1. N.V.E.G.
EL ECO
Habían pasado ya varias semanas desde lo acontecido.
Le resultaba inverosímil creer que algo tan insignificante le
causara una impresión tan profunda, después de todo no se
trataba más que de una muchacha, una simple y común
muchacha, sólo una más en el mundo. Y, sin embargo, en esta
oportunidad las cosas no habían resultado tan fáciles.
Asqueado, sintió en el pecho el amargo peso de la culpa.
Para él, este sentimiento era por demás extraño bajo estas
circunstancias, casi ridículo podría decirse. Irrelevante para nada.
Por lo regular, esa sensación aparecía sólo cuando los
acontecimientos no se sucedían de acuerdo a lo previsto
fríamente en sus cálculos, su naturaleza perfeccionista lo acosaba
hasta el punto de hacerle perder, muchas veces, el sueño. Pero,
en este caso, los hechos no podían haberse sucedido con mayor
precisión. Y sentir culpa por un trabajo bien hecho debía de
haberlo hecho sentirse satisfecho, no culpable.
Acosado por los sentimientos que se empeñaban en hacerle pasar
la noche en vela, decidió levantarse de la cama y poner en orden
sus ideas. Era necesario, pues la inesperada culpa lo torturaba
desde el momento en que observó como la vida de la frágil
muchacha se desvanecía entre sus brazos. Y lo peor era el
recuerdo horroroso que conservaba de sus ojos. No podía olvidar
lo profundo de aquella mirada, el escalofrío que le había causado
al contemplar su pálido rostro en el preciso instante en que ella
comprendió lo que estaba a punto de pasar en esa lúgubre cita, a
la que tan ingenuamente había decidido asistir aquella mañana.
2. N.V.E.G.
Inquieto, presa de una fiebre palpitante, encendió la lámpara que
tenía en la mesa de noche y se dispuso a buscar los archivos que
tan cuidadosamente había guardado en el escritorio de la
recámara. Antes, no obstante, no pudo evitar caer en la vieja
costumbre de bajar a la sala para asegurarse de que todo estaba
en orden. El orden, la limpieza, el extremo cuidado en observar el
estado de las cosas antes de moverlas un ápice de su lugar, todo
aquello lo había convertido en el mejor exponente de su carrera.
No todos poseían esa habilidad nata, o quizás hasta compulsiva,
de conservar, casi fotográficamente, en su memoria cada detalle
de cada lugar en el que se encontraba.
Cuidadosamente abrió la gaveta del escritorio en el que
conservaba los archivos de todos los “casos” que le habían
encomendado ejecutar hasta aquel entonces. Por supuesto, había
algunos trabajos de los que prefería no guardar ningún registro.
Las implicaciones que estos conllevaban y las razones de los que le
habían encomendado ejecutarlas, le obligaban a ser lo más
discreto posible con los mismos. Sin embargo, aún cuando existían
casos en los que era necesario llevar hasta ese extremo las
medidas de precaución para conservarlos en el mayor de los
secretos, le resultaban innecesarios los archivos y documentos
que de los otros conservaba, para poder repasarlos en su mente,
sin que ningún detalle escapase de su certero empeño. Y era
precisamente el ejercicio de esta actividad, unida a su afán de
perfeccionismo, la que le ayudaba a optimizar sus métodos de
ejecución en su trabajo.
Así pues, abrió la gaveta en la que conservaba una buena cantidad
de archivos ordenados de acuerdo a la fecha de finalización de
cada encargo. Al abrir el cajón recordó fugazmente las razones por
las que ejercía tan ingrata tarea y se dijo a si mismo que todos, de
3. N.V.E.G.
una manera u otra, habían sido causantes de su fatal destino.
Jamás hubiera aceptado un trabajo de no haberlo sido. Aparte de
los detalles que cada cliente pudiese narrarle acerca de la
causante de su fatídica decisión, estaba su investigación,
minuciosa y detallada de cada una de las circunstancias que
envolvía a cada caso en particular.
Había allí casos de mujeres y hombres infieles, causa más común
de encomendarle la ingrata tarea de eliminarlos, delincuentes,
violadores, ladrones, timadores, alguno que otro viejo ladino que
abusaba de su poder para obtener toda suerte de favores e
incluso el singular caso de un auto asesinato o suicidio, en el que
había participado sabiendo de antemano la intención del
involucrado, pero ocultándolo hasta el final para conservar el
poco de dignidad y orgullo que le quedaba al desgraciado. En fin,
en 15 años de profesión había almacenado en su archivo casi 300
casos registrados de toda suerte de hechos en los que el azar, o tal
vez el destino, le habían obligado a participar.
El último caso que le habían encomendado era el de una joven
muchacha de apenas 17 años a la que le habían encomendado
asesinar hacía exactamente 3 semanas y dos días. Desde
entonces, el pavoroso recuerdo de su mirada profunda y de su
resignada expresión al descubrir el engañoso desenlace, lo habían
acosado hasta el punto de no dejarlo trabajar en ningún otro caso
desde aquel entonces.
El encargo no había sido, en lo absoluto, convencional y eso lo
hizo sentirse morbosamente atraído hacía el mismo. Por
supuesto, la edad de la joven se le hacía por demás temprana
como para hacerse merecedora de semejante condena por parte
de otro individuo. Pero lo más interesante no era la temprana
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edad de la joven, sino la aún más temprana edad de la clienta que
acudió a solicitarle sus servicios.
- Necesito que asesine a mi hermana – le espetó a
quemarropa la pequeña.
Al principio no supo que responder. La crueldad, la dureza en las
palabras de aquella esmirriada criatura que tenía en frente,
lograron hacerle tambalearse ligeramente de su asiento. Era
evidente que aquella niña no sobrepasaba siquiera la edad de 15
años. Sin embargo, se obligó a sí mismo a recobrar la compostura
y averiguar la causa de aquella radical aseveración.
- ¿Por qué habría de hacerlo?
- No lo comprendería. Ella es… diferente. Le resulta tóxica a
todo lo que le rodea. Nadie se atreve a decirlo en voz alta,
pero yo sí. Ya me cansé de guardar silencio.
La frialdad de sus palabras, el total desapego que demostraba por
alguien tan cercano a ella lo hicieron sentirse inquieto, a decir
verdad, más curioso que inquieto.
- Debes ser más específica – le dijo- . No basta con que se
considere a alguien “tóxico” para pretender eliminarlo.
- Detalles. ¿Qué importan los detalles? Tengo un trabajo para
usted y puedo pagarle bien para que lo haga. En este caso es
mejor omitir los detalles.
- No comprendes. No es cuestión de dinero. No puedo hacer
lo que me pides si no tengo motivos valederos para hacerlo.
- Comprendo. Es su manera de justificarse y limpiar su
conciencia. Así, tal vez piense que hace algo bueno y pueda
dormir por las noches.
5. N.V.E.G.
No se lo esperaba. Pero prefirió callar y escuchar lo que tenía que
decirle.
- Ella asesinó a mis padres… No fue hace mucho tiempo, sus
cuerpos se descomponen en la tierra hace no más de 3
meses.
- ¿Cómo los mató?
- No sé explicarlo con precisión. Es mejor que usted saque sus
propias conclusiones de lo que voy a contarle.
Ariana es diferente. Desde que tengo uso de razón, siempre
lo ha sido. Disfruta la soledad, el encierro, evita el contacto
con todos, indiferentemente de si se trata de conocidos
como de desconocidos. Por esa razón, cuando Ariana tenía 6
o 7 años, según me contaron mis padres, tuvieron que
contratar un tutor para que le diese clases en casa.
Aún así ella se negaba a hablar con él. Pasaron 2 semanas
desde que lo trajeron a casa y una tarde ocurrió. Mientras él
se encontraba, inútilmente, haciendo unos apuntes en la
pizarra, comenzó a sangrar por la nariz. Mi madre, que se
encontraba allí, no le dio importancia y lo llevó al cuarto de
baño. Pero 20 minutos después, al no salir el profesor a la
sala, decidió irlo a buscar. Lo encontró tirado en un charco
de sangre y la nariz seguía sangrando. Lo llevaron de
urgencia al médico. El profesor nunca más volvió a la casa. Ni
siquiera a cobrar su sueldo.
Incidentes así ocurrían cada vez que trataban de integrar a
Ariana a la familia. Al principio no los tomaron más que
como coincidencias, pero, con el tiempo, comenzaron a
evitar su presencia. Todos, incluso mis padres.
- ¿Qué pasó con tus padres?
- Hace tres meses decidieron hacer un viaje al extranjero. Ya
lo habían hecho otras veces, en la mayoría de sus viajes yo
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los acompañaba. Sé que sufrían, la querían, pero no podían
acercársele. Era una sombra, un fantasma que vivía en el
cuarto más alejado de la casa.
Esta vez fue diferente. Ella se acercó, dijo querer ir con
nosotros. No pudimos entenderla pero decidimos hacerle
caso. Se comportó de una manera tan rara… Parecía feliz,
hasta quiso ir de compras. Se compró montones de ropa.
Parecía “curada”. La expresión de mis padres cambió, todos
estábamos felices…
Y ocurrió. Salimos del aeropuerto y cruzamos la calle para
tomar un taxi. Subimos. De pronto, hubo una tremenda
colisión. El taxi quedó destrozado, mis padres y el chófer
murieron y, en el bus que nos impactó, no quedó nadie vivo.
Sólo sobrevivimos Ariana y yo.
Desde que salimos del hospital, Ariana volvió a ser la de
siempre. Sin embargo, ayer me llamó a su cuarto para
conversar conmigo. Dijo que lo lamentaba, que no lo hacía a
propósito, que la ayudara. Tras mucho pensarlo llegué a la
conclusión de que acudir a usted era la única manera de
liberarla.
Estupefacto por lo que había escuchado, decidió tomar el
caso. Investigar un poco no le haría mal.
Tras varias semanas de investigación, pudo comprobar que
todo cuanto le había contado la niña era cierto. Por su
cuenta, descubrió aún más cosas de las que le había
referido. Incidentes ocurridos a los cocineros, empleados
eventuales, vecinos y otros tantos que se habían aproximado
a la muchacha, le hicieron darse cuenta de su nocividad.
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Así, urdió un plan para acercarse a ella. Con la ayuda de la
niña logró que la joven accediese a hablar con él,
pretendiendo ser un psicólogo, lo que le llevó varias
semanas. Al fin, cuando se vieron, en el lugar convenido
entre los cómplices, ejecutó la tarea sin más demora. No
quería exponerse a ningún efecto secundario.
Sin embargo, desde ese día no pudo pensar en nada más que
en ella. Su mirada, en particular su mirada. Frustrado, al no
poder resolver el problema que lo hostigaba se acostó sin
sueño en su cama y pensó, inevitablemente, en ella.
Otra vez iba a pasar la noche en blanco y ahí fue cuando la
vio. El rostro espantado de la muchacha se había dibujado
en el techo de la habitación. El color lechoso de la pintura
recordaba su palidez marmórea y comprobó, horrorizado el
eco de unos pasos que se acercaban pausadamente desde la
habitación más alejada de la casa.
*…*