TEMA: LA DEMANDA , LA OFERTA Y EL PUNTO DE EQUILIBRIO.pdf
Relajacion fiscal
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LOS IMPUESTOS DEL SR. SANCHEZ.
Manfred Nolte
El nuevo gobierno de la nación está haciendo gala de una actividad prospectiva
apreciable en todos los ámbitos normativos pertinentes a sus carteras
ministeriales. Es cierto que como formación política carece de un respaldo
objetivo para llevar adelante iniciativas reformistas que requieran una mayoría
de votos en sede parlamentaria. Pero no parece estar muy afectado por esta
limitación, en parte porque ya cuenta con el precedente del apoyo contra natura
de otras formaciones que nada tienen que ver con las esencias del credo
socialdemócrata y en parte también porque la actividad reguladora del gobierno
toca aspectos parciales que sin ser absolutos, gozan de autonomía suficiente
para introducir cambios de ‘facto’ que se sustraen al control de sus señorías en
el hemiciclo de la Nación, y que gozan de todos los atributos de legalidad.
Parece útil que haya movimiento en la vida política porque ello equivale a orillar
el inmovilismo y el miedo, que han atenazado por unas u otras razones la última
etapa del mandato popular. Lo que merece mayor consideración y más cercana,
es si el abanico de acciones emprendidas –en particular de acciones o
propuestas económicas- responden a criterios de bondad objetiva, en cuyo caso
merecen apoyo y aplauso, o si por el contrario la agitación noticiable de las
últimas semanas es desaconsejable, simplemente por inoportuna o incluso por
errónea o contraproducente.
Como no se tomó Zamora en una hora y hay tiempo y espacio futuro para
abordar otros temas igualmente relevantes, sería interesante juzgar ahora una
idea general, una especie de principio totalizante, en virtud del cual el ejecutivo
de Pedro Sánchez propugna que es necesario incrementar –a través de los
flancos que estén disponibles- los ingresos fiscales del presupuesto público y
paralelamente aumentar el gasto a unos niveles compatibles con la herramienta
comunitaria del déficit permisible. Sánchez tensaría la cuerda sin ánimo de
romperla y aprovecharía el efecto compensador que el vigoroso crecimiento del
PIB ofrece como denominador de diversos ratios de gestión macroeconómica
para incrementar los correspondientes numeradores de gasto. Conceptualmente
la justificación se hallaría básicamente en la menor proporción que sobre el PIB
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tienen en España tanto los Gastos, como –sobre todo- los Ingresos fiscales, en
comparación con otras economías desarrolladas.
El resultado práctico del argumentario anterior es que el Gobierno ha propuesto
a Bruselas elevar el objetivo de déficit hasta el 2,7% del PIB este año y el 1,8% en
2019, frente al 2,2% y el 1,3% que tenía pactado el Ejecutivo de Mariano Rajoy.
De esta manera se cuenta con un colchón adicional en este año de alrededor de
5.500 millones de euros, dejando para 2019 un ajuste de 9.000 millones que
deberá abordar con la reducción de algunos gastos presupuestarios y con una
fuerte y variada subida de impuestos como la ya avanzada por los distintos
medios de comunicación.
La reducción del deficit dentro de la senda de estabilidad convenida con
Bruselas, es pro cíclica o sea, beneficiosa, y si no tuviéramos en cuenta –que no
hay manera de no tenerlo en cuenta- que cualquier nuevo euro de déficit tiene
que ser financiado con nueva deuda pública, pudiera ser razonablemente
asumido. Menos claro, o más bien plagado de sombras queda la iniciativa del
alza de impuestos, aunque a decir verdad nos adentramos en un complejo
laberinto de política económica.
Los impuestos son el precio que pagamos por vivir en una sociedad moderna, o
sea por disponer de unos servicios públicos exigibles desde una óptica social. La
clave del asunto reside en dos parámetros: cuanto y quien. O sea, saber si
pagamos mucho o poco en relación a lo que obtenemos a cambio, y como se
distribuye la carga del pago de los impuestos por segmentos sociales. A los
beneficios fiscales se oponen unos factores que normalmente pasan
desapercibidos al gobernante. Que aunque convenientes, los impuestos son
tóxicos y tienen importantes repercusiones sobre variables económicas que a su
vez determinan el bienestar social, como son el consumo privado, el ahorro, la
inversión privada, la competitividad empresarial y finalmente el PIB y el
empleo, tanto en su tasa de actividad como en el número de horas trabajadas.
Fijar el nivel optimo de los impuestos es extraordinariamente difícil. Laffer nos
advirtió que unos impuestos por encima del óptimo genera distorsiones no solo
en las variables económicas citadas sino en la propia masa recaudatoria. Resulta
notable a estas alturas, el escaso discurso escuchado en relación a la eficiencia
del sector publico y de su gasto frente a la mera cuantía impositiva. Cualquier
desaprensivo puede hacer más cosas con más dinero, pero ello no implica la
adecuación y la optimización del dinero gastado.
Y resulta finalmente sorprendente la apelación al argumento comparativo con
otros países desarrollados al enjuiciar las cifras de tipos de gravamen, presión
fiscal y gasto presupuestario en España. Los tipos impositivos implícitos
practicados en España son inferiores a las de los países europeos más avanzados
en el ámbito del trabajo y en el consumo, pero nuestras contribuciones sociales
superan las de aquellos, siendo iguales los relativos al capital.
En cuanto a la presión fiscal o porcentaje de recaudación tributaria sobre PIB,
España ha cerrado 2017 con un 38%. Esta cifra se compara mal con Islandia
(51,6%), con Francia(47,4%), Dinamarca(46,9%) y otros más. Pero se compara
bien con Irlanda (23,6), Suiza(27,8%), y potencias mundiales como Japón
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(32%), Canadá (30,8%), Reino Unido (34,9%) o Estados Unidos (35,42%). Estos
países disfrutan tasas de desempleo muy bajas, mientras que España compite en
la lista con un 16% de ciudadanos que no pueden pagar impuestos por engrosar
las listas del paro. De modo que la pretendida comparación internacional es
sencillamente inadecuada.
Y un cierre a este espinoso tema con una constatación empírica, que gustará
poco a la ortodoxia fiscal: Los impuestos indirectos tienen un menor efecto
distorsionador que los directos sobre el PIB y el empleo.