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EL PERRO, EL RATÓN
Y EL GATO
(1930-31)
Antoniorrobles
Edición:
Julio Pollino Tamayo
cinelacion@yahoo.es
2
3
ÍNDICE
1- La Princesita sin par y las hojas de afeitar………………………………….....5
2- Mariposas de almohadón que realizan su ilusión……………………………...9
3- Caballo que fue inventor, submarino y volador……………………………...13
4- El señor don Tenedor, educado y protector…………………………………..19
5- El chimpancé que tiraba a todo aquel que pasaba………………………...….25
6- La guerra de las veintiuna, que una se comió la luna………………………...29
7- La “moto” de Villatejos fue madrastra de conejos…………………………...35
8- El cabo Pipa, su vida, y la falta de comida…………………………………...39
9- La pierna y el caracol sacan los cuernos al sol…………………………...…..45
10- Se hizo un pozo tan profundo, que llegó hasta el otro mundo……………...51
11- Cómo encontró el buen dragón su princesa en el vagón…………………....57
12- El señor don Zas Tinoco, que era loco… y no era loco……………………..61
13- El pulpo tiene memoria para contarnos su historia………………………....67
14- 100.000 monedas se gana por correr con la manzana……………………....73
15- Huyen cuando ven delante al negro del elefante…………………………....77
16- El maniquí al que le da por hacer la “caridá”…………………………….....83
4
5
Dibujos de Aristo Téllez
PUES señor, ésta era la Princesita Plata, tan alegre y tan bonita, que no tenía
igual en cien leguas a la redonda. Tan bonita era, que cuando se miraba al espejo
ni siquiera la figura del espejo conseguía ser tan bella como Plata.
Si acaso, en las lagunas cristalinas podía verse tan guapa, porque las lagunas
son de por sí más bonitas que los espejos.
Era la hija del rey Don Oro II, de Solibrita: rey que llevaba barba partida, botas
altas, gabán de terciopelo con puntillas y el fez a la cabeza, como era en Solibrita
costumbre. Oro II era un rey con toda la barba... partida.
Estaba enamoradísimo de la Princesita Plata el Príncipe Rosquilla, alegre
también y simpático; pero que a veces se ponía de muy mal genio, cuando le
contrariaban.
6
Rosquilla gobernaba una nación vecina, cuyo nombre era Caracolcoles de la
Mancha, donde el Príncipe y unos cuantos amigos cazaban cebras con red y
elefantes con cañas de pescar desde las copas de los árboles.
Pero hacía una temporada que Rosquilla estaba triste, sentado en un balcón de
Palacio, entre un canario y un botijo, porque esperaba al cartero con la
contestación de Don Oro II, al que había escrito pidiéndole la mano de Plata.
Un día llegó la carta. Se la entregó el criado sobre un almohadón de terciopelo.
Los amigos Colonial, Armario y Llaverito, que fumaban sus pipas silenciosos,
respetando la tristeza del Príncipe, aguardaron inquietos a ver si aquella carta le
ponía alegre a Rosquilla. Pero Rosquilla leyó lo que decía el primer pliego, que
era esto:
«Al Príncipe Rosquilla, de Caracolcoles de la Mancha.
Señor: Recibida vuestra carta, no tengo más que manifestarle sino que no os
casareis con la Princesa Plata...».
Rosquilla ni siquiera pasó la hoja. Se llenó de ira; dio una patada en el suelo,
con la que se ladearon los cuadros y pestañearon las luces, arrugó el pliego y lo
tiró al suelo con todas sus fuerzas.
Los ratones de Palacio asomaron las cabecitas por los agujeros a ver qué
pasaba. Los tres amigos se arrimaron... y el Príncipe se puso a dar vueltas por la
habitación, como el péndulo de un reloj loco.
De pronto, dijo a un amigo de aquéllos:
—Colonial; pon inmediatamente este telegrama:
«Al Rey de Solibrita: Hoy marcharán mis regimientos contra ti, para traerse tu
cabeza y jugar al fútbol con ella. Yo seré árbitro. —Rosquilla.»
Y a Llaverito le dijo;
—Tú vete al general Zapatero, que es el más joven y decidido, y dile que
prepare todas mis fuerzas. La Caballería, con caballos, cebras y burros. La
Artillería, con buenas balas de mucho ruido, y que al disparar los artilleros hagan
¡pum! con la boca, para asustar más a ese granuja barbudo. La Camellería, con
camellos y dromedarios, y que tiren al enemigo las botellas vacías que hay en la
cueva. Que un elefante lleve los toros que se iban a lidiar esta tarde, metidos en
cajones con ruedas, de modo que parezca un tren, y suelten los bravos cornúpetos
en el campo de Solibrita...
7
Con estas cosas se desahogó un poco Rosquilla, y decidió continuar la lectura
de la carta que había tirado al suelo, resultando que terminaba así:
«No os casaréis con la Princesa Plata si no venís antes a pasar un domingo
con nosotros y a comer un arroz con cangrejos, que lo hace mi cocinero superior
chico. Abrazos de Don Oro 11, el barbas.»
Antes de terminar la lectura, el Príncipe sufrió un desmayo y cayó sobre el
diván, cogiendo debajo a dos gatos, que pudieron escapar haciendo «¡fu!», y a
tres almohadones que no lograron escapar. Y es natural que se desmayara
pensando en que el telegrama de declaración de guerra ya estaba enviado.
El amigo Armario—que era en aquel momento el único que quedaba en la
estancia—, buscando cuál sería el motivo del real desmayo, leyó el papel, y sin
aguardar a que Rosquilla volviera en sí, bajó las escaleras y montó en su auto,
que era de carreras, de los largos, como un cigarro puro con ruedas.
Llegó a su casa, cogió un tirador de goma y las hojas de la maquinilla de
afeitarse, y salió volando hacia el camino.
Ya sabéis que al lado de la carretera van los hilos del telégrafo. Y hasta dicen
algunos, aunque yo no lo creo, que los telegramas van por los hilos haciendo
culebrillas veloces, como cuando sacudimos una comba que está atada por el otro
extremo.
El señorito Armario es de los que dicen que esa culebrilla existe, y por eso
corrió a alcanzarla, costase lo que costase.
Los árboles le dieron un susto, porque como parecía que venían de dos en dos
hacia el automóvil, pensó el joven si serían los soldados del rey barbudo,
disfrazados de árboles, que ya habían recibido el telegrama y se encaminaban
hacia Caracolcoles de la Mancha. Pero no eran soldados; eran álamos nada más.
Los cables hacían esas suaves cuestas de siempre, y como el automovilista iba
muy de prisa, los cables también bajaban y subían muy de prisa sus cuestecitas.
En lo alto de los palos había siempre muchos puntitos, y al pasar el auto unos
puntos se escapaban y otros se quedaban, o sea que se escapaban volando los
pajaritos y se quedaban los aisladores de porcelana.
Al fin, Armario vio que la culebrilla estaba detenida, porque este era uno de
esos telegramas charlatanes que hay que se detienen en el camino a contar a las
golondrinas el recado que tienen que llevar ellos de un pueblo a otro.
Entonces el muchacho apretó todo lo que pudo. Volaba más que corría. Hasta
se levantó un poquillo el auto, ciertamente, como los aeroplanos cuando van a
elevarse que toman velocidad por el suelo.
8
Y cuando le pareció conveniente, se detuvo en seco, descarnando un poco la
carretera; sacó el tirador y el estuche con las seis hojas de afeitar nuevas, y,
atinando con serena puntería, lanzaba las hojas una a una, y uno a uno fue
cortando con ellas los seis hilos que había, para evitar que el telegrama saltara de
unos cables a otros, por su deseo de seguir.
Apenas habían caído los cables llegó el telegrama, y todo él se vertió en el
suelo, palabra por palabra. Allí estaba la declaración de guerra todavía saltando
por la arena, como los peces recién pescados.
Armario pisó las palabras malditas para rematarlas bien, y sacando una
herramienta del coche, hizo un hoyo, las metió, las tapó, y con el dedo puso:
«¡Muera la guerra! ¡Viva la paz!».
Trepó luego, porque era ágil y deportista, según habréis visto en el empleo del
auto y del tirador, y ató los hilos de nuevo. Y cuando volvió dijo:
—Ese telegrama está muerto y enterrado. Podéis poner otro, si queréis, señor.
Y el Príncipe Rosquilla, llorando de alegría, dijo:
—Colonial: pon ahora un telegrama que diga al simpático barbudo:
«Iré domingo comer arroz con muchos cangrejos, y llevaré media docena de
pasteles. —Rosquilla».
Y fue y le dieron la mano de la Princesita Plata; pero casi no comió; estaba
emocionado con su felicidad.
9
Dibujos de Aristo Téllez
Llamita había recibido a la profesora en su cuarto. El cuarto era precioso, con
su librería, su armario de juguetes y unos cacharros con flores sobre los dos
mueblecitos.
La cama de Llamita se convertía por el día en diván, con seis o siete
almohadones, decorados todos ellos por la muchacha. Uno tenía una cabeza de
negro; otro, una gran mariposa; otro tenía letras como si fuera un caramelo
grande y envuelto; dos tenían flores; uno, unos pájaros recostados en telas de
colores, y, el otro, tenía puntilla plateada y borlas grandes.
Llamita había estado estudiando la lección tumbada en el diván con tres
muñecos iguales y de china a su lado, pequeños como el alto de un vaso de agua.
Eran esos los muñecos preferidos de Llamita y se llamaban Guante, Gorrito y
Calcetín.
Los tres la vieron estudiar con gran atención, y cuando vino la profesora se
quedaron en el diván quietecitos escuchando la clase de idiomas, que ellos ya
iban comprendiendo: las matemáticas, que les aburrían, y la de Historia Natural,
que les gustaba mucho.
Hoy tocaba lección de mariposas, y la profesora explicó como las mariposas
son primero orugas o gusanos, que después de una temporada de quietud se
hacen mariposas. Y se hablo también de los gusanitos que viven en las frutas, y
aun de los que viven en los quesos.
Fue una lección muy distraída que Guante, Gorrito y Calcetín escucharon con
mucha fijeza, como si no fueran tales munequillos.
Después jugó Llamita con ellos, y a la hora de la cena les volvió a dejar.
Al quedarse solos los monigotes, Gorrito exclamó:
—¡Quién fuera oruga para luego ser mariposa! ¿verdad?
—A mí me gustaría mucho volar.
—Y a mí. Recuerdo que cuando estaba en la tienda todo mi afán era que me
compraran para mascota de un avión.
10
A la hora de dormir, Llamita los acostó en tres camitas juntas, se hizo su cama
en el diván, acostó a las demás muñecas, puso en la mesilla un guardia de trapo
que tenía para la vigilancia de noche, se acostó y apagó.
A la media hora se notaba en la respiración de la chiquilla que dormía
profundamente. Y entonces fue cuando Calcetín dijo muy bajito:
—¿Dormís ya?
—Yo, no.
—Ni yo.
—¿Y en que pensáis?
—Yo en eso de ser mariposas.
—Y yo también. ¡Qué casualidad!
—Entonces, los tres—dijo Gorrito.
El guardia oyó que andaban cuchicheando y les hizo callar así: «¡Sssssh!»
Callaron, en efecto; pero notaba cada uno que los otros dos no se dormían
fácilmente. Claro que acabaron por dormirse. Por la mañana Llamita se fue al
baño, y entonces hablaron los tres muñecos, cuidando de que nadie les oyera.
Resultó que anoche los tres habían estado pensando en ser mariposas, pero no
sabían cómo conseguirlo.
11
—Porque ponernos alas no será bastante, yo creo. Hay que saber volar.
—Y montar en un aeroplano va a sernos difícil.
—Si nos pudiéramos convertir en gusanos... esperaríamos... y luego...
—Somos muy grandes para un queso. Claro que podíamos buscar cosas más
grandes que un queso.
—Una sandía.
—Más grande.
—Un colchón.
—Nos aplastaría demasiado por las noches.
—¿Y en los almohadones?
—Tal vez...
—Sí, sí, vamos a ellos.
Decidieron descoser un poco más uno que estaba un poquitito descosido, y
desaparecer por el agujero.
Fue precisamente en el cojín que tenía puntilla de plata y cuatro borlas grandes.
La niña los buscó por el cuarto, primero curiosa, luego intranquila, después
llorando. ¡La habían desaparecido los muñecos que más quería; los más
chiquitines!...
Ellos oyeron su llanto, y tuvieron un instante la tentación de salir de nuevo;
pero decidieron esperar. La pena se la iría pasando, y, en cambio, la alegría
sería luego muy grande, al verlos convertidos en mariposas.
Llamita dormía la siesta entre los almohadones, y entonces los muñecos se
acercaban al oído de la dormilona, y decían cosas pegando por dentro la boca a
la tela:
—Gorrito, Guante y Calcetín te quieren mucho todavía.
—Gorrito, Guante y Calcetín tendrán alas el día menos pensado.
—Gorrito, Guante y Calcetín llevarán tus recados a la cigüeña de la torre.
Llamita se despertaba luego, y la era fácil creer que había soñado. Y gustaba
dormir la siesta todos los días, porque creía que todos los días soñaba.
Entre tanto los tres monigotes se fueron haciendo una envoltura con hilos de la
lana del almohadón, como la envoltura en que se cierran los gusanos de seda. Y
se cerraron cada uno aisladamente, y quedaron quietos, callados, medio
dormidos, como en las crisálidas de las mariposas.
Fue una temporada larga. Al cabo de la cual los tres muñecos se encontraron
con que tenían alas. Pero en el almohadón no podían volar.
Esperaron; al poco tiempo, Llamita fue a dormir la siesta; era un día de
primavera, de sol caliente, de flores nuevas y de las primeras mariposas.
Al ir a apoyar su cabeza en el almohadón sintió un extraño aleteo. Arrimó el
oído y escuchó:
—Ábrenos; somos tus mejores amigos...
La niña, llena de emoción, corrió por las tijeras, abrió el cojín de la puntilla de
plata y las borlas grandes, y salieron volando las tres mariposas que se
repartieron por los cacharros de flores de la estancia.
12
—¡Ábrenos la ventana para ver el azul del cielo!
—¡Ca! Seréis para mí.
Llamó al timbre y pidió el mariposero.
Los muñecos de alas, al oírla, se entregaron solas en los hombros y la cabeza
de Llamita.
Llamita comprendió que aquello era una lección de bondad que la daban, y se
puso muy colorada. Entonces se fue a la ventana y abrió, para que gozaran del
cielo y las flores. Y desaparecieron.
Pero cuando la tarde iba a caer, llamaron con el ala en los cristales, entraron
luego, y fueron a descansar en las flores de trapo de los almohadones, porque,
pensaron que las rosas y los claveles de verdad debieran ser solo para las
mariposas de verdad, y no para las que tenían las alas de lana.
Y esa fue otra lección para Llamita, que pensaba meterse en un colchón como
ellas en el almohadón de las borlas, y hacerse con el tiempo ángel y andar por el
cielo como los querubines.
—Yo creo que hacerte angelito es mucho, nosotros no nos atrevemos, a ser
mariposas de verdad, y un querubín con las alas de lana... no está bien.
—Tenéis razón. Seguiré siendo niña, que es una cosa natural, y vosotros
llevaréis mis recados a las flores, a los pájaros, a las estrellas y a la cigüeña.
—Eso sí se puede hacer. Una niña de verdad puede hablar con un ángel de
verdad; pero un ángel de lana no puede jugar más que en esas nubes de lana, que
parecen los colchones de las camas grandes.
Y fue feliz, y gracias a Calcetín, Guante y Gorrito tenía noticias de las
mariposas de verdad, y, sobre todo, de la cigüeña y de sus hijitos... Y hasta de una
estrellita verde y oro que ella se sabía como los chicos se saben los nidos.
13
Dibujos de Climent
Sol y Luna eran un caballo y una yegua, blancos los dos, blanquísimos, con las
pestañas y la cola y los cascos blancos, y con el alma, si es que los caballos la
hubieran tenido, blanca también.
Y digo que su alma sería blanca, si la tuvieran, porque se dedicaban, según
mandaba su dueño, a pasear niños por un parque público. Y eran tan nobles, que
en cuanto notaban el peso un poco desequilibrado, se paraban. Y así el niño no se
caía jamas.
14
En las cuadras, en los prados o en los descansos, lo decían a cuantos caballos
querían oírles:
—Nosotros no hemos dejado caer ni un niño siquiera. Y eso que a veces se
ponen a hablar las criadas unas con otras, y nos dejan solos con los chicos.
Entonces vamos muy despacito...
Pero sucedió una cosa desagradable: vino al parque otro hombre con un
elefante que llevaba arriba una plataforma, y un camello que llevaba otra, y los
niños se iban con ellos.
A los chicos les gustaba ver desde arriba las orejas gordonas del elefante y el
cuello curvo, como una mecedora, del camello, y el Sol y la Luna tuvieron que
ser vendidos, porque no había negocio.
Los compró un labrador, y los hacía arar juntos. La yegua, como esas mujeres
muy cuidadosas de los arreglos de su casa gustaba de hacer el surco muy recto;
parecía esas niñas que cosen a la máquina sin torcer el pespunte nada, nada.
El Sol se descuidaba algo, porque iba pensando en sus cosas; en la vida de un
caballo, siempre sujeto a una cabezada y sin libertad. Afortunadamente estaba
fijo por el yugo a la Luna, y así no descomponía la recta del arado.
Después, el labrador los ocupó en la noria. Tenía una noria de esas a las que se
ata una caballería, y empiezan a dar vueltas, vueltas y vueltas, como un peón
perezoso, y a salir agua y agua de un pozo; agua que se volcaba en un canalito
cuesta abajo, e iba a regar unas frescas lechugas y unos rabanillos que se inflaban
como baloncillos debajo de tierra.
El labrador hacía lo siguiente: un día enganchaba al Sol ocho o diez horas. Al
día siguiente descansaba el caballo, y las ocho o diez horas de vueltas y vueltas
las daba la yegua.
Un día, en las vueltas y vueltas de la noria, el Sol comenzó a pensar en un
invento que le daba a él vueltas también.
El jaco blanco estaba inventando un procedimiento cómodo de viajar los
caballos, al mismo tiempo que fuera útil al hombre.
Y como advirtiera el Sol que pensaba mejor las cosas dando vueltas a la noria
que en la cuadra, todas las noches se desataban con los dientes el caballo y la
yegua y se cambiaban de sitio; de modo que cuando muy de mañana, casi a
media luz, venía el labrador, cogía un día el de un sitio y otro día el del otro, y
siempre se llevaba el jaco.
Con lo cual la Luna estaba descansando, y poniéndose redondita como si fuera
un tonel blanco, tumbado, con cuatro patas, una cola y dos orejas.
El que escribe este cuento no tiene inconveniente en compararse con el caballo,
por un motivo; porque mejor se le ocurren los cuentos paseando que sentado a la
mesa del comedor. Y eso le pasaba al Sol: mejor pensaba en su invento dando
vueltas a la noria que amarrado al cajón de su comida.
15
Por fin, presentó el invento a su dueño, explicándose por señas. Se trataba de
unir paralelamente con barras de hierro dos bicicletas que llevaran pedales en las
dos ruedas cada una. Enganchar los ocho cascos de un tronco de caballos a los
ocho pedales, sujetarlo a la lanza de un coche... y a correr más que un auto.
Se hicieron las pruebas. El Sol y la Luna inauguraron el invento, que luego
corrió por el mundo... Hubo un momento en que en las más importantes capitales
no se veía otra cosa...
Pero el mundo es ingrato con las celebridades mientras viven. No quiero poner
ejemplos, para no comparar al caballo con Colón ni con Cervantes.
El labrador vendió el invento, se enriqueció, dejó la labranza... y dio por treinta
duros a unos gitanos la pareja de caballos blancos.
La Luna tuvo suerte. Vieja y todo, como estaba redondita por los días que no
dio vueltas a la noria, fue comprada por un marquesón, para que aprendiera a
montar su niña. Y su niña la tomó cariño y la daba azúcar, nueces mondadas y
galletas, y la traía una rosa, que la yegua gustaba de llevar en la boca, como las
mozas de los pueblos en domingo.
16
A pesar de lo cual, ¡cuánto pensaba en el caballo! Recordaba, a solas, los días
que llevaban niños pequeñines en sus lomos, sobre todo uno de traje colorado,
que tenía un perro de goma atado al cuello; y recordaba el chiquillo que se le iba
a caer a la Luna, pero el Sol se pegó a ella de costado y entre los dos se quedó el
chico hasta que vino la criada.
Recordaba también los días del arado, en que el Sol quería ir muy de prisa
cuando el Sol de verdad les daba de cara, y muy despacio cuando no les
molestaba a los ojos.
—Era un sabio—se dijo en silencio.
Pero hablemos del Sol. Allá iba con los gitanos por esos caminos de Dios, sin
comer más que la hierba pisada de las orillas del camino.
Mas no creáis que el caballo había dejado de pensar. Ahora pensaba en tener
una vida tranquila, aunque fuera pobre. Y cuando alguien se acercaba a comprar
un caballo, el Sol cojeaba con picardía. Mejor estaba con los gitanos, a su vieja
edad, aunque apenas comiera, que trabajando con un burro en un arado, o
muriendo a cornadas en una fiesta de toros.
Y todavía hizo más: y fue que imitó una cojera imponente, encogidas las
nalgas, en medio del campo, cuando los gitanos iban de un pueblo a otro.
—A este caballo blanco hay que dejarlo aquí que se muera solito...—dijo uno.
—Es lo mejor—dijo otro.
Y así lo hicieron. Y únicamente un gitanillo moreno, descalzo y con los dientes
muy blancos, se volvió, y cuando nadie lo veía, tiró hacia el jaco viejo el pedazo
de pan que se iba comiendo.
Y allá se quedó el Sol, que le dio pena de los pequeños; pero la vida es así. Y
cuando todo el grupo de gitanos, gitanas, churumbeles, caballos, burros, perros y
un mono, se perdieron detrás de una colina, el jaco se quitó la cojera, trotó para
desentumecerse, comió más yerbas frescas de un regato haciendo un fuerte ruido
de arrancar, jugó un poco con una mariposa que le toreó con salero... y salió
trotando, aunque se cansaba pronto.
Siguiendo el regato, que era lo que más fresca yerba tenía, se encontró un río a
los dos días. Y siguiendo el río, a cuyas orillas el verde era abundante, a los
cuatro días encontró el mar.
¡El mar! Este jaco del cuento no conocía el mar y se quedó asombrado.
Entró un poco por la playa y se mojó los cascos. Jugaba con las olas como
con la mariposa, aunque ahora le toca a él torearlas.
Se metió más... y de pronto vio un tiburón enorme que venía a morderle las
patas.
17
—¡Eh, eh! Eso no vale... A ver si te doy una cocecita...
—No será tanto—dijo el pez un poco flamenco.
Total, que no se tocaron, porque eran iguales de tamaño, y no sabían cuál
saldría perdiendo.
—Me gustaría ser tiburón—dijo el Sol.
—Y a mí ser caballo.
—¿Por qué no formamos un bicho mixto de caballo y tiburón?
—¿Cómo?
—Comiéndonos el uno al otro vivos.
—Sí, pero... ¿cuál come?
—El que le toque. Echaremos a suertes.
Le tocó darse el banquete al caballo, que había de comérselo vivo, porque si
no, no haría efecto la mezcla. Abrió la boca más que una puerta por donde fuera a
entrar una carroza real, y como las escamas eran suavecitas, pasó bastante bien el
tiburón.
Y sí que se organizó un bicho muy gracioso, que por tierra andaba hacia
adelante, pero que por el mar iba como el cangrejo, porque el tiburón había
quedado con la cabeza atrás, dentro del jaco, y era el que mandaba en el agua.
Se metían por las profundidades del Océano, y el Sol tenía la obligación de
comerse cuantos pececillos pudiera, para que en su estómago se los comiera el
tiburón.
Y he aquí que una vez, entre los peces que se tragó, uno iba prendido a un
anzuelo. El caballo notó en la garganta las cosquillas de la cuerda, pero no sabía
qué era.
El tiburón se comió el pez, y al saborearlo se clavó él el anzuelo. Tiraron los
pescadores desde una roca, y su sorpresa fue enorme al ver salir un caballo.
El Sol, cuando se vio en tierra, comenzó a correr. Pero los pescadores no
soltaban. Y entonces el tiburón, a pesar de ser a contraescama, salió por la boca
del caballo y quedó en poder de los pescadores.
El caso es que el jaco blanco salió corriendo, un poco molesto por la brusca
salida del enorme pez, pero encantado porque había visto los misterios del mar, y
hasta había paseado en sus lomos a unos pulpos niños, como a los niños del
parque público.
18
Ya no le faltaba más que volar. Entonces, como el tiburón le había dejado el
estómago ensanchable, se fue a las afueras de un pueblo, donde los niños
jugaban. Y en un momento de esos en que las cometas fallan y caen, el Sol salió
de detrás de un árbol y se tragó una muy grande.
Los chicos, al ver aquello, corrieron, más asustados que nunca, con el extremo
de la cuerda en la mano. Y el jaco, que al tragarse la cometa había quedado con la
forma de ésta, pero con las cuatro patas y la cola colgando y la cabeza alta, se
dejó llevar.
Total, que al tirar tanto los chicos, subió el caballo por el aire; que al verlo los
muchachos se aterraron y soltaron la cuerda; que siguió subiendo y subiendo el
jaco..., y que anda ahora por el cielo, y ya para siempre, y montan en él los
angelitos juguetones y pequeñillos, como antes montaban los niños del parque, y
después aquellos pulpos que si no iban de pantalón corto, tenían como edad la
alegría de niños de diez años.
19
Dibujos de Oscar
Pues, señor ésta era una familia compuesta por don Tenedor, doña Cuchara y la
señorita Cucharilla.
Estos señores de Cubierto—papá, mamá y niña—estaban al servicio de
Marisa, y Marisa era una niña exageradamente educada. Era una de esas niñas
que si han de cruzar su calle para comprar aceitunas en la tienda de enfrente, se
han de cambiar de traje y poner sombrero.
Resultaba que su mayor preocupación era la de comer correctísimamente, cosa
que nos parece a todos muy bien. Todo eso se contagió a don Tenedor, a doña
Cuchara y, sobre todo, a la señorita Cucharilla.
¡Cuánto les gustaba que se les cogiera elegantemente, delicadamente y
suavemente!
Una vez que comió en casa de la niña el glotón de su primito Pepe y le
pusieron los cubiertos de Marisa, se incomodaron tanto estos con sus modales
groseros, que el tenedor le pinchó en los labios, la cuchara se vertió antes de
tiempo para mancharle el traje, y la cucharilla se coló demasiado: llegó hasta la
garganta, y por poco le hace arrojar. Todo lo cual lo hacían no por malos, sino,
todo lo contrario, porque querían que toda la gente comiera correctamente.
20
Resultó que pasó el tiempo, que Marisa se hizo mayorcita y que ya no
empleaba sus cubiertos, los cuales quedaron arrinconados y aburridos en un
rincón del cajón, sufriendo los empujones que les daban diariamente los otros
cubiertos, que venían brillantes después de la limpieza.
Entonces don Tenedor habló así a su esposa e hija:
—A las personas se les conoce por su manera de comer. El que come
correctamente es una persona civilizada y educada. El que no come con
educación es un salvaje que necesita cultura. ¿No es cierto?
—Así es, así es.
—Pues bien—continuó el padre de familia—: si queréis, y puesto que estamos
cesantes, podemos cumplir una misión...
—¿Cuál, papá?—preguntó Cucharilla.
—La de enseñar a comer a los animales: al gato, al caballo, a los tigres, a los
osos, a los elefantes…
—¡Muy bien! ¡Magnífico!
Y así lo hicieron. Bajaron del cajón, y don Tenedor, con sus cuatro fuertes pelos
para arriba, y su mujer y la niña con sus grandes cabezas y sus caras en hueco, se
lanzaron a proteger a los faltos de educación.
Por eso empezaron por el gato, en un momento en que a media noche fue a
comer de su cacerola. Se pusieron los tres delante, y le dijeron:
—Mejor será que coma usted ayudado por nosotros.
—¡Bah! No me hace falta.
—Pruébenos, que muy bien puede serle grato.
—¡Quite, quítese de tonterías!
—No sea bobito y pruébenos.
Tanto insistieron, que el gato cogió el tenedor y se comió las tajadas. Luego la
salsa con doña Cuchara, y si le quedaron unas gotas en el fondo, las cogió con
la señorita.
Iba a lamer el cacharro, y don Tenedor le dijo:
—¡Oh, no haga usted eso, se lo ruego! Está feo.
El gato se contuvo, se azoró un poco y se marchó. Y a la noche siguiente,
cuando fue a cenar, ya estaban allí los señores de Cubierto. Por eso comió otra
vez con su ayuda. Y al otro día y al otro...
Y se acostumbró tanto y se hizo tan sumamente correcto, que cuando se
cruzaba por el pasillo con Marisa la dejaba pasar primero a ella. Y cuando se
encontraba algún ratón, le decía:
—Buenos días. ¿Cómo está usted?...
Don Tenedor y su familia habían dado buen resultado, y el gato estaba
correctísimo para siempre.
21
Luego se fueron los tres a la cuadra, con el caballo, y tuvieron la misma
discusión al principio que con el gato. El jaco exclamaba:
—¡Que no quiero! A ver si pego un pisotón en la cabeza a tu señora—le dijo al
tenedor—y se la dejo completamente plana...
Insistieron, siempre por las buenas:
—No sea usted tontito, caballero—le llamaban caballero, en vez de caballo—;
tome la cebada con mi hijita. Solo una hijita de cebada...—que quería decir: una
cucharilla de cebada.
Probó; le gustó chupar la plata mejor que el metal de los bocados. Tomó más…
Luego cogía la paja con el tenedor, como en el campo los labradores cogen la
hierba con el gran tenedor de dos púas que llaman horca.
Total, que a los dos días el caballo comía correctamente; y esto le educó tanto,
tanto, tanto, que cuando iba Marisa en él y venían árboles con ramas, él se
agachaba muchísimo, arrastrando casi la tripa por el suelo. Y cuando la niña
quería pasar un arroyuelo en el jaco, él lo saltaba con un saltito cursi, muy ñoño,
para que la damita que llevaba encima no se cayera.
¡Qué buena labor venían haciendo los señores de Cubierto! Por eso se fueron
después al campo, a la selva, y cuando vieron una guarida de tigres..., decidieron
entrar después de dudarlo, por el miedo.
El tigre vio brillar la plata, y los dejó entrar.
22
—Buenas tardes. Venía a decir a ustedes—exclamó don Tenedor—que no
coman así la carne cruda, y que mejor es que lo hagan con mi ayuda y la de mi
familia.
—Déjame de idioteces—dijo el tigre fiera.
—Pues yo creo que deben probar los niños a hacerlo, porque…
El tigre, de mal humor, se cansó de oír, y mordió a don Tenedor, sin dejarle
terminar, y torciéndole un poco para siempre.
Entonces la hembra dijo:
—Quién sabe si a los niños puede gustarles comer con estos chismes. ¿No te
parece que probemos?
—Tiene usted razón, señora—dijo el tenedor, que no se amedrentaba, puesto
que se había propuesto conseguir la educación de aquellos bárbaros.
El tigre se preparó para salir de la cueva y dijo:
—Mira, esposa: tú educa como quieras a tus hijos; pero yo les haría que fueran
fieras nada más...
—Sí, que sean fieras, pero no mal educados...
—Bueno, bueno... Digo que hagas lo que quieras—. Y el padre se fue y la dejó.
Quedaron la madre y los tres cachorros con los señores de Cubierto, y
empezaron a ensayar.
Se comieron una cabra salvaje con el tenedor, y se tomaban la sangre con la
cuchara y la cucharilla. Y cuando, al cabo de dos o tres días, la acabaron, el
padre les trajo otra cabra... y se volvió a marchar…
23
Los pequeños tigres se hicieron correctos, y los de Cubierto se volvieron
entonces a descansar al cajón otra temporada.
El tigre viejo murió; los otros enseñaron a todas las fieras de la selva el manejo
del tenedor y la cuchara, y los monos pusieron una fábrica de cubiertos de
madera.
Todos los bichos de la selva se hicieron elegantes y educadísimos hasta tal
punto, que otros cuantos monos adquirieron en la ciudad muchos sombreros de
copa, y se los compraban luego tanto los tigres como los leones, los elefantes y
las cebras; y al pasar unos cerca de los otros, se saludaban con toda corrección.
Gozaban con ello.
Marisa se casó; tuvo una niña que usaba la familia de don Tenedor para comer.
Y un día fueron a comer al campo, y se llevaron un susto terrible al ver tigres,
leones, elefantes, chimpancés y cebras...
Pero cuál no sería su sorpresa al advertir que todos, absolutamente todos,
pasaban por su lado y se quitaban correctamente el sombrero.
Entonces don Tenedor, doña Cuchara y la niña Cucharilla se sintieron
orgullosísimos de su obra de civilización...
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25
Dibujos de Souto
MALA suerte tuvo el chimpancé Comeperros: le tocó un domador de mala
intención y un látigo que hacía más daño que cuando se pilla uno los dedos
con una puerta. Por eso, Comeperros, que pudo llegar a ser un mono amable si le
hubieran educado con sonrisas de cariño, se hizo un chimpancé furioso..., y un
día se escapó del circo donde le tenía su domador.
Se iba a encaminar hacia el bosque; pero como ya conocía los adelantos del
mundo, pensó comprar alguna cosa que le hiciera el peor chimpancé de toda la
sierra. Y entró en una tienda de escopetas; le enseñaron una ametralladora, y eso
fue lo que puso en la picota de su montaña.
Comeperros se hizo el amo de toda la serranía. Todas las mañanas montaba la
máquina de matar, se ponía una mano sobre los ojos, para que no le molestase el
sol, y en cuanto veía que algo se movía..., ¡zas!, ¡zas!, ¡zas!..., salían veinte o
treinta tiros, unos detrás de otros.
26
El chimpancé buscó tres monitos chicos, que se pusieron a su servicio por
miedo, y eran los que salían en seguida por la pieza cobrada, fuese conejo,
ardilla, jirafa, persona, mariposa, perdiz, cordero, águila o flor recién nacida que
se moviera con el viento. A todo disparaba, todo lo mataba, y casi todo se lo
comía luego. De los hombres cogía el dinero, y con ello ordenaba a los monitos
que fueran por más cartuchos.
En fin: hasta los leones estaban un poco atemorizados, y cuando oían el
repetido disparo amenazador, salían corriendo o se escondían detrás de una roca.
A un zorro le había pelado su hermoso rabo, a tiros. A un rosal le había deshecho
sus rosas, saliendo los pétalos como mariposas asustadas. A un elefante le había
hecho siete agujeros en la trompa, y el pobre animal tocaba con su propia trompa
la flauta... Hasta había tirado a un águila que volaba con un niño robado; la pegó
en el corazón, y el chiquillo abrió los brazos, cogiendo con sus manos las puntas
de las alas al ave muerta, y pudo bajar planeando y llegar más lejos de lo que
llegaban las balas, salvándose de la terrible ametralladora.
Ya nadie pasaba por el monte de Comeperros, si no era una inocente mariposa,
un caminante perdido o un león valiente… Pero todos caían por los tiros de la
máquina maldita, que salían unos detrás de otros, como jugando a cogerse, pero
que a lo que jugaban era a meterse en las vidas de los seres y matarlos. Un juego
demasiado bárbaro y miserable.
Entonces pasó que llegó todo esto a oídos de un querubín de esos que no tienen
más que cabeza y alas, y llegó a sus oídos porque era un querubín que todas las
tardes se hacía invisible y bajaba a la plaza del pueblo a ver jugar a los niños. Él
lo pasaba muy bien en el cielo, pero le gustaba ver que los chiquillos también lo
pasaban bastante bien en la vida, aunque no fuera tan dulcemente como lo
pasarían por sus regiones.
Y entonces oyó lo de Comeperros, o el chimpancé de la ametralladora. Y,
volandito, volandito, se fue hacia allá. Se hizo visible y pronto sintió las
cosquillas de los tiritos.
¿Tiritos a un querubín? Sí, pero no le hacían más que cosquillas, como si le
rozara una pelusilla de esas que vuelan por delante de nosotros. Los querubines
no son de carne: son de cielo.
Comeperros se desesperaba al ver que aquello vivía todavía, y siguió tirando,
porque lo achacaba a falta de puntería. Las balas se iban a terminar, y mandó por
más. Y se las trajeron... Y vengan disparos, vengan disparos, vengan disparos...
Y el querubín, como si nada. Hasta hizo una picardía: no había fumado jamás,
porque sabía que los hombres modernos no fuman, porque huelen mal y no es de
buena salud; pero él se hizo un puro con hojas secas y lo encendió con un rayo de
sol, y se puso a fumarlo a quince metros del chimpancé, para darle rabia. Y …
¡vengan disparos, vengan disparos, vengan disparos!…
27
Toda la sierra estaba aterrada ante esta repetición tan terrible de los tiros, que
no habían oído nunca tan constante; hasta aquellos a quienes por su lejanía no les
llegaría ninguna bala, estaban asustados. Los conejos sacaban sus cabezas de sus
conejeras, y asomaban un ojito, a ver qué pasaba. Lo mismo hacían las serpientes
y las hormigas, cada una desde su agujero. Los campesinos hacían igual, desde
las ventanucas de sus casas lejanas. Las urracas y los gorriones, desde sus
nidos..., y así todos aquellos a quienes no llegaban los tiros de Comeperros,
pero que le tenían miedo a pesar de todo.
Los disparos sonaban seguidos, de un modo imponente; pero, además, cada tiro
tenía seis o siete ecos por todas las montañas. Así es que el ruido era aterrador.
De pronto se oyó el último tiro, y a los dos o tres segundos el último eco. Toda
la serranía quedó en un silencio casi más miedoso que los tiros... ¿Qué había
pasado, que ahora todo era callar?...
Pues había pasado, que al chimpancé se le acabaron las balas y los dineros, y
que a veinte pasos estaba el querubín, echando mucho humo de su puro, para
hacerle rabiar.
—¡Me doy por vencido!— gritó el chimpancé, tal vez para que se acercase
Caramelo, que era el nombre del querubín, y cogerle y ahogarle.
28
El de las alitas se acercó un poco, y dijo:
—Podía romperte la ametralladora y romperte a ti la cabeza; pero no quiero.
Quiero que te hagas bueno, porque ya has sido demasiado malo.
—Yo ya no puedo ser bueno... Todos me tendrán mucho asco, y comprendo
que harán bien en ello.
—Te perdonarán. Y cuando veas que te han perdonado, eso te proporcionará
una alegría muy grande, muy grande.
Y uno de los monitos aquellos le dijo:
—Yo creo que sería mejor que nos hiciésemos buenos.
—Sí, sí; yo también lo creo—añadió otro.
—Y yo—dijo el tercero.
—Es que he sido demasiado malo—comentó Comeperros—; y ni me lo
perdonarán, ni yo sabré ser como debo.
—Sí— le dijo Caramelo—. Ahora te toca ser demasiado bueno. No te estropeo
la ametralladora. Toma dinero para que compres balas si quieres seguir siendo
malo; pero tú verás lo que haces...
Caramelo se fue, y Comeperros se quedó pensando. No durmió aquella noche,
porque le habían hecho pensar en lo malo que había sido. Pero por la mañana,
bien temprano, mandó a un mono por balas y a otro por bombones. Y se preparó
tiros de bala y tiros de bombón.
Y al pie de su ametralladora, sin moverse de ella, se dedicó a ser demasiado
bueno. ¿Qué cómo lo era? Pues veréis: Si veía un campesino, le seguía con la
vista, y si un ladrón o una fiera iban a deshacerle, los disparaba, los asustaba..., y
el caminante podía ir tranquilo.
Desde la montaña de Comeperros, que era muy alta, se protegía a los inocentes
contra los que eran más fuertes que ellos. Y con las balas de bombón, se enviaba
alimento de chocolate a los hambrientos.
Si una nube de tormenta venía a destrozar las siembras, Comeperros apuntaba
hacia arriba y la hacía huir. Pero si era de buena lluvia, la dejaba pasar
y que descargara su agua suavemente. En fin: yo sé que el niño Emilito Botijo,
que no había crecido casi por el miedo de aquellos tiros de las ametralladoras,
ahora le llevaba todos los días la comida a su padre, que era leñador. Y cuando
los ladrones o los tigres le veían, salían huyendo, porque sabían que Comeperros
no dejaba a nadie que se acercase a Emilio.
En cambio, de cuando en cuando sonaba un tirito..., y a los pies del salado
chiquillo caía un bombón estupendo.
29
Dibujos de Climent
En la inmensa Isla de Coliflores, vivida por negros salvajes, la tierra era
excelente, y las flores se ponían de muchos colorines, las coliflores se hinchaban
sabrosas, el maíz tapaba a las personas y las espigas del trigo eran altas como
plumeros que limpiaran la cabeza.
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Los negros coliflorenses habían desterrado de allí leones, tigres, hienas y
águilas, y habían dejado animales inofensivos, como jirafas y faisanes, porque
como la tierra daba tanto de comer, había para ellos.
Y hasta tenían jirafas que bajaban la cabeza para comer maíz de la mano de los
negros. Y faisanes que se arrancaban con el pico sus más bellas plumas para
regalárselas como adorno a las personas y agradecer así lo que les daban de
comer.
Los blancos de la gran Isla de Bombillas, que eran gente muy civilizada, con
muchas fábricas de chocolates, automóviles, aeroplanos, gramofónos,
estilográficas, caballos de cartón, mecanos, muñecas de celuloide y todo eso,
sintieron el deseo de conquistar la rica Isla de Coliflores.
La isla de Bombillas se llamaba así porque con tanta fábrica por la ciudad o el
campo, toda estaba llena de bombillas, y parecía que había el doble, porque todas
se reflejaban culebreando en el mar.
El general Muela del Juicio, que era joven aún, mandaba el regimiento de
aviones, montó en su aparato, llamado Soplo, y dio unas vueltas sobre los
salvajes, los cuales no habían visto nunca un aeroplano, y se cayeron todos
sentados del susto... y se levantaban rascándose el golpe.
Al día siguiente, el Soplo volvió seguido de veinte aparatos más, y comenzaron
a bombardear la Isla de Coliflores; cosa verdaderamente brutal, según opinamos
nosotros.
Los negros creían que aquello era como pájaros que ponían desde el aire
huevos tan terribles.
Entonces el Ministro de las Modas, que era el ministro más inteligente de los
negros, se quitó la corona de plumas por si le apretaba la frente y no le dejaba
pensar bien, y empezó a darse con los nudillos en la frente, para que se
despertaran las ideas.
Esta vez no pensaba en si las plumas se habían de llevar este año rizadas, o si
los elegantes habían de hacerse tatuajes de serpientes en la espalda. Esta vez
pensaba en cómo conseguirían saber lo que eran aquellos pájaros mecánicos que
tiraban huevos destructores y hasta mortíferos.
Y pensó, pensó, pensó, y dio, al fin, con el procedimiento.
Cogió la jirafa más alta de la isla, que era noble como grande; la ató las cuatro
patas a cuatro anillas del suelo, e hizo alrededor de cada pata un alcorque, como
el hoyo que se hace alrededor de los árboles para el riego. Y lo regó con su
regadera.
Pronto se notó que las cuatro patas crecían por igual de un modo imponente. Y
cuando le salían hojitas y ramas en las patitas, como si fueran árboles, venía un
jardinero con una escalera y una podadera, y las podaba.
31
Las patas crecían; pero hacía feo que no creciera el pescuezo, porque resultaba
desproporcionado. Y entonces el Ministro de las Modas tuvo otra idea: ponerle la
comida en el suelo mismo, de manera que tanto como crecieran las patas, tenía
ella que hacer que creciese el cuello para llegar al suelo. Así es que crecía doble.
Entonces apareció el Soplo y sus aviones A, B, C, D..., hasta veinte. Y cuando
estaban volando sobre la isla, se alarga la gran jirafa, se yergue bien, y resultó
que su cabeza quedó por encima de los veintiún aeroplanos, y en medio de ellos
su cuello.
Los aviadores se llevaron un gran susto; las alas se inclinaron a derecha e
izquierda, por el miedo..., y regresaron a la Isla de Bombillas, para aterrizar y
meditar luego sobre el asunto.
Entonces el negro de las Modas ordenó que las veinte jirafas más altas se
pusieran a crecer, como la otra, y arreglaron una gran plantación de jirafas en una
huerta bien regada.
Al cabo de una semana, las veintiuna jirafas crecidas esperaban tumbadas la
hora de la pelea.
El rey de los negros, llamado Tinta III, con una jofaina vuelta sobre la cabeza
para evitar las bombas, esperaba el momento de que aparecieran Muela del Juicio
y sus huestes.
Entretanto, en la isla de Bombillas decidían volver a dar otro ataque aéreo,
porque nuevamente se tenían noticias de que la tierra de la isla negra era tan
buena, que con una sola coliflor comían treinta personas de boda, y las sandías y
los melones eran grandes como baúles, y a los melocotones les venían bien
los sombreros de Tinta III, sin meter papeles en la badana.
Las guerras son siempre por conquistar países ricos. Siempre son por eso,
aunque parezcan odios de príncipes o de reyes. Las guerras son siempre odiosas,
como los ambiciosos.
Entraron los aeroplanos sobre la isla, y el rey moreno, que llevaba un junquito
en la mano, lo sacudió en el aire y exclamó:
—¡Arriba las jirafas, a ver si me traen en la boca tres o cuatro pájaros del
ruido!...
Se levantaron los fieles animalitos; se pusieron en puntillas además, y Tinta III
dio el grito de guerra:
—¡¡A ellos!!
Y las veintiuna jirafas se pusieron a correr detrás de los aparatos porque
llegaban a su altura, y los aviadores perdieron la formación y la serenidad; se
desorientaron, y cuatro pudieron elevarse, seis salieron hacia el mar,
consiguiendo que las seis jirafas perseguidoras se metieran de patitas sin darse
cuenta, aunque salieron en seguida, y los otros once fueron prendidos por la cola
con las bocas de sus altas enemigas.
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Uno de los aviones alcanzados fue el del joven general Muela del Juicio, que
noblemente no quiso escapar hasta ver si podían escaparse los otros veinte.
Como los negros de Coliflores tenían buenos manjares que les daba la tierra
para comer, no eran antropófagos; ni siquiera pensaron en comerse unas manitas
de blanco rebozadas. Así es que les ataron a unos árboles, y con cadenas largas,
para que pudieran trepar y comer cada uno la fruta de su árbol.
Muela del Juicio habló con el Ministro de las Modas, porque éste vino a
preguntarle que dónde se había comprado la corbata que llevaba, y el blanco
aprovechó la ocasión para decirle:
—Señor Ministro: debe usted decir a Tinta III que haga las paces con la Isla de
Bombillas. Con la paz ganaremos todos, porque ustedes pueden tener
motocicletas, gramófonos, paraguas y muñecas de trapo, y a mi isla podemos
llevar embarcaciones con coliflores, sandías, espárragos y manzanas.
—Bueno; se lo diré.
Tinta III dijo que sí, porque tenía muchas ganas de tener una bicicleta y porque
convenía a los negros un poco de civilización.
Entonces el general prisionero escribió una carta a su Gobierno de Bombillas, y
cuando venían cincuenta aviones con intención de pelear, se levantó la jirafa más
alta con una bandera blanca en la cabeza y el papel en la boca.
Un aviador se arriesgó y cogió la carta que ella le ofrecía; la abrió, y todos se
volvieron.
Y como consecuencia de aquel pliego escrito, hubo paz entre las dos islas, y ni
ganaron unos ni otros, sino que todos se favorecieron, que es como debe ser,
¿verdad?
Y hubo fiestas en Bombillas y en Coliflores, y en esta isla de los negros hubo
corrida de toros; mas el toro era la jirafa grande, y toreaban los aviadores con
capotes rojos bordados con oro. Pero toreaban desde los aeroplanos, que era
formidable.
Después... ¿sabéis qué pasó? La dicha no es nunca completa. Resultaba que
había una jirafa golosa, que la llamaban Bombonera, y por la noche, cuando no
tenía caramelos, iba y, sin que nadie la viera, cogía estrellitas... y las chupaba, las
chupaba como si fueran anises.
Y otra jirafa, a la que llamaban Antena, que se pirriaba por los quesos de bola,
fue una noche y ¿qué diréis que hizo? Se comió media Luna, y la gente creía que
estaban en cuarto menguante, hasta que descubrieron lo que había pasado.
Tinta III habló con el rey de Bombillas por telefonía sin hilos, y le contó el
caso.
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Y, entonces, del país civilizado enviaron la solución.
Y la solución fue un barco lleno de papel de lija y un avión con una caña de
pescar, que en vez de anzuelo llevaba un pedazo de carne de membrillo.
Los negros hicieron con el papel de lija como una carretera, y el aeroplano
enseñó la golosina a las veintiuna jirafas crecidas y las hizo salir corriendo
detrás.
Siguió por el aire la ruta que le marcaba el camino de la lija, y las golosas
corrieron sobre el áspero papel; y cuando llegaron al extremo de la carretera,
claro, se habían desgastado sus patas enormemente, y además sin dolor y sin
molestias.
Y ya no volvió a faltar nada del cielo, y todos fueron felices, que eso es lo que
hacía falta.
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Dibujos de Sancha
Un muchacho llamado Manolito Villatejos, que era entusiasta de la velocidad,
tuvo un día la idea de comprarse una motocicleta.
La buscó en una tienda, y pidió la que más corriera. Se la dieron, tocó la
bocina, y resultó una bocina muy áspera, de voz antipática.
Probó más bocinas, y, por fin, se decidió por comprar la moto de bocina más
simpática, más amable, más dulce, porque decía el joven Villatejos que aunque
no fuera la que más corriera, por lo menos tenía la ventaja de que iba
acompañado, ya que la voz de aquella bocina era como la de una persona, buena
casi como una madre.
Corrió con ella Manolito Villatejos por todas las carreteras blancas de alrededor
de su pueblo, y una vez paró en una venta, llamando con la bocina femenina.
Salió el ventero y salieron dos conejitos jóvenes corriendo, con la boca abierta,
como en ansia.
—¿Qué les pasa a estos bichos?
—Andan huérfanos. La madre ha fallecido en la carretera, víctima de un
automóvil—contestó el ventero.
Oyólo la moto, que era lista como una ardilla, porque la velocidad despeja
mucho, y cuando los hombres se metieron para adentro, ella solita, por su boca
de trabuco de la bocina, exclamó:
—¡Pu, pu! ¡Pu, pu!
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Los conejitos vinieron a ella con todo amor, y se consideraron engañados.
Creían que les llamaba la madre. ¡Era una voz tan maternal!...
Pero aquí, la motocicleta sintió de pronto la tristeza de su caso, y se decía:
—¡Con qué gusto dejaría yo de hacer locuras por esas carreteras si el cielo me
concediera una hija!...
Entonces volvió a exclamar:
—¡Pu, pu!... ¡Pu, pu!
Y aquellos dos huerfanillos, a quienes faltaba el calor de su madre, miraban a la
maquina con sus ojitos, deseosos de una madrastra de esas que salen buenas de
verdad, que hay muchas.
No se le ocurrió a la moto más amable atractivo que dar señales de vida en las
saliditas del aire de los neumáticos. Se los soltó un poco, y empezaron a sonar
como espumilla que se escapa.
Entonces los conejos, deseosos de alimentos maternales, se acercaron, les gustó
el olorcillo de goma y disolución que salía, y se prendieron a ellos como dos
nenes gemelos con apetito, a la hora de mamar.
¡Qué bella, qué hermosa estampa!... Aquellos dos desgraciados huerfanitos
habían encontrado el calorcillo relativo de esta especie de mamaíta, que, alocada
unos minutos antes, ahora era todo feminidad y buen corazón.
Cuando los chavales chuparon bastante aire, sintieron ganas de descansar, y se
subieron a un pedal, y luego el otro al otro..., y se movió el juego, con lo que la
máquina avanzó unos metros.
Y apretando el uno, y luego apretando el hermano, dieron una vueltecita muy
agradable, guiados por la motocicleta misma.
Pero luego se durmieron sobre el sillín, como en el regazo de mamá.
La motocicleta tiene nombre de mujer, y, como toda hembra, lleva una
madrecita escondida en su corazón, no en el estuche de las herramientas ¿eh?
Lo malo es que los hijos no son como las madres. Los hijos son un poco
egoístas; van a su alimento… La madrastra venía todas las tardes a la venta,
donde había un jamón que le gustaba a Villatejos. Venía con sus neumáticos bien
llenos. Luego se los llevaba medio vacíos. Pero los conejos iban engordando y
creciendo, mucho mejor que con la difunta coneja.
Y sucedió que el ventero sorprendió la escena de la crianza, y no le valió a la
moto querer disimular para que no se enterara el amo de que le era infiel
gastando su aire.
El frescales del ventero exclamó:
—Yo os traeré biberón, y os vais a poner tan gordos, que los astrónomos de
Marte van a creer que le han salido unos granos muy hinchados a la Tierra.
En efecto, compro un neumático de automóvil, y lo dejaba en el corral, y
cuando los dos conejillos, y otros que compró después con miras al negocio,
tenían hambre, se acercaban al saliente del neumático, apretaban, y salía el aire,
del que ellos no desperdiciaban... ni una gota.
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Abandonaron a la madrastra, y resultado de esto fue que la moto caminaba por
esas carreteras de Dios con un jipío de tristeza, que era como falta de grasa. Y
como no hay nada que envejezca tanto como una pena honda, allá iba la pobre,
con su bocina medio tartamuda y cojeándole los pedales.
La avaricia del ventero le hizo llevar a vender los conejos por los pueblos,
atados a un hilito, como la mujer de los globos, porque se le habían subido al
cielo, inflados, dos o tres de su corral, y no los había vuelto a ver.
Algunos conejitos vendidos estallaron en los hornos de la ciudad, hasta con
muertos y heridos, al dilatárseles el aire con el calor, cuando los iban a asar. Y a
otros, atacados por el gallo del corral del comprador, hubo que ponerles en
seguida unos parches con disolución en las heridas, porque adelgazaban
escandalosamente al salírseles el aire por el picotazo.
El tío ventero había exagerado un poco. Era la poca experiencia del primer año.
Y es que les había llenado demasiado de aire.
Mas al año siguiente, la ciudad se llenó de conejos vendidos por el ventero,
conejitos a los que se les echaba yerba, y ni la conocían, ni les interesaba...
Conejitos a los que se les echaban migas de pan, y se tomaban el aire de la
esponjita blanca y tiraban la miga... Porque las migas son como unas esponjitas
que algo de aire tendrán dentro.
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Pero eran conejos que veían un automóvil en la carretera y salían corriendo con
ansia detrás de él a robarle el aire de las ruedas... Conejos de los cuales uno vio
desde un solar que en otro solar se jugaba un partido de fútbol, y arrojándose a
él como un delantero espontáneo, corrió detrás del balón con el ansia de
devorarle y tragarse su sangre, si llamamos sangre al aire, que le saliera por el
pitorro.
Tuvieron que tirar once del conejo y once del balón. ¡Qué bárbaro!... ¡Cómo se
había agarrado!...
Y, entretanto, la moto, que por su amable maternidad había ocasionado esta
transformación en los conejos, tuvo que ser operada, porque yo no sé qué le
pasaba en sus neumáticos, que, como nadie se los gastaba, se le hinchaban, se le
hinchaban demasiado...
Y en la operación se quedó, porque la pilló débil y triste.
Villatejos la vendió como hierro viejo, y únicamente se quedó con la bocina,
porque cuando está solo la hace sonar, y habla con ella como con un ser querido
que estuviera en el otro mundo.
Y los dos conejitos primeros, que fueron de los que se subieron al cielo
demasiado hinchados, hablan con los angelitos, y les cuentan que ellos tuvieron
una madrastra muy buena, muy buena.
—¿Y cómo se llamaba?
—Doña Motocicleta.
39
Dibujos de Aristo Téllez
40
¿SERÁ posible que mi lector, rubio o moreno, pero sin canas, no sepa quién
fue el cabo Pipa?
Sí, hombre, sí; el cabo Pipa fue aquel militarote valiente que en una batalla
contra los moros se lanzó al cuerpo a cuerpo, y cuando tenía cogido a un árabe
por la barba con la mano derecha, y a otro por el cogote con la izquierda..., les
soltó, diciendo:
—Bueno; os suelto porque yo soy un hombre de mucha conciencia, y no quiero
que se diga que me aprovecho de que estáis sujetos para pegaros. Id con Dios, y
solo os pido que no volváis a poneros delante de mi vista.
Los moros bajaron la cabeza, reconociendo su inferioridad ante aquel valiente,
y se fueron a contar a sus amigos el rasgo noble del español.
Mientras tanto, un soldado de los que iban al mando del cabo se quejó al
capitán, y el capitán al general. El caso es que el general Labarriga, famoso en
aquella antigua guerra de moros y cristianos, preguntó:
—¿Y quién es ese cabo Pipa?
—Un cabo que casi siempre va fumando en una pipa que tiene forma de pipa.
—Pues que se me presente ese cabo, que seguramente tendrá forma de cabo.
Al poco tiempo se presentó el cabo Pipa, y se quedó más cuadrado y derecho
que una vela de esas que hay que afilar un poco, como un lápiz, para meterlas por
la boca de una botella; porque esas suelen quedar un poco inclinadas. Y él no.
—¡Cabo Pipa!
—¡Mi general!
—¿Por qué has soltado esos dos prisioneros que dicen que tenías atrapados?
¿Es que te has pasado «al moro»? ¿Es que haces traición a tu patria?... ¡¡Explica
inmediatamente tu conducta, porque me parece que vas a ser fusilado!!...
—Perdóneme, mi general, si he faltado en algo, y perdóneme la patria si en
algo ha podido perjudicarla mi conducta, cuando soy el más amante de sus
hijos… Pero si yo he soltado a esos dos hombres, era porque estábamos en
desiguales condiciones; y como soy un cabo de estrechísima conciencia, me dio
pena...—dijo Pipa.
—Pero ¡hombre de Dios!—exclamó el general—. Si estabais en desiguales
condiciones, era a favor de ellos, que eran dos, y tú uno solo.
—Eso era al principio, mi general. Pero cuando los «trinqué» ya no valían ni
medio... Y yo tengo muy estrecha la conciencia. No sirvo para hacer daño al
que no me lo puede hacer a mí.
—No me gusta este razonamiento—replicó el jefe—, porque si todos pensaran
como tú, nos dejaríamos vencer al ver que vencíamos. Y el enemigo, si también
pensaba igual, al ver que entonces vencía, también se dejaría vencer. Y no habría
guerras.
41
—¡Mejor!—exclamó el cabo.
—¿Mejor? ¡Fuera del Ejército! Un soldado debe amar la guerra.
—Seguramente mi general tendrá razón; pero yo tengo la conciencia así...
Así era de bueno aquel hombre.
* * *
El cabo Pipa cargó su mochila con pan, dátiles, galletas y naranjas, y como no
tenía dinero para tomar un barco y volver a España, se internó en África.
El cansancio, el ejercicio... y, sobre todo, el pensar que ya no tenía que matar a
nadie le abrieron unas alegres ganas de comer.
Y en medio de un campo africano, viendo cómo los monos saltaban de árbol a
árbol con buen humor y agilidad, se comió casi todo el pan, menos un pedacito;
todos los dátiles, menos uno; las galletas, dejando tan solo una, y cuatro naranjas,
de cinco que llevaba.
Luego se quedó profundamente dormido, sin fijarse en que la Luna le pasó por
encima, mirándole descaradamente.
Ya de día se despertó, se sentó en el suelo, se restregó un poquillo los ojos
como un niño, y desorientado completamente, y luego de lavarse en un río
chapuzándose la cabeza, echó a andar.
Como era mozo de buen apetito, pronto sintió que el hambre le hacía cosquillas
de nuevo. Pero el cabo Pipa se aguantó lo que pudo, pensando en las poquísimas
provisiones que le quedaban.
Siguió su marcha, y el hambre parecía una cadena que tiraba de el hacia todas
las piedras donde pudiera sentarse a comer.
—¡Ea!—exclamó hablando solo, sin poderse contener—. No puedo más: voy a
zamparme el triste pedacillo de pan.
Sacó el cachito que iba a comerse, y cuando iba a llevárselo a la boca escuchó
una voz que le dijo:
—¡Militar! Si eres un hombre bueno, atiende a mi súplica; dame ese pedazo de
pan, porque me muero de hambre...
Era una viejecita tan demacrada, tan lastimosa, que el cabo Pipa, sin contestarla
siquiera, como si se hubiera quedado un poco bobo, le alargó el pedazo de pan.
Ella entonces sacó de debajo de su roído manto una cajita misteriosa, y le dijo:
—Has sido un buen muchacho. Te pago con esta caja. Si un día encuentras la
llave, de algo te servirá.
Cogió el el regalo, lo guardó sin pensar que aquello pudiera o no ser algún
tesoro, y siguió su marcha sin ruta. A la ventura…
42
Pero el hombre volvió a sentir con más ansia el apetito. Ya eran muchas horas
de marcha, y, por consiguiente, el estómago se sentía más vacío que esas
gomas de balón a las que se las estruja en caracol para que salga todo el aire, y
luego están pachuchas.
Total, que se sentó de nuevo y, con los ojos saltones por el hambre, desató la
mochilila, si no ansiosamente, sí, al menos, velozmente.
Y en el momento en que se iba a llevar el dátil que le quedaba a la boca, una
niña salió de entre unas ramas y le dijo:
—¡Ay, buen hombre, si usted fuera tan bueno que me diera ese dátil!... Llevo
dos días sin comer...
—Si soy bueno o no—respondió el soldado—, no lo sé. Pero sí sé que este
ultimo dátil es para ti. ¡No faltaba más!…
Y se lo dio, y se levantó con intención de huir, para que su estómago no sufriera
con celos al ver que otros estómagos engullían algo más que él.
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Pero la niña le detuvo, diciéndole:
—No puedo ofrecerle nada en señal de gratitud. Sólo esta llave, que me he
encontrado en el campo. Guárdela...
La guardó y siguió su marcha, aguantando el hambre lo que pudiera, ya que le
iban faltando cada vez más los alimentos.
Sin embargo, no pudo andar ni medio kilómetro. Se caía rendido... Por eso se
sentó, y antes de coger la galleta sacó la llave, se acordó de la caja, probó, abrió...
y se encontró con cien monedas de oro que le servirían para comer muchos días
donde hubiera qué comer.
Se puso muy contento..., pero no por su contento se le calmaba el deseo de
tomar algo. Así es que fue de nuevo su mano al morral, y sacó la galleta.
Y he aquí que una mujer flaca, rotos sus vestidos, despeinada su cabellera,
descalza y con un niño en brazos, llegó a él por el camino y detuvo su mano
diciéndole:
—Perdona que detenga esa mano, buen soldado. Tú eres bastante fuerte. Yo
estoy débil y hambrienta. Este niño se me puede morir por falta de alimento. Si
tienes corazón, dame para él esa galleta, si es que no tienes otro manjar para mí...
El cabo Pipa, que ya tenía los ojos saltones por ansia de comer, que ya no podía
levantar los brazos de debilidad, flaco, como si llevara dos meses de alimentarse
con miserias, buscó en el morral y sacó la naranja.
Y con la naranja en una mano y la galleta en otra se lo iba a ofrecer a la mujer,
cuando se acordó, de pronto, de la caja y la llave.
Él había leído muchos cuentos de niños, y creía que pudiera suceder muchas
veces esto de que un hada, presentándose en forma humilde, premiara la caridad
de los buenos.
¿Sería ésta un hada que se presentaba ahora por tercera vez ante sus ojos? Si así
era, ¿cómo iba él, de tan estrecha conciencia, a dar una limosna, sabiendo que
se lo iban a premiar?...
Las limosnas deben ser espontáneas, sin buscar en ellas una compensación ni
pago alguno.
Entonces se levantó tambaleándose por el hambre; entregó el donativo por si,
en efecto, eran pobres, y salió corriendo, empujado por su noble conciencia,
antes de que pudieran ofrecerle dones nuevos.
No era como esos otros personajes de cuento, muy buenos, que, a lo tonto, a lo
tonto, se van llenando de tesoros. Una limosna debe dejar el alma limpia: no debe
cobrarse…
No había tal hada; pero por si acaso, el huyó con el alma más clara y limpia que
el cristal de un escaparate de juguetes, y dio pronto con una chumbera, que le
ofreció todos los higos que quiso.
Y siempre fue feliz. Esa es la verdad.
Se fue a un pueblo, trabajo las tierras, comía el pan de su trabajo... y hasta
roncaba un poquito tranquilamente en la siesta y por la noche.
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45
Dibujos de Esplandíu
Allá en Villaconteras de Bastón me encontré a un amiguito mío, compañero de
colegio del curso anterior, que estaba sentado en el campo y con una navajita
hacía adornos en un palo que sostenía debajo del brazo.
Recuerdo que eran dibujos preciosísimos, que imitaban culebras, sillas, soles,
botijos y cigüeñas volando.
Pero mi extrañeza enorme fue al advertir que Gatete, que así se llamaba mi
amigo, estaba a falta de una pierna, desde la rodilla para abajo.
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—¡Amigo mío! ¿Cómo tú en Villaconteras?—me dijo él.
—A pasar el domingo—le contesté yo; y continué diciendo: —¿Y cómo tú sin
pierna?
—Sin pierna, sí; pero no sin pata. Mírala—y me enseñó el palo que estaba
decorando, que era su pata de palo, la cual se puso y se ató con correas.
—En efecto, ya veo la bella patita que estabas adornándote. Mas cuéntame a
que se debe la falta de ese kilo y medio de carne con hueso.
Comprendiendo él que yo me refería a su pierna ausente, me contó así toda la
historia:
—Tú ya sabes lo aficionado que yo era a jugar al «tennis». Cuando tenía una
raqueta en la mano, me volvía loco de contento, dando pelotazos y procurando
llegar hasta las nubes, en las que a veces se llegaban a colar las pelotas como en
un tejado. Pues bien: una vez yo no tenía pelotas de «tennis», y me puse a tirar
con todo lo que encontraba: con piedrecitas, que botaban muy bien en las cuerdas
de la raqueta; con bombones, enviándoselos galantemente a las señoritas que
estaban asomadas a las ventanas; con huevos crudos, que dejaron en las fachadas
y en el suelo una estrella de churretones...; ¡con todo lo que encontraba!... Y he
aquí que lo que encontré fue una bomba que habían puesto en el portal de un
coronel unos soldados enemigos disfrazados. Y cogí la bomba, que era redondita;
la fui a botar contra el suelo para probarla, sin saber lo que era..., y estalló, y no
sé dónde ha puesto mi piernecita. La estuvimos buscando; pero no dimos más
que con un trozo de la cinta de un zapato, que todavía estaba vivo y se movía
como el rabo cortado a una lagartija. Conque ya sabes la historia de ese kilo y
medio de carne con hueso, como tú lo has llamado. Luego me curaron, me
cosieron..., y divinamente.
—¿Y estás contento?
—No; esto es muy incómodo. Tú te acordarás de que yo no dormía nunca la
siesta, y era esa una hora que pasábamos jugando en la sombra de algún jardín,
¿verdad?
—Así es—le contesté.
—Bueno, pues ahora tengo que dormir. Mira que es desgracia.
—¿Y por qué has de dormirla?
A lo cual me contestó mi pequeño amigo Gatete:
—Pues porque todos están durmiendo a esa hora, y dicen que hago mucho
ruido con la pata al andar, y hasta me echaban agua desde las ventanas y los
balcones al oírme por la acera. Menos mal que era a la hora del calor. Pero me
estropearon un traje de marinero y un caballo de cartón, que con el agua se puso
pachucho como unas sopas de ajo. Y como con esta pata no sé andar de puntillas,
tengo que tumbarme y dormir y callar.
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—¿Y qué otros inconvenientes tiene esto para ti?
—Que no puedo jugar al fútbol, como no sea que haga de palo de portería—me
contesto Gatete con mucha gracia. Y siguió sus penas:
—No puedo tampoco jugar al marro, porque si me toca echar a pies, no
acabaría en dos horas, porque esto es un pie de dos centímetros escasos...
—Claro, claro. Y dime: ¿te hacen una bota especial?
—¡Ca! No lo creas. Unos días llevo en el pie bueno la bota de la derecha, y
otros días la de la izquierda; así es que el pie que vive tiene ya su dedo gordo en
el centro, y a los lados los pequeñitos.
Le dije al colegial que me contara las cosas que le hubieran pasado por ahí con
motivo de su pata de palo, y me dijo:
—Hace unos días vino el perro de un guarda ladrándome. Yo me asusté un
poco, lo confieso, y quise echarle, amenazándole con el palo de la pata. Entonces
le dio eso mucha rabia: se tiró, furioso, y me agarró la madera. Yo di un grito que
hasta hizo huir al animal, y llorando me agarré la pantorrilla de palo... Y cual
no seria mi extrañeza, amigo mío, al advertir que no tenía sangre, ni dolor, ni
nada. Y es que me había hecho la sensación de que la pierna era completamente
mía.
—Lo comprendo—le dije. Y es verdad que lo comprendía.
Después me contó otra aventura. Y fue que una vez iba anclando por el campo,
metió la pata en un agujero, y cuando quiso sacarla salía prendida una víbora,
que luego trepó enroscada hasta llegarle al bolsillo y cogerle el chocolate que
llevaba para merendar.
A él le llamaban todos los chicos y chicas para que hiciera en el suelo todas
esas rayas que se hacen en la tierra para mil juegos, como el tejo, los años, el
peón…
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Él hacía los guás, y, en fin, le ataban unas hierbas secas a la pata y barría los
campos de fútbol cuando había partido importante.
Entre la pata y la carne ponía una almohadillita pequeña. Como estaba un poco
quemada, le pregunté que por qué era, y me contestó:
—Es que mi hermano Wenceslao es tan bueno conmigo, que se ha casado con
una planchadora solo para que no me falten almohadillas, y me regalan todas las
semanas las de agarrar las planchas. Pero tengo una almohadilla de seda,
preciosísima. Tiene cuatro borlas de oro colgando y es como las que ponen a los
reyes para que se arrodillen en las grandes solemnidades de las iglesias. Sino que
más chica.
—En eso haces bien—le dije yo—, porque, al fin y al cabo, tu rodilla rota debe
recibir tus mimos; ¿no te parece? ¡Pobre rodilla rota!
Terminó diciéndome que pescaba atándose un hilo a la pata, y contándome que,
una vez que los enemigos entraron en Villaconteras de Bastón, él se caló una
bayoneta en la patita famosa y les pegaba patadas en el sitio de sentarse o en las
espinillas.
Luego estuvo explicándome Gatete todos los picos de la sierra aquella y los
tejados más importantes del pueblo, y los señalaba siempre con su pata, mejor
que con el dedo índice.
Y allí nos despedimos, porque pronto era la hora de marcharse mi tren.
* * *
Al cabo de seis o siete años volví a Villaconteras de Bastón.
Pregunté por el cojo, y los alguaciles y los muchachos de la plaza me decían
todos lo mismo:
—¿El cojo? Pero si aquí no hay ningún cojo. Solo hay un tuerto, un manco y un
Sordo...
Por fin vi en la calle a mi amigo Gatete. Caminaba tranquilamente con sus dos
piernas, y ya era un mozo de veinte años.
—¡¡Gatete!!— Le abracé y le pregunté con impaciencia: —¿Es de goma tu
nueva pierna?
—¿De goma? ¡Tú estás loco! Es de carne y bien de carne, como las dos tuyas.
Y si quieres probarlo, muérdeme una pantorrilla...
—Pero ¿tú no eras el que un día, en el campo, me hablaba de una pata de
palo?—le pregunté, extrañado.
—Sí, sí; yo era.
—Entonces, ¿por qué ese cambio?
Gatete me lo contó todo de esta forma:
—Estaba yo tumbado una mañana, después del baño, en la playa de San
Serrucho, y como estaba casi desnudo y sin la pata, se veía la costura que me
hicieron en la rodilla rota, aunque ya no hay tal costura. Entonces se me ocurrió
empezar a cantar esa especie de letanía que dice:
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Caracol, caracol,
saca tus cuernos al sol...
Caracol, caracol,
saca tus cuernos al sol…
Hacía un sol espléndido—añadió Gatete—, y lo dije cuatro o cinco veces, y vi
que como una media de deporte de esas que vuelven las mujeres para coserlas,
empezó a crecer, a salir de dentro de ella misma, mi pierna desaparecida...
Aterrado por aquello, me atreví a tocarlo para darme verdadera cuenta de lo que
era..., y como un cuerno de caracol al que tocas con un dedo, se encogió mi
piernecita otra vez... ¡Oh, qué pena ... Pero volví con paciencia a cantar lo de
Caracol, caracol..., y poco a poco volvió a salir hasta la misma puntita del pie. Y
aquí lo tienes...
—¡Bravo, amigo Gatete!—exclamé yo—. Eres el hombre de la suerte—. Y le
abracé y me fui al tren.
Lo malo es que yo una vez me corté un dedo al coger más salchichón del
debido para un bocadillo. Entonces puse la falta de mi dedo frente a mis ojos y
empece la letanía:
Caracol, caracol,
saca los cuernos al sol…
Mas como soy bizco y me miro la puntita de las narices sin querer..., creyeron
las narices que era por ellas, y empezaron a crecerme, a crecerme..., y hoy son
tan largas que, para dar la vuelta en una calle estrecha, tengo que maniobrar con
marcha atrás, como los automóviles.
¡Qué mala suerte tengo!…
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51
Dibujos de Climent
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Sucedió en la montaña de la Loba Azul.
Pestañitas, llamado así porque era nerviosillo y siempre estaba pestañeando,
vivía casi en lo alto de la cumbre, con los padres, que eran los guardas de la
finca, con sus dos hermanos Chiquiqui y Gurriato, y con los hijos de Juan el
vaquero, que se llamaban Oruguita y Pirulo.
En el bajo de su montana estaba la boca de un túnel. Al tren se le veía venir
desde muy lejos por el valle. A veces las vías brillaban con el Sol. También se
escuchaba lejano, muy lejano y muy abajo, el ruido fogoso de la máquina.
Se le veía luego acercarse a la montaña en cuyo alto vivía Pestañitas, y
desaparecía para siempre, porque no alcanzaba a vérsele salir por la otra boca.
Así, pues, Pestañitas no veía más que entrar trenes y salir trenes por aquella
boca de la montaña; y como no sabía que hubiera más entradas de túnel que
aquélla, estaba preocupado, pensando en lo que significara eso de que entraran y
salieran trenes en la panza de la montana llamada de la Loba Azul.
* * *
Un día citó a sus hermanos y amigos, y, estando todos reunidos en una roca,
hablo así:
—Ninguno de nosotros ha bajado nunca de estas alturas. No sabemos
lo que es el mundo. Pero lo que a mí me choca más es lo que estará pasando
dentro de esta montaña. Entran los trenes en ella y salen otra vez. Por lo visto,
dentro debe haber un gran pueblo; hombres, fábricas… La idea no me deja
dormir. Hay que hacer un agujero y llegar. Si me ayudáis, yo me encargo de
hacerlo.
—¡Sí! ¡Sí! !Bravo!—gritaron entusiasmados Chiquiqui, Oruguita, Gurriato y
Pirulo.
Inmediatamente buscaron con el tacón de sus botas rotas terreno blando, y
Pestañitas señaló una circunferencia donde había de hacerse el pozo.
Y les dijo:
—Voy a hacerlo recto, recto, para que si, el Sol se pone encimita de nosotros,
entre hasta ese pueblo misterioso. Porque yo me supongo que en los pueblos que
no tienen Sol, recibir sus rayos de pronto sera una bendición y una alegría.
* * *
Empezó el pozo con las manos y con una astilla. Los otros cuatro chavales le
miraban, como esos vagos que se paran a ver trabajar.
Claro que ellos no podían hacer nada. Si acaso, le acercaban las herramientas.
Pero él, con un gran entusiasmo, volvió a trabajar después de comer, y al día
siguiente, y por la tarde, y al otro día..., y al otro..., y al otro.
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El pozo llego a tener más altura que Pestañitas.
Y llegó a ser como dos veces Pestañitas..., y como tres...
Ya le bajaban sus cuatro compañeros atado a una cuerda, y poniendo todos unas
caras de gran esfuerzo. Bien es verdad que él era el mayor, aunque tenía diez
años...
La madre les veía desde el lavadero, y llegó a asustarse de la profundidad. Pero
el padre la dijo:
—Hay que dejarle. Debajo de la tierra se encuentran grandes tesoros. Quien
sabe si este hijo nuestro encuentra así el suyo.
Y el padre y la madre soñaban con que aquello podría ser la felicidad de
Pestañitas.
Y el chico seguía, y seguía, con más tesón y más voluntad que un perro
perdiguero que ha olido una liebre.
Y manejaba las herramientas de su padre: el pico, la pala, la espuerta…
* * *
Y era ya tan hondo el agujero, tan hondo, tan hondo, que lo que hizo Pestañitas
fue no molestar más a sus hermanos y amiguitos para que le subieran.
Se quedaba en el pozo a dormir y a comer. Y mandó poner una cuerdecita que
desde el fondo hiciera sonar arriba un cascabel. Y otra cuerda más gorda, para
que tiraran de ella cuando sonase el cascabelito; porque así enviaba a sus amigos
y hermanos un papelito escrito, pidiendo comida, herramientas, mantas, aceite
para el farol y todas esas cosas.
Y también para que subieran las espuertas llenas, con lo cual iban haciendo
montañitas al lado del pozo. Montañitas de arena en las que el padre plantaba
chopos.
Ni los domingos se hacía subir. Él no tenía más ilusión que llegar al pueblo
interior de la montaña, y ya debía estar cerca, puesto que llevaba muchos y
muchos metros de agujeros.
Oruguita, Chiquiqui, Pirulo y Gurriato se habían puesto en turno, y siempre
estaba alguno despierto, de noche y de día, esperando que sonase el cascabel para
tirar de la cuerda que traía lo que ellos llamaban «el correo de Pestañitas».
El cual no sabía jamás cuando era de noche ni de día, porque en el fondo del
pozo estaba muy oscuro.
Y pasaron las semanas, los meses, los años. Y sólo algún día del año, a las doce
en punto, el Sol iluminaba un poco el fondo del pozo donde el chico trabajaba.
Y aquello sí que era como un gran domingo. Esos días de un poco de Sol comía
más, y se secaba casi toda la humedad del enorme pozo.
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* * *
Al cabo de cinco años de trabajar y trabajar, sucedió una de las cosas más
asombrosas que han podido ocurrir en el mundo.
Pestañitas, a la luz de un triste farolillo de aceite, daba picazos y picazos en el
suelo de su pozo.
Llevaba, según hemos dicho, cinco años de trabajos, y tenía, por consiguiente,
quince nada más, o quince nada menos.
Pegó un golpe, y sintió que el pico se había metido en algo vacío. ¿Sería
aquello, al fin, la ciudad del túnel?
Se ató la cuerda gorda a la cintura para no caerse, y siguió pegando picazos.
De pronto le faltó tierra y le invadió por abajo la luz que le había faltado tantos
años.
Y se quedo colgado de su cuerda.
Por cogerse a algo, un poco asustado, se colgó del cordelillo del cascabelito,
que sonó arriba estrepitosamente. Y al mismo tiempo sintió que alguien se le
colgaba de los pies, como para darle caza.
No le dio tiempo a saber lo que era, porque sus dos hermanos y los dos hijos
del vaquero, que se habían despertado con el estrépito del cascabelito, tiraban ya
con toda su fuerza. Y lo que se había colgado a sus pies seguía colgado, pero en
la tremenda oscuridad del pozo. Porque hasta el farol había desaparecido al
abrirse el boquete de luz.
Tiraron, tiraron, tiraron, impresionados aun porque aquel inesperado
campanilleo algo grave podía querer decir...
Y al cabo de unas cuantas horas apareció la cabeza de Pestañitas, pestañeando
como siempre, como hacía cinco años...
Siguieron tirando poco más, y salió su cintura, sus piernas, sus pies. Y colgado
de sus pies, un joven negro de dientes blancos, sin más ropita que un taparrabos y
unos pendientes redondos y grandes.
Venía del otro lado de la Tierra, empeñado en cazar a Pestañitas para comérselo
guisado el día de su cumpleaños.
Ya comprenderéis, por consiguiente, que lo que le había pasado al héroe del
pozo es que había atravesado el mundo de parte a parte.
¡Vaya un chico!…
* * *
55
Y no paso nada más, aunque ya es pasar.
Era un muchacho negro, de poco más de quince años, y aunque en el trayecto
no simpatizó con su compañero de viaje, luego se hicieron grandes amigos.
Y Pestañitas, Chiquiqui, Gurriato, Pirulo, Oruguita y Kuy-Kuy, que así se
llamaba el negro, establecieron las comunicaciones directas y frecuentes entre el
Pico de la Loba Azul y Kukibimba, que era el pueblo salvaje de Kuy-Kuy.
El tren era la cuerda, que ellos llamaban servicio aéreo.
Y se hacían muchas visitas, y los kukibimbaneses subían a comprarse chalecos,
sombreros de paja, relojes y botijos en una tienda que pusieron los padres de
Pestañitas en el Pico de la Loba Azul.
Y los amigos de Kuy-Kuy, negros como él, subieron para aprender a jugar al
peón, al guá y a la toña. Y comieron pasteles y ensaladas de tomate, y ya no
les gustaba eso de comerse unos a otros.
Además, iban tan guapos con sus nuevos trajes, que les daba pena degollarse.
Esa fue la formidable obra de Pestañitas.
Y aquí acaba el cuento del túnel, el pozo y el negro. ¡Tres cosas, y las tres
negras!…
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Dibujos de Ramón Gaya
En el castillo de los Siete Nidos, llamado así porque en cada una de las siete
torres había un nido de cigüeñas, vivía la Princesa Cereza, cuyo padre había
marchado a la guerra llevándose un inmenso dragón del castillo, llamado
Sombrero, y dejando al cuidado de su hija a otro dragón llamado Zapato, tan
inmenso como Sombrero.
La guerra era porque el Príncipe José Estilográfica, de la nación vecina, quería
casarse con Cereza, y ella no tenía ganas de quererle, porque lucía unos bigotes
largos que le parecían muy antipáticos.
La guerra no iba mal, y Cereza y Zapato oían desde el castillo los cañonazos y
los clarines.
Lo malo fue que cuando el gran dragón Zapato se rascaba detrás de una oreja
con la afilada punta del rabo, un aeroplano enemigo le tiró una tinaja llena de
pólvora, dinamita, cascos de guardia, pedazos de botijos rotos, gotitas de limón,
pipas de sandía y clavos de hierro.
Como era de temer, la terrible bomba cegó al pobre Zapato, porque uno de los
clavos se le fue al único ojo, que, por cierto, le tenía en la frente.
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Entonces los aviadores enemigos, los del Príncipe José Estilográfica,
aterrizaron suavemente en la terraza grande del castillo; buscaron a la Princesa
Cereza, a la que ya no quedaba más guardia que las doncellas y aun no sabía la
ceguera del buen Zapato, y la encontraron en la cocina haciéndose flanes en
forma de mano con las manoplas metálicas que se había dejado su padre
olvidadas.
La cazaron, porque ella estaba ignorante de lo que allí pasaba; la subieron a la
terraza, y se elevaron antes de que llegara el regimiento de doncellas esgrimiendo
las agujas de coser en defensa de su amita. Las cuales se quedaron llorando de
rabia, y con sus pañuelos un ratito decían adiós al aeroplano, y otro ratito se
limpiaban las lágrimas.
* * *
Al cabo de pocos días llego al campamento del señor de Siete Nidos la noticia
terrible del rapto de la Princesa, y el señor y su dragón Sombrero, que era, como
hemos dicho, exageradamente gigantesco, volvieron a su castillo, encontrándose
a Zapato ciego y sumido en angustiosa tristeza, y las habitaciones de la Princesa
completamente vacías.
Aún se olía su perfume, y en su mesa tenía las recetas para hacer los flanes.
El señor de Siete Nidos lloró tanto, que las habitaciones parecían como si en
ellas se hubiera estado secando un paraguas... o un perrito.
A los pocos días vino un espía que Siete Nidos tenia en el país del Príncipe
Estilográfica, y dijo:
—Señor: los periódicos de la nación vecina anuncian que el Príncipe va a llevar
a la Princesa Cereza por todas las provincias de su país para que conozca el reino
completo.
—¿Y cómo van a hacer el viaje?
—En tren, señor, porque de los automóviles se ha tirado ya varias veces la
Princesita, con deseo de escapar.
Oyó esto el inmenso Sombrero; pasó su cola de pinchos por encima de él
mismo, hasta poner la punta en la frente para pensar bien, y tuvo la siguiente
idea: «Si yo me pongo en la vía del tren y abro la boca como un túnel,
acabaremos por rescatar a la Princesa más tarde o más temprano. Todo será
cuestión de paciencia...»
* * *
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En efecto; una noche salió despacito, todo lo más silenciosamente que él podía
caminar, que era como si sonara un leve vendaval que agitara árboles y hierbas.
Vio brillar con la Luna las vías del tren de los enemigos, y allí se puso de
guardia.
Cuando sentía que los dos hierros trepidaban, colocábase de frente a la
dirección que trajera el tren, abría la boca y esperaba inquieto, apoyando la
barbilla en las vías y cerrando el ojo, tanto por la emoción como porque no
brillara con la Luna.
Y cuando quería darse cuenta, ya tenía dentro de su boca todito el ferrocarril.
Ya no tenía más remedio que comérselo. Pero antes lo paladeaba bien, para
advertir si venía allí su amita Cereza, que llevaba siempre ese personalísimo
perfume de cerezas que había dejado en sus habitaciones.
Se comía viajeros de turismo, viajantes de comercio, maquinistas, vagones de
carbón, fardos de tabaco, cajas de frutas, maletas, máquinas de coser en cajón,
envíos de juguetes, cubas de vino, damitas elegantes, revisores, conejos muertos
atados en montones por las patas, cántaros llenos de leche..., ¡todo! Y todo
lo hacía en busca de la linda Princesita Cereza.
Una vez se tragó un vagón que tenía demasiados caballos. Al día siguiente se
tragó un tren con demasiadas bayonetas; era como el que se come un besugo con
espinas. Tuvo que quitarse tres o cuatro que no habían pasado.
Estos trenes le hicieron sospechar que serían trenes militares y que iban a
esperar en algún pueblo a Cereza para rendirle honores, a pesar de que ella iba
siempre de mal humor y hasta llamando mamarracho a José Estilográfica en
público.
* * *
Y, en efecto, al otro día se le metió en la boca un fogoso tren de máquina
brillante, adornada con banderitas, e inmediatamente su paladar sensible advirtió
que allí dentro estaba la perfumada y linda damita de su país y de su castillo.
La lengua agudísima del dragón rebuscó, metiéndose por las ventanillas, hasta
que dio con Cereza. Era como cuando nosotros buscamos algo que nos molesta
entre las muelas...
La apartó cuidadosamente, la sacó a la luz y se comió todo lo demás, notando
un cierto sabor a tinta de colegio al tragarse al Príncipe José Estilográfica.
* * *
60
Cuando la Princesa se dio cuenta de que aquello era uno de los dragones del
castillo de Siete Nidos, quedó casi desmayada de alegría. Y le besaba las uñas, el
hocico miedoso, su rabo de pinchos...
Luego le ató a un colmillo un larguísimo collar de perlas que la había obligado
a aceptar el Príncipe antipático, y que la daba seis vueltas desde el cuello a las
rodillas, y, tirando de el como de un burrito, se encaminaron al castillo.
Iban muy despacio, porque Sombrero había engordado de una manera terrible,
terrible, terrible, con tanto tren como se había comido.
El señor de Siete Nidos dio cien besos a su hija Cereza, y al dragón le puso
unas vías hacia la boca, y todos los días le regalaba un tren de mercancías con
jamones, natillas, sandías y patatas fritas.
También el desgraciado ciego llamado Zapato se desayunaba con dos vagones
de mermelada. Y además vino un oculista, puso un andamio y le curó el ojo.
Hubo grandes fiestas, obligándose a todos a llevar sombrero de esos que se
hacen de papel doblado, pero pintados con colorines, con flecos de papel a la
punta de arriba y cascabeles en las puntas de atrás y de delante.
Regalaron croquetas a los caballeros pobres; bastones con cabezas de bichos a
los señorones ricos, y a los dragones, dos abrigos de punto, hechos por todas las
damitas del castillo.
Y fueron felices, comieron perdices, y a mi no me dieron, porque Zapato y
Sombrero se comían hasta las plumas.
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Dibujos de Don Tonino
Un lectorcito me ha escrito una carta preguntándome que dónde conocí yo a
Zas Tinoco.
Yo conocí a don Zas en una tienda de juguetes comprando veintiocho caballos
de cartón para veintiséis chiquillos que salían de una escuela. Dio un jaco a cada
chico, y dijo luego:
—Al que llegue antes al árbol aquel, le daré otro caballejo más.
Y hubo carreras, y se gano el juguete el mas ágil. Después dijo:
—Me queda el último, que es para el que llegue antes con las manos a sus pies.
62
Y, claro, llegó el más chiquitín, que era el que más cerca del suelo estaba. De
modo que repartió todos los caballos, y el más ágil y el más chico se llevaron dos
a casa.
Los muchachos se fueron muy contentos, y todas las personas mayores hicieron
corrillos, diciendo:
—Don Zas Tinoco es un loco.
—Don Zas Tinoco es un loco.
Y yo dije para mi bufanda:
—Es un loco..., pero poco...
Aquella noche tardé en dormirme, pensando en don Zas. Porque mientras todos
creían que aquel hombre era un perturbado, yo pensaba que era un hombre feliz,
muy bueno y muy amigo de los niños.
Una mañana me desperté; me dieron el desayuno, que era chocolate de color de
chocolate, y bizcochos que tenían forma de bizcochos; me lavé luego con los
tirantes caídos por detrás, como un rabo de elefante, y salí a la calle.
Y pronto vi grandes corrillos de gente, en los que se decían unos a otros:
—Don Zas Tinoco es un loco.
—Don Zas Tinoco es un loco.
—¿Y por qué?—pregunté yo.
—Por lo que lleva en el coco.
Vosotros sabéis que algunas personas bromistas llaman el coco a la cabeza. Por
eso yo seguí preocupado en mi paseo, pensando en qué sería lo que llevase en el
coco el bueno de Zas Tinoco.
Por fin lo vi en el parque, tomando el sol en un banco y leyendo el periódico.
Mucha gente le miraba atentamente. Todos estaban riéndose detrás de los
árboles o detrás de las sombrillas. Y es que era para reírse; yo lo comprendo.
Llevaba sobre la cabeza, o, como dicen otros, sobre el coco, un sombrero de
barro cocido, que se ajustaba a su frente y que por la parte de arriba era un
magnifico tiesto.
63
Entonces fue cuando yo celebré una interviú con él, para un periódico que se
titulaba Las Buenas Noticias. Recuerdo que tuvimos este diálogo:
—¿No va usted incómodo?
—No lo sé. Nunca me he preocupado de mí mismo. Yo solo me preocupo de lo
que hay que preocuparse siempre: de escribir a los reyes y a los presidentes de las
repúblicas, para que no se odien los pueblos y arreglen sus asuntos en paz; de que
los padres compren a los chicos vestidos que no les aprieten y libros que no sean
antipáticos, y de defender a los pajarines contra ese mono trepador que se
llama..., ¿sabes cómo se llama?
—No, no lo sé—le respondí yo.
—Pues se llama colegial novillero...
—¿Y qué lleva usted en la cabeza?
—Un tiesto.
—¿Y qué lleva ese tiesto?
—Tierra.
—¿Y qué lleva la tierra?
—Un hueso de cereza...
—¿Y para qué?
—No lo puedo decir aún...
Aquí terminó la interviú. Pero después he sabido poco a poco la historia del
loco Tinoco y lo que puso en su coco.
Al cabo de los días comenzó a salirle una ramita, y don Zas se acercaba a todas
las fuentes que veía como a beber, y lo que hacía era poner su chistera de barro
cocido para que se regara bien el nuevo cerezo.
¡Con qué mimo cuidaba don Zas Tinoco el futuro tesoro de cerezas que llevaba
en su sombrero!
64
Así resultó que el arbolito creció espléndidamente, y que el caballero que todos
tenían por loco, había de caminar guardando el equilibrio como uno de esos
artistas de circo que sostienen en la cabeza una silla, un paraguas, una botella y
todas esas cosas.
Como los pájaros conocieron en seguida que se trataba de uno de los señores
que les echaban migas de bollo y granos de arroz, se subían en las ramas antes de
que maduraran las cerezas, y allí cantaban, alegres.
Y a don Zas le producía eso una emoción grande, como de agradables
cosquillas, y se le saltaban las lágrimas de alegría.
Hubo un ruiseñor de preciosísima canción, que con su ruiseñora hicieron su
nido en el cerezo, y eran como los guardas. Claro que tenían orden del dueño de
dejar saltar a las ramas a todos los pajarillos que quisieran.
Y Tinoco iba tan contento y tan tieso, dedicado solo a su árbol y presentándose
en las ferias para ganar algo de comer y para que la gente viera un ejemplo de
amor a las plantas y a los pájaros. ¡Muy bien, don Zas!
65
Llegó un momento, queridos lectores, en que las cerezas maduraron. ¡Qué ricas
estaban, Dios mío! Probó una Tinoco y en seguida dijo al pequeño guarda alado:
—Deja comer una cereza a cada pájaro que venga. ¡Una sola!... Porque con las
demás vamos a invitar a los colegiales.
Y así se hizo. Fue otro momento de emocionante alegría ver como los chiquitos
trepaban por el mismo don Zas Tinoco hasta alcanzar la fruta, para luego
aplastarla en sus boquitas y saborear el pequeño manjar, rojo y redondito.
¡Qué gusto le daba poder ofrecer los mismos beneficios de un arbolito bueno!
Hasta se paró en un campo y se sentó en el suelo para quitar el sol en plena
llanura a unos pobres segadores que dormían la siesta, casi asados por la asfixia
de aquella hora.
Llegó el otoño y se le cayeron las hojas poéticamente: daban ganas de hacerle
versos. Y se los hicieron.
Vino el invierno, y un día en que caminaba de un pueblo a otro para visitar a
unos desgraciados caballos heridos en las corridas de toros, empezó a nevar.
Por el camino se encontró a unas pobres mujeres sin ropas casi y con sus hijitos
en brazos, que iban a pedir trabajo como lavanderas en otro pueblo.
El frío era enorme, y en la montaña que atravesaban no había un solo árbol:
solo rocas.
Entonces Tinoco cogió con sus manos el arbolito, tiró como para sacarse una
muela de la coronilla, se lo arrancó con terrible dolor de su alma..., y con aquello
encendió una buena hoguera.
Las pobres mujerucas calentaron sus manos y su corazón helado; calentaron,
sobre todo, a sus hijitos, y después pudieron seguir su marcha a gusto.
Aquel día volvió don Zas Tinoco a su casa triste y alegre a la vez. Triste,
porque ya no llevaba su arbolito, tan bueno y servicial. Y alegre, muy alegre,
porque había ofrecido a los pájaros, a los chiquillos, a los trabajadores, a los
poetas y a los desventurados, todos los beneficios que puede ofrecer un árbol:
ramas, frutas, sombra, belleza y leña.
Por gratitud, sembró luego en el sombrero violetas, y lo tiene en su ventana. Y
lo gracioso es que se ha comprado una caja de soldados de plomo, y todas las
noches deja uno de centinela, para que cuando vayan las criadas a coger flores se
pinchen un poquitín con las bayonetas en los dedos, y se asusten y las dejen en
paz.
Cuando sale a regarlas con una regaderita roja de juguete, todos los vecinos
dicen desde sus ventanas:
—¡El loco!, ¡el loco!...
Y yo digo entonces para mí:
—Si, el loco... que no es loco.
66
67
Dibujos de Don Tonino
Ya sabéis que el mar de cuando en cuando baja, y de cuando en cuando sube
¿verdad?
Pues bien, una de las veces que bajó, quedaron tumbados al sol perezosamente
sobre la playa un pulpo, un lenguado y una sardina.
La sardina contó que una vez la pescaron, la metieron en una lata con aceite y
cuando destaparon la lata salió dando coletazos, poniendo a todos perdidos, y a
brincos se volvió al mar.
El lenguado dijo que también a él le habían pescado, y que logró escapar por
debajo de la puerta; porque para eso es así de estrechito.
El pulpo, en cambio, no decía nada; guardaba silencio.
68
—¿Es que usted no ha vivido nunca una anécdota?—le preguntó la sardina.
Entonces el pulpo exclamó:
—Cuenta mis brazos.
—Uno, dos tres, cuatro, cinco y seis… ¿No tienen que ser ocho?
—Naturalmente; pero es que yo soy manco.
—¿Y cómo es eso?
—Mi historia es muy larga, pero, en fin, os la contaré. Pensando en que tenía
ganas de aventuras y de vivir la vida, hice una cosa que los hombres hacen con el
agua que han puesto a la lumbre para afeitarse; pero yo lo hacía al revés. Ellos
meten el dedito en el cacharro y yo lo que hacía era sacar la punta de un tentáculo
al aire. Y como hacía frío, esperé un par de meses.
En mayo volví a sacar el brazo a la superficie... y entonces si que estaba
agradable y suave el aire; así es que decidí salir de viaje. Para eso me cogí a los
flotadores de un hidro, que al momento emprendió un viaje trasatlántico.
Yo tenía entonces mis ocho brazos, a los que llamaba manolo, esteban, el
desgraciado abelardo, carlitos, juan-luis, ramoncito, eliseo y el pobre pepito.
Los más fuertes son manolo y esteban, y eran los tentáculos con que iba
agarrado al hidro. Y como pepito era el más listo, era también el que cazaba
pájaros al vuelo; ricas palomas, sobre todo, para mi alimentación.
Llegué a puerto, salté a tierra y busqué trabajo, porque la vida es así: aquí
el que no trabaja no come, y es muy justo.
En el barrio de pescadores había fiesta, y me tomaron para rematar y adornar
un tío vivo de ocho brazos. Mi cabeza estaba arriba, bien en el centro, y mis ocho
tentáculos bajaban por el toldo hasta los hierros que caían y de los que colgaban
caballos, cerdos y barcas,
Pero esta profesión era mareante y dimití. Entonces tuve una época de cesante.
Me pasaba el día con los brazos cruzados. Y como son ocho brazos a cruzarse, mi
cabeza parecía un huevo grande en un nido.
Me vio hambriento el director de una banda de música, y me dio empleo: me
ponía sobre un velador, en el centro, y me encargaba de pasar los papeles a
sus ocho músicos.
Aprendí música, y me hice una orquestita para trabajar por mi cuenta. Con dos
tentáculos tocaba la guitarra; con otros dos el violín; otros dos empleaba en la
flauta, y los dos restantes en los platillos.
Me parece que era aprovechar bien mis ocho extremidades, ¿verdad?
Los chicos se entusiasmaban oyéndome y sobre todo viéndome. Y yo también
aprendí de los chicos, ya que un día vi a unas niñas que jugaban a eso de echar al
aire piedrecitas y coger una al mismo tiempo, y entonces compre treinta platos de
cartón de confitería, y ensayé el echar el aire y recoger los platitos.
69
Luego los hacía con los de porcelana. Mi carlos era el más torpón para esto,
pero aprendió, y se los echaban los ocho como una preciosa fuente con
surtidores.
Gane algún dinero. Pero hay épocas en que no se encuentran contratos, por
nada del mundo, y tenía que estar en una casa de huéspedes muy barata, donde
apenas me daban de comer. Y eso que era mesa redonda de ocho comensales,
y yo me ponía en medio para que todos dieran a mis brazos lo que les sobraba.
Un día se me ocurrió meter al lindo pepito por debajo de la puerta de la
despensa, para que buscase alguna cosilla. Pero lo hice con tan mala fortuna
que encontró un cachito de tocino… ¡y era de un cepo!...
Me hirió, se me enconó la herida, se inflaba mi tentáculo como una gaita de
goma, de esas de feria..., y estalló.
Así perdí un brazo.
Me emplearon luego en una oficina donde probaron antes las variadas letras de
mis tentáculos, prohibiéndome el jefe que escribiera con esteban, porque para eso
es muy brutote, y hasta pone haber sin h y ojos con ella. Yo no he visto nunca
brazo que ponga más faltas de ortografía. ¿Por qué no aprenderá de los otros?...
En cambio mi abelardo, y aquí viene lo terrible, hacía tan bellas mayúsculas,
con adornos tan maravillosos, que el jefe me regaló para él un lindo reloj de
pulsera.
Nunca se lo hubiera regalado. Los demás sintieron tal envidia, que un día en
que yo estaba tumbado bien a mi gusto, como una estrella, sobre la hierba del
campo, y me había dormido profundamente, fueron dos o tres tentáculos, urgaron
en un agujero, y cuando salió el alacrán cogieron al desgraciado abelardo y a la
fuerza le llevaron a que le picara.
Y le picó, y se me puso hinchado como el otro, pero con más dolores. Como
que no aguardé a que estallara, porque ademas parecía que la hinchazón se iba
corriendo mi cabeza.
Mas, ¿cómo cortarme el brazo?… Lo pensé mucho; lo pensé rascándome la
cabeza con juan-luis y poniéndome como un dedo en la frente, que era la punta
de ramoncito.
Llegó la idea. Hacía viento; abrí una ventana, abrí la puerta, puse el brazo, vino
el aire corriente, cerró de golpe la puerta..., y así casi se me desprendió el
tentáculo enfermo. Clavé lo que quedaba en un árbol y empecé a andar, anclar,
andar... Al principio se estiraba como las gomas de un tirador y como eso que
llaman goma de mascar. Pero al fin se soltó... y allá quedó mi abelardo, mientras
yo era dos veces el Cervantes de los pulpos, no por lo de escritor, sino por lo de
manco.
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EL PERRO, EL RATÓN Y EL GATO (1930-31) Antoniorrobles (cuentos)

  • 1. EL PERRO, EL RATÓN Y EL GATO (1930-31) Antoniorrobles Edición: Julio Pollino Tamayo cinelacion@yahoo.es
  • 2. 2
  • 3. 3 ÍNDICE 1- La Princesita sin par y las hojas de afeitar………………………………….....5 2- Mariposas de almohadón que realizan su ilusión……………………………...9 3- Caballo que fue inventor, submarino y volador……………………………...13 4- El señor don Tenedor, educado y protector…………………………………..19 5- El chimpancé que tiraba a todo aquel que pasaba………………………...….25 6- La guerra de las veintiuna, que una se comió la luna………………………...29 7- La “moto” de Villatejos fue madrastra de conejos…………………………...35 8- El cabo Pipa, su vida, y la falta de comida…………………………………...39 9- La pierna y el caracol sacan los cuernos al sol…………………………...…..45 10- Se hizo un pozo tan profundo, que llegó hasta el otro mundo……………...51 11- Cómo encontró el buen dragón su princesa en el vagón…………………....57 12- El señor don Zas Tinoco, que era loco… y no era loco……………………..61 13- El pulpo tiene memoria para contarnos su historia………………………....67 14- 100.000 monedas se gana por correr con la manzana……………………....73 15- Huyen cuando ven delante al negro del elefante…………………………....77 16- El maniquí al que le da por hacer la “caridá”…………………………….....83
  • 4. 4
  • 5. 5 Dibujos de Aristo Téllez PUES señor, ésta era la Princesita Plata, tan alegre y tan bonita, que no tenía igual en cien leguas a la redonda. Tan bonita era, que cuando se miraba al espejo ni siquiera la figura del espejo conseguía ser tan bella como Plata. Si acaso, en las lagunas cristalinas podía verse tan guapa, porque las lagunas son de por sí más bonitas que los espejos. Era la hija del rey Don Oro II, de Solibrita: rey que llevaba barba partida, botas altas, gabán de terciopelo con puntillas y el fez a la cabeza, como era en Solibrita costumbre. Oro II era un rey con toda la barba... partida. Estaba enamoradísimo de la Princesita Plata el Príncipe Rosquilla, alegre también y simpático; pero que a veces se ponía de muy mal genio, cuando le contrariaban.
  • 6. 6 Rosquilla gobernaba una nación vecina, cuyo nombre era Caracolcoles de la Mancha, donde el Príncipe y unos cuantos amigos cazaban cebras con red y elefantes con cañas de pescar desde las copas de los árboles. Pero hacía una temporada que Rosquilla estaba triste, sentado en un balcón de Palacio, entre un canario y un botijo, porque esperaba al cartero con la contestación de Don Oro II, al que había escrito pidiéndole la mano de Plata. Un día llegó la carta. Se la entregó el criado sobre un almohadón de terciopelo. Los amigos Colonial, Armario y Llaverito, que fumaban sus pipas silenciosos, respetando la tristeza del Príncipe, aguardaron inquietos a ver si aquella carta le ponía alegre a Rosquilla. Pero Rosquilla leyó lo que decía el primer pliego, que era esto: «Al Príncipe Rosquilla, de Caracolcoles de la Mancha. Señor: Recibida vuestra carta, no tengo más que manifestarle sino que no os casareis con la Princesa Plata...». Rosquilla ni siquiera pasó la hoja. Se llenó de ira; dio una patada en el suelo, con la que se ladearon los cuadros y pestañearon las luces, arrugó el pliego y lo tiró al suelo con todas sus fuerzas. Los ratones de Palacio asomaron las cabecitas por los agujeros a ver qué pasaba. Los tres amigos se arrimaron... y el Príncipe se puso a dar vueltas por la habitación, como el péndulo de un reloj loco. De pronto, dijo a un amigo de aquéllos: —Colonial; pon inmediatamente este telegrama: «Al Rey de Solibrita: Hoy marcharán mis regimientos contra ti, para traerse tu cabeza y jugar al fútbol con ella. Yo seré árbitro. —Rosquilla.» Y a Llaverito le dijo; —Tú vete al general Zapatero, que es el más joven y decidido, y dile que prepare todas mis fuerzas. La Caballería, con caballos, cebras y burros. La Artillería, con buenas balas de mucho ruido, y que al disparar los artilleros hagan ¡pum! con la boca, para asustar más a ese granuja barbudo. La Camellería, con camellos y dromedarios, y que tiren al enemigo las botellas vacías que hay en la cueva. Que un elefante lleve los toros que se iban a lidiar esta tarde, metidos en cajones con ruedas, de modo que parezca un tren, y suelten los bravos cornúpetos en el campo de Solibrita...
  • 7. 7 Con estas cosas se desahogó un poco Rosquilla, y decidió continuar la lectura de la carta que había tirado al suelo, resultando que terminaba así: «No os casaréis con la Princesa Plata si no venís antes a pasar un domingo con nosotros y a comer un arroz con cangrejos, que lo hace mi cocinero superior chico. Abrazos de Don Oro 11, el barbas.» Antes de terminar la lectura, el Príncipe sufrió un desmayo y cayó sobre el diván, cogiendo debajo a dos gatos, que pudieron escapar haciendo «¡fu!», y a tres almohadones que no lograron escapar. Y es natural que se desmayara pensando en que el telegrama de declaración de guerra ya estaba enviado. El amigo Armario—que era en aquel momento el único que quedaba en la estancia—, buscando cuál sería el motivo del real desmayo, leyó el papel, y sin aguardar a que Rosquilla volviera en sí, bajó las escaleras y montó en su auto, que era de carreras, de los largos, como un cigarro puro con ruedas. Llegó a su casa, cogió un tirador de goma y las hojas de la maquinilla de afeitarse, y salió volando hacia el camino. Ya sabéis que al lado de la carretera van los hilos del telégrafo. Y hasta dicen algunos, aunque yo no lo creo, que los telegramas van por los hilos haciendo culebrillas veloces, como cuando sacudimos una comba que está atada por el otro extremo. El señorito Armario es de los que dicen que esa culebrilla existe, y por eso corrió a alcanzarla, costase lo que costase. Los árboles le dieron un susto, porque como parecía que venían de dos en dos hacia el automóvil, pensó el joven si serían los soldados del rey barbudo, disfrazados de árboles, que ya habían recibido el telegrama y se encaminaban hacia Caracolcoles de la Mancha. Pero no eran soldados; eran álamos nada más. Los cables hacían esas suaves cuestas de siempre, y como el automovilista iba muy de prisa, los cables también bajaban y subían muy de prisa sus cuestecitas. En lo alto de los palos había siempre muchos puntitos, y al pasar el auto unos puntos se escapaban y otros se quedaban, o sea que se escapaban volando los pajaritos y se quedaban los aisladores de porcelana. Al fin, Armario vio que la culebrilla estaba detenida, porque este era uno de esos telegramas charlatanes que hay que se detienen en el camino a contar a las golondrinas el recado que tienen que llevar ellos de un pueblo a otro. Entonces el muchacho apretó todo lo que pudo. Volaba más que corría. Hasta se levantó un poquillo el auto, ciertamente, como los aeroplanos cuando van a elevarse que toman velocidad por el suelo.
  • 8. 8 Y cuando le pareció conveniente, se detuvo en seco, descarnando un poco la carretera; sacó el tirador y el estuche con las seis hojas de afeitar nuevas, y, atinando con serena puntería, lanzaba las hojas una a una, y uno a uno fue cortando con ellas los seis hilos que había, para evitar que el telegrama saltara de unos cables a otros, por su deseo de seguir. Apenas habían caído los cables llegó el telegrama, y todo él se vertió en el suelo, palabra por palabra. Allí estaba la declaración de guerra todavía saltando por la arena, como los peces recién pescados. Armario pisó las palabras malditas para rematarlas bien, y sacando una herramienta del coche, hizo un hoyo, las metió, las tapó, y con el dedo puso: «¡Muera la guerra! ¡Viva la paz!». Trepó luego, porque era ágil y deportista, según habréis visto en el empleo del auto y del tirador, y ató los hilos de nuevo. Y cuando volvió dijo: —Ese telegrama está muerto y enterrado. Podéis poner otro, si queréis, señor. Y el Príncipe Rosquilla, llorando de alegría, dijo: —Colonial: pon ahora un telegrama que diga al simpático barbudo: «Iré domingo comer arroz con muchos cangrejos, y llevaré media docena de pasteles. —Rosquilla». Y fue y le dieron la mano de la Princesita Plata; pero casi no comió; estaba emocionado con su felicidad.
  • 9. 9 Dibujos de Aristo Téllez Llamita había recibido a la profesora en su cuarto. El cuarto era precioso, con su librería, su armario de juguetes y unos cacharros con flores sobre los dos mueblecitos. La cama de Llamita se convertía por el día en diván, con seis o siete almohadones, decorados todos ellos por la muchacha. Uno tenía una cabeza de negro; otro, una gran mariposa; otro tenía letras como si fuera un caramelo grande y envuelto; dos tenían flores; uno, unos pájaros recostados en telas de colores, y, el otro, tenía puntilla plateada y borlas grandes. Llamita había estado estudiando la lección tumbada en el diván con tres muñecos iguales y de china a su lado, pequeños como el alto de un vaso de agua. Eran esos los muñecos preferidos de Llamita y se llamaban Guante, Gorrito y Calcetín. Los tres la vieron estudiar con gran atención, y cuando vino la profesora se quedaron en el diván quietecitos escuchando la clase de idiomas, que ellos ya iban comprendiendo: las matemáticas, que les aburrían, y la de Historia Natural, que les gustaba mucho. Hoy tocaba lección de mariposas, y la profesora explicó como las mariposas son primero orugas o gusanos, que después de una temporada de quietud se hacen mariposas. Y se hablo también de los gusanitos que viven en las frutas, y aun de los que viven en los quesos. Fue una lección muy distraída que Guante, Gorrito y Calcetín escucharon con mucha fijeza, como si no fueran tales munequillos. Después jugó Llamita con ellos, y a la hora de la cena les volvió a dejar. Al quedarse solos los monigotes, Gorrito exclamó: —¡Quién fuera oruga para luego ser mariposa! ¿verdad? —A mí me gustaría mucho volar. —Y a mí. Recuerdo que cuando estaba en la tienda todo mi afán era que me compraran para mascota de un avión.
  • 10. 10 A la hora de dormir, Llamita los acostó en tres camitas juntas, se hizo su cama en el diván, acostó a las demás muñecas, puso en la mesilla un guardia de trapo que tenía para la vigilancia de noche, se acostó y apagó. A la media hora se notaba en la respiración de la chiquilla que dormía profundamente. Y entonces fue cuando Calcetín dijo muy bajito: —¿Dormís ya? —Yo, no. —Ni yo. —¿Y en que pensáis? —Yo en eso de ser mariposas. —Y yo también. ¡Qué casualidad! —Entonces, los tres—dijo Gorrito. El guardia oyó que andaban cuchicheando y les hizo callar así: «¡Sssssh!» Callaron, en efecto; pero notaba cada uno que los otros dos no se dormían fácilmente. Claro que acabaron por dormirse. Por la mañana Llamita se fue al baño, y entonces hablaron los tres muñecos, cuidando de que nadie les oyera. Resultó que anoche los tres habían estado pensando en ser mariposas, pero no sabían cómo conseguirlo.
  • 11. 11 —Porque ponernos alas no será bastante, yo creo. Hay que saber volar. —Y montar en un aeroplano va a sernos difícil. —Si nos pudiéramos convertir en gusanos... esperaríamos... y luego... —Somos muy grandes para un queso. Claro que podíamos buscar cosas más grandes que un queso. —Una sandía. —Más grande. —Un colchón. —Nos aplastaría demasiado por las noches. —¿Y en los almohadones? —Tal vez... —Sí, sí, vamos a ellos. Decidieron descoser un poco más uno que estaba un poquitito descosido, y desaparecer por el agujero. Fue precisamente en el cojín que tenía puntilla de plata y cuatro borlas grandes. La niña los buscó por el cuarto, primero curiosa, luego intranquila, después llorando. ¡La habían desaparecido los muñecos que más quería; los más chiquitines!... Ellos oyeron su llanto, y tuvieron un instante la tentación de salir de nuevo; pero decidieron esperar. La pena se la iría pasando, y, en cambio, la alegría sería luego muy grande, al verlos convertidos en mariposas. Llamita dormía la siesta entre los almohadones, y entonces los muñecos se acercaban al oído de la dormilona, y decían cosas pegando por dentro la boca a la tela: —Gorrito, Guante y Calcetín te quieren mucho todavía. —Gorrito, Guante y Calcetín tendrán alas el día menos pensado. —Gorrito, Guante y Calcetín llevarán tus recados a la cigüeña de la torre. Llamita se despertaba luego, y la era fácil creer que había soñado. Y gustaba dormir la siesta todos los días, porque creía que todos los días soñaba. Entre tanto los tres monigotes se fueron haciendo una envoltura con hilos de la lana del almohadón, como la envoltura en que se cierran los gusanos de seda. Y se cerraron cada uno aisladamente, y quedaron quietos, callados, medio dormidos, como en las crisálidas de las mariposas. Fue una temporada larga. Al cabo de la cual los tres muñecos se encontraron con que tenían alas. Pero en el almohadón no podían volar. Esperaron; al poco tiempo, Llamita fue a dormir la siesta; era un día de primavera, de sol caliente, de flores nuevas y de las primeras mariposas. Al ir a apoyar su cabeza en el almohadón sintió un extraño aleteo. Arrimó el oído y escuchó: —Ábrenos; somos tus mejores amigos... La niña, llena de emoción, corrió por las tijeras, abrió el cojín de la puntilla de plata y las borlas grandes, y salieron volando las tres mariposas que se repartieron por los cacharros de flores de la estancia.
  • 12. 12 —¡Ábrenos la ventana para ver el azul del cielo! —¡Ca! Seréis para mí. Llamó al timbre y pidió el mariposero. Los muñecos de alas, al oírla, se entregaron solas en los hombros y la cabeza de Llamita. Llamita comprendió que aquello era una lección de bondad que la daban, y se puso muy colorada. Entonces se fue a la ventana y abrió, para que gozaran del cielo y las flores. Y desaparecieron. Pero cuando la tarde iba a caer, llamaron con el ala en los cristales, entraron luego, y fueron a descansar en las flores de trapo de los almohadones, porque, pensaron que las rosas y los claveles de verdad debieran ser solo para las mariposas de verdad, y no para las que tenían las alas de lana. Y esa fue otra lección para Llamita, que pensaba meterse en un colchón como ellas en el almohadón de las borlas, y hacerse con el tiempo ángel y andar por el cielo como los querubines. —Yo creo que hacerte angelito es mucho, nosotros no nos atrevemos, a ser mariposas de verdad, y un querubín con las alas de lana... no está bien. —Tenéis razón. Seguiré siendo niña, que es una cosa natural, y vosotros llevaréis mis recados a las flores, a los pájaros, a las estrellas y a la cigüeña. —Eso sí se puede hacer. Una niña de verdad puede hablar con un ángel de verdad; pero un ángel de lana no puede jugar más que en esas nubes de lana, que parecen los colchones de las camas grandes. Y fue feliz, y gracias a Calcetín, Guante y Gorrito tenía noticias de las mariposas de verdad, y, sobre todo, de la cigüeña y de sus hijitos... Y hasta de una estrellita verde y oro que ella se sabía como los chicos se saben los nidos.
  • 13. 13 Dibujos de Climent Sol y Luna eran un caballo y una yegua, blancos los dos, blanquísimos, con las pestañas y la cola y los cascos blancos, y con el alma, si es que los caballos la hubieran tenido, blanca también. Y digo que su alma sería blanca, si la tuvieran, porque se dedicaban, según mandaba su dueño, a pasear niños por un parque público. Y eran tan nobles, que en cuanto notaban el peso un poco desequilibrado, se paraban. Y así el niño no se caía jamas.
  • 14. 14 En las cuadras, en los prados o en los descansos, lo decían a cuantos caballos querían oírles: —Nosotros no hemos dejado caer ni un niño siquiera. Y eso que a veces se ponen a hablar las criadas unas con otras, y nos dejan solos con los chicos. Entonces vamos muy despacito... Pero sucedió una cosa desagradable: vino al parque otro hombre con un elefante que llevaba arriba una plataforma, y un camello que llevaba otra, y los niños se iban con ellos. A los chicos les gustaba ver desde arriba las orejas gordonas del elefante y el cuello curvo, como una mecedora, del camello, y el Sol y la Luna tuvieron que ser vendidos, porque no había negocio. Los compró un labrador, y los hacía arar juntos. La yegua, como esas mujeres muy cuidadosas de los arreglos de su casa gustaba de hacer el surco muy recto; parecía esas niñas que cosen a la máquina sin torcer el pespunte nada, nada. El Sol se descuidaba algo, porque iba pensando en sus cosas; en la vida de un caballo, siempre sujeto a una cabezada y sin libertad. Afortunadamente estaba fijo por el yugo a la Luna, y así no descomponía la recta del arado. Después, el labrador los ocupó en la noria. Tenía una noria de esas a las que se ata una caballería, y empiezan a dar vueltas, vueltas y vueltas, como un peón perezoso, y a salir agua y agua de un pozo; agua que se volcaba en un canalito cuesta abajo, e iba a regar unas frescas lechugas y unos rabanillos que se inflaban como baloncillos debajo de tierra. El labrador hacía lo siguiente: un día enganchaba al Sol ocho o diez horas. Al día siguiente descansaba el caballo, y las ocho o diez horas de vueltas y vueltas las daba la yegua. Un día, en las vueltas y vueltas de la noria, el Sol comenzó a pensar en un invento que le daba a él vueltas también. El jaco blanco estaba inventando un procedimiento cómodo de viajar los caballos, al mismo tiempo que fuera útil al hombre. Y como advirtiera el Sol que pensaba mejor las cosas dando vueltas a la noria que en la cuadra, todas las noches se desataban con los dientes el caballo y la yegua y se cambiaban de sitio; de modo que cuando muy de mañana, casi a media luz, venía el labrador, cogía un día el de un sitio y otro día el del otro, y siempre se llevaba el jaco. Con lo cual la Luna estaba descansando, y poniéndose redondita como si fuera un tonel blanco, tumbado, con cuatro patas, una cola y dos orejas. El que escribe este cuento no tiene inconveniente en compararse con el caballo, por un motivo; porque mejor se le ocurren los cuentos paseando que sentado a la mesa del comedor. Y eso le pasaba al Sol: mejor pensaba en su invento dando vueltas a la noria que amarrado al cajón de su comida.
  • 15. 15 Por fin, presentó el invento a su dueño, explicándose por señas. Se trataba de unir paralelamente con barras de hierro dos bicicletas que llevaran pedales en las dos ruedas cada una. Enganchar los ocho cascos de un tronco de caballos a los ocho pedales, sujetarlo a la lanza de un coche... y a correr más que un auto. Se hicieron las pruebas. El Sol y la Luna inauguraron el invento, que luego corrió por el mundo... Hubo un momento en que en las más importantes capitales no se veía otra cosa... Pero el mundo es ingrato con las celebridades mientras viven. No quiero poner ejemplos, para no comparar al caballo con Colón ni con Cervantes. El labrador vendió el invento, se enriqueció, dejó la labranza... y dio por treinta duros a unos gitanos la pareja de caballos blancos. La Luna tuvo suerte. Vieja y todo, como estaba redondita por los días que no dio vueltas a la noria, fue comprada por un marquesón, para que aprendiera a montar su niña. Y su niña la tomó cariño y la daba azúcar, nueces mondadas y galletas, y la traía una rosa, que la yegua gustaba de llevar en la boca, como las mozas de los pueblos en domingo.
  • 16. 16 A pesar de lo cual, ¡cuánto pensaba en el caballo! Recordaba, a solas, los días que llevaban niños pequeñines en sus lomos, sobre todo uno de traje colorado, que tenía un perro de goma atado al cuello; y recordaba el chiquillo que se le iba a caer a la Luna, pero el Sol se pegó a ella de costado y entre los dos se quedó el chico hasta que vino la criada. Recordaba también los días del arado, en que el Sol quería ir muy de prisa cuando el Sol de verdad les daba de cara, y muy despacio cuando no les molestaba a los ojos. —Era un sabio—se dijo en silencio. Pero hablemos del Sol. Allá iba con los gitanos por esos caminos de Dios, sin comer más que la hierba pisada de las orillas del camino. Mas no creáis que el caballo había dejado de pensar. Ahora pensaba en tener una vida tranquila, aunque fuera pobre. Y cuando alguien se acercaba a comprar un caballo, el Sol cojeaba con picardía. Mejor estaba con los gitanos, a su vieja edad, aunque apenas comiera, que trabajando con un burro en un arado, o muriendo a cornadas en una fiesta de toros. Y todavía hizo más: y fue que imitó una cojera imponente, encogidas las nalgas, en medio del campo, cuando los gitanos iban de un pueblo a otro. —A este caballo blanco hay que dejarlo aquí que se muera solito...—dijo uno. —Es lo mejor—dijo otro. Y así lo hicieron. Y únicamente un gitanillo moreno, descalzo y con los dientes muy blancos, se volvió, y cuando nadie lo veía, tiró hacia el jaco viejo el pedazo de pan que se iba comiendo. Y allá se quedó el Sol, que le dio pena de los pequeños; pero la vida es así. Y cuando todo el grupo de gitanos, gitanas, churumbeles, caballos, burros, perros y un mono, se perdieron detrás de una colina, el jaco se quitó la cojera, trotó para desentumecerse, comió más yerbas frescas de un regato haciendo un fuerte ruido de arrancar, jugó un poco con una mariposa que le toreó con salero... y salió trotando, aunque se cansaba pronto. Siguiendo el regato, que era lo que más fresca yerba tenía, se encontró un río a los dos días. Y siguiendo el río, a cuyas orillas el verde era abundante, a los cuatro días encontró el mar. ¡El mar! Este jaco del cuento no conocía el mar y se quedó asombrado. Entró un poco por la playa y se mojó los cascos. Jugaba con las olas como con la mariposa, aunque ahora le toca a él torearlas. Se metió más... y de pronto vio un tiburón enorme que venía a morderle las patas.
  • 17. 17 —¡Eh, eh! Eso no vale... A ver si te doy una cocecita... —No será tanto—dijo el pez un poco flamenco. Total, que no se tocaron, porque eran iguales de tamaño, y no sabían cuál saldría perdiendo. —Me gustaría ser tiburón—dijo el Sol. —Y a mí ser caballo. —¿Por qué no formamos un bicho mixto de caballo y tiburón? —¿Cómo? —Comiéndonos el uno al otro vivos. —Sí, pero... ¿cuál come? —El que le toque. Echaremos a suertes. Le tocó darse el banquete al caballo, que había de comérselo vivo, porque si no, no haría efecto la mezcla. Abrió la boca más que una puerta por donde fuera a entrar una carroza real, y como las escamas eran suavecitas, pasó bastante bien el tiburón. Y sí que se organizó un bicho muy gracioso, que por tierra andaba hacia adelante, pero que por el mar iba como el cangrejo, porque el tiburón había quedado con la cabeza atrás, dentro del jaco, y era el que mandaba en el agua. Se metían por las profundidades del Océano, y el Sol tenía la obligación de comerse cuantos pececillos pudiera, para que en su estómago se los comiera el tiburón. Y he aquí que una vez, entre los peces que se tragó, uno iba prendido a un anzuelo. El caballo notó en la garganta las cosquillas de la cuerda, pero no sabía qué era. El tiburón se comió el pez, y al saborearlo se clavó él el anzuelo. Tiraron los pescadores desde una roca, y su sorpresa fue enorme al ver salir un caballo. El Sol, cuando se vio en tierra, comenzó a correr. Pero los pescadores no soltaban. Y entonces el tiburón, a pesar de ser a contraescama, salió por la boca del caballo y quedó en poder de los pescadores. El caso es que el jaco blanco salió corriendo, un poco molesto por la brusca salida del enorme pez, pero encantado porque había visto los misterios del mar, y hasta había paseado en sus lomos a unos pulpos niños, como a los niños del parque público.
  • 18. 18 Ya no le faltaba más que volar. Entonces, como el tiburón le había dejado el estómago ensanchable, se fue a las afueras de un pueblo, donde los niños jugaban. Y en un momento de esos en que las cometas fallan y caen, el Sol salió de detrás de un árbol y se tragó una muy grande. Los chicos, al ver aquello, corrieron, más asustados que nunca, con el extremo de la cuerda en la mano. Y el jaco, que al tragarse la cometa había quedado con la forma de ésta, pero con las cuatro patas y la cola colgando y la cabeza alta, se dejó llevar. Total, que al tirar tanto los chicos, subió el caballo por el aire; que al verlo los muchachos se aterraron y soltaron la cuerda; que siguió subiendo y subiendo el jaco..., y que anda ahora por el cielo, y ya para siempre, y montan en él los angelitos juguetones y pequeñillos, como antes montaban los niños del parque, y después aquellos pulpos que si no iban de pantalón corto, tenían como edad la alegría de niños de diez años.
  • 19. 19 Dibujos de Oscar Pues, señor ésta era una familia compuesta por don Tenedor, doña Cuchara y la señorita Cucharilla. Estos señores de Cubierto—papá, mamá y niña—estaban al servicio de Marisa, y Marisa era una niña exageradamente educada. Era una de esas niñas que si han de cruzar su calle para comprar aceitunas en la tienda de enfrente, se han de cambiar de traje y poner sombrero. Resultaba que su mayor preocupación era la de comer correctísimamente, cosa que nos parece a todos muy bien. Todo eso se contagió a don Tenedor, a doña Cuchara y, sobre todo, a la señorita Cucharilla. ¡Cuánto les gustaba que se les cogiera elegantemente, delicadamente y suavemente! Una vez que comió en casa de la niña el glotón de su primito Pepe y le pusieron los cubiertos de Marisa, se incomodaron tanto estos con sus modales groseros, que el tenedor le pinchó en los labios, la cuchara se vertió antes de tiempo para mancharle el traje, y la cucharilla se coló demasiado: llegó hasta la garganta, y por poco le hace arrojar. Todo lo cual lo hacían no por malos, sino, todo lo contrario, porque querían que toda la gente comiera correctamente.
  • 20. 20 Resultó que pasó el tiempo, que Marisa se hizo mayorcita y que ya no empleaba sus cubiertos, los cuales quedaron arrinconados y aburridos en un rincón del cajón, sufriendo los empujones que les daban diariamente los otros cubiertos, que venían brillantes después de la limpieza. Entonces don Tenedor habló así a su esposa e hija: —A las personas se les conoce por su manera de comer. El que come correctamente es una persona civilizada y educada. El que no come con educación es un salvaje que necesita cultura. ¿No es cierto? —Así es, así es. —Pues bien—continuó el padre de familia—: si queréis, y puesto que estamos cesantes, podemos cumplir una misión... —¿Cuál, papá?—preguntó Cucharilla. —La de enseñar a comer a los animales: al gato, al caballo, a los tigres, a los osos, a los elefantes… —¡Muy bien! ¡Magnífico! Y así lo hicieron. Bajaron del cajón, y don Tenedor, con sus cuatro fuertes pelos para arriba, y su mujer y la niña con sus grandes cabezas y sus caras en hueco, se lanzaron a proteger a los faltos de educación. Por eso empezaron por el gato, en un momento en que a media noche fue a comer de su cacerola. Se pusieron los tres delante, y le dijeron: —Mejor será que coma usted ayudado por nosotros. —¡Bah! No me hace falta. —Pruébenos, que muy bien puede serle grato. —¡Quite, quítese de tonterías! —No sea bobito y pruébenos. Tanto insistieron, que el gato cogió el tenedor y se comió las tajadas. Luego la salsa con doña Cuchara, y si le quedaron unas gotas en el fondo, las cogió con la señorita. Iba a lamer el cacharro, y don Tenedor le dijo: —¡Oh, no haga usted eso, se lo ruego! Está feo. El gato se contuvo, se azoró un poco y se marchó. Y a la noche siguiente, cuando fue a cenar, ya estaban allí los señores de Cubierto. Por eso comió otra vez con su ayuda. Y al otro día y al otro... Y se acostumbró tanto y se hizo tan sumamente correcto, que cuando se cruzaba por el pasillo con Marisa la dejaba pasar primero a ella. Y cuando se encontraba algún ratón, le decía: —Buenos días. ¿Cómo está usted?... Don Tenedor y su familia habían dado buen resultado, y el gato estaba correctísimo para siempre.
  • 21. 21 Luego se fueron los tres a la cuadra, con el caballo, y tuvieron la misma discusión al principio que con el gato. El jaco exclamaba: —¡Que no quiero! A ver si pego un pisotón en la cabeza a tu señora—le dijo al tenedor—y se la dejo completamente plana... Insistieron, siempre por las buenas: —No sea usted tontito, caballero—le llamaban caballero, en vez de caballo—; tome la cebada con mi hijita. Solo una hijita de cebada...—que quería decir: una cucharilla de cebada. Probó; le gustó chupar la plata mejor que el metal de los bocados. Tomó más… Luego cogía la paja con el tenedor, como en el campo los labradores cogen la hierba con el gran tenedor de dos púas que llaman horca. Total, que a los dos días el caballo comía correctamente; y esto le educó tanto, tanto, tanto, que cuando iba Marisa en él y venían árboles con ramas, él se agachaba muchísimo, arrastrando casi la tripa por el suelo. Y cuando la niña quería pasar un arroyuelo en el jaco, él lo saltaba con un saltito cursi, muy ñoño, para que la damita que llevaba encima no se cayera. ¡Qué buena labor venían haciendo los señores de Cubierto! Por eso se fueron después al campo, a la selva, y cuando vieron una guarida de tigres..., decidieron entrar después de dudarlo, por el miedo. El tigre vio brillar la plata, y los dejó entrar.
  • 22. 22 —Buenas tardes. Venía a decir a ustedes—exclamó don Tenedor—que no coman así la carne cruda, y que mejor es que lo hagan con mi ayuda y la de mi familia. —Déjame de idioteces—dijo el tigre fiera. —Pues yo creo que deben probar los niños a hacerlo, porque… El tigre, de mal humor, se cansó de oír, y mordió a don Tenedor, sin dejarle terminar, y torciéndole un poco para siempre. Entonces la hembra dijo: —Quién sabe si a los niños puede gustarles comer con estos chismes. ¿No te parece que probemos? —Tiene usted razón, señora—dijo el tenedor, que no se amedrentaba, puesto que se había propuesto conseguir la educación de aquellos bárbaros. El tigre se preparó para salir de la cueva y dijo: —Mira, esposa: tú educa como quieras a tus hijos; pero yo les haría que fueran fieras nada más... —Sí, que sean fieras, pero no mal educados... —Bueno, bueno... Digo que hagas lo que quieras—. Y el padre se fue y la dejó. Quedaron la madre y los tres cachorros con los señores de Cubierto, y empezaron a ensayar. Se comieron una cabra salvaje con el tenedor, y se tomaban la sangre con la cuchara y la cucharilla. Y cuando, al cabo de dos o tres días, la acabaron, el padre les trajo otra cabra... y se volvió a marchar…
  • 23. 23 Los pequeños tigres se hicieron correctos, y los de Cubierto se volvieron entonces a descansar al cajón otra temporada. El tigre viejo murió; los otros enseñaron a todas las fieras de la selva el manejo del tenedor y la cuchara, y los monos pusieron una fábrica de cubiertos de madera. Todos los bichos de la selva se hicieron elegantes y educadísimos hasta tal punto, que otros cuantos monos adquirieron en la ciudad muchos sombreros de copa, y se los compraban luego tanto los tigres como los leones, los elefantes y las cebras; y al pasar unos cerca de los otros, se saludaban con toda corrección. Gozaban con ello. Marisa se casó; tuvo una niña que usaba la familia de don Tenedor para comer. Y un día fueron a comer al campo, y se llevaron un susto terrible al ver tigres, leones, elefantes, chimpancés y cebras... Pero cuál no sería su sorpresa al advertir que todos, absolutamente todos, pasaban por su lado y se quitaban correctamente el sombrero. Entonces don Tenedor, doña Cuchara y la niña Cucharilla se sintieron orgullosísimos de su obra de civilización...
  • 24. 24
  • 25. 25 Dibujos de Souto MALA suerte tuvo el chimpancé Comeperros: le tocó un domador de mala intención y un látigo que hacía más daño que cuando se pilla uno los dedos con una puerta. Por eso, Comeperros, que pudo llegar a ser un mono amable si le hubieran educado con sonrisas de cariño, se hizo un chimpancé furioso..., y un día se escapó del circo donde le tenía su domador. Se iba a encaminar hacia el bosque; pero como ya conocía los adelantos del mundo, pensó comprar alguna cosa que le hiciera el peor chimpancé de toda la sierra. Y entró en una tienda de escopetas; le enseñaron una ametralladora, y eso fue lo que puso en la picota de su montaña. Comeperros se hizo el amo de toda la serranía. Todas las mañanas montaba la máquina de matar, se ponía una mano sobre los ojos, para que no le molestase el sol, y en cuanto veía que algo se movía..., ¡zas!, ¡zas!, ¡zas!..., salían veinte o treinta tiros, unos detrás de otros.
  • 26. 26 El chimpancé buscó tres monitos chicos, que se pusieron a su servicio por miedo, y eran los que salían en seguida por la pieza cobrada, fuese conejo, ardilla, jirafa, persona, mariposa, perdiz, cordero, águila o flor recién nacida que se moviera con el viento. A todo disparaba, todo lo mataba, y casi todo se lo comía luego. De los hombres cogía el dinero, y con ello ordenaba a los monitos que fueran por más cartuchos. En fin: hasta los leones estaban un poco atemorizados, y cuando oían el repetido disparo amenazador, salían corriendo o se escondían detrás de una roca. A un zorro le había pelado su hermoso rabo, a tiros. A un rosal le había deshecho sus rosas, saliendo los pétalos como mariposas asustadas. A un elefante le había hecho siete agujeros en la trompa, y el pobre animal tocaba con su propia trompa la flauta... Hasta había tirado a un águila que volaba con un niño robado; la pegó en el corazón, y el chiquillo abrió los brazos, cogiendo con sus manos las puntas de las alas al ave muerta, y pudo bajar planeando y llegar más lejos de lo que llegaban las balas, salvándose de la terrible ametralladora. Ya nadie pasaba por el monte de Comeperros, si no era una inocente mariposa, un caminante perdido o un león valiente… Pero todos caían por los tiros de la máquina maldita, que salían unos detrás de otros, como jugando a cogerse, pero que a lo que jugaban era a meterse en las vidas de los seres y matarlos. Un juego demasiado bárbaro y miserable. Entonces pasó que llegó todo esto a oídos de un querubín de esos que no tienen más que cabeza y alas, y llegó a sus oídos porque era un querubín que todas las tardes se hacía invisible y bajaba a la plaza del pueblo a ver jugar a los niños. Él lo pasaba muy bien en el cielo, pero le gustaba ver que los chiquillos también lo pasaban bastante bien en la vida, aunque no fuera tan dulcemente como lo pasarían por sus regiones. Y entonces oyó lo de Comeperros, o el chimpancé de la ametralladora. Y, volandito, volandito, se fue hacia allá. Se hizo visible y pronto sintió las cosquillas de los tiritos. ¿Tiritos a un querubín? Sí, pero no le hacían más que cosquillas, como si le rozara una pelusilla de esas que vuelan por delante de nosotros. Los querubines no son de carne: son de cielo. Comeperros se desesperaba al ver que aquello vivía todavía, y siguió tirando, porque lo achacaba a falta de puntería. Las balas se iban a terminar, y mandó por más. Y se las trajeron... Y vengan disparos, vengan disparos, vengan disparos... Y el querubín, como si nada. Hasta hizo una picardía: no había fumado jamás, porque sabía que los hombres modernos no fuman, porque huelen mal y no es de buena salud; pero él se hizo un puro con hojas secas y lo encendió con un rayo de sol, y se puso a fumarlo a quince metros del chimpancé, para darle rabia. Y … ¡vengan disparos, vengan disparos, vengan disparos!…
  • 27. 27 Toda la sierra estaba aterrada ante esta repetición tan terrible de los tiros, que no habían oído nunca tan constante; hasta aquellos a quienes por su lejanía no les llegaría ninguna bala, estaban asustados. Los conejos sacaban sus cabezas de sus conejeras, y asomaban un ojito, a ver qué pasaba. Lo mismo hacían las serpientes y las hormigas, cada una desde su agujero. Los campesinos hacían igual, desde las ventanucas de sus casas lejanas. Las urracas y los gorriones, desde sus nidos..., y así todos aquellos a quienes no llegaban los tiros de Comeperros, pero que le tenían miedo a pesar de todo. Los disparos sonaban seguidos, de un modo imponente; pero, además, cada tiro tenía seis o siete ecos por todas las montañas. Así es que el ruido era aterrador. De pronto se oyó el último tiro, y a los dos o tres segundos el último eco. Toda la serranía quedó en un silencio casi más miedoso que los tiros... ¿Qué había pasado, que ahora todo era callar?... Pues había pasado, que al chimpancé se le acabaron las balas y los dineros, y que a veinte pasos estaba el querubín, echando mucho humo de su puro, para hacerle rabiar. —¡Me doy por vencido!— gritó el chimpancé, tal vez para que se acercase Caramelo, que era el nombre del querubín, y cogerle y ahogarle.
  • 28. 28 El de las alitas se acercó un poco, y dijo: —Podía romperte la ametralladora y romperte a ti la cabeza; pero no quiero. Quiero que te hagas bueno, porque ya has sido demasiado malo. —Yo ya no puedo ser bueno... Todos me tendrán mucho asco, y comprendo que harán bien en ello. —Te perdonarán. Y cuando veas que te han perdonado, eso te proporcionará una alegría muy grande, muy grande. Y uno de los monitos aquellos le dijo: —Yo creo que sería mejor que nos hiciésemos buenos. —Sí, sí; yo también lo creo—añadió otro. —Y yo—dijo el tercero. —Es que he sido demasiado malo—comentó Comeperros—; y ni me lo perdonarán, ni yo sabré ser como debo. —Sí— le dijo Caramelo—. Ahora te toca ser demasiado bueno. No te estropeo la ametralladora. Toma dinero para que compres balas si quieres seguir siendo malo; pero tú verás lo que haces... Caramelo se fue, y Comeperros se quedó pensando. No durmió aquella noche, porque le habían hecho pensar en lo malo que había sido. Pero por la mañana, bien temprano, mandó a un mono por balas y a otro por bombones. Y se preparó tiros de bala y tiros de bombón. Y al pie de su ametralladora, sin moverse de ella, se dedicó a ser demasiado bueno. ¿Qué cómo lo era? Pues veréis: Si veía un campesino, le seguía con la vista, y si un ladrón o una fiera iban a deshacerle, los disparaba, los asustaba..., y el caminante podía ir tranquilo. Desde la montaña de Comeperros, que era muy alta, se protegía a los inocentes contra los que eran más fuertes que ellos. Y con las balas de bombón, se enviaba alimento de chocolate a los hambrientos. Si una nube de tormenta venía a destrozar las siembras, Comeperros apuntaba hacia arriba y la hacía huir. Pero si era de buena lluvia, la dejaba pasar y que descargara su agua suavemente. En fin: yo sé que el niño Emilito Botijo, que no había crecido casi por el miedo de aquellos tiros de las ametralladoras, ahora le llevaba todos los días la comida a su padre, que era leñador. Y cuando los ladrones o los tigres le veían, salían huyendo, porque sabían que Comeperros no dejaba a nadie que se acercase a Emilio. En cambio, de cuando en cuando sonaba un tirito..., y a los pies del salado chiquillo caía un bombón estupendo.
  • 29. 29 Dibujos de Climent En la inmensa Isla de Coliflores, vivida por negros salvajes, la tierra era excelente, y las flores se ponían de muchos colorines, las coliflores se hinchaban sabrosas, el maíz tapaba a las personas y las espigas del trigo eran altas como plumeros que limpiaran la cabeza.
  • 30. 30 Los negros coliflorenses habían desterrado de allí leones, tigres, hienas y águilas, y habían dejado animales inofensivos, como jirafas y faisanes, porque como la tierra daba tanto de comer, había para ellos. Y hasta tenían jirafas que bajaban la cabeza para comer maíz de la mano de los negros. Y faisanes que se arrancaban con el pico sus más bellas plumas para regalárselas como adorno a las personas y agradecer así lo que les daban de comer. Los blancos de la gran Isla de Bombillas, que eran gente muy civilizada, con muchas fábricas de chocolates, automóviles, aeroplanos, gramofónos, estilográficas, caballos de cartón, mecanos, muñecas de celuloide y todo eso, sintieron el deseo de conquistar la rica Isla de Coliflores. La isla de Bombillas se llamaba así porque con tanta fábrica por la ciudad o el campo, toda estaba llena de bombillas, y parecía que había el doble, porque todas se reflejaban culebreando en el mar. El general Muela del Juicio, que era joven aún, mandaba el regimiento de aviones, montó en su aparato, llamado Soplo, y dio unas vueltas sobre los salvajes, los cuales no habían visto nunca un aeroplano, y se cayeron todos sentados del susto... y se levantaban rascándose el golpe. Al día siguiente, el Soplo volvió seguido de veinte aparatos más, y comenzaron a bombardear la Isla de Coliflores; cosa verdaderamente brutal, según opinamos nosotros. Los negros creían que aquello era como pájaros que ponían desde el aire huevos tan terribles. Entonces el Ministro de las Modas, que era el ministro más inteligente de los negros, se quitó la corona de plumas por si le apretaba la frente y no le dejaba pensar bien, y empezó a darse con los nudillos en la frente, para que se despertaran las ideas. Esta vez no pensaba en si las plumas se habían de llevar este año rizadas, o si los elegantes habían de hacerse tatuajes de serpientes en la espalda. Esta vez pensaba en cómo conseguirían saber lo que eran aquellos pájaros mecánicos que tiraban huevos destructores y hasta mortíferos. Y pensó, pensó, pensó, y dio, al fin, con el procedimiento. Cogió la jirafa más alta de la isla, que era noble como grande; la ató las cuatro patas a cuatro anillas del suelo, e hizo alrededor de cada pata un alcorque, como el hoyo que se hace alrededor de los árboles para el riego. Y lo regó con su regadera. Pronto se notó que las cuatro patas crecían por igual de un modo imponente. Y cuando le salían hojitas y ramas en las patitas, como si fueran árboles, venía un jardinero con una escalera y una podadera, y las podaba.
  • 31. 31 Las patas crecían; pero hacía feo que no creciera el pescuezo, porque resultaba desproporcionado. Y entonces el Ministro de las Modas tuvo otra idea: ponerle la comida en el suelo mismo, de manera que tanto como crecieran las patas, tenía ella que hacer que creciese el cuello para llegar al suelo. Así es que crecía doble. Entonces apareció el Soplo y sus aviones A, B, C, D..., hasta veinte. Y cuando estaban volando sobre la isla, se alarga la gran jirafa, se yergue bien, y resultó que su cabeza quedó por encima de los veintiún aeroplanos, y en medio de ellos su cuello. Los aviadores se llevaron un gran susto; las alas se inclinaron a derecha e izquierda, por el miedo..., y regresaron a la Isla de Bombillas, para aterrizar y meditar luego sobre el asunto. Entonces el negro de las Modas ordenó que las veinte jirafas más altas se pusieran a crecer, como la otra, y arreglaron una gran plantación de jirafas en una huerta bien regada. Al cabo de una semana, las veintiuna jirafas crecidas esperaban tumbadas la hora de la pelea. El rey de los negros, llamado Tinta III, con una jofaina vuelta sobre la cabeza para evitar las bombas, esperaba el momento de que aparecieran Muela del Juicio y sus huestes. Entretanto, en la isla de Bombillas decidían volver a dar otro ataque aéreo, porque nuevamente se tenían noticias de que la tierra de la isla negra era tan buena, que con una sola coliflor comían treinta personas de boda, y las sandías y los melones eran grandes como baúles, y a los melocotones les venían bien los sombreros de Tinta III, sin meter papeles en la badana. Las guerras son siempre por conquistar países ricos. Siempre son por eso, aunque parezcan odios de príncipes o de reyes. Las guerras son siempre odiosas, como los ambiciosos. Entraron los aeroplanos sobre la isla, y el rey moreno, que llevaba un junquito en la mano, lo sacudió en el aire y exclamó: —¡Arriba las jirafas, a ver si me traen en la boca tres o cuatro pájaros del ruido!... Se levantaron los fieles animalitos; se pusieron en puntillas además, y Tinta III dio el grito de guerra: —¡¡A ellos!! Y las veintiuna jirafas se pusieron a correr detrás de los aparatos porque llegaban a su altura, y los aviadores perdieron la formación y la serenidad; se desorientaron, y cuatro pudieron elevarse, seis salieron hacia el mar, consiguiendo que las seis jirafas perseguidoras se metieran de patitas sin darse cuenta, aunque salieron en seguida, y los otros once fueron prendidos por la cola con las bocas de sus altas enemigas.
  • 32. 32
  • 33. 33 Uno de los aviones alcanzados fue el del joven general Muela del Juicio, que noblemente no quiso escapar hasta ver si podían escaparse los otros veinte. Como los negros de Coliflores tenían buenos manjares que les daba la tierra para comer, no eran antropófagos; ni siquiera pensaron en comerse unas manitas de blanco rebozadas. Así es que les ataron a unos árboles, y con cadenas largas, para que pudieran trepar y comer cada uno la fruta de su árbol. Muela del Juicio habló con el Ministro de las Modas, porque éste vino a preguntarle que dónde se había comprado la corbata que llevaba, y el blanco aprovechó la ocasión para decirle: —Señor Ministro: debe usted decir a Tinta III que haga las paces con la Isla de Bombillas. Con la paz ganaremos todos, porque ustedes pueden tener motocicletas, gramófonos, paraguas y muñecas de trapo, y a mi isla podemos llevar embarcaciones con coliflores, sandías, espárragos y manzanas. —Bueno; se lo diré. Tinta III dijo que sí, porque tenía muchas ganas de tener una bicicleta y porque convenía a los negros un poco de civilización. Entonces el general prisionero escribió una carta a su Gobierno de Bombillas, y cuando venían cincuenta aviones con intención de pelear, se levantó la jirafa más alta con una bandera blanca en la cabeza y el papel en la boca. Un aviador se arriesgó y cogió la carta que ella le ofrecía; la abrió, y todos se volvieron. Y como consecuencia de aquel pliego escrito, hubo paz entre las dos islas, y ni ganaron unos ni otros, sino que todos se favorecieron, que es como debe ser, ¿verdad? Y hubo fiestas en Bombillas y en Coliflores, y en esta isla de los negros hubo corrida de toros; mas el toro era la jirafa grande, y toreaban los aviadores con capotes rojos bordados con oro. Pero toreaban desde los aeroplanos, que era formidable. Después... ¿sabéis qué pasó? La dicha no es nunca completa. Resultaba que había una jirafa golosa, que la llamaban Bombonera, y por la noche, cuando no tenía caramelos, iba y, sin que nadie la viera, cogía estrellitas... y las chupaba, las chupaba como si fueran anises. Y otra jirafa, a la que llamaban Antena, que se pirriaba por los quesos de bola, fue una noche y ¿qué diréis que hizo? Se comió media Luna, y la gente creía que estaban en cuarto menguante, hasta que descubrieron lo que había pasado. Tinta III habló con el rey de Bombillas por telefonía sin hilos, y le contó el caso.
  • 34. 34 Y, entonces, del país civilizado enviaron la solución. Y la solución fue un barco lleno de papel de lija y un avión con una caña de pescar, que en vez de anzuelo llevaba un pedazo de carne de membrillo. Los negros hicieron con el papel de lija como una carretera, y el aeroplano enseñó la golosina a las veintiuna jirafas crecidas y las hizo salir corriendo detrás. Siguió por el aire la ruta que le marcaba el camino de la lija, y las golosas corrieron sobre el áspero papel; y cuando llegaron al extremo de la carretera, claro, se habían desgastado sus patas enormemente, y además sin dolor y sin molestias. Y ya no volvió a faltar nada del cielo, y todos fueron felices, que eso es lo que hacía falta.
  • 35. 35 Dibujos de Sancha Un muchacho llamado Manolito Villatejos, que era entusiasta de la velocidad, tuvo un día la idea de comprarse una motocicleta. La buscó en una tienda, y pidió la que más corriera. Se la dieron, tocó la bocina, y resultó una bocina muy áspera, de voz antipática. Probó más bocinas, y, por fin, se decidió por comprar la moto de bocina más simpática, más amable, más dulce, porque decía el joven Villatejos que aunque no fuera la que más corriera, por lo menos tenía la ventaja de que iba acompañado, ya que la voz de aquella bocina era como la de una persona, buena casi como una madre. Corrió con ella Manolito Villatejos por todas las carreteras blancas de alrededor de su pueblo, y una vez paró en una venta, llamando con la bocina femenina. Salió el ventero y salieron dos conejitos jóvenes corriendo, con la boca abierta, como en ansia. —¿Qué les pasa a estos bichos? —Andan huérfanos. La madre ha fallecido en la carretera, víctima de un automóvil—contestó el ventero. Oyólo la moto, que era lista como una ardilla, porque la velocidad despeja mucho, y cuando los hombres se metieron para adentro, ella solita, por su boca de trabuco de la bocina, exclamó: —¡Pu, pu! ¡Pu, pu!
  • 36. 36 Los conejitos vinieron a ella con todo amor, y se consideraron engañados. Creían que les llamaba la madre. ¡Era una voz tan maternal!... Pero aquí, la motocicleta sintió de pronto la tristeza de su caso, y se decía: —¡Con qué gusto dejaría yo de hacer locuras por esas carreteras si el cielo me concediera una hija!... Entonces volvió a exclamar: —¡Pu, pu!... ¡Pu, pu! Y aquellos dos huerfanillos, a quienes faltaba el calor de su madre, miraban a la maquina con sus ojitos, deseosos de una madrastra de esas que salen buenas de verdad, que hay muchas. No se le ocurrió a la moto más amable atractivo que dar señales de vida en las saliditas del aire de los neumáticos. Se los soltó un poco, y empezaron a sonar como espumilla que se escapa. Entonces los conejos, deseosos de alimentos maternales, se acercaron, les gustó el olorcillo de goma y disolución que salía, y se prendieron a ellos como dos nenes gemelos con apetito, a la hora de mamar. ¡Qué bella, qué hermosa estampa!... Aquellos dos desgraciados huerfanitos habían encontrado el calorcillo relativo de esta especie de mamaíta, que, alocada unos minutos antes, ahora era todo feminidad y buen corazón. Cuando los chavales chuparon bastante aire, sintieron ganas de descansar, y se subieron a un pedal, y luego el otro al otro..., y se movió el juego, con lo que la máquina avanzó unos metros. Y apretando el uno, y luego apretando el hermano, dieron una vueltecita muy agradable, guiados por la motocicleta misma. Pero luego se durmieron sobre el sillín, como en el regazo de mamá. La motocicleta tiene nombre de mujer, y, como toda hembra, lleva una madrecita escondida en su corazón, no en el estuche de las herramientas ¿eh? Lo malo es que los hijos no son como las madres. Los hijos son un poco egoístas; van a su alimento… La madrastra venía todas las tardes a la venta, donde había un jamón que le gustaba a Villatejos. Venía con sus neumáticos bien llenos. Luego se los llevaba medio vacíos. Pero los conejos iban engordando y creciendo, mucho mejor que con la difunta coneja. Y sucedió que el ventero sorprendió la escena de la crianza, y no le valió a la moto querer disimular para que no se enterara el amo de que le era infiel gastando su aire. El frescales del ventero exclamó: —Yo os traeré biberón, y os vais a poner tan gordos, que los astrónomos de Marte van a creer que le han salido unos granos muy hinchados a la Tierra. En efecto, compro un neumático de automóvil, y lo dejaba en el corral, y cuando los dos conejillos, y otros que compró después con miras al negocio, tenían hambre, se acercaban al saliente del neumático, apretaban, y salía el aire, del que ellos no desperdiciaban... ni una gota.
  • 37. 37 Abandonaron a la madrastra, y resultado de esto fue que la moto caminaba por esas carreteras de Dios con un jipío de tristeza, que era como falta de grasa. Y como no hay nada que envejezca tanto como una pena honda, allá iba la pobre, con su bocina medio tartamuda y cojeándole los pedales. La avaricia del ventero le hizo llevar a vender los conejos por los pueblos, atados a un hilito, como la mujer de los globos, porque se le habían subido al cielo, inflados, dos o tres de su corral, y no los había vuelto a ver. Algunos conejitos vendidos estallaron en los hornos de la ciudad, hasta con muertos y heridos, al dilatárseles el aire con el calor, cuando los iban a asar. Y a otros, atacados por el gallo del corral del comprador, hubo que ponerles en seguida unos parches con disolución en las heridas, porque adelgazaban escandalosamente al salírseles el aire por el picotazo. El tío ventero había exagerado un poco. Era la poca experiencia del primer año. Y es que les había llenado demasiado de aire. Mas al año siguiente, la ciudad se llenó de conejos vendidos por el ventero, conejitos a los que se les echaba yerba, y ni la conocían, ni les interesaba... Conejitos a los que se les echaban migas de pan, y se tomaban el aire de la esponjita blanca y tiraban la miga... Porque las migas son como unas esponjitas que algo de aire tendrán dentro.
  • 38. 38 Pero eran conejos que veían un automóvil en la carretera y salían corriendo con ansia detrás de él a robarle el aire de las ruedas... Conejos de los cuales uno vio desde un solar que en otro solar se jugaba un partido de fútbol, y arrojándose a él como un delantero espontáneo, corrió detrás del balón con el ansia de devorarle y tragarse su sangre, si llamamos sangre al aire, que le saliera por el pitorro. Tuvieron que tirar once del conejo y once del balón. ¡Qué bárbaro!... ¡Cómo se había agarrado!... Y, entretanto, la moto, que por su amable maternidad había ocasionado esta transformación en los conejos, tuvo que ser operada, porque yo no sé qué le pasaba en sus neumáticos, que, como nadie se los gastaba, se le hinchaban, se le hinchaban demasiado... Y en la operación se quedó, porque la pilló débil y triste. Villatejos la vendió como hierro viejo, y únicamente se quedó con la bocina, porque cuando está solo la hace sonar, y habla con ella como con un ser querido que estuviera en el otro mundo. Y los dos conejitos primeros, que fueron de los que se subieron al cielo demasiado hinchados, hablan con los angelitos, y les cuentan que ellos tuvieron una madrastra muy buena, muy buena. —¿Y cómo se llamaba? —Doña Motocicleta.
  • 40. 40 ¿SERÁ posible que mi lector, rubio o moreno, pero sin canas, no sepa quién fue el cabo Pipa? Sí, hombre, sí; el cabo Pipa fue aquel militarote valiente que en una batalla contra los moros se lanzó al cuerpo a cuerpo, y cuando tenía cogido a un árabe por la barba con la mano derecha, y a otro por el cogote con la izquierda..., les soltó, diciendo: —Bueno; os suelto porque yo soy un hombre de mucha conciencia, y no quiero que se diga que me aprovecho de que estáis sujetos para pegaros. Id con Dios, y solo os pido que no volváis a poneros delante de mi vista. Los moros bajaron la cabeza, reconociendo su inferioridad ante aquel valiente, y se fueron a contar a sus amigos el rasgo noble del español. Mientras tanto, un soldado de los que iban al mando del cabo se quejó al capitán, y el capitán al general. El caso es que el general Labarriga, famoso en aquella antigua guerra de moros y cristianos, preguntó: —¿Y quién es ese cabo Pipa? —Un cabo que casi siempre va fumando en una pipa que tiene forma de pipa. —Pues que se me presente ese cabo, que seguramente tendrá forma de cabo. Al poco tiempo se presentó el cabo Pipa, y se quedó más cuadrado y derecho que una vela de esas que hay que afilar un poco, como un lápiz, para meterlas por la boca de una botella; porque esas suelen quedar un poco inclinadas. Y él no. —¡Cabo Pipa! —¡Mi general! —¿Por qué has soltado esos dos prisioneros que dicen que tenías atrapados? ¿Es que te has pasado «al moro»? ¿Es que haces traición a tu patria?... ¡¡Explica inmediatamente tu conducta, porque me parece que vas a ser fusilado!!... —Perdóneme, mi general, si he faltado en algo, y perdóneme la patria si en algo ha podido perjudicarla mi conducta, cuando soy el más amante de sus hijos… Pero si yo he soltado a esos dos hombres, era porque estábamos en desiguales condiciones; y como soy un cabo de estrechísima conciencia, me dio pena...—dijo Pipa. —Pero ¡hombre de Dios!—exclamó el general—. Si estabais en desiguales condiciones, era a favor de ellos, que eran dos, y tú uno solo. —Eso era al principio, mi general. Pero cuando los «trinqué» ya no valían ni medio... Y yo tengo muy estrecha la conciencia. No sirvo para hacer daño al que no me lo puede hacer a mí. —No me gusta este razonamiento—replicó el jefe—, porque si todos pensaran como tú, nos dejaríamos vencer al ver que vencíamos. Y el enemigo, si también pensaba igual, al ver que entonces vencía, también se dejaría vencer. Y no habría guerras.
  • 41. 41 —¡Mejor!—exclamó el cabo. —¿Mejor? ¡Fuera del Ejército! Un soldado debe amar la guerra. —Seguramente mi general tendrá razón; pero yo tengo la conciencia así... Así era de bueno aquel hombre. * * * El cabo Pipa cargó su mochila con pan, dátiles, galletas y naranjas, y como no tenía dinero para tomar un barco y volver a España, se internó en África. El cansancio, el ejercicio... y, sobre todo, el pensar que ya no tenía que matar a nadie le abrieron unas alegres ganas de comer. Y en medio de un campo africano, viendo cómo los monos saltaban de árbol a árbol con buen humor y agilidad, se comió casi todo el pan, menos un pedacito; todos los dátiles, menos uno; las galletas, dejando tan solo una, y cuatro naranjas, de cinco que llevaba. Luego se quedó profundamente dormido, sin fijarse en que la Luna le pasó por encima, mirándole descaradamente. Ya de día se despertó, se sentó en el suelo, se restregó un poquillo los ojos como un niño, y desorientado completamente, y luego de lavarse en un río chapuzándose la cabeza, echó a andar. Como era mozo de buen apetito, pronto sintió que el hambre le hacía cosquillas de nuevo. Pero el cabo Pipa se aguantó lo que pudo, pensando en las poquísimas provisiones que le quedaban. Siguió su marcha, y el hambre parecía una cadena que tiraba de el hacia todas las piedras donde pudiera sentarse a comer. —¡Ea!—exclamó hablando solo, sin poderse contener—. No puedo más: voy a zamparme el triste pedacillo de pan. Sacó el cachito que iba a comerse, y cuando iba a llevárselo a la boca escuchó una voz que le dijo: —¡Militar! Si eres un hombre bueno, atiende a mi súplica; dame ese pedazo de pan, porque me muero de hambre... Era una viejecita tan demacrada, tan lastimosa, que el cabo Pipa, sin contestarla siquiera, como si se hubiera quedado un poco bobo, le alargó el pedazo de pan. Ella entonces sacó de debajo de su roído manto una cajita misteriosa, y le dijo: —Has sido un buen muchacho. Te pago con esta caja. Si un día encuentras la llave, de algo te servirá. Cogió el el regalo, lo guardó sin pensar que aquello pudiera o no ser algún tesoro, y siguió su marcha sin ruta. A la ventura…
  • 42. 42 Pero el hombre volvió a sentir con más ansia el apetito. Ya eran muchas horas de marcha, y, por consiguiente, el estómago se sentía más vacío que esas gomas de balón a las que se las estruja en caracol para que salga todo el aire, y luego están pachuchas. Total, que se sentó de nuevo y, con los ojos saltones por el hambre, desató la mochilila, si no ansiosamente, sí, al menos, velozmente. Y en el momento en que se iba a llevar el dátil que le quedaba a la boca, una niña salió de entre unas ramas y le dijo: —¡Ay, buen hombre, si usted fuera tan bueno que me diera ese dátil!... Llevo dos días sin comer... —Si soy bueno o no—respondió el soldado—, no lo sé. Pero sí sé que este ultimo dátil es para ti. ¡No faltaba más!… Y se lo dio, y se levantó con intención de huir, para que su estómago no sufriera con celos al ver que otros estómagos engullían algo más que él.
  • 43. 43 Pero la niña le detuvo, diciéndole: —No puedo ofrecerle nada en señal de gratitud. Sólo esta llave, que me he encontrado en el campo. Guárdela... La guardó y siguió su marcha, aguantando el hambre lo que pudiera, ya que le iban faltando cada vez más los alimentos. Sin embargo, no pudo andar ni medio kilómetro. Se caía rendido... Por eso se sentó, y antes de coger la galleta sacó la llave, se acordó de la caja, probó, abrió... y se encontró con cien monedas de oro que le servirían para comer muchos días donde hubiera qué comer. Se puso muy contento..., pero no por su contento se le calmaba el deseo de tomar algo. Así es que fue de nuevo su mano al morral, y sacó la galleta. Y he aquí que una mujer flaca, rotos sus vestidos, despeinada su cabellera, descalza y con un niño en brazos, llegó a él por el camino y detuvo su mano diciéndole: —Perdona que detenga esa mano, buen soldado. Tú eres bastante fuerte. Yo estoy débil y hambrienta. Este niño se me puede morir por falta de alimento. Si tienes corazón, dame para él esa galleta, si es que no tienes otro manjar para mí... El cabo Pipa, que ya tenía los ojos saltones por ansia de comer, que ya no podía levantar los brazos de debilidad, flaco, como si llevara dos meses de alimentarse con miserias, buscó en el morral y sacó la naranja. Y con la naranja en una mano y la galleta en otra se lo iba a ofrecer a la mujer, cuando se acordó, de pronto, de la caja y la llave. Él había leído muchos cuentos de niños, y creía que pudiera suceder muchas veces esto de que un hada, presentándose en forma humilde, premiara la caridad de los buenos. ¿Sería ésta un hada que se presentaba ahora por tercera vez ante sus ojos? Si así era, ¿cómo iba él, de tan estrecha conciencia, a dar una limosna, sabiendo que se lo iban a premiar?... Las limosnas deben ser espontáneas, sin buscar en ellas una compensación ni pago alguno. Entonces se levantó tambaleándose por el hambre; entregó el donativo por si, en efecto, eran pobres, y salió corriendo, empujado por su noble conciencia, antes de que pudieran ofrecerle dones nuevos. No era como esos otros personajes de cuento, muy buenos, que, a lo tonto, a lo tonto, se van llenando de tesoros. Una limosna debe dejar el alma limpia: no debe cobrarse… No había tal hada; pero por si acaso, el huyó con el alma más clara y limpia que el cristal de un escaparate de juguetes, y dio pronto con una chumbera, que le ofreció todos los higos que quiso. Y siempre fue feliz. Esa es la verdad. Se fue a un pueblo, trabajo las tierras, comía el pan de su trabajo... y hasta roncaba un poquito tranquilamente en la siesta y por la noche.
  • 44. 44
  • 45. 45 Dibujos de Esplandíu Allá en Villaconteras de Bastón me encontré a un amiguito mío, compañero de colegio del curso anterior, que estaba sentado en el campo y con una navajita hacía adornos en un palo que sostenía debajo del brazo. Recuerdo que eran dibujos preciosísimos, que imitaban culebras, sillas, soles, botijos y cigüeñas volando. Pero mi extrañeza enorme fue al advertir que Gatete, que así se llamaba mi amigo, estaba a falta de una pierna, desde la rodilla para abajo.
  • 46. 46 —¡Amigo mío! ¿Cómo tú en Villaconteras?—me dijo él. —A pasar el domingo—le contesté yo; y continué diciendo: —¿Y cómo tú sin pierna? —Sin pierna, sí; pero no sin pata. Mírala—y me enseñó el palo que estaba decorando, que era su pata de palo, la cual se puso y se ató con correas. —En efecto, ya veo la bella patita que estabas adornándote. Mas cuéntame a que se debe la falta de ese kilo y medio de carne con hueso. Comprendiendo él que yo me refería a su pierna ausente, me contó así toda la historia: —Tú ya sabes lo aficionado que yo era a jugar al «tennis». Cuando tenía una raqueta en la mano, me volvía loco de contento, dando pelotazos y procurando llegar hasta las nubes, en las que a veces se llegaban a colar las pelotas como en un tejado. Pues bien: una vez yo no tenía pelotas de «tennis», y me puse a tirar con todo lo que encontraba: con piedrecitas, que botaban muy bien en las cuerdas de la raqueta; con bombones, enviándoselos galantemente a las señoritas que estaban asomadas a las ventanas; con huevos crudos, que dejaron en las fachadas y en el suelo una estrella de churretones...; ¡con todo lo que encontraba!... Y he aquí que lo que encontré fue una bomba que habían puesto en el portal de un coronel unos soldados enemigos disfrazados. Y cogí la bomba, que era redondita; la fui a botar contra el suelo para probarla, sin saber lo que era..., y estalló, y no sé dónde ha puesto mi piernecita. La estuvimos buscando; pero no dimos más que con un trozo de la cinta de un zapato, que todavía estaba vivo y se movía como el rabo cortado a una lagartija. Conque ya sabes la historia de ese kilo y medio de carne con hueso, como tú lo has llamado. Luego me curaron, me cosieron..., y divinamente. —¿Y estás contento? —No; esto es muy incómodo. Tú te acordarás de que yo no dormía nunca la siesta, y era esa una hora que pasábamos jugando en la sombra de algún jardín, ¿verdad? —Así es—le contesté. —Bueno, pues ahora tengo que dormir. Mira que es desgracia. —¿Y por qué has de dormirla? A lo cual me contestó mi pequeño amigo Gatete: —Pues porque todos están durmiendo a esa hora, y dicen que hago mucho ruido con la pata al andar, y hasta me echaban agua desde las ventanas y los balcones al oírme por la acera. Menos mal que era a la hora del calor. Pero me estropearon un traje de marinero y un caballo de cartón, que con el agua se puso pachucho como unas sopas de ajo. Y como con esta pata no sé andar de puntillas, tengo que tumbarme y dormir y callar.
  • 47. 47 —¿Y qué otros inconvenientes tiene esto para ti? —Que no puedo jugar al fútbol, como no sea que haga de palo de portería—me contesto Gatete con mucha gracia. Y siguió sus penas: —No puedo tampoco jugar al marro, porque si me toca echar a pies, no acabaría en dos horas, porque esto es un pie de dos centímetros escasos... —Claro, claro. Y dime: ¿te hacen una bota especial? —¡Ca! No lo creas. Unos días llevo en el pie bueno la bota de la derecha, y otros días la de la izquierda; así es que el pie que vive tiene ya su dedo gordo en el centro, y a los lados los pequeñitos. Le dije al colegial que me contara las cosas que le hubieran pasado por ahí con motivo de su pata de palo, y me dijo: —Hace unos días vino el perro de un guarda ladrándome. Yo me asusté un poco, lo confieso, y quise echarle, amenazándole con el palo de la pata. Entonces le dio eso mucha rabia: se tiró, furioso, y me agarró la madera. Yo di un grito que hasta hizo huir al animal, y llorando me agarré la pantorrilla de palo... Y cual no seria mi extrañeza, amigo mío, al advertir que no tenía sangre, ni dolor, ni nada. Y es que me había hecho la sensación de que la pierna era completamente mía. —Lo comprendo—le dije. Y es verdad que lo comprendía. Después me contó otra aventura. Y fue que una vez iba anclando por el campo, metió la pata en un agujero, y cuando quiso sacarla salía prendida una víbora, que luego trepó enroscada hasta llegarle al bolsillo y cogerle el chocolate que llevaba para merendar. A él le llamaban todos los chicos y chicas para que hiciera en el suelo todas esas rayas que se hacen en la tierra para mil juegos, como el tejo, los años, el peón…
  • 48. 48 Él hacía los guás, y, en fin, le ataban unas hierbas secas a la pata y barría los campos de fútbol cuando había partido importante. Entre la pata y la carne ponía una almohadillita pequeña. Como estaba un poco quemada, le pregunté que por qué era, y me contestó: —Es que mi hermano Wenceslao es tan bueno conmigo, que se ha casado con una planchadora solo para que no me falten almohadillas, y me regalan todas las semanas las de agarrar las planchas. Pero tengo una almohadilla de seda, preciosísima. Tiene cuatro borlas de oro colgando y es como las que ponen a los reyes para que se arrodillen en las grandes solemnidades de las iglesias. Sino que más chica. —En eso haces bien—le dije yo—, porque, al fin y al cabo, tu rodilla rota debe recibir tus mimos; ¿no te parece? ¡Pobre rodilla rota! Terminó diciéndome que pescaba atándose un hilo a la pata, y contándome que, una vez que los enemigos entraron en Villaconteras de Bastón, él se caló una bayoneta en la patita famosa y les pegaba patadas en el sitio de sentarse o en las espinillas. Luego estuvo explicándome Gatete todos los picos de la sierra aquella y los tejados más importantes del pueblo, y los señalaba siempre con su pata, mejor que con el dedo índice. Y allí nos despedimos, porque pronto era la hora de marcharse mi tren. * * * Al cabo de seis o siete años volví a Villaconteras de Bastón. Pregunté por el cojo, y los alguaciles y los muchachos de la plaza me decían todos lo mismo: —¿El cojo? Pero si aquí no hay ningún cojo. Solo hay un tuerto, un manco y un Sordo... Por fin vi en la calle a mi amigo Gatete. Caminaba tranquilamente con sus dos piernas, y ya era un mozo de veinte años. —¡¡Gatete!!— Le abracé y le pregunté con impaciencia: —¿Es de goma tu nueva pierna? —¿De goma? ¡Tú estás loco! Es de carne y bien de carne, como las dos tuyas. Y si quieres probarlo, muérdeme una pantorrilla... —Pero ¿tú no eras el que un día, en el campo, me hablaba de una pata de palo?—le pregunté, extrañado. —Sí, sí; yo era. —Entonces, ¿por qué ese cambio? Gatete me lo contó todo de esta forma: —Estaba yo tumbado una mañana, después del baño, en la playa de San Serrucho, y como estaba casi desnudo y sin la pata, se veía la costura que me hicieron en la rodilla rota, aunque ya no hay tal costura. Entonces se me ocurrió empezar a cantar esa especie de letanía que dice:
  • 49. 49 Caracol, caracol, saca tus cuernos al sol... Caracol, caracol, saca tus cuernos al sol… Hacía un sol espléndido—añadió Gatete—, y lo dije cuatro o cinco veces, y vi que como una media de deporte de esas que vuelven las mujeres para coserlas, empezó a crecer, a salir de dentro de ella misma, mi pierna desaparecida... Aterrado por aquello, me atreví a tocarlo para darme verdadera cuenta de lo que era..., y como un cuerno de caracol al que tocas con un dedo, se encogió mi piernecita otra vez... ¡Oh, qué pena ... Pero volví con paciencia a cantar lo de Caracol, caracol..., y poco a poco volvió a salir hasta la misma puntita del pie. Y aquí lo tienes... —¡Bravo, amigo Gatete!—exclamé yo—. Eres el hombre de la suerte—. Y le abracé y me fui al tren. Lo malo es que yo una vez me corté un dedo al coger más salchichón del debido para un bocadillo. Entonces puse la falta de mi dedo frente a mis ojos y empece la letanía: Caracol, caracol, saca los cuernos al sol… Mas como soy bizco y me miro la puntita de las narices sin querer..., creyeron las narices que era por ellas, y empezaron a crecerme, a crecerme..., y hoy son tan largas que, para dar la vuelta en una calle estrecha, tengo que maniobrar con marcha atrás, como los automóviles. ¡Qué mala suerte tengo!…
  • 50. 50
  • 52. 52 Sucedió en la montaña de la Loba Azul. Pestañitas, llamado así porque era nerviosillo y siempre estaba pestañeando, vivía casi en lo alto de la cumbre, con los padres, que eran los guardas de la finca, con sus dos hermanos Chiquiqui y Gurriato, y con los hijos de Juan el vaquero, que se llamaban Oruguita y Pirulo. En el bajo de su montana estaba la boca de un túnel. Al tren se le veía venir desde muy lejos por el valle. A veces las vías brillaban con el Sol. También se escuchaba lejano, muy lejano y muy abajo, el ruido fogoso de la máquina. Se le veía luego acercarse a la montaña en cuyo alto vivía Pestañitas, y desaparecía para siempre, porque no alcanzaba a vérsele salir por la otra boca. Así, pues, Pestañitas no veía más que entrar trenes y salir trenes por aquella boca de la montaña; y como no sabía que hubiera más entradas de túnel que aquélla, estaba preocupado, pensando en lo que significara eso de que entraran y salieran trenes en la panza de la montana llamada de la Loba Azul. * * * Un día citó a sus hermanos y amigos, y, estando todos reunidos en una roca, hablo así: —Ninguno de nosotros ha bajado nunca de estas alturas. No sabemos lo que es el mundo. Pero lo que a mí me choca más es lo que estará pasando dentro de esta montaña. Entran los trenes en ella y salen otra vez. Por lo visto, dentro debe haber un gran pueblo; hombres, fábricas… La idea no me deja dormir. Hay que hacer un agujero y llegar. Si me ayudáis, yo me encargo de hacerlo. —¡Sí! ¡Sí! !Bravo!—gritaron entusiasmados Chiquiqui, Oruguita, Gurriato y Pirulo. Inmediatamente buscaron con el tacón de sus botas rotas terreno blando, y Pestañitas señaló una circunferencia donde había de hacerse el pozo. Y les dijo: —Voy a hacerlo recto, recto, para que si, el Sol se pone encimita de nosotros, entre hasta ese pueblo misterioso. Porque yo me supongo que en los pueblos que no tienen Sol, recibir sus rayos de pronto sera una bendición y una alegría. * * * Empezó el pozo con las manos y con una astilla. Los otros cuatro chavales le miraban, como esos vagos que se paran a ver trabajar. Claro que ellos no podían hacer nada. Si acaso, le acercaban las herramientas. Pero él, con un gran entusiasmo, volvió a trabajar después de comer, y al día siguiente, y por la tarde, y al otro día..., y al otro..., y al otro.
  • 53. 53 El pozo llego a tener más altura que Pestañitas. Y llegó a ser como dos veces Pestañitas..., y como tres... Ya le bajaban sus cuatro compañeros atado a una cuerda, y poniendo todos unas caras de gran esfuerzo. Bien es verdad que él era el mayor, aunque tenía diez años... La madre les veía desde el lavadero, y llegó a asustarse de la profundidad. Pero el padre la dijo: —Hay que dejarle. Debajo de la tierra se encuentran grandes tesoros. Quien sabe si este hijo nuestro encuentra así el suyo. Y el padre y la madre soñaban con que aquello podría ser la felicidad de Pestañitas. Y el chico seguía, y seguía, con más tesón y más voluntad que un perro perdiguero que ha olido una liebre. Y manejaba las herramientas de su padre: el pico, la pala, la espuerta… * * * Y era ya tan hondo el agujero, tan hondo, tan hondo, que lo que hizo Pestañitas fue no molestar más a sus hermanos y amiguitos para que le subieran. Se quedaba en el pozo a dormir y a comer. Y mandó poner una cuerdecita que desde el fondo hiciera sonar arriba un cascabel. Y otra cuerda más gorda, para que tiraran de ella cuando sonase el cascabelito; porque así enviaba a sus amigos y hermanos un papelito escrito, pidiendo comida, herramientas, mantas, aceite para el farol y todas esas cosas. Y también para que subieran las espuertas llenas, con lo cual iban haciendo montañitas al lado del pozo. Montañitas de arena en las que el padre plantaba chopos. Ni los domingos se hacía subir. Él no tenía más ilusión que llegar al pueblo interior de la montaña, y ya debía estar cerca, puesto que llevaba muchos y muchos metros de agujeros. Oruguita, Chiquiqui, Pirulo y Gurriato se habían puesto en turno, y siempre estaba alguno despierto, de noche y de día, esperando que sonase el cascabel para tirar de la cuerda que traía lo que ellos llamaban «el correo de Pestañitas». El cual no sabía jamás cuando era de noche ni de día, porque en el fondo del pozo estaba muy oscuro. Y pasaron las semanas, los meses, los años. Y sólo algún día del año, a las doce en punto, el Sol iluminaba un poco el fondo del pozo donde el chico trabajaba. Y aquello sí que era como un gran domingo. Esos días de un poco de Sol comía más, y se secaba casi toda la humedad del enorme pozo.
  • 54. 54 * * * Al cabo de cinco años de trabajar y trabajar, sucedió una de las cosas más asombrosas que han podido ocurrir en el mundo. Pestañitas, a la luz de un triste farolillo de aceite, daba picazos y picazos en el suelo de su pozo. Llevaba, según hemos dicho, cinco años de trabajos, y tenía, por consiguiente, quince nada más, o quince nada menos. Pegó un golpe, y sintió que el pico se había metido en algo vacío. ¿Sería aquello, al fin, la ciudad del túnel? Se ató la cuerda gorda a la cintura para no caerse, y siguió pegando picazos. De pronto le faltó tierra y le invadió por abajo la luz que le había faltado tantos años. Y se quedo colgado de su cuerda. Por cogerse a algo, un poco asustado, se colgó del cordelillo del cascabelito, que sonó arriba estrepitosamente. Y al mismo tiempo sintió que alguien se le colgaba de los pies, como para darle caza. No le dio tiempo a saber lo que era, porque sus dos hermanos y los dos hijos del vaquero, que se habían despertado con el estrépito del cascabelito, tiraban ya con toda su fuerza. Y lo que se había colgado a sus pies seguía colgado, pero en la tremenda oscuridad del pozo. Porque hasta el farol había desaparecido al abrirse el boquete de luz. Tiraron, tiraron, tiraron, impresionados aun porque aquel inesperado campanilleo algo grave podía querer decir... Y al cabo de unas cuantas horas apareció la cabeza de Pestañitas, pestañeando como siempre, como hacía cinco años... Siguieron tirando poco más, y salió su cintura, sus piernas, sus pies. Y colgado de sus pies, un joven negro de dientes blancos, sin más ropita que un taparrabos y unos pendientes redondos y grandes. Venía del otro lado de la Tierra, empeñado en cazar a Pestañitas para comérselo guisado el día de su cumpleaños. Ya comprenderéis, por consiguiente, que lo que le había pasado al héroe del pozo es que había atravesado el mundo de parte a parte. ¡Vaya un chico!… * * *
  • 55. 55 Y no paso nada más, aunque ya es pasar. Era un muchacho negro, de poco más de quince años, y aunque en el trayecto no simpatizó con su compañero de viaje, luego se hicieron grandes amigos. Y Pestañitas, Chiquiqui, Gurriato, Pirulo, Oruguita y Kuy-Kuy, que así se llamaba el negro, establecieron las comunicaciones directas y frecuentes entre el Pico de la Loba Azul y Kukibimba, que era el pueblo salvaje de Kuy-Kuy. El tren era la cuerda, que ellos llamaban servicio aéreo. Y se hacían muchas visitas, y los kukibimbaneses subían a comprarse chalecos, sombreros de paja, relojes y botijos en una tienda que pusieron los padres de Pestañitas en el Pico de la Loba Azul. Y los amigos de Kuy-Kuy, negros como él, subieron para aprender a jugar al peón, al guá y a la toña. Y comieron pasteles y ensaladas de tomate, y ya no les gustaba eso de comerse unos a otros. Además, iban tan guapos con sus nuevos trajes, que les daba pena degollarse. Esa fue la formidable obra de Pestañitas. Y aquí acaba el cuento del túnel, el pozo y el negro. ¡Tres cosas, y las tres negras!…
  • 56. 56
  • 57. 57 Dibujos de Ramón Gaya En el castillo de los Siete Nidos, llamado así porque en cada una de las siete torres había un nido de cigüeñas, vivía la Princesa Cereza, cuyo padre había marchado a la guerra llevándose un inmenso dragón del castillo, llamado Sombrero, y dejando al cuidado de su hija a otro dragón llamado Zapato, tan inmenso como Sombrero. La guerra era porque el Príncipe José Estilográfica, de la nación vecina, quería casarse con Cereza, y ella no tenía ganas de quererle, porque lucía unos bigotes largos que le parecían muy antipáticos. La guerra no iba mal, y Cereza y Zapato oían desde el castillo los cañonazos y los clarines. Lo malo fue que cuando el gran dragón Zapato se rascaba detrás de una oreja con la afilada punta del rabo, un aeroplano enemigo le tiró una tinaja llena de pólvora, dinamita, cascos de guardia, pedazos de botijos rotos, gotitas de limón, pipas de sandía y clavos de hierro. Como era de temer, la terrible bomba cegó al pobre Zapato, porque uno de los clavos se le fue al único ojo, que, por cierto, le tenía en la frente.
  • 58. 58 Entonces los aviadores enemigos, los del Príncipe José Estilográfica, aterrizaron suavemente en la terraza grande del castillo; buscaron a la Princesa Cereza, a la que ya no quedaba más guardia que las doncellas y aun no sabía la ceguera del buen Zapato, y la encontraron en la cocina haciéndose flanes en forma de mano con las manoplas metálicas que se había dejado su padre olvidadas. La cazaron, porque ella estaba ignorante de lo que allí pasaba; la subieron a la terraza, y se elevaron antes de que llegara el regimiento de doncellas esgrimiendo las agujas de coser en defensa de su amita. Las cuales se quedaron llorando de rabia, y con sus pañuelos un ratito decían adiós al aeroplano, y otro ratito se limpiaban las lágrimas. * * * Al cabo de pocos días llego al campamento del señor de Siete Nidos la noticia terrible del rapto de la Princesa, y el señor y su dragón Sombrero, que era, como hemos dicho, exageradamente gigantesco, volvieron a su castillo, encontrándose a Zapato ciego y sumido en angustiosa tristeza, y las habitaciones de la Princesa completamente vacías. Aún se olía su perfume, y en su mesa tenía las recetas para hacer los flanes. El señor de Siete Nidos lloró tanto, que las habitaciones parecían como si en ellas se hubiera estado secando un paraguas... o un perrito. A los pocos días vino un espía que Siete Nidos tenia en el país del Príncipe Estilográfica, y dijo: —Señor: los periódicos de la nación vecina anuncian que el Príncipe va a llevar a la Princesa Cereza por todas las provincias de su país para que conozca el reino completo. —¿Y cómo van a hacer el viaje? —En tren, señor, porque de los automóviles se ha tirado ya varias veces la Princesita, con deseo de escapar. Oyó esto el inmenso Sombrero; pasó su cola de pinchos por encima de él mismo, hasta poner la punta en la frente para pensar bien, y tuvo la siguiente idea: «Si yo me pongo en la vía del tren y abro la boca como un túnel, acabaremos por rescatar a la Princesa más tarde o más temprano. Todo será cuestión de paciencia...» * * *
  • 59. 59 En efecto; una noche salió despacito, todo lo más silenciosamente que él podía caminar, que era como si sonara un leve vendaval que agitara árboles y hierbas. Vio brillar con la Luna las vías del tren de los enemigos, y allí se puso de guardia. Cuando sentía que los dos hierros trepidaban, colocábase de frente a la dirección que trajera el tren, abría la boca y esperaba inquieto, apoyando la barbilla en las vías y cerrando el ojo, tanto por la emoción como porque no brillara con la Luna. Y cuando quería darse cuenta, ya tenía dentro de su boca todito el ferrocarril. Ya no tenía más remedio que comérselo. Pero antes lo paladeaba bien, para advertir si venía allí su amita Cereza, que llevaba siempre ese personalísimo perfume de cerezas que había dejado en sus habitaciones. Se comía viajeros de turismo, viajantes de comercio, maquinistas, vagones de carbón, fardos de tabaco, cajas de frutas, maletas, máquinas de coser en cajón, envíos de juguetes, cubas de vino, damitas elegantes, revisores, conejos muertos atados en montones por las patas, cántaros llenos de leche..., ¡todo! Y todo lo hacía en busca de la linda Princesita Cereza. Una vez se tragó un vagón que tenía demasiados caballos. Al día siguiente se tragó un tren con demasiadas bayonetas; era como el que se come un besugo con espinas. Tuvo que quitarse tres o cuatro que no habían pasado. Estos trenes le hicieron sospechar que serían trenes militares y que iban a esperar en algún pueblo a Cereza para rendirle honores, a pesar de que ella iba siempre de mal humor y hasta llamando mamarracho a José Estilográfica en público. * * * Y, en efecto, al otro día se le metió en la boca un fogoso tren de máquina brillante, adornada con banderitas, e inmediatamente su paladar sensible advirtió que allí dentro estaba la perfumada y linda damita de su país y de su castillo. La lengua agudísima del dragón rebuscó, metiéndose por las ventanillas, hasta que dio con Cereza. Era como cuando nosotros buscamos algo que nos molesta entre las muelas... La apartó cuidadosamente, la sacó a la luz y se comió todo lo demás, notando un cierto sabor a tinta de colegio al tragarse al Príncipe José Estilográfica. * * *
  • 60. 60 Cuando la Princesa se dio cuenta de que aquello era uno de los dragones del castillo de Siete Nidos, quedó casi desmayada de alegría. Y le besaba las uñas, el hocico miedoso, su rabo de pinchos... Luego le ató a un colmillo un larguísimo collar de perlas que la había obligado a aceptar el Príncipe antipático, y que la daba seis vueltas desde el cuello a las rodillas, y, tirando de el como de un burrito, se encaminaron al castillo. Iban muy despacio, porque Sombrero había engordado de una manera terrible, terrible, terrible, con tanto tren como se había comido. El señor de Siete Nidos dio cien besos a su hija Cereza, y al dragón le puso unas vías hacia la boca, y todos los días le regalaba un tren de mercancías con jamones, natillas, sandías y patatas fritas. También el desgraciado ciego llamado Zapato se desayunaba con dos vagones de mermelada. Y además vino un oculista, puso un andamio y le curó el ojo. Hubo grandes fiestas, obligándose a todos a llevar sombrero de esos que se hacen de papel doblado, pero pintados con colorines, con flecos de papel a la punta de arriba y cascabeles en las puntas de atrás y de delante. Regalaron croquetas a los caballeros pobres; bastones con cabezas de bichos a los señorones ricos, y a los dragones, dos abrigos de punto, hechos por todas las damitas del castillo. Y fueron felices, comieron perdices, y a mi no me dieron, porque Zapato y Sombrero se comían hasta las plumas.
  • 61. 61 Dibujos de Don Tonino Un lectorcito me ha escrito una carta preguntándome que dónde conocí yo a Zas Tinoco. Yo conocí a don Zas en una tienda de juguetes comprando veintiocho caballos de cartón para veintiséis chiquillos que salían de una escuela. Dio un jaco a cada chico, y dijo luego: —Al que llegue antes al árbol aquel, le daré otro caballejo más. Y hubo carreras, y se gano el juguete el mas ágil. Después dijo: —Me queda el último, que es para el que llegue antes con las manos a sus pies.
  • 62. 62 Y, claro, llegó el más chiquitín, que era el que más cerca del suelo estaba. De modo que repartió todos los caballos, y el más ágil y el más chico se llevaron dos a casa. Los muchachos se fueron muy contentos, y todas las personas mayores hicieron corrillos, diciendo: —Don Zas Tinoco es un loco. —Don Zas Tinoco es un loco. Y yo dije para mi bufanda: —Es un loco..., pero poco... Aquella noche tardé en dormirme, pensando en don Zas. Porque mientras todos creían que aquel hombre era un perturbado, yo pensaba que era un hombre feliz, muy bueno y muy amigo de los niños. Una mañana me desperté; me dieron el desayuno, que era chocolate de color de chocolate, y bizcochos que tenían forma de bizcochos; me lavé luego con los tirantes caídos por detrás, como un rabo de elefante, y salí a la calle. Y pronto vi grandes corrillos de gente, en los que se decían unos a otros: —Don Zas Tinoco es un loco. —Don Zas Tinoco es un loco. —¿Y por qué?—pregunté yo. —Por lo que lleva en el coco. Vosotros sabéis que algunas personas bromistas llaman el coco a la cabeza. Por eso yo seguí preocupado en mi paseo, pensando en qué sería lo que llevase en el coco el bueno de Zas Tinoco. Por fin lo vi en el parque, tomando el sol en un banco y leyendo el periódico. Mucha gente le miraba atentamente. Todos estaban riéndose detrás de los árboles o detrás de las sombrillas. Y es que era para reírse; yo lo comprendo. Llevaba sobre la cabeza, o, como dicen otros, sobre el coco, un sombrero de barro cocido, que se ajustaba a su frente y que por la parte de arriba era un magnifico tiesto.
  • 63. 63 Entonces fue cuando yo celebré una interviú con él, para un periódico que se titulaba Las Buenas Noticias. Recuerdo que tuvimos este diálogo: —¿No va usted incómodo? —No lo sé. Nunca me he preocupado de mí mismo. Yo solo me preocupo de lo que hay que preocuparse siempre: de escribir a los reyes y a los presidentes de las repúblicas, para que no se odien los pueblos y arreglen sus asuntos en paz; de que los padres compren a los chicos vestidos que no les aprieten y libros que no sean antipáticos, y de defender a los pajarines contra ese mono trepador que se llama..., ¿sabes cómo se llama? —No, no lo sé—le respondí yo. —Pues se llama colegial novillero... —¿Y qué lleva usted en la cabeza? —Un tiesto. —¿Y qué lleva ese tiesto? —Tierra. —¿Y qué lleva la tierra? —Un hueso de cereza... —¿Y para qué? —No lo puedo decir aún... Aquí terminó la interviú. Pero después he sabido poco a poco la historia del loco Tinoco y lo que puso en su coco. Al cabo de los días comenzó a salirle una ramita, y don Zas se acercaba a todas las fuentes que veía como a beber, y lo que hacía era poner su chistera de barro cocido para que se regara bien el nuevo cerezo. ¡Con qué mimo cuidaba don Zas Tinoco el futuro tesoro de cerezas que llevaba en su sombrero!
  • 64. 64 Así resultó que el arbolito creció espléndidamente, y que el caballero que todos tenían por loco, había de caminar guardando el equilibrio como uno de esos artistas de circo que sostienen en la cabeza una silla, un paraguas, una botella y todas esas cosas. Como los pájaros conocieron en seguida que se trataba de uno de los señores que les echaban migas de bollo y granos de arroz, se subían en las ramas antes de que maduraran las cerezas, y allí cantaban, alegres. Y a don Zas le producía eso una emoción grande, como de agradables cosquillas, y se le saltaban las lágrimas de alegría. Hubo un ruiseñor de preciosísima canción, que con su ruiseñora hicieron su nido en el cerezo, y eran como los guardas. Claro que tenían orden del dueño de dejar saltar a las ramas a todos los pajarillos que quisieran. Y Tinoco iba tan contento y tan tieso, dedicado solo a su árbol y presentándose en las ferias para ganar algo de comer y para que la gente viera un ejemplo de amor a las plantas y a los pájaros. ¡Muy bien, don Zas!
  • 65. 65 Llegó un momento, queridos lectores, en que las cerezas maduraron. ¡Qué ricas estaban, Dios mío! Probó una Tinoco y en seguida dijo al pequeño guarda alado: —Deja comer una cereza a cada pájaro que venga. ¡Una sola!... Porque con las demás vamos a invitar a los colegiales. Y así se hizo. Fue otro momento de emocionante alegría ver como los chiquitos trepaban por el mismo don Zas Tinoco hasta alcanzar la fruta, para luego aplastarla en sus boquitas y saborear el pequeño manjar, rojo y redondito. ¡Qué gusto le daba poder ofrecer los mismos beneficios de un arbolito bueno! Hasta se paró en un campo y se sentó en el suelo para quitar el sol en plena llanura a unos pobres segadores que dormían la siesta, casi asados por la asfixia de aquella hora. Llegó el otoño y se le cayeron las hojas poéticamente: daban ganas de hacerle versos. Y se los hicieron. Vino el invierno, y un día en que caminaba de un pueblo a otro para visitar a unos desgraciados caballos heridos en las corridas de toros, empezó a nevar. Por el camino se encontró a unas pobres mujeres sin ropas casi y con sus hijitos en brazos, que iban a pedir trabajo como lavanderas en otro pueblo. El frío era enorme, y en la montaña que atravesaban no había un solo árbol: solo rocas. Entonces Tinoco cogió con sus manos el arbolito, tiró como para sacarse una muela de la coronilla, se lo arrancó con terrible dolor de su alma..., y con aquello encendió una buena hoguera. Las pobres mujerucas calentaron sus manos y su corazón helado; calentaron, sobre todo, a sus hijitos, y después pudieron seguir su marcha a gusto. Aquel día volvió don Zas Tinoco a su casa triste y alegre a la vez. Triste, porque ya no llevaba su arbolito, tan bueno y servicial. Y alegre, muy alegre, porque había ofrecido a los pájaros, a los chiquillos, a los trabajadores, a los poetas y a los desventurados, todos los beneficios que puede ofrecer un árbol: ramas, frutas, sombra, belleza y leña. Por gratitud, sembró luego en el sombrero violetas, y lo tiene en su ventana. Y lo gracioso es que se ha comprado una caja de soldados de plomo, y todas las noches deja uno de centinela, para que cuando vayan las criadas a coger flores se pinchen un poquitín con las bayonetas en los dedos, y se asusten y las dejen en paz. Cuando sale a regarlas con una regaderita roja de juguete, todos los vecinos dicen desde sus ventanas: —¡El loco!, ¡el loco!... Y yo digo entonces para mí: —Si, el loco... que no es loco.
  • 66. 66
  • 67. 67 Dibujos de Don Tonino Ya sabéis que el mar de cuando en cuando baja, y de cuando en cuando sube ¿verdad? Pues bien, una de las veces que bajó, quedaron tumbados al sol perezosamente sobre la playa un pulpo, un lenguado y una sardina. La sardina contó que una vez la pescaron, la metieron en una lata con aceite y cuando destaparon la lata salió dando coletazos, poniendo a todos perdidos, y a brincos se volvió al mar. El lenguado dijo que también a él le habían pescado, y que logró escapar por debajo de la puerta; porque para eso es así de estrechito. El pulpo, en cambio, no decía nada; guardaba silencio.
  • 68. 68 —¿Es que usted no ha vivido nunca una anécdota?—le preguntó la sardina. Entonces el pulpo exclamó: —Cuenta mis brazos. —Uno, dos tres, cuatro, cinco y seis… ¿No tienen que ser ocho? —Naturalmente; pero es que yo soy manco. —¿Y cómo es eso? —Mi historia es muy larga, pero, en fin, os la contaré. Pensando en que tenía ganas de aventuras y de vivir la vida, hice una cosa que los hombres hacen con el agua que han puesto a la lumbre para afeitarse; pero yo lo hacía al revés. Ellos meten el dedito en el cacharro y yo lo que hacía era sacar la punta de un tentáculo al aire. Y como hacía frío, esperé un par de meses. En mayo volví a sacar el brazo a la superficie... y entonces si que estaba agradable y suave el aire; así es que decidí salir de viaje. Para eso me cogí a los flotadores de un hidro, que al momento emprendió un viaje trasatlántico. Yo tenía entonces mis ocho brazos, a los que llamaba manolo, esteban, el desgraciado abelardo, carlitos, juan-luis, ramoncito, eliseo y el pobre pepito. Los más fuertes son manolo y esteban, y eran los tentáculos con que iba agarrado al hidro. Y como pepito era el más listo, era también el que cazaba pájaros al vuelo; ricas palomas, sobre todo, para mi alimentación. Llegué a puerto, salté a tierra y busqué trabajo, porque la vida es así: aquí el que no trabaja no come, y es muy justo. En el barrio de pescadores había fiesta, y me tomaron para rematar y adornar un tío vivo de ocho brazos. Mi cabeza estaba arriba, bien en el centro, y mis ocho tentáculos bajaban por el toldo hasta los hierros que caían y de los que colgaban caballos, cerdos y barcas, Pero esta profesión era mareante y dimití. Entonces tuve una época de cesante. Me pasaba el día con los brazos cruzados. Y como son ocho brazos a cruzarse, mi cabeza parecía un huevo grande en un nido. Me vio hambriento el director de una banda de música, y me dio empleo: me ponía sobre un velador, en el centro, y me encargaba de pasar los papeles a sus ocho músicos. Aprendí música, y me hice una orquestita para trabajar por mi cuenta. Con dos tentáculos tocaba la guitarra; con otros dos el violín; otros dos empleaba en la flauta, y los dos restantes en los platillos. Me parece que era aprovechar bien mis ocho extremidades, ¿verdad? Los chicos se entusiasmaban oyéndome y sobre todo viéndome. Y yo también aprendí de los chicos, ya que un día vi a unas niñas que jugaban a eso de echar al aire piedrecitas y coger una al mismo tiempo, y entonces compre treinta platos de cartón de confitería, y ensayé el echar el aire y recoger los platitos.
  • 69. 69 Luego los hacía con los de porcelana. Mi carlos era el más torpón para esto, pero aprendió, y se los echaban los ocho como una preciosa fuente con surtidores. Gane algún dinero. Pero hay épocas en que no se encuentran contratos, por nada del mundo, y tenía que estar en una casa de huéspedes muy barata, donde apenas me daban de comer. Y eso que era mesa redonda de ocho comensales, y yo me ponía en medio para que todos dieran a mis brazos lo que les sobraba. Un día se me ocurrió meter al lindo pepito por debajo de la puerta de la despensa, para que buscase alguna cosilla. Pero lo hice con tan mala fortuna que encontró un cachito de tocino… ¡y era de un cepo!... Me hirió, se me enconó la herida, se inflaba mi tentáculo como una gaita de goma, de esas de feria..., y estalló. Así perdí un brazo. Me emplearon luego en una oficina donde probaron antes las variadas letras de mis tentáculos, prohibiéndome el jefe que escribiera con esteban, porque para eso es muy brutote, y hasta pone haber sin h y ojos con ella. Yo no he visto nunca brazo que ponga más faltas de ortografía. ¿Por qué no aprenderá de los otros?... En cambio mi abelardo, y aquí viene lo terrible, hacía tan bellas mayúsculas, con adornos tan maravillosos, que el jefe me regaló para él un lindo reloj de pulsera. Nunca se lo hubiera regalado. Los demás sintieron tal envidia, que un día en que yo estaba tumbado bien a mi gusto, como una estrella, sobre la hierba del campo, y me había dormido profundamente, fueron dos o tres tentáculos, urgaron en un agujero, y cuando salió el alacrán cogieron al desgraciado abelardo y a la fuerza le llevaron a que le picara. Y le picó, y se me puso hinchado como el otro, pero con más dolores. Como que no aguardé a que estallara, porque ademas parecía que la hinchazón se iba corriendo mi cabeza. Mas, ¿cómo cortarme el brazo?… Lo pensé mucho; lo pensé rascándome la cabeza con juan-luis y poniéndome como un dedo en la frente, que era la punta de ramoncito. Llegó la idea. Hacía viento; abrí una ventana, abrí la puerta, puse el brazo, vino el aire corriente, cerró de golpe la puerta..., y así casi se me desprendió el tentáculo enfermo. Clavé lo que quedaba en un árbol y empecé a andar, anclar, andar... Al principio se estiraba como las gomas de un tirador y como eso que llaman goma de mascar. Pero al fin se soltó... y allá quedó mi abelardo, mientras yo era dos veces el Cervantes de los pulpos, no por lo de escritor, sino por lo de manco.