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MATERIAL DE ESTUDIO No. 2- I UNIDAD
Derecho Territorial y Marítimo Internacional
Ciclo I- Año Lectivo 2014
EL TERRITORIO
(Fuente: www.enciclopediadelapolitica.org/Default.aspx)
No se concibe un Estado que no posea una base física sobre la cual se asiente y desenvuelva su actividad.
Desde el punto de vista jurídico y referido al Estado, esa base física recibe el nombre de territorio.
Por tanto, este es un concepto complejo formado por un elemento objetivo: el entorno físico, y un
elemento subjetivo: la relación jurídica entre él y el Estado. Para decirlo en otras palabras, el territorio es
el espacio al que se circunscribe la validez del orden jurídico estatal y, por tanto, marca el límite espacial
de la acción de los gobernantes y de las leyes nacionales.
El territorio es un elemento indispensable para que exista un Estado. No hay Estado sin territorio. El
Estado es una organización esencialmente territorial. Todas sus manifestaciones —soberanía, poder
político, ley, nacionalidad— están referidas al territorio.
Desde el punto de vista objetivo, el territorio es un cuerpo tridimensional de forma conoide, cuyo vértice
señala el centro de la Tierra y cuya base se pierde en la atmósfera. No es una figura plana de dos
dimensiones: longitud y latitud, sino un cuerpo geométrico que tiene también una tercera dimensión: la
profundidad.
De esta manera, el ámbito jurisdiccional de un Estado comprende: el territorio superficial, el territorio
aéreo, el subsuelo y el territorio marítimo.
El territorio aéreo abarca las capas atmosféricas que cubren los espacios terrestre y marítimo, hasta el
límite en que comienza el espacio interplanetario. El territorio superficial comprende la costra terrestre,
dentro de las fronteras estatales. El espacio subterráneo está integrado por los estratos terrestres
subyacentes que van hasta el centro del planeta. Y el territorio marítimo es la masa de agua y sus
respectivos lecho marino y subsuelo.
No siempre el territorio fue considerado en sus tres dimensiones. En los inicios del Estado como unidad
territorial soberana, su espacio físico fue apenas la superficie terrestre, aun cuando los romanos tuvieron
ya la noción, en el ámbito del Derecho civil, de que el subsuelo pertenecía al dueño de la superficie,
según la conocida fórmula cujus est solum de las instituciones de Justiniano. La ciencia se encargó de
ampliar el concepto de territorio en sentido vertical. La primera respuesta jurídica que recibió el invento
de los hermanos Montgolfier (1783) —el globo de aire caliente que se elevó en los cielos parisienses—
fue la expedición del decreto de 1784, por el cual se prohibieron estos vuelos sobre el territorio francés
sin la autorización de su gobierno. Siglo y medio más tarde, durante la Primera Guerra Mundial, varios
países europeos reivindicaron su soberanía sobre el espacio aéreo para tratar de impedir los vuelos de los
aviones de los Estados contendientes. En la convención internacional sobre aviación civil celebrada en
Chicago en 1944 se estableció el límite del espacio aéreo —y, por tanto, de la soberanía de cada Estado
en sentido vertical— en la altura máxima que podía alcanzar un avión de aquel tiempo. Después vinieron
distancias más ambiciosas. Así fue afirmándose progresivamente el imperium del Estado sobre su
atmósfera, que es hoy uno de los principios fundamentales del Derecho Internacional, y configurándose el
concepto tridimensional del territorio estatal.
Es materia del Derecho Territorial la regulación de todo lo referente a la apropiación del espacio aéreo,
terrestre y marítimo por parte de los entes políticos.
1. Territorio aéreo. El avance científico y tecnológico, al emprender en la conquista del espacio sideral y
al ampliar los horizontes de la acción de los Estados, ha suscitado renovadas preocupaciones sobre la
cuestión territorial. Los juristas han formulado nuevos sistemas normativos para tratar de regular el uso
del espacio aéreo sometido a la soberanía estatal —el <Derecho Aéreo— y la exploración del espacio
interplanetario, sujeto al régimen res communis omnium —el <Derecho del Espacio—, como ramas
especializadas del Derecho Internacional Público.
Desde que se produjo el vuelo de los dirigibles Zeppelin en 1901 por los cielos europeos y la invención de
la máquina voladora de los hermanos Wright en 1903, la ciencia jurídica se vio enfrentada a la necesidad
de crear nuevos sistemas normativos capaces de regimentar tanto el territorio atmosférico de los Estados
como el espacio sideral —con la Luna, los planetas y los demás cuerpos celestes— que se habían
convertido en el objetivo principal de las investigaciones científicas del hombre.
Lo primero fue tratar de establecer la altura a la que llega el territorio de los Estados en su dimensión
vertical y de señalar los límites que le separan del espacio ultraterrestre. Esto intentó hacer en 1944 la
convención sobre navegación aérea de Chicago, si bien con toda la limitación de los conocimientos
científicos de su época. Pero la delimitación que ella estableció fue imprecisa, porque al señalar que el
espacio aéreo llegaba hasta la altura en que la atmósfera era capaz de sustentar a una máquina voladora, el
límite quedó sometido a las variaciones que la tecnología produjo en la construcción de aeronaves. Con la
invención de aviones cada vez más potentes, veloces y de mayor radio de acción, el espacio aéreo cobró
posibilidades virtualmente ilimitadas de expansión y la referencia de 1944 quedó inutilizada. Más tarde,
el Tratado del Espacio de las Naciones Unidas de 1967 no se atrevió a afrontar el problema. De modo
que no existe frontera jurídica alguna que separe el espacio aéreo sometido a la soberanía estatal del
espacio exterior considerado como bien común de la humanidad.
Se emitieron diversos criterios a lo largo del siglo XX para tratar de señalar esos límites, pero hasta hoy
no ha sido posible alcanzar un consenso de validez general al respecto. Los intereses económicos,
estratégicos y geopolíticos de los Estados grandes lo han impedido. No hay una norma internacional que
los señale. En la práctica lo que ha ocurrido es que, a falta de una delimitación jurídica de validez general,
los Estados desarrollados han establecido, con la fuerza de los hechos consumados, una norma
consuetudinaria internacional según la cual el límite superior del espacio aéreo de los Estados —hasta
donde alcanza la tercera dimensión de su soberanía— está dado por el perigeo mínimo de los satélites en
órbita, esto es, entre 100 y 110 kilómetros sobre la superficie terrestre. Todo lo que está encima de ese
límite —incluida la <órbita geoestacionaria que está situada a 35.786,55 kilómetros de distancia de la
superficie terrestre y los cuerpos celestes— es el espacio sideral, considerado como patrimonio común de
la humanidad para fines pacíficos.
Esto lo dijo con entera claridad el delegado de la Unión Soviética ante el subcomité jurídico de las
Naciones Unidas en 1979: “un creciente número de Estados ha venido defendiendo el establecimiento de
la frontera entre el espacio aéreo y el espacio exterior a una altitud de 100 a 110 kilómetros sobre el
nivel del mar”.
El asunto es muy complejo. Iniciativas teóricas no han faltado. Desde principios del siglo XX se
propusieron diversas tesis para buscar una solución al problema. En la comunidad internacional hubo
siempre una clara conciencia de que la indefinición sobre un tema de tan vital importancia no debía
persistir. En un proceso semejante al que se siguió para delimitar el mar territorial, se formularon las más
diversas teorías. La de que el espacio aéreo debía ir hasta donde alcanzara el poder de la vista, o hasta la
altura máxima a donde llegara la bala de cañón, o tan lejos como el Estado subyacente pudiera ejercer
control efectivo sobre su atmósfera. La convención de aviación civil de Chicago en 1944 propuso que el
espacio aéreo de los Estados debe llegar hasta la altura donde una aeronave pueda sustentarse en las
reacciones del aire. Se planteó también el criterio de la fuerza de atracción terrestre como referencia para
esa delimitación. Después se intentaron distancias medidas en millas. Pero estas tesis no prosperaron, ya
porque carecieron de perspectiva histórica para prever los avances de la ciencia aeronáutica —y
astronáutica—, ya porque obedecieron a los intereses de los países dueños de la tecnología más avanzada.
En la primera parte del siglo XX se realizaron importantes conferencias internacionales sobre navegación
aérea y en ellas se intentó delimitar el espacio superior de los Estados: la reunida en París en 1910, la de
Verona en el mismo año, la de los aliados en París en 1919, la conferencia iberoamericana de Madrid en
1926, la interamericana de Lima en 1928, la de aviación comercial en La Habana en 1928, la
panamericana de Montevideo en 1933, la de aviación civil internacional de Chicago en 1944, la del
Tratado del Espacio promovida por las Naciones Unidas en 1967 y el acuerdo de 1979 sobre las
actividades de los Estados en la Luna y otros cuerpos celestes.
Todas estas conferencias reafirmaron la tesis de que las capas atmosféricas forman parte del territorio del
Estado sobre el cual gravitan y de que, por tanto, están sometidas a su soberanía. Ellas son, en
consecuencia, inviolables como el resto del territorio estatal y no admiten ni siquiera el paso inocente de
aeronaves extranjeras sin previo permiso. Sin embargo, tales conferencias no llegaron a definir de una
manera precisa y con validez general las dimensiones y los límites del espacio aéreo ni, por consiguiente,
del espacio exterior sometido al régimen de res communis omnium. El signo del desacuerdo ha
acompañado, en estos puntos y desde entonces, a todas las conferencias internacionales. Y la indefinición,
que parece ser buscada de propósito, ha favorecido ciertamente a las potencias aéreas que pueden ejercer,
en el marco de un amplio aer liberum, las más irrestrictas prerrogativas sobre el espacio.
La Duodécima Conferencia Interamericana de Abogados, reunida en Bogotá en 1961, aprobó la Carta
Magna del Espacio, cuyos principios fundamentales establecen, aunque sin poder vinculante, que el
espacio habrá de dividirse en espacio aéreo y espacio interplanetario, que el primero será considerado
como parte del territorio del Estado que bajo él se encuentra, que el espacio interplanetario deberá
considerarse como “res communis” y no como “terra nullius”, que el espacio interplanetario se usará
exclusivamente con fines pacíficos, que el derecho de explorarlo corresponde a todos los Estados en
beneficio de la humanidad, que el desembarque y la ocupación en otro planeta no darán a Estado alguno
el derecho de propiedad o de control sobre él y, finalmente, que se proscribirá la guerra en el espacio
interplanetario.
En el XXI período de sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas se aprobó por aclamación
el 19 de diciembre de 1966 el Tratado del Espacio, que entró en vigencia el 10 de octubre de 1967. En
este instrumento internacional se proponen, entre otros principios de Derecho Internacional, que “la
exploración y utilización del espacio extraterrestre, incluso la Luna y otros cuerpos celestes, deberán
hacerse en provecho y en interés de todos los países, sea cual fuere su grado de desarrollo económico y
científico, e incumben a toda la humanidad” y que el“ espacio ultraterrestre, incluso la Luna y otros
cuerpos celestes, no podrá ser objeto de apropiación nacional por reivindicación de soberanía, uso u
ocupación, ni de ninguna otra manera”.
Sin embargo, queda por señalar la línea limítrofe en que termina el espacio aéreo y en que comienza el
espacio interplanetario y por definir las dimensiones exactas del territorio aéreo de los Estados. Dado que
él tiene forma conoide, cuyo vértice señala el centro de la Tierra y cuya base colinda con el espacio
cósmico, lo lógico sería que, para delimitarlo lateralmente, se proyecten hacia fuera, desde el centro del
planeta —que es el punto donde convergen los territorios de todos los Estados— las líneas radiales que
configuren el cuerpo geométrico del territorio estatal, hasta el límite donde comienza el espacio sideral
sometido al régimen de res communis omnium.
Dentro del ámbito atmosférico encerrado entre la superficie terrestre y la marítima, por abajo, y el límite
donde comienza el espacio sideral, por arriba, y flanqueado por las líneas radiales antes referidas, el
Estado puede ejercer plenamente sus derechos soberanos sobre el espacio aéreo que le corresponde.
Esos derechos son, fundamentalmente, dos: aprovechar el aire como recurso económico y utilizarlo como
medio de transporte. El ejercicio de la primera prerrogativa compete al <Derecho Aéreo y, el de la
segunda, al <Derecho Aeronáutico.
Dentro de la órbita de éste se encuentran las llamadas cinco libertades del aire, reconocidas por el
convenio sobre transporte aéreo internacional suscrito, como anexo de la convención de Chicago, el 7 de
diciembre de 1944.
Esas libertades, que pertenecen a la aviación comercial, son las siguientes: 1) la de cruzar el territorio
aéreo de otro Estado, bajo autorización general emanada de un tratado internacional o con permiso
especial, 2) la de aterrizar en su suelo con fines no comerciales, como los de escala técnica, provisión de
combustible, reparación mecánica o solución de cualquier otra emergencia, 3) la de desembarcar en otro
Estado pasajeros, carga o correo, tomados en el Estado cuyo pabellón ostenta la aeronave, 4) la de
embarcar pasajeros, carga o correo con destino al Estado cuya nacionalidad tiene la nave, y 5) la de tomar
pasajeros, carga o correo con destino a cualquier otro Estado y la de desembarcar pasajeros, carga o
correo procedentes de cualquier otro Estado.
De estas libertades, dos son propiamente de tránsito aéreo y tres de tráfico. Esto quiere decir que dos
tienen naturaleza política y tres naturaleza comercial.
Al margen de estas cinco libertades consagradas por el convenio de Chicago surgieron posteriormente
otras tres: a) la de transportar pasajeros, correo y carga desde un Estado extranjero a otro, cruzando sobre
el territorio del Estado al cual pertenece la nave y haciendo escala en él; b) la de transportar pasajeros,
correo y carga entre dos países distintos al de la nacionalidad de la nave, sin tocar el territorio de éste, y c)
la de cabotaje aéreo, o sea el derecho de transportar pasajeros y carga dentro del territorio de un Estado.
No obstante la existencia de este acuerdo internacional, generalmente la concesión de estas libertades es
materia de negociación bilateral entre los Estados, siguiendo el precedente establecido por el Acuerdo de
Bermudas celebrado por los Estados Unidos de América y la Gran Bretaña en 1956.
2. Territorio superficial y subsuelo. Las relaciones entre los entes políticos y su entorno geográfico fueron
objeto de preocupación de los grandes teóricos de la política en todos los tiempos. Los pensadores de las
antiguas India y Persia, los astrólogos egipcios, los profetas judíos, los sabios de la vieja China, los más
eminentes filósofos griegos y romanos, algunos padres de la Iglesia, ciertos pensadores medievales y
multitud de tratadistas modernos y actuales han destacado los efectos que las condiciones geográficas,
telúricas y cósmicas tienen sobre la conducta de los hombres y, por ende, sobre los procesos sociales.
Ha sido principalmente la >sociología la que se ha preocupado de investigar los influjos telúricos que
obran sobre el ser humano y sobre la sociedad. El sociólogo Friedrich Ratzel (1844-1904), con la
conocida fórmula de que “el hombre es un pedazo de la tierra”, y el biólogo Alexis Carrel (1873-1944),
quien afirmó que “somos un producto exacto del limo terrestre”, sintetizaron maravillosamente la
naturaleza de las relaciones que existen entre el hombre y su entorno físico.
Dentro de esta línea de preocupaciones, unos sociólogos se inclinaron por la tesis del determinismo
geográfico de los Estados, otros hablaron sólo de posibilidad geográfica, pero todos compartieron la idea
de que el entorno físico ejerce una clara influencia sobre la conducta y <desarrollo de los grupos
humanos que dentro él se establecen.
3. Territorio marítimo. El mar territorial o territorio marítimo está compuesto por la masa de aguas
adyacente a las costas del Estado y por el lecho del mar y el subsuelo que yacen bajo esas aguas.
Se extiende desde los lugares más salientes de la costa hasta una distancia, mar afuera, que ha sido fijada
de diversa manera por los Estados y por las convenciones internacionales.
El mar territorial forma parte del territorio del Estado ribereño y está sometido a su potestad soberana. Así
lo señalan desde remotos tiempos las leyes y las costumbres de los Estados.
El límite del dominio territorial de los entes políticos sobre sus mares adyacentes se ha discutido desde
antiguas épocas. Para señalarlo se aplicó primero el jus gentium del Derecho Romano, cuyos principios
siguieron las pautas tradicionales del derecho civil, dado que para los juristas de Roma había un
paralelismo entre las sociedades políticas y los individuos en cuanto al ejercicio de sus derechos de
propiedad sobre las cosas.
Más tarde, los primeros tratadistas de cuestiones internacionales consideraron que el dominio territorial
de los Estados sobre el mar debía llegar hasta la línea de la baja marea de sus costas. El jurista inglés John
Selden, en el afán de defender los intereses marítimos de su país, escribió en 1635 que los mares
contiguos a las líneas de costa de un Estado tenían una condición jurídica diferente a la de la altamar. Así
contribuyó a asegurar el dominio de Inglaterra sobre sus ámbitos marinos. En 1702 el publicista holandés
Cornelius Van Bynkershoek propuso que la distancia de las aguas territoriales fuese el alcance de una
bala de cañón disparada desde la ribera, de acuerdo con su célebre fórmula: “imperium terrae finiri ubi
fintur armorum potestas”. Este criterio se generalizó. Cincuenta años más tarde la fórmula sirvió de base
para crear la llamada “regla de las tres millas” en la fijación de la anchura del mar territorial, que era la
distancia que en ese tiempo podía alcanzar una bala de cañón disparada desde la orilla. Hacia mediados
del siglo XVIII se habló de la legua marina, que equivale a las tres millas, como el límite del mar
territorial, y durante el siglo XIX la tesis del disparo de cañón —quousque tormenta exploduntur— fue
aceptada por muchos Estados, entre ellos Gran Bretaña y la Unión norteamericana, cuya influencia fue
decisoria para impulsarla. Thomas Jefferson, a la sazón Secretario de Estado norteamericano, en una nota
sobre el tema dirigida el 8 de noviembre de 1793 a los ministros de relaciones exteriores de Gran Bretaña
y Francia, les informó que su gobierno considera que el mar territorial tiene “la distancia de una legua
marítima, es decir, tres millas geográficas, a partir de la costa” y que “esta distancia no podría admitir
oposición, ya que está reconocida por tratados entre algunos de los Estados con los cuales mantenemos
relaciones de comercio y de navegación”.
Esta tesis se inscribió dentro del criterio prevaleciente en esa época de que el dominio de la tierra sobre el
mar debía ir hasta donde termina el poder de las armas de fuego manejadas por el hombre. La “regla de
las tres millas” recibió aplicación en varios tratados bilaterales suscritos en el siglo XIX por las grandes
potencias marítimas. Sin embargo, otros Estados reclamaron zonas más grandes de mar territorial. Rusia
pidió doce millas, Suecia y Noruega cuatro, España y Portugal seis, México nueve. Estas discrepancias
impidieron, ya entrado el siglo XX, que se llegara a un acuerdo internacional sobre la extensión de las
aguas territoriales.
En la conferencia celebrada en 1930 en La Haya no pudo alcanzarse un consenso sobre la dimensión del
mar territorial, no obstante lo cual la práctica de los Estados prosiguió con la tesis de las tres millas.
La adhesión de los Estados Unidos dio a ella mucha fuerza. A este país siempre le convino el más
estrecho mar territorial en beneficio de la <altamar, por eso desde mucho antes había proclamado la
libertad de los mares —que en la práctica sólo los países poderosos pueden aprovechar— como principio
del Derecho Internacional. En general, a todas las grandes potencias marítimas les convino siempre
estrechar al máximo el mar territorial de los Estados, puesto que ellas no tienen necesidad de recibir de las
normas internacionales una protección para sus aguas territoriales ni facultad para aprovechar económica
y tácticamente la amplitud de los mares: su propio poder les basta para tomarlos. Esto explica la actitud
asumida por ellas, a lo largo del tiempo, en las conferencias internacionales.
El tema de la libertad de los mares se planteó con mucha fuerza durante la Primera Guerra Mundial. El
presidente norteamericano Woodrow Wilson afirmó en 1917, en un documento dirigido al Senado, que
“la libertad de los mares es el sine qua non de la paz, igualdad y cooperación”. Fue tan rígida la posición
norteamericana en este asunto, que cuando México expidió en 1935 una resolución que ampliaba su zona
marítima a nueve millas, el Departamento de Estado comunicó al gobierno mexicano que su país se
reservaba todos los derechos sobre la franja excedente reivindicada por México.
El territorio marítimo ha sido materia de incontables conferencias y declaraciones internacionales. Se
hicieron muchos esfuerzos para lograr consensos sobre el tema pero ellos resultaron vanos. La
conferencia de La Haya en 1930, promovida por la Liga de las Naciones, y las de Ginebra en 1958 y
1960, auspiciadas por las Naciones Unidas, fracasaron en tal intento. La primera de ellas terminó en un
desacuerdo total en cuanto a la dimensión del mar territorial: los países grandes consideraron a las tres
millas como la anchura máxima y los países pequeños como la anchura mínima.
La lucha siempre fue entre los países desarrollados, que pugnaban por imponer mares territoriales
reducidos, a fin de ampliar por este medio sus posibilidades de dominio y de explotación de los recursos
marinos, y los países pobres que, en su afán de precautelar la riqueza de sus aguas adyacentes, pretendían
extender sus zonas de mar territorial.
Ante la falta de acuerdos, la extensión territorial del mar se la ha establecido por actos unilaterales de los
países ribereños.
El 18 de agosto de 1952 Ecuador, Chile y Perú suscribieron en Santiago la Declaración de Zona
Marítima, en la que proclamaron “como norma de su política internacional marítima, la soberanía y
jurisdicción exclusivas que a cada uno de ellos corresponde sobre el mar que baña las costas de sus
respectivos países hasta una distancia mínima de 200 millas marinas desde las referidas costas”, y
afirmaron además que “la jurisdicción y soberanía exclusivas sobre la zona marítima indicada, incluye
también la soberanía y jurisdicción exclusivas sobre el suelo y subsuelo que a ella corresponden”.
Había nacido una nueva tesis sobre la dimensión del territorio marítimo, llamada a producir en el mundo
una larga controversia. Los países grandes se apresuraron a impugnarla mientras que los pequeños países
ribereños la vieron con simpatía. En todo caso, ella ejerció mucha influencia en las deliberaciones de las
tres últimas conferencias mundiales que se reunieron en 1958, 1960 y 1973 para intentar crear un régimen
jurídico de validez internacional sobre las dimensiones del mar y el aprovechamiento de sus recursos.
La última de ellas, patrocinada por las Naciones Unidas, inició sus deliberaciones en 1973 y trabajó nueve
años en el texto de la Convención sobre el Derecho del Mar, que fue finalmente suscrita el 10 de
diciembre de 1982 pero que sólo pudo entrar en vigencia doce años más tarde, el 17 de noviembre de
1994, porque tardó todo ese tiempo en reunir el número necesario de ratificaciones, a causa de la
inconformidad de muchos de los países del <tercer mundo con la determinación de la anchura del mar
territorial en hasta doce millas marinas y de la de los países desarrollados en cuanto a las disposiciones
sobre la explotación de los recursos minerales oceánicos.
Como consecuencia de estos vacíos y contradicciones jurídicos, y en ausencia por tan largo tiempo de un
consenso internacional, cada país ha procedido a señalar unilateralmente la anchura de su <mar
territorial, de acuerdo con sus propias conveniencias, lo cual naturalmente ha favorecido a las grandes
potencias marítimas que son la únicas que pueden aprovechar en la práctica la libertad de los mares.
4. La Antártida. Incluyo aquí el tema porque desde las primeras décadas del siglo XX se plantearon
reivindicaciones de soberanía por algunos países sobre la zona polar antártica del planeta. Gran Bretaña lo
hizo en 1908, Nueva Zelandia en 1923, Francia en 1924, Australia en 1933, Chile en 1940, Noruega en
1939, Argentina en 1942. Si bien no todas las reivindicaciones tuvieron carácter territorial, en el sentido
soberano de la palabra, implicaron reclamaciones de ciertos derechos sobre la zona polar. Lo cual
condujo, por iniciativa del Presidente de los Estados Unidos de América, a la reunión celebrada en
Washington de octubre a diciembre de 1959. El propósito del gobernante norteamericano, al convocarla,
fue el de mantener a la región antártica “abierta a todas las naciones a fin de conducir actividades
científicas u otras de carácter pacífico”.
Esta reunión se efectuó inmediatamente después de la celebración del “año geofísico internacional”
(1957-1958), dentro del cual los Estados que reivindicaban derechos en el continente antártico abrieron
un proceso de cooperación internacional en las tareas de investigación científica y de intercambio de
información.
De la reunión surgió el Tratado Antártico suscrito el 1 de diciembre de 1959 por Argentina, Australia,
Bélgica, Chile, Francia, Japón, Nueva Zelandia, Noruega, la Unión Sudafricana, Inglaterra, Unión
Soviética y Estados Unidos.
Este instrumento entró en vigencia el 23 de junio de 1961, después de que fue ratificado por los doce
Estados que lo suscribieron originalmente, y más tarde se incorporaron otros países como miembros
consultivos —los que acreditaron investigaciones científicas importantes sobre la zona— o como
miembros adherentes los demás.
El Tratado Antártico proclama, entre otros, el principio de la utilización pacífica de la zona polar, en la
que se prohíbe “toda medida de carácter militar, tal como el establecimiento de bases y fortificaciones
militares, la realización de maniobras militares, así como los ensayos de toda clase de armas”. Dispone la
congelación de las reclamaciones territoriales existentes y prohíbe la formulación de otras. Niega, por
tanto, todo derecho de soberanía sobre la zona polar aunque dice que ninguna disposición del tratado se
interpretará como una renuncia de los Estados a los fundamentos de las reclamaciones territoriales que
pudieran tener. Reconoce la libertad de investigación científica y de libre intercambio de información,
para lo cual reafirma el derecho de acceso de los Estados a cualquier parte del espacio antártico y a la
instalación de estaciones y equipos destinados a tal fin. Prohíbe el depósito de desechos radiactivos.
Impide la explotación de los recursos naturales de esta zona planetaria y la destina para la actividad
científica de todos los Estados en beneficio de la humanidad.
Al amparo de este tratado se realizó en Londres, 1972, la convención sobre protección de las focas en la
Antártida. Y en Canberra, el 20 de mayo de 1980, la de conservación de los recursos de esa zona. En
1991 se suscribió en Madrid un protocolo complementario al Tratado Antártico sobre la protección del
medio ambiente, en el cual se prohibió la explotación de los recursos minerales de la zona polar por
cincuenta años, a menos que una decisión unánime de los países miembros dispusiera otra cosa.
La Antártida tiene una extensión aproximada de 13,2 millones de kilómetros cuadrados, cubiertos casi en
su totalidad por hielo permanente. Está rodeada por el océano Glaciar Antártico. En ella se acumula el
95% del hielo del planeta. Es una región completamente deshabitada, salva la presencia ocasional de
investigadores científicos provenientes de diversos países. Sin embargo, tiene importancia científica,
económica y estratégica. Esto explica el interés de los países poderosos en “internacionalizarla” y
convertirla en un patrimonio común de la humanidad al que sólo ellos pueden tener acceso en la práctica
y el afán de otros de marginarse en ella un dominio territorial de carácter soberano, mediante la
proyección hacia el polo sur de los meridianos que limitan las partes enfrentadas a la Antártida de sus
respectivos territorios, en aplicación de la teoría de la llamada “defrontación”, a fin de precautelar en su
beneficio las riquezas mineras localizadas en las entrañas de esa parte del planeta.
Los Estados han invocado muchas y diversas razones para justificar su pretendido dominio territorial
sobre el continente antártico. Han planteado, como títulos jurídicos, el descubrimiento, la ocupación, la
contigüidad geográfica, la “defrontación”, la accesión, la proximidad geográfica, la afinidad geológica, la
influencia ecológica y otras invocaciones.
En todo caso, las tierras que rodean al polo Antártico serán, en un futuro cercano, serán materia de
intensas controversias internacionales.
Por lo pronto está en vigencia el Tratado Antártico, celebrado en diciembre de 1959, que ha establecido
ciertos principios de regulación sobre esta zona polar y ha congelado temporalmente las reivindicaciones
territoriales de los Estados. Muchos de ellos han enviado expediciones científicas y han instalado allí
campamentos. Hay un gran afán internacional por investigarla. La “cuestión antártica” ha surgido
repetidamente en la agenda anual de la Asamblea General de las Naciones Unidas. En 1983 ella
recomendó al secretario general realizar un “estudio objetivo de todos los aspectos de la Antártida” y en
múltiples ocasiones los Estados miembros han pedido a la Organización Mundial que tome medidas para
la conservación de las riquezas naturales de esa parte del planeta.
Aunque han quedado aplazadas las aspiraciones territoriales de muchos Estados por la vigencia del
tratado antártico, el problema no está aún resuelto en términos definitivos.
5. La adquisición de territorios. El Derecho Internacional clásico, siguiendo los principios que rigieron la
adquisición del dominio sobre los bienes inmuebles en el antiguo Derecho Romano, estableció los modos
originarios y los derivativos de la apropiación territorial por los Estados.
a) Modos originarios. Los modos originarios de adquisición de la soberanía territorial son tres: el origen
histórico, “terra nullius” y accesión.
El primero asigna al Estado las tierras cuya posesión tuvo al momento de nacer a la vida soberana. Esto
significa que ese territorio está ligado al propio origen del Estado. En virtud de este hecho su soberanía
sobre tales tierras le resulta oponible ante los demás Estados, puesto que en su poder estuvieron al
momento de entrar a la vida independiente. Por consiguiente, si un territorio asume la plenitud de
gobierno propio o una colonia se emancipa de su metrópoli y decide constituirse en Estado, su ámbito
territorial es el que tuvo al momento de la emancipación. Esa es la base física sobre la que se levanta el
nuevo Estado.
El segundo modo de adquirir el dominio territorial es el que se funda en el principio de terra nullius,
mediante el cual se adquieren las tierras no sometidas a la soberanía de otro Estado. Este principio
perteneció a la era de los descubrimientos geográficos y hoy ha perdido fuerza y vigencia. El Derecho
Internacional clásico admitía la ocupación de las tierras que no pertenecieran a un Estado, siempre que
concurrieran actos de ejercicio de autoridad exclusiva y “animus occupandi”, es decir, la intención de
ejercer soberanía sobre ellas. En su laudo arbitral dentro de la disputa entre México y Francia por el
dominio de la deshabitada isla Clipperton en el océano Pacífico, el rey de Italia declaró en 1931, al fallar
a favor del país europeo, que “existe razón para admitir que, cuando en 1858 Francia proclamó su
soberanía, esa isla estaba en situación de territorium nullius y, por consiguiente, susceptible de
ocupación”. Y agregó que no cabe duda de que Francia, “por un uso inmemorial que tiene la fuerza de
Derecho” y por su animus occupandi, reúne las condiciones necesarias para ejercer su dominio soberano
sobre ella. En 1933 se suscitó un litigio entre Noruega y Dinamarca por la posesión de parte de
Groenlandia, resuelto por la Corte Permanente de Justicia de La Haya, que rechazó la pretensión noruega
porque consideró que Dinamarca había ejercido sobre ese territorio actos continuos de autoridad, con la
intención de actuar soberanamente, y que por tanto ese territorio no era terra nullius.
La accesión es también un medio originario de adquirir el dominio territorial según el viejo principio del
Derecho Romano de que accesorium sequitur principale (lo accesorio sigue el destino de lo principal),
sin necesidad de declaración alguna. La accesión consiste en la adición de tierras a las costas marítimas o
a las riveras fluviales de un Estado o en la formación de islas en sus aguas territoriales. Puede ocurrir por
causas naturales o por obra del hombre. Son casos de accesión los fenómenos geológicos denominados
aluvión, delta y nueva isla. España y Marruecos, por ejemplo, se han visto beneficiados por el aluvión
marino que se consolidó entre el Peñón de Vélez de la Gomera y la costa continental africana, dentro de
las aguas territoriales de cada uno de los dos países.
b) Modos derivativos. Entre los modos derivativos de adquirir la soberanía territorial están la cesión, la
conquista y la prescripción.
De cesión de territorios hay muchos precedentes en el Derecho Internacional. Se la ha hecho mediante
tratados de paz o bien por la compraventa de territorios entre los países. En 1803 los Estados Unidos
compraron Louissiana a Francia por quince millones de dólares, en 1819 Florida a España por cinco
millones y en 1867 Alaska a los rusos. Mediante un contrato suscrito el 30 de junio de 1899, España cedió
a Alemania la soberanía sobre las islas Carolinas, Marianas y Palao a cambio de 25 millones de pesetas.
Estos fueron casos de cesión de territorios a título oneroso.
La conquista tiene muchos más antecedentes históricos como medio de obtener el dominio territorial. En
el Derecho Internacional clásico, cuando la guerra era considerada casi como una función natural de los
Estados, la conquista de territorios era cosa normal. El mapa político de Europa se hizo y se deshizo
muchas veces durante los pasados siglos a causa de las guerras, en que los vencedores despojaron de sus
territorios a los vencidos. Nadie objetaba en esos tiempos el “derecho” de los triunfadores a ampliar sus
fronteras por la fuerza de las armas. Es relativamente reciente el repudio a las conquistas militares como
fuente de derechos. Algo se dijo sobre el tema en las conferencias internacionales de paz realizadas en La
Haya el 18 de mayo de 1899 y el 15 de junio de 1907, pero más pudieron los afanes expansionistas de los
Estados. El 28 de junio de 1919 se firmó el Tratado de Versalles, en el cual se creó la Sociedad de las
Naciones con el propósito de establecer una comunidad mundial de Estados que asegurara la paz y la
seguridad internacionales. Con ella se formuló un marco institucional, si bien incipiente y precario
todavía, para la codificación y aplicación del Derecho Internacional. Sin embargo, nada de eso funcionó
en la práctica. No operó la solución judicial de las controversias, ni la prohibición de la guerra tuvo
eficacia real, ni se consiguieron resultados satisfactorios en el campo del <desarme, ni se establecieron
mecanismos eficientes de control de armamentos. Por eso la Sociedad de las Naciones asistió impotente a
la agresión de Manchuria por el Japón en 1931, a la guerra entre Italia y Abisinia de 1934 a 1935, a la
anexión de la región checoeslovaca de los sudetes a Alemania en 1939, a la invasión soviética contra
Finlandia en el mismo año y, finalmente, al desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial por obra
del nazi-fascismo.
Recién con la expedición de la Carta de las Naciones Unidas el 26 de junio de 1946 se proscribieron
seriamente en el Derecho Internacional las conquistas territoriales alcanzadas por la amenaza o el uso de
la fuerza. Y tanto la Asamblea General como el Consejo de Seguridad se han empeñado denodadamente
durante el último medio siglo para detener las confrontaciones armadas entre los Estados.
Algunos tratadistas consideran que la prescripción es otro de los modos derivativos de obtener el dominio
territorial, aunque se ha discutido si este medio adquisitivo, tan común en el Derecho Civil, resulta
aplicable al Derecho Internacional. La prescripción adquisitiva se funda en el despliegue de autoridad
soberana de un Estado sobre un territorio y que no consiste simplemente en actos materiales de
explotación económica o de aprovechamiento de sus riquezas naturales, ni en la mera tenencia como
administrador fiduciario o arrendatario, sino en el ejercicio de autoridad política continua, pública,
pacífica e incontestada sobre ese espacio físico. Esto supone la existencia de un territorio que perteneció a
un Estado pero sobre el cual otro ha adquirido la soberanía por actos de gobierno realizados pública y
continuadamente durante cierto tiempo y sin protesta del anterior soberano. Lo cual ciertamente resulta
muy difícil de darse en la realidad. Talvez podría ocurrir en alguna zona fronteriza que, por su
alejamiento y falta de control, haya podido ser ocupada por otro Estado. Pero aun en este caso esa
ocupación deberá haber sido pública, pacífica y continuada, cosa que en la práctica sólo podría ocurrir
con la aquiescencia de la otra parte.
6. La teoría de la extraterritorialidad. Es una ficción jurídica forjada por el Derecho Internacional
clásico, en virtud de la cual se considera que las sedes diplomáticas, los domicilios de sus agentes y los
barcos mercantes y de guerra constituyen “territorio” del Estado cuya representación y bandera ostentan y
que, por tanto, en ellos rigen las leyes del país de origen y no las del lugar en donde se encuentran.
Según esta teoría, los espacios físicos ocupados por la embajada de un país extranjero y por la residencia
de su embajador son enclaves territoriales del Estado acreditante en el suelo del Estado receptor, en los
cuales rigen las leyes de aquél. De modo que todos los actos ejecutados dentro de los edificios
diplomáticos o de las residencias de los embajadores están regidos por la jurisdicción del Estado
extranjero. El juzgamiento por la comisión de un delito, por ejemplo, corresponde a los jueces y
tribunales del país de origen de los agentes diplomáticos y no a las judicaturas del Estado ante el cual
ejercen su representación. Y lo mismo ocurre en los demás ámbitos legales: el civil, el laboral, el
administrativo. Los agentes diplomáticos gozan de inmunidad y no pueden ser enjuiciados por las
autoridades locales ni bajo sus leyes, sino únicamente por los jueces y leyes de su país. Todo esto fundado
en la ficción de la extraterritorialidad, es decir, en la consideración de que el ámbito físico de las sedes
diplomáticas constituye una prolongación del territorio del Estado cuya representación ejercen.
La teoría de la <extraterritorialidad fue una excepción al principio de la territorialidad de la ley, tal
como se conoce en el Derecho Político, es decir, al principio de que la ley de un Estado rige en todo su
ámbito territorial.
7. Territorio y ciberespacio. La cibernética creó un escenario artificial donde se desarrollan muchas de las
actividades de las sociedades contemporáneas: el ciberespacio, que es un “espacio virtual”, carente de
corporeidad, medido en bits y no en átomos.
Este espacio se ha superpuesto, en la sociedad del conocimiento, al territorio estatal tradicional como
escenario de la actividad humana. Es allí donde se realiza on-line buena parte de las relaciones sociales.
En términos tradicionales, lo social siempre estuvo vinculado a un territorio, a un lugar físico, a un
espacio geográfico, donde las personas se encontraban e interactuaban. Hoy el encuentro e interacción, en
gran medida, se dan en el ciberespacio, que es donde se realizan on-line muchas de las actividades
humanas y de las relaciones sociales.
La “geograficidad” ha cedido paso a la “virtualidad” en la sustentación de las acciones humanas. La
política, la información, las telecomunicaciones, las actividades académicas, las transacciones
mercantiles, las operaciones financieras y la rotación de los capitales, que antes tenían un referente
territorial, han alcanzado velocidad de vértigo y escala planetaria en internet. Esta es una realidad nueva
forjada por la revolución electrónica.
El ciberespacio es un escenario artificial creado por los ordenadores, que ha reemplazado al territorio
tradicional como base de muchas de las actividades de las sociedades de nuestro tiempo.
ESPACIO AÈREO
Desde el punto de vista objetivo, el territorio de un Estado es un cuerpo tridimensional de forma cónica,
cuyo vértice señala el centro de la Tierra y cuya base se pierde en el espacio aéreo. No es una figura plana
de dos dimensiones: longitud y latitud, sino un cuerpo geométrico que tiene también una tercera
dimensión: la profundidad.
Por tanto, el ámbito jurisdiccional de un Estado comprende: el territorio superficial, el territorio o espacio
aéreo, el territorio subterráneo y el territorio marítimo.
El espacio aéreo abarca las capas atmosféricas que cubren la superficie firme y marítima de su territorio,
hasta el límite en que comienza el >espacio interplanetario. El territorio superficial comprende la costra
terrestre, dentro de las fronteras estatales. El espacio subterráneo está integrado por los estratos
subyacentes que van hasta el centro del planeta. Y el territorio marítimo es la masa de agua, con sus
respectivos lecho marino y subsuelo, hasta la distancia en que comienza la llamada zona económica
exclusiva.
El territorio aéreo o espacio aéreo es el ámbito superior hasta donde llega la soberanía estatal en su
sentido vertical. Linda con el espacio interplanetario. El límite superior del espacio aéreo es, al mismo
tiempo, el límite inferior del espacio interplanetario. Pero ese límite aún no se ha fijado. Todos
entendemos que el ámbito atmosférico del Estado debe tener una frontera, que no puede extenderse ad
infinitum, pero esa delimitación todavía no se ha efectuado y no veo posibilidades próximas de que se lo
haga porque la indefinición sirve a los intereses de las potencias espaciales, que son las únicas que, con su
dominio científico y tecnológico, pueden hacer uso pleno de la “libertad del aire”.
La convención de Chicago de 1944 sobre Aviación Civil Internacional intentó, sin lograrlo plenamente,
señalar el límite del espacio aéreo en la altura hasta donde una aeronave puede sustentarse en las
“reacciones del aire”, es decir, en las respuestas que el aire da a las acciones del motor de la aeronave,
pero como la tecnología aerodinámica avanza y cada vez se inventan aviones más eficientes que, con
mejores medios de propulsión y sustentación, pueden elevarse a mayores alturas, este límite se vuelve
extremadamente incierto.
El progreso tecnológico hace variable y relativa aquella distancia y la invalida como referencia para
señalar los límites superiores del espacio aéreo y los inferiores del
El progreso tecnológico hace variable y relativa aquella distancia y la invalida como referencia para
señalar los límites superiores del espacio aéreo y los inferiores del espacio cósmico.
Urgidas por el vuelo de los dirigibles zeppelin en 1901 y por la máquina voladora inventada en 1903 por
los hermanos Wright, las teorías que se emitieron en el siglo XX para tratar de señalar los límites del
espacio aéreo han sido de lo más disímiles. A principios de siglo se propusieron diversas tesis: la de que
el espacio aéreo debe ir hasta donde alcance el poder de la vista, o hasta la altura máxima a donde puede
llegar la bala de cañón, o tan lejos como el Estado subyacente pueda ejercer control efectivo sobre su
atmósfera, o hasta la altura donde una aeronave pueda sustentarse en las reacciones del aire, o el criterio
de la fuerza de gravedad, es decir, de la atracción terrestre a los objetos que vuelan sobre el firmamento.
Después se propusieron distancias concretas medidas en millas. Todas ellas resultaron arbitrarias. En
resumen, unas teorías carecieron de la necesaria perspectiva histórica para prever los avances de la
aeronáutica y de la astronáutica, otras obedecieron a los intereses concretos de los países que manejan la
tecnología, por lo que ninguna de ellas prosperó.
En la primera mitad del siglo XX se realizaron importantes conferencias internacionales sobre
aeronavegación y se intentó delimitar el espacio aéreo de los Estados. En 1910 se reunió una en París,
otra en Verona el mismo año, la de los aliados en 1919 en París, la conferencia iberoamericana de Madrid
en 1926, la interamericana de Lima en 1928, la de aviación comercial en La Habana en 1928, la
panamericana de Montevideo en 1933, la de Chicago en 1944, en 1967 la de las Naciones Unidas sobre el
Tratado del Espacio y la convención sobre actividades de los Estados en la Luna y otros cuerpos celestes
de 1979.
Si bien ninguna de ellas alcanzó el objetivo de señalar los límites del espacio aéreo, todas contribuyeron
sin duda a la integración del Derecho Aéreo y del Derecho del Espacio, como ramas especializadas del
Derecho Internacional Público.
Esas conferencias propugnaron el principio de que las capas atmosféricas forman parte del territorio
estatal sobre el cual gravitan y de que, por tanto, deben estar sometidas a la soberanía del Estado
subyacente, pero no llegaron a definir las dimensiones del espacio aéreo.
El signo de la incertidumbre ha acompañado, en estos puntos y durante mucho tiempo, a todas las
conferencias internacionales. Y la indefinición, que parece ser buscada de propósito, ha favorecido a las
potencias aéreas que son las únicas que pueden ejercer, en el marco de un amplio aer liberum, las más
irrestrictas prerrogativas sobre el espacio.
La misma incertidumbre ha imperado en el ámbito de la teoría jurídica. Partiendo del convencimiento de
que la delimitación del territorio aéreo de los Estados es un imperativo de la >seguridad nacional y de la
vida de relación entre los Estados, los tratadistas han propuesto toda clase de fórmulas para precisarla.
Unos han señalado, de un modo más o menos arbitrario, distancias que van de los 80 a los 140 kilómetros
desde la superficie terrestre, otros han hablado del apogeo o perigeo de los satélites artificiales como
referencias para fijar ese límite. Se ha pretendido por algunos autores señalar el ámbito territorial aéreo en
función de la capacidad efectiva de los Estados para controlarlo o han pretendido fijarlo en razón del
grado de densidad del aire. Han sido numerosas las formulaciones teóricas que se han hecho con arreglo a
criterios territoriales, espaciales o funcionales.
En todo caso, a muchos tratadistas les parece razonable que aquel límite aún no establecido no debería ir
más allá de la atmósfera porque el propio sentido geofísico de la expresión “espacio aéreo” se refiere al
aire y más allá de la atmósfera no se encuentra este elemento.
Pero en la práctica ha ocurrido que, mientras se buscan fórmulas de aceptación general, los Estados
desarrollados han establecido, con la fuerza de los hechos consumados, una norma consuetudinaria
internacional según la cual el límite superior del espacio aéreo de los Estados —hasta donde alcanza la
tercera dimensión de su soberanía— está dado por el perigeo mínimo de los satélites en órbita, esto es,
entre 100 y 110 kilómetros sobre la superficie terrestre. Todo lo que está encima de ese límite —incluidos
la >órbita geoestacionaria que está situada a 35.786,55 kilómetros de distancia de la superficie terrestre y
los cuerpos celestes— es el espacio sideral, considerado como bien común de la humanidad para fines
pacíficos.
Esto dijo con entera claridad el delegado de la Unión Soviética ante el subcomité jurídico de las Naciones
Unidas en 1979: “un creciente número de Estados ha venido defendiendo el establecimiento de la
frontera entre el espacio aéreo y el espacio exterior a una altitud de 100 a 110 kilómetros sobre el nivel
del mar”.
Por eso es imprescindible que una convención internacional, lo suficientemente representativa de la
opinión mundial, elabore un régimen jurídico para el espacio aéreo de los Estados, determine su forma y
su límite superior —que es, al propio tiempo, el límite inferior del espacio interplanetario—, establezca la
regimentación jurídica a que debe estar sometido, regule las nuevas relaciones humanas que nacen de la
utilización de esos espacios y señale los deberes y derechos de los Estados en los ámbitos espaciales que
se abren.
En su propósito de circunscribir la tercera dimensión del territorio estatal, esa convención tendrá que
proyectar, desde el centro de la Tierra, que es el punto donde convergen los territorios de todos los
Estados, las líneas radiales que configuren el cuerpo geométrico conoide en que el territorio consiste,
hasta el límite donde comienza el espacio cósmico sometido al régimen de res communis omnium.

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Derecho Territorial y Marítimo Internacional

  • 1. MATERIAL DE ESTUDIO No. 2- I UNIDAD Derecho Territorial y Marítimo Internacional Ciclo I- Año Lectivo 2014 EL TERRITORIO (Fuente: www.enciclopediadelapolitica.org/Default.aspx) No se concibe un Estado que no posea una base física sobre la cual se asiente y desenvuelva su actividad. Desde el punto de vista jurídico y referido al Estado, esa base física recibe el nombre de territorio. Por tanto, este es un concepto complejo formado por un elemento objetivo: el entorno físico, y un elemento subjetivo: la relación jurídica entre él y el Estado. Para decirlo en otras palabras, el territorio es el espacio al que se circunscribe la validez del orden jurídico estatal y, por tanto, marca el límite espacial de la acción de los gobernantes y de las leyes nacionales. El territorio es un elemento indispensable para que exista un Estado. No hay Estado sin territorio. El Estado es una organización esencialmente territorial. Todas sus manifestaciones —soberanía, poder político, ley, nacionalidad— están referidas al territorio. Desde el punto de vista objetivo, el territorio es un cuerpo tridimensional de forma conoide, cuyo vértice señala el centro de la Tierra y cuya base se pierde en la atmósfera. No es una figura plana de dos dimensiones: longitud y latitud, sino un cuerpo geométrico que tiene también una tercera dimensión: la profundidad. De esta manera, el ámbito jurisdiccional de un Estado comprende: el territorio superficial, el territorio aéreo, el subsuelo y el territorio marítimo. El territorio aéreo abarca las capas atmosféricas que cubren los espacios terrestre y marítimo, hasta el límite en que comienza el espacio interplanetario. El territorio superficial comprende la costra terrestre, dentro de las fronteras estatales. El espacio subterráneo está integrado por los estratos terrestres subyacentes que van hasta el centro del planeta. Y el territorio marítimo es la masa de agua y sus respectivos lecho marino y subsuelo. No siempre el territorio fue considerado en sus tres dimensiones. En los inicios del Estado como unidad territorial soberana, su espacio físico fue apenas la superficie terrestre, aun cuando los romanos tuvieron ya la noción, en el ámbito del Derecho civil, de que el subsuelo pertenecía al dueño de la superficie, según la conocida fórmula cujus est solum de las instituciones de Justiniano. La ciencia se encargó de ampliar el concepto de territorio en sentido vertical. La primera respuesta jurídica que recibió el invento de los hermanos Montgolfier (1783) —el globo de aire caliente que se elevó en los cielos parisienses— fue la expedición del decreto de 1784, por el cual se prohibieron estos vuelos sobre el territorio francés sin la autorización de su gobierno. Siglo y medio más tarde, durante la Primera Guerra Mundial, varios países europeos reivindicaron su soberanía sobre el espacio aéreo para tratar de impedir los vuelos de los aviones de los Estados contendientes. En la convención internacional sobre aviación civil celebrada en Chicago en 1944 se estableció el límite del espacio aéreo —y, por tanto, de la soberanía de cada Estado en sentido vertical— en la altura máxima que podía alcanzar un avión de aquel tiempo. Después vinieron distancias más ambiciosas. Así fue afirmándose progresivamente el imperium del Estado sobre su atmósfera, que es hoy uno de los principios fundamentales del Derecho Internacional, y configurándose el concepto tridimensional del territorio estatal. Es materia del Derecho Territorial la regulación de todo lo referente a la apropiación del espacio aéreo, terrestre y marítimo por parte de los entes políticos. 1. Territorio aéreo. El avance científico y tecnológico, al emprender en la conquista del espacio sideral y al ampliar los horizontes de la acción de los Estados, ha suscitado renovadas preocupaciones sobre la cuestión territorial. Los juristas han formulado nuevos sistemas normativos para tratar de regular el uso del espacio aéreo sometido a la soberanía estatal —el <Derecho Aéreo— y la exploración del espacio
  • 2. interplanetario, sujeto al régimen res communis omnium —el <Derecho del Espacio—, como ramas especializadas del Derecho Internacional Público. Desde que se produjo el vuelo de los dirigibles Zeppelin en 1901 por los cielos europeos y la invención de la máquina voladora de los hermanos Wright en 1903, la ciencia jurídica se vio enfrentada a la necesidad de crear nuevos sistemas normativos capaces de regimentar tanto el territorio atmosférico de los Estados como el espacio sideral —con la Luna, los planetas y los demás cuerpos celestes— que se habían convertido en el objetivo principal de las investigaciones científicas del hombre. Lo primero fue tratar de establecer la altura a la que llega el territorio de los Estados en su dimensión vertical y de señalar los límites que le separan del espacio ultraterrestre. Esto intentó hacer en 1944 la convención sobre navegación aérea de Chicago, si bien con toda la limitación de los conocimientos científicos de su época. Pero la delimitación que ella estableció fue imprecisa, porque al señalar que el espacio aéreo llegaba hasta la altura en que la atmósfera era capaz de sustentar a una máquina voladora, el límite quedó sometido a las variaciones que la tecnología produjo en la construcción de aeronaves. Con la invención de aviones cada vez más potentes, veloces y de mayor radio de acción, el espacio aéreo cobró posibilidades virtualmente ilimitadas de expansión y la referencia de 1944 quedó inutilizada. Más tarde, el Tratado del Espacio de las Naciones Unidas de 1967 no se atrevió a afrontar el problema. De modo que no existe frontera jurídica alguna que separe el espacio aéreo sometido a la soberanía estatal del espacio exterior considerado como bien común de la humanidad. Se emitieron diversos criterios a lo largo del siglo XX para tratar de señalar esos límites, pero hasta hoy no ha sido posible alcanzar un consenso de validez general al respecto. Los intereses económicos, estratégicos y geopolíticos de los Estados grandes lo han impedido. No hay una norma internacional que los señale. En la práctica lo que ha ocurrido es que, a falta de una delimitación jurídica de validez general, los Estados desarrollados han establecido, con la fuerza de los hechos consumados, una norma consuetudinaria internacional según la cual el límite superior del espacio aéreo de los Estados —hasta donde alcanza la tercera dimensión de su soberanía— está dado por el perigeo mínimo de los satélites en órbita, esto es, entre 100 y 110 kilómetros sobre la superficie terrestre. Todo lo que está encima de ese límite —incluida la <órbita geoestacionaria que está situada a 35.786,55 kilómetros de distancia de la superficie terrestre y los cuerpos celestes— es el espacio sideral, considerado como patrimonio común de la humanidad para fines pacíficos. Esto lo dijo con entera claridad el delegado de la Unión Soviética ante el subcomité jurídico de las Naciones Unidas en 1979: “un creciente número de Estados ha venido defendiendo el establecimiento de la frontera entre el espacio aéreo y el espacio exterior a una altitud de 100 a 110 kilómetros sobre el nivel del mar”. El asunto es muy complejo. Iniciativas teóricas no han faltado. Desde principios del siglo XX se propusieron diversas tesis para buscar una solución al problema. En la comunidad internacional hubo siempre una clara conciencia de que la indefinición sobre un tema de tan vital importancia no debía persistir. En un proceso semejante al que se siguió para delimitar el mar territorial, se formularon las más diversas teorías. La de que el espacio aéreo debía ir hasta donde alcanzara el poder de la vista, o hasta la altura máxima a donde llegara la bala de cañón, o tan lejos como el Estado subyacente pudiera ejercer control efectivo sobre su atmósfera. La convención de aviación civil de Chicago en 1944 propuso que el espacio aéreo de los Estados debe llegar hasta la altura donde una aeronave pueda sustentarse en las reacciones del aire. Se planteó también el criterio de la fuerza de atracción terrestre como referencia para esa delimitación. Después se intentaron distancias medidas en millas. Pero estas tesis no prosperaron, ya porque carecieron de perspectiva histórica para prever los avances de la ciencia aeronáutica —y astronáutica—, ya porque obedecieron a los intereses de los países dueños de la tecnología más avanzada. En la primera parte del siglo XX se realizaron importantes conferencias internacionales sobre navegación aérea y en ellas se intentó delimitar el espacio superior de los Estados: la reunida en París en 1910, la de Verona en el mismo año, la de los aliados en París en 1919, la conferencia iberoamericana de Madrid en 1926, la interamericana de Lima en 1928, la de aviación comercial en La Habana en 1928, la panamericana de Montevideo en 1933, la de aviación civil internacional de Chicago en 1944, la del Tratado del Espacio promovida por las Naciones Unidas en 1967 y el acuerdo de 1979 sobre las actividades de los Estados en la Luna y otros cuerpos celestes.
  • 3. Todas estas conferencias reafirmaron la tesis de que las capas atmosféricas forman parte del territorio del Estado sobre el cual gravitan y de que, por tanto, están sometidas a su soberanía. Ellas son, en consecuencia, inviolables como el resto del territorio estatal y no admiten ni siquiera el paso inocente de aeronaves extranjeras sin previo permiso. Sin embargo, tales conferencias no llegaron a definir de una manera precisa y con validez general las dimensiones y los límites del espacio aéreo ni, por consiguiente, del espacio exterior sometido al régimen de res communis omnium. El signo del desacuerdo ha acompañado, en estos puntos y desde entonces, a todas las conferencias internacionales. Y la indefinición, que parece ser buscada de propósito, ha favorecido ciertamente a las potencias aéreas que pueden ejercer, en el marco de un amplio aer liberum, las más irrestrictas prerrogativas sobre el espacio. La Duodécima Conferencia Interamericana de Abogados, reunida en Bogotá en 1961, aprobó la Carta Magna del Espacio, cuyos principios fundamentales establecen, aunque sin poder vinculante, que el espacio habrá de dividirse en espacio aéreo y espacio interplanetario, que el primero será considerado como parte del territorio del Estado que bajo él se encuentra, que el espacio interplanetario deberá considerarse como “res communis” y no como “terra nullius”, que el espacio interplanetario se usará exclusivamente con fines pacíficos, que el derecho de explorarlo corresponde a todos los Estados en beneficio de la humanidad, que el desembarque y la ocupación en otro planeta no darán a Estado alguno el derecho de propiedad o de control sobre él y, finalmente, que se proscribirá la guerra en el espacio interplanetario. En el XXI período de sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas se aprobó por aclamación el 19 de diciembre de 1966 el Tratado del Espacio, que entró en vigencia el 10 de octubre de 1967. En este instrumento internacional se proponen, entre otros principios de Derecho Internacional, que “la exploración y utilización del espacio extraterrestre, incluso la Luna y otros cuerpos celestes, deberán hacerse en provecho y en interés de todos los países, sea cual fuere su grado de desarrollo económico y científico, e incumben a toda la humanidad” y que el“ espacio ultraterrestre, incluso la Luna y otros cuerpos celestes, no podrá ser objeto de apropiación nacional por reivindicación de soberanía, uso u ocupación, ni de ninguna otra manera”. Sin embargo, queda por señalar la línea limítrofe en que termina el espacio aéreo y en que comienza el espacio interplanetario y por definir las dimensiones exactas del territorio aéreo de los Estados. Dado que él tiene forma conoide, cuyo vértice señala el centro de la Tierra y cuya base colinda con el espacio cósmico, lo lógico sería que, para delimitarlo lateralmente, se proyecten hacia fuera, desde el centro del planeta —que es el punto donde convergen los territorios de todos los Estados— las líneas radiales que configuren el cuerpo geométrico del territorio estatal, hasta el límite donde comienza el espacio sideral sometido al régimen de res communis omnium. Dentro del ámbito atmosférico encerrado entre la superficie terrestre y la marítima, por abajo, y el límite donde comienza el espacio sideral, por arriba, y flanqueado por las líneas radiales antes referidas, el Estado puede ejercer plenamente sus derechos soberanos sobre el espacio aéreo que le corresponde. Esos derechos son, fundamentalmente, dos: aprovechar el aire como recurso económico y utilizarlo como medio de transporte. El ejercicio de la primera prerrogativa compete al <Derecho Aéreo y, el de la segunda, al <Derecho Aeronáutico. Dentro de la órbita de éste se encuentran las llamadas cinco libertades del aire, reconocidas por el convenio sobre transporte aéreo internacional suscrito, como anexo de la convención de Chicago, el 7 de diciembre de 1944. Esas libertades, que pertenecen a la aviación comercial, son las siguientes: 1) la de cruzar el territorio aéreo de otro Estado, bajo autorización general emanada de un tratado internacional o con permiso especial, 2) la de aterrizar en su suelo con fines no comerciales, como los de escala técnica, provisión de combustible, reparación mecánica o solución de cualquier otra emergencia, 3) la de desembarcar en otro Estado pasajeros, carga o correo, tomados en el Estado cuyo pabellón ostenta la aeronave, 4) la de embarcar pasajeros, carga o correo con destino al Estado cuya nacionalidad tiene la nave, y 5) la de tomar pasajeros, carga o correo con destino a cualquier otro Estado y la de desembarcar pasajeros, carga o correo procedentes de cualquier otro Estado.
  • 4. De estas libertades, dos son propiamente de tránsito aéreo y tres de tráfico. Esto quiere decir que dos tienen naturaleza política y tres naturaleza comercial. Al margen de estas cinco libertades consagradas por el convenio de Chicago surgieron posteriormente otras tres: a) la de transportar pasajeros, correo y carga desde un Estado extranjero a otro, cruzando sobre el territorio del Estado al cual pertenece la nave y haciendo escala en él; b) la de transportar pasajeros, correo y carga entre dos países distintos al de la nacionalidad de la nave, sin tocar el territorio de éste, y c) la de cabotaje aéreo, o sea el derecho de transportar pasajeros y carga dentro del territorio de un Estado. No obstante la existencia de este acuerdo internacional, generalmente la concesión de estas libertades es materia de negociación bilateral entre los Estados, siguiendo el precedente establecido por el Acuerdo de Bermudas celebrado por los Estados Unidos de América y la Gran Bretaña en 1956. 2. Territorio superficial y subsuelo. Las relaciones entre los entes políticos y su entorno geográfico fueron objeto de preocupación de los grandes teóricos de la política en todos los tiempos. Los pensadores de las antiguas India y Persia, los astrólogos egipcios, los profetas judíos, los sabios de la vieja China, los más eminentes filósofos griegos y romanos, algunos padres de la Iglesia, ciertos pensadores medievales y multitud de tratadistas modernos y actuales han destacado los efectos que las condiciones geográficas, telúricas y cósmicas tienen sobre la conducta de los hombres y, por ende, sobre los procesos sociales. Ha sido principalmente la >sociología la que se ha preocupado de investigar los influjos telúricos que obran sobre el ser humano y sobre la sociedad. El sociólogo Friedrich Ratzel (1844-1904), con la conocida fórmula de que “el hombre es un pedazo de la tierra”, y el biólogo Alexis Carrel (1873-1944), quien afirmó que “somos un producto exacto del limo terrestre”, sintetizaron maravillosamente la naturaleza de las relaciones que existen entre el hombre y su entorno físico. Dentro de esta línea de preocupaciones, unos sociólogos se inclinaron por la tesis del determinismo geográfico de los Estados, otros hablaron sólo de posibilidad geográfica, pero todos compartieron la idea de que el entorno físico ejerce una clara influencia sobre la conducta y <desarrollo de los grupos humanos que dentro él se establecen. 3. Territorio marítimo. El mar territorial o territorio marítimo está compuesto por la masa de aguas adyacente a las costas del Estado y por el lecho del mar y el subsuelo que yacen bajo esas aguas. Se extiende desde los lugares más salientes de la costa hasta una distancia, mar afuera, que ha sido fijada de diversa manera por los Estados y por las convenciones internacionales. El mar territorial forma parte del territorio del Estado ribereño y está sometido a su potestad soberana. Así lo señalan desde remotos tiempos las leyes y las costumbres de los Estados. El límite del dominio territorial de los entes políticos sobre sus mares adyacentes se ha discutido desde antiguas épocas. Para señalarlo se aplicó primero el jus gentium del Derecho Romano, cuyos principios siguieron las pautas tradicionales del derecho civil, dado que para los juristas de Roma había un paralelismo entre las sociedades políticas y los individuos en cuanto al ejercicio de sus derechos de propiedad sobre las cosas. Más tarde, los primeros tratadistas de cuestiones internacionales consideraron que el dominio territorial de los Estados sobre el mar debía llegar hasta la línea de la baja marea de sus costas. El jurista inglés John Selden, en el afán de defender los intereses marítimos de su país, escribió en 1635 que los mares contiguos a las líneas de costa de un Estado tenían una condición jurídica diferente a la de la altamar. Así contribuyó a asegurar el dominio de Inglaterra sobre sus ámbitos marinos. En 1702 el publicista holandés Cornelius Van Bynkershoek propuso que la distancia de las aguas territoriales fuese el alcance de una bala de cañón disparada desde la ribera, de acuerdo con su célebre fórmula: “imperium terrae finiri ubi fintur armorum potestas”. Este criterio se generalizó. Cincuenta años más tarde la fórmula sirvió de base para crear la llamada “regla de las tres millas” en la fijación de la anchura del mar territorial, que era la distancia que en ese tiempo podía alcanzar una bala de cañón disparada desde la orilla. Hacia mediados del siglo XVIII se habló de la legua marina, que equivale a las tres millas, como el límite del mar territorial, y durante el siglo XIX la tesis del disparo de cañón —quousque tormenta exploduntur— fue
  • 5. aceptada por muchos Estados, entre ellos Gran Bretaña y la Unión norteamericana, cuya influencia fue decisoria para impulsarla. Thomas Jefferson, a la sazón Secretario de Estado norteamericano, en una nota sobre el tema dirigida el 8 de noviembre de 1793 a los ministros de relaciones exteriores de Gran Bretaña y Francia, les informó que su gobierno considera que el mar territorial tiene “la distancia de una legua marítima, es decir, tres millas geográficas, a partir de la costa” y que “esta distancia no podría admitir oposición, ya que está reconocida por tratados entre algunos de los Estados con los cuales mantenemos relaciones de comercio y de navegación”. Esta tesis se inscribió dentro del criterio prevaleciente en esa época de que el dominio de la tierra sobre el mar debía ir hasta donde termina el poder de las armas de fuego manejadas por el hombre. La “regla de las tres millas” recibió aplicación en varios tratados bilaterales suscritos en el siglo XIX por las grandes potencias marítimas. Sin embargo, otros Estados reclamaron zonas más grandes de mar territorial. Rusia pidió doce millas, Suecia y Noruega cuatro, España y Portugal seis, México nueve. Estas discrepancias impidieron, ya entrado el siglo XX, que se llegara a un acuerdo internacional sobre la extensión de las aguas territoriales. En la conferencia celebrada en 1930 en La Haya no pudo alcanzarse un consenso sobre la dimensión del mar territorial, no obstante lo cual la práctica de los Estados prosiguió con la tesis de las tres millas. La adhesión de los Estados Unidos dio a ella mucha fuerza. A este país siempre le convino el más estrecho mar territorial en beneficio de la <altamar, por eso desde mucho antes había proclamado la libertad de los mares —que en la práctica sólo los países poderosos pueden aprovechar— como principio del Derecho Internacional. En general, a todas las grandes potencias marítimas les convino siempre estrechar al máximo el mar territorial de los Estados, puesto que ellas no tienen necesidad de recibir de las normas internacionales una protección para sus aguas territoriales ni facultad para aprovechar económica y tácticamente la amplitud de los mares: su propio poder les basta para tomarlos. Esto explica la actitud asumida por ellas, a lo largo del tiempo, en las conferencias internacionales. El tema de la libertad de los mares se planteó con mucha fuerza durante la Primera Guerra Mundial. El presidente norteamericano Woodrow Wilson afirmó en 1917, en un documento dirigido al Senado, que “la libertad de los mares es el sine qua non de la paz, igualdad y cooperación”. Fue tan rígida la posición norteamericana en este asunto, que cuando México expidió en 1935 una resolución que ampliaba su zona marítima a nueve millas, el Departamento de Estado comunicó al gobierno mexicano que su país se reservaba todos los derechos sobre la franja excedente reivindicada por México. El territorio marítimo ha sido materia de incontables conferencias y declaraciones internacionales. Se hicieron muchos esfuerzos para lograr consensos sobre el tema pero ellos resultaron vanos. La conferencia de La Haya en 1930, promovida por la Liga de las Naciones, y las de Ginebra en 1958 y 1960, auspiciadas por las Naciones Unidas, fracasaron en tal intento. La primera de ellas terminó en un desacuerdo total en cuanto a la dimensión del mar territorial: los países grandes consideraron a las tres millas como la anchura máxima y los países pequeños como la anchura mínima. La lucha siempre fue entre los países desarrollados, que pugnaban por imponer mares territoriales reducidos, a fin de ampliar por este medio sus posibilidades de dominio y de explotación de los recursos marinos, y los países pobres que, en su afán de precautelar la riqueza de sus aguas adyacentes, pretendían extender sus zonas de mar territorial. Ante la falta de acuerdos, la extensión territorial del mar se la ha establecido por actos unilaterales de los países ribereños. El 18 de agosto de 1952 Ecuador, Chile y Perú suscribieron en Santiago la Declaración de Zona Marítima, en la que proclamaron “como norma de su política internacional marítima, la soberanía y jurisdicción exclusivas que a cada uno de ellos corresponde sobre el mar que baña las costas de sus respectivos países hasta una distancia mínima de 200 millas marinas desde las referidas costas”, y afirmaron además que “la jurisdicción y soberanía exclusivas sobre la zona marítima indicada, incluye también la soberanía y jurisdicción exclusivas sobre el suelo y subsuelo que a ella corresponden”.
  • 6. Había nacido una nueva tesis sobre la dimensión del territorio marítimo, llamada a producir en el mundo una larga controversia. Los países grandes se apresuraron a impugnarla mientras que los pequeños países ribereños la vieron con simpatía. En todo caso, ella ejerció mucha influencia en las deliberaciones de las tres últimas conferencias mundiales que se reunieron en 1958, 1960 y 1973 para intentar crear un régimen jurídico de validez internacional sobre las dimensiones del mar y el aprovechamiento de sus recursos. La última de ellas, patrocinada por las Naciones Unidas, inició sus deliberaciones en 1973 y trabajó nueve años en el texto de la Convención sobre el Derecho del Mar, que fue finalmente suscrita el 10 de diciembre de 1982 pero que sólo pudo entrar en vigencia doce años más tarde, el 17 de noviembre de 1994, porque tardó todo ese tiempo en reunir el número necesario de ratificaciones, a causa de la inconformidad de muchos de los países del <tercer mundo con la determinación de la anchura del mar territorial en hasta doce millas marinas y de la de los países desarrollados en cuanto a las disposiciones sobre la explotación de los recursos minerales oceánicos. Como consecuencia de estos vacíos y contradicciones jurídicos, y en ausencia por tan largo tiempo de un consenso internacional, cada país ha procedido a señalar unilateralmente la anchura de su <mar territorial, de acuerdo con sus propias conveniencias, lo cual naturalmente ha favorecido a las grandes potencias marítimas que son la únicas que pueden aprovechar en la práctica la libertad de los mares. 4. La Antártida. Incluyo aquí el tema porque desde las primeras décadas del siglo XX se plantearon reivindicaciones de soberanía por algunos países sobre la zona polar antártica del planeta. Gran Bretaña lo hizo en 1908, Nueva Zelandia en 1923, Francia en 1924, Australia en 1933, Chile en 1940, Noruega en 1939, Argentina en 1942. Si bien no todas las reivindicaciones tuvieron carácter territorial, en el sentido soberano de la palabra, implicaron reclamaciones de ciertos derechos sobre la zona polar. Lo cual condujo, por iniciativa del Presidente de los Estados Unidos de América, a la reunión celebrada en Washington de octubre a diciembre de 1959. El propósito del gobernante norteamericano, al convocarla, fue el de mantener a la región antártica “abierta a todas las naciones a fin de conducir actividades científicas u otras de carácter pacífico”. Esta reunión se efectuó inmediatamente después de la celebración del “año geofísico internacional” (1957-1958), dentro del cual los Estados que reivindicaban derechos en el continente antártico abrieron un proceso de cooperación internacional en las tareas de investigación científica y de intercambio de información. De la reunión surgió el Tratado Antártico suscrito el 1 de diciembre de 1959 por Argentina, Australia, Bélgica, Chile, Francia, Japón, Nueva Zelandia, Noruega, la Unión Sudafricana, Inglaterra, Unión Soviética y Estados Unidos. Este instrumento entró en vigencia el 23 de junio de 1961, después de que fue ratificado por los doce Estados que lo suscribieron originalmente, y más tarde se incorporaron otros países como miembros consultivos —los que acreditaron investigaciones científicas importantes sobre la zona— o como miembros adherentes los demás. El Tratado Antártico proclama, entre otros, el principio de la utilización pacífica de la zona polar, en la que se prohíbe “toda medida de carácter militar, tal como el establecimiento de bases y fortificaciones militares, la realización de maniobras militares, así como los ensayos de toda clase de armas”. Dispone la congelación de las reclamaciones territoriales existentes y prohíbe la formulación de otras. Niega, por tanto, todo derecho de soberanía sobre la zona polar aunque dice que ninguna disposición del tratado se interpretará como una renuncia de los Estados a los fundamentos de las reclamaciones territoriales que pudieran tener. Reconoce la libertad de investigación científica y de libre intercambio de información, para lo cual reafirma el derecho de acceso de los Estados a cualquier parte del espacio antártico y a la instalación de estaciones y equipos destinados a tal fin. Prohíbe el depósito de desechos radiactivos. Impide la explotación de los recursos naturales de esta zona planetaria y la destina para la actividad científica de todos los Estados en beneficio de la humanidad. Al amparo de este tratado se realizó en Londres, 1972, la convención sobre protección de las focas en la Antártida. Y en Canberra, el 20 de mayo de 1980, la de conservación de los recursos de esa zona. En 1991 se suscribió en Madrid un protocolo complementario al Tratado Antártico sobre la protección del
  • 7. medio ambiente, en el cual se prohibió la explotación de los recursos minerales de la zona polar por cincuenta años, a menos que una decisión unánime de los países miembros dispusiera otra cosa. La Antártida tiene una extensión aproximada de 13,2 millones de kilómetros cuadrados, cubiertos casi en su totalidad por hielo permanente. Está rodeada por el océano Glaciar Antártico. En ella se acumula el 95% del hielo del planeta. Es una región completamente deshabitada, salva la presencia ocasional de investigadores científicos provenientes de diversos países. Sin embargo, tiene importancia científica, económica y estratégica. Esto explica el interés de los países poderosos en “internacionalizarla” y convertirla en un patrimonio común de la humanidad al que sólo ellos pueden tener acceso en la práctica y el afán de otros de marginarse en ella un dominio territorial de carácter soberano, mediante la proyección hacia el polo sur de los meridianos que limitan las partes enfrentadas a la Antártida de sus respectivos territorios, en aplicación de la teoría de la llamada “defrontación”, a fin de precautelar en su beneficio las riquezas mineras localizadas en las entrañas de esa parte del planeta. Los Estados han invocado muchas y diversas razones para justificar su pretendido dominio territorial sobre el continente antártico. Han planteado, como títulos jurídicos, el descubrimiento, la ocupación, la contigüidad geográfica, la “defrontación”, la accesión, la proximidad geográfica, la afinidad geológica, la influencia ecológica y otras invocaciones. En todo caso, las tierras que rodean al polo Antártico serán, en un futuro cercano, serán materia de intensas controversias internacionales. Por lo pronto está en vigencia el Tratado Antártico, celebrado en diciembre de 1959, que ha establecido ciertos principios de regulación sobre esta zona polar y ha congelado temporalmente las reivindicaciones territoriales de los Estados. Muchos de ellos han enviado expediciones científicas y han instalado allí campamentos. Hay un gran afán internacional por investigarla. La “cuestión antártica” ha surgido repetidamente en la agenda anual de la Asamblea General de las Naciones Unidas. En 1983 ella recomendó al secretario general realizar un “estudio objetivo de todos los aspectos de la Antártida” y en múltiples ocasiones los Estados miembros han pedido a la Organización Mundial que tome medidas para la conservación de las riquezas naturales de esa parte del planeta. Aunque han quedado aplazadas las aspiraciones territoriales de muchos Estados por la vigencia del tratado antártico, el problema no está aún resuelto en términos definitivos. 5. La adquisición de territorios. El Derecho Internacional clásico, siguiendo los principios que rigieron la adquisición del dominio sobre los bienes inmuebles en el antiguo Derecho Romano, estableció los modos originarios y los derivativos de la apropiación territorial por los Estados. a) Modos originarios. Los modos originarios de adquisición de la soberanía territorial son tres: el origen histórico, “terra nullius” y accesión. El primero asigna al Estado las tierras cuya posesión tuvo al momento de nacer a la vida soberana. Esto significa que ese territorio está ligado al propio origen del Estado. En virtud de este hecho su soberanía sobre tales tierras le resulta oponible ante los demás Estados, puesto que en su poder estuvieron al momento de entrar a la vida independiente. Por consiguiente, si un territorio asume la plenitud de gobierno propio o una colonia se emancipa de su metrópoli y decide constituirse en Estado, su ámbito territorial es el que tuvo al momento de la emancipación. Esa es la base física sobre la que se levanta el nuevo Estado. El segundo modo de adquirir el dominio territorial es el que se funda en el principio de terra nullius, mediante el cual se adquieren las tierras no sometidas a la soberanía de otro Estado. Este principio perteneció a la era de los descubrimientos geográficos y hoy ha perdido fuerza y vigencia. El Derecho Internacional clásico admitía la ocupación de las tierras que no pertenecieran a un Estado, siempre que concurrieran actos de ejercicio de autoridad exclusiva y “animus occupandi”, es decir, la intención de ejercer soberanía sobre ellas. En su laudo arbitral dentro de la disputa entre México y Francia por el dominio de la deshabitada isla Clipperton en el océano Pacífico, el rey de Italia declaró en 1931, al fallar a favor del país europeo, que “existe razón para admitir que, cuando en 1858 Francia proclamó su soberanía, esa isla estaba en situación de territorium nullius y, por consiguiente, susceptible de
  • 8. ocupación”. Y agregó que no cabe duda de que Francia, “por un uso inmemorial que tiene la fuerza de Derecho” y por su animus occupandi, reúne las condiciones necesarias para ejercer su dominio soberano sobre ella. En 1933 se suscitó un litigio entre Noruega y Dinamarca por la posesión de parte de Groenlandia, resuelto por la Corte Permanente de Justicia de La Haya, que rechazó la pretensión noruega porque consideró que Dinamarca había ejercido sobre ese territorio actos continuos de autoridad, con la intención de actuar soberanamente, y que por tanto ese territorio no era terra nullius. La accesión es también un medio originario de adquirir el dominio territorial según el viejo principio del Derecho Romano de que accesorium sequitur principale (lo accesorio sigue el destino de lo principal), sin necesidad de declaración alguna. La accesión consiste en la adición de tierras a las costas marítimas o a las riveras fluviales de un Estado o en la formación de islas en sus aguas territoriales. Puede ocurrir por causas naturales o por obra del hombre. Son casos de accesión los fenómenos geológicos denominados aluvión, delta y nueva isla. España y Marruecos, por ejemplo, se han visto beneficiados por el aluvión marino que se consolidó entre el Peñón de Vélez de la Gomera y la costa continental africana, dentro de las aguas territoriales de cada uno de los dos países. b) Modos derivativos. Entre los modos derivativos de adquirir la soberanía territorial están la cesión, la conquista y la prescripción. De cesión de territorios hay muchos precedentes en el Derecho Internacional. Se la ha hecho mediante tratados de paz o bien por la compraventa de territorios entre los países. En 1803 los Estados Unidos compraron Louissiana a Francia por quince millones de dólares, en 1819 Florida a España por cinco millones y en 1867 Alaska a los rusos. Mediante un contrato suscrito el 30 de junio de 1899, España cedió a Alemania la soberanía sobre las islas Carolinas, Marianas y Palao a cambio de 25 millones de pesetas. Estos fueron casos de cesión de territorios a título oneroso. La conquista tiene muchos más antecedentes históricos como medio de obtener el dominio territorial. En el Derecho Internacional clásico, cuando la guerra era considerada casi como una función natural de los Estados, la conquista de territorios era cosa normal. El mapa político de Europa se hizo y se deshizo muchas veces durante los pasados siglos a causa de las guerras, en que los vencedores despojaron de sus territorios a los vencidos. Nadie objetaba en esos tiempos el “derecho” de los triunfadores a ampliar sus fronteras por la fuerza de las armas. Es relativamente reciente el repudio a las conquistas militares como fuente de derechos. Algo se dijo sobre el tema en las conferencias internacionales de paz realizadas en La Haya el 18 de mayo de 1899 y el 15 de junio de 1907, pero más pudieron los afanes expansionistas de los Estados. El 28 de junio de 1919 se firmó el Tratado de Versalles, en el cual se creó la Sociedad de las Naciones con el propósito de establecer una comunidad mundial de Estados que asegurara la paz y la seguridad internacionales. Con ella se formuló un marco institucional, si bien incipiente y precario todavía, para la codificación y aplicación del Derecho Internacional. Sin embargo, nada de eso funcionó en la práctica. No operó la solución judicial de las controversias, ni la prohibición de la guerra tuvo eficacia real, ni se consiguieron resultados satisfactorios en el campo del <desarme, ni se establecieron mecanismos eficientes de control de armamentos. Por eso la Sociedad de las Naciones asistió impotente a la agresión de Manchuria por el Japón en 1931, a la guerra entre Italia y Abisinia de 1934 a 1935, a la anexión de la región checoeslovaca de los sudetes a Alemania en 1939, a la invasión soviética contra Finlandia en el mismo año y, finalmente, al desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial por obra del nazi-fascismo. Recién con la expedición de la Carta de las Naciones Unidas el 26 de junio de 1946 se proscribieron seriamente en el Derecho Internacional las conquistas territoriales alcanzadas por la amenaza o el uso de la fuerza. Y tanto la Asamblea General como el Consejo de Seguridad se han empeñado denodadamente durante el último medio siglo para detener las confrontaciones armadas entre los Estados. Algunos tratadistas consideran que la prescripción es otro de los modos derivativos de obtener el dominio territorial, aunque se ha discutido si este medio adquisitivo, tan común en el Derecho Civil, resulta aplicable al Derecho Internacional. La prescripción adquisitiva se funda en el despliegue de autoridad soberana de un Estado sobre un territorio y que no consiste simplemente en actos materiales de explotación económica o de aprovechamiento de sus riquezas naturales, ni en la mera tenencia como administrador fiduciario o arrendatario, sino en el ejercicio de autoridad política continua, pública, pacífica e incontestada sobre ese espacio físico. Esto supone la existencia de un territorio que perteneció a un Estado pero sobre el cual otro ha adquirido la soberanía por actos de gobierno realizados pública y
  • 9. continuadamente durante cierto tiempo y sin protesta del anterior soberano. Lo cual ciertamente resulta muy difícil de darse en la realidad. Talvez podría ocurrir en alguna zona fronteriza que, por su alejamiento y falta de control, haya podido ser ocupada por otro Estado. Pero aun en este caso esa ocupación deberá haber sido pública, pacífica y continuada, cosa que en la práctica sólo podría ocurrir con la aquiescencia de la otra parte. 6. La teoría de la extraterritorialidad. Es una ficción jurídica forjada por el Derecho Internacional clásico, en virtud de la cual se considera que las sedes diplomáticas, los domicilios de sus agentes y los barcos mercantes y de guerra constituyen “territorio” del Estado cuya representación y bandera ostentan y que, por tanto, en ellos rigen las leyes del país de origen y no las del lugar en donde se encuentran. Según esta teoría, los espacios físicos ocupados por la embajada de un país extranjero y por la residencia de su embajador son enclaves territoriales del Estado acreditante en el suelo del Estado receptor, en los cuales rigen las leyes de aquél. De modo que todos los actos ejecutados dentro de los edificios diplomáticos o de las residencias de los embajadores están regidos por la jurisdicción del Estado extranjero. El juzgamiento por la comisión de un delito, por ejemplo, corresponde a los jueces y tribunales del país de origen de los agentes diplomáticos y no a las judicaturas del Estado ante el cual ejercen su representación. Y lo mismo ocurre en los demás ámbitos legales: el civil, el laboral, el administrativo. Los agentes diplomáticos gozan de inmunidad y no pueden ser enjuiciados por las autoridades locales ni bajo sus leyes, sino únicamente por los jueces y leyes de su país. Todo esto fundado en la ficción de la extraterritorialidad, es decir, en la consideración de que el ámbito físico de las sedes diplomáticas constituye una prolongación del territorio del Estado cuya representación ejercen. La teoría de la <extraterritorialidad fue una excepción al principio de la territorialidad de la ley, tal como se conoce en el Derecho Político, es decir, al principio de que la ley de un Estado rige en todo su ámbito territorial. 7. Territorio y ciberespacio. La cibernética creó un escenario artificial donde se desarrollan muchas de las actividades de las sociedades contemporáneas: el ciberespacio, que es un “espacio virtual”, carente de corporeidad, medido en bits y no en átomos. Este espacio se ha superpuesto, en la sociedad del conocimiento, al territorio estatal tradicional como escenario de la actividad humana. Es allí donde se realiza on-line buena parte de las relaciones sociales. En términos tradicionales, lo social siempre estuvo vinculado a un territorio, a un lugar físico, a un espacio geográfico, donde las personas se encontraban e interactuaban. Hoy el encuentro e interacción, en gran medida, se dan en el ciberespacio, que es donde se realizan on-line muchas de las actividades humanas y de las relaciones sociales. La “geograficidad” ha cedido paso a la “virtualidad” en la sustentación de las acciones humanas. La política, la información, las telecomunicaciones, las actividades académicas, las transacciones mercantiles, las operaciones financieras y la rotación de los capitales, que antes tenían un referente territorial, han alcanzado velocidad de vértigo y escala planetaria en internet. Esta es una realidad nueva forjada por la revolución electrónica. El ciberespacio es un escenario artificial creado por los ordenadores, que ha reemplazado al territorio tradicional como base de muchas de las actividades de las sociedades de nuestro tiempo.
  • 10. ESPACIO AÈREO Desde el punto de vista objetivo, el territorio de un Estado es un cuerpo tridimensional de forma cónica, cuyo vértice señala el centro de la Tierra y cuya base se pierde en el espacio aéreo. No es una figura plana de dos dimensiones: longitud y latitud, sino un cuerpo geométrico que tiene también una tercera dimensión: la profundidad. Por tanto, el ámbito jurisdiccional de un Estado comprende: el territorio superficial, el territorio o espacio aéreo, el territorio subterráneo y el territorio marítimo. El espacio aéreo abarca las capas atmosféricas que cubren la superficie firme y marítima de su territorio, hasta el límite en que comienza el >espacio interplanetario. El territorio superficial comprende la costra terrestre, dentro de las fronteras estatales. El espacio subterráneo está integrado por los estratos subyacentes que van hasta el centro del planeta. Y el territorio marítimo es la masa de agua, con sus respectivos lecho marino y subsuelo, hasta la distancia en que comienza la llamada zona económica exclusiva. El territorio aéreo o espacio aéreo es el ámbito superior hasta donde llega la soberanía estatal en su sentido vertical. Linda con el espacio interplanetario. El límite superior del espacio aéreo es, al mismo tiempo, el límite inferior del espacio interplanetario. Pero ese límite aún no se ha fijado. Todos entendemos que el ámbito atmosférico del Estado debe tener una frontera, que no puede extenderse ad infinitum, pero esa delimitación todavía no se ha efectuado y no veo posibilidades próximas de que se lo haga porque la indefinición sirve a los intereses de las potencias espaciales, que son las únicas que, con su dominio científico y tecnológico, pueden hacer uso pleno de la “libertad del aire”. La convención de Chicago de 1944 sobre Aviación Civil Internacional intentó, sin lograrlo plenamente, señalar el límite del espacio aéreo en la altura hasta donde una aeronave puede sustentarse en las “reacciones del aire”, es decir, en las respuestas que el aire da a las acciones del motor de la aeronave, pero como la tecnología aerodinámica avanza y cada vez se inventan aviones más eficientes que, con mejores medios de propulsión y sustentación, pueden elevarse a mayores alturas, este límite se vuelve extremadamente incierto. El progreso tecnológico hace variable y relativa aquella distancia y la invalida como referencia para señalar los límites superiores del espacio aéreo y los inferiores del El progreso tecnológico hace variable y relativa aquella distancia y la invalida como referencia para señalar los límites superiores del espacio aéreo y los inferiores del espacio cósmico. Urgidas por el vuelo de los dirigibles zeppelin en 1901 y por la máquina voladora inventada en 1903 por los hermanos Wright, las teorías que se emitieron en el siglo XX para tratar de señalar los límites del espacio aéreo han sido de lo más disímiles. A principios de siglo se propusieron diversas tesis: la de que el espacio aéreo debe ir hasta donde alcance el poder de la vista, o hasta la altura máxima a donde puede llegar la bala de cañón, o tan lejos como el Estado subyacente pueda ejercer control efectivo sobre su atmósfera, o hasta la altura donde una aeronave pueda sustentarse en las reacciones del aire, o el criterio de la fuerza de gravedad, es decir, de la atracción terrestre a los objetos que vuelan sobre el firmamento. Después se propusieron distancias concretas medidas en millas. Todas ellas resultaron arbitrarias. En resumen, unas teorías carecieron de la necesaria perspectiva histórica para prever los avances de la aeronáutica y de la astronáutica, otras obedecieron a los intereses concretos de los países que manejan la tecnología, por lo que ninguna de ellas prosperó. En la primera mitad del siglo XX se realizaron importantes conferencias internacionales sobre aeronavegación y se intentó delimitar el espacio aéreo de los Estados. En 1910 se reunió una en París, otra en Verona el mismo año, la de los aliados en 1919 en París, la conferencia iberoamericana de Madrid en 1926, la interamericana de Lima en 1928, la de aviación comercial en La Habana en 1928, la panamericana de Montevideo en 1933, la de Chicago en 1944, en 1967 la de las Naciones Unidas sobre el
  • 11. Tratado del Espacio y la convención sobre actividades de los Estados en la Luna y otros cuerpos celestes de 1979. Si bien ninguna de ellas alcanzó el objetivo de señalar los límites del espacio aéreo, todas contribuyeron sin duda a la integración del Derecho Aéreo y del Derecho del Espacio, como ramas especializadas del Derecho Internacional Público. Esas conferencias propugnaron el principio de que las capas atmosféricas forman parte del territorio estatal sobre el cual gravitan y de que, por tanto, deben estar sometidas a la soberanía del Estado subyacente, pero no llegaron a definir las dimensiones del espacio aéreo. El signo de la incertidumbre ha acompañado, en estos puntos y durante mucho tiempo, a todas las conferencias internacionales. Y la indefinición, que parece ser buscada de propósito, ha favorecido a las potencias aéreas que son las únicas que pueden ejercer, en el marco de un amplio aer liberum, las más irrestrictas prerrogativas sobre el espacio. La misma incertidumbre ha imperado en el ámbito de la teoría jurídica. Partiendo del convencimiento de que la delimitación del territorio aéreo de los Estados es un imperativo de la >seguridad nacional y de la vida de relación entre los Estados, los tratadistas han propuesto toda clase de fórmulas para precisarla. Unos han señalado, de un modo más o menos arbitrario, distancias que van de los 80 a los 140 kilómetros desde la superficie terrestre, otros han hablado del apogeo o perigeo de los satélites artificiales como referencias para fijar ese límite. Se ha pretendido por algunos autores señalar el ámbito territorial aéreo en función de la capacidad efectiva de los Estados para controlarlo o han pretendido fijarlo en razón del grado de densidad del aire. Han sido numerosas las formulaciones teóricas que se han hecho con arreglo a criterios territoriales, espaciales o funcionales. En todo caso, a muchos tratadistas les parece razonable que aquel límite aún no establecido no debería ir más allá de la atmósfera porque el propio sentido geofísico de la expresión “espacio aéreo” se refiere al aire y más allá de la atmósfera no se encuentra este elemento. Pero en la práctica ha ocurrido que, mientras se buscan fórmulas de aceptación general, los Estados desarrollados han establecido, con la fuerza de los hechos consumados, una norma consuetudinaria internacional según la cual el límite superior del espacio aéreo de los Estados —hasta donde alcanza la tercera dimensión de su soberanía— está dado por el perigeo mínimo de los satélites en órbita, esto es, entre 100 y 110 kilómetros sobre la superficie terrestre. Todo lo que está encima de ese límite —incluidos la >órbita geoestacionaria que está situada a 35.786,55 kilómetros de distancia de la superficie terrestre y los cuerpos celestes— es el espacio sideral, considerado como bien común de la humanidad para fines pacíficos. Esto dijo con entera claridad el delegado de la Unión Soviética ante el subcomité jurídico de las Naciones Unidas en 1979: “un creciente número de Estados ha venido defendiendo el establecimiento de la frontera entre el espacio aéreo y el espacio exterior a una altitud de 100 a 110 kilómetros sobre el nivel del mar”. Por eso es imprescindible que una convención internacional, lo suficientemente representativa de la opinión mundial, elabore un régimen jurídico para el espacio aéreo de los Estados, determine su forma y su límite superior —que es, al propio tiempo, el límite inferior del espacio interplanetario—, establezca la regimentación jurídica a que debe estar sometido, regule las nuevas relaciones humanas que nacen de la utilización de esos espacios y señale los deberes y derechos de los Estados en los ámbitos espaciales que se abren. En su propósito de circunscribir la tercera dimensión del territorio estatal, esa convención tendrá que proyectar, desde el centro de la Tierra, que es el punto donde convergen los territorios de todos los Estados, las líneas radiales que configuren el cuerpo geométrico conoide en que el territorio consiste, hasta el límite donde comienza el espacio cósmico sometido al régimen de res communis omnium.