour charlaba, en su recibidor japonés, con un joven de dieciocho años, el número tres de sus puteros. Se llamaba Jules Valadier y ejercía la profesión de segun- do vendedor en un gran almacén de ropa interior de la calle Cua- tro de Setiembre. Era un muchacho tímido y dulce, de ojos azules y tez ro- sada; la diva lo había deslumbrado un día en el que compraba encajes, y desde ese día, el joven enamorado ahorraba incluso sobre su alimentación para obtener los doscientos francos men- suales exigidos por su devoradora amante. Blanche Latour, en un camisón de satén amarillo estampa- do con grandes flores, haciendo juego con los jarrones japoneses del recibidor, aún no peinada, con los pies desnudos en unas babuchas de terciopelo negro, estaba tumbada sobre dun diván de bambú dorado.
  • 34. 34 De rodillas, cerca de ella, el putero cubría de besos la ma- no repleta de sortijas que la diva le abandonaba, y Blanche, con la mirada vaga, permanecía indiferente a las protestas amorosas del pobre Jules; ella pensaba que pronto otro de sus puteros, el pequeño Albert Monjot, pasante en casa del notario Bazinet, iba a llegar al salir del estudio. La diva retiró su mano del abrazo de Valadier y dijo, gen- tilmente: –¡Vamos! Bebé, ¡tienes que irte! –¿Ya? – suspiró el dependiente de encajes. –Sabes que todos los días, a las seis, antes de dirigirme al teatro, recibo a mi maestro de música… Muy dócil, el putero se había levantado: –Dime, Blanche, ¿cuándo me concederás una buena no- che, una noche entera? –Si eres prudente, la semana próxima… Y suspirando: –¡No soy libre, mi Jules! ¡Ah! ¡si fuese libre, ya verías!.... ¡Libre y rica!... Nos iríamos ambos a unas tierras lejanas, como dice el poeta del Triunfo de Venus, ¡y nos amaríamos sin aban- donarnos nunca! Luego, con voz doliente, como si experimentase una tris- teza por algo inevitable: –Hoy es día 15, bebé… ¿Has pensado en mí? –Desde luego, Blanche… He aquí los doscientos francos envueltos en tres metros de «sedas» que me permitirás ofrecer- te… Ella tomó de las manos del enamorado un ligero paquete envuelto en papel de seda, y tras haber verificado el metálico y las telas: –¡Eres un cielo, Jules!... ¡Vamos, querido, da un besito a tu Blanchette, y vete! El putero salía por una puerta que se abría a la gran escale- ra; la diva lo llamó: –¡No! ¡No! ¡Por ahí, no! Ese es el camino de «mi se- ñor»… Tú, el amado, por la escalera de servicio!
  • 35. 35 Valadier gruñó: –¡Tu señor! ¡Tu señor!... ¡Ah! ¡Me gustaría mandarlo al diablo! –¿Acaso estás en disposición de darme ochenta mil fran- cos al año? –¡Por desgracia, no! –¡Entonces cállate y permanece a la altura! ¡Tienes el rol que te corresponde!... Él se alejó, y la cabeza rubia de Jenny, la camarista, apare- ció entre las hojas entreabiertas de una puerta: –¿El Sr. Valadier ha partido, señora? –Sí, hija mía. –¿Puede entrar el Sr. Albert Monjot? –¡Naturalmente! Entonces, Monjot, uno de los pasantes del notario Bazinet, hizo irrupción en el recibidor. Ese putero notarial no se parecía en nada al tímido em- pleado de ropa interior. Pequeño, moreno y rizado, vestido a la última moda, el pasante tenía una audacia inimaginable y quería rentabilizar bien su dinero. Entre dos besos, él observó: –Señorita Latour, ¿sabes que podría decir como Luis XIV: ¿He tenido que esperar? –Estaba con mi maestro de música… –¿En serio? –¿Lo dudas? –¡Oh! no, ¡en absoluto! Sé que aparte del Señor Bazinet, al que respeto y tolero, no me tienes más que a mí… y… tu me amas, ¿verdad?... Amas mucho a tu pequeño Monjot que escribe piezas de teatro, bajo el seudónimo de «El Pasante» – tu peque- ño Monjot que se convertirá en un gran autor dramático… –¡Eres tonto! –Tú me amas… Demuéstralo… dilo…. ¿quieres? El avanzaba con los brazos tendidos, la boca en forma de corazón; ella le rechazó: –¡Nada de tonterías, Albert!
  • 36. 36 –¡Te apuesto cien centavos que esperas a mi querido y honrado patrón, el Sr. Bazinet, el importante, el positivo, el ma- jestuoso maestro Bazinet! Bruscamente, Blanche Latour le puso una mano en los la- bios: –¡No pronuncies ese nombre aquí, donde todo el mundo debe ignorarlo! –Y yo lo ignoraría como los demás si no hubiese pillado al notario!... Buena idea que ha tenido el patrón de enviarme a tu casa, hace dos meses, para hacerte firmar una acta! ¡Oh, impru- dente oficial ministerial! Más serio, extrajo de su bolsillo una cartera de filigrana plateada brillante de monedas de oro a través de las mallas: –Hoy, 15; ¡ciento cincuenta francos!... ¡Albert Monjot, siempre exacto, siempre correcto!... –¡Deja eso sobre la chimenea! –¿No lo cuentas? –No, tengo confianza. El pasante lanzó hábilmente la bolsa en un joyero, y preci- pitándose hacia la diva: –¡Por esas buenas palabras, te como!… ¡Sí, te devoro!... Ya la tomaba entre sus brazos, y labios contra labios, la inclinabas mitad risueña, mitad resistente, sobre el diván, cuan- do sonó el timbre en la antesala. Blanche, que quería alejar al enamorado, gritó, fingindo estar aterrorizada: –¡Es el Señor Bazinet! ¡He reconocido su forma de llamar al timbre! Monjot ejecutó un salto hacia atrás: –¡El patrón! ¡Diablos! –¡Lárgate, mi pequeño Albert, lárgate!... –¿Por dónde? Con gesto gracioso, la pensionista de Victor La Templerie le mostró la puerta por la cual, un instante antes, Jules acababa de desaparecer: –¡Salida de los artistas!
  • 37. 37 Albert tomó su sombrero y murmuró: –¡Hasta mañana, Blanchette! Pero no fue Edgard Bazinet quien apareció, sino Henri Nérac, el poeta esteta, con el rostro deshecho, los brazos temblo- rosos, los ojos llenos de lágrimas: –¡Ah! Blanche! ¡Oh, mi adorada! – gimió – ¡Oh, mi ído- lo!... ¡Soy muy desdichado! ¡Acaba de acontecerme una aventu- ra espantosa!... ¡Me han expulsado como una escoria, como un ladrón, del Cosmopolitan Club! –¿Y por qué? – preguntó con voz tranquila, la diva, cuya alma, como se ha visto en otras circunstancias, no se enternecía más que débilmente con las desgracias del prójimo. –¿No me regañarás?... ¿No me echarás?... –¡No, pero habla! ¡Me intrigas! Entonces, entre sollozos, el putero contó que, siempre de- seoso de entregar a Blanche los cien francos mensuales y no habiendo recibido más la ayuda de su familia, había arriesgado sus seis últimos luises ahorrados… Estaba en racha, y en su ale- gre emoción, cambió el corte de la baraja… Se le había insultado, casi golpeado y expulsado como un perro. Y, trágico, añadió: –¡Blanche, si tú no quieres recibirme más, vendré a desce- rrajarme el cráneo ante tu puerta! –¡Eso no estaría bien! – estalló la actriz de las Fantasías Parisinas – No me gustan las dramas… Y si debes matarte, ve a un hotel o a los baños, pero no en mi casa, o en mi puerta, en mi casa no quiero, ¿entiendes Henri? ¡No quiero! En su dolor, el poeta esteta no observó lo que había allí de egoísmo y de crueldad por parte de la Srta. Latour, y farfulló: –No tengo dinero hoy 15. En el Circulo me han registrado, me han quitado todo, pero tendré la pasta uno de estos días… ¿Me permites regresar, Blanche? –Sí… cuando tengas la pequeña mensualidad… ¿Por qué has venido? …¡Hoy no es tu día!... Nérac se lamentaba:
  • 38. 38 –¡Soy tan desgraciado! Ah! Blanche, ¡déjame convertirme en glorioso y rico! Espera a que mis versos triunfen en la Come- dia Française o en otra parte… ¡Verás como te cubriré de oro! –¡Cuento con ella, mi perro azul!... ¡Mientras espero, lárgate! Ella lo empujaba hacia la puerta y le murmuraba aún: –¡Dime que me quieres!... ¡que me perdonas! –Está claro. ¡Te perdono!... Pero nada de bromas… con tus tontas ideas de suicidio… aquí… en mi casa… Y el lírico putero se fue de casa de la diva, un poco conso- lado de su desaventura del Círculo. Ahora bien, Blanche Latour no había acabado esa noche con sus enamorados; algunos instantes después de la marcha del poeta, Etienne Delarue, lugarteniente de zapadores, del que no era el «día», llegó para hacer una escena, a propósito de las re- velaciones del marqués de Artaban. El joven oficial quería sacar todo a la luz, destrozar todo, y, antes de provocar al aristócrata, venía a pedir una explicación a su amante. La Srta. Latour, con su picardía habitual, no tuvo escrúpulos en disculparse con una mentira; amenazó a Etienne con echarlo si levantaba el menor escándalo, y lo puso en la puerta tras haber recibido de él sus doscientos francos mensuales. La Srta. Latour, desde que el cuarto putero se hubo aleja- do, fue a buscar en un pequeño secreter, japonés como el resto del mobiliario, un cuaderno de cuero de Rusia, con cierre de oro, lo abrió por la columna de las recetas y escribió: 15 de enero de 1894 De J.V. 200 francos De A.M. 150 De H.N. (memoria) De E.D. 200 francos De M. Edgard 7000 francos
  • 39. 39 Total 7550 fran- cos. Una vez puestos sus libros en regla, la actriz pasó a su habitación para acostarse y se hizo desvestir por Jenny. Era bue- no para los puteros como Jules, Albert, Henri y Etienne (incluso para el Último Gigoló que no detestaba el desaliño) un camisón de satén rosa, las babuchas de terciopelo negro y la cabellera tormentosa, pero para el Sr. Edgard, presidente del Colegio de Notarios, administrador de la Caja de Ahorros, teniente de alcal- de de su distrito, y oficial de la Legión de honor, hacía falta más decoro, y el Sr. Edgard, exacto como un reloj iba a venir a cenar. A las siete en punto, la puerta del gran salón, donde hacía algunos minutos que esperaba Blanche, se abrió de par en par y el mayordomo del palacete anunció: –¡El Señor Edgard! El notario fue a besar la mano de la actriz, y, al anuncio de «La Señora está servida!» él le ofreció el brazo y ambos entra- ron en el comedor. Durante la comida, todo transcurrió con una corrección absoluta. Pero, una vez los cafés y los licores servidos, mayor- domo y criados se alejaron, y la Srta. Latour exclamó, alegre: –Ahora, dejemos la etiqueta, ¿de acuerdo, mi gran perillo? De ordinario, era la hora en la que el burgués se desprend- ía del serio oficial ministerial y se revestía con la piel del ena- morado; Bazinet se volvía divertido y se complacía con las his- torias divertidas de su amante; él las saboreaba como una am- brosía; se bababa con ellas y relamía exaltado con la idea que tenía para el solo, a esa mujer que, en un momento, iba a desen- cadenar en las Fantasías Parisinas, los deseos de un millar de hombres! Pero, esa noche, Edgard, muy serio, atacó: –¿Conoces al marqués de Artaban? Blanche le miró, pero nada en la fisonomía del oficial mi- nisterial indicaba la tempestad, y ella respondió con una sonrisa:
  • 40. 40 –Todas las mujeres del teatro, un poco célebres, conocen más o menos al Último Gigoló! –¿Sabes lo que dijo, ante mí, en el Círculo, ese caballero? –¿Cómo quieres que lo sepa? –Dijo que tú eras su amante… que se acostaba contigo cuando quería… y que se acotaría esta misma noche. –¿Y tú te lo has tragado, Edgard, sin rechistar? –Mi situación de hombre casado, de padre de familia, y mi situación profesional, así como mi roseta de la Legión de honor me prohibían la menor alusión a nuestros amores… ¡Hervía pero me he tenido que contener! La diva estalló en risas: –Tu situación de hombre casado, de padre de familia, es respetable, pero tu dignidad profesional y tu roseta de La Legión de honor, ¡ah! mi gran cordero blanco, me diviertes, y yo daría una imagen para que tu clientela de la aristocracia se escondiese en un pequeño rincón, y que pudiesen admirarte en nuestras no- ches de juerga! –¡Blanche!–gruñó el notario. Ella reía más con más ganas y continuaba: –¡Me imagino desde aquí tu expresión, en el salón de lec- tura!.... ¿Escuchar decir a la cara que uno es un cornudo y no poder responder?... ¡Eso sí que es divertido! –Entonces, ¿es cierto? – tronó el oficial ministerial. –¿Cierto, lo qué? –Que te acuestas con ese… de Artaban? –¡Claro que no, bebé, es falso!... ¡Es una mentira! El Último Gigoló presume y toma sus deseos por realidades! –¿No me engañas? –¡Bah! –¡Bah, no es una respuesta, Señorita! –¡Bah! ¡Bah! ¡Bah! –¡Si me entero de la menor de las cosas en relación con vos, os abandono! Blanche le dijo en sus narices:
  • 41. 41 –Yo no soy culpable, y si me abandonáis, diré al Último Gigoló, que lo repetirá entre vuestras clientas, marquesas y du- quesas, la manera en la que bailamos juntos la danza del vientre! ¡Eso es todo! –¡Callaos, Señorita! – articuló, lleno de dignidad, el nota- rio de la calle Royale. –Y si no me creen, – añadió la diva de las Fantasías Pari- sinas,– mostraré tu fotografía…. de Adán… conmigo… sobre tus rodillas, de Eva... ¡Esas máquinas hablan! Ella se levantó; él preguntó: –¿Y bien? ¿Marchas? ¿Adónde vas? –Con todas tus tonterías, harás que llegue tarde a mi tea- tro!.... No hay nada cierto en tus historias del Último Gigoló! ¡Nada! ¡Nada!... De Artaban ha tenido la piel!... ¡Seguirá te- niendo la piel! ¡la piel! ¡la piel!... Y saltando al cuello del notario: –Vamos, tontito, ¿una risita? ¡Solo te amo a ti! Esa misma noche, se realizaba la novecientos representa- ción del Triunfo de Venus, en el teatro de las Fantasías Parisinas. El estreno había tenido lugar el 20 de mayo de 1891, y, sin contar el mes de vacaciones, habrían llegado más allá del millar. Todo el personal, hombre y damas en trajes nuevos, estaba al completo con Blanche Latour, la Cría-Reseda, Mathilde Ro- main, Célestin Buvard, los demás actores y actrices de la pieza, las coristas, los vendedores, periodistas, autores, puteros y man- tenedores de varias de esas señoritas; al entreacto del “Tres”, los corchos saltaron, el champán salió de las botellas para ser verti- do en los cascos de oro, y Victor La Templerie, subido sobre una de las banquetas de terciopelo rojo, en una apoteosis de glo- bos eléctricos, levantó su copa hacia sus valientes artistas que ninguno había faltado a su deber, desde los tiempos ya lejanos del estreno, y a los autores geniales de la obra maestra, ¡hoy nueve veces centenaria! De repente, se elvó un clamor, y la alegría se volvió deli- rio; Jeanne gritaba: –¡El Último Gigoló! ¡Aquí llega el Último Gigoló!...
  • 42. 42 El marqués Achille de Artaban acababa de entrar; avanza- ba en frac negro florido con una camelia rosa, corbata y guantes blancos, la mirada voluptuosa y la sonrisa en los labios. Iba seguido de un criado, vestido de verde, cinturón de cuero, tocado con un sombrero, cargado de paquetes y flores. Todas las actrices rodearon al caballero, gesticulando y piando: –¡Marqués, mis caramelos! –¡Aquí están, divina mía! –¡Marqués, mis rosas de Niza! –¡Toma, querida! –¡Achille, mi amuleto! –¡No lo he olvidado, encanto! –¡Achille, mis violetas de Parma! –¡Aquí las tienes, adorable pelirroja! –¡Mis orquídeas!... ¡Mis bombones! ¡Mi novela cómica! ¡Mi brazalete!... ¡Mis guantes!... ¡Mi cerdito de oro!... ¡Mi caja de lilas!... ¡Mis mandarinas!... ¡Mis frutas escarchadas!... ¡Mi tarjeta de baile!... ¡Mi tortuga esmaltada!... –¡Aquí! ¡Aquí! ¡Aquí! Risueño, tomaba sucesivamente los objetos de los brazos del criado y los distribuía con un elogio y una caricia para cada una. La Cría-Reseda le enviaba miradas, con una idea de amor que ella no sabía incestuosa. –¡Señor Último Gigoló, me gustaría ser tu gigoleta! Él ponía los pies en la tierra a su hija ignorada: –¡Se prudente! ¡Tu director te mira! –Me importa un pimiento ese pez. Sin embargo, el Último Gigoló quería a la Srta. Latour; y, a la salida de las Fantasías Parisinas, la llevó en un coche del círculo, hacia su apartamento, aún vestida con su traje de Cupi- do y envuelta en cálidas pieles. Por la mañana, el Sr. de La Plaçade recibió en su casa de la calle de Atenas, la visita del Rizos y de Llega al Pie; gracias a
  • 43. 43 lord Fenwick, les entregó una buena suma, y los malhechores le prometieron, aparte de discreción sobre el asesinato de la Sra. Le Goëz, una ayuda leal en sus nuevas empresas. III LA AGENCIA DE LA CALLE MONTORGUEIL El antiguo inspector principal de la Sûreté, Théodore Dar- danne, abandonaba todos los días, muy temprano, su apartamen- to de la calle Boursault y se dirigía a la agencia de investigación que dirigía en la calle Montorgueil, cerca de los Halles- Centrales. Ahora bien, esa mañana, como de costumbre, penetró en su despacho y, tras haber despachado una voluminosa corres- pondencia, abrió la puerta que daba a una gran estamcoa y llamó: –¡Grelu! El hombre interpelado, uno de los funcionarios de la agen- cia, acudió a recibir las órdenes del amo. Era un joven de veintiocho a treinta años, robusto y sólido, con el rostro afeitado, al estilo de los actores, la fisonomía son- riente, el cabello oscuro muy duro, cortado en brocha, y la ex- presión variable de sus ojos revelaba el instinto de un policía de buena escuela. Se plantó ante Théodore y esperó a que el jefe lo interro- gase, pero, el antiguo inspector, hundido en la lectura de una carta, parecía ignorar la presencia del subalterno. –¡Hum! – dijo Grelu, para llamar la atención de Dardanne. Théodore, sentado en su escritorio, miró al empleado: –¿Tal vez quieras un ascenso, Anastase Grelu? –¡Caramba!.... jefe… –¿Y probablemente, una gratificación? –Que sería muy bienvenida –murmuró el joven – La vida es cara en París, y los menores placeres requieren grandes dis- pendios.
  • 44. 44 –¡Grelu, abusa menos de las mujeres – observó Théodore, y equilibrarás deudas y gastos! En cuanto a tus sueños, hablare- mos de ello más tarde… De momento, escúchame… –Soy todo oídos, Señor Dardanne. –¿Te has puesto en contacto, como te lo había pedido, con Patrice Combescot y Arsène Roumy, encargados por la Prefec- tura de investigar al conde Lionel de Esbly? –¡Sí, patrón, los he encontrado en las carreras a ambos! ¡Los he engañado! ¡Lo cierto es que no son listos!... ¡Unos flo- jos! –¿Tú crees? – dijo con irónica sonrisa el antiguo inspector principal. –¡Estoy seguro de ello! –Y esos flojos, ¿qué te han revelado? –Que el conde Lionel, después de su evasión de la prisión central de Poissy, se ha dirigido inmediatamente al castillo de Esbly, junto a su madre, y que, de allí, partió para embarcarse en el Havre y llegó a Noruega donde ejerce, en Chrisitiania, su pro- fesión de médico. –¿Así, tranquilamente? –¡Por lo que parece, sí! –Sin que se haya pensado en solicitar la extradición, pues tenemos tratado de extradición con Noruega… –Esos caballeros han sido mudos al respecto… –¿Y entonces ya no se ocupan de investigar al conde? –¡Jefe, sabéis tan bien como yo, que un auténtico policía siempre investiga! Théodore se levantó, y golpeando amistosamente en el hombre de Anastase: –¡Mi pobre Grelu, a pesar de tu finura, has topado con dos zorros astutos y has sido tú el engañado! –¿Yo, Señor? –¡Sí, muchacho! ¡Mira, escucha! El antiguo inspector de la Sûreté tomó la carta que antes examinaba en presencia de su funcionario y leyó en voz alta:
  • 45. 45 «Querido y antiguo colega, «En la próxima ocasión, que desees sacar información al bonachón de Patrice Combescot y al ingenuo Arsène Roumy, sería bueno utilizar a un individuo más experimentado que el señor Anastase Grelu. «Con otros colaría, pues reconcemos las cualidades de ese joven, pero con viejos zorros, tales como nosotros, jamás. «¿Qué diablos de interés podéis tener al ocuparos del con- de de Esbly?.... ¿Acaso por casualidad, marcháis en el mismo sentido que la Fiscalía?... Si es así, más valdría entendernos. Venid una de estas noches al Café del Comercio, que, lamenta- blemente ya no frecuentáis desde que dejasteis el Cuerpo. Estar- íamos encantados de estrecharos la mano.» Dardanne añadió: –Está firmado por Patrice Combescot y Arsène Roumy. Y volviéndose hacia su empelado: –¿Estás ahí, Grelu? –Estoy jefe… Reconozco mis errores y la superioridad de esos caballeros… Sin embargo yo estaba admirablemente camu- flado… –¡Uno nunca está bien camuflado, cuando se le reconoce! –¿Me permitís una reflexión, Señor Dardanne? –¡Adelante! –Me parece que para ser hombres superiores, los Sres. Combescot y Roumy no han sido hábiles al escribiros. –¿Crees eso? –¡Claro! ¡Os ayudan en vuestra investigación!.... –¡Eres tú quién los ha despertado, Grelu! Gracias a tus torpezas no ignoran, que me ocupo del asunto de Esbly, pero no saben que qué sentido, ni a título de qué, y como no han descu- bierto aún el refugio del evadido, esperan verme cometer un error… ¡Felizmente, soy menos joven que Grelu y no me pi- llarán mis antiguos compañeros de la Prefectura!
  • 46. 46 Pero al ver que el ayudante estaba desolado por su error, él lo tranquilizó amablemente: –¡Vamos, Grelu, vamos, Anastase, consuélate, muchacho! Los mejores capitanes han perdido batallas… Yo te he juzgado en otros empresas y eres, entre los jóvenes, uno de los mejo- res…. Los señores Combescot y Roumy acaban de ganar una batalla… Nosotros ganaremos otras… ¡y la guerra!... Hablemos de otras cosas… ¿Has pasado por el bulevar Saint-Germain? –Sí, jefe. –¿Y qué tal el señor Le Goëz? –El Sr. Le Goëz está muy ocupado… No vendrá, pero ha encargado a alguien que lo reemplace… –¡Bueno!... ¡Ya veremos! Sonó el timbre de la puerta de entrada, y, de inmediato, un individuo mitad criado mitad empleado que se mantenía en la antesala, anunció al jefe que un caballero deseaba hablarle. Grelu regresó a su despacho y el director de la agencia or- denó introducir al visitante. El Sr. Edgard Bazinet avanzaba, vestido de marrón, tocado con un sombrero de fieltro gris, y sin la menor huella de la rose- ta de la Legión de honor en el ojal de su abrigo. El notario parecía intimidado, y, bajo la mirada variable y escrutadora del ex policía, se turbó todavía más: –Caballero, – dijo – he sabido que aceptáis misiones y os ocupáis de investigaciones en interés de las familias, y… y… y… vengo… Dardanne, inclinado, mostró un asiento: –¡Siempre a vuestro servicio, señor… ¿señor? –Señor Edgard. Y el visitante, sentado en un sofá: –Cuando digo «misiones» o «investigaciones», empleo expresiones generales pues, en esencia, se trata de una vigilan- cia. –¿Conyugal? –No… extra conyugal.
  • 47. 47 –¡Esa es una de las ramas de mi negocio! – dijo Théodore, con su más graciosa sonrisa… ¿El señor es hombre de ley… abogado… o notario? El Sr. Edgard se sobresaltó: –¿Notario, señor?... ¿Por qué? –Porque acabáis de emplear un término ignorado fuera de los gabinetes y los estudios… El mantenedor de Blanche Latour había preparado todo un plan a fin de ocultar su identidad, pero se rindió ante ese diablo de hombre que utilizaba para sus conjeturas, un simple término leguleyo, y dijo francamente: –Bien, sí, caballero, soy oficial ministerial. Théodore, sin demasiada ironía, le respondió: –Os agradezco esta prueba de confianza, señor Bazinet. –¡Pero… bueno! ¡Me conocéis! – gruñó el visitante. –Sí, tengo ese honor, y saludo en vos a uno de los notarios más inteligentes, trabajadores y honrados de París… ¡Querido maestro, podéis confiar en mí! ¡Todo lo que se escriba, todo lo que se diga, todo lo que pase en la agencia de la calle Montor- gueil es tan secreto como las minutas de vuestro ilustre estudio de la calle Royale! Casado, padre de familia y hombre honesto, el Sr. Edgard intentaba enmascarar sus amoríos adúlteros: –No vengo a vos por mi propia cuenta… sino… a ruego de un amigo… de un cliente… –¿He creído escuchar que se trataba de una vigilancia? –Sí, eso es, de una vigilancia. –Un marido que tiene dudas sobre la fidelidad de su espo- sa y desearía, antes de tomar medidas, certeza, ¿no es asi? –El amigo… el cliente que me envía es… ¿cómo diría? El protector de una de las más bonitas mujeres de París… de una actriz… de una diva… –¿Y teme ser? – dijo, riendo el ex policía. –¡No del todo!... pero en fin, vos ya sabéis… para estar seguro… en sus relaciones íntimas…
  • 48. 48 –Él quiere hacer… seguir a la señorita… ¡Nada más senci- llo!... Nosotros aquí somos muy expeditivos en estos casos ga- lantes, y, en veinticuatro horas, vuestro amigo sabrá a qué ate- nerse… –No va a escamotear en el precio… –En mi agencia, maestro, los precios se establecen con proporcionalidad, no según las horas de seguimiento, sino según el interés que puede tener el cliente en la revelación de su asun- to. Un marido contra su esposa legítima o viceversa: diez mil francos; – enamorados del uno u otro sexo, en una unión libre consagrada desde tiempo atrás, es decir, un antiguo concubinato, seis mil; enamorados recientes o pasajeros, siempre del uno u otro sexo, cuatro mil por la vigilancia, y este es el caso actual, ¿no es así, maestro? –Sí, señor. –La mitad, el día de las órdenes, y, ad libitum, una gratifi- cación para mis hombres. –Nada más justo; voy a entregaros el dinero… Dardanne tuvo unas palabras amables: –¡Oh! ¡no es por vos, maestro, por lo que comenté esta última clausula!... Haré pasar a alguien por su estudio, uno de estos días… El notario se sobresaltó: –¡No! ¡No! ¡Nada de eso!... Mi cajero y mis pasantes de- ben ignorar esta gestión, y prefiero arreglar la mitad de inmedia- to… –¡Cómo quiera! El Sr. Edgard Bazinet depositó dos mil francos, y, además, diez luises para los ayudantes; Théodore, que acababa de con- signar la suma en un libro contable, tomó una hoja de papel tim- brada con el nombre de su agencia, y preguntó: –¿Cuál es el nombre de la persona en cuestión, maestro? –Blanche Latour. –¿Artista lírica en las Fantasías Parisinas… Domicilio, ca- lle de la Boëtie? –¡Ah! ¿Cómo sabéis?...
  • 49. 49 –¡Sé la dirección de todas las bellas actrices de Paris! Ahora, querido maestro, tendría la amabilidad de decirme si vuestro cliente solo tienen vagos indicios, un simple presenti- miento de… su desdicha, o si sus sospechas tienen una forma precisa… si recaen sobre un amante determinado. –¿Por qué? –Porque con el nombre de la infiel y del amante, nuestra vigilancia, al verse limitada a dos individuos, el control es mu- cho más fácil y el resultado mucho más rápido… a menudo in- mediato… –¡Por desgracia, – suspiró el notario – mi amigo casi tiene una certeza! –¿Y cómo se llama el beneficiario usurpador de esa cuasi certeza? –El marqués Achille de Artaban… Dardanne estalló: –¡Nuestro Último Gigoló! ¡Caray!... ¡Me temo lo peor!... ¡Un Picaflor!... ¡Con fortuna, con titulo, un apuesto gentleman con el que enloquecen todas las mujeres! ¿Queréis que le dé un consejo de amigo, de auténtico amigo, a vuestro cliente? –Sí, señor Dardanne… Dígame el consejo… Se lo trans- mitiré… –En el caso en el que nuestras dolorosas investigaciones desemboquen en la certeza de que la Señorita Latour lo engañe con el Sr. Achille, ¡vuestro cliente debe tener mucho cuidado en provocar al Último Gigoló!... Quizá no tendría la suerte de que- dar tan indemne como un tal La Plaçade… ¡El Sr. Achille es un primer espada, y, a cincuenta pasos, abate a su rival a la orden de disparo! Olvidando su rol de intermediario, el oficial ministerial declaró: –Si mi honor conyugal estuviese en juego me jugaría la vida, pero por una amante a la que pago con creces, ¡me bastaría ceder la plaza y cerrar mi cartera! –Así pues, el cliente… el amigo… –Pues bien, señor, el cliente… el amigo… ¡soy yo!
  • 50. 50 El director de la Agencia afirmó: –Os doy mi palabra de honor, maestro Bazinet, que no tendréis que lamentar vuestra confesión… Por lo demás, desde el comienzo de nuestra entrevista, sabía a que atenerme. ¡No se engaña fácilmente a Dardanne!... ¿En qué lugar y a qué hora del día habrá que enviaros o llevaros el informe? Lo haré personal- mente. –Mañana por la noche asisto al baile de disfraces que dan lord y lady Fenwick, en su palacete de los Campos Elíseos, y probablemente pasaré allí una gran parte de la noche… –Pues bien, querido maestro, si hay novedades os haré lle- gar el resultado de mis gestiones mañana por la noche, ¡durante la velada de lord y lady Fenwick! Y, a un movimiento del notario, dijo: –¡Oh, Señor Bazinet, nada de agencias! Como se dice en los periódicos… ¡Vos recibiréis mi comunicación por vía di- plomática… y diabólica! Théodore recondujo al visitante al rellano del segundo pi- so, y con amplio gesto le mostró una placa de esmalte fijada a la puerta y grabada en letras de oro con esta leyenda: «Celeridad y discreción». –¡Dardanne, – concluyó – jamás ha faltado a su divisa!... ¡Id en paz, maestro! El ex policía observó, durante un instante, el pensativo descenso de Edgard, y, como para regresar a su despacho, atra- vesaba la gran habitación donde sus cuatro empleados trabaja- ban en los documentos y registros, dijo: –¡Grelu, tráeme el fichero!… Anastase siguió al jefe y depositó sobre la mesa una caja rectangular de madera, dividida en secciones, que contenía nu- merosas fichas del tamaño de cartas de un juego de naipes. Una vez solo, el ex inspector principal examinó la ficha relativa a la diva de las Fantasías Parisinas. «LATOUR (Blanche), artista lírica, veintitrés años. Hija de una vendedera en las cuatro estaciones y de padre desconoci-
  • 51. 51 do. Nacida en París, calle Mouffetard. Desde su adolescencia ha llevado una vida de desvergüenza y prostitución clandestina. Corrompida en la Villette por un aprendiz de carnicero, entró en el concierto de los Ternes, y luego en el de la Pépinières, hasta la noche en la que el Sr. Victor la Templerie la observó, hacien- do de ella su amante y la aceptó en su teatro de las Fantasías Parisinas. Sucesivamente mantenida por un diputado, un oficial de marina, un rico inglés, lord Reginald Fenwick, después de haber tenido relaciones amorosas gratuitas con un cierto vizconde de La Plaçade y haberse entregado al Sr. Jacob Neuenschwander, hoy es la amante de un tal «Señor Edgard», cuya honorable per- sonalidad está rodeada de misterio. Ese «Señor Edgard» no le niega nada, y ella le engaña con cuatro jóvenes a los que sablea sin vergüenza. Rubia, bonita y muy voluptuosa, es investigada, desde su éxito en el rol de Cupido (Triunfo de Venus), y, avara, no le basta la gruesa suma del «Señor Edgard» ni las aportacio- nes de los jóvenes, y, para enriquecerse acepta «horas» en casa de la Sra. de Sainte-Radegonde.» Puesto al día por esas revelaciones sobre la diva y empu- jado por sus instintos profesionales, Dardanne quiso conocer la moralidad de los principales amante de la Srta. Latour, de la que acababa de leer los nombres en el dossier secreto de la artista de las Fantasías Parisinas. Ya estaba – se ha visto – muy bien in- formado acerca del «Señor Edgard», el notario de la calle Royal, y quitó de la caja las fichas siguientes: «LA TEMPLERIE (Victor), nacido en 1856, en Amiens, de padres ricos. Buen alumno en el colegio de Amiens, estudian- te de derecho en Paris, soldado en el 25 regimiento de infantería. Bruscamente, se convierte en actor, se arruina en el juego, y, gracias al dinero proporcionado por sus amantes, y especialmen- te por la Sra. de Sainte-Radegonde, obtiene la dirección de las Fantasías Parisinas. A punto de arruinarse, El Triunfo de Venus lo ha sacado a flote. Moralidad más que dudosa. Pasa por explo- tar a las mujeres de su establecimiento.»
  • 52. 52 «NEUENSCHWANDER (Jacob), de religión judía. Dice ser alsaciano, pero es natural de Stettin (Pomerania). Al princi- pio, mercader de gafas en el teatro del Ambigu-Cómico; luego, prestamista en los Halles-Centrales; finalmente, banquero, calle de cuatro de setiembre. Domicilio particular: calle del Bel- Respiro. Ha sido condenado dos veces por usura y una vez por préstamo sobre prenda, en 1877, 1879, 1881. Guapo muchacho, moreno, alto, amable. Mantenerse con él a la defensiva, pues tiene protectores en las alturas.» «FENWICK (Lord Reginald) de Londres. Millonario. Se ha casado recientemente con la Srta. Cloé de Haut-Brion, más conocida en el mundo de las casquivanas bajo el sobrenombre de «Lilas». Ese joven y rubio inglés tiene hábitos de intempe- rancia y libertinaje. Se dice de él que es sodomita.» «LA PLAÇADE (Vizconde Arhtur de ), conocido como «el Bello Arthur» en el mundo de los vividores y «Espejo» en el de las putas del Café Egipcio, el Bol de Oro, y otras casas de tolerancia. De muy buena familia normanda y nobleza indiscuti- ble. Tiene un hermano coronel de dragones en Lunéville. Hom- bre sin prejuicios. Ni sentido moral. Secuestró a la Srta. de Haut-Brion, le prometió matrimonio, hizo de ella su amante, y a continuación la entregó al banquero Jacques Le Goëz, cuando él mismo era el amante de la Sra. Eléonere Le Goëz, cuyo asesino todavía no se ha descubierto. Es novio de la Sainte-Radegonde. Capaz de todo, incluso de un crimen, para mantener su tren de vida e ideas de lujo. Alto, rubio y tan peligroso como apuesto, alegre y amable. Vive de las mujeres, y tal vez de un hombre desde su relación intima y sospechosa con lord Reginald Fen- wick.» Tras haber leído esos informes sobre el vizconde, el ex po- licía se puso muy serio, y murmuró:
  • 53. 53 –¡Alto!... ¡rubio!... ¡Vive de las mujeres!… ¡Secuestró a la Srta. de Haut-Brion!… ¡Capaz de todo, incluso de un crimen!... ¡Me gustaría conocer a ese aristócrata! Mientras volvía a introducir las fichas en sus comparti- mentos, Anastase Grelu entró: –Jefe, ¿deseáis recibir al Señor vizconde Arthur de La Pla- çade? Théodore no podía creer en la repentina realización de su deseo: –¿La Plaçade?... ¿Has dicho el vizconde Arthur de La Pla- çade? –Sí, jefe. –¿Si quiero recibirlo?... ¡Oh! ¡por supuesto, no deseo otra cosa! Ahora, el asesino de Gabrielle y de Eléonore, y Dardanne el investigador, se encontraban frente a frente. El ex policía indicó un sillón al bello Arthur y permaneció en la sombra, mientras que el rostro del otro aparecía a plena luz: así hacen los médicos con sus clientes. –Señor vizconde, estoy a vuestras órdenes – dijo el jefe de la agencia – ¿Qué puedo hacer por vos? La Plaçade quedó un instante sin responder; los ojos de color variable del interrogador brillaban hacia él y le turbaban. Por fin, se decidió: –Vengo de parte del Sr. Jacques Le Goëz… –En efecto, uno de mis ayudantes, enviado por mí al bule- var Saint-Germain, acaba de comunicarme que el Sr. Le Goëz se haría reemplazar por uno de sus amigos al no poder comparecer en mi despacho… –Ese amigo soy yo. –¿Sabéis de qué se trata? –Vos le habéis propuesto ocuparos de ciertas investigacio- nes… Se detuvo ante las inquietantes miradas de Théodore, pero un gesto gracioso del director de la Agencia le dio confianza para continuar:
  • 54. 54 –…. Ciertas investigaciones que tienen por objetivo en- contrar a los asesinos, aún en el anonimato, de su esposa… Théodore sonrió: –Yo no he dicho los asesinos… sino el asesino… pues el crimen lo ha cometido un solo individuo. –¡Es posible! – dijo la Plaçade con tono despreocupado – ¿Y cómo podéis saberlo? –¿Qué el asesino estaba solo?... ¡Es el ABC de mi traba- jo!... Por lo demás, el Sr. juez Crudière compartía esa opinión… –¿Compartía?... ¿Ha cambiado de parecer? Ni un movimiento de la fisonomía del bello Arthur esca- paba a Dardanne, quién respondió, haciendo girar un cortaplu- mas entre sus dedos: –He hablado en pasado, porque el Señor Crudière ha ce- rrado el asunto del bulevar Saint-Germain… Ahora bien, yo lo he retomado… Es una de mis especialidades retomar casos abandonados por la Justicia, y quisiera saber, Señor vizconde, lo que el Sr. Le Goëz os ha encargado decirme. –Más bien soy yo quién os pregunta lo que queréis saber de él, pues fuisteis vos quien le habéis rogado que pasara por vuestro despacho… –¡Correcto, Señor vizconde!... Y bien que me felicito de tener el honor de haberos conocido, aunque lamento que él os haya enviado en su lugar… –¿Por qué? –Por que hubiese sabido antes la buena… o mala noticia… –¡Ah! – dijo, intrigado, el futuro marido de la Sainte- Radegonde – ¿Hay novedades? El director de la Agencia respondió con una gran tranqui- lidad: –¡He encontrado al asesino! El vizconde de La Plaçade tuvo que realizar un gran es- fuerzo y hacer gala de un gran dominio de sí mismo para no delatarse y emitió una única palabra: –¡Bravo! Dardanne, un poco desconcertado, añadió:
  • 55. 55 –¡Dejadme deciros como he llegado al descubrimiento del culpable! Arthur se levantaba, disimulando aún la turbación de su alma: –Qué importan los medios empleados si ha sido descubier- to… si lo habéis hecho de... de… detener. Esta frase dubitativa tuvo el poder de despertar de nuevo las sospechas en el espíritu del observador, y Dardanne envolvió al aristócrata con una mirada que lo heló hasta lo más profundo de su ser: –¿Detener?... Por desgracia, como los carabineros, ¡he lle- gado demasiado tarde! –¡Ah! –¡El asesino ha muerto! –¿Muerto?...¡muerto?... – interrogó suavemente La Plaça- de. –Dios mío, sí, muerto, muerto en el hospital, y perfecta- mente reconocido por ser, o más bien haber sido, el rubio alto buscado… y como no se detiene a un muerto… –¿Vuestra misión ha terminado? –¡Evidentemente!... ¿Es buena o mala noticia? ¡Eso de- pende del modo de contemplar las cosas!... Pero, no hay nada más que hacer que cerrar el caso como lo hizo, con muchas me- nos buenas razones, ese excelente juez Crudière… De todos modos es una lástimas, ¡un caso tan interesante! Y, recordando sus estudios clásicos, bien llevados antes de su entrada en la Prefectura, Théodore declamó suspirando: –Desinit in piscem mulier formosa superne! La Plaçade experimentó la impresión de un hombre que se ahoga y al que una mano liberadora retira del abismo; le parecía despertarse de una espantosa pesadilla. Y, liberado de sus angus- tias, retomó todo su aplomo y anunció con fina ironía: –Se sabe que soy un hombre hábil, Sr. Dardanne, pero el más hábil puede llegar demasiado pronto o demasiado tarde… ¡Es una cuestión pendular, de reloj, de cuadrante y meridiano!
  • 56. 56 El ex policía se sintió vejado, y no queriendo permanecer más tiempo con el bello Arthur, replicó: –¡Espero demostraros un día mis conocimientos de la hora y mi exactitud, Señor vizconde! Y como la Plaçade interrogaba con la mirada una explica- ción a esas palabras, Théodore adoptó su aire más humilde: –¡Caramba! Señor vizconde… un aristócrata como vos, con tanto mundo, tiene a menudo necesidad de informaciones íntimas, y estaría muy honrado de poder serviros… ¿Pensaréis en mí, verdad, señor vizconde? El asesino de Eléonore hizo una vaga promesa y salió. Un lujoso cupé lo esperaba a la puerta de la agencia. Pri- mero se dirigió a casa de Le Goëz, al bulevar Saint-Germain, y, luego, al palacete de lord Fenwick, donde iba a almorzar. Arthur, con el cigarrillo entre los dientes, pensaba: «Qué imbécil, ese Dardanne» En cuanto a él, nunca, después de tan largo tiempo había sentido el estomago más libre y el corazón más ligero. El futuro se le presentaba en maravillosos colores: A partir de ahora, nada que temer en relación con el asesinato de Le Goëz, gracias a la torpeza del policía y a la ingenuidad del juez Crudière; ni más testigos ni enemigos: la Sra. Lagrange y Olga, las únicas a temer, una loca y para siempre encerrada en Sainte-Anne, la otra, muerta en el incendio del Conejo Corona- do; los demás, el Rizos y Llega al Pie, pagados y dispuestos a servirle! Con unas maquinaciones en perspectiva en el Circulo, con Ambroise, y finalmente la fortuna del amigo Reginald a su disposición, y Cloé, aún recalcitrante, pero de la que entrevía la caída próxima y definitiva. Entre él y ella, ¡cuánto dinero! ¡cuántas voluptuosidades! ¡cuántas embriagueces! ¡Oh! si antes, subiendo al cupé en esa magnífica mañana de febrero en la que el Paris soleado le parecía sonreír, el aristó- crata hubiese levantado la cabeza y visto a Dardanne, asomado a la ventana, si se hubiese percatado de las miradas incendiadas e irónicas del jefe de la Agencia, cómo se desvanecería toda esa alegría de vivir, ¡cómo hubiese temblado el rufián en levita!
  • 57. 57 ¡Para Dardanne, el rubio alto era el vizconde! ¡El asesino de Gabrielle Bouvreuil, también era el! ¡El Asesino de la Sra. Le Goëz, era él! Y al recuerdo del asunto de Esbly, el ex inspector princi- pal de la Sûreté se preguntó si no estaba siguiendo una pista falsa, inducido por la condesa Anne y Lionel, acusando al barón Géraud y no a La Plaçade, de haber ordenado la farsa del atenta- do a la Cría-Reseda en el apartamento del bulevar de los italia- nos… El vizconde frecuentaba el palacete de la calle de la Uni- versidad, en la época del noviazgo del joven aristócrata con la Srta. de Haut-Brion. En esos momentos ya debía amar a Cloé o, al menos, desearla, lo había demostrado secuestrando a la joven en el castillo de Senlis. ¡El interés de La Plaçade era impedir el matrimonio! Entonces, ¿por qué acusar al viejo Tiburce cuya vida pasaba por irreprochable antes que al bello Arthur capaz, según las notas policiales, de todos los crímenes? En esto, Dardanne se equivocaba; pero las deducciones lógicas revelaban en él una poderosa capacidad de raciocinio en el deseo de que se hiciese la luz. Después de haber visto alejarse el cupé de La Plaçade, se retiró de la ventana y regresó a su despacho donde llamó de in- mediato a Grelu y a sus tres colegas para darles órdenes. Grelu estaba encargado del «seguimiento» de Blanche Latour, e Hip- polyte Lonoir, llamado Fiston, un antiguo agente de la Prefectu- ra, grueso muchacho con el rostro alegre, debía vigilar al Último Gigoló; los otros dos empleados recibieron diversas misiones, y Théodore compartió con sus hombres los doscientos francos de gratificación entregados por el notario Edgard Bazinet. Grelu, Lonoir y sus colegas habían ido a almorzar y, hacia el mediodía, el jefe se disponía a salir cuando la puerta se abrió bruscamente. Un individuo envuelto en una gabardina con un sombrero de fieltro sobre la cabeza de ala ancha, que velaba la parte superior del rostro, se precipitó hacia Dardanne. El antiguo inspector lo reconoció y emitió una exclama- ción de sorpresa:
  • 58. 58 –¿Vos, en Paris, señor conde? ¡Qué imprudencia! –Quería hablaros, Dardanne… ¡Es urgente!... –Haríais mejor en escribirme… Me hubiese dirigido yo a Chaville… Sabéis bien que noche y día estoy al servicio del doctor Nikador… –¡Os lo repito, amigo mío, es urgente! ¡La vida es insopor- table! ¡Siempre con ansias! ¡Siempre un sin vivir!... ¡Aún si so- lamente me afectase a mí! Pero mi madre, destrozada por el miedo y las preocupaciones, está enferma; se debilita día a día, a pesar de los cuidados de esa jovencita, de ese ángel que hemos recogido en casa y que se asombra, en su ignorancia de las horribles desgracias, de nuestras continuas alarmas! Y, temblando: –¡Dardanne, es necesario que antes de ocho días hayamos desenmascarado al barón Géraud… o si no iré a su casa y sabré arrancarle una confesión de su garganta! –¡Eso es una locura! – murmuró el antiguo inspector prin- cipal de la Sûreté. –Me habéis manifestado pruebas fehacientes de la culpabi- lidad de ese monstruo… Las sigo esperando… –¡Es que la tarea resulta difícil con personas que no pue- den hablar sin comprometerse a sí mismas!... Llegaremos a des- enmascarar al hombre que hizo actuar a vuestro sirviente Am- broise, a esa harpía abominable de Valerie Michon, y a Jeanne, la pequeña florista… pero hace falta paciencia, Señor de Esbly, mucha paciencia… Yo no pierdo tiempo… Luego, deseoso de hacer inmediatamente entrar en el espí- ritu del aristócrata la duda que él mismo sentía a fin de escrutar otras alternativas: –¿Estáis seguro, señor conde, de que es el barón Géraud… el instigador del crimen cuya injusta expiación habéis padecido? –¡Ningún otro tendría interés en impedir mi matrimonio! –¿Lo habéis pensado bien? –¿Cómo vais a dudar ahora, Dardanne, después de que mi madre y yo os hayamos contado el amor senil de Géraud por su sobrina?
  • 59. 59 –He modificado mi punto de vista sobre una nueva vía de investigación… –¿Entonces, quién sería, según vos, el culpable? –Un hombre que acaba de salir de aquí, ¡el vizconde Art- hur de La Plaçade! –¿Tenéis pruebas? –No, pero las busco, y si las tuviese no lo habría dejado partir… Razonemos… El vizconde Arthur de La Plaçade fre- cuentaba los salones del barón Géraud, ¿no es así? –Sí, era uno de los convidados que menos faltaban a sus veladas y bailes. –Pues bien, según toda probabilidad, amaba a la Señorita de Haut-Brion… y él era amado por ella… La prueba: algunos meses más tarde él iba a buscarla al castillo de Esbly, y ella, olvidando vuestra desgracia, consintió en seguirle… –¡Oh! ¡no! ¡no! ¡eso sería demasiado espantoso! – gimió Lionel, al mismo tiempo que dos lágrimas perlaban sus párpados hinchados y rojos. – ¡No! ¡no! ¡no!... ¡No es así!... ¡no es así!... ¡No es culpa de la Señorita de Haut-Brion!... ¡Imposible!... ¡No! ¡no!... ¡De ninguna manera!... ¡De ninguna manera!... Dardanne le tomó la mano, y añadió con voz conmovida: –Perdonadme por haceros sufrir de ese modo, señor conde, pero la búsqueda de la verdad con frecuencia es brutal. –¡Hablad! ¡Soy fuerte! –Es posible suponer que si la Señorita de Haut-Brion ha consentido tan fácilmente seguir a su seductor, es que existía entre ambos una entente previa. –¡Ah! ¡Es lógico… pero cruel, Dardanne! – suspiró Nika- dor. El director de la Agencia, inmerso en sus deducciones, no comprendió todo lo que había de intensamente penoso en la res- puesta de Lionel, e insistió: –De ahí, a concluir que el vizconde de la Plaçade es el ins- tigador del complto tramado contra vos, no hay más que un pa- so, y, ese paso lo franqueo declarando que el bello Arthur de la
  • 60. 60 alta sociedad, o el Arthur llamado Espejo, en la baja galantería, tiene unas costumbres, sino todo el potencial de un criminal! –¿Y para vos, la Señorita de Haut-Brion sería su cómpli- ce? ¡Oh¡ ¡no! ¡Una vez más, no Dardanne! ¡Os equivocáis! ¡No! ¡No! ¡Mil veces, no! –No quiero llegar tan lejos – dijo el ex policía. Pero, Lionel de Esbly ya no lo escuchaba y caminaba a través de la habitación, agitado, desesperado: –Esa idea me da nauseas, y tal vez sea justa… Sí,… sí… ¡tal vez! La Señorita de Haut-Biron siempre se negó a acusar a su tío, pero tenía mucho afán en contarnos la escena de la viola- ción, de mantenernos a mi madre y a mí en esa idea de que so- lamente el barón tuviese interés en impedir nuestra boda. Nos dejó sospechar de Géraud para desviar nuestras sospechas de La Plaçade, ¡su amante! ¡Está claro! ¡Es diáfano! ¡Es lógico! Y, cuando, últimamente, me escribió y vino a la calle Boursault, a advertirme que ese canalla de Ambroise me había reconocido en el Hotel del Conejo Coronado, ¡mentía!... ¡Nada había ocurrido! ¡Pero como mi presencia en Paris la inquietaba, y tenía miedo de que todo saliese a la luz, forjó esa historia con la esperanza de alejarme más aún!... ¡Oh! ¡Miserable!... ¡miserable!... ¡Oh! ¡Ramera! ¡Harpía! Cayó sobre un sofá, y, sollozando con las manos en la ca- ra: –Él… él… La Plaçade, ese es su rol, su oficio, pero, ella… ¡Ah! ¡quisiera estrangularla, matarla, destruirla!... Dardanne objetó: –¡Es un error, señor conde, exaltándoos de este modo! Puedo estar equivocado… No soy infalible… Para llegar a la verdad hace falta una sangre fría que vos no tenéis, que en vues- tra situación no podéis tener… Dejadme hacer a mí… ¡Un día celebraremos la victoria! Théodore dijo que había chocado con el mutismo absoluto de la Michon y de Ambroise, pero que esperaba obligar a hablar a la Cría-Reseda.
  • 61. 61 –Dardanne – dijo Lionel – quiero interrogar yo mismo a la ex florista… Esa niña ha actuado obligada bajo amenazas… Hoy, según parece, es libre y feliz, liberada de la nefasta in- fluencia de los verdugos… Yo, la mayor de sus víctimas, voy a apelar a su conciencia… El ex policía inclinó la cabeza: –Corréis un gran peligro, señor Lionel, con esa imprevista confrontación, y sin embargo, solo los golpes de audacia son los que tiene éxito. –¡Entonces, venid! Me presentaré solo ante mi acusadora, y vos me esperaréis en el coche que me ha traído hasta aquí… Y los dos hombres se hicieron conducir a la calle de Hel- der. Hacía unos diez días que la Cría-Reseda había sido susti- tuida temporalmente en los Folies Parisinas, y se encontraba con Victor La Templerie en Montecarlo, merodeando alrededor de las mesas de la ruleta y del treinta y cuarenta, y, naturalmente, en la calle de Helder, Valerie Michon y Barnabé Suchet, llama- do el Gran-Maca, disfrutaban a sus anchas. Ahora bien, ese día, hacia la una, los innobles amantes, después de un almuerzo pantagruélico, degustaban los alcoholes y licores de la diva, cuando el timbre eléctrico sonó en la antesa- la. –¡Vaya! – gruñó el sepulturero – ¡parece que no se puede descansar tranquilo! –Tal vez sea esa zorra de Cría que regresa para sorpren- dernos… ¡La muy arrastrada es capaz! El timbre seguía sonando. La harpía del pasaje Tivoli bebió un vaso de coñac y se le- vantó: –¡Voy a ver!... Tal vez sea el Cebolla, o el Rizos o Llega al Pie… ¡Nada como esos cretinos para divertirse! Arrastrando las zapatillas pasó a la antesala y abrió la puerta, detrás de la cual se encontraba el conde Lionel de Esbly, siempre embozado en su gabardina y tocado con el sombrero de ala ancha.
  • 62. 62 A la vista de la Michon, el visitante retrocedió. –¿Y bien, hombre – exclamó la Michon – acasi que os doy miedo? Él sabía que no podía obtener nada con Valerie presente, pero había que responder, y Lionel se disculpó con voz cambia- da a propósito: –Os pido perdón, señora… Me he equivocado de piso… Valerie Gruñó: –¡Ta! ¡ta! ¡ta!... Ya me conozco el truco… Se llama a las puertas y si nadie acude se abre con una palanca Y, observándolo más atentamente: –Me parece que os conozco… Sí, os he visto en alguna parte… –Cometéis un error, señora… Ella cerró la puerta en las narices del conde, y mientras Lionel iba a reunirse con Dardanne que lo esperaba en el coche, y ponía al ex policía al corriente del incidente, la Michon re- gresó al lado del sepulturero en el comedor. –¿Y bien, quién era? – preguntó el Gran-Maca. La Michon se rascaba la cabeza, probablemente para hacer brotar un recuerdo: –Déjame pensar, Maca… ¡Oh! por supuesto… sí, por su- puesto… ¡he visto ya esa jeta! –¿Qué jeta? –La jeta del hombre… del hombre que acaba de llamar. Y de pronto, dando un brinco: –¡Santo Dios!... ¡Es él!... ¡Es el conde de Esbly! –¿No lo había denunciado el Cebolla? –¡Tendría que estar a la sombra!... ¡Seguro que la bruja de la Cría, habrá impedido al Cebolla llevar la carta!... ¡Hace de él lo que le da la gana, incluso desde que está de camarero en el Cosmopolitan! –¡Ah! ¡Ah, la muy puta!… Pero me pregunto lo que ha venido a buscar aquí el antiguo amo de Ambroise. –¡Caramba, está claro! ¡Venía a hablar con la Cría!... Es una suerte que nuestro pequeño mal bicho esté de viaje!