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EL DEBATE ACERCA DE UNA RENTA BASICA UNIVERSAL.
Manfred Nolte
En Europa, el llamado ‘Estado Neoliberal’ que algunos utópicos aun se empeñan
en desmontar, hace décadas que desapareció, si es que tuvo existencia en algún
momento en su forma teórica o de manual. Mas bien es al contrario. La sombra
del Estado cubre una gran parte del tejido socioeconómico del viejo continente
y, aunque su futuro es incierto, está sometido a una creciente demanda por
parte de la ciudadanía.
Lo de la precariedad e incertidumbre de su futuro obedece al desigual peso que
Europa tiene en tres indicadores cruciales, ya que representando alrededor de
un 7% de la población mundial, genera un quinto del PIB del planeta, pero –y
esto es lo crítico- mantiene el 50% del gasto global en bienestar social. Esta es la
radiografía de nuestro sistema continental que revela serias descompensaciones
en nuestro esqueleto distributivo y que amenaza, si las cosas no cambian de
forma importante, con la inmovilidad o incluso el retroceso de los vigentes
esquemas de protección social.
La Europa de 2.017 y con ella la España y la Euskadi de hoy se instalan en una
encrucijada llena de retos e interrogantes. El modelo en que durante décadas se
ha basado el progreso del Estado de Bienestar, una economía de pleno empleo y
sociedades socialmente uniformes, ya no existe. No existe excepto de un
reducido número de países un nivel de paro inferior al llamado friccional, en
torno al 5%, y obtener un puesto de trabajo comienza a ser una tarea hercúlea,
muy distinta a la representada en generaciones anteriores.
La demanda de trabajadores en Occidente esta inmersa en un cambio
tecnológico vertiginoso que hace que solamente perfiles de carácter
especializado o con algun importante valor añadido alcancen una ocupación
confortable. El talento ha desplazado a la tenacidad, la voluntariedad o el
sacrificio. El cambio tecnológico ha significado que los puestos de trabajo en las
cadenas comerciales –grandes y medianas-, en el transporte, industria y
agricultura se hayan convertido en altamente vulnerables. Deslocalización y
robotización son los grandes contrincantes del empleo tradicional. Macy’s en
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Estados Unidos recorta en estos días decenas de miles de empleos y la firma
‘The Limited’ cierra cientos de comercios debido a la exponencial competencia
del comercio on-line. Mas de 30 empresas en el mundo diseñan en la actualidad
vehículos autónomos y en general los robots anticipan la destrucción de
millones de puestos de trabajo. Algo parecido sucede con la producción agrícola.
Es claro que antes tales circunstancias la iniciativa privada debe volcarse en
crear respuestas nuevas adecuadas a las necesidades actuales: nuevos modelos
industriales y de negocio que conviertan a empleados, clientes y comunidades
en beneficiarios, y no victimas, del cambio tecnológico .
Al Estado compete, de forma paralela, estudiar nuevas formas de apoyo ante los
previsibles siniestros que las nuevas realidades promuevan. Muchos
economistas, lideres sindicales o políticos en activo han resucitado la propuesta
de una renta básica como forma de paliar la precariedad laboral en número y en
remuneración.
La pregunta es si tal propuesta conduce a alguna parte.
La contestación viene de la mano de los números, una vez aclarado –sin
ambigüedades conceptuales- lo que significa una renta básica. Se trata de una
transferencia dineraria realizada por el Estado a todos sus ciudadanos sin
ningún tipo de condicionalidad o contrapartida, con el propósito de proveerlos
con un mínimo de subsistencia, al margen de su contribución a la hora de
producir ese ingreso. Es decir, la renta básica separa el ingreso de la producción.
Sin entrar en valoraciones de oportunidad ética o eficiencia productiva o
motivacional, la inhabilitación de la renta básica viene dada por el coste de su
financiación. En su aplicación a la geografía española, basta partir del censo de
población residente al 1 de julio de 2.016 que suma 46,5 millones personas,
distribuidas en 38 millones de adultos y 8,5 millones de menores.
Una renta básica en torno al salario mínimo interprofesional de 825 euros/mes
aplicado a la población adulta (y el 50% para los menores) arrojaría un importe
anual de 418.000 millones de euros equivalente al 40% del PIB español. Por lo
tanto si todo el esfuerzo de este aumento de gasto público recayera sobre el
IRPF, habría que recaudar cuatro veces más como mínimo y al final los
contribuyentes pasarían a tributar un tipo medio casi del 49% frente al tipo
medio del 18% de 2010. Naturalmente la renta básica sustituiría a algunas de las
actuales prestaciones sociales, reduciéndose simultáneamente la parte
correspondiente de burocracia administrativa. Pero traspasando a renta básica
toda la protección social (paro, pensiones, etc.) salvo la sanidad, su nivel
alcanzaría únicamente los 365 euros mensuales en España, una cantidad
insuficiente para cubrir el umbral de la pobreza. Su magnitud, en consecuencia,
es tal, que se revela como un instrumento utópico e inviable.
Cosa enteramente distinta es la adopción pública de un esquema de ‘renta de
inserción’ , singular y discriminante (el beneficiario se compromete a estar
disponible para trabajar y participar en acciones para lograr un empleo)
orientado a que una persona supere un estado de necesidad extrema, temporal y
condicionadamente, cuando no haya alternativas privadas en curso. En las
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actuales circunstancias y en las que se avecinan esta figura social es inexcusable
y su financiación correría a cargo de impuestos presupuestarios suficientes.
Euskadi, a través de Lanbide, es un caso precursor de una renta de inserción
(RGI) que en la actualidad se extiende a 63.000 titulares con prestaciones que
alcanzan hasta los 957 euros/mes.
No conviene dejarse arrastrar por experimentos de juguete como los abordados
hasta la fecha en Canadá, Finlandia y otras latitudes. Tampoco por señuelos
alternativos que conducen a resultados engañosos. La famosa ‘dotación en
capital’ promovida entre otros por Thomas Piketty o el ‘Impuesto negativo
sobre la renta’, no son sino variantes –entre otras más- de una renta básica que
ya se han demostrado inviable.
Las conquistas sociales deben perpetuarse con el esfuerzo incansable de las
mayorías y con la atención pública a las minorías más vulnerables.