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scuridad.
Tan oscuro como la boca de un lobo.
Un haz de luz se encendió e iluminó su rostro desde abajo,
haciendo centellear los cristales de las gafas negras de
soldar.
Aquel foco le confería un aspecto amenazante y fiero.
—¡¡JAAAHAJAJAHAJAAAAAA!! —Su risa maléfica
atronó en la oscuridad, retumbando en las paredes con un
eco infernal. —¡CONQUISTARÉ TODO EL PLANETA
CON MIS MONSTRUOS! ¡¡JUAJAJA!! ¡¡JUAJAJAJA-
JAHAJAAAAAAJAAAAA!!
La estridente risa se acalló de golpe y la luz se apagó
con un chasquido.
El silencio absoluto que siguió parecía hacer la oscuridad
aún más profunda.
Capítulo I
GUSTAVO
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—¡¡UUJAAAHAJAJAHAJAAAAAAJAAAAAAA!! —Estalló
de nuevo aquella risa, más aguda, más estridente, casi
como el chillido de un animal —¡¡JAAAHAJAA…!!
—¡¡GUSTAVO!! —La risa se cortó a la mitad, a la vez
que la luz del sol inundaba de golpe la habitación.
—¡YA VALE! ¡QUÉ NIÑO! ¡CUÁNTO JALEO TAN
TEMPRANO!
La abuela Angelita, que llevaba una gran regadera de
latón llena de agua hasta los topes que derramaba a
cada paso, había abierto la puerta.
La habitación de su nieto tenía las persianas totalmente
cerradas. Gustavo estaba en pijama, con sus gafas de
soldar puestas y una linterna en la mano.
—¡Que estoy ensayando mi risa MALÉFICA,
abuela! —protestó Gustavo.
—¡Pues ríete más bajito con esa risa FAMÉLICA, chiquillo!
Con el ruido, las plantas se me ponen nerviosas —sentenció
la abuela.
Se ajustó sus enormes gafotas con las que se le veían
unos ojos del tamaño de una chincheta, y se marchó.
Pero se paró poco más allá a regar un par de baldosas del
pasillo que estaban decoradas con flores geométricas.
—¡Eso son dibujos del pasillo, abuela, EL PATIO ESTÁ
AL FINAL! —dijo Gustavo alzando la voz, porque la
abuela, además de cegata, estaba un poco sorda.
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—Te he dejado el desayuno en la cocina, cariño —le dijo
a su nieto antes de llegar al patio.
Gustavo saltó de la cama y terminó de vestirse.
Se puso su apreciada BATA BLANCA DE LABORATORIO
encima de la ropa (vaquerosycamiseta),unasBOTASNEGRAS
DE GOMA y para rematar unos GUANTES DE GOMA,
también negros. Se dejó puestas SUS GAFAS DE SOLDAR.
Se miró en el espejo, satisfecho.
A pesar de ser bajito y gordito, el pelo enmarañado,
las gafas de soldar y el resto de la indumentaria le con-
ferían ese aspecto de GENIO CIENTÍFICO DE PELI DE
MONSTRUOS que le encantaba.
Estuvo a punto de soltar otra carcajada maligna para ver el
efecto, pero pensó en las plantas de la abuela y lo dejó estar.
Cogió un cómic y se fue chapoteando por el encharcado
pasillo hasta la cocina.
Se sentó delante del desayuno que le había preparado la
abuela: un bocadillo de plátano (sin pelar). La abuela
además de ver y oír poco estaba cada vez más despistada.
Por lo menos el batido era de chocolate (el día anterior le
puso un tetrabrik de nata para cocinar).
Peló el plátano y abrió su cómic: El Monstruo del
Doctor Frankenstein, su favorito.
Gustavo contempló las viñetas con los ojos como platos y
los mofletes llenos de plátano.
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En aquellos dibujos en blanco y negro que tanto le gusta-
ban se veía como el monstruo, Frankenstein, defendía a
su creador (el Doctor Victor Frankenstein) de un ataque de
lobos salvajes en un paraje inhóspito y nevado.
“Frankenstein arrancó brutalmente el tronco de
un árbol seco con su enorme fuerza y barrió
con él la nieve y los lobos que se pusieron a su
alcance. Consiguió que huyeran despavoridos.”
En la siguiente viñeta el Doctor sonreía, orgulloso de su
criatura, de su creación.
Gustavo no pudo evitar sonreír también. Como tenía la
boca llena se le cayó un hilillo de baba con trocitos de
la fruta.
Para rematar el desayuno se puso a rebuscar por la
cocina alguna chuchería. A la abuela no le gustaba que
las comiera porque decía que le ponía demasiado
nervioso. Desde luego, a Gustavo le producía ciertos
efectos que ni él podía negar. Por ejemplo, hablaba mucho
más rápido o se ponía a bailar hip hop. A veces, solo
daba saltitos en el mismo sitio, hasta que se cansaba.
¡Pero le gustaban tanto, TANTÍSIMO, que no
podía resistirse!
Miró en la alacena, entre botes de remolacha y coliflor en
conserva. Miró en el frigorífico, en la panera, entre cazos
y cazuelas… “¿Dónde RECONTRACABLES habría
guardado el alijo de chuches la abuela?”, se preguntaba.
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Pensó que, quizás, la abuela habría podido esconder las
chuches en los muebles altos. Los que estaban en la pared,
sobre la encimera.
Gustavo necesitaría medir el doble para llegar. Y no tenía
escalera. Pero no iba a rendirse tan fácilmente.
Cogió el verdulero y el botellero, los vació y los colocó
de lado. Una espumadera, un cucharón y una paleta
hicieron de escalones, atados con paños de cocina al
verdulero y al botellero.
Arrimó la mesita a la encimera y colocó encima la
improvisada escalera.
Escaló guardando el equilibrio y con la punta de los
dedos abrió la puerta que tenía a su izquierda.
Había botes de cristal con legumbres, pasta y una pelota
de baloncesto. Nada de chuches.
Siguió con la puerta que tenía sobre su cabeza. Le
dio tiempo de abrirla solo un poco cuando, de repente,
algo empujó con fuerza desde dentro y saltó
sobre él.
Gustavo sintió como un ser peludo y caliente
aterrizaba sobre su cara.
Cayó estrepitosamente sobre la mesita de la cocina.
Unas garras afiladas arañaron sus manos cuando
trató de apartar aquella cosa.
Por suerte, todo ocurrió solo en un par de segundos.
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Un momento después Gustavo vio cómo su atacante,
Lupin, el gato del vecino de enfrente, se escurría por la
puerta.
—¡LUPIN! ¡GATO MALO DEL DEMONIO! ¡Como te
pille TE REDUZCO A UN ÁTOMO! —gritó Gustavo,
nervioso aún por el susto que se había llevado.
—Es capaz de meterse en cualquier recoveco… el nom-
bre le viene que ni pintado… —pensó Gustavo (Arsenio
Lupin era un ladrón famoso. A Gustavo le encantaban sus
libros y dibujos animados).
Gustavo se recuperó del susto contemplando el desastre
que había causado el felino y que ahora tenía que recoger.
Había tirado un montón de cosas del mueble alto.
Estaba empezando a sustituir el susto por enfado mientras
recogía cuando… ¡EUREKA! Encontró caramelos
de sandía en una caja de latón, donde la abuela tenía
los sobrecitos de infusiones (junto con un dedal y una
grapadora).
Recogió todo rápidamente, comiendo caramelos y con
mejor humor.
Después subió como una bala al ático, porque quería
echar un último vistazo de control a sus EXPERIMENTOS
y tenía que darse prisa, era casi la hora del cole (suerte
que estaba justo al lado de su casa).
Las chuches le habían aportado gran cantidad
de energía, así que llegó en un plis-plas.
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En el ático, Gustavo tenía su LABORATORIO.
Para él, EL CENTRO DEL UNIVERSO.
Gustavo tenía diez años y una MENTE PRIVILEGIADA
para la ciencia.
Vivía solo, con su abuela, en un enorme y viejo
caserón.
Allí arriba, Gustavo podía hacer sus experimentos en paz.
Sin molestar a nadie y sin que nadie le molestara.
Aunque en realidad, tampoco había nadie que le pudiera
molestar.
No tenía más familia.
Y tampoco tenía amigos.
Pero aquello iba a cambiar muy pronto.
Él, como el Doctor Victor Frankenstein, DARÍA VIDA a
sus criaturas.
Sus creaciones. SUS MONSTRUOS.
Y sería muy pronto porque, si sus experimentos concluían
con éxito, todo cambiaría ESA MISMA NOCHE.