Un esclavo encargado de remar una barca se enamora de una princesa a la que transporta a diario. A pesar de estar estrictamente prohibido, el esclavo se gira para ver el rostro de la princesa por un segundo. Son descubiertos y el esclavo es ejecutado, mientras que la princesa se suicida de tristeza al no poder ver el rostro del hombre del que se enamoró.
MAYO 1 PROYECTO día de la madre el amor más grande
Prohibido mirar: la trágica historia de amor prohibido entre una princesa y un esclavo
1. Nunca vio su cara
Ángeles, Caso
Abrió los ojos y miró con miedo a su alrededor. Estaba oscuro y
tuvo que incorporarse para ver mejor. Pero un fuerte dolor en los
tobillos se lo impidió. Entonces no le quedó más remedio que
comprender: estaba atado. Atado con cadenas, como si fuera algo,
peor que un animal. Y le fue preciso recordar: había salido con los
demás de caza. Cantos, risas y el silencio súbito ante la intuición de
la presa próxima. Luego, aquella avalancha imprevista, gritos,
golpes, el dolor, la oscuridad...
Los ojos se le llenaron de lágrimas de espanto. Junto a él, decenas de
ojos amigos lloraban en silencio de espanto.
Abrió los ojos y sonrió. Le gustaba despertarse así, con la música del laúd
que la esclava tocaba con tanta suavidad como alegría. Comenzaba una
larga jornada en la que no tendría casi nada que hacer, como durante las
5.915 vividas hasta entonces y anotadas en el cuadro de marfil que su
abuela le había regalado en su nacimiento. Tan sólo jugar con sus primas y
hermanas, escuchar alguna lectura, dejarse bañar y arreglar por las
esclavas y de cuando en cuando, ir al palacio del abuelo. Eso era todo. Casi
nada que hacer y pensar demasiado
Le separaron de los demás. Le dijeron que se ocuparía de remar. Le
explicaron que, como los otros siete esclavos, tenía que estar siempre
preparado para llevar a las princesas desde su palacio al del rey, al
otro lado del río. Le hicieron saber violentamente que jamás debía
mirar a las mujeres. Bajo ningún pretexto. El más pequeño intento o
error sería considerado falta grave. Como castigo, la muerte. A
cambio de su prudencia y de la fuerza de sus brazos, comida y un
lugar recogido donde dormir. Comprendió tristemente: la vida sin
vida.
Se le había olvidado que aquel día era fiesta y toda la familia debía reunirse
en el palacio del abuelo, blanco y verde. Así que pasó la mañana eligiendo
las mejores sedas y se hizo perfumar con agua de rosas y jazmín. Le gustaba
aquel olor.
Los gritos del jefe de los remeros anunciaron la llegada de las
princesas. Hizo como todos. Se arrodilló y pegó la cabeza al suelo
para no verlas. Al pasar, sintió el roce de sus pies en la arena. Y le
llegó el olor de su perfume. Rosas y jazmín.
2. Como siempre, la ceremonia la aburrió.
Tantas reverencias, tantos saludos respetuosos de mujeres cuyos nombres
ignoraba, pero a las que la unía la sangre... y el abuelo, distante, frío,
guardando siempre las formas. Recordó una vez más los años en que él sólo
era príncipe heredero y ella una niña pequeña, y el iba a verla y la
acariciaba, y ella le hacía tantas preguntas y él le contaba mil historias
maravillosas. Ahora era un rey y la ternura se había acabado.
Esperó su regreso con el cuerpo y el alma tensos. Necesitaba saber si
volvería a sentir el mismo olor y notaría de nuevo el calor de su
cuerpo cerca. Era lo único que podía ocuparle el pensamiento.
Aquello y la muerte. Pero no debía pensar en la muerte. La esperó.
Caminó hacia la barca cansada, con ganas de llegar a casa y sentirse de
nuevo tranquila. Las demás reían. Apartó el velo de su cara, pues ningún
hombre estaba cerca. Respiró hondo y miró más allá del río. El sol estaba
ocultándose y la ciudad, a lo lejos, cambiaba de color, semejante a una
miniatura. Se volvió a mirar las montañas del otro lado, pero sus ojos se
quedaron quietos cerca del agua. Como algo inevitable, ahí estaba la espalda
de uno de los remeros, inclinado sobre el río, con la cabeza baja, fija, para no
verla nunca... Nunca había mirado la espalda de un remero. Sintió frío.
Aprendió a reconocerla por el ruido de sus pasos, por el olor único
de su cuerpo, por el ritmo del crujido de sus ropas. Y por su sombra,
que espiaba con los ojos pegados a la tierra. La sentía acercarse a él,
acariciar su cuello y su espalda, apretarse tibia contra su cuerpo
inclinado. Entonces la besaba.
Besaba el suelo, apretando su cara contra él, porque su sombra
estaba allí. Entregada.
De noche no podía dormir. Ella lo inundaba todo.
Lo reconocía entre todos. Inventaba excusas para visitar cada día el palacio
del abuelo. Y cada día se arreglaba como si fuera una novia conducida por
vez primera ante el hombre que la iba a poseer y que debía desearla. Cada
día sentía cómo el corazón le latía al acercarse al embarcadero, cómo se le
estremecía todo el cuerpo cuando llegaba junto a él y su sombra acariciaba
su espalda y, durante un momento permanecía quieta, apretando la sombra
contra su cuerpo, atravesándolo y recibiendo sus labios. Sabía que él la
besaba.
En la barca se quitaba el velo y seguía con los ojos cada uno de sus
movimientos. Conocía de memoria la forma de su espalda y de sus brazos,
sabía cuándo los músculos estaban en tensión y cuando descansaban,
3. reconocía los distintos tonos de su piel, a cada hora del día, en las diferentes
luces.
Sólo soñaba con él. Deseaba ver su rostro. Lo deseaba más que el aire y que
el pan.
El dolor era insoportable. Sabía que ella le estaba mirando un día
más y no podía mirarla. Pero tenía que mirarla. Sólo un segundo.
Necesitaba ver durante un segundo cómo eran sus ojos y su boca, y
el color de su pelo y la forma de sus manos, para poder soñar con
ella. Tenía que mirarla durante un segundo para poder dormir.
Apretó el remo con fuerza y comenzó a mover la cabeza despacio,
con miedo a que alguien oyese el crujido de sus huesos al girar, el
roce de su pelo en el aire.
Ella se tapó la boca para no gritar. Se estaba volviendo y vería su cara. Al
fin podría ver su cara y dibujarla con las manos en la almohada, por la
noche, para besarla después. Lo vería ahora mismo, Aunque sólo fuera
durante un segundo. Perderse en sus ojos un segundo.
A sus espaldas la vieja esclava lanzo un chillido. Se giró hacia ella y
vio cómo señalaba con espanto al remero. Cuando se volvió de
nuevo hacia él, su rostro estaba otra vez hundido en el suelo.
Se sintieron ciegos y lloraron en silencio. Tapada por el velo.
Inclinado sobre el río.
La vieja esclava habló.
Le cortaron la cabeza a las cinco.
A las cinco, descolgó el cuadro de marfil en el que habían anotado el
día 6.150 de su vida. Sacó de la parte de atrás el frasquito que la
abuela le había regalado unas horas antes de morir. 0lía a rosas y
jazmín. Lo echó en la copa de plata y se sentó en la ventana mirando
hacia el embarcadero.
La enterraron dos días después, en el cementerio real, entre los
llantos en mil tonos diferentes de todas las mujeres de la familia.
A él lo tiraron a los perros favoritos del rey. En castigo por haberse
atrevido a mirar lo que ningún hombre podía ver.
Él nunca vio su cara.
Ella nunca vio su cara.
CASO, A. El País Semanal, 19-11-1989