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Canto al vuelo. La larga espera. Mi muerte en ello
Ella se fue un sábado. Mientras yo enhebraba mis ideas. Llevábamos una vida de
pareja al vuelo. Como consumiendo los momentos, sin que eso implicara llevar
vocería a los otros y a las otras. Metidos en la reflexión, en veces, impertinente.
Todo como tirado al vacío. Llevando las ilusiones al límite. Forzándola a que, ellas,
significaran lo inapropiado punzante. Hoy, recuerdo cuando nos conocimos. En el
parquecito del barrio. Ella saliendo de la iglesia. Yo, jugando ahí en la callecita
benévola. Pateaba el balón y, luego, lo recibía en mi pecho. Todo un espectáculo.
Yo lo sabía. Y, henchido de emoción, recibía aplausos de quienes jugaban
conmigo todos los días, desde temprano en la mañana. Marielita me miró. E hizo,
con sus manos algo así como la emisión de mensaje voluptuoso. Muy linda.
Siempre caminaba del brazo de su mamá. Después supe que era ella... Conocí de
sus pasos, uno por uno. Nos comunicábamos en ese lenguaje de los infantes.
Aprendido, casi desde la cuna. Vestidito color verde, alto. Más allá de las rodillas.
Y un cabello sedoso, convocante. Sus ojos adornaban la mirada. Como fugaz
rayito de luna bella.
Cualquier día nos encontramos. Allí mismo. Pero, ella, no salía de misa. Iba con
su mamá. Se detuvieron a ver mis malabares con la pelotica de jugar fútbol. Y, yo,
en énfasis de vida rutinaria ampliada. Me complacía en lo más profundo de mi
ego. Aplaudieron mis piruetas. Se fueron. Quedé absorto. Con una miradera
infinita. Perdida en el vuelo de su caminar. Quise llamarla; pero pudo más la
invitación a jugar el picaito de todos los días.
Cuando conversamos por primera vez, supe de su coloquio y la manera de
acompañar las palabras, con juego de manos. En una expresión que acompasaba
palabra y acción. De profundo conocimiento de lo habido en el barrio. Y en la
escuelita. Y en su relación vital con sus amigas. Su mirada se tornaba mensajera.
Entonces se juntaban palabras, voces y miradas. Todo un contexto convocante.
Casi de hechicera benévola. Supe el nombre de su mamá. También, que su papá
trabajaba lejos de la ciudad y que solo podía venir una vez al mes. Y me contó de
sus hermanos Roberto y Robespierre. Y, además, que su mamá Torcoroma tenía
treinta y cinco años. Y que atendía con mucho esmero las tareas que aplicaban en
la escuelita. Que, ella, había nacido en Pereira. Que habían llegado a Medellín,
siendo Marielita una niña de tres añitos.
Nos veíamos casi a diario. Ella, avanzando en su escolaridad. Terminó su
educación primaria. Y el bachillerato. Ahora cursa arquitectura en la Universidad
Nacional, Sede Medellín. Y, yo, seguía en esa expresión inhóspita para estudiar.
Trabajaba en el tallercito de mecánica en las afueras del barrio. Don Leonel, su
dueño, me quería mucho. Y me fue enseñando el arte de la electricidad
automotriz. Los sábados trabajaba hasta el mediodía. Visitaba a “cachetes”, como
yo la llamaba coloquialmente. No éramos novio y novia oficiales. Pero si lo
parecíamos. Conversábamos casi toda la tarde. Palabras van, palabras vienen.
Todo esto fue tejiendo un entendido de vida envolvente, preciosa. Me contaba de
sus experiencias en la universidad. Y me hablaba de lo societario. Con una
vehemencia absoluta. De los campesinos, campesinas. De los niños y las niñas.
De la educación que se imparte; soportada en modelos autoritarios. Amplias
descripciones iluminadas con el don de su palabra.
Mamá Torcoroma me fue cogiendo mucho cariño. A veces compartíamos palabra
Marielita, mamá Torcoroma y yo. Gozaba, mamá, con mis ocurrencias de vida.
Reía cuando le contaba acerca de coger grillos y escarabajos para asustar a mi
hermanita Juliana. Y que, ella, lloraba y le ponía quejas a mi mamá Esperanza. O
cuando les contaba que iba a laguito del bosque con frascos para recoger
pececitos de colores y que le decía a Julianita que yo los había pintado. En fin,
que gozábamos ellas y yo.
Un sábado, estando yo en la visita acostumbrada, llegó papá Gregorio. No me
conocía hasta ese día. Trajo naranjas, mangos, papayas, piñas y bananos y dos
gallinas grandes. Parece que no le caí muy bien. Mera percepción mía, cuando me
miró al entrar. Sin embargo, Marielita yo seguimos conversando. Cuando me
despedí, ya papá Gregorio la había llamado dos veces, desde su cuarto. Supe,
después, que estuvo indagando por mí. Que quien era. Que donde vivía. Y que si
estudiaba en la universidad, Cuando mamá Torcoroma le dijo que yo trabaja en un
taller de mecánica, preguntó si yo era huérfano de papá. Porque solo los
huérfanos salen a trabajar tan jóvenes. En fin que no quedó muy satisfecho con
nuestra relación. Afortunadamente se fue al lunes siguiente.
Robespierre y Roberto eran mayores que Marielita. Los dos estudiaban en la
Universidad de Antioquia, ingeniería química. Ya estaban por terminar. Muy
amables conmigo. Tanto así que, en veces, nos reuníamos mamá Torcoroma,
Marielita, ellos dos y yo. Hablábamos de todo lo habido y por haber. La palabra de
“cachetes” era la más pulida. Transmitía mensajes de conocimiento profundo. Sus
dos hermanos hablaban poco. Pero, cuando lo hacían, demostraban que sabían
menos que ella, acerca de los hechos sociales, económicos y políticos del país.
Inclusive, tuve el pálpito en el sentido de su displicencia en esos temas.
Cierto día, cuando iba para el taller de don Leonel, observé muchas personas,
agrupadas justo en la puerta de la casa de “cachetes”. Me causó mucha inquietud
esto. Me detuve. Como cuando uno quiere indagar, más allá de lo visto. Noté a
mamá Torcoroma muy ansiosa y como absorta. La saludé. Me dijo, no te vayas
mijito que tengo algo que contarte. Cuando se fueron las otras personas, me hizo
entrar hasta la sala. Allí me contó que Marielita no había llegado a casa en la
noche. Una llamada de un compañero de “cachetes” la había alertado en la
madrugada y le había informado que Marielita estaba detenida en la Estación
Norte de la Policía. Que, justo después de un mitin que realizaban en el centro de
la ciudad, la retuvieron. Fue golpeada en la cabeza. Ya estaban informadas las
Directivas de la universidad. Estaban tratando apelar por ella, ante el comandante
Jiménez. Salí de la casa y seguí mi camino hasta el taller. Hablé con don Leonel y
le pedí permiso para ausentarme. No le dije el motivo. Pero él accedió de
inmediato.
Cuando llegué a la Estación de Policía, eran casi las nueve de la mañana. Allí
estaban Roberto y Robespierre. No habían podido hablar con “cachetes”. Pero
lograron que le hicieran llegar el desayuno y una muda de ropa. Estuvimos como
hasta las tres de la tarde, pero no pudimos hablar con ella. A duras penas, nos
informaron “está incomunicada Ni siquiera el abogado dispuesto por la universidad
puede hablar con ella.”
Ya es otro día. “cachetes” lleva ya cuatro días en detención que llaman
“preventiva”, mientras cursa la investigación. Papá Olegario llegó el miércoles. Se
puso muy mal. Lloraba por su hija. Tampoco él pudo verla, ni hablar con ella.
Pues sí que, yo, seguí con mi trabajo en el taller. En veces, don Leonel, me
concedía permiso para salir un poco más temprano. En este tiempo iba hasta la
casa de “cachetes” y hasta la Estación de Policía. Pero nada de nada. Marielita
seguía detenida. El jueves en la tarde, le notificaron a Robespierre y a Roberto,
que” cachetes” sería trasladada a la cárcel “El Buen Pastor”. En juicio sumario el
Juez militar había dispuesto que debía ser condenada por lo que llaman “rebelión”.
Nada pudo hacer el abogado designado por la universidad. Ni los ruegos de mamá
Torcoroma y papá Olegario.
Han pasado ya cuarenta días, desde que fue encarcelada Marielita. He podido
hablar con ella dos domingos. Entrevista breve, porque así estaba dispuesto por la
autoridad carcelaria. Mamá Torcoroma y papá Olegario, la han visitado también. El
viernes pasado, papá Olegario tuvo que viajar a lo de su trabajo. Ya no le
concedían más permiso. Casi a diario hablo con Robespierre y Roberto. Están
muy compungidos. Inclusive llevan casi quince días sin asistir a la universidad. Se
la pasan hablando con diferentes personas. Con los compañeros de estudio de
“cachetes”; con la Dirección de la universidad; con la Defensoría del Pueblo,
delegada para Medellín.
Un veinticuatro de Julio, cuando Marielita llevaba dos años de detención, su
familia fue notificada de la fuga de “cachetes”. Un comando armado arremetió
contra la edificación de la cárcel…”se fue con ellos”, decía el parte. En verdad no
lo creímos. Por lo menos, en términos de fuga. Mucho menos de esa manera. El
talante de Marielita no era ese. Defendía sus ideas de manera vehemente. Asistía
a mítines y movilizaciones. Pero hasta ahí. Todo, en ella, era muy transparente.
Nunca, esto, podía asociase con actuaciones armadas ni nada por el estilo.
Tres días después, recibimos la notificación, en el sentido de haber encontrado el
cuerpo de “cachetes”, en la carretera a las Palmas. Ya se había efectuado la
cotejación respectiva. Era ella, no había pierde.
Treinta días después de haber encontrado a Marielita asesinada, fui hasta su
casa. Por más que golpee la puerta, nadie salió. Los vecinos y las vecinas
cercanos dicen no saber nada. Ni haber escuchado nada. Al forzar la puerta, nos
encontramos con una casa desocupada. Todo había sido revuelto. Había
manchas de sangre por todas las paredes y el piso.
Hoy cumplo Cuarenta y dos años. Llevo mucho tiempo indagando lo que pudo
haber pasado. No se ha encontrado ningún rastro. Las palabras y las voces en el
barrio se acallaron desde el día en que encontramos la casa sola. He estado tan
solo. Y tan angustiado, todo este tiempo; que ni siquiera he accedido a comentar
algo con mi familia. Lo cierto es que estoy aquí, de cuerpo. Pero mi espíritu hace
mucho tempo voló en búsqueda imaginaria de “cachetes” y de toda su familia, que
sigue siendo la mía. Pensando y diciendo esto, cualquier día dejé de vivir. Tal vez
para encontrar el camino que me lleve, adonde están. Una recordación última, de
ella, cuando la soñé mía sin conocerla. Recordación que evoco y que aspiro a
reconstruirla en ese otro hecho mío de ensoñación cimera.
Conversando con Marielita
En despertar de un día cualquiera. En consentimiento de los dos, se hizo icono lo
que antes era solo falso conserje. Le dimos el nombre de lógica, en conexión con
lo que entendíamos desde antes de ser uno, siendo dos. Y volamos, en vuelo
ajeno, a los palacios de reyes eternos, no vencidos por la historia guerrera
libertaria. Nos hicimos, pues, escoltas de lo que pasó, en ciernes. Como homenaje
a África profunda, absoluta. Y resultaron ser reyes proselitistas, en la nueva era de
lo que somos hoy. E hicimos voz bipartita, como convocatoria a las voces todas,
imaginadas. Nos fuimos yendo en lo pendenciero. Por la vía de no promover
libertadores melifluos. Asumimos la brega hecha protesta libertaria. Pero, quien
creyera, llevando por dentro los traidores a la manera de Caballo de Troya. Y
vimos a Idi Amín pútrido, torcido sujeto. Y volamos, de nuevo, a ese Congo
distanciado, liberado de la Bélgica presuntuosa, engañadora como supuesta
madre patria. Localizamos la potente Biafra, en separarada ya, de no sabemos
qué. Pero, sabiendo que estaba languideciendo. Con sus hijos e hijas negras
devoradas por la miseria. Hambruna hecha potencia. Con los déspotas hiriendo el
camino y los cuerpos. A todos los lugares yendo y viniendo. Se fue perdiendo en
el agobio potenciado. Todos y todas en la negrura, color bello. Les fueron
hendiendo las lanzas como a corazón abierto.
Esa, la mujer mía, negra de conocimiento grato. De potente palabra convocante.
Como presagiando, con su voz, lo que vendría. Por los valles. Reconfortando los
ríos. Haciendo de las expediciones tumultos volcados. A lo que resultar pudiese.
Metida en la oración andante. Contando las cosas con buen dedal y
enhebramiento. Y, todos y todas, creímos ver, en ella, la libertad creciente.
Convergiendo en los continentes todos. Un de aquí para allá irreverente. Viendo lo
autoritario como escuálido cuerpo qué lugar no tendría. Y, en esos esbozos, su
vocinglería iconoclasta, fue surtiendo de palabras el lenguaje. Precisas,
perspicaces, hirientes de ser necesario. Pero, sobre todo, elocuente mimosa
ampliada. Para nombrar a los niños y a las niñas. Diciéndoles de lo que vendría.
De tal manera que fungieran como surtidores ampulosos en lo sereno que debería
ser. En nervadura evidenciada desde el comienzo. Desde que, las mujeres,
aprendieron a ser madres. Originados los seres vivientes, en el clamor por el sexo
dúctil. Tierno, explosivo, herético.
Pero, en los tumbos dando, yo la seguí en primera pieza y primeros pasos.
Tratando de alcanzar su vida. Y untarme en ella. Para ser negro del tiempo mozo,
libertario. Y, ella, como si nada andando. En veloz carrera. Para alcanzar la
estrella habida. Y supuso que volar tendría. Y se apropió de las alas de Pegaso,
negro también, como ella. Viajaron juntos. Ella y Él. Hasta el abierto espacio de
universo dado. Como prolongación de infinito estímulo.
Yo, viendo lo que pude ver, me fui haciendo enano, impotente sujeto de mediodía
apenas. El día siendo él y ella. Y juntaron alas mucho más grandes. Habidas en
contienda ligera con las aves lentas y presurosas. Haciendo de cada estar, huella
imborrable ahora y siempre. Unieron sus cuerpos en negritud los dos. Unieron la
hermosura de la Vía Láctea, con su hechura de planetas dependientes de su
vuelo; con las galaxias todas. Y se hizo un universo de amplitud prolongada. No
perecedero. Por lo mismo que la Negra fue creciendo. Ya volando sin el alado
sujeto equino que fue suyo. Solo ella y sus alas. Y, las aves todas, viéndola en esa
plenitud de vida, le cedieron también las suyas.
Lo mío, es hoy, no otra cosa que cazador de albedrío teñido, hecho. Buscándola
en esta mí libertad sin ella. He roto cadenas antiguas y modernas. En ese ejercicio
narrado. La he buscado en el entorno de todos los soles. De las lunas manifiestas,
como silentes niñas que arroparme quisieron. Para mitigar la soledad cantada. O
silente como la que más habida. Andando yo, sin las alas, robadas por ella. Por la
Negra inmensa. Supe que creó otros mundos. No a su imagen y semejanza, Más
bien como iconos sueltos. Rondando, por ahí. Aduciendo que son libres. Pero
reclamando de la Negra Vida, su presencia. Para ser conducidos a la explosión
toda. Como suponiendo, o murmurando, que despertarán en nuevo Bing Bang,
más pleno y expansivo que el de otrora hecho.
Y sí que, en esas andando. Como esperándola en la esquina de la galaxia
nuestra, Tal vez añorando verla pasar algún día. Y que, me preste sus alas. Par ir
volando hasta Asia pujante. Y volviendo a ver a nuestra África recién naciente.
Descubriendo la pulsión de la Australia inmensa y gratificante, Surcando a la
América toda. Y, proponiéndole a la Europa íngrima que se una a nosotros y a
nosotras para levantar la vida, en plenitud potente, deseada.
La conocí en el universo habido. Siendo ella mujer de libertad primera. En esa
exuberancia que me tuvo perplejo. Durante toda la vida mía. Siempre indagándola
por su pasado sin fin. Siendo este presente su expresión afín a lo que se ama en
anchura inmensa. Siendo su belleza el asidero de la ternura. En su andar vibrante.
En caminos por ella pensados. En ese ejercicio lujurioso sublime, herético. Me fui
haciendo a su lado, como sujeto de verso ampliado. Me dijo, en el ahora suyo, lo
mucho que podía amarme. Diciéndole yo lo de mí viaje al límite gravitatorio.
Ofreciéndole todo el ozono vertido en el fugaz comienzo que se hizo eterno. No
por esto siendo mera expresión de momento. Ella, a su vez, me enseñó sus
títulos. Siendo el primero de todos su holgura en lectura y en palabras. Yendo en
caravana de las otras. Con ellas deambulando de la mejor manera. Por ahí. Por
los anchurosos valles. Por los mares empecinados en demostrar su fuerza.
Cogiendo el viento en sus manos y arropándolo para que no se perdiera. En fin
que, la mujer mía libre; se fue haciendo, cada vez más explayada en recoger lo
cierto. En lucha constante con la gendarmería despótica. Fue cubriendo con su
cuerpo todos los lugares no conocidos antes.
La vi llorar de alegría inmensa. Cuando encontró la yerba de verde nítido. Y las
aves volando que vuelan con ella. Me dijo lo que no decir podían las otras. Juró
liberarlas. Y sí que lo hizo. Con su ejército de potenciado. Uno a uno. Una a una,
fueron apareciendo. Espléndidos y espléndidas. Con el traje robado a la Luna
nuestra. Sin oropeles. Pero si hechos con tesitura amable. Elocuente. Enhiesto.
En ese andar que anda como sólo ella puede hacerlo. Todos los lugares, todos, se
fueron convenciendo de lo que había en esa belleza extraña. No efímera.
Cambiante siempre. Siendo negra que fuere. Y amarilla superlativa. Y blanca
venida a la solidaridad de cuerpo. En mestizaje abierto, profundo.
Como queriendo, yo, decirle mis palabras, me enseñó a tejerlas de tal manera que
surgió la letra, el lenguaje más pleno. Siendo, ella, lingüista abrumadora en lo que
esto tiene de amplitud posible, para enhebrar las voluntades todas. Haciéndose
vértebra ansiosa, a la vez que lúcida para la espera. Me trajo, ese día, los
mensajes emitidos en todas partes. Conociéndola, como en realidad es, me fui
deslizando hasta la orilla del cántico soberbio. Y, estando ahí, triné cual pájaro
milenario. Convocando a mis pares para ofrecerle corona áurea, a ella. Para
efectuar el divertimento nuestro, ante su potente mirada. Negra, en sus ojos
bellos. Locuaz conversadora en la historia entendida o, simplemente, en latencia
perpendicular, en veces, sinuosa en curvatura envolvente, en otras. De todas
maneras permitiendo el encantamiento ilustrado.
Canto solo. Mi bella novia ausente
Este territorio que piso hoy; se convertirá en paraíso para las y los herejes todos y
todas. Para quienes han ido decantando sus vidas. Evolucionando enardecidas.
Como decir que el ahínco se hace cada vez más cierto; por la vía de la presunción
leal, no despótica. Aclamando la voz escuchada. Voz de ella sensible. De iracunda
enjundia permitida, plena, elocuente. Conocí, lo de ella en ese tiempo en que casi
habíamos perdido nuestros cuerpos. Y nuestras palabras todas. Y sí que, en ese
viaje permitido, me hice sujeto mensajero suyo. Llevando la fe suya; como quiera
que es fe de la libertad encontrada.
Uno a uno, entonces. Una a una, entonces; nos fuimos elevando en las hechuras
de ella. Transferidas a lo que somos. Conocimos las nubes no habidas antes. Y
los colores ignotos hasta entonces. Y las lluvias nuevas. Venidas desde el origen
de la mujer que ya es mía. Y digo esto, porque primero me hizo suyo, en algarabía
de voces niñas, trepidantes en potencia de ilusiones, engarzadas en el cordón
obsequiado por Ariadna; hija de ella. Concebida en libertaria relación con el dios
uno, llamado por ella misma, dios de amplio espectro. Hecho no de sí mismo; sino
por todos y todas. Siendo, por eso mismo, dios no impuesto desde la nada. Más
bien dios dispuesto como esperanza viva vivida.
Cuando terminó mi vida, al lado de ella, me fui al espacio soñándola como el
primer día. Cuando, con ella, comenzó Natura embriagante, nítida. Dominante.
Qué domingo este. Anclado, en esta plaza, estoy yo, hace ya algún tiempo. Ya he
estado en varias ocasiones. Pero lo de hoy es, particularmente especial. Esa
nostalgia que me ha invadido. Como convocante a dilucidar, de una vez por todas,
el tipo de camino a emprender. La concreción de la caminata. Hasta cierto punto
estoy mimetizado. Como si nadie supiese lo que hay en mí. En este tiempo tan
lejano ya, de esos hermosos días, allá en mi barrio amado. Recuerdo el impulso
básico, por todas las calles andando. Las voces que llamaban a la expresión de la
vida, en medio de cada arrabal. Siendo yo, todo, condensación de esperanza.
Aún, habiendo vivido como lo había hecho: casi como tósigo que penetra y hunde,
en lo más hondo, el espíritu de fe y de liberación.
Qué día es este día. Un carnaval de espacio triturado. Oyendo todas las voces.
Diversas. Ansiosas de no sé qué. Porque, por esto mismo, es mi brega. Por
distanciar. Pero puede más mi soledad de búsqueda impenetrable. Como siento
ahora el silencio. Como me he dejado llevar por el vértigo del dolor nefasto. Que
tritura y destruye, todo lo que he podido alcanzar a ser. Aun dentro de estas
limitaciones mías. Como garras que no me sueltan. Por el contrario, que me
colocan en cepo eterno.
Como añoro yo esos días. En la mañana dominical; alzando el vuelo hacia la
didáctica de la lúdica primaria. Emergiendo en cada esquina. Como repetición
dichosa que me hacía feliz. Ese pasado inmenso, que añoro. Tal vez porque,
siendo niño, no veía desaparecer las cosas bellas. Así como si nada. Que
bipolaridad enhiesta. Entre sentir el vacío y sentir, también, la fascinación de lo
cotidiano. Recreando la sensibilidad hasta magnificarla. Hasta convertirla en motor
imaginario. Con el eros sin explotar. Casi que como enfatización perenne.
Y, sin saber cómo, llegó el naufragio. Eso que estoy viviendo en este presente.
Hecho trisas el insumo fundamental. Una vida que se corroe a sí misma. Sin saber
porque. En veces, ensayando la diatriba del insulto; como expresión de rechazo.
En veces augurándome a mí mismo toda la felicidad posible por venir. Sin que
llegue. Como ese límite en lo del día. Como llegando allí, sin llegar al fin. Como
depositario de fracasos. Uno sobre otros. Con un horizonte que, de manera
tardía, me engulle y de satura.
Esos domingos míos, antes. Días de ensayo y de vocación. Hacia lo nuevo. Sin
dejar de ser yo mismo. Sin olvidar que existía. Precisamente por eso, para mí, son
añoranzas de ternura. Aún ahí, en ese lodazal que amenazaba con permearme a
cada paso. Con todo aquello que dolía. Con todo y que sentía el contubernio entre
la tristeza y la desesperanza. Pero que, yo, ignoraba, estando en el juego
callejero. Y en la penumbra nítida del regreso a casa, después de deambular por
ahí. Por cualquier parte.
Y hoy, en este domingo cerrado. Sin por dónde mirar lo sublime; ahoga mis
ímpetus. Esos que creí que nunca perdería; después de haber bebido la fuente de
la vida. Siendo esa tú. Y tus anhelos. Tú y tu alegría desbordada. Allá lejana. En
ese otro territorio; en el cual también es domingo. Pero otro, no este mío.
Y se van decantando las condiciones. Ya, como otrora no lo había percibido, solo
me recorre el beneplácito de haber vivido. Como memoria que no habilita nada
más que la victoria de los dioses que siempre he odiado, desde el mismo día en
que hice ruptura con mi universo no profano. Desde el día en que dije no va más
mi sublimación. Diciendo no va más el ejercicio oratorio como evento religioso
perverso.
Pero yo ya lo sabía. El pago por esa partición, tiene que ver con el crecimiento de
la ansiedad, como castigo, tal vez. No lo sé en ciencia cierta. Y vuelves a aparecer
allí, en esa esquina de esta plaza empalagosa, en lo que esto tiene de perdición
del poder de la magia de amar. Siendo, en este lugar, sujeto que no atina a
resolver el entuerto de siempre. El nudo gordiano que asfixia y que liquida, a
cuenta gotas. Por esto es de mayor dolencia. Por esto es de mayor severidad.
Por lo pronto no sé qué más vendrá. Si ha de ser el colapso absoluto. O si ha de
ser una nueva esperanza. Encontrarla, no sé dónde. Tal vez ande por ahí y yo no
la he visto. Es posible que haya acabado de pasar y ha dejado su suspiro en el
aire. Y si ya pasó, no sé si lo volverá a hacer. De pronto, quien sabe cuándo.
Y, al unísono con esas voces continuas. Inacabadas, estrepitosas, diciendo nada;
me he volcado al vacío. A ese espacio que no creía mío. Pero que, ahora en este
domingo que cuento, se erige como presencia soberbia. Tal alta como monte
Everest. Tan aletargadora que, por si misma, hace enmudecer, el grito de potencia
que creía tener.
A no ser por tì, aún en vaguedad insoslayable, tu espíritu vuele hasta acá. Como
águila gendármica. Atravesando esos pesados montes que veo allá, en la
terminación del Sol, al menos por hoy. Y si fuese así, yo diría que la esperanza
podría volver; a no ser que tu vuelo de águila inmensa, se detenga a mitad de
camino y regrese hasta donde a cualquier hora partiste.
Ayer no más estuve visitando a Fabiana. Me habían contado de su situación. Un
tanto compleja, por cierto. Y, en verdad la noté un tanto deteriorada en su pulsión
de vida. “Es que no he logrado resarcirme a mí misma. Porque, estando para allá
y para acá, se me abrió la vieja herida. No sé si recuerdas lo de mi obsesión por lo
vivido en lo cotidiano. Simplemente, así lo entendí en comienzo, estaba unida al
dolor por las vejaciones constantes. A esa gente que tanto he amado. Verlos, por
ahí, sin horizontes. En una perspectiva centrada en la creciente pauperización.
Pero no solo en lo que respecta al mínimo de calidad de vida posible. También en
eso de ver decrecer los valores íntimos. Ante todo, porque, se ha consolidado un
escenario inmediato y tendencial, anclado en la preeminencia de los poderes
económicos y políticos, de esos sectores, de lo que yo he dado en llamar
beneficiarios fundamentales del crecimiento soportado en la explotación absoluta.
En donde no existe espacio posible para la solidaridad y los agregados sociales
indispensables para aspirar, por lo menos, al equilibrio. Y no es que esté
asumiendo posiciones panfletarias. Es más en el sentido de decantación de lo que
he sido. Siendo esto, una tendencia a la sublimación de la heredad de quienes se
han esmerado por construir opciones que suponen una visión diferente. De
aquellos y aquellas que lo dieron todo. Que lo arriesgaron todo, hasta su vida. Por
enseñar y comprometerse a fondo.
Yo solo. Sin ella, otra vez
Es tanto, Germán, como sentir que he llegado casi al final de mi caminata por la
vida. Porque siento que no hay con quien ni con quienes. Aunque parezca
absurdo, todos y todas que estuvieron conmigo, han emigrado. Han cambiado
valores por posiciones políticas en las cuales se exhibe una opción de
acomodarse a las circunstancias. A vuelo han desagregado el compromiso y las
convicciones. Por una vía de simple repetición de discursos anclados en lo que
ellos y ellas llaman Desenmascarar, en vivo, a esos beneficiarios fundamentales.
Convirtiendo la lucha en debates insulsos. Porque, a sabiendas de ello, pretenden
construir lo que se ha dado en llamar tercera vía. O, lo que es lo mismo, una
connivencia con los depredadores. Con aquellos y aquellas que se han
posicionado como controladores. En consolidación de un Estado que, en teórico
es social y de derecho. Pero que, en concreto, no es otra cosa que las garantías
de su permanencia. Vía, un proceso que es como reservorio. Como eso de
asimilar eventos, que para nada lesionan su razón de ser.
Y, estoy en un parangón. Sé que he ido y he venido. En veces como noria. Como
lo que llamarían mis contradictores, un ejercicio ramplón. Supra ortodoxo. En fiel
posición, que no es más que una figura asimilada a esa utopía sinrazón. Es como
si hubiese llegado a un punto que ejerce como estación de vida. Como
convocando a desandar lo andado. Como que no alcanzo a dimensionar los bretes
diarios. Como si convulsionara. Como si, ni para aquí ni para allá. Y eso duele
Germán. Porque es una soledad casi absoluta. No me hallo. Tanto como soportar
una comezón visceral.
Siendo, entonces, así he optado por vivir lo mío. Ahí, encerrada. Hermética.
Sabiendo lo riesgos. Porque cuando se llega a un momento como este, es tanto
como querer no ir más. No forzar más a la vida en lo que esta no me puede dar.
Desde ahí, hasta la regresión paulatina, solo existe un nano segundo…”
Ciertamente, me conmovió la Fabiana. Con todo lo que la he querido. Con todo lo
que vivimos en el pasado. Definitivamente la admiro. Pero me entra el temor de
que, en verdad, no quiera ir más.
Y pensado y hecho, a escasos tres días de haber hablado con ella supe, a través
de Juliana, que encontraron su cuerpo incinerado. Murió como esos bonzos que
otrora, en público, se incendiaban. Fabiana, simplemente, se fue. Y, aún en eso,
se destaca su entendido de vida. Bello, pleno y de absoluta lealtad con ella misma.
Lo que si es cierto, tiene que ver con su belleza. Un dibujo pleno. Concierto vivo
entre cuerpo y líneas de expresión exhibidas ahí. En labios prestos a la risa. A
diario compartida. Con todos y todas. Una lisura en piel de cuello insinuante. Pero,
siempre, muy suyo en lo que esto tiene de enhebración con la limpieza de espíritu.
No más, ayer, la vi. Estando en esa brega no ajena a su visión de lo humano como
garante del ir y venir creativo. Como recreando los aqueus, en diario tránsito casi
prístino. Perfilando la aqueia como comienzo. En un andar de a día y noche.
Como Creta viviente arropada por la lucidez de la Diosa de enjundia exuberante.
El Santuario Yzicikane. En Anatolia. El Pueblo Catal Huyuk. En posición de uititas
como si fuesen danza compleja milenaria.
Y, en eso de haberla visto en esa simpleza bondadosa. Solidaria; centré toda mi
posibilidad de ternura amplia. Sincera. Y la vi, cuando ella veía más allá de lo que
yo, en verdad, podía. En un ejercicio de vuelo imaginario. Por mares y territorios
no vistos. Ni por mí; ni por nadie. Ni antes ni ahora. Ni, tal vez, después. Y, en eso
de haberla visto ese día, hice énfasis yo. Para tratar de encumbrar mi noción de
ser vivo. Viviendo y viendo la que es Idea y Convocatoria a ver la vida en dinámica
de ternura con alas abiertas. Inmensas.
Una finura de Sujeto Fémina. Subyugante. Y, ahí mismo. En ese mismo día; la
percibí con dolor íntimo. Inmerso en su alma nítida. Como cuando se intuye que
crece el desdecir de la alegría. Y, ella percibió, también, que yo ya daba cuenta;
en mi íntima tristeza; de esa erosión en ciernes. Sin un por qué válido. O, al
menos, constituido por una variable ensanchada. Como nube asfixiante. De
inusual densidad conocida.
Esmeralda
Al verla así. Diluyéndose lo que era antes de ayer solo belleza inmensa. Nítida.
Subyugante. Ese ayer pasó a ser referente de dolor mío. En algo similar al ahogo
absoluto de la voluntad. Y de la esperanza. Y de la ternura de ahora y de después.
En ese consciente tan mío y tan de todos. Cuando sentimos que ya no estará
dado, para nadie, el derecho cierto a vivir la imaginación absoluta. En una
orfandad como látigo punzante. Que empezó a cruzarnos desde ahí mismo;
cuando, en ella, empezó a eclosionar la soledad. De cuerpo. Y del ávido espíritu.
Certero, antes de ayer, en lo que ilusionario mágico, humano; era como heredad
que ansiábamos todos y todas.
Y, por lo mismo dicho, percibido y visto; el antes de la belleza abierta y cierta;
empezó el declive. Obscurana arrogante. De crecer constante. Exponencial. Un
glacial. Y, nosotros y nosotras, ateridos (as); acompañándola en su periplo. Como
esa decadencia que se impone. Sin explicación aparente. A no ser aquella que la
relaciona a ella y a lo que era hasta antes de ayer, con la vida viva que la han ido
matando. En ese recorrido de voces. De arengas. De acciones. Tan propias de la
gendarmería palaciega. Vinculante. En lo que significa esto. Como trasunto
envolvente que hiere y mata. En lentitud de tortura. De inclemente pavura. Que
crece y crece en paralelo al decrecimiento de ella. Y de su hermosura. Y de su
ternura. Y de su esperanza antes habida. Y, ahora, dolida. Derrotada en su
significado que se tornó efímero. Por lo mismo que no me amó nunca. Y que, en
ese nunca hiperbólico, soporté mi venganza. Construida a pulso perverso. Desde
el mismo día en que sus divinos ojos dijeron no, a mi mirada furtiva de insinuación
lasciva. Y, por lo mismo cierto, que sentí que este yo mío, era más que simple
sujeto de llegar tardío al Edén suyo. En el cual, en su momento vivo, entregó hoja
de ruta a quienes, con ella conductora, recorrieron todos los mares y todos los
cielos. Hasta que, este yo perverso, la mató a ella navegante en agua y vuelo. Y a
los (as) que, con ella, navegaron y volaron. Haciendo de la vida imaginación y
anhelo.
En esto de cargar con una culpa, parece que se expande la vida en sentido
contrario a lo que queremos. Lo digo porque, no más pasados veinte años, y ya
estoy de vuelta. Aquí como si nada hubiera pasado. Pero, muy en lo recóndito, yo
sé que si pasó. Y, no solo eso, además sé que no logré conjurar nunca la
posibilidad de regresión. En ese universo en el que me he desenvuelto. Y que,
ahora, no atino a precisar en cuestión de términos y de conceptos.
Transcurría, como solo yo lo sé, ese año absorbente. En el que nadie atinaba a
dilucidar acerca de la sucesión de eventos. En ese proceso de erosión de lo que
somos. En penumbras que nos llevaban para allá y nos volvían a regresar al punto
de partido originario. En el vértigo propio de lo que acontece sin que sepamos
porque. Al menos así lo entendía. O trataba de hacerlo.
Me fugué de ahí. De esa prisión modelo. Una familia en donde se expandía el odio
contra todo aquello asociado a la ternura. Como en esas vocinglerías propias de
quienes horadan a los sujetos; sin importar la condición; ni la edad; ni el sexo.
Mucho menos sus creencias. Familia de esas que están ahí. Que siempre han
estado. Y que perduran en el tiempo. Profundizando todo lo dañino que sea
posible abarcar.
ESE DÌA, EN MI CUARTO, LOGRÈ VERTEBRAR LA IDEA DEL ESCAPE. No sin
antes ensayar una aproximación a la resurrección de la vida. En lo que esta tiene
de posibilidad de reconstruirse. Tanto en el tiempo como en el espacio. Y, yo
mismo me decía acerca de la absoluta necesidad perentoria de reclamar lo
perdido. Es decir de todo ese acumulado que se ha ido amontonando ahí. Pero
que, por esto mismo, no ha pasado de ser simple aglomeración. De cosas y de
vidas. Pero que, al fin y al cabo, obran como resorte imaginario que reivindica la
razón de ser de la humanidad.
Mi hermana, Esmeralda, también estaba ahí, conmigo. Nuestras miradas se
tornaban cada vez más lentas; en lo que suponía debía de ser la aceleración de
las respuestas. Como en esas ondas hertzianas; que van y vienen. Y que
sintonizan las opciones. Y las relanzan al desgaire. Pero no. Ella y yo, seguíamos
absortos. Tal vez buscando las condiciones y las circunstancias propicias. Pero,
sin poder atinar a nada. Sentíamos volar nuestra imaginación, recortada. Como
sumisos seres a los cuales lo despótico y autoritario les han cortado lo poco que
quedaba de sus alas que, otrora, ejercían como motor entregadas al viento.
Direccionando la esperanza. Hasta allá. Hacia ese horizonte que creíamos nítido
y libertario.
Cuando llegó Fonseca, Esmeralda y yo, habíamos juntado nuestras manos. Como
pregonando una rogativa perenne. Como si nunca más nos reconociéramos en el
afán de la liberación. Estábamos claudicados. Como supongo yo que debe ser la
derrota total. De hombres y mujeres que habíamos empezado la lucha desde el
mismo momento en el que la vida comenzaba.
Este Fonseca nació aquí, hace ya cincuenta años. De niños, jugábamos a ser dos
creativos. Dos imaginarios que se bifurcaban ante cada hecho.; pero volvían al
punto de partida cuando sentíamos ese silencio atroz al que tanto miedo le
teníamos. Y cada rayo. Y cada lluvia intensa; ejercían como convocantes para
nosotros. Ahora que lo miro, después de tantos años, me doy cuenta que la vida
es un camino. El tránsito lo hacemos por la vía que más nos permita la concreción
de ideales. De sueños. Y de acciones convergentes o no.
Hoy, lunes de pasión, Esmeralda y yo. Seguimos ahí. Fuimos mutilados por
Fonseca. Hizo de nosotros, cuerpos de expiación. Cercenadas las manos. A
trozos, fuimos cayendo. Acompañados de espasmos dolorosos. Y nuestros ojos
volaron como ave de martirologio. Nuestras bocas escaldadas a lo máximo. En fin
que, ella y yo, sucumbimos. Y él, como si nada. Simplemente mirándonos en el
desangre total. Sin reír. Pero, tampoco, sin el menor asomo de tristeza.
Y yo, particularmente, sentí que me iba yendo, desmoronando. Solo acaté a
susurrarle a Esmeralda:”…lo que fue, ya fue hermana mía; nuestro padre así lo
decidió, tratando de cortar nuestro vuelo de amantes íntegros…”

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  • 1. Canto al vuelo. La larga espera. Mi muerte en ello Ella se fue un sábado. Mientras yo enhebraba mis ideas. Llevábamos una vida de pareja al vuelo. Como consumiendo los momentos, sin que eso implicara llevar vocería a los otros y a las otras. Metidos en la reflexión, en veces, impertinente. Todo como tirado al vacío. Llevando las ilusiones al límite. Forzándola a que, ellas, significaran lo inapropiado punzante. Hoy, recuerdo cuando nos conocimos. En el parquecito del barrio. Ella saliendo de la iglesia. Yo, jugando ahí en la callecita benévola. Pateaba el balón y, luego, lo recibía en mi pecho. Todo un espectáculo. Yo lo sabía. Y, henchido de emoción, recibía aplausos de quienes jugaban conmigo todos los días, desde temprano en la mañana. Marielita me miró. E hizo, con sus manos algo así como la emisión de mensaje voluptuoso. Muy linda. Siempre caminaba del brazo de su mamá. Después supe que era ella... Conocí de sus pasos, uno por uno. Nos comunicábamos en ese lenguaje de los infantes. Aprendido, casi desde la cuna. Vestidito color verde, alto. Más allá de las rodillas. Y un cabello sedoso, convocante. Sus ojos adornaban la mirada. Como fugaz rayito de luna bella. Cualquier día nos encontramos. Allí mismo. Pero, ella, no salía de misa. Iba con su mamá. Se detuvieron a ver mis malabares con la pelotica de jugar fútbol. Y, yo, en énfasis de vida rutinaria ampliada. Me complacía en lo más profundo de mi ego. Aplaudieron mis piruetas. Se fueron. Quedé absorto. Con una miradera infinita. Perdida en el vuelo de su caminar. Quise llamarla; pero pudo más la invitación a jugar el picaito de todos los días. Cuando conversamos por primera vez, supe de su coloquio y la manera de acompañar las palabras, con juego de manos. En una expresión que acompasaba palabra y acción. De profundo conocimiento de lo habido en el barrio. Y en la escuelita. Y en su relación vital con sus amigas. Su mirada se tornaba mensajera. Entonces se juntaban palabras, voces y miradas. Todo un contexto convocante. Casi de hechicera benévola. Supe el nombre de su mamá. También, que su papá trabajaba lejos de la ciudad y que solo podía venir una vez al mes. Y me contó de sus hermanos Roberto y Robespierre. Y, además, que su mamá Torcoroma tenía treinta y cinco años. Y que atendía con mucho esmero las tareas que aplicaban en la escuelita. Que, ella, había nacido en Pereira. Que habían llegado a Medellín, siendo Marielita una niña de tres añitos. Nos veíamos casi a diario. Ella, avanzando en su escolaridad. Terminó su educación primaria. Y el bachillerato. Ahora cursa arquitectura en la Universidad Nacional, Sede Medellín. Y, yo, seguía en esa expresión inhóspita para estudiar. Trabajaba en el tallercito de mecánica en las afueras del barrio. Don Leonel, su dueño, me quería mucho. Y me fue enseñando el arte de la electricidad automotriz. Los sábados trabajaba hasta el mediodía. Visitaba a “cachetes”, como
  • 2. yo la llamaba coloquialmente. No éramos novio y novia oficiales. Pero si lo parecíamos. Conversábamos casi toda la tarde. Palabras van, palabras vienen. Todo esto fue tejiendo un entendido de vida envolvente, preciosa. Me contaba de sus experiencias en la universidad. Y me hablaba de lo societario. Con una vehemencia absoluta. De los campesinos, campesinas. De los niños y las niñas. De la educación que se imparte; soportada en modelos autoritarios. Amplias descripciones iluminadas con el don de su palabra. Mamá Torcoroma me fue cogiendo mucho cariño. A veces compartíamos palabra Marielita, mamá Torcoroma y yo. Gozaba, mamá, con mis ocurrencias de vida. Reía cuando le contaba acerca de coger grillos y escarabajos para asustar a mi hermanita Juliana. Y que, ella, lloraba y le ponía quejas a mi mamá Esperanza. O cuando les contaba que iba a laguito del bosque con frascos para recoger pececitos de colores y que le decía a Julianita que yo los había pintado. En fin, que gozábamos ellas y yo. Un sábado, estando yo en la visita acostumbrada, llegó papá Gregorio. No me conocía hasta ese día. Trajo naranjas, mangos, papayas, piñas y bananos y dos gallinas grandes. Parece que no le caí muy bien. Mera percepción mía, cuando me miró al entrar. Sin embargo, Marielita yo seguimos conversando. Cuando me despedí, ya papá Gregorio la había llamado dos veces, desde su cuarto. Supe, después, que estuvo indagando por mí. Que quien era. Que donde vivía. Y que si estudiaba en la universidad, Cuando mamá Torcoroma le dijo que yo trabaja en un taller de mecánica, preguntó si yo era huérfano de papá. Porque solo los huérfanos salen a trabajar tan jóvenes. En fin que no quedó muy satisfecho con nuestra relación. Afortunadamente se fue al lunes siguiente. Robespierre y Roberto eran mayores que Marielita. Los dos estudiaban en la Universidad de Antioquia, ingeniería química. Ya estaban por terminar. Muy amables conmigo. Tanto así que, en veces, nos reuníamos mamá Torcoroma, Marielita, ellos dos y yo. Hablábamos de todo lo habido y por haber. La palabra de “cachetes” era la más pulida. Transmitía mensajes de conocimiento profundo. Sus dos hermanos hablaban poco. Pero, cuando lo hacían, demostraban que sabían menos que ella, acerca de los hechos sociales, económicos y políticos del país. Inclusive, tuve el pálpito en el sentido de su displicencia en esos temas. Cierto día, cuando iba para el taller de don Leonel, observé muchas personas, agrupadas justo en la puerta de la casa de “cachetes”. Me causó mucha inquietud esto. Me detuve. Como cuando uno quiere indagar, más allá de lo visto. Noté a mamá Torcoroma muy ansiosa y como absorta. La saludé. Me dijo, no te vayas mijito que tengo algo que contarte. Cuando se fueron las otras personas, me hizo entrar hasta la sala. Allí me contó que Marielita no había llegado a casa en la noche. Una llamada de un compañero de “cachetes” la había alertado en la madrugada y le había informado que Marielita estaba detenida en la Estación Norte de la Policía. Que, justo después de un mitin que realizaban en el centro de la ciudad, la retuvieron. Fue golpeada en la cabeza. Ya estaban informadas las Directivas de la universidad. Estaban tratando apelar por ella, ante el comandante Jiménez. Salí de la casa y seguí mi camino hasta el taller. Hablé con don Leonel y
  • 3. le pedí permiso para ausentarme. No le dije el motivo. Pero él accedió de inmediato. Cuando llegué a la Estación de Policía, eran casi las nueve de la mañana. Allí estaban Roberto y Robespierre. No habían podido hablar con “cachetes”. Pero lograron que le hicieran llegar el desayuno y una muda de ropa. Estuvimos como hasta las tres de la tarde, pero no pudimos hablar con ella. A duras penas, nos informaron “está incomunicada Ni siquiera el abogado dispuesto por la universidad puede hablar con ella.” Ya es otro día. “cachetes” lleva ya cuatro días en detención que llaman “preventiva”, mientras cursa la investigación. Papá Olegario llegó el miércoles. Se puso muy mal. Lloraba por su hija. Tampoco él pudo verla, ni hablar con ella. Pues sí que, yo, seguí con mi trabajo en el taller. En veces, don Leonel, me concedía permiso para salir un poco más temprano. En este tiempo iba hasta la casa de “cachetes” y hasta la Estación de Policía. Pero nada de nada. Marielita seguía detenida. El jueves en la tarde, le notificaron a Robespierre y a Roberto, que” cachetes” sería trasladada a la cárcel “El Buen Pastor”. En juicio sumario el Juez militar había dispuesto que debía ser condenada por lo que llaman “rebelión”. Nada pudo hacer el abogado designado por la universidad. Ni los ruegos de mamá Torcoroma y papá Olegario. Han pasado ya cuarenta días, desde que fue encarcelada Marielita. He podido hablar con ella dos domingos. Entrevista breve, porque así estaba dispuesto por la autoridad carcelaria. Mamá Torcoroma y papá Olegario, la han visitado también. El viernes pasado, papá Olegario tuvo que viajar a lo de su trabajo. Ya no le concedían más permiso. Casi a diario hablo con Robespierre y Roberto. Están muy compungidos. Inclusive llevan casi quince días sin asistir a la universidad. Se la pasan hablando con diferentes personas. Con los compañeros de estudio de “cachetes”; con la Dirección de la universidad; con la Defensoría del Pueblo, delegada para Medellín. Un veinticuatro de Julio, cuando Marielita llevaba dos años de detención, su familia fue notificada de la fuga de “cachetes”. Un comando armado arremetió contra la edificación de la cárcel…”se fue con ellos”, decía el parte. En verdad no lo creímos. Por lo menos, en términos de fuga. Mucho menos de esa manera. El talante de Marielita no era ese. Defendía sus ideas de manera vehemente. Asistía a mítines y movilizaciones. Pero hasta ahí. Todo, en ella, era muy transparente. Nunca, esto, podía asociase con actuaciones armadas ni nada por el estilo. Tres días después, recibimos la notificación, en el sentido de haber encontrado el cuerpo de “cachetes”, en la carretera a las Palmas. Ya se había efectuado la cotejación respectiva. Era ella, no había pierde. Treinta días después de haber encontrado a Marielita asesinada, fui hasta su casa. Por más que golpee la puerta, nadie salió. Los vecinos y las vecinas cercanos dicen no saber nada. Ni haber escuchado nada. Al forzar la puerta, nos
  • 4. encontramos con una casa desocupada. Todo había sido revuelto. Había manchas de sangre por todas las paredes y el piso. Hoy cumplo Cuarenta y dos años. Llevo mucho tiempo indagando lo que pudo haber pasado. No se ha encontrado ningún rastro. Las palabras y las voces en el barrio se acallaron desde el día en que encontramos la casa sola. He estado tan solo. Y tan angustiado, todo este tiempo; que ni siquiera he accedido a comentar algo con mi familia. Lo cierto es que estoy aquí, de cuerpo. Pero mi espíritu hace mucho tempo voló en búsqueda imaginaria de “cachetes” y de toda su familia, que sigue siendo la mía. Pensando y diciendo esto, cualquier día dejé de vivir. Tal vez para encontrar el camino que me lleve, adonde están. Una recordación última, de ella, cuando la soñé mía sin conocerla. Recordación que evoco y que aspiro a reconstruirla en ese otro hecho mío de ensoñación cimera. Conversando con Marielita En despertar de un día cualquiera. En consentimiento de los dos, se hizo icono lo que antes era solo falso conserje. Le dimos el nombre de lógica, en conexión con lo que entendíamos desde antes de ser uno, siendo dos. Y volamos, en vuelo ajeno, a los palacios de reyes eternos, no vencidos por la historia guerrera libertaria. Nos hicimos, pues, escoltas de lo que pasó, en ciernes. Como homenaje a África profunda, absoluta. Y resultaron ser reyes proselitistas, en la nueva era de lo que somos hoy. E hicimos voz bipartita, como convocatoria a las voces todas, imaginadas. Nos fuimos yendo en lo pendenciero. Por la vía de no promover libertadores melifluos. Asumimos la brega hecha protesta libertaria. Pero, quien creyera, llevando por dentro los traidores a la manera de Caballo de Troya. Y vimos a Idi Amín pútrido, torcido sujeto. Y volamos, de nuevo, a ese Congo distanciado, liberado de la Bélgica presuntuosa, engañadora como supuesta madre patria. Localizamos la potente Biafra, en separarada ya, de no sabemos qué. Pero, sabiendo que estaba languideciendo. Con sus hijos e hijas negras devoradas por la miseria. Hambruna hecha potencia. Con los déspotas hiriendo el camino y los cuerpos. A todos los lugares yendo y viniendo. Se fue perdiendo en el agobio potenciado. Todos y todas en la negrura, color bello. Les fueron hendiendo las lanzas como a corazón abierto. Esa, la mujer mía, negra de conocimiento grato. De potente palabra convocante. Como presagiando, con su voz, lo que vendría. Por los valles. Reconfortando los ríos. Haciendo de las expediciones tumultos volcados. A lo que resultar pudiese. Metida en la oración andante. Contando las cosas con buen dedal y enhebramiento. Y, todos y todas, creímos ver, en ella, la libertad creciente. Convergiendo en los continentes todos. Un de aquí para allá irreverente. Viendo lo autoritario como escuálido cuerpo qué lugar no tendría. Y, en esos esbozos, su vocinglería iconoclasta, fue surtiendo de palabras el lenguaje. Precisas, perspicaces, hirientes de ser necesario. Pero, sobre todo, elocuente mimosa ampliada. Para nombrar a los niños y a las niñas. Diciéndoles de lo que vendría. De tal manera que fungieran como surtidores ampulosos en lo sereno que debería ser. En nervadura evidenciada desde el comienzo. Desde que, las mujeres,
  • 5. aprendieron a ser madres. Originados los seres vivientes, en el clamor por el sexo dúctil. Tierno, explosivo, herético. Pero, en los tumbos dando, yo la seguí en primera pieza y primeros pasos. Tratando de alcanzar su vida. Y untarme en ella. Para ser negro del tiempo mozo, libertario. Y, ella, como si nada andando. En veloz carrera. Para alcanzar la estrella habida. Y supuso que volar tendría. Y se apropió de las alas de Pegaso, negro también, como ella. Viajaron juntos. Ella y Él. Hasta el abierto espacio de universo dado. Como prolongación de infinito estímulo. Yo, viendo lo que pude ver, me fui haciendo enano, impotente sujeto de mediodía apenas. El día siendo él y ella. Y juntaron alas mucho más grandes. Habidas en contienda ligera con las aves lentas y presurosas. Haciendo de cada estar, huella imborrable ahora y siempre. Unieron sus cuerpos en negritud los dos. Unieron la hermosura de la Vía Láctea, con su hechura de planetas dependientes de su vuelo; con las galaxias todas. Y se hizo un universo de amplitud prolongada. No perecedero. Por lo mismo que la Negra fue creciendo. Ya volando sin el alado sujeto equino que fue suyo. Solo ella y sus alas. Y, las aves todas, viéndola en esa plenitud de vida, le cedieron también las suyas. Lo mío, es hoy, no otra cosa que cazador de albedrío teñido, hecho. Buscándola en esta mí libertad sin ella. He roto cadenas antiguas y modernas. En ese ejercicio narrado. La he buscado en el entorno de todos los soles. De las lunas manifiestas, como silentes niñas que arroparme quisieron. Para mitigar la soledad cantada. O silente como la que más habida. Andando yo, sin las alas, robadas por ella. Por la Negra inmensa. Supe que creó otros mundos. No a su imagen y semejanza, Más bien como iconos sueltos. Rondando, por ahí. Aduciendo que son libres. Pero reclamando de la Negra Vida, su presencia. Para ser conducidos a la explosión toda. Como suponiendo, o murmurando, que despertarán en nuevo Bing Bang, más pleno y expansivo que el de otrora hecho. Y sí que, en esas andando. Como esperándola en la esquina de la galaxia nuestra, Tal vez añorando verla pasar algún día. Y que, me preste sus alas. Par ir volando hasta Asia pujante. Y volviendo a ver a nuestra África recién naciente. Descubriendo la pulsión de la Australia inmensa y gratificante, Surcando a la América toda. Y, proponiéndole a la Europa íngrima que se una a nosotros y a nosotras para levantar la vida, en plenitud potente, deseada. La conocí en el universo habido. Siendo ella mujer de libertad primera. En esa exuberancia que me tuvo perplejo. Durante toda la vida mía. Siempre indagándola por su pasado sin fin. Siendo este presente su expresión afín a lo que se ama en anchura inmensa. Siendo su belleza el asidero de la ternura. En su andar vibrante. En caminos por ella pensados. En ese ejercicio lujurioso sublime, herético. Me fui haciendo a su lado, como sujeto de verso ampliado. Me dijo, en el ahora suyo, lo mucho que podía amarme. Diciéndole yo lo de mí viaje al límite gravitatorio. Ofreciéndole todo el ozono vertido en el fugaz comienzo que se hizo eterno. No por esto siendo mera expresión de momento. Ella, a su vez, me enseñó sus títulos. Siendo el primero de todos su holgura en lectura y en palabras. Yendo en
  • 6. caravana de las otras. Con ellas deambulando de la mejor manera. Por ahí. Por los anchurosos valles. Por los mares empecinados en demostrar su fuerza. Cogiendo el viento en sus manos y arropándolo para que no se perdiera. En fin que, la mujer mía libre; se fue haciendo, cada vez más explayada en recoger lo cierto. En lucha constante con la gendarmería despótica. Fue cubriendo con su cuerpo todos los lugares no conocidos antes. La vi llorar de alegría inmensa. Cuando encontró la yerba de verde nítido. Y las aves volando que vuelan con ella. Me dijo lo que no decir podían las otras. Juró liberarlas. Y sí que lo hizo. Con su ejército de potenciado. Uno a uno. Una a una, fueron apareciendo. Espléndidos y espléndidas. Con el traje robado a la Luna nuestra. Sin oropeles. Pero si hechos con tesitura amable. Elocuente. Enhiesto. En ese andar que anda como sólo ella puede hacerlo. Todos los lugares, todos, se fueron convenciendo de lo que había en esa belleza extraña. No efímera. Cambiante siempre. Siendo negra que fuere. Y amarilla superlativa. Y blanca venida a la solidaridad de cuerpo. En mestizaje abierto, profundo. Como queriendo, yo, decirle mis palabras, me enseñó a tejerlas de tal manera que surgió la letra, el lenguaje más pleno. Siendo, ella, lingüista abrumadora en lo que esto tiene de amplitud posible, para enhebrar las voluntades todas. Haciéndose vértebra ansiosa, a la vez que lúcida para la espera. Me trajo, ese día, los mensajes emitidos en todas partes. Conociéndola, como en realidad es, me fui deslizando hasta la orilla del cántico soberbio. Y, estando ahí, triné cual pájaro milenario. Convocando a mis pares para ofrecerle corona áurea, a ella. Para efectuar el divertimento nuestro, ante su potente mirada. Negra, en sus ojos bellos. Locuaz conversadora en la historia entendida o, simplemente, en latencia perpendicular, en veces, sinuosa en curvatura envolvente, en otras. De todas maneras permitiendo el encantamiento ilustrado. Canto solo. Mi bella novia ausente Este territorio que piso hoy; se convertirá en paraíso para las y los herejes todos y todas. Para quienes han ido decantando sus vidas. Evolucionando enardecidas. Como decir que el ahínco se hace cada vez más cierto; por la vía de la presunción leal, no despótica. Aclamando la voz escuchada. Voz de ella sensible. De iracunda enjundia permitida, plena, elocuente. Conocí, lo de ella en ese tiempo en que casi habíamos perdido nuestros cuerpos. Y nuestras palabras todas. Y sí que, en ese viaje permitido, me hice sujeto mensajero suyo. Llevando la fe suya; como quiera que es fe de la libertad encontrada. Uno a uno, entonces. Una a una, entonces; nos fuimos elevando en las hechuras de ella. Transferidas a lo que somos. Conocimos las nubes no habidas antes. Y los colores ignotos hasta entonces. Y las lluvias nuevas. Venidas desde el origen de la mujer que ya es mía. Y digo esto, porque primero me hizo suyo, en algarabía de voces niñas, trepidantes en potencia de ilusiones, engarzadas en el cordón obsequiado por Ariadna; hija de ella. Concebida en libertaria relación con el dios uno, llamado por ella misma, dios de amplio espectro. Hecho no de sí mismo; sino
  • 7. por todos y todas. Siendo, por eso mismo, dios no impuesto desde la nada. Más bien dios dispuesto como esperanza viva vivida. Cuando terminó mi vida, al lado de ella, me fui al espacio soñándola como el primer día. Cuando, con ella, comenzó Natura embriagante, nítida. Dominante. Qué domingo este. Anclado, en esta plaza, estoy yo, hace ya algún tiempo. Ya he estado en varias ocasiones. Pero lo de hoy es, particularmente especial. Esa nostalgia que me ha invadido. Como convocante a dilucidar, de una vez por todas, el tipo de camino a emprender. La concreción de la caminata. Hasta cierto punto estoy mimetizado. Como si nadie supiese lo que hay en mí. En este tiempo tan lejano ya, de esos hermosos días, allá en mi barrio amado. Recuerdo el impulso básico, por todas las calles andando. Las voces que llamaban a la expresión de la vida, en medio de cada arrabal. Siendo yo, todo, condensación de esperanza. Aún, habiendo vivido como lo había hecho: casi como tósigo que penetra y hunde, en lo más hondo, el espíritu de fe y de liberación. Qué día es este día. Un carnaval de espacio triturado. Oyendo todas las voces. Diversas. Ansiosas de no sé qué. Porque, por esto mismo, es mi brega. Por distanciar. Pero puede más mi soledad de búsqueda impenetrable. Como siento ahora el silencio. Como me he dejado llevar por el vértigo del dolor nefasto. Que tritura y destruye, todo lo que he podido alcanzar a ser. Aun dentro de estas limitaciones mías. Como garras que no me sueltan. Por el contrario, que me colocan en cepo eterno. Como añoro yo esos días. En la mañana dominical; alzando el vuelo hacia la didáctica de la lúdica primaria. Emergiendo en cada esquina. Como repetición dichosa que me hacía feliz. Ese pasado inmenso, que añoro. Tal vez porque, siendo niño, no veía desaparecer las cosas bellas. Así como si nada. Que bipolaridad enhiesta. Entre sentir el vacío y sentir, también, la fascinación de lo cotidiano. Recreando la sensibilidad hasta magnificarla. Hasta convertirla en motor imaginario. Con el eros sin explotar. Casi que como enfatización perenne. Y, sin saber cómo, llegó el naufragio. Eso que estoy viviendo en este presente. Hecho trisas el insumo fundamental. Una vida que se corroe a sí misma. Sin saber porque. En veces, ensayando la diatriba del insulto; como expresión de rechazo. En veces augurándome a mí mismo toda la felicidad posible por venir. Sin que llegue. Como ese límite en lo del día. Como llegando allí, sin llegar al fin. Como depositario de fracasos. Uno sobre otros. Con un horizonte que, de manera tardía, me engulle y de satura. Esos domingos míos, antes. Días de ensayo y de vocación. Hacia lo nuevo. Sin dejar de ser yo mismo. Sin olvidar que existía. Precisamente por eso, para mí, son añoranzas de ternura. Aún ahí, en ese lodazal que amenazaba con permearme a cada paso. Con todo aquello que dolía. Con todo y que sentía el contubernio entre la tristeza y la desesperanza. Pero que, yo, ignoraba, estando en el juego callejero. Y en la penumbra nítida del regreso a casa, después de deambular por ahí. Por cualquier parte.
  • 8. Y hoy, en este domingo cerrado. Sin por dónde mirar lo sublime; ahoga mis ímpetus. Esos que creí que nunca perdería; después de haber bebido la fuente de la vida. Siendo esa tú. Y tus anhelos. Tú y tu alegría desbordada. Allá lejana. En ese otro territorio; en el cual también es domingo. Pero otro, no este mío. Y se van decantando las condiciones. Ya, como otrora no lo había percibido, solo me recorre el beneplácito de haber vivido. Como memoria que no habilita nada más que la victoria de los dioses que siempre he odiado, desde el mismo día en que hice ruptura con mi universo no profano. Desde el día en que dije no va más mi sublimación. Diciendo no va más el ejercicio oratorio como evento religioso perverso. Pero yo ya lo sabía. El pago por esa partición, tiene que ver con el crecimiento de la ansiedad, como castigo, tal vez. No lo sé en ciencia cierta. Y vuelves a aparecer allí, en esa esquina de esta plaza empalagosa, en lo que esto tiene de perdición del poder de la magia de amar. Siendo, en este lugar, sujeto que no atina a resolver el entuerto de siempre. El nudo gordiano que asfixia y que liquida, a cuenta gotas. Por esto es de mayor dolencia. Por esto es de mayor severidad. Por lo pronto no sé qué más vendrá. Si ha de ser el colapso absoluto. O si ha de ser una nueva esperanza. Encontrarla, no sé dónde. Tal vez ande por ahí y yo no la he visto. Es posible que haya acabado de pasar y ha dejado su suspiro en el aire. Y si ya pasó, no sé si lo volverá a hacer. De pronto, quien sabe cuándo. Y, al unísono con esas voces continuas. Inacabadas, estrepitosas, diciendo nada; me he volcado al vacío. A ese espacio que no creía mío. Pero que, ahora en este domingo que cuento, se erige como presencia soberbia. Tal alta como monte Everest. Tan aletargadora que, por si misma, hace enmudecer, el grito de potencia que creía tener. A no ser por tì, aún en vaguedad insoslayable, tu espíritu vuele hasta acá. Como águila gendármica. Atravesando esos pesados montes que veo allá, en la terminación del Sol, al menos por hoy. Y si fuese así, yo diría que la esperanza podría volver; a no ser que tu vuelo de águila inmensa, se detenga a mitad de camino y regrese hasta donde a cualquier hora partiste. Ayer no más estuve visitando a Fabiana. Me habían contado de su situación. Un tanto compleja, por cierto. Y, en verdad la noté un tanto deteriorada en su pulsión de vida. “Es que no he logrado resarcirme a mí misma. Porque, estando para allá y para acá, se me abrió la vieja herida. No sé si recuerdas lo de mi obsesión por lo vivido en lo cotidiano. Simplemente, así lo entendí en comienzo, estaba unida al dolor por las vejaciones constantes. A esa gente que tanto he amado. Verlos, por ahí, sin horizontes. En una perspectiva centrada en la creciente pauperización. Pero no solo en lo que respecta al mínimo de calidad de vida posible. También en eso de ver decrecer los valores íntimos. Ante todo, porque, se ha consolidado un escenario inmediato y tendencial, anclado en la preeminencia de los poderes económicos y políticos, de esos sectores, de lo que yo he dado en llamar beneficiarios fundamentales del crecimiento soportado en la explotación absoluta.
  • 9. En donde no existe espacio posible para la solidaridad y los agregados sociales indispensables para aspirar, por lo menos, al equilibrio. Y no es que esté asumiendo posiciones panfletarias. Es más en el sentido de decantación de lo que he sido. Siendo esto, una tendencia a la sublimación de la heredad de quienes se han esmerado por construir opciones que suponen una visión diferente. De aquellos y aquellas que lo dieron todo. Que lo arriesgaron todo, hasta su vida. Por enseñar y comprometerse a fondo. Yo solo. Sin ella, otra vez Es tanto, Germán, como sentir que he llegado casi al final de mi caminata por la vida. Porque siento que no hay con quien ni con quienes. Aunque parezca absurdo, todos y todas que estuvieron conmigo, han emigrado. Han cambiado valores por posiciones políticas en las cuales se exhibe una opción de acomodarse a las circunstancias. A vuelo han desagregado el compromiso y las convicciones. Por una vía de simple repetición de discursos anclados en lo que ellos y ellas llaman Desenmascarar, en vivo, a esos beneficiarios fundamentales. Convirtiendo la lucha en debates insulsos. Porque, a sabiendas de ello, pretenden construir lo que se ha dado en llamar tercera vía. O, lo que es lo mismo, una connivencia con los depredadores. Con aquellos y aquellas que se han posicionado como controladores. En consolidación de un Estado que, en teórico es social y de derecho. Pero que, en concreto, no es otra cosa que las garantías de su permanencia. Vía, un proceso que es como reservorio. Como eso de asimilar eventos, que para nada lesionan su razón de ser. Y, estoy en un parangón. Sé que he ido y he venido. En veces como noria. Como lo que llamarían mis contradictores, un ejercicio ramplón. Supra ortodoxo. En fiel posición, que no es más que una figura asimilada a esa utopía sinrazón. Es como si hubiese llegado a un punto que ejerce como estación de vida. Como convocando a desandar lo andado. Como que no alcanzo a dimensionar los bretes diarios. Como si convulsionara. Como si, ni para aquí ni para allá. Y eso duele Germán. Porque es una soledad casi absoluta. No me hallo. Tanto como soportar una comezón visceral. Siendo, entonces, así he optado por vivir lo mío. Ahí, encerrada. Hermética. Sabiendo lo riesgos. Porque cuando se llega a un momento como este, es tanto como querer no ir más. No forzar más a la vida en lo que esta no me puede dar. Desde ahí, hasta la regresión paulatina, solo existe un nano segundo…” Ciertamente, me conmovió la Fabiana. Con todo lo que la he querido. Con todo lo que vivimos en el pasado. Definitivamente la admiro. Pero me entra el temor de que, en verdad, no quiera ir más. Y pensado y hecho, a escasos tres días de haber hablado con ella supe, a través de Juliana, que encontraron su cuerpo incinerado. Murió como esos bonzos que otrora, en público, se incendiaban. Fabiana, simplemente, se fue. Y, aún en eso, se destaca su entendido de vida. Bello, pleno y de absoluta lealtad con ella misma.
  • 10. Lo que si es cierto, tiene que ver con su belleza. Un dibujo pleno. Concierto vivo entre cuerpo y líneas de expresión exhibidas ahí. En labios prestos a la risa. A diario compartida. Con todos y todas. Una lisura en piel de cuello insinuante. Pero, siempre, muy suyo en lo que esto tiene de enhebración con la limpieza de espíritu. No más, ayer, la vi. Estando en esa brega no ajena a su visión de lo humano como garante del ir y venir creativo. Como recreando los aqueus, en diario tránsito casi prístino. Perfilando la aqueia como comienzo. En un andar de a día y noche. Como Creta viviente arropada por la lucidez de la Diosa de enjundia exuberante. El Santuario Yzicikane. En Anatolia. El Pueblo Catal Huyuk. En posición de uititas como si fuesen danza compleja milenaria. Y, en eso de haberla visto en esa simpleza bondadosa. Solidaria; centré toda mi posibilidad de ternura amplia. Sincera. Y la vi, cuando ella veía más allá de lo que yo, en verdad, podía. En un ejercicio de vuelo imaginario. Por mares y territorios no vistos. Ni por mí; ni por nadie. Ni antes ni ahora. Ni, tal vez, después. Y, en eso de haberla visto ese día, hice énfasis yo. Para tratar de encumbrar mi noción de ser vivo. Viviendo y viendo la que es Idea y Convocatoria a ver la vida en dinámica de ternura con alas abiertas. Inmensas. Una finura de Sujeto Fémina. Subyugante. Y, ahí mismo. En ese mismo día; la percibí con dolor íntimo. Inmerso en su alma nítida. Como cuando se intuye que crece el desdecir de la alegría. Y, ella percibió, también, que yo ya daba cuenta; en mi íntima tristeza; de esa erosión en ciernes. Sin un por qué válido. O, al menos, constituido por una variable ensanchada. Como nube asfixiante. De inusual densidad conocida. Esmeralda Al verla así. Diluyéndose lo que era antes de ayer solo belleza inmensa. Nítida. Subyugante. Ese ayer pasó a ser referente de dolor mío. En algo similar al ahogo absoluto de la voluntad. Y de la esperanza. Y de la ternura de ahora y de después. En ese consciente tan mío y tan de todos. Cuando sentimos que ya no estará dado, para nadie, el derecho cierto a vivir la imaginación absoluta. En una orfandad como látigo punzante. Que empezó a cruzarnos desde ahí mismo; cuando, en ella, empezó a eclosionar la soledad. De cuerpo. Y del ávido espíritu. Certero, antes de ayer, en lo que ilusionario mágico, humano; era como heredad que ansiábamos todos y todas. Y, por lo mismo dicho, percibido y visto; el antes de la belleza abierta y cierta; empezó el declive. Obscurana arrogante. De crecer constante. Exponencial. Un glacial. Y, nosotros y nosotras, ateridos (as); acompañándola en su periplo. Como esa decadencia que se impone. Sin explicación aparente. A no ser aquella que la relaciona a ella y a lo que era hasta antes de ayer, con la vida viva que la han ido matando. En ese recorrido de voces. De arengas. De acciones. Tan propias de la gendarmería palaciega. Vinculante. En lo que significa esto. Como trasunto envolvente que hiere y mata. En lentitud de tortura. De inclemente pavura. Que crece y crece en paralelo al decrecimiento de ella. Y de su hermosura. Y de su
  • 11. ternura. Y de su esperanza antes habida. Y, ahora, dolida. Derrotada en su significado que se tornó efímero. Por lo mismo que no me amó nunca. Y que, en ese nunca hiperbólico, soporté mi venganza. Construida a pulso perverso. Desde el mismo día en que sus divinos ojos dijeron no, a mi mirada furtiva de insinuación lasciva. Y, por lo mismo cierto, que sentí que este yo mío, era más que simple sujeto de llegar tardío al Edén suyo. En el cual, en su momento vivo, entregó hoja de ruta a quienes, con ella conductora, recorrieron todos los mares y todos los cielos. Hasta que, este yo perverso, la mató a ella navegante en agua y vuelo. Y a los (as) que, con ella, navegaron y volaron. Haciendo de la vida imaginación y anhelo. En esto de cargar con una culpa, parece que se expande la vida en sentido contrario a lo que queremos. Lo digo porque, no más pasados veinte años, y ya estoy de vuelta. Aquí como si nada hubiera pasado. Pero, muy en lo recóndito, yo sé que si pasó. Y, no solo eso, además sé que no logré conjurar nunca la posibilidad de regresión. En ese universo en el que me he desenvuelto. Y que, ahora, no atino a precisar en cuestión de términos y de conceptos. Transcurría, como solo yo lo sé, ese año absorbente. En el que nadie atinaba a dilucidar acerca de la sucesión de eventos. En ese proceso de erosión de lo que somos. En penumbras que nos llevaban para allá y nos volvían a regresar al punto de partido originario. En el vértigo propio de lo que acontece sin que sepamos porque. Al menos así lo entendía. O trataba de hacerlo. Me fugué de ahí. De esa prisión modelo. Una familia en donde se expandía el odio contra todo aquello asociado a la ternura. Como en esas vocinglerías propias de quienes horadan a los sujetos; sin importar la condición; ni la edad; ni el sexo. Mucho menos sus creencias. Familia de esas que están ahí. Que siempre han estado. Y que perduran en el tiempo. Profundizando todo lo dañino que sea posible abarcar. ESE DÌA, EN MI CUARTO, LOGRÈ VERTEBRAR LA IDEA DEL ESCAPE. No sin antes ensayar una aproximación a la resurrección de la vida. En lo que esta tiene de posibilidad de reconstruirse. Tanto en el tiempo como en el espacio. Y, yo mismo me decía acerca de la absoluta necesidad perentoria de reclamar lo perdido. Es decir de todo ese acumulado que se ha ido amontonando ahí. Pero que, por esto mismo, no ha pasado de ser simple aglomeración. De cosas y de vidas. Pero que, al fin y al cabo, obran como resorte imaginario que reivindica la razón de ser de la humanidad. Mi hermana, Esmeralda, también estaba ahí, conmigo. Nuestras miradas se tornaban cada vez más lentas; en lo que suponía debía de ser la aceleración de las respuestas. Como en esas ondas hertzianas; que van y vienen. Y que sintonizan las opciones. Y las relanzan al desgaire. Pero no. Ella y yo, seguíamos absortos. Tal vez buscando las condiciones y las circunstancias propicias. Pero, sin poder atinar a nada. Sentíamos volar nuestra imaginación, recortada. Como sumisos seres a los cuales lo despótico y autoritario les han cortado lo poco que quedaba de sus alas que, otrora, ejercían como motor entregadas al viento.
  • 12. Direccionando la esperanza. Hasta allá. Hacia ese horizonte que creíamos nítido y libertario. Cuando llegó Fonseca, Esmeralda y yo, habíamos juntado nuestras manos. Como pregonando una rogativa perenne. Como si nunca más nos reconociéramos en el afán de la liberación. Estábamos claudicados. Como supongo yo que debe ser la derrota total. De hombres y mujeres que habíamos empezado la lucha desde el mismo momento en el que la vida comenzaba. Este Fonseca nació aquí, hace ya cincuenta años. De niños, jugábamos a ser dos creativos. Dos imaginarios que se bifurcaban ante cada hecho.; pero volvían al punto de partida cuando sentíamos ese silencio atroz al que tanto miedo le teníamos. Y cada rayo. Y cada lluvia intensa; ejercían como convocantes para nosotros. Ahora que lo miro, después de tantos años, me doy cuenta que la vida es un camino. El tránsito lo hacemos por la vía que más nos permita la concreción de ideales. De sueños. Y de acciones convergentes o no. Hoy, lunes de pasión, Esmeralda y yo. Seguimos ahí. Fuimos mutilados por Fonseca. Hizo de nosotros, cuerpos de expiación. Cercenadas las manos. A trozos, fuimos cayendo. Acompañados de espasmos dolorosos. Y nuestros ojos volaron como ave de martirologio. Nuestras bocas escaldadas a lo máximo. En fin que, ella y yo, sucumbimos. Y él, como si nada. Simplemente mirándonos en el desangre total. Sin reír. Pero, tampoco, sin el menor asomo de tristeza. Y yo, particularmente, sentí que me iba yendo, desmoronando. Solo acaté a susurrarle a Esmeralda:”…lo que fue, ya fue hermana mía; nuestro padre así lo decidió, tratando de cortar nuestro vuelo de amantes íntegros…”