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D E

T O D A S

L A S

C Á R C E L E S .

Autora: Elxena
 
Es bardo.
Lo sabes por su ropaje, la bolsa de pergaminos, el cayado y la cinta verde anudada en el extremo del mismo, que la
identifica inexcusablemente como estudiante de la Academia de Atenas. También deberías saberlo por el brillo de sus
ojos, pues todo narrador de historias lleva el fuego de la pasión escrito en ellos.

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Pero ella no.
Los ojos de ella están muertos, sólo los utiliza para ver, no para transmitir. No, al menos, la pasión o la luz.
Gabrielle de Poteidea sólo cuenta cuentos oscuros.

Cuentos a la oscuridad que nacen de su roto corazón.
 

*

 

Es una guerrera.

Todo su ser lo grita.

A pesar de su túnica de algodón y la falta de armas de afilado acero o de armadura protectora sobre su cuerpo.
Sus ojos están muertos por obligación, una cinta de tela los cubre para ocultar al mundo la negrura de su vacío, por
mucho que no haya mundo que la pueda ver, aislada como único habitante en su remota fortaleza de piedra.
También tiene el corazón roto. Roto y enfermo.
No le queda mucho tiempo de vida.

Tiempo atrás rompió un pacto sagrado y el pago de sus consecuencias se está llevando su vida gota a gota.
Pero eso a Xena de Amphípolis no le importa ya.

Murió en el mismo instante en el que renunció al amor de Gabrielle de Poteidea.

Mató a su alma, que arrastra por segundos con ella en su inexorable camino la vida de su cuerpo físico, construido
de carne y sangre mortal.
Pero eso, a Xena de Amphípolis, ya no le importa.
 

*

 

El posadero depositó con brusquedad la jarra de sidra sobre la mesa sin apenas reparar en la meditabunda joven de
cabellos rubios acodada en ella y se marchó a servir al resto de ruidosos clientes. La posada estaba a rebosar esa
noche y no sólo se notaba en la abigarrada y ruidosa  multitud, sino también en la fuerte mezcla de olores que
parecía destilar de las propias paredes del establecimiento: sudor humano, sudor de caballería, cuero mojado, vino
barato y tabaco rancio. Gabrielle miró el recipiente goteante que el posadero casi había lanzado sobre ella y lo
apartó indolentemente con el dorso de la mano. No quería sidra, y sin embargo la había pedido.
Pero tampoco quería vivir ya, y seguía respirando.
No quería rememorar, y se ahogaba en recuerdos.
O no quería pensar, y enloquecía por sus pensamientos.
Su particular Tártaro. Despertaba, dormía, respiraba y vivía con él, pegado a su piel, desparramado por sus venas,
hundido en lo más profundo. Agazapado y preparado. Siempre dispuesto a recordarle el fuego de su agonía.
Se sentía vacía. Como una fruta a la que hubieran rebanado y despojado de carne y simiente, arrojada a un lado.
Algo había muerto en su interior.
Actia había tratado de explicárselo y ahora odiaba a Actia.
También odiaba a Xena, por fin lo había conseguido.
Ningún acto de sangre por su parte hubiera podido hacer que ella la odiara, pero la voluntad de Xena, su deseo, lo
había conseguido.
Y ahora lo recordaba una y otra vez, aunque no quisiese:
 

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Su mano acarició suavemente la cabeza de Gabrielle. Sus manos se cerraron sobre su rostro y la obligó gentilmente
a alzarlo. Sus pulgares detectaron las lágrimas que Gabrielle derramaba. Sus dedos trazaron su rostro. Se inclinó
hacia ella y la besó. Puso en ese beso todo su amor, todo su futuro, toda su esperanza. Quiso explicárselo todo con
ese beso. Ese beso fue su sello. Ese beso fue el último.
—Actia —susurró, con sus labios acariciando aún los de Gabrielle.

Un resplandor azul. Una sombra luminosa. La Diosa se situó tras una Gabrielle absolutamente desconcertada.
—Xena, ¿qué…? —la bardo cerró sus manos en torno a las muñecas de Xena.

—Te quiero, Gabrielle —el susurro de Xena fue toda una renuncia. Una declaración de amor y dolor en una sola —
Por tu bien y el mío, te lo juro, lo hago.
Actia se acercó aún más a Gabrielle.

—Xena, quizás… —la Diosa hizo un último intento.
—No —la guerrera apretó los dientes —Hazlo.

—¿Hacer qué? —Gabrielle se giró para ver a la Diosa situada a su espalda —¿La Diosa de la Serenidad? —volvió su
atención a Xena de nuevo —¿Qué…?
Actia posó su mano sobre el hombro de Gabrielle y el mismo resplandor que la rodeaba empezó a engullir a la
bardo.
 

El resplandor desapareció y Gabrielle se sintió ligeramente mareada. La mano de la Diosa Azul todavía permanecía
sobre su hombro, pero ella casi ni la notaba. Estaba muy aturdida. Alzó la vista pero Xena ya no estaba allí. En
realidad, nada estaba allí. Se giró hacia Actia.
—¿Qué ocurre? ¿Qué has hecho?

La Diosa se separó de ella unos centímetros. Altos árboles de frondosas copas las rodeaban. Pero no era el bosque
que ocultaba a la cabaña. "¿Qué has hecho?".
—Xena me pidió que te pusiera a salvo.

—¿Xena pidió ayuda a una Diosa? —Gabrielle no entendía nada.
—Quería que estuvieras a salvo —repitió la Diosa.
—¿Y ella? ¿Ella qué? ¿La vas a traer ahora?
—No.

—¡¿Por qué?!

—No lo desea.

—¿Cómo que no lo desea? —Gabrielle estaba empezando a ponerse muy nerviosa —¡Está ciega! ¡Grupos de
mercenarios la buscan!
—No lo desea, Gabrielle.
—Llévame de vuelta con ella. ¡Ahora! —exigió.
—No puedo.
—Ella pidió ponerme a salvo, ¿no es así?
—Sí.
—Bien. Yo te pido ahora que me lleves de vuelta con ella.
—No puedo, Gabrielle.
—¿¡Por qué!?
—No es su deseo.
—¡Maldita sea! —la desesperación empezaba a invadirla – Actia, te lo ruego, por favor —su tono era de súplica.
—Gabrielle, Xena acudió a mí. Yo ya había detectado en su alma una predisposición hacia la serenidad, aún frágil,
pequeña, pero valiente. Ella me pidió que te pusiera a salvo y aunque tú eres devota mía prevalece su voluntad.
—¿Por qué?
—Es un acto de amor. No hay maldad ninguna en su deseo de verte a salvo. No puedo contravenir su deseo.

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—¿Si su deseo me dañara, podrías deshacerlo?
—Gabrielle, no. Sé que te es doloroso, pero su intención es pura.

—Pero me daña en estos momentos —insistió Gabrielle – Estar lejos de ella me hace daño —musitó.
—Lo sé, Gabrielle.

—Actia, por favor.

—No puedo hacer nada, Gabrielle.
—¿Qué hará ella?
—...

—¿Actia?

—Cuando anochezca, partirá.

Gabrielle recordó lo que Xena le había dicho.
—Un refugio.
—Sí.

—¿Sabes dónde?
—Gabrielle…

—¡No intervendrías! No sería contravenir su deseo. Sólo dime dónde se halla ese refugio.
—Ella no te lo dijo, por lo tanto, ésa era también su voluntad.

—Actia, cuando se ponga a salvo, cuando llegue a ese refugio, también lo podría ser para mí. ¿Comprendes? Su
deseo de verme a salvo seguiría siendo respetado. Estaría a salvo, junto a ella.
—Gabrielle, no lo entiendes. No quiere que estés a su lado.
—¿Qué?

—Teme que al final acabes dañada.

—Ya hemos pasado por eso. ¡Ya hemos pasado por eso!

—Gabrielle, por favor, intenta comprenderla. Nada le haría más daño que verte dañada por su culpa. Quiere que
seas feliz.
—Conseguí serlo —dijo con un hilo de voz —Cuando me dijo que me amaba, cuando me besó —el acto, renacido en
sus palabras, cobró entonces para ella toda su intensidad, su significado.
—Fue su regalo.

—Fue su condena —replicó Gabrielle, con un deje amargo – Estoy encadenada a ella, Actia, con cada fibra de mi ser
—Gabrielle se sentó sobre un tronco caído, abatida —Cuando confirmó la reciprocidad de nuestro amor, me sentí
una sola con ella, supe que ella era todo mi camino, todo mi hogar. Y lo rechazó.
—No es así exactamente, Gabrielle. Ella aún te quiere.
—¿Y eso me sirve de algo ahora? —levantó unos ojos llenos de lágrimas —Dime, Actia, ¿me sirve?
La Diosa se inclinó hacia ella.
—Gabrielle, si en algo los mortales os diferenciáis del resto de las criaturas que habitan los diferentes mundos es por
esto: la esperanza. No abandones, no la pierdas. Yo no tengo todas las respuestas, y soy una Diosa —apostilló —,
pero sois vosotros quienes las buscáis con ahínco, más allá de toda lógica o mesura, y sólo sois humanos. Y lo
conseguís; no siempre, bien es cierto, pero cuando así sucede, tiráis abajo todos los muros, todos los imposibles,
todos los caminos cerrados.
—¿Todavía hay un camino?
—Depende de ti. Depende de ella.
—Pues ella no lo tomará, no querrá entrar en ese camino —Gabrielle agitó la cabeza con determinación —La conozco.
Va a hacer prevalecer mi bien sobre el suyo, y no sabe lo equivocada que está. Sólo hay un único bien ahora, que
nos incluye a ambas.
—Si tú hubieses estado en su lugar…

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Gabrielle cabeceó con amargura.
—Sí, Actia, hubiese hecho lo mismo que ella. Por eso me duele tanto. Porque seguiría hasta el final. Lo que significa
que no la volveré a ver.
—Lo siento. Pero no olvides que los imposibles sólo existen si tú les das aliento.
Gabrielle la miró entre lágrimas.

—Yo haré todo lo posible, eso lo sé. Pero ella…ella cerrará ese camino porque estará convencida de que así habrá de
ser —Gabrielle se llevó distraídamente una mano al pecho —Me duele —susurró.
Actia suspiró.

—¿Conoces la historia de las almas gemelas?
 

*

 

Gabrielle no sonrió. Ni siquiera permitió que Actia terminara de desgranar la historia de las almas gemelas. Claro
que la conocía. ¡Por los dioses, ella se la había contado a Xena!
Qué cruel ironía. La leyenda se había hecho carne en ellas…y esa carne se había desgarrado. Cuán presente había
tenido siempre esa historia. Cuántas veces la soñaba entre ellas. ¿Cómo si no explicar lo extraordinario de su unión?
¿Cómo si no una aldeana ignorante de todo lo que no fuera hogar y labor podría haber sido compañera de un Señor
de la Guerra? ¿Qué si no impulsó a Xena a extender su brazo y subirla a la grupa?
Sí, Gabrielle creyó en las almas gemelas durante todo el tiempo, en silencio, para sí. Y ahora, cuando se alzó la voz
en un mágico instante (no de ella, por los dioses, no de ella, ¡la voz de la propia Xena!) y la leyenda tomó sus
nombres, entonces, abruptamente, sin dar tiempo siquiera a que dejara la huella de su sombra bajo el sol, se
desvaneció.
Se acabó.

Y dejó tras de sí dolor, frustración…y una incipiente ira.
¿Contra Xena?
Aún no.

Sólo contra el destino, que no era poco.

Tanta espera. Tanta esperanza. Al final, la ansiada respuesta. La tuvo, de sus mismísimos labios. Un beso, un te
quiero. Y la desesperación.
No podía soportarlo. No podía permitírselo, ahora lo sabía. Desbordaba toda razón, pues había invadido por completo
el sentimiento cualquier opción que nunca hubiera pensado tener de dominar el dolor de la separación.
No. No podía ser. No así, no ahora, cuando lo había escuchado de sus propios labios. No podía hacerle eso, no se lo
podía hacer a las dos.
Conocía a Xena. Su lucha tenía muchos frentes, a cada cual más insoportable. Entendía lo que había hecho, pero eso
no significaba que se mostrase de acuerdo.
Por eso no dejó que Actia terminara de contar la historia. Ella sería quien contara el final de la historia, de su
historia.
Rogó a la Diosa que la dejara sola, si bien ésta se mostró reticente. Aún así, se plegó a la voluntad de la bardo.
Antes, sin embargo, le dio la bolsa de cuero que Xena le había dado para ella. Gabrielle la movió entre sus dedos
unos instantes antes de abrirla. Dentro, un generoso puñado de monedas de oro, una pequeña fortuna, y una
escueta nota cuya caligrafía, pese a la inseguridad perceptible provocada por la ceguera, señalaba directamente a
Xena en su innata elegancia y firmeza. Una elegancia y firmeza plasmada en dos únicas palabras: "Por favor".
—Atenas está tras estos árboles —dijo Actia —Sé que su deseo sería que completaras tu formación como bardo…
—¿Paga por deshacerse de mí? —la interrumpió Gabrielle sin apartar los ojos de las exiguas palabras escritas —¿Es
el pago de su adiós?
—No, Gabrielle, por favor, no te tortures así. Ella sólo quiere…
—Acallar su conciencia —la cortó.
—No. Que estés bien. Y Atenas era uno de tus sueños.

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—Ella era mi único sueño —replicó Gabrielle con intensidad —No me importa ser bardo si no estoy a su lado.
—Ahora quizás pienses así, pero más tarde te serenarás y…

—La Diosa de la Serenidad desplegando su fe —la voz de Gabrielle se desgranaba con sarcasmo —Supongo que
justifica tu existencia.
—Gabrielle, comprendo tu dolor. Pero ella sólo desea que estés bien.

Gabrielle desparramó las monedas sobre su palma volcando la boca de la bolsa.

—No estaré bien; sin ella, no —con un movimiento de su mano dejó que las monedas cayeran a la tierra húmeda del
bosque. Un sordo tintineo cada vez que entrechocaban entre sí. Gabrielle resguardó el trozo de pergamino
manuscrito en su otra mano —Déjame ahora, por favor.
Actia la miró una última vez.

—Si me necesitas… —y se desvaneció.

Gabrielle observó las monedas sobre la tierra. Su brillo las hacía resaltar poderosamente sobre el oscuro ocre
terroso. Se llevó ambas manos a la cara y la cubrió con ellas. Se balanceó levemente allí, en mitad de un bosque a
las afueras de Atenas, como si recitara un mantra sólo conocido por ella. Se ahogaba de pena. Sentía un dolor sordo
y constante que marcaba cada respiración. El mundo acababa de hacerse inmenso. Inmenso y vacío. Permaneció así
largo rato. Después, como si hubiera tomado una decisión, se agachó, recogió una a una las monedas y las volvió a
meter en la bolsa de cuero.
Giró hacia la derecha.
 

*

 

Gabrielle entró en la posada. Su suelo estaba sucio, las paredes enmohecidas, era ruidosa y olía a caballo. Como
todas las tabernas que jalonaban los caminos y aldeas de cada uno de los reinos que había recorrido junto a Xena.
Trató de apartar esa imagen de su cabeza. Ella y Xena entrando juntas.
Estaba agotada. No tanto físicamente por el viaje como emocionalmente por los últimos acontecimientos. Debía
serenarse. Debía pensar.
Encontraría a Xena. Estaba enfadada con ella y por los dioses que daría con ella para demostrárselo. La sentaría
frente a sí y le expondría sus pensamientos: "Sí, Xena, tú consideraste que mi bien era prioritario y dedujiste que
era la mejor forma de hacer las cosas. No, no es eso lo que te reprocho. Mi reproche es por no contar conmigo, por
no valorar lo que yo hubiera podido aportar, ¡POR HACER QUE UNA DIOSA MENOR ME EVAPORARA DE TU LADO!".
"Tranquila", se dijo. "Serénate".

La determinación de Xena no la detendría. Las palabras de Actia tampoco. Debía ir poco a poco.

Llamó la atención del posadero. Atenas era una gran urbe. Mucha gente. Querrían distracción. Ya había hecho antes
eso, con ella. Alojamiento y comida a cambio de historias.
No los encontró en esa primera posada, pero en la segunda, igual de sucia, apestosa y ruidosa, el dueño fue más
receptivo. Una noche de prueba y ya vería. Gabrielle sonrió. Tenía asegurados un techo y comida por largo tiempo.
Empezaba a sentirse mejor. Se había serenado y pensaba mucho mejor, con menos ira y más claridad. Había
empezado a urdir un plan. Nadie la separaría de Xena, ni aún la propia Xena.
Aprisionó la bolsita de cuero con las monedas que Actia le había dado.
No tocaría ni una sola.
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Pertenecían a otra persona.

Y se las devolvería, junto con su descomunal enfado.

 

Sigue -->
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T O D A S L A S C Á R C E L E S .
2 ª E N T R E G A

Autora: Elxena
 

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Gabrielle observó la noche a través de la ventana de la habitación de la posada. Atenas se extendía iluminada bajo
el manto de estrellas, perdidos sus límites en el horizonte. En verdad era una gran urbe. Con grandes recursos. Y
muy variados.
Por ejemplo, el Archivo Judicial, abierto a todo ciudadano y ciudadana que quisiera consultarlo. Había llegado a él
tras una serie de pesquisas y se había lanzado de lleno a un día entero de búsqueda entre sus cientos de
pergaminos. Afortunadamente, sabía qué buscar. Afortunadamente, los funcionarios atenienses tenían una alta
noción del orden y la clasificación. Buscó en los pliegos dedicados a delincuentes, asesinos y saqueadores. Cómo no,
encontró las crónicas del pasado horror de Xena. Iba a recopilar toda la información posible acerca de ella. De su
pasado.
No buscaba a cuántos, ni aún por qué o cómo. Quiénes o qué.
Sólo dónde.

Rutas de ataque, perímetros de sus incursiones, zonas devastadas. Áreas de coincidencia, rutas de escape.
Testimonios. De víctimas. De mercenarios a su servicio. Actas de juicios contra sus esbirros. Periodos de tiempo
entre un ataque y otro. Tiempos de reagrupación. Tiempos de silencios. Todo aquello que pudiera arrojar alguna luz
sobre ese refugio en el que ahora pudiera encontrarse.
Pudiera.

Porque ése era otro temor incrustado muy profundamente en ella: ¿había logrado ponerse a salvo? ¿Ciega? ¿Sola?
No quiso pensar en ello. Quiso pensar, por el contrario, en alguna Diosa menor que la protegiera en todo lo posible.
En una guerrera con suficientes recursos como para superar el escollo de su ceguera.
En toda la suerte del mundo.
Primero, para ella, Xena.

Después, para ella, Gabrielle.
Para las dos. Por las dos.

Apartó la mirada de la noche ateniense y regresó al interior. Se sentó sobre el sencillo camastro y echó un vistazo al
revoltijo de pergaminos que había acumulado hasta ahora. No había podido sacar, evidentemente, los originales del
Archivo, pero se le había permitido copiar lo que quisiera. Por ahora, la punta del iceberg. Pero había mucho más.
Demasiado. Había, deliberadamente, pasado de puntillas por los actos en sí, no queriendo detenerse en ello. Sólo
necesitaba ciertos datos puntuales, que había ido anotando escrupulosamente en los pergaminos. Con ello pretendía
conformar un mapa de los ataques de Xena de sus tiempos de Señor de la Guerra, si bien todavía la información era
más maraña que hilo a seguir. Pero estaba en el buen camino, debía creerlo.
Estaba contenta. Agotada, pero contenta.

Mañana regresaría al Archivo. Ahora, debía prepararse para su actuación nocturna.

 

*

 
Gabrielle sonrió al funcionario del Archivo, dirigiendo sus pasos sin detenerse hacia las grandes salas de consulta.
Sin embargo, percibió un movimiento en su dirección y pronto fue interceptada por un hombre grueso con la túnica
funcionarial.
—¿Sí? —inquirió.
—Disculpad, pero necesito ver vuestro permiso, señora.
—¿Mi permiso?
—Para la consulta de los archivos.
—¿Qué permiso? —preguntó, confusa. No sabía que necesitara uno.
—Acompañadme, por favor —la cogió delicadamente del codo y la obligó amable pero firmemente a seguirla.
Pasaron delante del funcionario al que había sonreído, quien le hizo un gesto de impotencia. El segundo funcionario
la hizo sentar frente a una pequeña mesa donde se acumulaban los pergaminos. Él mismo se sentó al otro lado y
recogió sus manos como si estuviera a punto de rezar.
—¿Podría explicarme…? —pidió ella.

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—Por supuesto. Verás… —al parecer, había decidido que era lo suficientemente joven como para tutearla. Hizo una
pausa mientras leía una línea de uno de los pergaminos que tenía delante de sí —…Gabrielle, ¿no? – ella asintió —De
Poteidea —ella volvió a asentir —Mmmm… ¿Xena de Amphípolis atacó tu aldea?
—¡No! —quizás se excedió en su vehemencia. Trató de rebajar el tono – No, no lo hizo.

—¿No? Entonces, ¿qué buscas en los archivos? Normalmente cuando un ciudadano realiza una consulta sobre un
delito es por implicación directa o indirecta en él —el funcionario reparó en la expresión confusa de Gabrielle –
Quiero decir… ¿preparas alguna acusación contra esa guerrera, precisas de alguna información pertinente para juicio
o defensa? —imprimió un leve deje incrédulo a la última palabra que no pasó por alto para Gabrielle.
La bardo vaciló.
—No.

El funcionario se inclinó afablemente hacia ella.

—¿No? Pues no lo entiendo. Verás, Gabrielle, bien es cierto que los archivos de la urbe están abiertos a la consulta
de cualquier ciudadano libre, pero nuestro funcionario de entrada —y aquí alzó ligeramente la voz de forma
intencionada para que el aludido, situado unos metros delante, le escuchara. Éste se encogió ligeramente al hacerlo
—omitió comunicarte un pequeño detalle. Los archivos que consultas están sujetos a causa pendiente, esto es, la
autora de los mismos se halla libre y aún no ha resuelto sus asuntos con la justicia. Su acceso, por tanto, es
restringido y precisa de un permiso especial.
—Pero Xena se apartó hace tiempo del camino de la delincuencia, sin duda habrás oído escuchar las historias de su
redención —de nuevo el tono vehemente.
Esto último pareció avivar la curiosidad del funcionario.
—Historias, mmm… ¿Eres bardo?

Una idea cruzó rápidamente por la mente de Gabrielle.
—Sí.

Él asintió brevemente, sonriendo.

—Haber empezado por ahí, pequeña. Tu licencia —solicitó.
—¿Cómo?

—¿Estás licenciada, no?

La expresión de ella anticipó la respuesta.
—No.

—Bueno, eso lo vuelve a complicar. ¿Estás recopilando información para escribir historias?

—Si —su cabeza trabajaba a toda velocidad —Las de Xena, en particular, son muy demandadas, sobre todo en las
aldeas.
—¿Y te documentas para ello? —preguntó, evidentemente perplejo.
—Sí.
Él rió suavemente.
—Debo decir que me resulta inaudito. Invéntalas, es más fácil. Cualquier acto horrible que inventes, seguramente lo
habrá hecho.
Gabrielle trató de ocultar su indignación, aún así no pudo por menos que salir en defensa de la guerrera.
—Ha cambiado. Lleva a cabo buenas acciones.
—¿La conoces? —un leve destello de sospecha en los ojos del funcionario.
¿Era una pregunta peligrosa?
—No —mintió. Lo decidió en una milésima. Y acertó.
—Ah. Bien. No quisiera pensar que una documentación tan valiosa estuviera en manos de la persona equivocada.
Gabrielle se lanzó de lleno a la mentira.
—Sólo quiero escribir historias interesantes. Hay mucha competitividad entre los bardos. Y creo que las historias de
Xena me darán buenos argumentos.
El funcionario pareció meditar.

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—Bueno, sea como sea, has de disponer de una licencia para acceder a ellos. Lo siento. Sin ánimo de ofenderte, no
podemos fiarnos de la primera persona que entre aquí y rebusque en archivos con causas pendientes. Si se tratara
de otro tipo…pero con las causas de sangre debemos ser cuidadosos.
—Lo entiendo, por supuesto. ¿Cómo podría conseguir esa licencia?

—Siendo letrado, en parte de defensa o acusación; víctima de un acto cometido por la acusada o…licenciada por la
Academia, en tu caso. No vienen muchos bardos por aquí para documentarse, incluso debes de ser la primera que
veo en toda mi carrera. Así pues, si una institución como la Academia de Atenas te respaldara, creo que sería
suficiente.
¿Le estaba dando una solución?

—¿No tendría que estar licenciada? —preguntó, esperanzada.
—Por el momento, inscrita. Pero te licenciarías, ¿no?
Ella sonrió.

—Por supuesto.

—Bien —suspiró —pues esto es lo que has de hacer. Inscríbete en la Academia. Cuando te hayan admitido y
expedido el pergamino ven aquí y preséntalo. Yo mismo te extenderé el permiso.
 Gabrielle no cabía en sí de gozo. Se levantó, al tiempo que ofrecía ambas manos para estrechar las del funcionario.
—Gracias, muchas gracias.
—De nada. Suerte.

Gabrielle abandonó el archivo, pasando ante un avergonzado funcionario de entrada.
Se dirigió directamente hacia la Academia.
 

*

 

—Temo desilusionarte, pero creo que va a ser imposible.

Gabrielle sintió una enorme contrariedad. ¡Maldita sea! No podía entrar en la Academia, el curso estaba iniciado.
Trató de razonar con la mujer de la entrada.
—Por favor, vengo de muy lejos.

—Todos venís de muy lejos —le replicó, sin dejar de escribir en unos pergaminos.
—Es muy importante para mí —dejó que la tristeza traspasara sus palabras.

Buena táctica. Escuchó cómo la mujer suspiraba y dejaba lo que estaba haciendo.
—Mira, bonita, quizás haya una pequeña posibilidad, pero yo que tú no me haría muchas ilusiones. Ocasionalmente
se ha permitido la incorporación tardía de alumnos si demuestran una valía excepcional —la miró con todo el
escepticismo del mundo en sus ojos —¿Tú…?
—¿Qué hay que hacer? —la interrumpió ella con entusiasmo.
La mujer suspiró de nuevo.
—Presenta tus pergaminos con historias aquí y yo las haré llegar al encargado de admisiones. Si superas esa
primera prueba deberás hacer otra de declamación. ¿Entiendes?
—Sí —Gabrielle sonrió.
—Pues hala, viento —y la despidió con un ademán de su mano, volviendo a enfrascarse en la escritura.
Gabrielle regresó a la posada. Debía escoger bien de entre todas sus historias. Sólo habían pasado un par de
semanas desde que Xena no estaba con ella y sentía la urgencia de que la situación no se prolongara demasiado en
el tiempo.
Temía por ella.
 

*

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Gabrielle sonrió, satisfecha. Contempló la selección de pergaminos con sus historias y sabía que era una buena
elección. Allí estaban las mejores. Entraría en la Academia. Aún tenía tiempo antes de que oscureciera para llevarlos.
Así lo hizo. La mujer con la que había hablado antes alzó las cejas en un gesto de reconocimiento, pero nada más.
Eso no la amilanó. Le preguntó cuándo sabría algo y ella apuntó su nombre y dónde se alojaba. Le comunicó que
enviarían a alguien con el resultado de la resolución, aconsejándole que no cambiara de alojamiento hasta entonces.
"Y nada de visitas diarias preguntando, por favor", le exhortó.
Bueno, pues esperaría. Se encaminó a la posada. Aún era de día. A pesar del dolor constante que le perseguía
desde la separación de Xena, se mostraba optimista. Necesitaba saber que ese dolor tenía un fin. Que servía a un
propósito. Mientras le doliera, Xena seguiría con ella, era una intuición. Creía en ello.
Entró en la posada y, excepcionalmente, pidió un vaso de sidra. Cuando lo terminó subió a su habitación. Contempló
el desorden que reinaba temporalmente en ella, con varios pergaminos desperdigados aquí y allá y recogió uno al
azar. Era una historia muy corta, tan sólo la descripción de dos personas tumbadas sobre sus petates bajo las
estrellas y el silencio que decía más que las palabras. Sonrió.
"Xena".

Depositó el pergamino en el suelo y volvió su atención a la ventana.

Quiso asomarse, trazar un camino hasta el corazón de la guerrera y decirle que todo volvería a estar bien.
Pero entonces…
 

...Gabrielle se llevó una mano al pecho, atravesada por un rabioso y súbito dolor. Las paredes de la habitación de la
posada se desdibujaron durante un instante ante sus ojos. Un regusto amargo le subió por la garganta y se sintió sin
aire en los pulmones. Cayó al suelo, sin fuerzas. Sintió náuseas y apoyó la cabeza sobre el frío suelo de piedra. Se
abrazó a sí misma, pero el dolor la traspasaba de parte a parte. Empezó a gemir quedamente. El dolor la invadía por
oleadas, de forma incansable, arrasador. Se sintió morir. Antes de perder la consciencia, una sola palabra cruzó su
mente:
"No."
 

*

 

Gabrielle recobró la consciencia poco a poco, como si regresara de un mal sueño que no quisiera aún abandonarla.
Sus primeros pensamientos se derivaron en una maraña confusa. ¿Dónde estaba?
Le llegaban algunos sonidos, ruidos, como en sordina. Jaleo de taberna, gritos. Alguien de voz ruda que se
desgañitaba reclamando no sabía qué pago.
La posada. Atenas.
Notaba la boca reseca y una gran confusión. Tardó un poco aún en centrar sus pensamientos. Notaba algo, una
sensación, en su interior. Trató de incorporarse. Cuando lo hizo, sintió un vahído. La habitación fluctuó levemente.
Cerró los ojos con fuerza y se llevó las manos a la cabeza. Tragó saliva repetidamente.
Abrió los ojos de golpe.
De súbito, un pensamiento cruzó su cabeza.
No recordaba su propio nombre.
 

*
 
Se llevó las manos a la cabeza y tuvo que desistir de la idea de incorporarse, porque a su cabeza no le hacía
ninguna gracia el esfuerzo. Trató de afianzar la escasa lucidez conseguida.
Una posada. Atenas.
Y el terror: no sabía cómo se llamaba.
El miedo tomó una presencia casi física en ella. ¿Cómo no podía recordar su propio nombre?

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Echó un vistazo a su alrededor. Un gran desorden en forma de pergaminos esparcidos por doquier. ¿Ella trabajaba
con pergaminos?
Sintió un sudor frío estrujándole la piel. Inspiró hondamente. Un nombre regresó a ella.
Gabrielle.

Se llamaba Gabrielle.

Pero tras ese nombre ya no había nada más.
Todos sus recuerdos habían desaparecido.
 

*

 

"Gabrielle".

Xena despertó. Había yacido acurrucada en el suelo de la cueva, doblada sobre sí misma. Sus labios resecos se
entreabrieron y lo primero que sintió fue miedo. Un profundo e insondable miedo.
Y dolor.

Un dolor insoportable. Como si un demonio enloquecido hurgara en sus entrañas y las extirpara a dentelladas. Como
el miedo lacerante ante una merma inevitable e insoportable en su absoluto.
Reconocía el veneno que estaba inundando sus venas, camino de su corazón. En el castigo estaba la lucidez de
todo.
La pérdida y la ausencia.

Sus dos únicos temores en la infancia, cuando aún había luz en su vida. Lo único que en verdad había temido de la
vida.
Siempre había estado segura, ya en su etapa adulta, de que jamás volverían, tras Lyceus. Nada, tras la muerte de
Lyceus, podría ya invocar a sus mayores enemigas. Ella se había asegurado de ello. Ella, la Destructora de Naciones.
Nada.
Hasta que ella entró en su vida.
Gabrielle.

Y, sin embargo, acababa de hacerlo.

Renunció conscientemente al amor de Gabrielle, lo dejó marchar. Lo acunó una última vez en su interior, lo
contempló y le dijo adiós.
Lo había hecho. Había invocado a sus principales demonios, había dejado entrar ese veneno en su corazón,
conscientemente.
No pasaba nada, estaba bien. Lo había hecho por bien.
Todo por Gabrielle; lo que fuese, por Gabrielle.
Respirar le dolía. Pensar le dolía. Su nombre, su recuerdo. Todo le dolía.
Pero el dolor en sí no era lo peor, no era lo terrible.
Lo único terrible, en verdad, lo único que la estaba matando por dentro, era la innegable realidad. Por fin había
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llegado.

Estaba sola.

Sola de nuevo en el camino.

 

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3 ª E N T R E G A

Autora: Elxena

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Meses. Hacía ya meses. De la renuncia. De la separación. Del fin de todo. Del principio de este fin. De tanto dolor. El
tiempo inmediato, su tiempo con Gabrielle, había pasado a conformarse como una bruma en su mente. Y ya tan sólo
deseaba eso, recordar los días junto a Gabrielle. Las pesadillas de sus actos pasados podían seguir asolándola en
sueños, pero su consciencia y su voluntad eran de Gabrielle. Ahora ya todo daba igual; ahora, aquí, en una fortaleza
aislada, remota e inexpugnable, todo podía tomar su nombre verdadero. El amor en su plenitud, ahora que le había
permitido manar. Imposible de controlar una vez admitido. Tanto tiempo manteniéndolo a raya. Todo era como un
sueño, un sueño consciente y maravilloso que ella procuraba atesorar con celo. Todo lo relacionado con el tiempo
pasado con Gabrielle. Nada más que un sueño. Pero un hermoso sueño. Un sueño para ella.
Había logrado llegar a su refugio, secreto y desconocido. Había sido difícil y doloroso. El dolor que ahora ya nunca le
abandonaba la destrozaba.
La pérdida y la ausencia.

El dolor era su recordatorio constante.
Y la soledad… tras Gabrielle.

Al principio trató de rechazar su recuerdo, pero pronto supo que iba a ser inútil. Conquistando naciones enteras
tendría ya que haber reconocido el inmenso poder de lo incontrolable. Así que, para qué. Era una tarea de titanes y
no conducía más que al agotamiento. Actia se lo había advertido.
"La poderosa corriente de amor mutada en dolor seguirá ahí. En una de vosotras. La que renuncie."
Y ella aceptó.

Y albergó todo el dolor.

Y el amor no correspondido.

Su titánica voluntad generó la renuncia suficiente como para romper el pacto que unía sus almas a través de los
tiempos, mas esa misma alma suya la estaba matando por ello.
Se había convertido en un escorpión herido por su propio veneno. Deliciosa ironía, pensó.

Sólo tuvo una duda y convocó por ello a Actia, una sola vez desde que estaba allí. Desde entonces, la Diosa menor
no había vuelto a aparecer.
—¿Ella siente este dolor? —le preguntó.
—No.

—¿Mientes?

—No —hizo una pausa —Xena, ella no te recuerda. Tu nombre y tu rastro han sido borrados de su alma.
Quiso echarse a llorar, pero recordó a tiempo que ni siquiera se merecía eso.
—¿Sufre? —preguntó, con un hilo de voz.

—No del modo como la mayoría describiría el sufrimiento —explicó lentamente Actia —Te advertí que no podía
calibrar las consecuencias de algo que jamás había tenido lugar. Así, al renunciar al amor que sientes por ella, al
parecer, ha producido un desequilibrio en Gabrielle. No padece dolor, pero quizás sea peor. No siente nada, Xena.
Ningún tipo de emoción. No recuerda nada de una vida anterior, pero no le importa. Nada le asusta. Nada le
inquieta. Se ha instalado en un aséptico presente. Lo siento, Xena. La Gabrielle que tú conocías ya no está.
Fu peor que una puñalada directa a su corazón, peor que si la propia Gabrielle le hubiera escupido a la cara. Xena
gimió quedamente. Todo estaba mal. Nada había salido bien. Y no había vuelta atrás. La venganza definitiva de los
dioses o el punto y final adecuado para ella. Morir matando. Destruyendo hasta el último momento. Sintió la propia
traición removerse en sus venas. Había traicionado a Gabrielle hasta el último instante de sus vidas. Se recreó en el
sabor de la amargura que regurgitaba su maltrecha alma. Ojalá pudiera morir ya. Pero no se lo permitió. Debía sufrir
hasta el último momento, con todas las horas, todos lo segundos, a cada instante. Pero no halló consuelo. Sólo
dolor.
Y la convicción de que era del todo merecido.
Ya daba igual. Era una sombra de sí misma confinada voluntariamente en una inexpugnable fortaleza. Por un
instante pensó, "saldré y la buscaré. Lo arreglaré." Pero enseguida desechó la idea. Ella nunca arreglaba nada. Ella
era un instrumento de destrucción. Hasta el último momento. Hasta cuando quería hacer el bien.
Así que resignó su suerte y no hizo nada. Sólo pensar, recordar. A Gabrielle. Consumía las lentas horas
recordándola. Como ahora.
Un latigazo en el costado. Frunció el ceño. Ni siquiera podía anticipar el pensamiento de Gabrielle sin que el dolor
hiciera acto de presencia. Adelantó la mano y la cerró sobre la copa de droga destilada. El único remedio a su dolor.
Por ahora.
Dejó que el líquido amargo se deslizara garganta abajo e hiciera su trabajo. Siempre le dejaba un regusto desabrido
en los labios, magnífica e irónica metáfora de su vida.

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"Gabrielle".

Recordar. Recordarla a ella. Su nombre daba paso a su rostro, a su voz, a su forma de caminar, a todos y cada uno
de los recuerdos. Ya todo le daba igual, salvo tener intacta la capacidad de recordar, de recordarla.
Aislada en una fortificación perdida entre montañas, inaccesible a nadie que pudiera continuar todavía vivo de su
época de Señor de la Guerra, imposible de conocer por ajenos a ella. Su refugio. Su postrero hogar.
Una fortificación excavada en roca viva que le había servido de nido de reposo entre incursiones, que nadie conocía
y a donde a nadie había llevado nunca.
A Gabrielle le hubiera gustado. Sonrió tenuemente, ebria de su recuerdo. Sí, a ella le gustaría. No vería lo austero de
la construcción, sino su sencillez. No vería un reducto de lobo, sino un refugio de retiro. Amaría tumbarse bajo la
majestuosidad de las montañas circundantes e incluso vería belleza en el paisaje de piedra y el bosque milenario. La
cúspide abierta del monte donde estaba excavada permitía la entrada de un torrente de luz y aún en aquellas
estancias donde no llegaba, siempre había procurado una permanente iluminación a base de antorchas y un
intrincado laberinto de pequeños espejos que reflejaban la luz exterior.
Gabrielle lo encontraría romántico.

Gabrielle siempre veía la luz en todo.
Incluso en ella.

Xena de Amphípolis, Destructora de Naciones, guerrera moribunda.
 

*

 

Gabrielle traspasó el umbral del Archivo Judicial con paso resuelto. Saludó con una leve inclinación de cabeza al
funcionario de la entrada y se encaminó al área de consulta que había sido casi su hogar (junto con la Academia)
durante los últimos meses. Sin vacilar se acercó a la mesa que ya había hecho suya (los escasos usuarios de esa
zona ya se habían habituado a su constante presencia) y descargó sus brazos de los pergaminos nuevos que
acababa de adquirir en el mercado. La mesa estaba plagada de documentos oficiales y de pergaminos con sus
propias anotaciones. Era tal su constancia y su rutina que se le había concedido, excepcionalmente, la potestad de
conservar los documentos que solicitaba sin que fuese necesaria la diaria comprobación de su licencia y el tedioso
trámite de guardar y volver a sacar los documentos de los arcones donde se archivaban. Simplemente, permanecían
sobre su ahora mesa hasta que ella daba por concluida la tarea sobre ellos y empezaba con otros nuevos.
No siempre había sido así.

Meses atrás había despertado conmocionada en la habitación de una posada, terriblemente desorientada y sin
recordar su nombre. Esta aterradora circunstancia había pasado inmediatamente, pero el hecho de saber que se
llamaba Gabrielle no había constituido un gran adelanto. Poco más sobre sí misma sabía…y no es que le preocupara
lo más mínimo. Si alguien que la hubiera conocido antaño se cruzara con ella en la gran urbe no podría dar crédito a
ello. No la reconocería. Sí físicamente, por supuesto, pues no había cambiado en ese aspecto, pero no reconocerían
en la austera bardo aspirante de la Academia de Atenas a la impetuosa y cálida joven que había sido. Era muy seria,
apenas sonreía; no obstante nunca regateaba una leve sonrisa de cortesía, pero ya no brillaba. Carecía del
vehemente entusiasmo que formaba parte intrínseca de su ser y éste había sido sustituido por una terca tenacidad y
empeño en todo lo que acometía. En definitiva, no ponía el corazón en lo que hacía, sólo disciplina. Y no era tan sólo
eso. Sus emociones, sus sentimientos, antaño siempre torrente a punto de desbordarse, se habían diluido,
congelado, apenas despuntaban en una personalidad sobria y frugal, parca, rayana en la frialdad. Por eso se
conformó únicamente con su nombre. No buscó nada más. No quiso averiguar su procedencia. No le importaba. Ella
no podía saberlo, pues no había recuerdo con el que comparar, pero había perdido mucho. No echaba de menos
ninguna familia que quisiera recordar, ni ningún pasado que pudiera rememorar.

Sólo una cosa.
Un sueño.
Una mujer de pelo oscuro y ojos azules. Esa mujer era un sueño recurrente desde entonces. No sabía quién era, ni
por qué soñaba con ella. En sus sueños, a veces, esa mujer se inclinaba sobre ella con una sonrisa. Otras, la miraba
con un destello de sufrimiento que asolaba su mirada añil. Se había convertido en su desasosiego perenne. No podía
obviar su presencia en su vida onírica, pero no pasaba de allí. Nunca pronunciaba palabra, nunca tenía mayor
información que su mirada azul. No sabía quién era ni qué podía significar.

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Ese era uno de los pocos aspectos que le producían desasosiego desde que despertó aquella mañana en la posada,
pero había otro. Tras hacer un exhaustivo repaso de todas las pertenencias que había en esa habitación de posada,
había descubierto un gran número de pergaminos, que después supo escritos por ella, ya que su escritura coincidía.
Pero no reconocía las historias descritas, le eran completamente ajenas. Ni siquiera había sido capaz de establecer la
conexión entre la guerrera que protagonizaba la mayoría de ellas con la misteriosa y muda mujer de sus sueño. Y
había algo más que la desconcertaba. Encontró una bolsa de cuero con monedas de oro y una escueta nota en su
interior.
"Por favor".

Quién lo había escrito. Por qué. Para quién. ¿Estaba dirigida a ella?

Todas las preguntas se agolpaban en su mente, sin respuesta por ahora. Pero sólo le provocaban eso, un leve
desasosiego, una curiosidad meramente intelectual.
Ella no lo sabía, pero ese era su precio a pagar.

Xena se había quedado con todo el dolor, y ella con la nada.
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4 ª E N T R E G A

Autora: Elxena

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Gabrielle deslizó la yema de sus dedos sobre las líneas del pergamino y frunció el ceño. La crónica del ataque a la
aldea de Cirra se desgranaba fríamente en él. Pavor, desolación, sangre y horror. Dejó de leer y se echó hacia atrás,
como si inconscientemente quisiera dejar espacio entre ella y esos horribles actos. ¿Por qué seguía haciéndolo? ¿Qué
le impulsaba a seguir investigando en esos pergaminos? Cuando despertó de su extraña conmoción meses atrás el
recuerdo de su búsqueda en el Archivo también se había perdido, junto con su pasado, y nada le hubiera impulsado
a reencontrarlo, como no hacía con todo lo demás, si no hubiesen convergido dos circunstancias que le pusieron
sobre su pista. Una, a los pocos días del incidente, cuando un mensajero de la Academia de Atenas fue a buscarla.
Supo así que, al parecer, había solicitado el ingreso en la misma y que se reclamaba su presencia para la prueba de
declamación. Inopinadamente, se presentó. Carecía de recuerdos emocionales (familia, amigos, un pasado de
recuerdos junto a otras personas, olor a hogaza de pan recién hecha, amaneceres de desvelo, baños en lagos de
aguas frías, la caricia al lomo de un caballo. Nada.), pero parecían haber sido sustituidos por un impulso intelectual,
frío, preciso, testarudo, que la llevaba a seguir caminos que parecían haber sido abiertos antes de su conmoción.
Así, se presentó a la prueba de declamación y la superó ampliamente, pero no lo hizo como lo hubiera hecho la
Gabrielle de antes, la dulce Gabrielle. Si los pergaminos que presentó eran historias luminosas, fruto de experiencias
que su yo actual no recordaba ni parecía echar de menos, el poema que escogió para declamar sorprendió a los
académicos por su oscuridad. Y fue tal vez eso, y no otra cosa, la inesperada mezcla de luz y sombra en una sola, lo
que le abrió las puertas de la Academia, un sueño hecho realidad para una Gabrielle perdida en otro mundo.

La segunda circunstancia que le había hecho permanecer en el estudio de los pergaminos fue, en realidad, doble. Por
una parte, el encuentro fortuito con el funcionario del Archivo en el mercado, sorprendido de que hubiese dejado de
acudir y al que acribilló entonces a preguntas acerca de su interés sin que el otro, desconcertado, supiera
responderle. "Xena, Xena de Amphípolis", le dijo, extrañado. "Eso es lo único que querías". Por otra parte, al citarle
a Xena Gabrielle recordó el puñado de pergaminos con anotaciones que había encontrado junto con el de sus
escritos en la habitación de la posada, en los que aparecía el nombre de esa mujer. Movida por su inagotable
impulso averiguó quién era esa tal Xena y su descubrimiento la llenó de desconcierto. ¿Por qué averiguaba acerca
de un Señor de la Guerra?
Por todo ello, volvió al Archivo y reinició la labor desde el principio. No sabía qué estaba buscando, pero cotejando
sus propias notas empezó a hacerse una idea.
Buscaba un lugar.
 

*

 

Xena inspiró profundamente. Sabía que ahí fuera hacía un día difícil, con el viento ululando entre las oquedades de
las rocas y el olor de la inminente lluvia impregnándolo todo. Sería una buena tormenta. Siempre había disfrutado
con ellas, y sonrió para sí. "Perfectamente adecuado al perfil", pensó. Nadie se imagina a un buen Señor de la
Guerra disfrutando de soleados y luminosos días.
Pero eso era mentira.

Ella lo había hecho. Cuando estaba con Gabrielle. Si bien, que lloviera, hiciese sol, viento inclemente o día ambiguo,
no importaba, todo era hermoso junto a ella. Todo era perfecto.
Se regañó a sí misma. Como un viejo combatiente desgrana su incierta memoria y todo lo pule, y todo lo embellece.
Así, puede que nada fuese perfecto, pero que ahí residiera la base de todo. Que nada fuese perfecto, ni siquiera
ellas mismas.
No, ellas no. Sólo ella. Gabrielle, lejos e inalcanzable ya, lo era. Perfecta.

Por siempre jamás.
Sólo había tenido un momento de duda, un instante fugaz en el que se replanteó lo que había hecho. ¿Y si había
otro camino? ¿Y si se había equivocado?
Pero después pensó en dioses, guerreros, maldad e inquina. Pensó en lo incontrolable, en lo que no podía solucionar,
en todo lo que estaba fuera de su alcance y después pensó en Gabrielle.
Entonces se convenció, definitivamente, de que no podía haber otro camino.
Y que el camino acababa ahí, entre los gruesos muros de su fortaleza.
Por siempre jamás.
 

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Gabrielle frunció el ceño. No podía ser. Repasó minuciosamente el pergamino y sintió una leve conmoción. No podía
ser. Reconocía esa letra. Pergamino 23, prueba 13: un mensaje manuscrito de la propia Xena, durante la batalla de
Termante. Un mensaje cifrado interceptado a uno de sus guerreros. A Gabrielle no le había llamado la atención su
contenido, sino otra cosa más simple. La caligrafía. La había reconocido inmediatamente. La misma que la de la
extraña nota que obraba en su poder. Por primera vez en meses, sintió algo. Una turbadora inquietud que la
desasosegó profundamente. A ella, la bardo oscura. Su nombre empezaba a ser considerado en los círculos de
poetas de Grecia. No como a la otra Gabrielle, la de los recuerdos intactos, le hubiera gustado. No escribía a la luz,
precisamente. Había empaquetado los pergaminos con sus anteriores escritos y los había relegado al olvido, tan
fácilmente como su vida anterior se había esfumado sin una lágrima. No era culpa suya, evidentemente, Xena ya se
consumía por ello en su aislada fortaleza, pero seguía siendo perturbador cómo nada le afectaba. Había leído esos
pergaminos antes de guardarlos pero, a pesar de que los reconocía como propios, no le decían nada. Atribuía su
creación únicamente a la imaginación, pues sólo ella podía ser la culpable de ciertas cosas que en ellos se narraban.
Pues en ellos aparecía la Xena de sus investigaciones, pero no la Xena que ella, ahora, consideraba real, sino otra
incongruente con los actos descritos en los pergaminos judiciales. Y rechazó conscientemente a esa otra Xena, como
un borrón, como algo equivocado. Ni siquiera se planteó por qué o cómo. Por qué ella había escrito eso, cómo había
sido posible, por qué la hacía protagonista de actos de redención, cómo había llegado a ese camino. Por lo que allí
se describía parecía haber estado muy cerca de la guerrera, pero lo encontró tan absurdo e irreal que su mente lo
rechazó sin más. No, esos tontorrones pergaminos sólo podían deberse a su imaginación. Así que los leyó por
encima y los guardó, sin ningún sentimiento de pérdida, sin mirar atrás ni plantearse dudas.
Pero ahora, esa caligrafía la conectaba directamente con la sanguinaria guerrera.

¿Por qué tenía en su poder una nota manuscrita de la guerrera junto a un puñado de monedas de oro? Y esa súplica
en ella. "Por favor".
Era lo que más le inquietaba. Y ese atardecer salió del Archivo y no se encaminó directamente a la posada, como
siempre hacía, ni siquiera fue a la plaza donde se reunían espontáneamente algunos estudiantes de la Academia
para desafiarse a declamar. No paseó por los aún abiertos y vociferantes tenderetes que ofrecían sus mercancías a
los atenienses, atenta a las voces, los rasgos, las trifulcas, absorbiendo como una esponja todo lo que la gran urbe
le ofrecía. Su interés era, no obstante, desapasionado, lejos de la maravillada fruición con que a antaño todo se
acercaba. No, ese atardecer, en contra de todo lo que sobre sí misma hubiera pensado, al menos sobre la sí misma
que actualmente conocía, Gabrielle se acercó a las afueras de la ciudad, a las lindes del bosque y permaneció en él
por largo tiempo, atenta a la inquietud y la zozobra que había anidado en su interior. La caligrafía de esa guerrera
golpeaba algo en su interior, recordó los pergaminos que había guardado olvidados en un rincón y su mente se pobló
de extrañas imágenes. Sintió una profunda desazón allí, en el silencio del bosque y de pronto le pareció triste o lo
identificó con algo triste, como si ya hubiera estado allí antes y no hubiera sido una buena experiencia.
Entonces, cuando regresó a su habitación en la posada, cuando la noche le tomó el nombre al día y los ruidos se
escabulleron, se cernió sobre ella un manto de extrañeza que se apoderó de su cercenada alma y atrajo sus
recuerdos perdidos. Pasó gran parte de la noche bajo un inquietante sueño. En él, la mujer de pelo oscuro y ojos
azules la llamaba insistentemente, con una súplica impregnando su voz y su mirada. Su mirada azul la ahogaba de
un modo que no consideraría amenazador, aunque sí temible en su intensidad. Parecía susurrarle un camino común,
un reconocimiento tácito, que ella tendría que haber sentido también. Se removía inquieta en su sueño intranquilo,
inconscientemente insegura, con un leve atisbo de reproche para consigo misma. ¿Debía esa mirada decirle algo?
¿Debía ella ser dueña a su vez de una segunda mirada? El camino de ese sueño concreto la llevó a unas puertas que
no pensó que existieran, tal y como se desarrollaba su identidad actual. La llevó a su propia mirada, la que en
verdad debía replicar a la mujer de su sueño.
Y entonces, al despertar, su pasado la alcanzó tras haber caminado agazapado tras ella, y su certeza la partió en
dos.
La mujer de pelo oscuro era Xena. La mujer de la mirada suplicante, la mujer que la llamaba sin voz, que parecía
esperarla sin esperanza. La de los profundos ojos azules. La mujer que vivía en su interior.
Y, lo supo así, ella había amado a Xena.
Esa certeza fue la que la descolocó completamente, la que zarandeó todo su mundo actual. La que la llevó hacia
atrás, tirando de ella como una niña pequeña, la que la volvió a partir en dos, lo que le hizo daño, pues los
recuerdos empezaron a gotear como ácido sobre ella.
Al filo de esa mañana ya distinta, cuando la conexión establecida en el sueño varió el recorrido impertérrito de su
mente, Gabrielle se perdió infinitud de veces. Negó una y otra vez el reconocimiento, pero ya no había puertas que
detuvieran el torrente. Empezó a caminar el sentimiento en su fría emotividad y ya no lo pudo negar.
Ella y Xena. Juntas. El dolor, la esperanza, la admiración, el amor. La pérdida, la renuncia.
Xena la había apartado de su lado justo en el mismo instante en el que le dejaba entrever un amor correspondido.
Sintió furia.
Sintió dolor.
Los recuerdos de siempre volvían a ser suyos de nuevo. Era dueña otra vez de su vida anterior. Pero también de la
actual. Dos Gabrielle en una sola. La que fue abandonada por Xena, la que surgió de la renuncia de Xena. La que
perdió su alma gemela. La que surgió sin alma.
La bardo oscura, la Gabrielle dolida.

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Entonces, sí, continuó su búsqueda ya de forma consciente. Entendía el por qué del estudio de los Archivos
Judiciales. Tenía una meta bien clara. Encontraría a Xena. Aún no sabía exactamente para qué, pero probablemente
en ella subyacía aún, recóndito, el anhelo de su presencia, el desmedido afán por tenerla a su lado. La ruta de sus
almas se había hecho añicos, pero quizás sus fragmentos permanecían latiendo débilmente. Sea como fuese,
Gabrielle dobló sus esfuerzos. Volvió al Archivo Judicial, pero su búsqueda se convirtió en algo desapasionado,
impersonal. Se acercaba al pasado de Xena y a su nombre de forma totalmente aséptica, indiferente. Sabía,
intelectualmente, que la había amado con locura, pero nada más. Su corazón no lo recordaba. Sentimentalmente y
emocionalmente, el amor de Xena no existía. Sólo un enorme vacío. Vivir con esa dualidad (la indiferencia  y el
anhelo) abrió un nuevo camino en su emociones. Un latente rencor, ya presente cuando fue arrancada de los brazos
de Xena por Actia por orden de ésta, se fue instalando en ella. Tal y como ya lo consideró en el bosque a las afueras
de Atenas donde Actia la llevó, guardó la bolsa de monedas con la nota manuscrita y la llevaba siempre encima.
Encontraría a Xena.
Aún cuando no supiera todavía para qué.
 

*

 

El resplandor de un rayo atravesó la habitación oscura, iluminándola por completo durante unos segundos, pero,
obviamente, Xena no lo percibió. Sin embargo, su desarrollado instinto sí la hizo despertar de su ligero sueño. Algo
ocurría, y no era precisamente a causa de un solitario rayo. Se incorporó en la austera litera y dejó que el frescor
del suelo la llenara a través de las plantas desnudas de sus pies. Fue un alivio momentáneo, pues al instante sintió
una ligera inquietud. ¿Intrusos  en la fortaleza? No, casi imposible. Ella se había asegurado un escondite
impenetrable. Sin embargo, seguía percibiendo una inquietud difícil de apaciguar. Su instinto seguía indicándole una
intrusión, pero le molestaba su indefinición. Se alzó y se acercó al ventanal, agudizando el oído. Nada. Trató de
concentrarse y apoyó la barbilla en su pecho. Completo silencio.
Sin embargo, con una premonición, halló al intruso de la fortaleza.
Gabrielle.

En su corazón.
 

*

 

Eureka.

Gabrielle se inclinó bruscamente sobre la alfombra de pergaminos que plagaba la mesa. Ahí estaba. El hilo a través
del cual tirar. Escudriñó detenidamente las nuevas conclusiones que había dispuesto.
Ahí estaba.

A través de la maraña de información que había extraído pacientemente podía adivinar, débilmente, ciertos patrones
en las rutas de sus ataques. Cualquiera que echara un vistazo general a todo aquello podría ver que sus incursiones
muchas veces comportaban una especie de lote territorial. Escogía una zona, se afincaba en una determinada parte
de ella y desde allí dirigía los ataques a toda ella. Permanecía allí el tiempo que consideraba suficiente y una vez
esquilmada toda esa zona, pasaba a la siguiente. A veces este ritmo se mantenía durante meses, pasaba de una
zona territorial a otra sin descanso pero…había encontrado ya un par de lagunas. En dos ocasiones había disuelto
provisionalmente su ejército. Así aparecía en dos crónicas, el testimonio de uno de sus propios hombres y el diario
de un general griego que había sido puesto tras su captura. Según ambos, en sendas ocasiones Xena reunió a sus
hombres, repartió el botín y los despidió, emplazándoles a un futuro reagrupamiento bajo su llamamiento. En ambas
ocasiones Xena partió sola, sin que nadie pudiera seguirla (el diario del general hablaba del asesinato de unos de sus
espías enviado tras ella). En ambas ocasiones, igualmente, tras un lapso de tiempo, mayor o menor, Xena había
vuelto, reagrupando a sus soldados y reanudando sus ataques.
El lapso de tiempo era lo que le importaba a Gabrielle.
Dónde iba.
Sabía que a Amphípolis no, con total seguridad.
¿Entonces?
Pudiera ser que se retirara a ese refugio del que le había hablado. El refugio donde ahora querría que se hallase, a
salvo.
Tal vez.

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Volvió a estudiar el pergamino que ella había llenado de líneas, cruces, nombres y anotaciones.
El testimonio del hombre de Xena y el del general tenían una pequeña coincidencia que hacía prender una esperanza
en ella: aunque ambos encuadraban cada una de las disoluciones del ejército cuando éste se hallaba en distintos
lotes territoriales, Gabrielle podía ver que ambos eran limítrofes.
Xena había desaparecido, en esas dos ocasiones, en una zona geográfica de gran extensión, pero dentro de un área
común. Tenía que reconocerlo: hallar el punto exacto donde pudiera estar ese refugio sería una tarea ardua, pero no
creía que imposible.
Imposible había sido que sus caminos fuesen uno sólo y así había sido.
Todo lo demás, consideraba Gabrielle, era factible.
 

*

 

Lo había encontrado. No el punto exacto, sólo un área acotada con posibilidades. Pero era suficiente para ella. Lo
había repasado todo una y mil veces, había contemplado todas las hipótesis posibles. Partiría hacia ese territorio en
concreto en cuanto se aprovisionara. No pasaría nada si no encontraba allí lo que buscaba. Volvería y empezaría de
nuevo.
Estaba decidida a encontrar a Xena.

Una madrugada gris y fría Atenas la vio partir a lomos de un corcel resistente.
También los ojos de un dios furibundo.
 

*

 

Xena lo percibió. Esa madrugada era gris pero no tan fría donde ella se hallaba. El desasosiego penetró su sueño y la
desveló. Un manto frío recubrió su piel con dolorosa precisión. La recorrió de punta a punta. Se levantó y paseó
como un animal enjaulado, molesta por no poder darle un nombre a la zozobra que la agitaba.
Y, de pronto, un nombre y un rostro.
La intrusa en su corazón.

Gabrielle venía hacia ella.
 

sigue -->
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T O D A S L A S C Á R C E L E S .
5 ª E N T R E G A

Autora: Elxena

*
 
Dos meses. Hacía que viajaba dos meses ya.

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Sólo su férrea determinación hacía que continuara. Había dejado atrás hacía mucho el último núcleo de población
cercano a donde ahora se encontraba, fuese donde quiera que fuese, pues en la poca cartografía que había hallado
de la zona había mucho territorio que no aparecía en los mapas. Había pasado hambre y peligros. Sus preguntas no
siempre eran bien recibidas o entendidas. En más de una ocasión había tenido que huir de un lugar a lomos de su
caballo.
Pero ella seguía adelante. No iba a regresar aún a Atenas. Sabía que estaba en el buen camino.
Lo intuía.
 

*

 

Ahora ya la presentía nítidamente. Como si un hilo tirara de ella. Se acercaba, aunque jamás la encontraría. Ella se
había asegurado de que su fortaleza fuese incógnita y a fe que así había permanecido hasta entonces. Pero la
tenacidad de Gabrielle era inagotable.
Había empezado a percibirla tenuemente dos semanas atrás. Ya había notado su puesta en marcha hacía dos meses,
pero la percepción se había fortalecido hacía tan sólo quince días, cuando al parecer había empezado a acercarse
físicamente a la fortaleza. Gabrielle se estaba adentrando en terreno muy peligroso, ya no porque alguien pudiera
atacarla, pues nadie hasta allí había osado llegar, sino por la orografía misma del territorio. No había caminos
señalizados, los barrancos eran traicioneros, el aire a veces insano, la luz del sol apenas penetraba unas horas al día
a través de las frondosas copas de los árboles y toda la Naturaleza parecía haberse aliado para hacer retroceder
hasta el más pintado.
Sólo no lo había logrado en dos ocasiones.
Con Xena.

Y ahora, temía, con Gabrielle.
 

*

 

El calor y la extrema humedad empezaban a hacer mella en ella. El frondoso bosque apenas dejaba pasar la luz,
mucho menos el aire. Bajo aquellas gigantescas copas crecía un conjunto caótico y multitudinario de vegetación
enroscada a los gruesos troncos y la temperatura, elevada y húmeda, hacía que su ropa se pegara
desagradablemente a su piel. Hacía poco que se había dado cuenta de que el terreno empezaba a convertirse en un
lodazal y que cada vez que debía tomar una bocanada de aire (y cada  vez lo necesitaba más y con mayor premura)
el oxígeno que llegaba a sus pulmones parecía excesivamente cálido y viciado. Ahora las paradas que se veía
obligada a hacer eran cada vez más frecuentes y tampoco es que le sirvieran de mucho. Continuaba agotada y
parecía ser un estado que se había apoderado de sus músculos. Bien es cierto que había tenido que empezar a
racionar la escasa comida que le quedaba, no digamos el agua, que ya no encontraba limpia y potable por ninguna
parte desde hacía horas. Aún así, pese a todo, continuaba.
Caminó, o más bien, peleó con la agresiva vegetación y apenas logró avanzar un poco. Hacía días que había tenido
que dejar ir a su montura, lo accidentado del terreno hacía impracticable el paso de un caballo. Una decisión
arriesgada, pues significaba quedarse a merced de sus propias fuerzas para regresar. Pero sabía que estaba en el
camino correcto, lo intuía.
El entorno parecía cada vez más inaccesible y cerrado, como si preparara una trampa para que incautos viajeros
cayeran en ella. Por fin, el destino decidió por ella. Cuando trataba de salvar el obstáculo formado por una bulbosa
raíz externa, tropezó fruto del cansancio y su pie se enredó en una oquedad formada por el capricho de la Naturaleza
en el dibujo de la cepa. De este modo, y sin poder evitarlo, cayó hacia delante, con tal mala fortuna que su cabeza
tropezó con la superficie rugosa y dura del tronco del árbol. El golpe fue muy doloroso, ya que abrió una de sus
cejas, pero lo peor fue que le hizo perder el equilibrio, lanzando su cuerpo hacia su izquierda, donde apenas sí tuvo
tiempo de darse cuenta de que había un cortado semioculto bajo el espeso boscaje que no aguantó el peso de su
cuerpo y que hizo que se deslizara hacia abajo como un saco de harina. Trató de agarrarse a las raíces que
asomaban por la ladera del cortado, pero sólo consiguió arañarse y cortarse. La superficie resbalosa de la tierra por
la que caía imprimía a su cuerpo cada vez más velocidad y vio, con desesperación, unos segundos antes del
impacto, que una enorme raíz sobresalía del terreno y se hallaba en la trayectoria de su incontrolado descenso.
Trató de esquivarla pero no tuvo tiempo y lo único que consiguió fue variar la posición de su cuerpo en el descenso y
ofrecer su costado al golpe.
Este la dejó sin aliento y boqueó de dolor y agonía. Por fin, el cortado pareció terminar abruptamente y el vacío se
materializó bajo ella, haciendo que el pánico recorriera como un latigazo todo su ser. ¿Qué altura tenía ese cortado?
 

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Xena se llevó una mano al pecho, incorporándose bruscamente. Algo no iba bien.
Gabrielle.
 

*

 

Despertó de golpe. La consciencia le regresó como una noticia urgente, como algo que no se espera pero ya está
allí. Abrió los ojos y no supo dónde se hallaba. Estaba en semipenumbra, pero no sabía si se debía a que era de
noche o porque algo tapaba la luz. Percibía un pequeño punto luminoso en alguna parte, pero le estaba costando
situarse. Trató de girar la cabeza pero desistió por las náuseas que le acometieron nada más iniciar el movimiento.
—¿Gabrielle? —un tono de voz vacilante.
Pero dolorosamente reconocible.

No estaba sola. Y esa voz era la de ella.
Xena.

Fin del viaje.
O no.

—¿Gabrielle? —esta vez el tono era más vacilante aún.
El susurro de unos pasos. Se acercaba a ella.

—Sí —fue estúpido, pero lo único que se le ocurrió decir. Su afirmación hizo que los pasos se detuvieran.
—Soy Xena.

Inopinadamente, le hizo sonreír.

—Lo sé —su propia voz era algo rasposa, notaba la garganta seca. ¿Cuánto tiempo...? —Agua. —pidió —Por favor.
Los pasos volvieron a reanudar su cuidadoso camino. Ahora ya notaba el borde de una figura silueteándose a su
izquierda. Y entonces supo que no estaba preparada para volver a verla. Que jamás lo estaría.
—¿Estás incorporada? —la voz de Xena era tan vacilante como sus pasos, insegura. A Gabrielle le extrañó que le
hiciera esa pregunta, pero solo hasta el momento en el que la figura de Xena llenó por completo el espacio ante ella.
—Estás ciega... —susurró. Desde luego, no estaba siendo muy brillante.
—Sí —respondió lacónicamente la guerrera, un tanto extrañada por la aseveración de la bardo. Se acercó despacio,
como dando tiempo a Gabrielle a cambiar de opinión acerca de su presencia allí. Como si le diera una oportunidad
de echarla de su lado. Pero Gabrielle no dijo nada y Xena llegó hasta el borde del camastro donde yacía Gabrielle.
Tanteó a su derecha y se hizo con un vaso  y una jarra. Sin apenas vacilar, llenó el vaso hasta el borde guiándose
con el tacto.
—¿Estás  incorporada? —volvió a preguntar Xena. Aguardaba con el vaso en  la mano.

Gabrielle apenas sí pudo girarse levemente hacia ella, Xena no se había situado en el mejor ángulo de visión posible,
cuando volvieron a acometerle las náuseas.
—Intentaré... Intentaré levantarme —dijo, algo mareada.
—Puedo ayudarte, si quieres —Xena depositó el vaso sobre la mesilla y aguardó la respuesta de Gabrielle.
Gabrielle suspiró profundamente. Ahora que estaba aquí, ahora que la había encontrado, ahora, no sabía qué hacer.
Ni con la situación...ni probablemente con los extraños sentimientos que le provocaba. No sabía a ciencia cierta qué
estaba sintiendo, aunque sí percibía claramente la tensión entre ambas. Pero lo que más le estaba desconcertando
era el angustioso vacío que horadaba su alma. Su alma estaba vacía, a pesar de estar junto a Xena. Nunca lo
hubiera pensado.
—¿Gabrielle? —de nuevo la voz de Xena sonaba vacilante.
—Sí, claro. Ayúdame. Por favor.

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Xena dio un paso hacia ella y se inclinó. Gabrielle tuvo un momentáneo acceso de pánico, no supo por qué o no
quiso planteárselo. Xena alargó lentamente su mano derecha, como buscando. Tocó levemente el hombro de
Gabrielle.
—Cuando quieras.

Estaban tan cerca que Gabrielle pudo percibir la palidez de la piel de la guerrera. Había una pequeña vela
iluminando tenuemente la estancia, el foco de luz del que antes no había podido precisar el origen, pero aún así,
percibió la claridad de su piel, casi traslúcida.
—Pasaré mi brazo por tu espalda y te levantaré. Cuando estés preparada.

¡Había miedo en la voz de Xena! Eso sí que lo percibió y lo registró claramente. ¿Miedo? Incluso notó el levísimo
temblor que sacudía imperceptiblemente el brazo de la guerrera cuando lo pasó por su espalda.
—Cuando quieras.

Con algo de esfuerzo, Xena semi incorporó a la bardo y, casi sin darle tiempo a ver su movimiento, Xena ya se
había retirado a un lado. Volvió a tantear y cogió el vaso con agua. Se lo acercó y Gabrielle lo cogió.
—Si tienes hambre, sobre esa mesa —y señaló de forma imprecisa delante de los pies del camastro —hay una
bandeja con pan, aceitunas y fruta. Tienes una herida en la cabeza, pero no es grave. He hecho lo que he podido,
pero no creo que se infecte o empeore. El golpe en el costado es fuerte, pero no ha roto ninguna costilla. Lo tendrás
magullado largo tiempo, y dolorido, pero no irá a peor. 
Gabrielle ni siquiera había bebido el agua. Se había limitado a mirar fijamente a Xena. Casi ni había captado el
significado de sus palabras. El tono era impersonal, aunque no estaba tan atontada como para no detectar el temblor
en el timbre de su voz.
—¿Gabrielle? —de nuevo había dejado pasar demasiado tiempo en silencio. La incertidumbre en el tono de Xena le
hizo sentir mal, incómoda. No podía ver, así que debía basar su actuación en lo que ella le decía. Y ella sólo le
estaba ofreciendo silencios.
—Te dejaré sola —Xena inició el movimiento de retirarse —Si quieres...— hubo un brevísimo momento de vacilación.
Pareció querer decir algo, pero decidirse por otra cosa en el último momento —Si necesitas algo, por favor, sólo
tienes que golpear la pared. Lo escucharé. Hay un candil junto a la jarra de agua para que te ilumines y ropa limpia
al lado de la comida —Xena empezó a dirigirse hasta la puerta. Gabrielle pensó por un instante que debía detenerla,
hacer que se quedara. Pero no supo encontrar una buena razón para hacerlo. La vio desaparecer tras la puerta de
madera y su cuerpo se estremeció involuntariamente. Pensó que debido a una ráfaga fría que entró al abrir la
puerta.
Eso pensó.
 

*

 

El silencio lo dominaba todo.

Desde que había llegado, Gabrielle había sentido ese omnipresente silencio pesar como una losa sobre ella. Era
capaz de percibir hasta el más mínimo ruido que perturbara la atmósfera muda  de toda la fortaleza.
Llevaba casi una semana allí y no había vuelto a ver a Xena. No quería, o no se atrevía. Por su parte, Xena tampoco
había hecho nada por volver a acercarse a ella. No había actuado en ningún momento como dueña y señora del
castillo. No había expresado de forma explícita una prohibición a que Gabrielle merodeara por todas las estancias, ni
había mostrado la más leve inquietud por que pudiera hacerlo. Al principio, durante los dos primeros días, su estado
anímico y sus heridas no habían permitido a la otrora curiosa Gabrielle advertir que se hallaba en un poderoso
espacio en el que merecía la pena adentrarse. Durante esas cuarenta y ocho horas no se movió de la habitación,
presa del cansancio, el dolor y, por qué no, de la aprensión de enfrentarse a Xena. Más de una vez deseó no haber
emprendido este estúpido viaje, pero sabía, como solía saber todo lo que concernía a ambas, que se había tratado
de un viaje ineludible. Tarde o temprano lo hubiera emprendido. Con o sin voluntad.
Pero su temor a encontrase con la guerrera se fue amortiguando conforme pasaban los días. Lo único inquietante era
que tras quedarse dormida, siempre encontraba comida y agua en la habitación. Al principio receló por el hecho de
que Xena entrara en la habitación mientras ella no era consciente, pero sus temores se diluyeron ante la lógica de la
situación. No estaba muy segura de que quisiera que sucediera de otro modo. Todavía no podía enfrentarse a ella,
no podía enfrentar nada de lo que le había empujado a venir hasta aquí, por mucho que ése hubiese sido el motivo
de su viaje.

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Una vez se decidió a salir de la habitación  recorrió cautelosamente gran parte de la fortaleza. Toda ella tenía un
diseño intrincado, supuso que ex profeso, dirigido a desorientar al intruso.  Salvo las tres estancias más grandes (un
salón destinado como comedor, lo que parecía una antigua armería y lo que su intuición le decía que eran los
aposentos de Xena tras una gran puerta de madera tallada con el símbolo del chackram y de la que había huido
apresuradamente sin ni siquiera acercarse) el resto de piezas eran una miríada de pasillos cortos, endiablados giros
en la pared excavada y recodos con final ciego con los que el ocasional caminante se encontraba de sopetón. A
veces un pasillo terminaba en la roca de la montaña, una habitación no lo era tal y una salida quedaba convertida en
una trampa al exterior.
Gabrielle descubrió todo esto en el curso de la primera semana de su estancia allí. Todo su ser le hacía levantarse
cada mañana con el apremiante pensamiento de irse de allí, de dejar atrás todo aquello, el presente, el pasado y el
improbable futuro.
Pero cada día se acostaba con el mismo pensamiento: mañana, mañana me iré.

Xena había llegado a convertirse en parte de ese mismo silencio que todo lo impregnaba. Apenas salía de sus
habitaciones y no hubieran coincidido en la austera fortaleza de no ser por la voluntad de Gabrielle de acercarse a
ella. Xena parecía estar dándole la libertad de elección que, irónicamente, no le había otorgado al decidir sobre el
futuro de ambas y que las había llevado hasta esa mismísima situación. Le estaba diciendo con su fantasmal
presencia que podía hacer lo que quisiera, incluso marcharse sin decir adiós. Al cuarto día, junto a la comida y el
agua, Gabrielle encontró todo lo que un viajero podría necesitar para un largo viaje. Ropa de abrigo, mantas, sacas
de viaje con comida seca y agua, yesca y una indicación acerca de donde podría encontrar las caballerizas. Tan sólo
por curiosidad, o eso mismo se dijo a sí misma, Gabrielle bajó hasta donde le indicaban las señas. Su corazón dio un
vuelco cuando se encontró a la mismísima Argo ensillada y preparada para un largo viaje. Sobre ella Xena (y tenía
que suponer a estas alturas que sólo ella habitaba la fortaleza) había dispuesto unas alforjas con los enseres que
todo viajero apreciaría: un hato de leña seca y fina por si no hallaba en el camino o debía refugiarse en una cueva
por la lluvia; un cuchillo afilado arropado por una vaina de cuero de intrincado grabado que Gabrielle, con otro
vuelco en su corazón, reconoció como la daga personal de la guerrera; y una serie de útiles para la pesca y la caza
menor. Suficiente para la supervivencia hasta encontrar un lugar habitado. Pero lo que le causó más dolor fue, y no
por el contenido, sino por el sencillo hecho de estar escrito de su puño y letra, una concisa nota que encontró y en la
que figuraba una sola frase: "ella te guiará". Gabrielle se giró entonces hacia el noble animal y éste atrapó su
mirada en sus enorme ojos brillantes. Y entonces hizo algo que pensó que jamás haría con el animal que siempre le
había atemorizado: se acercó a la yegua y la abrazó, palmeándola suavemente mientras ésta resoplaba sobre su
cabeza. Al cabo de un tiempo que pareció eterno deshizo el abrazo, guardó la nota en su vestido y salió del establo.
Justo en ese momento alcanzó a percibir por el rabillo del ojo una figura recortada en el ventanal que supuso
pertenecía a las habitaciones de Xena: el perfil de la guerrera permaneció tras los cristales unos instantes, de lado,
como si tratara de agudizar el oído, y Gabrielle supo que esperaba el trote de un caballo alejándose. La idea la
mortificó. No sabía qué sentir, qué hacer.
 Al principio todo había sido extraño. Durante sus primeras horas de consciencia allí sus emociones habían recorrido
una amplia gama de estados. Ira y reproche, sin cabida a la razón, mucho menos al sentimiento. Delante de sí no
veía a Xena, la amiga (¿o era la amada?). Delante de sí, Gabrielle sólo podía ver el dolor. Su propio dolor. Por ello
tardó tanto en percibir la otra parte de ese dolor. La parte que habitaba en Xena como una feroz alimaña.
Durante el breve instante que había visto a Xena había notado el deterioro físico, la languidez que se había
apoderado de todo su ser y que parecía emanar de todos y cada uno de los poros de la piel de la guerrera. Pero
Gabrielle había desplazado esa percepción hacia un lugar recóndito en su interior, porque todavía  no estaba
preparada para ella. Para la amiga, el ser humano.
Algo fallaba en su corazón. Lo intuía. Su alma no debía ser esa, la que ahora marcaba todos sus actos.
Intelectualmente podía reconocerlo. Recordaba quién y de qué modo había sido.
Pero su atemperada alma ahora refrenaba cualquier comparación y ya tan sólo se reconocía en lo que veía cada
mañana en el espejo al levantarse. Gabrielle, la bardo oscura.
Pero ese silencio que lo dominaba todo...
El silencio lo empezó todo. El señor de la nada entre las piedras y los muros se acercó a ella y la rodeó, permitiendo
la serenidad necesaria para que empezaran las preguntas.
Por qué.
Recordó la cabaña, a la Diosa Azul, la decisión de Xena.
Se recordó a sí misma, a pesar de no reconocerse.
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Y así, en el silencio, empezó a hablarse.

Al octavo día tomó la decisión.

 

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T O D A S L A S C Á R C E L E S .
6 ª E N T R E G A

Autora: Elxena

*
La habitación estaba en semi penumbra. Gabrielle tuvo que detenerse unos segundos hasta que los ojos se
acostumbraron a esa media luz. En un principio no supo distinguir a Xena del resto de sombras que moteaban la
habitación, pero pronto captó su respiración entrecortada.

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—¿Xena? —inició un movimiento para acercarse a ella, pero un gesto seco de la mano de la guerrera la detuvo.
—Gabrielle —su voz sonaba agotada. Gabrielle apenas podía distinguir sus rasgos con la leve luz de la luna que se
filtraba a través del arco de la ventana —¿Te falta algo para el viaje?
—No.

Xena pareció cabecear, como asintiendo para sí misma.
—¿Entonces?

—¿Tanto deseas que desaparezca? —no lo había planeado, cuando tomó la decisión de entrar en los aposentos de
Xena, pero se estaba enfadando. No quería ir a ella para enfadarse.
—No —hizo una pausa —No es lo que deseo. Pensé que querrías irte tras reponerte.
—¿Crees que he hecho un viaje tan largo para irme nada más llegar?
—No lo sé —replicó la guerrera con sinceridad.

—Muy bien —dio unos cuantos pasos algo vacilantes hacia ella, sin importarle si se lo permitía o no. No sabía por
qué, pero temía su cercanía. No obstante, al mismo tiempo, algo la impulsaba a acercarse —Me gustaría que
hablásemos.
—Como quieras.

—¿Tú no quieres hablar? —de nuevo estaba enfadándose, y tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir su ira.

—No quiero hacer que te enfades, Gabrielle —un sexto sentido parecía haberla alertado —Sólo que no sé qué
decirte.
—Podrías empezar por un por qué. Por qué lo hiciste.
Escuchó el apenas perceptible suspiro de la guerrera.

—No sé qué razón querrías escuchar que te satisfaciera —susurró.
—La verdad, Xena, sólo la verdad.
—No hay una única verdad.

—No estoy para juegos verbales, Xena. No creo que sea tan difícil. Me apartaste de tu lado justo en el momento...
—su voz se estranguló por un instante y después pareció recobrar la compostura —Soy una persona adulta capaz de
tomar mis propias decisiones.
—Lo sé.

—No, no lo sabes. Por el modo como actuaste no lo tuviste en cuenta. Tú tomaste la decisión, tú lo hiciste. Y me
arrastraste a mí en esa decisión, Xena —su voz y sus gestos cobraron vigor conforme hablaba, incapaz de
atemperarlos —Me obligaste a entrar en una cueva oscura y fría donde ni siquiera te hallé a ti. ¿Sabes lo que eso
significó? — hizo una pausa cuando el recuerdo del bosque a las afueras de Atenas la asoló. Cuando fue consciente
de lo que Xena había hecho —Tomaste una decisión que nos afectaba a las dos, pero que nos dejó solas ante sus
consecuencias. ¿Lo entiendes? Sé que piensas que hiciste lo que debías hacer, pero yo hubiera esperado que
hicieras lo imposible, que buscaras el camino inexistente, que lo crearas para mí, para ti, para ambas.
—Te he decepcionado.
—No. Sólo me dijiste que me amabas. Y, después, me lo arrebataste. Sólo eso —su tono era amargo — Fue tu
renuncia, Xena, sólo tuya.
—No merecía ese amor —susurró la guerrera.
—¿Y por que tú no lo merecieras no debía merecerlo yo? ¿Tu renuncia había de ser también la mía? Dime Xena,
¿quién te ha otorgado tanto poder sobre mi vida, sobre mi libre albedrío?
Xena pareció conmocionada por las palabras de Gabrielle.
—Lo siento, Gabrielle.
—¿Y ya está? ¿Así acaba todo?
—¿Qué más quieres?
—¿Quieres oír lo que en verdad ocurrió? —hizo una pausa y se acercó más a ella. Había dejado que el enfado se
apoderara de su voz, pero no iba a reprimirlo —Nunca creíste en mí.
—¿Cómo puedes decir eso? —había dolor en la voz de Xena —Jamás dejé a nadie que se acercara como lo hiciste tú
—susurró.

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—¿Esa es tu táctica? ¿Dejar que se te acerquen hasta quedar atrapados y después aplastarles apartándolos de tu
lado?
—¡No! Gabrielle, por favor…

—Debes conocer muy bien tu poder. Sabes cómo manipular a las personas a tu antojo.
—No, Gabrielle…

—Y a una estúpida aldeana. Tuvo que resultarte muy fácil —había amargura en el tono de Gabrielle.
—Nunca te vi así.

—¿No? ¿No viste en mí a alguien a quien manipular?

—Nunca —hizo una leve pausa y una débil sonrisa transformó su rostro — Tenías luz —por un instante, un recuerdo
fugaz intentó asirse a los pensamientos de Xena. "Busca la luz". Pero se desvaneció tan pronto como nació. No supo
desentrañar qué significaba esa frase.
—Intentas enredarme.

—No, Gabrielle —de pronto, todo el cansancio del mundo se acumuló sobre sus hombros —Sólo quiero lo mejor para
ti.
—Sin preguntarme mi opinión.

—No es eso, yo… —notaba la fatiga apoderarse de ella. Mientras permaneció sola y aislada de cualquier contacto
humano no pudo calibrar hasta qué punto estaba afectada. Ahora, ni siquiera parecía ser  capaz de mantener una
conversación.
—Lo hiciste porque jamás pudiste creer en ello de verdad; porque jamás tuviste una fe auténtica. Sólo podías creer
en tu propio temor. Sólo para ello tenías fe —la voz de Gabrielle era un filo cortante sobre el corazón de la guerrera.
—¿Qué temor?

—Perderme. Que te abandonara. Es lo que siempre esperaste.
—No.

—Sí. Aunque no fuese conscientemente. Pero siempre lo tuviste presente. Esa es la diferencia entre tú y yo.

—Creo que hay más de una diferencia entre tú y yo, Gabrielle —suspiró Xena —Afortunadamente. Esa diferencia es
que tú haces del mundo un lugar mejor y yo no.
—No pensé que caerías en la autocompasión, Xena.
—Quizás es lo único que  me quede.

—Yo jamás dejé de creer en ambas. Jamás dejé de creer que el futuro era nuestro. Sin embargo tú viste el final.
Creíste verlo. Y lo hiciste realidad. Porque jamás dejaste de pensar que así habría de ser, tarde o temprano. Si yo
habría de abandonarte, por qué no abandonarme tú, ¿verdad? Tu miedo provocó tu propia servidumbre.
—No siento que las cosas fuesen así.

—Porque todavía no estás dispuesta a verlo así. Creíste tener la excusa perfecta: mi propio bien. ¿Sabes, Xena? Sólo
me dejaste rondar la periferia de tu corazón y nunca fue suficiente. No para mí. No soy un lobo, no soy una alimaña.
No quiero tu alma para hacerla añicos, pero tú la defiendes como si así fuese. ¿No sabes distinguir, Xena? ¿Nada en
esta vida te lo ha mostrado? ¿La Conquistadora acaso teme esta conquista definitiva? Dime si temes mi amor. ¿Es
así? ¿Lo temes? ¿Hasta el punto de dejarlo perder, de diluirlo en tu memoria? Y si es así, ¿por qué?
—Lo siento, Gabrielle —parecía que nunca iba a dejar de pronunciar esas dos palabras — Creí que era lo correcto.
—Lo correcto —repitió la bardo con ira —¿Desde cuándo una asesina sabe qué es lo correcto? —e, inmediatamente,
se arrepintió de lo que había dicho. Ni siquiera sabía que lo iba a decir hasta que las palabras salieron a borbotones
de su boca. Abrió mucho los ojos y se mordió el labio, incapaz de rectificar.
Xena acusó el golpe, de forma tan nítida, que todo su cuerpo lo reflejó. Los hombros se hundieron y la barbilla tocó
su pecho. Sus manos se aferraron a los brazos ornamentados de la silla. Sin embargo, no dijo nada. Un
incomodísimo silencio se instaló entre ambas.
—No quería decir eso —musitó Gabrielle al cabo de unos segundos.
—Sí, querías —replicó Xena con un hilo de voz —Porque es la verdad. No importa.
—Sí, sí que importa —Gabrielle dio un paso adelante, pero se detuvo de inmediato al ver el gesto de la guerrera
echándose ligeramente hacia atrás en el respaldo —Lo siento, no debí decirlo.

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—No importa —repitió la guerrera. El tono de Xena se convirtió en un débil susurro fatigado, casi de renuncia.
Notaba que bordeaba el colapso, físico y emocional. La conversación, el reproche de Gabrielle, la habían agotado, la
habían herido profundamente. Pero consideraba que se lo merecía. Le hubiera gustado decirle que ella, esa asesina,
sí había aprendido qué era lo correcto. A su lado. Pero no lo hizo. El reproche de Gabrielle era merecido – Gabrielle,
no quiero que me malinterpretes, pero estoy algo cansada —musitó. Sus dedos se enroscaban en el brazo de la silla,
los nudillos blancos por la fuerza que imprimía. Sentía un lacerante dolor en todo su cuerpo y tan solo deseaba
quedarse a solas de una vez.

"Díselo", pensó en ese momento. "Dile que te estás muriendo, dile que es la consecuencia directa de tu decisión. Dile
que te arrancaste un pedazo de alma y que ahora tu espíritu se lo está cobrando a tu cuerpo. Dile que vas a morir
por quererla demasiado, por hacer lo que creías correcto, por no convertir el mundo en un sueño para ambas, por no
luchar contra lo imposible. Díselo y muérete".
Sin embargo, solo alargó el brazo y su mano rodeó la copa de droga destilada que cada vez precisaba con más
urgencia. La atrapó entre sus manos y la acercó a sus labios. Un pequeño sorbo y el dolor menguaría. Un gran trago
y todo dolor desaparecería, incluida ella de la faz de la tierra. Deseaba que esa posibilidad la aliviara, pero no. Y el
no era Gabrielle. Una y otra vez, Gabrielle. No podía vivir, no podía morir.
Bebió un pequeño sorbo y reclinó la cabeza sobre el respaldo de la silla. Su cara se contrajo en una mueca de dolor
y apoyó la cabeza sobre el respaldo. No podía seguir con esa conversación ahora. Estaba al límite de sus fuerzas.
—Si no te importa, quisiera descansar un poco.

—¿Ocurre algo? —la reciente ira de Gabrielle se empezaba a diluir, dejándola con un poso amargo que aguijoneaba
su alma. No había querido decir esas palabras. No habían sido justas, pero ahora no sabía cómo enmendarlas.
Estudió atentamente el rostro de Xena, tenso y cansado.
—No, es que… —pero un brusco acceso de tos la interrumpió.

La mirada severa de Gabrielle se diluyó, sustituida por un ligero matiz de alarma.
—¿No te encuentras bien? Tu salud parece…

—Estoy bien —la atajó Xena. Gabrielle no debía saber nada —Sólo es cansancio.

Gabrielle mantuvo la mirada sobre ella unos segundos, intentando tomar una decisión. La incomodidad de sus
palabras flotaba todavía entre ellas, y sobre todo en su interior, dejándola indecisa con respecto a qué hacer. Hizo
ademán de marcharse. Sin embargo, en el último momento, cambió de parecer.
—El día que recobré el conocimiento, noté tu palidez. ¿Cuánto tiempo llevas con ese cansancio?
—No mucho.
—Mientes.

Por un fugaz instante, Xena sonrió al reconocer la terquedad de la bardo.
—No importa, Gabrielle.

—Te examinaré —dijo, acercándose.
—¿Qué?

—Poseo los suficientes conocimientos médicos…
—No —Xena alzó su mano, pero su débil gesto, si acaso, decidió aún más a la bardo. Ésta llegó junto a ella y tuvo
un mínimo segundo de vacilación. Al final, alargó la mano y rodeó la muñeca de la guerrera con la intención de
tomarle el pulso.
Para Xena fue como un latigazo. Si no estaba preparada para volver a estar junto a Gabrielle, mucho menos para su
contacto. Ya le había costado horrores sobreponerse a su primer acercamiento, cuando la encontró inconsciente en
el bosque. Había sabido perfectamente cómo hallarla, ni siquiera planteándose cómo era posible. Hacía tiempo ya
que había dejado de buscar una explicación. Simplemente, del mismo modo que supo que la bardo había
emprendido su búsqueda, la halló. Cuando lo hizo y comprobó el pulso y las heridas sintió pánico cuando se dio
cuenta de que debía cogerla en brazos para llevarla hasta la fortaleza. Lo hizo plenamente consciente de que tal vez
iba a ser la última ocasión de tocarla, de tenerla de ese modo. Así que pasó delicadamente los brazos en torno a ella
y se permitió mantener el cuerpo exánime contra sí unos minutos, arrasada por el brutal anhelo con el que su
cuerpo reclamaba y recibía ese contacto. Acabó completamente exhausta, dado que apenas sí tenía las suficientes
fuerzas como para mantenerse a sí misma, pero logró llevar a Gabrielle hasta una habitación y atenderla de sus
heridas. No sabía si estaba preparada para sentir su contacto de nuevo así que, en un gesto puramente reflejo,
apartó bruscamente la mano.
—No voy a dañarte —dijo Gabrielle, vacilando.
Ahora que estaba a su lado, a una distancia tan corta, la bardo pudo darse cuenta de que algo no iba bien. El rostro
de Xena, pálido, parecía estar surcado de dolor controlado. Notaba su respiración pesada y tuvo una súbita y
desasosegante sensación.

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—Por favor —su ruego quedó en el aire, hasta que Xena, vacilando, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
Gabrielle volvió a tomar su muñeca y midió el pulso. Lento e irregular. Además, la temperatura de la piel era
elevada y notó la languidez de los otrora firmes músculos de Xena. Tomó una decisión. Por pura humanidad, se dijo.

—Debes reposar.

—Eso trataba de decirte —Xena esbozó una cansada sonrisa.

Gabrielle echó un vistazo a la estancia y reparó en una segunda puerta.

—¿Dónde está tu habitación? —al entrar en la estancia tras la puerta labrada Gabrielle se había dado cuenta de que
estaban en una especie de antesala.
—No muy lejos. No te preocupes, estaré bien.
—Debes tumbarte. Y tomar algo caliente.
—Lo haré.

—Vamos, indícame el camino.
Xena pareció dudar.

—Puedo ir yo sola. No te preocupes, estaré bien —repitió.

—Tienes el aspecto de un ladrón aplastado por una turbamulta. Sólo quiero acompañarte a tu habitación. Sólo eso.
—No es necesario.

—A juzgar por tu aspecto, sí —un pensamiento se desplegó repentinamente en la mente de Gabrielle, azorándola
más de lo que ella hubiese esperado. La idea le dolió por la imagen que se formó en su cabeza de una Xena
indefensa —¿Te…hirieron en la cabaña? –la sola mención de aquel lugar la estremeció, no sabía hasta qué punto
había enterrado esos recuerdos muy dentro de sí —¿Los mercenarios…?
—No. Salí y llegué aquí sana y salva —a Gabrielle no se le escapó el deje amargo en sus palabras que ni siquiera se
preocupó de ocultar.
—¿Entonces? —la pregunta de Gabrielle flotó en el aire.

—Entonces, nada. Sólo es cansancio —Xena apenas podía reprimir el impulso de alargar la mano y agarrar la copa
de droga —Siento insistir en que necesito estar sola. Por favor.
Había algo, en el tono de desesperación apenas disimulada, que inquietó a Gabrielle, si bien se sorprendió a sí
misma atajando su incipiente inquietud con un crudo "no es asunto mío" que cruzó todo su pensamiento.
Xena ya no era asunto suyo.
—Como quieras.

Sin mediar ninguna palabra más volvió sobre sus pasos y abandonó la habitación. La agotada mente de Xena la
siguió hasta que desapareció tras la gran puerta, inclinando ligeramente la cabeza hacia un lado para asegurarse así
de poder captar el más mínimo roce de sus pies sobre la piedra. No podía verla, pero su mente sí. Cuando notó que
la puerta se cerraba tras ella, y sólo entonces, se permitió un leve quejido y alargar la mano hacia la copa de droga.
Bebió con ansia, casi con la voluntad de envenenarse de una maldita vez. Quería que todo acabara, si bien, pensó
en un momento de amarga lucidez, sólo acabaría aquí. Era muy consciente de lo que le esperaba tras la muerte. El
Tártaro y su eternidad de sufrimientos. Casi sintió lástima de sí misma. Lástima por todo. Su mano dejó caer la
copa, casi sin darse cuenta, y ésta cayó al suelo rebotando con un metálico tintineo. Se preparó para el esfuerzo de
levantar su agotado cuerpo y, por un instante, se planteó la idea de quedarse allí, así, para siempre. Total, qué más
daba todo ya. Pero se dijo que sólo tenía que aguantar hasta que ella, Gabrielle, se marchara. Igual que con un
presentimiento supo que la buscaba y que llegaría hasta ella, sabía ahora también que la bardo iba a marcharse,
definitivamente. Por su propia elección, esta vez. "Bien", pensó. "Así acabará todo".
No encontró ningún alivio en ello, ningún atisbo de que se le pudiera permitir morir con un poco de paz. Tampoco se
la merecía, ¿verdad?
Obligó a sus débiles músculos a hacer el esfuerzo de ayudarla a levantarse de allí y llegar hasta la habitación.
Necesitaba tumbarse y descansar. Descansar, descansar. Dio un paso hacia delante…
… y entonces la estancia entera pareció precipitarse sobre ella.
Cayó de bruces como un fardo inerte sobre el frío suelo.
 

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T O D A S L A S C Á R C E L E S .
7 ª E N T R E G A

Autora: Elxena

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Estaban en lo alto de una loma. ¿Estaban? Sí, no estaba sola allí. Gabrielle estaba a su lado. Notaba su presencia
como los pulmones notan el aire que les permite funcionar. Como algo natural, como lo que debe ser. Era feliz, todo
lo feliz que siempre se permitía poder ser. Era algo muy sencillo. Sólo el mundo y ellas. Tan simple. Ahora, por fin,
lo entendía. Qué gran cobarde. Ella, la Destructora. Gran, gran cobarde. Sólo hacía falta amor. Amor. En su delirio,
sonrió. Estúpida palabra inconmensurable. Inodora, incolora e insípida. Incapaz e insuficiente. Estúpido amor que la
colmaba y reconfortaba. Estúpido amor que por fin la había alcanzado en toda su plenitud. Maldito estúpido amor.
Giró la cabeza. Sí, allí estaba ella. Gabrielle. El paisaje de la loma la había cautivado. Era su propósito, ¿no? No se lo
digas con palabras, muéstrale a través de la belleza del mundo la belleza que tú te crees incapaz de hacerle ver en
ti.
La sonrisa de Gabrielle. La perfección del silencio. ¿Cómo había podido llegar a edad tan adulta sin conocer esa
perfección?
Porque no se lo merecía. Sí, eso era lo único que siempre parecía estar claro. Ella no merecía la felicidad, y mucho
menos a alguien como Gabrielle. Sin embargo, había aparecido. Se había quedado. Volvió a prender la mirada sobre
la rubia bardo, con admiración.
—A pesar de todo —murmuró.

—¿Qué? —Gabrielle acercó su rostro al de Xena —¿Qué has dicho?

Xena sintió una mortificante desorientación. ¿Dónde estaba? Notó algo fresco sobre la frente y que ese algo era
deslizado suavemente por su cara y su cuello. No, no estaban en la loma. Y, evidentemente, no podía ver.

—Xena —el llamamiento era firme. Unos dedos fríos presionaban suavemente su barbilla. No, no es que estuvieran
fríos, es que ella ardía —Xena —otra vez la llamada. La loma se fue desdibujando de su subconsciente y empezó a
ser sustituida por la sensación de un lugar cerrado. Estaba en su habitación. Tumbada en la cama. Y Gabrielle estaba
allí —¿Xena?
—El paisaje desde la loma… —murmuró.
—¿Cómo?

—El maldito y estúpido amor…

—Xena, no entiendo lo que dices. Necesito que me ayudes. Quiero que te incorpores, ¿de acuerdo?
—¿Estamos en la loma? —su voz era débil y vacilante.
Gabrielle hizo un gesto de extrañeza.
—¿Qué loma?

—Cualquier loma, Gabrielle —y sonrió débilmente.

— Escucha, Xena, haz un esfuerzo. Tiraré de ti para incorporarte, ¿de acuerdo? Ayúdame. Respiras mal y necesito
que te incorpores. Vamos. A la de tres.
No sin esfuerzo Gabrielle logró incorporarla, apoyando la espalda de la guerrera sobre un gran almohadón. Con un
pequeño empujón más la colocó en la postura que consideró más cómoda. Xena emitió un leve gemido y Gabrielle la
miró con preocupación. "Maldita seas si te vas a morir, Xena", pensó. "Maldita más allá de tu propia maldición".
No sabía si sentir rabia, preocupación o ira consigo misma. ¿Qué estaba haciendo? ¿Acaso le importaba? Había
escuchado primero el tintineo de algo metálico rebotando en el suelo y después el golpe sordo de algo más pesado
cayendo. Volvió a entrar y encontró a la guerrera tirada sobre el suelo y, en un primer momento, que no le importó
reconocerse a sí misma con pánico, pensó que estaba muerta, dado su estado absolutamente inerte. Le costó
encontrarle el pulso. Mucho más arrastrarla hasta la habitación que había tras la puerta que antes había visto. La
fiebre había empezado tras tumbarla en la cama y le costaba mucho bajársela. Había estado completamente quieta
durante horas. Sólo ahora, al caer la noche, había empezado a dar muestras de recuperar el sentido. Si es que lo
había tras sus murmullos incomprensibles. Un gemido la arrancó de sus cavilaciones. Posó su mirada sobre la de
Xena. Parecía indefensa. Parecía estar aún lejos de allí. Perdida. Como una niña pequeña.
Entonces lo supo. Supo que algo era distinto, ahora. Ahora, algo había cambiado en su interior. No sabía cuándo
había empezado el proceso, pero era consciente de que no era muy lejos de la mujer que tenía tumbada en la cama.
Al entrar en esa fortaleza y verla, algo había empezado a salir de su interior, a irse. Su mente había intentado
De todas las cárceles de Elxena
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De todas las cárceles de Elxena

  • 1. D E T O D A S L A S C Á R C E L E S . Autora: Elxena   Es bardo. Lo sabes por su ropaje, la bolsa de pergaminos, el cayado y la cinta verde anudada en el extremo del mismo, que la identifica inexcusablemente como estudiante de la Academia de Atenas. También deberías saberlo por el brillo de sus ojos, pues todo narrador de historias lleva el fuego de la pasión escrito en ellos. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Pero ella no. Los ojos de ella están muertos, sólo los utiliza para ver, no para transmitir. No, al menos, la pasión o la luz. Gabrielle de Poteidea sólo cuenta cuentos oscuros. Cuentos a la oscuridad que nacen de su roto corazón.   *   Es una guerrera. Todo su ser lo grita. A pesar de su túnica de algodón y la falta de armas de afilado acero o de armadura protectora sobre su cuerpo. Sus ojos están muertos por obligación, una cinta de tela los cubre para ocultar al mundo la negrura de su vacío, por mucho que no haya mundo que la pueda ver, aislada como único habitante en su remota fortaleza de piedra. También tiene el corazón roto. Roto y enfermo. No le queda mucho tiempo de vida. Tiempo atrás rompió un pacto sagrado y el pago de sus consecuencias se está llevando su vida gota a gota. Pero eso a Xena de Amphípolis no le importa ya. Murió en el mismo instante en el que renunció al amor de Gabrielle de Poteidea. Mató a su alma, que arrastra por segundos con ella en su inexorable camino la vida de su cuerpo físico, construido de carne y sangre mortal. Pero eso, a Xena de Amphípolis, ya no le importa.   *   El posadero depositó con brusquedad la jarra de sidra sobre la mesa sin apenas reparar en la meditabunda joven de cabellos rubios acodada en ella y se marchó a servir al resto de ruidosos clientes. La posada estaba a rebosar esa noche y no sólo se notaba en la abigarrada y ruidosa  multitud, sino también en la fuerte mezcla de olores que parecía destilar de las propias paredes del establecimiento: sudor humano, sudor de caballería, cuero mojado, vino barato y tabaco rancio. Gabrielle miró el recipiente goteante que el posadero casi había lanzado sobre ella y lo apartó indolentemente con el dorso de la mano. No quería sidra, y sin embargo la había pedido. Pero tampoco quería vivir ya, y seguía respirando. No quería rememorar, y se ahogaba en recuerdos. O no quería pensar, y enloquecía por sus pensamientos. Su particular Tártaro. Despertaba, dormía, respiraba y vivía con él, pegado a su piel, desparramado por sus venas, hundido en lo más profundo. Agazapado y preparado. Siempre dispuesto a recordarle el fuego de su agonía. Se sentía vacía. Como una fruta a la que hubieran rebanado y despojado de carne y simiente, arrojada a un lado.
  • 2. Algo había muerto en su interior. Actia había tratado de explicárselo y ahora odiaba a Actia. También odiaba a Xena, por fin lo había conseguido. Ningún acto de sangre por su parte hubiera podido hacer que ella la odiara, pero la voluntad de Xena, su deseo, lo había conseguido. Y ahora lo recordaba una y otra vez, aunque no quisiese:   V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Su mano acarició suavemente la cabeza de Gabrielle. Sus manos se cerraron sobre su rostro y la obligó gentilmente a alzarlo. Sus pulgares detectaron las lágrimas que Gabrielle derramaba. Sus dedos trazaron su rostro. Se inclinó hacia ella y la besó. Puso en ese beso todo su amor, todo su futuro, toda su esperanza. Quiso explicárselo todo con ese beso. Ese beso fue su sello. Ese beso fue el último. —Actia —susurró, con sus labios acariciando aún los de Gabrielle. Un resplandor azul. Una sombra luminosa. La Diosa se situó tras una Gabrielle absolutamente desconcertada. —Xena, ¿qué…? —la bardo cerró sus manos en torno a las muñecas de Xena. —Te quiero, Gabrielle —el susurro de Xena fue toda una renuncia. Una declaración de amor y dolor en una sola — Por tu bien y el mío, te lo juro, lo hago. Actia se acercó aún más a Gabrielle. —Xena, quizás… —la Diosa hizo un último intento. —No —la guerrera apretó los dientes —Hazlo. —¿Hacer qué? —Gabrielle se giró para ver a la Diosa situada a su espalda —¿La Diosa de la Serenidad? —volvió su atención a Xena de nuevo —¿Qué…? Actia posó su mano sobre el hombro de Gabrielle y el mismo resplandor que la rodeaba empezó a engullir a la bardo.   El resplandor desapareció y Gabrielle se sintió ligeramente mareada. La mano de la Diosa Azul todavía permanecía sobre su hombro, pero ella casi ni la notaba. Estaba muy aturdida. Alzó la vista pero Xena ya no estaba allí. En realidad, nada estaba allí. Se giró hacia Actia. —¿Qué ocurre? ¿Qué has hecho? La Diosa se separó de ella unos centímetros. Altos árboles de frondosas copas las rodeaban. Pero no era el bosque que ocultaba a la cabaña. "¿Qué has hecho?". —Xena me pidió que te pusiera a salvo. —¿Xena pidió ayuda a una Diosa? —Gabrielle no entendía nada. —Quería que estuvieras a salvo —repitió la Diosa. —¿Y ella? ¿Ella qué? ¿La vas a traer ahora? —No. —¡¿Por qué?! —No lo desea. —¿Cómo que no lo desea? —Gabrielle estaba empezando a ponerse muy nerviosa —¡Está ciega! ¡Grupos de mercenarios la buscan! —No lo desea, Gabrielle. —Llévame de vuelta con ella. ¡Ahora! —exigió. —No puedo. —Ella pidió ponerme a salvo, ¿no es así? —Sí. —Bien. Yo te pido ahora que me lleves de vuelta con ella.
  • 3. —No puedo, Gabrielle. —¿¡Por qué!? —No es su deseo. —¡Maldita sea! —la desesperación empezaba a invadirla – Actia, te lo ruego, por favor —su tono era de súplica. —Gabrielle, Xena acudió a mí. Yo ya había detectado en su alma una predisposición hacia la serenidad, aún frágil, pequeña, pero valiente. Ella me pidió que te pusiera a salvo y aunque tú eres devota mía prevalece su voluntad. —¿Por qué? —Es un acto de amor. No hay maldad ninguna en su deseo de verte a salvo. No puedo contravenir su deseo. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m —¿Si su deseo me dañara, podrías deshacerlo? —Gabrielle, no. Sé que te es doloroso, pero su intención es pura. —Pero me daña en estos momentos —insistió Gabrielle – Estar lejos de ella me hace daño —musitó. —Lo sé, Gabrielle. —Actia, por favor. —No puedo hacer nada, Gabrielle. —¿Qué hará ella? —... —¿Actia? —Cuando anochezca, partirá. Gabrielle recordó lo que Xena le había dicho. —Un refugio. —Sí. —¿Sabes dónde? —Gabrielle… —¡No intervendrías! No sería contravenir su deseo. Sólo dime dónde se halla ese refugio. —Ella no te lo dijo, por lo tanto, ésa era también su voluntad. —Actia, cuando se ponga a salvo, cuando llegue a ese refugio, también lo podría ser para mí. ¿Comprendes? Su deseo de verme a salvo seguiría siendo respetado. Estaría a salvo, junto a ella. —Gabrielle, no lo entiendes. No quiere que estés a su lado. —¿Qué? —Teme que al final acabes dañada. —Ya hemos pasado por eso. ¡Ya hemos pasado por eso! —Gabrielle, por favor, intenta comprenderla. Nada le haría más daño que verte dañada por su culpa. Quiere que seas feliz. —Conseguí serlo —dijo con un hilo de voz —Cuando me dijo que me amaba, cuando me besó —el acto, renacido en sus palabras, cobró entonces para ella toda su intensidad, su significado. —Fue su regalo. —Fue su condena —replicó Gabrielle, con un deje amargo – Estoy encadenada a ella, Actia, con cada fibra de mi ser —Gabrielle se sentó sobre un tronco caído, abatida —Cuando confirmó la reciprocidad de nuestro amor, me sentí una sola con ella, supe que ella era todo mi camino, todo mi hogar. Y lo rechazó. —No es así exactamente, Gabrielle. Ella aún te quiere. —¿Y eso me sirve de algo ahora? —levantó unos ojos llenos de lágrimas —Dime, Actia, ¿me sirve? La Diosa se inclinó hacia ella. —Gabrielle, si en algo los mortales os diferenciáis del resto de las criaturas que habitan los diferentes mundos es por
  • 4. esto: la esperanza. No abandones, no la pierdas. Yo no tengo todas las respuestas, y soy una Diosa —apostilló —, pero sois vosotros quienes las buscáis con ahínco, más allá de toda lógica o mesura, y sólo sois humanos. Y lo conseguís; no siempre, bien es cierto, pero cuando así sucede, tiráis abajo todos los muros, todos los imposibles, todos los caminos cerrados. —¿Todavía hay un camino? —Depende de ti. Depende de ella. —Pues ella no lo tomará, no querrá entrar en ese camino —Gabrielle agitó la cabeza con determinación —La conozco. Va a hacer prevalecer mi bien sobre el suyo, y no sabe lo equivocada que está. Sólo hay un único bien ahora, que nos incluye a ambas. —Si tú hubieses estado en su lugar… V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Gabrielle cabeceó con amargura. —Sí, Actia, hubiese hecho lo mismo que ella. Por eso me duele tanto. Porque seguiría hasta el final. Lo que significa que no la volveré a ver. —Lo siento. Pero no olvides que los imposibles sólo existen si tú les das aliento. Gabrielle la miró entre lágrimas. —Yo haré todo lo posible, eso lo sé. Pero ella…ella cerrará ese camino porque estará convencida de que así habrá de ser —Gabrielle se llevó distraídamente una mano al pecho —Me duele —susurró. Actia suspiró. —¿Conoces la historia de las almas gemelas?   *   Gabrielle no sonrió. Ni siquiera permitió que Actia terminara de desgranar la historia de las almas gemelas. Claro que la conocía. ¡Por los dioses, ella se la había contado a Xena! Qué cruel ironía. La leyenda se había hecho carne en ellas…y esa carne se había desgarrado. Cuán presente había tenido siempre esa historia. Cuántas veces la soñaba entre ellas. ¿Cómo si no explicar lo extraordinario de su unión? ¿Cómo si no una aldeana ignorante de todo lo que no fuera hogar y labor podría haber sido compañera de un Señor de la Guerra? ¿Qué si no impulsó a Xena a extender su brazo y subirla a la grupa? Sí, Gabrielle creyó en las almas gemelas durante todo el tiempo, en silencio, para sí. Y ahora, cuando se alzó la voz en un mágico instante (no de ella, por los dioses, no de ella, ¡la voz de la propia Xena!) y la leyenda tomó sus nombres, entonces, abruptamente, sin dar tiempo siquiera a que dejara la huella de su sombra bajo el sol, se desvaneció. Se acabó. Y dejó tras de sí dolor, frustración…y una incipiente ira. ¿Contra Xena? Aún no. Sólo contra el destino, que no era poco. Tanta espera. Tanta esperanza. Al final, la ansiada respuesta. La tuvo, de sus mismísimos labios. Un beso, un te quiero. Y la desesperación. No podía soportarlo. No podía permitírselo, ahora lo sabía. Desbordaba toda razón, pues había invadido por completo el sentimiento cualquier opción que nunca hubiera pensado tener de dominar el dolor de la separación. No. No podía ser. No así, no ahora, cuando lo había escuchado de sus propios labios. No podía hacerle eso, no se lo podía hacer a las dos. Conocía a Xena. Su lucha tenía muchos frentes, a cada cual más insoportable. Entendía lo que había hecho, pero eso no significaba que se mostrase de acuerdo. Por eso no dejó que Actia terminara de contar la historia. Ella sería quien contara el final de la historia, de su historia. Rogó a la Diosa que la dejara sola, si bien ésta se mostró reticente. Aún así, se plegó a la voluntad de la bardo. Antes, sin embargo, le dio la bolsa de cuero que Xena le había dado para ella. Gabrielle la movió entre sus dedos
  • 5. unos instantes antes de abrirla. Dentro, un generoso puñado de monedas de oro, una pequeña fortuna, y una escueta nota cuya caligrafía, pese a la inseguridad perceptible provocada por la ceguera, señalaba directamente a Xena en su innata elegancia y firmeza. Una elegancia y firmeza plasmada en dos únicas palabras: "Por favor". —Atenas está tras estos árboles —dijo Actia —Sé que su deseo sería que completaras tu formación como bardo… —¿Paga por deshacerse de mí? —la interrumpió Gabrielle sin apartar los ojos de las exiguas palabras escritas —¿Es el pago de su adiós? —No, Gabrielle, por favor, no te tortures así. Ella sólo quiere… —Acallar su conciencia —la cortó. —No. Que estés bien. Y Atenas era uno de tus sueños. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m —Ella era mi único sueño —replicó Gabrielle con intensidad —No me importa ser bardo si no estoy a su lado. —Ahora quizás pienses así, pero más tarde te serenarás y… —La Diosa de la Serenidad desplegando su fe —la voz de Gabrielle se desgranaba con sarcasmo —Supongo que justifica tu existencia. —Gabrielle, comprendo tu dolor. Pero ella sólo desea que estés bien. Gabrielle desparramó las monedas sobre su palma volcando la boca de la bolsa. —No estaré bien; sin ella, no —con un movimiento de su mano dejó que las monedas cayeran a la tierra húmeda del bosque. Un sordo tintineo cada vez que entrechocaban entre sí. Gabrielle resguardó el trozo de pergamino manuscrito en su otra mano —Déjame ahora, por favor. Actia la miró una última vez. —Si me necesitas… —y se desvaneció. Gabrielle observó las monedas sobre la tierra. Su brillo las hacía resaltar poderosamente sobre el oscuro ocre terroso. Se llevó ambas manos a la cara y la cubrió con ellas. Se balanceó levemente allí, en mitad de un bosque a las afueras de Atenas, como si recitara un mantra sólo conocido por ella. Se ahogaba de pena. Sentía un dolor sordo y constante que marcaba cada respiración. El mundo acababa de hacerse inmenso. Inmenso y vacío. Permaneció así largo rato. Después, como si hubiera tomado una decisión, se agachó, recogió una a una las monedas y las volvió a meter en la bolsa de cuero. Giró hacia la derecha.   *   Gabrielle entró en la posada. Su suelo estaba sucio, las paredes enmohecidas, era ruidosa y olía a caballo. Como todas las tabernas que jalonaban los caminos y aldeas de cada uno de los reinos que había recorrido junto a Xena. Trató de apartar esa imagen de su cabeza. Ella y Xena entrando juntas. Estaba agotada. No tanto físicamente por el viaje como emocionalmente por los últimos acontecimientos. Debía serenarse. Debía pensar. Encontraría a Xena. Estaba enfadada con ella y por los dioses que daría con ella para demostrárselo. La sentaría frente a sí y le expondría sus pensamientos: "Sí, Xena, tú consideraste que mi bien era prioritario y dedujiste que era la mejor forma de hacer las cosas. No, no es eso lo que te reprocho. Mi reproche es por no contar conmigo, por no valorar lo que yo hubiera podido aportar, ¡POR HACER QUE UNA DIOSA MENOR ME EVAPORARA DE TU LADO!". "Tranquila", se dijo. "Serénate". La determinación de Xena no la detendría. Las palabras de Actia tampoco. Debía ir poco a poco. Llamó la atención del posadero. Atenas era una gran urbe. Mucha gente. Querrían distracción. Ya había hecho antes eso, con ella. Alojamiento y comida a cambio de historias. No los encontró en esa primera posada, pero en la segunda, igual de sucia, apestosa y ruidosa, el dueño fue más receptivo. Una noche de prueba y ya vería. Gabrielle sonrió. Tenía asegurados un techo y comida por largo tiempo. Empezaba a sentirse mejor. Se había serenado y pensaba mucho mejor, con menos ira y más claridad. Había empezado a urdir un plan. Nadie la separaría de Xena, ni aún la propia Xena. Aprisionó la bolsita de cuero con las monedas que Actia le había dado. No tocaría ni una sola.
  • 6. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Pertenecían a otra persona. Y se las devolvería, junto con su descomunal enfado.   Sigue -->
  • 7. D E T O D A S L A S C Á R C E L E S . 2 ª E N T R E G A Autora: Elxena   *   V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Gabrielle observó la noche a través de la ventana de la habitación de la posada. Atenas se extendía iluminada bajo el manto de estrellas, perdidos sus límites en el horizonte. En verdad era una gran urbe. Con grandes recursos. Y muy variados. Por ejemplo, el Archivo Judicial, abierto a todo ciudadano y ciudadana que quisiera consultarlo. Había llegado a él tras una serie de pesquisas y se había lanzado de lleno a un día entero de búsqueda entre sus cientos de pergaminos. Afortunadamente, sabía qué buscar. Afortunadamente, los funcionarios atenienses tenían una alta noción del orden y la clasificación. Buscó en los pliegos dedicados a delincuentes, asesinos y saqueadores. Cómo no, encontró las crónicas del pasado horror de Xena. Iba a recopilar toda la información posible acerca de ella. De su pasado. No buscaba a cuántos, ni aún por qué o cómo. Quiénes o qué. Sólo dónde. Rutas de ataque, perímetros de sus incursiones, zonas devastadas. Áreas de coincidencia, rutas de escape. Testimonios. De víctimas. De mercenarios a su servicio. Actas de juicios contra sus esbirros. Periodos de tiempo entre un ataque y otro. Tiempos de reagrupación. Tiempos de silencios. Todo aquello que pudiera arrojar alguna luz sobre ese refugio en el que ahora pudiera encontrarse. Pudiera. Porque ése era otro temor incrustado muy profundamente en ella: ¿había logrado ponerse a salvo? ¿Ciega? ¿Sola? No quiso pensar en ello. Quiso pensar, por el contrario, en alguna Diosa menor que la protegiera en todo lo posible. En una guerrera con suficientes recursos como para superar el escollo de su ceguera. En toda la suerte del mundo. Primero, para ella, Xena. Después, para ella, Gabrielle. Para las dos. Por las dos. Apartó la mirada de la noche ateniense y regresó al interior. Se sentó sobre el sencillo camastro y echó un vistazo al revoltijo de pergaminos que había acumulado hasta ahora. No había podido sacar, evidentemente, los originales del Archivo, pero se le había permitido copiar lo que quisiera. Por ahora, la punta del iceberg. Pero había mucho más. Demasiado. Había, deliberadamente, pasado de puntillas por los actos en sí, no queriendo detenerse en ello. Sólo necesitaba ciertos datos puntuales, que había ido anotando escrupulosamente en los pergaminos. Con ello pretendía conformar un mapa de los ataques de Xena de sus tiempos de Señor de la Guerra, si bien todavía la información era más maraña que hilo a seguir. Pero estaba en el buen camino, debía creerlo. Estaba contenta. Agotada, pero contenta. Mañana regresaría al Archivo. Ahora, debía prepararse para su actuación nocturna.   *   Gabrielle sonrió al funcionario del Archivo, dirigiendo sus pasos sin detenerse hacia las grandes salas de consulta. Sin embargo, percibió un movimiento en su dirección y pronto fue interceptada por un hombre grueso con la túnica funcionarial. —¿Sí? —inquirió. —Disculpad, pero necesito ver vuestro permiso, señora.
  • 8. —¿Mi permiso? —Para la consulta de los archivos. —¿Qué permiso? —preguntó, confusa. No sabía que necesitara uno. —Acompañadme, por favor —la cogió delicadamente del codo y la obligó amable pero firmemente a seguirla. Pasaron delante del funcionario al que había sonreído, quien le hizo un gesto de impotencia. El segundo funcionario la hizo sentar frente a una pequeña mesa donde se acumulaban los pergaminos. Él mismo se sentó al otro lado y recogió sus manos como si estuviera a punto de rezar. —¿Podría explicarme…? —pidió ella. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m —Por supuesto. Verás… —al parecer, había decidido que era lo suficientemente joven como para tutearla. Hizo una pausa mientras leía una línea de uno de los pergaminos que tenía delante de sí —…Gabrielle, ¿no? – ella asintió —De Poteidea —ella volvió a asentir —Mmmm… ¿Xena de Amphípolis atacó tu aldea? —¡No! —quizás se excedió en su vehemencia. Trató de rebajar el tono – No, no lo hizo. —¿No? Entonces, ¿qué buscas en los archivos? Normalmente cuando un ciudadano realiza una consulta sobre un delito es por implicación directa o indirecta en él —el funcionario reparó en la expresión confusa de Gabrielle – Quiero decir… ¿preparas alguna acusación contra esa guerrera, precisas de alguna información pertinente para juicio o defensa? —imprimió un leve deje incrédulo a la última palabra que no pasó por alto para Gabrielle. La bardo vaciló. —No. El funcionario se inclinó afablemente hacia ella. —¿No? Pues no lo entiendo. Verás, Gabrielle, bien es cierto que los archivos de la urbe están abiertos a la consulta de cualquier ciudadano libre, pero nuestro funcionario de entrada —y aquí alzó ligeramente la voz de forma intencionada para que el aludido, situado unos metros delante, le escuchara. Éste se encogió ligeramente al hacerlo —omitió comunicarte un pequeño detalle. Los archivos que consultas están sujetos a causa pendiente, esto es, la autora de los mismos se halla libre y aún no ha resuelto sus asuntos con la justicia. Su acceso, por tanto, es restringido y precisa de un permiso especial. —Pero Xena se apartó hace tiempo del camino de la delincuencia, sin duda habrás oído escuchar las historias de su redención —de nuevo el tono vehemente. Esto último pareció avivar la curiosidad del funcionario. —Historias, mmm… ¿Eres bardo? Una idea cruzó rápidamente por la mente de Gabrielle. —Sí. Él asintió brevemente, sonriendo. —Haber empezado por ahí, pequeña. Tu licencia —solicitó. —¿Cómo? —¿Estás licenciada, no? La expresión de ella anticipó la respuesta. —No. —Bueno, eso lo vuelve a complicar. ¿Estás recopilando información para escribir historias? —Si —su cabeza trabajaba a toda velocidad —Las de Xena, en particular, son muy demandadas, sobre todo en las aldeas. —¿Y te documentas para ello? —preguntó, evidentemente perplejo. —Sí. Él rió suavemente. —Debo decir que me resulta inaudito. Invéntalas, es más fácil. Cualquier acto horrible que inventes, seguramente lo habrá hecho. Gabrielle trató de ocultar su indignación, aún así no pudo por menos que salir en defensa de la guerrera. —Ha cambiado. Lleva a cabo buenas acciones.
  • 9. —¿La conoces? —un leve destello de sospecha en los ojos del funcionario. ¿Era una pregunta peligrosa? —No —mintió. Lo decidió en una milésima. Y acertó. —Ah. Bien. No quisiera pensar que una documentación tan valiosa estuviera en manos de la persona equivocada. Gabrielle se lanzó de lleno a la mentira. —Sólo quiero escribir historias interesantes. Hay mucha competitividad entre los bardos. Y creo que las historias de Xena me darán buenos argumentos. El funcionario pareció meditar. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m —Bueno, sea como sea, has de disponer de una licencia para acceder a ellos. Lo siento. Sin ánimo de ofenderte, no podemos fiarnos de la primera persona que entre aquí y rebusque en archivos con causas pendientes. Si se tratara de otro tipo…pero con las causas de sangre debemos ser cuidadosos. —Lo entiendo, por supuesto. ¿Cómo podría conseguir esa licencia? —Siendo letrado, en parte de defensa o acusación; víctima de un acto cometido por la acusada o…licenciada por la Academia, en tu caso. No vienen muchos bardos por aquí para documentarse, incluso debes de ser la primera que veo en toda mi carrera. Así pues, si una institución como la Academia de Atenas te respaldara, creo que sería suficiente. ¿Le estaba dando una solución? —¿No tendría que estar licenciada? —preguntó, esperanzada. —Por el momento, inscrita. Pero te licenciarías, ¿no? Ella sonrió. —Por supuesto. —Bien —suspiró —pues esto es lo que has de hacer. Inscríbete en la Academia. Cuando te hayan admitido y expedido el pergamino ven aquí y preséntalo. Yo mismo te extenderé el permiso.  Gabrielle no cabía en sí de gozo. Se levantó, al tiempo que ofrecía ambas manos para estrechar las del funcionario. —Gracias, muchas gracias. —De nada. Suerte. Gabrielle abandonó el archivo, pasando ante un avergonzado funcionario de entrada. Se dirigió directamente hacia la Academia.   *   —Temo desilusionarte, pero creo que va a ser imposible. Gabrielle sintió una enorme contrariedad. ¡Maldita sea! No podía entrar en la Academia, el curso estaba iniciado. Trató de razonar con la mujer de la entrada. —Por favor, vengo de muy lejos. —Todos venís de muy lejos —le replicó, sin dejar de escribir en unos pergaminos. —Es muy importante para mí —dejó que la tristeza traspasara sus palabras. Buena táctica. Escuchó cómo la mujer suspiraba y dejaba lo que estaba haciendo. —Mira, bonita, quizás haya una pequeña posibilidad, pero yo que tú no me haría muchas ilusiones. Ocasionalmente se ha permitido la incorporación tardía de alumnos si demuestran una valía excepcional —la miró con todo el escepticismo del mundo en sus ojos —¿Tú…? —¿Qué hay que hacer? —la interrumpió ella con entusiasmo. La mujer suspiró de nuevo. —Presenta tus pergaminos con historias aquí y yo las haré llegar al encargado de admisiones. Si superas esa primera prueba deberás hacer otra de declamación. ¿Entiendes?
  • 10. —Sí —Gabrielle sonrió. —Pues hala, viento —y la despidió con un ademán de su mano, volviendo a enfrascarse en la escritura. Gabrielle regresó a la posada. Debía escoger bien de entre todas sus historias. Sólo habían pasado un par de semanas desde que Xena no estaba con ella y sentía la urgencia de que la situación no se prolongara demasiado en el tiempo. Temía por ella.   * V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m   Gabrielle sonrió, satisfecha. Contempló la selección de pergaminos con sus historias y sabía que era una buena elección. Allí estaban las mejores. Entraría en la Academia. Aún tenía tiempo antes de que oscureciera para llevarlos. Así lo hizo. La mujer con la que había hablado antes alzó las cejas en un gesto de reconocimiento, pero nada más. Eso no la amilanó. Le preguntó cuándo sabría algo y ella apuntó su nombre y dónde se alojaba. Le comunicó que enviarían a alguien con el resultado de la resolución, aconsejándole que no cambiara de alojamiento hasta entonces. "Y nada de visitas diarias preguntando, por favor", le exhortó. Bueno, pues esperaría. Se encaminó a la posada. Aún era de día. A pesar del dolor constante que le perseguía desde la separación de Xena, se mostraba optimista. Necesitaba saber que ese dolor tenía un fin. Que servía a un propósito. Mientras le doliera, Xena seguiría con ella, era una intuición. Creía en ello. Entró en la posada y, excepcionalmente, pidió un vaso de sidra. Cuando lo terminó subió a su habitación. Contempló el desorden que reinaba temporalmente en ella, con varios pergaminos desperdigados aquí y allá y recogió uno al azar. Era una historia muy corta, tan sólo la descripción de dos personas tumbadas sobre sus petates bajo las estrellas y el silencio que decía más que las palabras. Sonrió. "Xena". Depositó el pergamino en el suelo y volvió su atención a la ventana. Quiso asomarse, trazar un camino hasta el corazón de la guerrera y decirle que todo volvería a estar bien. Pero entonces…   ...Gabrielle se llevó una mano al pecho, atravesada por un rabioso y súbito dolor. Las paredes de la habitación de la posada se desdibujaron durante un instante ante sus ojos. Un regusto amargo le subió por la garganta y se sintió sin aire en los pulmones. Cayó al suelo, sin fuerzas. Sintió náuseas y apoyó la cabeza sobre el frío suelo de piedra. Se abrazó a sí misma, pero el dolor la traspasaba de parte a parte. Empezó a gemir quedamente. El dolor la invadía por oleadas, de forma incansable, arrasador. Se sintió morir. Antes de perder la consciencia, una sola palabra cruzó su mente: "No."   *   Gabrielle recobró la consciencia poco a poco, como si regresara de un mal sueño que no quisiera aún abandonarla. Sus primeros pensamientos se derivaron en una maraña confusa. ¿Dónde estaba? Le llegaban algunos sonidos, ruidos, como en sordina. Jaleo de taberna, gritos. Alguien de voz ruda que se desgañitaba reclamando no sabía qué pago. La posada. Atenas. Notaba la boca reseca y una gran confusión. Tardó un poco aún en centrar sus pensamientos. Notaba algo, una sensación, en su interior. Trató de incorporarse. Cuando lo hizo, sintió un vahído. La habitación fluctuó levemente. Cerró los ojos con fuerza y se llevó las manos a la cabeza. Tragó saliva repetidamente. Abrió los ojos de golpe. De súbito, un pensamiento cruzó su cabeza. No recordaba su propio nombre.
  • 11.   *   Se llevó las manos a la cabeza y tuvo que desistir de la idea de incorporarse, porque a su cabeza no le hacía ninguna gracia el esfuerzo. Trató de afianzar la escasa lucidez conseguida. Una posada. Atenas. Y el terror: no sabía cómo se llamaba. El miedo tomó una presencia casi física en ella. ¿Cómo no podía recordar su propio nombre? V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Echó un vistazo a su alrededor. Un gran desorden en forma de pergaminos esparcidos por doquier. ¿Ella trabajaba con pergaminos? Sintió un sudor frío estrujándole la piel. Inspiró hondamente. Un nombre regresó a ella. Gabrielle. Se llamaba Gabrielle. Pero tras ese nombre ya no había nada más. Todos sus recuerdos habían desaparecido.   *   "Gabrielle". Xena despertó. Había yacido acurrucada en el suelo de la cueva, doblada sobre sí misma. Sus labios resecos se entreabrieron y lo primero que sintió fue miedo. Un profundo e insondable miedo. Y dolor. Un dolor insoportable. Como si un demonio enloquecido hurgara en sus entrañas y las extirpara a dentelladas. Como el miedo lacerante ante una merma inevitable e insoportable en su absoluto. Reconocía el veneno que estaba inundando sus venas, camino de su corazón. En el castigo estaba la lucidez de todo. La pérdida y la ausencia. Sus dos únicos temores en la infancia, cuando aún había luz en su vida. Lo único que en verdad había temido de la vida. Siempre había estado segura, ya en su etapa adulta, de que jamás volverían, tras Lyceus. Nada, tras la muerte de Lyceus, podría ya invocar a sus mayores enemigas. Ella se había asegurado de ello. Ella, la Destructora de Naciones. Nada. Hasta que ella entró en su vida. Gabrielle. Y, sin embargo, acababa de hacerlo. Renunció conscientemente al amor de Gabrielle, lo dejó marchar. Lo acunó una última vez en su interior, lo contempló y le dijo adiós. Lo había hecho. Había invocado a sus principales demonios, había dejado entrar ese veneno en su corazón, conscientemente. No pasaba nada, estaba bien. Lo había hecho por bien. Todo por Gabrielle; lo que fuese, por Gabrielle. Respirar le dolía. Pensar le dolía. Su nombre, su recuerdo. Todo le dolía. Pero el dolor en sí no era lo peor, no era lo terrible. Lo único terrible, en verdad, lo único que la estaba matando por dentro, era la innegable realidad. Por fin había
  • 12. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m llegado. Estaba sola. Sola de nuevo en el camino.   * sigue -->
  • 13. D E T O D A S L A S C Á R C E L E S . 3 ª E N T R E G A Autora: Elxena *   V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Meses. Hacía ya meses. De la renuncia. De la separación. Del fin de todo. Del principio de este fin. De tanto dolor. El tiempo inmediato, su tiempo con Gabrielle, había pasado a conformarse como una bruma en su mente. Y ya tan sólo deseaba eso, recordar los días junto a Gabrielle. Las pesadillas de sus actos pasados podían seguir asolándola en sueños, pero su consciencia y su voluntad eran de Gabrielle. Ahora ya todo daba igual; ahora, aquí, en una fortaleza aislada, remota e inexpugnable, todo podía tomar su nombre verdadero. El amor en su plenitud, ahora que le había permitido manar. Imposible de controlar una vez admitido. Tanto tiempo manteniéndolo a raya. Todo era como un sueño, un sueño consciente y maravilloso que ella procuraba atesorar con celo. Todo lo relacionado con el tiempo pasado con Gabrielle. Nada más que un sueño. Pero un hermoso sueño. Un sueño para ella. Había logrado llegar a su refugio, secreto y desconocido. Había sido difícil y doloroso. El dolor que ahora ya nunca le abandonaba la destrozaba. La pérdida y la ausencia. El dolor era su recordatorio constante. Y la soledad… tras Gabrielle. Al principio trató de rechazar su recuerdo, pero pronto supo que iba a ser inútil. Conquistando naciones enteras tendría ya que haber reconocido el inmenso poder de lo incontrolable. Así que, para qué. Era una tarea de titanes y no conducía más que al agotamiento. Actia se lo había advertido. "La poderosa corriente de amor mutada en dolor seguirá ahí. En una de vosotras. La que renuncie." Y ella aceptó. Y albergó todo el dolor. Y el amor no correspondido. Su titánica voluntad generó la renuncia suficiente como para romper el pacto que unía sus almas a través de los tiempos, mas esa misma alma suya la estaba matando por ello. Se había convertido en un escorpión herido por su propio veneno. Deliciosa ironía, pensó. Sólo tuvo una duda y convocó por ello a Actia, una sola vez desde que estaba allí. Desde entonces, la Diosa menor no había vuelto a aparecer. —¿Ella siente este dolor? —le preguntó. —No. —¿Mientes? —No —hizo una pausa —Xena, ella no te recuerda. Tu nombre y tu rastro han sido borrados de su alma. Quiso echarse a llorar, pero recordó a tiempo que ni siquiera se merecía eso. —¿Sufre? —preguntó, con un hilo de voz. —No del modo como la mayoría describiría el sufrimiento —explicó lentamente Actia —Te advertí que no podía calibrar las consecuencias de algo que jamás había tenido lugar. Así, al renunciar al amor que sientes por ella, al parecer, ha producido un desequilibrio en Gabrielle. No padece dolor, pero quizás sea peor. No siente nada, Xena. Ningún tipo de emoción. No recuerda nada de una vida anterior, pero no le importa. Nada le asusta. Nada le inquieta. Se ha instalado en un aséptico presente. Lo siento, Xena. La Gabrielle que tú conocías ya no está. Fu peor que una puñalada directa a su corazón, peor que si la propia Gabrielle le hubiera escupido a la cara. Xena gimió quedamente. Todo estaba mal. Nada había salido bien. Y no había vuelta atrás. La venganza definitiva de los dioses o el punto y final adecuado para ella. Morir matando. Destruyendo hasta el último momento. Sintió la propia traición removerse en sus venas. Había traicionado a Gabrielle hasta el último instante de sus vidas. Se recreó en el sabor de la amargura que regurgitaba su maltrecha alma. Ojalá pudiera morir ya. Pero no se lo permitió. Debía sufrir hasta el último momento, con todas las horas, todos lo segundos, a cada instante. Pero no halló consuelo. Sólo dolor.
  • 14. Y la convicción de que era del todo merecido. Ya daba igual. Era una sombra de sí misma confinada voluntariamente en una inexpugnable fortaleza. Por un instante pensó, "saldré y la buscaré. Lo arreglaré." Pero enseguida desechó la idea. Ella nunca arreglaba nada. Ella era un instrumento de destrucción. Hasta el último momento. Hasta cuando quería hacer el bien. Así que resignó su suerte y no hizo nada. Sólo pensar, recordar. A Gabrielle. Consumía las lentas horas recordándola. Como ahora. Un latigazo en el costado. Frunció el ceño. Ni siquiera podía anticipar el pensamiento de Gabrielle sin que el dolor hiciera acto de presencia. Adelantó la mano y la cerró sobre la copa de droga destilada. El único remedio a su dolor. Por ahora. Dejó que el líquido amargo se deslizara garganta abajo e hiciera su trabajo. Siempre le dejaba un regusto desabrido en los labios, magnífica e irónica metáfora de su vida. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m "Gabrielle". Recordar. Recordarla a ella. Su nombre daba paso a su rostro, a su voz, a su forma de caminar, a todos y cada uno de los recuerdos. Ya todo le daba igual, salvo tener intacta la capacidad de recordar, de recordarla. Aislada en una fortificación perdida entre montañas, inaccesible a nadie que pudiera continuar todavía vivo de su época de Señor de la Guerra, imposible de conocer por ajenos a ella. Su refugio. Su postrero hogar. Una fortificación excavada en roca viva que le había servido de nido de reposo entre incursiones, que nadie conocía y a donde a nadie había llevado nunca. A Gabrielle le hubiera gustado. Sonrió tenuemente, ebria de su recuerdo. Sí, a ella le gustaría. No vería lo austero de la construcción, sino su sencillez. No vería un reducto de lobo, sino un refugio de retiro. Amaría tumbarse bajo la majestuosidad de las montañas circundantes e incluso vería belleza en el paisaje de piedra y el bosque milenario. La cúspide abierta del monte donde estaba excavada permitía la entrada de un torrente de luz y aún en aquellas estancias donde no llegaba, siempre había procurado una permanente iluminación a base de antorchas y un intrincado laberinto de pequeños espejos que reflejaban la luz exterior. Gabrielle lo encontraría romántico. Gabrielle siempre veía la luz en todo. Incluso en ella. Xena de Amphípolis, Destructora de Naciones, guerrera moribunda.   *   Gabrielle traspasó el umbral del Archivo Judicial con paso resuelto. Saludó con una leve inclinación de cabeza al funcionario de la entrada y se encaminó al área de consulta que había sido casi su hogar (junto con la Academia) durante los últimos meses. Sin vacilar se acercó a la mesa que ya había hecho suya (los escasos usuarios de esa zona ya se habían habituado a su constante presencia) y descargó sus brazos de los pergaminos nuevos que acababa de adquirir en el mercado. La mesa estaba plagada de documentos oficiales y de pergaminos con sus propias anotaciones. Era tal su constancia y su rutina que se le había concedido, excepcionalmente, la potestad de conservar los documentos que solicitaba sin que fuese necesaria la diaria comprobación de su licencia y el tedioso trámite de guardar y volver a sacar los documentos de los arcones donde se archivaban. Simplemente, permanecían sobre su ahora mesa hasta que ella daba por concluida la tarea sobre ellos y empezaba con otros nuevos. No siempre había sido así. Meses atrás había despertado conmocionada en la habitación de una posada, terriblemente desorientada y sin recordar su nombre. Esta aterradora circunstancia había pasado inmediatamente, pero el hecho de saber que se llamaba Gabrielle no había constituido un gran adelanto. Poco más sobre sí misma sabía…y no es que le preocupara lo más mínimo. Si alguien que la hubiera conocido antaño se cruzara con ella en la gran urbe no podría dar crédito a ello. No la reconocería. Sí físicamente, por supuesto, pues no había cambiado en ese aspecto, pero no reconocerían en la austera bardo aspirante de la Academia de Atenas a la impetuosa y cálida joven que había sido. Era muy seria, apenas sonreía; no obstante nunca regateaba una leve sonrisa de cortesía, pero ya no brillaba. Carecía del vehemente entusiasmo que formaba parte intrínseca de su ser y éste había sido sustituido por una terca tenacidad y empeño en todo lo que acometía. En definitiva, no ponía el corazón en lo que hacía, sólo disciplina. Y no era tan sólo eso. Sus emociones, sus sentimientos, antaño siempre torrente a punto de desbordarse, se habían diluido, congelado, apenas despuntaban en una personalidad sobria y frugal, parca, rayana en la frialdad. Por eso se conformó únicamente con su nombre. No buscó nada más. No quiso averiguar su procedencia. No le importaba. Ella no podía saberlo, pues no había recuerdo con el que comparar, pero había perdido mucho. No echaba de menos ninguna familia que quisiera recordar, ni ningún pasado que pudiera rememorar. Sólo una cosa.
  • 15. Un sueño. Una mujer de pelo oscuro y ojos azules. Esa mujer era un sueño recurrente desde entonces. No sabía quién era, ni por qué soñaba con ella. En sus sueños, a veces, esa mujer se inclinaba sobre ella con una sonrisa. Otras, la miraba con un destello de sufrimiento que asolaba su mirada añil. Se había convertido en su desasosiego perenne. No podía obviar su presencia en su vida onírica, pero no pasaba de allí. Nunca pronunciaba palabra, nunca tenía mayor información que su mirada azul. No sabía quién era ni qué podía significar. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Ese era uno de los pocos aspectos que le producían desasosiego desde que despertó aquella mañana en la posada, pero había otro. Tras hacer un exhaustivo repaso de todas las pertenencias que había en esa habitación de posada, había descubierto un gran número de pergaminos, que después supo escritos por ella, ya que su escritura coincidía. Pero no reconocía las historias descritas, le eran completamente ajenas. Ni siquiera había sido capaz de establecer la conexión entre la guerrera que protagonizaba la mayoría de ellas con la misteriosa y muda mujer de sus sueño. Y había algo más que la desconcertaba. Encontró una bolsa de cuero con monedas de oro y una escueta nota en su interior. "Por favor". Quién lo había escrito. Por qué. Para quién. ¿Estaba dirigida a ella? Todas las preguntas se agolpaban en su mente, sin respuesta por ahora. Pero sólo le provocaban eso, un leve desasosiego, una curiosidad meramente intelectual. Ella no lo sabía, pero ese era su precio a pagar. Xena se había quedado con todo el dolor, y ella con la nada. sigue -->
  • 16. D E T O D A S L A S C Á R C E L E S . 4 ª E N T R E G A Autora: Elxena *   V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Gabrielle deslizó la yema de sus dedos sobre las líneas del pergamino y frunció el ceño. La crónica del ataque a la aldea de Cirra se desgranaba fríamente en él. Pavor, desolación, sangre y horror. Dejó de leer y se echó hacia atrás, como si inconscientemente quisiera dejar espacio entre ella y esos horribles actos. ¿Por qué seguía haciéndolo? ¿Qué le impulsaba a seguir investigando en esos pergaminos? Cuando despertó de su extraña conmoción meses atrás el recuerdo de su búsqueda en el Archivo también se había perdido, junto con su pasado, y nada le hubiera impulsado a reencontrarlo, como no hacía con todo lo demás, si no hubiesen convergido dos circunstancias que le pusieron sobre su pista. Una, a los pocos días del incidente, cuando un mensajero de la Academia de Atenas fue a buscarla. Supo así que, al parecer, había solicitado el ingreso en la misma y que se reclamaba su presencia para la prueba de declamación. Inopinadamente, se presentó. Carecía de recuerdos emocionales (familia, amigos, un pasado de recuerdos junto a otras personas, olor a hogaza de pan recién hecha, amaneceres de desvelo, baños en lagos de aguas frías, la caricia al lomo de un caballo. Nada.), pero parecían haber sido sustituidos por un impulso intelectual, frío, preciso, testarudo, que la llevaba a seguir caminos que parecían haber sido abiertos antes de su conmoción. Así, se presentó a la prueba de declamación y la superó ampliamente, pero no lo hizo como lo hubiera hecho la Gabrielle de antes, la dulce Gabrielle. Si los pergaminos que presentó eran historias luminosas, fruto de experiencias que su yo actual no recordaba ni parecía echar de menos, el poema que escogió para declamar sorprendió a los académicos por su oscuridad. Y fue tal vez eso, y no otra cosa, la inesperada mezcla de luz y sombra en una sola, lo que le abrió las puertas de la Academia, un sueño hecho realidad para una Gabrielle perdida en otro mundo. La segunda circunstancia que le había hecho permanecer en el estudio de los pergaminos fue, en realidad, doble. Por una parte, el encuentro fortuito con el funcionario del Archivo en el mercado, sorprendido de que hubiese dejado de acudir y al que acribilló entonces a preguntas acerca de su interés sin que el otro, desconcertado, supiera responderle. "Xena, Xena de Amphípolis", le dijo, extrañado. "Eso es lo único que querías". Por otra parte, al citarle a Xena Gabrielle recordó el puñado de pergaminos con anotaciones que había encontrado junto con el de sus escritos en la habitación de la posada, en los que aparecía el nombre de esa mujer. Movida por su inagotable impulso averiguó quién era esa tal Xena y su descubrimiento la llenó de desconcierto. ¿Por qué averiguaba acerca de un Señor de la Guerra? Por todo ello, volvió al Archivo y reinició la labor desde el principio. No sabía qué estaba buscando, pero cotejando sus propias notas empezó a hacerse una idea. Buscaba un lugar.   *   Xena inspiró profundamente. Sabía que ahí fuera hacía un día difícil, con el viento ululando entre las oquedades de las rocas y el olor de la inminente lluvia impregnándolo todo. Sería una buena tormenta. Siempre había disfrutado con ellas, y sonrió para sí. "Perfectamente adecuado al perfil", pensó. Nadie se imagina a un buen Señor de la Guerra disfrutando de soleados y luminosos días. Pero eso era mentira. Ella lo había hecho. Cuando estaba con Gabrielle. Si bien, que lloviera, hiciese sol, viento inclemente o día ambiguo, no importaba, todo era hermoso junto a ella. Todo era perfecto. Se regañó a sí misma. Como un viejo combatiente desgrana su incierta memoria y todo lo pule, y todo lo embellece. Así, puede que nada fuese perfecto, pero que ahí residiera la base de todo. Que nada fuese perfecto, ni siquiera ellas mismas. No, ellas no. Sólo ella. Gabrielle, lejos e inalcanzable ya, lo era. Perfecta. Por siempre jamás. Sólo había tenido un momento de duda, un instante fugaz en el que se replanteó lo que había hecho. ¿Y si había otro camino? ¿Y si se había equivocado? Pero después pensó en dioses, guerreros, maldad e inquina. Pensó en lo incontrolable, en lo que no podía solucionar, en todo lo que estaba fuera de su alcance y después pensó en Gabrielle.
  • 17. Entonces se convenció, definitivamente, de que no podía haber otro camino. Y que el camino acababa ahí, entre los gruesos muros de su fortaleza. Por siempre jamás.   *   V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Gabrielle frunció el ceño. No podía ser. Repasó minuciosamente el pergamino y sintió una leve conmoción. No podía ser. Reconocía esa letra. Pergamino 23, prueba 13: un mensaje manuscrito de la propia Xena, durante la batalla de Termante. Un mensaje cifrado interceptado a uno de sus guerreros. A Gabrielle no le había llamado la atención su contenido, sino otra cosa más simple. La caligrafía. La había reconocido inmediatamente. La misma que la de la extraña nota que obraba en su poder. Por primera vez en meses, sintió algo. Una turbadora inquietud que la desasosegó profundamente. A ella, la bardo oscura. Su nombre empezaba a ser considerado en los círculos de poetas de Grecia. No como a la otra Gabrielle, la de los recuerdos intactos, le hubiera gustado. No escribía a la luz, precisamente. Había empaquetado los pergaminos con sus anteriores escritos y los había relegado al olvido, tan fácilmente como su vida anterior se había esfumado sin una lágrima. No era culpa suya, evidentemente, Xena ya se consumía por ello en su aislada fortaleza, pero seguía siendo perturbador cómo nada le afectaba. Había leído esos pergaminos antes de guardarlos pero, a pesar de que los reconocía como propios, no le decían nada. Atribuía su creación únicamente a la imaginación, pues sólo ella podía ser la culpable de ciertas cosas que en ellos se narraban. Pues en ellos aparecía la Xena de sus investigaciones, pero no la Xena que ella, ahora, consideraba real, sino otra incongruente con los actos descritos en los pergaminos judiciales. Y rechazó conscientemente a esa otra Xena, como un borrón, como algo equivocado. Ni siquiera se planteó por qué o cómo. Por qué ella había escrito eso, cómo había sido posible, por qué la hacía protagonista de actos de redención, cómo había llegado a ese camino. Por lo que allí se describía parecía haber estado muy cerca de la guerrera, pero lo encontró tan absurdo e irreal que su mente lo rechazó sin más. No, esos tontorrones pergaminos sólo podían deberse a su imaginación. Así que los leyó por encima y los guardó, sin ningún sentimiento de pérdida, sin mirar atrás ni plantearse dudas. Pero ahora, esa caligrafía la conectaba directamente con la sanguinaria guerrera. ¿Por qué tenía en su poder una nota manuscrita de la guerrera junto a un puñado de monedas de oro? Y esa súplica en ella. "Por favor". Era lo que más le inquietaba. Y ese atardecer salió del Archivo y no se encaminó directamente a la posada, como siempre hacía, ni siquiera fue a la plaza donde se reunían espontáneamente algunos estudiantes de la Academia para desafiarse a declamar. No paseó por los aún abiertos y vociferantes tenderetes que ofrecían sus mercancías a los atenienses, atenta a las voces, los rasgos, las trifulcas, absorbiendo como una esponja todo lo que la gran urbe le ofrecía. Su interés era, no obstante, desapasionado, lejos de la maravillada fruición con que a antaño todo se acercaba. No, ese atardecer, en contra de todo lo que sobre sí misma hubiera pensado, al menos sobre la sí misma que actualmente conocía, Gabrielle se acercó a las afueras de la ciudad, a las lindes del bosque y permaneció en él por largo tiempo, atenta a la inquietud y la zozobra que había anidado en su interior. La caligrafía de esa guerrera golpeaba algo en su interior, recordó los pergaminos que había guardado olvidados en un rincón y su mente se pobló de extrañas imágenes. Sintió una profunda desazón allí, en el silencio del bosque y de pronto le pareció triste o lo identificó con algo triste, como si ya hubiera estado allí antes y no hubiera sido una buena experiencia. Entonces, cuando regresó a su habitación en la posada, cuando la noche le tomó el nombre al día y los ruidos se escabulleron, se cernió sobre ella un manto de extrañeza que se apoderó de su cercenada alma y atrajo sus recuerdos perdidos. Pasó gran parte de la noche bajo un inquietante sueño. En él, la mujer de pelo oscuro y ojos azules la llamaba insistentemente, con una súplica impregnando su voz y su mirada. Su mirada azul la ahogaba de un modo que no consideraría amenazador, aunque sí temible en su intensidad. Parecía susurrarle un camino común, un reconocimiento tácito, que ella tendría que haber sentido también. Se removía inquieta en su sueño intranquilo, inconscientemente insegura, con un leve atisbo de reproche para consigo misma. ¿Debía esa mirada decirle algo? ¿Debía ella ser dueña a su vez de una segunda mirada? El camino de ese sueño concreto la llevó a unas puertas que no pensó que existieran, tal y como se desarrollaba su identidad actual. La llevó a su propia mirada, la que en verdad debía replicar a la mujer de su sueño. Y entonces, al despertar, su pasado la alcanzó tras haber caminado agazapado tras ella, y su certeza la partió en dos. La mujer de pelo oscuro era Xena. La mujer de la mirada suplicante, la mujer que la llamaba sin voz, que parecía esperarla sin esperanza. La de los profundos ojos azules. La mujer que vivía en su interior. Y, lo supo así, ella había amado a Xena. Esa certeza fue la que la descolocó completamente, la que zarandeó todo su mundo actual. La que la llevó hacia atrás, tirando de ella como una niña pequeña, la que la volvió a partir en dos, lo que le hizo daño, pues los recuerdos empezaron a gotear como ácido sobre ella. Al filo de esa mañana ya distinta, cuando la conexión establecida en el sueño varió el recorrido impertérrito de su mente, Gabrielle se perdió infinitud de veces. Negó una y otra vez el reconocimiento, pero ya no había puertas que detuvieran el torrente. Empezó a caminar el sentimiento en su fría emotividad y ya no lo pudo negar.
  • 18. Ella y Xena. Juntas. El dolor, la esperanza, la admiración, el amor. La pérdida, la renuncia. Xena la había apartado de su lado justo en el mismo instante en el que le dejaba entrever un amor correspondido. Sintió furia. Sintió dolor. Los recuerdos de siempre volvían a ser suyos de nuevo. Era dueña otra vez de su vida anterior. Pero también de la actual. Dos Gabrielle en una sola. La que fue abandonada por Xena, la que surgió de la renuncia de Xena. La que perdió su alma gemela. La que surgió sin alma. La bardo oscura, la Gabrielle dolida. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Entonces, sí, continuó su búsqueda ya de forma consciente. Entendía el por qué del estudio de los Archivos Judiciales. Tenía una meta bien clara. Encontraría a Xena. Aún no sabía exactamente para qué, pero probablemente en ella subyacía aún, recóndito, el anhelo de su presencia, el desmedido afán por tenerla a su lado. La ruta de sus almas se había hecho añicos, pero quizás sus fragmentos permanecían latiendo débilmente. Sea como fuese, Gabrielle dobló sus esfuerzos. Volvió al Archivo Judicial, pero su búsqueda se convirtió en algo desapasionado, impersonal. Se acercaba al pasado de Xena y a su nombre de forma totalmente aséptica, indiferente. Sabía, intelectualmente, que la había amado con locura, pero nada más. Su corazón no lo recordaba. Sentimentalmente y emocionalmente, el amor de Xena no existía. Sólo un enorme vacío. Vivir con esa dualidad (la indiferencia  y el anhelo) abrió un nuevo camino en su emociones. Un latente rencor, ya presente cuando fue arrancada de los brazos de Xena por Actia por orden de ésta, se fue instalando en ella. Tal y como ya lo consideró en el bosque a las afueras de Atenas donde Actia la llevó, guardó la bolsa de monedas con la nota manuscrita y la llevaba siempre encima. Encontraría a Xena. Aún cuando no supiera todavía para qué.   *   El resplandor de un rayo atravesó la habitación oscura, iluminándola por completo durante unos segundos, pero, obviamente, Xena no lo percibió. Sin embargo, su desarrollado instinto sí la hizo despertar de su ligero sueño. Algo ocurría, y no era precisamente a causa de un solitario rayo. Se incorporó en la austera litera y dejó que el frescor del suelo la llenara a través de las plantas desnudas de sus pies. Fue un alivio momentáneo, pues al instante sintió una ligera inquietud. ¿Intrusos  en la fortaleza? No, casi imposible. Ella se había asegurado un escondite impenetrable. Sin embargo, seguía percibiendo una inquietud difícil de apaciguar. Su instinto seguía indicándole una intrusión, pero le molestaba su indefinición. Se alzó y se acercó al ventanal, agudizando el oído. Nada. Trató de concentrarse y apoyó la barbilla en su pecho. Completo silencio. Sin embargo, con una premonición, halló al intruso de la fortaleza. Gabrielle. En su corazón.   *   Eureka. Gabrielle se inclinó bruscamente sobre la alfombra de pergaminos que plagaba la mesa. Ahí estaba. El hilo a través del cual tirar. Escudriñó detenidamente las nuevas conclusiones que había dispuesto. Ahí estaba. A través de la maraña de información que había extraído pacientemente podía adivinar, débilmente, ciertos patrones en las rutas de sus ataques. Cualquiera que echara un vistazo general a todo aquello podría ver que sus incursiones muchas veces comportaban una especie de lote territorial. Escogía una zona, se afincaba en una determinada parte de ella y desde allí dirigía los ataques a toda ella. Permanecía allí el tiempo que consideraba suficiente y una vez esquilmada toda esa zona, pasaba a la siguiente. A veces este ritmo se mantenía durante meses, pasaba de una zona territorial a otra sin descanso pero…había encontrado ya un par de lagunas. En dos ocasiones había disuelto provisionalmente su ejército. Así aparecía en dos crónicas, el testimonio de uno de sus propios hombres y el diario de un general griego que había sido puesto tras su captura. Según ambos, en sendas ocasiones Xena reunió a sus hombres, repartió el botín y los despidió, emplazándoles a un futuro reagrupamiento bajo su llamamiento. En ambas ocasiones Xena partió sola, sin que nadie pudiera seguirla (el diario del general hablaba del asesinato de unos de sus espías enviado tras ella). En ambas ocasiones, igualmente, tras un lapso de tiempo, mayor o menor, Xena había
  • 19. vuelto, reagrupando a sus soldados y reanudando sus ataques. El lapso de tiempo era lo que le importaba a Gabrielle. Dónde iba. Sabía que a Amphípolis no, con total seguridad. ¿Entonces? Pudiera ser que se retirara a ese refugio del que le había hablado. El refugio donde ahora querría que se hallase, a salvo. Tal vez. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Volvió a estudiar el pergamino que ella había llenado de líneas, cruces, nombres y anotaciones. El testimonio del hombre de Xena y el del general tenían una pequeña coincidencia que hacía prender una esperanza en ella: aunque ambos encuadraban cada una de las disoluciones del ejército cuando éste se hallaba en distintos lotes territoriales, Gabrielle podía ver que ambos eran limítrofes. Xena había desaparecido, en esas dos ocasiones, en una zona geográfica de gran extensión, pero dentro de un área común. Tenía que reconocerlo: hallar el punto exacto donde pudiera estar ese refugio sería una tarea ardua, pero no creía que imposible. Imposible había sido que sus caminos fuesen uno sólo y así había sido. Todo lo demás, consideraba Gabrielle, era factible.   *   Lo había encontrado. No el punto exacto, sólo un área acotada con posibilidades. Pero era suficiente para ella. Lo había repasado todo una y mil veces, había contemplado todas las hipótesis posibles. Partiría hacia ese territorio en concreto en cuanto se aprovisionara. No pasaría nada si no encontraba allí lo que buscaba. Volvería y empezaría de nuevo. Estaba decidida a encontrar a Xena. Una madrugada gris y fría Atenas la vio partir a lomos de un corcel resistente. También los ojos de un dios furibundo.   *   Xena lo percibió. Esa madrugada era gris pero no tan fría donde ella se hallaba. El desasosiego penetró su sueño y la desveló. Un manto frío recubrió su piel con dolorosa precisión. La recorrió de punta a punta. Se levantó y paseó como un animal enjaulado, molesta por no poder darle un nombre a la zozobra que la agitaba. Y, de pronto, un nombre y un rostro. La intrusa en su corazón. Gabrielle venía hacia ella.   sigue -->
  • 20. D E T O D A S L A S C Á R C E L E S . 5 ª E N T R E G A Autora: Elxena *   Dos meses. Hacía que viajaba dos meses ya. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Sólo su férrea determinación hacía que continuara. Había dejado atrás hacía mucho el último núcleo de población cercano a donde ahora se encontraba, fuese donde quiera que fuese, pues en la poca cartografía que había hallado de la zona había mucho territorio que no aparecía en los mapas. Había pasado hambre y peligros. Sus preguntas no siempre eran bien recibidas o entendidas. En más de una ocasión había tenido que huir de un lugar a lomos de su caballo. Pero ella seguía adelante. No iba a regresar aún a Atenas. Sabía que estaba en el buen camino. Lo intuía.   *   Ahora ya la presentía nítidamente. Como si un hilo tirara de ella. Se acercaba, aunque jamás la encontraría. Ella se había asegurado de que su fortaleza fuese incógnita y a fe que así había permanecido hasta entonces. Pero la tenacidad de Gabrielle era inagotable. Había empezado a percibirla tenuemente dos semanas atrás. Ya había notado su puesta en marcha hacía dos meses, pero la percepción se había fortalecido hacía tan sólo quince días, cuando al parecer había empezado a acercarse físicamente a la fortaleza. Gabrielle se estaba adentrando en terreno muy peligroso, ya no porque alguien pudiera atacarla, pues nadie hasta allí había osado llegar, sino por la orografía misma del territorio. No había caminos señalizados, los barrancos eran traicioneros, el aire a veces insano, la luz del sol apenas penetraba unas horas al día a través de las frondosas copas de los árboles y toda la Naturaleza parecía haberse aliado para hacer retroceder hasta el más pintado. Sólo no lo había logrado en dos ocasiones. Con Xena. Y ahora, temía, con Gabrielle.   *   El calor y la extrema humedad empezaban a hacer mella en ella. El frondoso bosque apenas dejaba pasar la luz, mucho menos el aire. Bajo aquellas gigantescas copas crecía un conjunto caótico y multitudinario de vegetación enroscada a los gruesos troncos y la temperatura, elevada y húmeda, hacía que su ropa se pegara desagradablemente a su piel. Hacía poco que se había dado cuenta de que el terreno empezaba a convertirse en un lodazal y que cada vez que debía tomar una bocanada de aire (y cada  vez lo necesitaba más y con mayor premura) el oxígeno que llegaba a sus pulmones parecía excesivamente cálido y viciado. Ahora las paradas que se veía obligada a hacer eran cada vez más frecuentes y tampoco es que le sirvieran de mucho. Continuaba agotada y parecía ser un estado que se había apoderado de sus músculos. Bien es cierto que había tenido que empezar a racionar la escasa comida que le quedaba, no digamos el agua, que ya no encontraba limpia y potable por ninguna parte desde hacía horas. Aún así, pese a todo, continuaba. Caminó, o más bien, peleó con la agresiva vegetación y apenas logró avanzar un poco. Hacía días que había tenido que dejar ir a su montura, lo accidentado del terreno hacía impracticable el paso de un caballo. Una decisión arriesgada, pues significaba quedarse a merced de sus propias fuerzas para regresar. Pero sabía que estaba en el camino correcto, lo intuía. El entorno parecía cada vez más inaccesible y cerrado, como si preparara una trampa para que incautos viajeros cayeran en ella. Por fin, el destino decidió por ella. Cuando trataba de salvar el obstáculo formado por una bulbosa raíz externa, tropezó fruto del cansancio y su pie se enredó en una oquedad formada por el capricho de la Naturaleza en el dibujo de la cepa. De este modo, y sin poder evitarlo, cayó hacia delante, con tal mala fortuna que su cabeza
  • 21. tropezó con la superficie rugosa y dura del tronco del árbol. El golpe fue muy doloroso, ya que abrió una de sus cejas, pero lo peor fue que le hizo perder el equilibrio, lanzando su cuerpo hacia su izquierda, donde apenas sí tuvo tiempo de darse cuenta de que había un cortado semioculto bajo el espeso boscaje que no aguantó el peso de su cuerpo y que hizo que se deslizara hacia abajo como un saco de harina. Trató de agarrarse a las raíces que asomaban por la ladera del cortado, pero sólo consiguió arañarse y cortarse. La superficie resbalosa de la tierra por la que caía imprimía a su cuerpo cada vez más velocidad y vio, con desesperación, unos segundos antes del impacto, que una enorme raíz sobresalía del terreno y se hallaba en la trayectoria de su incontrolado descenso. Trató de esquivarla pero no tuvo tiempo y lo único que consiguió fue variar la posición de su cuerpo en el descenso y ofrecer su costado al golpe. Este la dejó sin aliento y boqueó de dolor y agonía. Por fin, el cortado pareció terminar abruptamente y el vacío se materializó bajo ella, haciendo que el pánico recorriera como un latigazo todo su ser. ¿Qué altura tenía ese cortado?   V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m *   Xena se llevó una mano al pecho, incorporándose bruscamente. Algo no iba bien. Gabrielle.   *   Despertó de golpe. La consciencia le regresó como una noticia urgente, como algo que no se espera pero ya está allí. Abrió los ojos y no supo dónde se hallaba. Estaba en semipenumbra, pero no sabía si se debía a que era de noche o porque algo tapaba la luz. Percibía un pequeño punto luminoso en alguna parte, pero le estaba costando situarse. Trató de girar la cabeza pero desistió por las náuseas que le acometieron nada más iniciar el movimiento. —¿Gabrielle? —un tono de voz vacilante. Pero dolorosamente reconocible. No estaba sola. Y esa voz era la de ella. Xena. Fin del viaje. O no. —¿Gabrielle? —esta vez el tono era más vacilante aún. El susurro de unos pasos. Se acercaba a ella. —Sí —fue estúpido, pero lo único que se le ocurrió decir. Su afirmación hizo que los pasos se detuvieran. —Soy Xena. Inopinadamente, le hizo sonreír. —Lo sé —su propia voz era algo rasposa, notaba la garganta seca. ¿Cuánto tiempo...? —Agua. —pidió —Por favor. Los pasos volvieron a reanudar su cuidadoso camino. Ahora ya notaba el borde de una figura silueteándose a su izquierda. Y entonces supo que no estaba preparada para volver a verla. Que jamás lo estaría. —¿Estás incorporada? —la voz de Xena era tan vacilante como sus pasos, insegura. A Gabrielle le extrañó que le hiciera esa pregunta, pero solo hasta el momento en el que la figura de Xena llenó por completo el espacio ante ella. —Estás ciega... —susurró. Desde luego, no estaba siendo muy brillante. —Sí —respondió lacónicamente la guerrera, un tanto extrañada por la aseveración de la bardo. Se acercó despacio, como dando tiempo a Gabrielle a cambiar de opinión acerca de su presencia allí. Como si le diera una oportunidad de echarla de su lado. Pero Gabrielle no dijo nada y Xena llegó hasta el borde del camastro donde yacía Gabrielle. Tanteó a su derecha y se hizo con un vaso  y una jarra. Sin apenas vacilar, llenó el vaso hasta el borde guiándose con el tacto. —¿Estás  incorporada? —volvió a preguntar Xena. Aguardaba con el vaso en  la mano. Gabrielle apenas sí pudo girarse levemente hacia ella, Xena no se había situado en el mejor ángulo de visión posible, cuando volvieron a acometerle las náuseas.
  • 22. —Intentaré... Intentaré levantarme —dijo, algo mareada. —Puedo ayudarte, si quieres —Xena depositó el vaso sobre la mesilla y aguardó la respuesta de Gabrielle. Gabrielle suspiró profundamente. Ahora que estaba aquí, ahora que la había encontrado, ahora, no sabía qué hacer. Ni con la situación...ni probablemente con los extraños sentimientos que le provocaba. No sabía a ciencia cierta qué estaba sintiendo, aunque sí percibía claramente la tensión entre ambas. Pero lo que más le estaba desconcertando era el angustioso vacío que horadaba su alma. Su alma estaba vacía, a pesar de estar junto a Xena. Nunca lo hubiera pensado. —¿Gabrielle? —de nuevo la voz de Xena sonaba vacilante. —Sí, claro. Ayúdame. Por favor. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Xena dio un paso hacia ella y se inclinó. Gabrielle tuvo un momentáneo acceso de pánico, no supo por qué o no quiso planteárselo. Xena alargó lentamente su mano derecha, como buscando. Tocó levemente el hombro de Gabrielle. —Cuando quieras. Estaban tan cerca que Gabrielle pudo percibir la palidez de la piel de la guerrera. Había una pequeña vela iluminando tenuemente la estancia, el foco de luz del que antes no había podido precisar el origen, pero aún así, percibió la claridad de su piel, casi traslúcida. —Pasaré mi brazo por tu espalda y te levantaré. Cuando estés preparada. ¡Había miedo en la voz de Xena! Eso sí que lo percibió y lo registró claramente. ¿Miedo? Incluso notó el levísimo temblor que sacudía imperceptiblemente el brazo de la guerrera cuando lo pasó por su espalda. —Cuando quieras. Con algo de esfuerzo, Xena semi incorporó a la bardo y, casi sin darle tiempo a ver su movimiento, Xena ya se había retirado a un lado. Volvió a tantear y cogió el vaso con agua. Se lo acercó y Gabrielle lo cogió. —Si tienes hambre, sobre esa mesa —y señaló de forma imprecisa delante de los pies del camastro —hay una bandeja con pan, aceitunas y fruta. Tienes una herida en la cabeza, pero no es grave. He hecho lo que he podido, pero no creo que se infecte o empeore. El golpe en el costado es fuerte, pero no ha roto ninguna costilla. Lo tendrás magullado largo tiempo, y dolorido, pero no irá a peor.  Gabrielle ni siquiera había bebido el agua. Se había limitado a mirar fijamente a Xena. Casi ni había captado el significado de sus palabras. El tono era impersonal, aunque no estaba tan atontada como para no detectar el temblor en el timbre de su voz. —¿Gabrielle? —de nuevo había dejado pasar demasiado tiempo en silencio. La incertidumbre en el tono de Xena le hizo sentir mal, incómoda. No podía ver, así que debía basar su actuación en lo que ella le decía. Y ella sólo le estaba ofreciendo silencios. —Te dejaré sola —Xena inició el movimiento de retirarse —Si quieres...— hubo un brevísimo momento de vacilación. Pareció querer decir algo, pero decidirse por otra cosa en el último momento —Si necesitas algo, por favor, sólo tienes que golpear la pared. Lo escucharé. Hay un candil junto a la jarra de agua para que te ilumines y ropa limpia al lado de la comida —Xena empezó a dirigirse hasta la puerta. Gabrielle pensó por un instante que debía detenerla, hacer que se quedara. Pero no supo encontrar una buena razón para hacerlo. La vio desaparecer tras la puerta de madera y su cuerpo se estremeció involuntariamente. Pensó que debido a una ráfaga fría que entró al abrir la puerta. Eso pensó.   *   El silencio lo dominaba todo. Desde que había llegado, Gabrielle había sentido ese omnipresente silencio pesar como una losa sobre ella. Era capaz de percibir hasta el más mínimo ruido que perturbara la atmósfera muda  de toda la fortaleza. Llevaba casi una semana allí y no había vuelto a ver a Xena. No quería, o no se atrevía. Por su parte, Xena tampoco había hecho nada por volver a acercarse a ella. No había actuado en ningún momento como dueña y señora del castillo. No había expresado de forma explícita una prohibición a que Gabrielle merodeara por todas las estancias, ni había mostrado la más leve inquietud por que pudiera hacerlo. Al principio, durante los dos primeros días, su estado anímico y sus heridas no habían permitido a la otrora curiosa Gabrielle advertir que se hallaba en un poderoso espacio en el que merecía la pena adentrarse. Durante esas cuarenta y ocho horas no se movió de la habitación, presa del cansancio, el dolor y, por qué no, de la aprensión de enfrentarse a Xena. Más de una vez deseó no haber
  • 23. emprendido este estúpido viaje, pero sabía, como solía saber todo lo que concernía a ambas, que se había tratado de un viaje ineludible. Tarde o temprano lo hubiera emprendido. Con o sin voluntad. Pero su temor a encontrase con la guerrera se fue amortiguando conforme pasaban los días. Lo único inquietante era que tras quedarse dormida, siempre encontraba comida y agua en la habitación. Al principio receló por el hecho de que Xena entrara en la habitación mientras ella no era consciente, pero sus temores se diluyeron ante la lógica de la situación. No estaba muy segura de que quisiera que sucediera de otro modo. Todavía no podía enfrentarse a ella, no podía enfrentar nada de lo que le había empujado a venir hasta aquí, por mucho que ése hubiese sido el motivo de su viaje. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Una vez se decidió a salir de la habitación  recorrió cautelosamente gran parte de la fortaleza. Toda ella tenía un diseño intrincado, supuso que ex profeso, dirigido a desorientar al intruso.  Salvo las tres estancias más grandes (un salón destinado como comedor, lo que parecía una antigua armería y lo que su intuición le decía que eran los aposentos de Xena tras una gran puerta de madera tallada con el símbolo del chackram y de la que había huido apresuradamente sin ni siquiera acercarse) el resto de piezas eran una miríada de pasillos cortos, endiablados giros en la pared excavada y recodos con final ciego con los que el ocasional caminante se encontraba de sopetón. A veces un pasillo terminaba en la roca de la montaña, una habitación no lo era tal y una salida quedaba convertida en una trampa al exterior. Gabrielle descubrió todo esto en el curso de la primera semana de su estancia allí. Todo su ser le hacía levantarse cada mañana con el apremiante pensamiento de irse de allí, de dejar atrás todo aquello, el presente, el pasado y el improbable futuro. Pero cada día se acostaba con el mismo pensamiento: mañana, mañana me iré. Xena había llegado a convertirse en parte de ese mismo silencio que todo lo impregnaba. Apenas salía de sus habitaciones y no hubieran coincidido en la austera fortaleza de no ser por la voluntad de Gabrielle de acercarse a ella. Xena parecía estar dándole la libertad de elección que, irónicamente, no le había otorgado al decidir sobre el futuro de ambas y que las había llevado hasta esa mismísima situación. Le estaba diciendo con su fantasmal presencia que podía hacer lo que quisiera, incluso marcharse sin decir adiós. Al cuarto día, junto a la comida y el agua, Gabrielle encontró todo lo que un viajero podría necesitar para un largo viaje. Ropa de abrigo, mantas, sacas de viaje con comida seca y agua, yesca y una indicación acerca de donde podría encontrar las caballerizas. Tan sólo por curiosidad, o eso mismo se dijo a sí misma, Gabrielle bajó hasta donde le indicaban las señas. Su corazón dio un vuelco cuando se encontró a la mismísima Argo ensillada y preparada para un largo viaje. Sobre ella Xena (y tenía que suponer a estas alturas que sólo ella habitaba la fortaleza) había dispuesto unas alforjas con los enseres que todo viajero apreciaría: un hato de leña seca y fina por si no hallaba en el camino o debía refugiarse en una cueva por la lluvia; un cuchillo afilado arropado por una vaina de cuero de intrincado grabado que Gabrielle, con otro vuelco en su corazón, reconoció como la daga personal de la guerrera; y una serie de útiles para la pesca y la caza menor. Suficiente para la supervivencia hasta encontrar un lugar habitado. Pero lo que le causó más dolor fue, y no por el contenido, sino por el sencillo hecho de estar escrito de su puño y letra, una concisa nota que encontró y en la que figuraba una sola frase: "ella te guiará". Gabrielle se giró entonces hacia el noble animal y éste atrapó su mirada en sus enorme ojos brillantes. Y entonces hizo algo que pensó que jamás haría con el animal que siempre le había atemorizado: se acercó a la yegua y la abrazó, palmeándola suavemente mientras ésta resoplaba sobre su cabeza. Al cabo de un tiempo que pareció eterno deshizo el abrazo, guardó la nota en su vestido y salió del establo. Justo en ese momento alcanzó a percibir por el rabillo del ojo una figura recortada en el ventanal que supuso pertenecía a las habitaciones de Xena: el perfil de la guerrera permaneció tras los cristales unos instantes, de lado, como si tratara de agudizar el oído, y Gabrielle supo que esperaba el trote de un caballo alejándose. La idea la mortificó. No sabía qué sentir, qué hacer.  Al principio todo había sido extraño. Durante sus primeras horas de consciencia allí sus emociones habían recorrido una amplia gama de estados. Ira y reproche, sin cabida a la razón, mucho menos al sentimiento. Delante de sí no veía a Xena, la amiga (¿o era la amada?). Delante de sí, Gabrielle sólo podía ver el dolor. Su propio dolor. Por ello tardó tanto en percibir la otra parte de ese dolor. La parte que habitaba en Xena como una feroz alimaña. Durante el breve instante que había visto a Xena había notado el deterioro físico, la languidez que se había apoderado de todo su ser y que parecía emanar de todos y cada uno de los poros de la piel de la guerrera. Pero Gabrielle había desplazado esa percepción hacia un lugar recóndito en su interior, porque todavía  no estaba preparada para ella. Para la amiga, el ser humano. Algo fallaba en su corazón. Lo intuía. Su alma no debía ser esa, la que ahora marcaba todos sus actos. Intelectualmente podía reconocerlo. Recordaba quién y de qué modo había sido. Pero su atemperada alma ahora refrenaba cualquier comparación y ya tan sólo se reconocía en lo que veía cada mañana en el espejo al levantarse. Gabrielle, la bardo oscura. Pero ese silencio que lo dominaba todo... El silencio lo empezó todo. El señor de la nada entre las piedras y los muros se acercó a ella y la rodeó, permitiendo la serenidad necesaria para que empezaran las preguntas. Por qué. Recordó la cabaña, a la Diosa Azul, la decisión de Xena. Se recordó a sí misma, a pesar de no reconocerse.
  • 24. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Y así, en el silencio, empezó a hablarse. Al octavo día tomó la decisión.   sigue -->
  • 25. D E T O D A S L A S C Á R C E L E S . 6 ª E N T R E G A Autora: Elxena * La habitación estaba en semi penumbra. Gabrielle tuvo que detenerse unos segundos hasta que los ojos se acostumbraron a esa media luz. En un principio no supo distinguir a Xena del resto de sombras que moteaban la habitación, pero pronto captó su respiración entrecortada. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m —¿Xena? —inició un movimiento para acercarse a ella, pero un gesto seco de la mano de la guerrera la detuvo. —Gabrielle —su voz sonaba agotada. Gabrielle apenas podía distinguir sus rasgos con la leve luz de la luna que se filtraba a través del arco de la ventana —¿Te falta algo para el viaje? —No. Xena pareció cabecear, como asintiendo para sí misma. —¿Entonces? —¿Tanto deseas que desaparezca? —no lo había planeado, cuando tomó la decisión de entrar en los aposentos de Xena, pero se estaba enfadando. No quería ir a ella para enfadarse. —No —hizo una pausa —No es lo que deseo. Pensé que querrías irte tras reponerte. —¿Crees que he hecho un viaje tan largo para irme nada más llegar? —No lo sé —replicó la guerrera con sinceridad. —Muy bien —dio unos cuantos pasos algo vacilantes hacia ella, sin importarle si se lo permitía o no. No sabía por qué, pero temía su cercanía. No obstante, al mismo tiempo, algo la impulsaba a acercarse —Me gustaría que hablásemos. —Como quieras. —¿Tú no quieres hablar? —de nuevo estaba enfadándose, y tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir su ira. —No quiero hacer que te enfades, Gabrielle —un sexto sentido parecía haberla alertado —Sólo que no sé qué decirte. —Podrías empezar por un por qué. Por qué lo hiciste. Escuchó el apenas perceptible suspiro de la guerrera. —No sé qué razón querrías escuchar que te satisfaciera —susurró. —La verdad, Xena, sólo la verdad. —No hay una única verdad. —No estoy para juegos verbales, Xena. No creo que sea tan difícil. Me apartaste de tu lado justo en el momento... —su voz se estranguló por un instante y después pareció recobrar la compostura —Soy una persona adulta capaz de tomar mis propias decisiones. —Lo sé. —No, no lo sabes. Por el modo como actuaste no lo tuviste en cuenta. Tú tomaste la decisión, tú lo hiciste. Y me arrastraste a mí en esa decisión, Xena —su voz y sus gestos cobraron vigor conforme hablaba, incapaz de atemperarlos —Me obligaste a entrar en una cueva oscura y fría donde ni siquiera te hallé a ti. ¿Sabes lo que eso significó? — hizo una pausa cuando el recuerdo del bosque a las afueras de Atenas la asoló. Cuando fue consciente de lo que Xena había hecho —Tomaste una decisión que nos afectaba a las dos, pero que nos dejó solas ante sus consecuencias. ¿Lo entiendes? Sé que piensas que hiciste lo que debías hacer, pero yo hubiera esperado que hicieras lo imposible, que buscaras el camino inexistente, que lo crearas para mí, para ti, para ambas. —Te he decepcionado. —No. Sólo me dijiste que me amabas. Y, después, me lo arrebataste. Sólo eso —su tono era amargo — Fue tu renuncia, Xena, sólo tuya. —No merecía ese amor —susurró la guerrera. —¿Y por que tú no lo merecieras no debía merecerlo yo? ¿Tu renuncia había de ser también la mía? Dime Xena,
  • 26. ¿quién te ha otorgado tanto poder sobre mi vida, sobre mi libre albedrío? Xena pareció conmocionada por las palabras de Gabrielle. —Lo siento, Gabrielle. —¿Y ya está? ¿Así acaba todo? —¿Qué más quieres? —¿Quieres oír lo que en verdad ocurrió? —hizo una pausa y se acercó más a ella. Había dejado que el enfado se apoderara de su voz, pero no iba a reprimirlo —Nunca creíste en mí. —¿Cómo puedes decir eso? —había dolor en la voz de Xena —Jamás dejé a nadie que se acercara como lo hiciste tú —susurró. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m —¿Esa es tu táctica? ¿Dejar que se te acerquen hasta quedar atrapados y después aplastarles apartándolos de tu lado? —¡No! Gabrielle, por favor… —Debes conocer muy bien tu poder. Sabes cómo manipular a las personas a tu antojo. —No, Gabrielle… —Y a una estúpida aldeana. Tuvo que resultarte muy fácil —había amargura en el tono de Gabrielle. —Nunca te vi así. —¿No? ¿No viste en mí a alguien a quien manipular? —Nunca —hizo una leve pausa y una débil sonrisa transformó su rostro — Tenías luz —por un instante, un recuerdo fugaz intentó asirse a los pensamientos de Xena. "Busca la luz". Pero se desvaneció tan pronto como nació. No supo desentrañar qué significaba esa frase. —Intentas enredarme. —No, Gabrielle —de pronto, todo el cansancio del mundo se acumuló sobre sus hombros —Sólo quiero lo mejor para ti. —Sin preguntarme mi opinión. —No es eso, yo… —notaba la fatiga apoderarse de ella. Mientras permaneció sola y aislada de cualquier contacto humano no pudo calibrar hasta qué punto estaba afectada. Ahora, ni siquiera parecía ser  capaz de mantener una conversación. —Lo hiciste porque jamás pudiste creer en ello de verdad; porque jamás tuviste una fe auténtica. Sólo podías creer en tu propio temor. Sólo para ello tenías fe —la voz de Gabrielle era un filo cortante sobre el corazón de la guerrera. —¿Qué temor? —Perderme. Que te abandonara. Es lo que siempre esperaste. —No. —Sí. Aunque no fuese conscientemente. Pero siempre lo tuviste presente. Esa es la diferencia entre tú y yo. —Creo que hay más de una diferencia entre tú y yo, Gabrielle —suspiró Xena —Afortunadamente. Esa diferencia es que tú haces del mundo un lugar mejor y yo no. —No pensé que caerías en la autocompasión, Xena. —Quizás es lo único que  me quede. —Yo jamás dejé de creer en ambas. Jamás dejé de creer que el futuro era nuestro. Sin embargo tú viste el final. Creíste verlo. Y lo hiciste realidad. Porque jamás dejaste de pensar que así habría de ser, tarde o temprano. Si yo habría de abandonarte, por qué no abandonarme tú, ¿verdad? Tu miedo provocó tu propia servidumbre. —No siento que las cosas fuesen así. —Porque todavía no estás dispuesta a verlo así. Creíste tener la excusa perfecta: mi propio bien. ¿Sabes, Xena? Sólo me dejaste rondar la periferia de tu corazón y nunca fue suficiente. No para mí. No soy un lobo, no soy una alimaña. No quiero tu alma para hacerla añicos, pero tú la defiendes como si así fuese. ¿No sabes distinguir, Xena? ¿Nada en esta vida te lo ha mostrado? ¿La Conquistadora acaso teme esta conquista definitiva? Dime si temes mi amor. ¿Es así? ¿Lo temes? ¿Hasta el punto de dejarlo perder, de diluirlo en tu memoria? Y si es así, ¿por qué? —Lo siento, Gabrielle —parecía que nunca iba a dejar de pronunciar esas dos palabras — Creí que era lo correcto.
  • 27. —Lo correcto —repitió la bardo con ira —¿Desde cuándo una asesina sabe qué es lo correcto? —e, inmediatamente, se arrepintió de lo que había dicho. Ni siquiera sabía que lo iba a decir hasta que las palabras salieron a borbotones de su boca. Abrió mucho los ojos y se mordió el labio, incapaz de rectificar. Xena acusó el golpe, de forma tan nítida, que todo su cuerpo lo reflejó. Los hombros se hundieron y la barbilla tocó su pecho. Sus manos se aferraron a los brazos ornamentados de la silla. Sin embargo, no dijo nada. Un incomodísimo silencio se instaló entre ambas. —No quería decir eso —musitó Gabrielle al cabo de unos segundos. —Sí, querías —replicó Xena con un hilo de voz —Porque es la verdad. No importa. —Sí, sí que importa —Gabrielle dio un paso adelante, pero se detuvo de inmediato al ver el gesto de la guerrera echándose ligeramente hacia atrás en el respaldo —Lo siento, no debí decirlo. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m —No importa —repitió la guerrera. El tono de Xena se convirtió en un débil susurro fatigado, casi de renuncia. Notaba que bordeaba el colapso, físico y emocional. La conversación, el reproche de Gabrielle, la habían agotado, la habían herido profundamente. Pero consideraba que se lo merecía. Le hubiera gustado decirle que ella, esa asesina, sí había aprendido qué era lo correcto. A su lado. Pero no lo hizo. El reproche de Gabrielle era merecido – Gabrielle, no quiero que me malinterpretes, pero estoy algo cansada —musitó. Sus dedos se enroscaban en el brazo de la silla, los nudillos blancos por la fuerza que imprimía. Sentía un lacerante dolor en todo su cuerpo y tan solo deseaba quedarse a solas de una vez. "Díselo", pensó en ese momento. "Dile que te estás muriendo, dile que es la consecuencia directa de tu decisión. Dile que te arrancaste un pedazo de alma y que ahora tu espíritu se lo está cobrando a tu cuerpo. Dile que vas a morir por quererla demasiado, por hacer lo que creías correcto, por no convertir el mundo en un sueño para ambas, por no luchar contra lo imposible. Díselo y muérete". Sin embargo, solo alargó el brazo y su mano rodeó la copa de droga destilada que cada vez precisaba con más urgencia. La atrapó entre sus manos y la acercó a sus labios. Un pequeño sorbo y el dolor menguaría. Un gran trago y todo dolor desaparecería, incluida ella de la faz de la tierra. Deseaba que esa posibilidad la aliviara, pero no. Y el no era Gabrielle. Una y otra vez, Gabrielle. No podía vivir, no podía morir. Bebió un pequeño sorbo y reclinó la cabeza sobre el respaldo de la silla. Su cara se contrajo en una mueca de dolor y apoyó la cabeza sobre el respaldo. No podía seguir con esa conversación ahora. Estaba al límite de sus fuerzas. —Si no te importa, quisiera descansar un poco. —¿Ocurre algo? —la reciente ira de Gabrielle se empezaba a diluir, dejándola con un poso amargo que aguijoneaba su alma. No había querido decir esas palabras. No habían sido justas, pero ahora no sabía cómo enmendarlas. Estudió atentamente el rostro de Xena, tenso y cansado. —No, es que… —pero un brusco acceso de tos la interrumpió. La mirada severa de Gabrielle se diluyó, sustituida por un ligero matiz de alarma. —¿No te encuentras bien? Tu salud parece… —Estoy bien —la atajó Xena. Gabrielle no debía saber nada —Sólo es cansancio. Gabrielle mantuvo la mirada sobre ella unos segundos, intentando tomar una decisión. La incomodidad de sus palabras flotaba todavía entre ellas, y sobre todo en su interior, dejándola indecisa con respecto a qué hacer. Hizo ademán de marcharse. Sin embargo, en el último momento, cambió de parecer. —El día que recobré el conocimiento, noté tu palidez. ¿Cuánto tiempo llevas con ese cansancio? —No mucho. —Mientes. Por un fugaz instante, Xena sonrió al reconocer la terquedad de la bardo. —No importa, Gabrielle. —Te examinaré —dijo, acercándose. —¿Qué? —Poseo los suficientes conocimientos médicos… —No —Xena alzó su mano, pero su débil gesto, si acaso, decidió aún más a la bardo. Ésta llegó junto a ella y tuvo un mínimo segundo de vacilación. Al final, alargó la mano y rodeó la muñeca de la guerrera con la intención de tomarle el pulso. Para Xena fue como un latigazo. Si no estaba preparada para volver a estar junto a Gabrielle, mucho menos para su contacto. Ya le había costado horrores sobreponerse a su primer acercamiento, cuando la encontró inconsciente en el bosque. Había sabido perfectamente cómo hallarla, ni siquiera planteándose cómo era posible. Hacía tiempo ya
  • 28. que había dejado de buscar una explicación. Simplemente, del mismo modo que supo que la bardo había emprendido su búsqueda, la halló. Cuando lo hizo y comprobó el pulso y las heridas sintió pánico cuando se dio cuenta de que debía cogerla en brazos para llevarla hasta la fortaleza. Lo hizo plenamente consciente de que tal vez iba a ser la última ocasión de tocarla, de tenerla de ese modo. Así que pasó delicadamente los brazos en torno a ella y se permitió mantener el cuerpo exánime contra sí unos minutos, arrasada por el brutal anhelo con el que su cuerpo reclamaba y recibía ese contacto. Acabó completamente exhausta, dado que apenas sí tenía las suficientes fuerzas como para mantenerse a sí misma, pero logró llevar a Gabrielle hasta una habitación y atenderla de sus heridas. No sabía si estaba preparada para sentir su contacto de nuevo así que, en un gesto puramente reflejo, apartó bruscamente la mano. —No voy a dañarte —dijo Gabrielle, vacilando. Ahora que estaba a su lado, a una distancia tan corta, la bardo pudo darse cuenta de que algo no iba bien. El rostro de Xena, pálido, parecía estar surcado de dolor controlado. Notaba su respiración pesada y tuvo una súbita y desasosegante sensación. V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m —Por favor —su ruego quedó en el aire, hasta que Xena, vacilando, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Gabrielle volvió a tomar su muñeca y midió el pulso. Lento e irregular. Además, la temperatura de la piel era elevada y notó la languidez de los otrora firmes músculos de Xena. Tomó una decisión. Por pura humanidad, se dijo. —Debes reposar. —Eso trataba de decirte —Xena esbozó una cansada sonrisa. Gabrielle echó un vistazo a la estancia y reparó en una segunda puerta. —¿Dónde está tu habitación? —al entrar en la estancia tras la puerta labrada Gabrielle se había dado cuenta de que estaban en una especie de antesala. —No muy lejos. No te preocupes, estaré bien. —Debes tumbarte. Y tomar algo caliente. —Lo haré. —Vamos, indícame el camino. Xena pareció dudar. —Puedo ir yo sola. No te preocupes, estaré bien —repitió. —Tienes el aspecto de un ladrón aplastado por una turbamulta. Sólo quiero acompañarte a tu habitación. Sólo eso. —No es necesario. —A juzgar por tu aspecto, sí —un pensamiento se desplegó repentinamente en la mente de Gabrielle, azorándola más de lo que ella hubiese esperado. La idea le dolió por la imagen que se formó en su cabeza de una Xena indefensa —¿Te…hirieron en la cabaña? –la sola mención de aquel lugar la estremeció, no sabía hasta qué punto había enterrado esos recuerdos muy dentro de sí —¿Los mercenarios…? —No. Salí y llegué aquí sana y salva —a Gabrielle no se le escapó el deje amargo en sus palabras que ni siquiera se preocupó de ocultar. —¿Entonces? —la pregunta de Gabrielle flotó en el aire. —Entonces, nada. Sólo es cansancio —Xena apenas podía reprimir el impulso de alargar la mano y agarrar la copa de droga —Siento insistir en que necesito estar sola. Por favor. Había algo, en el tono de desesperación apenas disimulada, que inquietó a Gabrielle, si bien se sorprendió a sí misma atajando su incipiente inquietud con un crudo "no es asunto mío" que cruzó todo su pensamiento. Xena ya no era asunto suyo. —Como quieras. Sin mediar ninguna palabra más volvió sobre sus pasos y abandonó la habitación. La agotada mente de Xena la siguió hasta que desapareció tras la gran puerta, inclinando ligeramente la cabeza hacia un lado para asegurarse así de poder captar el más mínimo roce de sus pies sobre la piedra. No podía verla, pero su mente sí. Cuando notó que la puerta se cerraba tras ella, y sólo entonces, se permitió un leve quejido y alargar la mano hacia la copa de droga. Bebió con ansia, casi con la voluntad de envenenarse de una maldita vez. Quería que todo acabara, si bien, pensó en un momento de amarga lucidez, sólo acabaría aquí. Era muy consciente de lo que le esperaba tras la muerte. El Tártaro y su eternidad de sufrimientos. Casi sintió lástima de sí misma. Lástima por todo. Su mano dejó caer la copa, casi sin darse cuenta, y ésta cayó al suelo rebotando con un metálico tintineo. Se preparó para el esfuerzo de levantar su agotado cuerpo y, por un instante, se planteó la idea de quedarse allí, así, para siempre. Total, qué más daba todo ya. Pero se dijo que sólo tenía que aguantar hasta que ella, Gabrielle, se marchara. Igual que con un presentimiento supo que la buscaba y que llegaría hasta ella, sabía ahora también que la bardo iba a marcharse,
  • 29. definitivamente. Por su propia elección, esta vez. "Bien", pensó. "Así acabará todo". No encontró ningún alivio en ello, ningún atisbo de que se le pudiera permitir morir con un poco de paz. Tampoco se la merecía, ¿verdad? Obligó a sus débiles músculos a hacer el esfuerzo de ayudarla a levantarse de allí y llegar hasta la habitación. Necesitaba tumbarse y descansar. Descansar, descansar. Dio un paso hacia delante… … y entonces la estancia entera pareció precipitarse sobre ella. Cayó de bruces como un fardo inerte sobre el frío suelo.   V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m sigue -->
  • 30. D E T O D A S L A S C Á R C E L E S . 7 ª E N T R E G A Autora: Elxena * V FA ER ht N SI tp F Ó :// IC N V ht O E O tp .c N RI :// os ES G vo a P IN .h te AÑ AL ol ca O , .e .c L s o m Estaban en lo alto de una loma. ¿Estaban? Sí, no estaba sola allí. Gabrielle estaba a su lado. Notaba su presencia como los pulmones notan el aire que les permite funcionar. Como algo natural, como lo que debe ser. Era feliz, todo lo feliz que siempre se permitía poder ser. Era algo muy sencillo. Sólo el mundo y ellas. Tan simple. Ahora, por fin, lo entendía. Qué gran cobarde. Ella, la Destructora. Gran, gran cobarde. Sólo hacía falta amor. Amor. En su delirio, sonrió. Estúpida palabra inconmensurable. Inodora, incolora e insípida. Incapaz e insuficiente. Estúpido amor que la colmaba y reconfortaba. Estúpido amor que por fin la había alcanzado en toda su plenitud. Maldito estúpido amor. Giró la cabeza. Sí, allí estaba ella. Gabrielle. El paisaje de la loma la había cautivado. Era su propósito, ¿no? No se lo digas con palabras, muéstrale a través de la belleza del mundo la belleza que tú te crees incapaz de hacerle ver en ti. La sonrisa de Gabrielle. La perfección del silencio. ¿Cómo había podido llegar a edad tan adulta sin conocer esa perfección? Porque no se lo merecía. Sí, eso era lo único que siempre parecía estar claro. Ella no merecía la felicidad, y mucho menos a alguien como Gabrielle. Sin embargo, había aparecido. Se había quedado. Volvió a prender la mirada sobre la rubia bardo, con admiración. —A pesar de todo —murmuró. —¿Qué? —Gabrielle acercó su rostro al de Xena —¿Qué has dicho? Xena sintió una mortificante desorientación. ¿Dónde estaba? Notó algo fresco sobre la frente y que ese algo era deslizado suavemente por su cara y su cuello. No, no estaban en la loma. Y, evidentemente, no podía ver. —Xena —el llamamiento era firme. Unos dedos fríos presionaban suavemente su barbilla. No, no es que estuvieran fríos, es que ella ardía —Xena —otra vez la llamada. La loma se fue desdibujando de su subconsciente y empezó a ser sustituida por la sensación de un lugar cerrado. Estaba en su habitación. Tumbada en la cama. Y Gabrielle estaba allí —¿Xena? —El paisaje desde la loma… —murmuró. —¿Cómo? —El maldito y estúpido amor… —Xena, no entiendo lo que dices. Necesito que me ayudes. Quiero que te incorpores, ¿de acuerdo? —¿Estamos en la loma? —su voz era débil y vacilante. Gabrielle hizo un gesto de extrañeza. —¿Qué loma? —Cualquier loma, Gabrielle —y sonrió débilmente. — Escucha, Xena, haz un esfuerzo. Tiraré de ti para incorporarte, ¿de acuerdo? Ayúdame. Respiras mal y necesito que te incorpores. Vamos. A la de tres. No sin esfuerzo Gabrielle logró incorporarla, apoyando la espalda de la guerrera sobre un gran almohadón. Con un pequeño empujón más la colocó en la postura que consideró más cómoda. Xena emitió un leve gemido y Gabrielle la miró con preocupación. "Maldita seas si te vas a morir, Xena", pensó. "Maldita más allá de tu propia maldición". No sabía si sentir rabia, preocupación o ira consigo misma. ¿Qué estaba haciendo? ¿Acaso le importaba? Había escuchado primero el tintineo de algo metálico rebotando en el suelo y después el golpe sordo de algo más pesado cayendo. Volvió a entrar y encontró a la guerrera tirada sobre el suelo y, en un primer momento, que no le importó reconocerse a sí misma con pánico, pensó que estaba muerta, dado su estado absolutamente inerte. Le costó encontrarle el pulso. Mucho más arrastrarla hasta la habitación que había tras la puerta que antes había visto. La fiebre había empezado tras tumbarla en la cama y le costaba mucho bajársela. Había estado completamente quieta durante horas. Sólo ahora, al caer la noche, había empezado a dar muestras de recuperar el sentido. Si es que lo había tras sus murmullos incomprensibles. Un gemido la arrancó de sus cavilaciones. Posó su mirada sobre la de Xena. Parecía indefensa. Parecía estar aún lejos de allí. Perdida. Como una niña pequeña. Entonces lo supo. Supo que algo era distinto, ahora. Ahora, algo había cambiado en su interior. No sabía cuándo había empezado el proceso, pero era consciente de que no era muy lejos de la mujer que tenía tumbada en la cama. Al entrar en esa fortaleza y verla, algo había empezado a salir de su interior, a irse. Su mente había intentado