1. LA TRONERA
El verdadero mal
ANTONIO GALA
QUÉ radiantes son los días en agosto. Y, sin embargo, hay una bruma
que lo vela todo. No es la calina del verano, sino el humo de los
incendios. Cinco, diez... Igual que un cáncer, devorando el verdor, la
esbeltez de los pinos, emborronando la libre placidez de la tarde,
manchando el aire de ceniza.
Cuando se apagan unos,
otros se prenden: una larga
hilera destructora, un frente
de egoísmos. En pocas
ocasiones llega a ser tan
odiosa la sinrazón humana.
Entiendo que este atentado
de los incendios es un
símbolo de lo que le sucede
a España toda. Tenemos el enemigo dentro de casa. No acabamos de
solidarizarnos, de luchar juntos contra el mal verdadero, de
convencernos de que hay cosas que son de todos, aunque estén en
nuestras manos, y a todos corresponde su última utilidad y defensa.
Hemos de denunciar, perseguir, aniquilar a quienes buscan nuestro
aniquilamiento en su provecho.
No cabe ser indiferentes, porque está en juego nuestra propia vida,
nuestra patria de todos. No se puede delegar en nadie la salvación –ni
personal, ni colectiva–, y hay que lograrla al precio que sea para
nosotros y nuestros hijos. De ninguna manera ha de permitirse que
nadie se beneficie en exclusiva de los bienes comunes, trastoque la
jerarquía del bien público y el bien particular. Depende de quienes, no
siendo poderosos de uno en otro, se aprieten y se sumen y se planten
2. Las vidas
ANTONIO GALA
CUALQUIER forma de vida, elegida, es respetable. Pero ¿alguien
elige verdaderamente? La libertad es corta. Nos empujan, nos levantan,
nos abaten. Hay días en que parece que tocamos el lugar deseado. No
es así casi nunca. Avanzamos hasta donde las circunstancias nos
permiten, o nuestra escasa sabiduría. Cumplimos, como mucho, las
esperanzas que quienes nos aman pusieron en nosotros. Y no se nos
ocurre que lo mejor que podemos hacer por ellos es ser felices: a
nuestro modo, con nuestro corazón, no
con el suyo. Sin embargo, ¿qué es la
felicidad, y cuáles son sus límites,
instante tras instante distanciados?
¿Procede de cumplir las misiones a que
nos creímos obligados; de la invasión
del amor y su turbia oleada; de la
liberación de cuanto nos perturbe:
fatiga, envidia, tristeza, mala
conciencia, temor a la opinión ajena?
Quizá no. Quizá la fuente de la felicidad, si la tiene, esté en nuestro
interior. Quizá consista para el hombre en preservar su propio ser –no
otro–, y no en ser otro; en aceptarse reflexiva y dócilmente tal como se
es. Pero ¿cómo se es? ¿Cómo adquirir el terminante conocimiento de
uno mismo? ¿Cómo cerciorarse de cuáles son nuestras carencias y
cualidades, y desenvolverse con ellas nada más, sin culpar a los otros –
padres, antagonistas desleales, amantes irresolutos–, al destino, a la
sociedad entera, al mundo entero, de la desdicha y de la invalidez?
La mejor compañía
3. ANTONIO GALA
POCOS espectáculos suscitan más clara la sonrisa de la compasión
-en su estricto sentido de simpatía- que la relación entre un niño y un
perro. Hay algo común y fraternal entre los dos: un intercambio de
posibilidades, una complicidad enternecedora, una recíproca
corresponsabilidad: acaso la mejor herencia que podamos dejar a
nuestros hijos.
Los perros -por concretar en ellos toda la animalidad favorable y
doméstica- levantan la caliente oleada de sentirse necesarios para
alguien: alguien que tiene una mínima
consciencia de ella, y lo agradece con su
ser entero. Un amigo sacerdote me
contaba su experiencia con una perrilla
muerta ya: «Yo quiero a mis sobrinos.
Los quiero mucho, y sé que se alegran
cuando me ven. Pero aquella explosión
de gozo, repetida a cada aparición, a lo
mejor sólo después de un cuarto de
hora de no verme, como si dios viniera,
aquello no es posible que lo sienta
nadie. Absolutamente para nadie he
significado yo tanto y tan sin cesar».
Es verdad. El hombre, ante el animal,
expresa sin disimularlo su ternura. Y el animal, ante su amo, expresa
irreprimible su júbilo sin ambages ni sombras, que ni el amante se
permite dejar traslucir -por una secular contención- en la presencia de
quien ama.
El momento absoluto
Antonio Gala
4. ESTAMOS asediados de dialécticas; no entendemos sino a
su través; nadamos entre ellas como en un agua espesa; avanzamos con
pies de plomo en la investigación y en los larguísimos procesos del
saber. No caemos suficientemente en la cuenta de que, en los momentos
absolutos y resolutorios, no contamos con el raciocinio. Los momentos
en que hay que tomar decisiones urgentes, o no hay que tomar ninguna
decisión, lo que es más grave. Ni en el ojo clínico de un médico del que
emana el diagnóstico, ni en la manzana de Newton u otras aparentes
casualidades que tajan un escudriñamiento. Ni en el amor, que
sobreviene como una gracia tumbativa o como un cataclismo, sin
permitirnos calcular.
No hay dialéctica en las
relaciones más sinceras, ni en
las más inmediatas, que son
también las menos
maquilladas. No la hay en el
clamor que levantamos sin
saber por qué, como si gritase
la masa de la sangre, a un
protector desconocido que no
es tampoco razonable: «¡Dios
mío!» No hay dialéctica
cuando llega el dolor, y nos
vacía a patadas, y rompe las preciosas y netas estructuras en que
habitábamos. No la hay en el segundo de la heroicidad, porque entonces
no habría héroes, y, de hecho, después del gesto heroico no los hay: el
héroe sólo dura lo que dura su falta de razón.