1. ADAPTACIONES DE ALGUNOS TEXTOS DE
LAS METAMORFOSIS DE OVIDIO
PÍRAMO Y TISBE
Era Píramo el joven más apuesto y Tisbe la más bella de las chicas de Oriente. Vivían en
la antigua Babilonia, en casas contiguas. Su proximidad les hizo conocerse y empezar a
quererse. Con el tiempo creció el amor.
Hubieran terminado casándose, pero se opusieron los padres. Aunque no les
dejaban verse, lograban comunicarse de alguna forma; no pudieron los padres
impedir que cada vez estuvieran más enamorados: el fuego tapado hace mejor
rescoldo.
La pared medianera de las dos casas tenía una pequeña grieta casi
imperceptible, pero ellos la descubrieron y la hicieron conducto de su voz. A
través de ella pasaban sus palabras de ternura, a veces también su
desesperación: no podían verse ni tocarse. A la noche se despedían besando
cada uno su lado de la pared.
Pero un día toman una decisión. Acuerdan escaparse por la noche, burlando la
vigilancia, y reunirse fuera de la ciudad. Se encontrarían junto al monumento
de Nino, al amparo de un moral que allí había, al lado de una fuente.
Ese día se les hizo eterno. Al fin llega la noche. Tisbe, embozada, logra salir de
casa sin que se den cuenta y llega la primera al lugar de la cita: el amor la hacía
audaz.
En esto se acerca a beber a la fuente una leona, con sus fauces aún ensangrentadas de
una presa reciente. Al percibirla de lejos a la luz de la luna, Tisbe escapa asustada y se
refugia en el fondo de una cueva. En su huida se le cayó el velo con que cubría su
2. cabeza. Cuando la leona hubo aplacado su sed en la fuente, encontró el velo y lo destrozó
con sus garras y sus dientes.
Algo más tarde llegó por fin Píramo. Distinguió en el suelo las huellas de la leona y su
corazón se encogió; pero cuando vio el velo de Tisbe ensangrentado y destrozado, ya no
pudo reprimirse: "Una misma noche - dijo - acabará con los dos enamorados. Ella era,
con mucho, más digna de vivir; yo he sido el culpable. Yo te he matado, infeliz; yo, que
te hice venir a un lugar peligroso y no llegué el primero. ¡Destrozadme a mí, leones, que
habitáis estos parajes! Pero es de cobardes limitarse a decir que se desea la muerte".
Levanta del suelo los restos del velo de Tisbe y acude con él a la sombra del
árbol de la cita. Riega el velo con sus lágrimas, lo cubre de besos y dice: "Recibe
también la bebida de mi sangre". El puñal que llevaba al cinto se lo hundió en
las entrañas y se lo arrancó de la herida mientras caía tendido boca arriba. Su
sangre salpicó hacia lo alto y manchó de oscuro la blancura de las moras. Las
raíces de la morera, absorbiendo la sangre derramada por Píramo, acabaron de
teñir el color de sus frutos.
Aún no repuesta del susto, vuelve la joven al lugar de la cita, deseando encontrarse con
su amado y contarle los detalles de su aventura. Reconoce el lugar, pero la hace dudar el
color de los frutos del árbol. Al distinguir un cuerpo palpitante en el suelo
ensangrentado, un estremecimiento de horror recorrió todo su cuerpo. Cuando reconoció
que era Píramo, se da golpes, se tira de los pelos y se abraza al cuerpo de su amado,
mezclando sus lágrimas con la sangre. Al besar su rostro, ya frío, gritaba: "Píramo,
¿qué desgracia te aparta de mí? Responde, Píramo, escúchame y reacciona, te llama tu
querida Tisbe". Al nombre de Tisbe, entreabrió Píramo sus ojos moribundos, que se
volvieron a cerrar.
Cuando ella reconoció su velo destrozado y vio vacía la vaina del puñal, exclamó:
"Infeliz, te han matado tu propia mano y tu amor. Al menos para esto tengo yo también
manos y amor suficientes: te seguiré en tu final. Cuando se hable de nosotros, se dirá
que de tu muerte he sido yo la causa y la compañera. De ti sólo la muerte podía
separarme, pero ni la muerte podrá separarme de ti. En nombre de los dos una sola cosa
os pido , padre mío y padre de este infortunado, que a los que compartieron su amor y su
última hora no les pongáis reparos a que descansen en una misma tumba. Y tú, árbol
que acoges el cadáver de uno y pronto el de los dos, conserva para siempre el color
oscuro de tus frutos en recuerdo y luto de la sangre de ambos". Dijo y, colocando bajo su
pecho la punta del arma, que aún estaba templada por la sangre de su amado, se arrojó
sobre ella.
3. Sus plegarias conmovieron a los dioses y conmovieron a sus padres, pues las moras
desde entonces son de color oscuro cuando maduran y los restos de ambos descansan en
una misma urna.
PIGMALIÓN
Pigmalión rey de Chipre, además de ser sacerdote y rey, era también un
magnífico escultor. Su obra superaba en habilidad incluso a la de Dédalo, el
célebre constructor del laberinto. Durante mucho tiempo, Pigmalión había
buscado una esposa, cuya belleza correspondiera con su idea de la mujer
perfecta. Al fin decidió que no se casaría, y dedicaría todo su tiempo y el amor
que sentía dentro de sí a la creación de las más hermosas estatuas. Ofrecería
después sus obras maestras a Afrodita. Era tal la fuerza del sentimiento y de la
inspiración cuando trabajaba el mármol, que su mano parecía guiada por un
poder mágico. La primera estatua fue la de una joven, a la que llamó Galatea,
tan perfecta y tan hermosa, que Pigmalión se enamoró de ella perdidamente.
Soñó que la estatua cobraba vida.
Ovidio poetizó así el mito en el libro X de las Metamorfosis: «Pigmalión se
dirigió a la estatua y, al tocarla, le pareció que estaba caliente, que el marfil se
ablandaba y que, deponiendo su dureza, cedía a los dedos suavemente, como la
cera del monte Himeto se ablanda a los rayos del sol y se deja manejar con los
dedos, tomando varias figuras y haciéndose más dócil y blanda con el manejo.
Al verlo, Pigmalión se llena de un gran gozo mezclado de temor, creyendo que
se engañaba. Volvió a tocar la estatua otra vez, y se cercioró de que era un
cuerpo flexible y que las venas daban sus pulsaciones al explorarlas con los
dedos.»
4. Pigmalión despertó: en lugar de la estatua se hallaba Afrodita en persona,
que le dijo «Mereces la felicidad, una felicidad que tú mismo has plasmado.
Aquí tienes a la reina que has buscado. Ámala y defiéndela del mal».
APOLO Y DAFNE
Cuenta el mito que Apolo quiso competir con Cupido en el arte de lanzar
flechas. Cupido, molesto por la arrogancia de Apolo, ideó vengarse de él. Para
ello lanzó al hermoso dios una flecha de oro, que causa un amor inmediato a
quien hiere; por el contrario, hirió a la ninfa Dafne con una flecha de oro, que
causa el rechazo amoroso. Así que cuando Apolo vio un día a Dafne se sintió
herido de amor y se lanzó en su persecución. Pero Dafne, que sufría el efecto
contrario, huyó de él. Y la ninfa corrió y corrió hasta que agotada pidió ayuda a
su madre, la cual determino convertir a Dafne en laurel. Cuando Apolo alcanzó
a Dafne, ésta iniciaba la transformación: su cuerpo se cubrió de dura corteza,
sus pues fueron raíces que se hincaban en el suelo y su cabello se llenó de hojas.
Apolo se abrazó al árbol y se echó a llorar. Y dijo: "Puesto que no puedes ser mi
mujer, serás mi árbol predilecto y tus hojas, siempre verdes, coronarán las
cabezas de las gentes en señal de victoria"
Ovidio, Metamorfosis (adaptación)
Más tarde Garcilaso de la Vega hizo un soneto sobre esta obra, en el que
expresaba su amor por Isabel Freire:
5. "A Dafne ya los brazos le crecían
y en luengos ramos vueltos se mostraban;
en verdes hojas vi que se tornaban
los cabellos que el ojo oscurecían;
de áspera corteza se cubrían
los tiernos miembros que aún bullendo estaban;
los blancos pies en tierra se hincaban
y en torcidas raíces se volvían
Aquel que fue la causa de tal daño,
a fuerza de llorar, crecer hacía
este árbol, que con lágrimas regaba.
¡Oh miserable estado, oh mal tamaño,
que con llorarla crezca cada día
la causa y la razón por que lloraba!
FAETÓN, el hijo del Sol
(Acomodado de OVIDIO, Metamorfosis, I,750 - II,405)
6. Faetón no tiene dudas de que su padre es el Sol. Su madre, Clímene, se lo
ha dicho y repetido cientos de veces, y él se jacta de ello ante todos. Hasta el día
en que Épafo se cruza en su camino.
-Eres un insensato al creer todo lo que tu madre cuenta - le dice -. Te
enorgulleces de un padre que no es el tuyo. ¿Qué pruebas tienes para
desmentirme?
Faetón calla, avergonzado y colérico a la vez, pero se reprime y acude a su
madre para narrarle la afrenta recibida:
-No he podido desmentir el ultraje - dice -. Si es verdad que mi padre es el
Sol, dame una prueba de ello. ¡Demuestra que pertenezco al cielo!
La madre, conmovida, alza los brazos y mira los rayos resplandecientes:
-Juro, hijo mío, que has sido engendrado por ese astro que todo lo gobierna.
¡Si es falso lo que digo, que esta luz me ciegue y que estos rayos sean los
últimos que vea! Y no será difícil para ti llegar hasta tu padre y salir de dudas.
La mansión de la que él sale es contigua a nuestro país. ¡Ve y pregúntaselo!
Faetón no vacila un instante. Abraza a su madre y parte, alegre y ligero,
hacia el palacio del Sol. Arduo es el sendero que lo conduce a esa morada
resplandeciente, de oro y granates, marfil y plata, y, cuando por fin entra en
ella, no puede soportar la luz que irradia el rostro de su padre.
Sentado en trono de esmeraldas y ataviado de púrpura, el Sol tiene a su
vera al Día, al Mes, al Año, a las Horas y a los Siglos; la joven Primavera ornada
de flores, el Verano con espigas, el Otoño con sus uvas, el Invierno con su
helada y blanca cabellera.
-¿Qué has venido a buscar en esta alta morada? - pregunta el Sol al
deslumbrado Faetón.
-¡Oh, padre, dame una prueba de que en verdad soy hijo tuyo! ¡Aleja la
incertidumbre de mi alma!
-Yo no puedo negar que eres mi descendiente. Y, para demostrártelo, te
otorgaré lo que quieras. Pide, y yo te daré... ¡Lo juro por los ríos infernales que
jamás he visto!
Y Faetón pide:
-Dame tu carro de fuego por un día. Déjame guiar tus caballos alados.
Apenas lo dice, su padre se arrepiente del juramento dado:
-¡Ojalá me fuera permitido renegar de mis palabras! Ignoras el peligro al
que te expones; tu destino es mortal y lo que ambicionas no es propio de
mortales. ¡Pídeme otra cosa, pero no ésta!
Faetón insiste, el carro es lo que quiere y no otra cosa, y el Sol no puede
faltar a su juramento. Entonces, intenta convencerlo enumerando los riesgos a
que se expone:
-Escúchame, Faetón, ningún dios, ni Júpiter, soberano del Olimpo, puede
conducir ese carro que me está destinado; la primera parte del camino es difícil
para los caballos que aún están descansados... ¡tan empinada es! La parte media
atraviesa la región más elevada del cielo y yo mismo he sentido muchas veces
7. pánico al divisar desde esa altura el mar y la tierra. Créeme, mi pecho ha
palpitado de terror... La última parte del sendero es una pendiente pronunciada
y necesita un guía seguro, el cielo está en un continuo movimiento circular que
arrastra a las constelaciones. Yo dirijo mi carro en sentido contrario con gran
esfuerzo, ¿podrás tú avanzar contra la rotación de los polos sin que su veloz eje
te arrastre? Y, aunque logres dominarlo, deberás pasar entre los cuernos de
Taurus, atravesar las feroces fauces de Leo y las pinzas terribles del Escorpión;
Sagitario te cerrará el paso y miles de peligros estarán al acecho... ¡Desiste de tu
deseo! Me pides garantías de que soy tu padre... ¿Qué mejor garantía que mi
angustia ante lo que pueda sucederte?
Las palabras del Sol no hacen más que avivar en su hijo el deseo de
conducir ese carro de fuego por los caminos celestes. Ya se acerca el momento
de que el carro, salido de las manos de Vulcano, hacedor de instrumentos
divinos, inicie su recorrido. Allí está, con sus ejes y sus ruedas recubiertas de
oro, con sus radios de plata, su yugo cuajado de reluciente pedrería; ya la
Aurora abre sus puertas rojas y las estrellas huyen apresuradas mientras se
desvanecen los cuernos de la Luna. Las Horas son las encargadas de uncir a los
caballos que se agitan, lanzando llamaradas por las fauces, y el padre da los
últimos consejos, mientras unta el rostro de su hijo con una sustancia divina.
Sólo así podrá resistir el calor de las llamas. Después ciñe la joven cabeza con
los rayos y no puede ocultar su profunda angustia:
-Escucha y haz caso de lo que te digo: usa poco la aguijada y mucho las
riendas. Son caballos briosos y galopan de buena gana, lo difícil es sujetarlos.
Elige el sendero oblicuo que, en amplia curva, evita el polo austral y la
constelación de la Osa. En ese camino verás claramente mis huellas. Para lograr
que la tierra y el cielo tengan temperaturas parejas, no desciendas ni te eleves
demasiado, ni te inclines a la izquierda ni a la derecha, pues las ruedas pueden
tocar las constelaciones de la Serpiente o del Altar. ¡Que la Fortuna te ayude,
hijo mío! Si desistes, que sea ahora, cuando aún estás en suelo firme...
Pero ya Faetón se yergue sobre el carro resplandeciente, mientras los cuatro
corceles - Ardiente, Aurora, Fogoso y Llameante - lanzan relinchos y bocanadas
de fuego, golpean las barreras con sus cascos. Tetis, diosa del mar, las retira, y
los corceles se precipitan hacia adelante abatiendo las nubes y luego se elevan
impulsados por sus alas.
En seguida se dan cuenta de que el conductor que llevan no es el habitual;
es mucho más liviano y el carro salta, con sacudidas bruscas, como si estuviera
vacío. Entonces los caballos se apartan del sendero trillado y se lanzan por
caminos desconocidos. Se calientan las Osas, se enardece la Serpiente. Faetón
mira hacia la tierra y lo que ve lo deja aterrado, mientras es arrastrado como
nave sin timón por la tormenta y no puede retroceder. Mucho es el camino que
ya ha recorrido y mucho el que le falta por recorrer; el ocaso está aún lejos,
jamás podrá alcanzarlo. Escorpión lo espera, con sus pinzas abiertas y su corvo
8. aguijón cargado de veneno. El terror hace soltar a Faetón las riendas, y los
caballos galopan por rápidas y escarpadas pendientes hacia la tierra.
Comienzan a incendiarse aquí y allá las altas cimas; la corteza terrestre se
abre en grietas; arden los árboles y las mieses, como antorchas, y los montes se
convierten en gigantescas llamaradas. Arde el Parnaso, los Apeninos, los Alpes,
el Cáucaso. Mueren las fuentes, los lagos, y los ríos, incluso los más grandes,
humean en medio de sus ondas. Hierve el Peneo y el Éufrates, el Ganges y el
Po, el Tíber, el Ródano y el Rin; y el oro que el Tajo guarda en su corriente fluye
derretido por el fuego. En la tierra resquebrajada, la luz penetra hasta las
profundidades del Tártaro, iluminando sus nieblas infernales, y el mar,
espantado, se retrae. Donde antes se extendían sus transparentes olas, ahora
hay una inacabable llanura de arena. Tres veces se atrevió Neptuno a asomar la
cabeza entre las aguas. Las tres veces le fue imposible soportar el aire
abrasador.
Devoradas por las llamas, desaparecen las ciudades, orgullo de los
hombres, que caen junto con ellas convertidos en cenizas. La Tierra levanta su
rostro desolado en medio del desastre, cubre su frente con la mano y se agita en
profundo temblor:
-Si ésta es tu voluntad... ¿por qué, oh el más alto de los dioses, se hacen
esperar tus rayos? Si tengo que perecer por el fuego, al menos hazme perecer en
tu fuego - dice con la voz estremecida -. ¿Por qué también tu hermano, el mar,
sufre esta suerte? ¡Si no tienes piedad de él ni de mí, al menos tenla de tu propio
cielo! Ya los polos están humeando, y, si el fuego los incendia, vuestros palacios
celestes caerán derrumbados... Ahí tienes a Atlas, ¡apenas puede sostener sobre
sus hombros el eje incandescente del mundo ¡Si cae la mansión celeste,
volveremos al antiguo Caos! ¡Preserva de las llamas lo que aún queda y salva el
Universo!
Al oir las palabras de la Tierra, Júpiter todopoderoso llama a los dioses y al
Sol como testigos, y anuncia:
-He de obrar, antes de que todo perezca en horroroso fin.
Sube a su alta fortaleza e intenta acumular nubes y extenderlas sobre la
tierra. Pero ya no hay nubes que, deshechas en lluvia, apaguen tanto fuego. Sólo
le resta al dios la fuerza de su rayo. Y, tronando, blande su arma celeste, la alza
junto a su oreja y la arroja contra el carro. Así, con fuego detiene el fuego: el
carro estalla, huyen los caballos, y Faetón cae, incendiados sus cabellos, dando
vueltas hacia el abismo.
Va describiendo un largo trazo cual si fuera una estrella, para caer por fin
en tierras lejanas. Allí, las náyades lavan su cuerpo ennegrecido y lo entierran
componiendo para él este epitafio:
"Aquí yace Faetón, auriga del carro de su padre. Si no logró gobernarlo, al
menos lo intentó, y sucumbió en la grandiosa empresa".
9. Lloraron a Faetón su madre y sus hermanas, y el Sol escondió su rostro
dolorido. Dicen que por un día no apareció sobre la tierra. Enorme ha sido el
desastre.
- - - - - - - -
Por su parte Clímene, abatida, fuera de sí y desgarrándose el pecho recorrió
el mundo entero buscando los miembros inertes y los huesos de su hijo. Los
encontró sepultados en la ribera de un río extranjero.
Entretanto el padre de Faetón, desaliñado y despojado de su esplendor,
odia la luz, se odia a sí mismo y al día y niega al mundo sus servicios. "¡Que
otro cualquiera conduzca el carro portador de la luz! Si no hay nadie que lo
haga y todos los dioses confiesan que son incapaces, que lo conduzca él, para
que, al menos mientras prueba mis riendas, abandone alguna vez los rayos que
dejan a los padres sin hijos". Lo rodean las divinidades y le ruegan que no deje
al mundo en tinieblas. El propio Júpiter se excusa. Reúne entonces Febo a sus
caballos enloquecidos y los golpea, resentido; está furioso y les achaca la muerte
de su hijo.
Eco y Narciso (Ovidio, “Metamorfosis”, III, 339-402)
…Efectivamente, el hijo de Cefiso (Narciso) había añadido un año a los
quince y podía parecer un niño y un adolescente: muchos jóvenes, muchas
doncellas lo desearon; pero (tan cruel orgullo hubo en tan tierna belleza) ningún
joven, ninguna doncella lo impresionó. Contempla a éste, que azuza hacia las
redes a los asustadizos ciervos, la habladora ninfa, que no aprendió a callar ante
el que habla ni a hablar ella misma antes, la resonante Eco.
Hasta ahora, Eco era un cuerpo, no una voz; pero, parlanchina, no tenía otro
uso de su boca que el que ahora tiene, el poder repetir de entre muchas las
últimas palabras. Esto lo había llevado a cabo Juno, porque, cuando tenía la
posibilidad de sorprender a las ninfas que yacían en el monte a menudo bajo su
Júpiter, ella, astuta, retenía a la diosa con su larga conversación, hasta que las
ninfas pudieran escapar. Cuando la Saturnia se dio cuenta de esto, dijo: “De esa
lengua, con la que he sido burlada, se te concederá una mínima facultad y un
muy limitado uso de la palabra“, y con la realidad confirma las amenazas; ésta,
10. sin embargo, duplica las voces al final del discurso y devuelve las palabras que
ha oído.
Así pues, cuando vio a Narciso, que vagaba por apartados campos, y se
enamoró, a escondidas sigue sus pasos, y cuanto más lo sigue más se calienta
con la cercana llama, no de otro modo que cuando el inflamable azufre, untado
en la punta de las antorchas, arrebata las llamas que se le han acercado. ¡Oh,
cuántas veces quiso acercarse con linsojeras palabras y añadir suaves ruegos! Su
naturaleza lo impide y no le permite empezar; pero, cosa que le está permitida,
ella está pronta a esperar sonidos a los que puede devolver sus propias
palabras.
Por azar el joven, apartado del leal grupo de sus compañeros, había dicho:
“¿Alguno está por aquí?”, y “está por aquí” había respondido Eco. Él se queda
atónito y, cuando lanza su mirada a todas partes, grita con fuerte voz: “Ven”;
ella llama a quien la llama. Se vuelve a mirar y de nuevo, al no venir nadie,
dice: “¿Por qué me huyes?”, y tantas veces cuantas las dijo, recibió las palabras.
Insiste y, engañado por la reproducción de la voz que le contestaba, dice: “En
este lugar juntémonos” y Eco, que nunca habría de responder con más agrado a
ningún sonido, repitió: “juntémonos”, y ella misma favorece sus palabras y,
saliendo de la selva, iba a arrojar sus brazos al deseado cuello. Huye él y, al
huir, aleja las manos del abrazo. “Moriré antes”, dice, “de que te adueñes de
mí.”
Desgraciada se oculta en el bosque y avergonzada cubre su cara con ramas, y a
partir de entonces vive en solitarias cuevas; pero, sin embargo, el amor está
dentro y crece con el dolor del rechazo: y las insomnes preocupaciones
amenguan su cuerpo que mueve a compasión, y la delgadez contrae su piel, y
todo el jugo de su cuerpo se va hacia los aires; solamente le quedan la voz y los
huesos: permanece la voz; cuentan que los huesos adoptaron la figura de una
piedra. A partir de ese momento se oculta en los bosques y no es vista en
montaña alguna, es oída por todos: el sonido es el que vive en ella.
DÉDALO E ÍCARO
11. Dédalo fue el mejor pintor y escultor de Atenas; sus obras eran tan naturales
que parecían reales. Fue juzgado por el tribunal del Areópago por haber
matado a su sobrino y discípulo en un ataque de celos ya que el chico
demostraba ser mejor inventor que el propio Dédalo. Se exilió en Creta y allí fue
acogido por el rey Minos, quien le encargó muchas obras de ingeniería. Pero el
invento más extraño fue el de la va artificial en que la reina Pasifae, hija de
Helios, se escondía para satisfacer su pasión por un toro. El ingenio consiguió
engañar al toro y Pasifae concibió al Minotauro, ser mitad hombre mitad toro.
Minos, avergonzado por la existencia de aquella monstruosidad decidió
esconderlo y encargar a Dédalo que construyese el laberinto, una trama de
túneles y pasadizos con una entrada, diseñado de tal forma que quien entrase
no fuese capaz de encontrar el camino de salida. El Minotauro fue colocado en
el centro y se alimentaba de carne humana. Los atenienses, al haber sido
vencidos por Minos en la guerra, estaban obligados a enviar anualmente siete
muchachos y siete muchachas, quienes entraban uno a uno en el laberinto para
proporcionar alimento al Minotauro. Entre los 14 jóvenes de unos de estos
envíos a Creta se encontraba el héroe Teseo, del que Ariadna, hija del Minos y
Pasifae, se enamoró nada más verlo llegar. Se ofreció a ayudarle a escapar de
entrar en el laberinto si le prometía volver a Atenas y casarse con ella. Teseo
aceptó por lo que ella le entregó un ovillo de hilo fabricado por Dédalo.
Sujetando un extremo en la puerta y devanando el ovillo a medida que entraba
en el laberinto, Teseo encontró al Minotauro y lo mató. Así, rebobinando el hilo,
fue capaz de escapar de ese intrincado lugar.
Llevando a Ariadna con ellos, Teseo y sus compañeros se internaron en el mar
hacia Atenas. En el camino se detuvieron en la isla de Naxos. De acuerdo con
una leyenda, Teseo abandonó a Ariadna, zarpando mientras ella estaba
durmiendo en la isla; el dios Dioniso la encontró y la consoló.
Cuando Minos descubrió la traición de Dédalo lo encerró junto a su hijo
pequeño Ícaro en el laberinto (a quien tuvo con una de las esclavas de Minos).
Como sabía que todos los intentos por encontrar una salida serían inútiles,
Dédalo decidió salir volando del lugar con unas alas como las de los pájaros.
Con cera y plumas construyó un par de alas para Ícaro y para él y a
continuación advirtió al chico que nunca volase ni muy alto ni muy bajo porque
el calor del sol podría derretir la cera o la espuma del mar podría sobrecargar
las plumas. Después se dejó caer al vacío con su hijo siguiéndolo bien de cerca.
Volaron en dirección noroeste y pasaron por Paros, Delos y Samos; pero cuando
estaban en el sector de mar que separa las islas Espóradas de la costa jónica del
Asia Menor, Ícaro se dejó llevar por una ráfaga que le hizo volar demasiado
alto. Al acercarse al sol la cera de sus alas se fundió y cayó al mar que lleva su
nombre. Dédalo aterrizó en la isla que ahora se llama Icaria y sacó el cuerpo de
su hijo del mar para después enterrarlo.
12. POLIFEMO Y GALATEA
La fábula de Polifemo y Galatea ha servido de argumento a numerosos poemas
antiguos y modernos. La fuente principal de Góngora es la versión que Ovidio
incluye en sus Metamorfosis, versos 13.750 - 13.897. Es interesante comparar la
versión de Ovidio con la de Góngora para comprender a través de las
diferencias el sentido que Góngora quiso dar a la suya.
Para Ovidio la historia es simple: La acción transcurre en Sicilia. Allí vive el
cíclope Polifemo, un gigante monstruoso y cruel con un solo ojo, que se
enamora de la ninfa Galatea, la cual a su vez está enamorada de un joven pastor
llamado Acis. La historia está narrada por boca de Galatea, quien explica cómo
el gigante se subió a lo alto de una roca con una especie de flauta hecha con cien
cañas y empezó a cantarle ofreciéndose como su esposo entre halagos,
promesas y regalos. Al no ser correspondido corrió a buscar a los dos amantes y
arrojó una gran roca sobre Acis. La ninfa pidió ayuda a los dioses y éstos
transformaron en agua la sangre que manaba de la roca. Acis quedó así
convertido en un río.
Góngora introduce cambios esenciales que convierten en drama la ironía de
Ovidio. En primer lugar relata la forma en que Acis y Galatea se enamoran
(cosa que Ovidio da por hecha). Esto hace que Polifemo no conozca desde el
principio este amor, y es precisamente la furia que le invade al descubrirlo lo
que le lleva a lapidar a Acis. Otro cambio argumental es que Polifemo no busca
deliberadamente a los amantes (pues desconoce su idilio), sino que es una
fatídica casualidad lo que los delata: el gigante tira unas piedras para ahuyentar
a unas cabras que estropeaban sus vides y algunas de ellas llegan al escondite
13. de Acis y Galatea, los cuales, al creerse descubiertos, salen corriendo y se
desencadena así el desenlace.
OVIDIO