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DIDACTICA
APLICADA I
Pontificia Universidad
Católica del Ecuador
Adriana Herrera
Profesora: María Erazo
Eva Rodríguez Picazo
Eva Rodríguez Picazo, nació en Madrid
en 1974, apasionada de los libros y la
literatura desde los 12 años, cuando
estudiaba interna en un colegio femenino
de Alicante. Cursó estudios de Psicología
por la U.N.E.D., que compaginó
conformación en escuelas
especializadas en Secretariado
Internacional, poeta por vocación,
interesada en las corrientes de la Poesía
Modernista, en la actualidad asume la
Gerencia de www.madridiario.es
Periódico Digital de Madrid. Dirige y
presenta el espacio Cultural-e en la Tv
digital www.mdctv.com. Ha publicado
poemas, cuentos y relatos en diversas
revistas y publicaciones, entre otras, La
Esfera Cultural, Cuaderno de Legados
Edades:
A partir de 6 años
Valores:
bondad, ayudar,
altruismo
El castillo de hielo
Había una vez un reino muy frío construido sobre nieve en el
que había un castillo que estaba hecho de hielo. Era un lugar
tan frío que ni siquiera el fuego que utilizaban sus habitantes
para calentarse lograba derretirlo. La causa estaba en la
frialdad del corazón de los que allí vivían. Todos tenían
corazones de hielo. Especialmente el rey, que era déspota y
consentido.
Pero tal era el frío que salía de los corazones de aquella gente
que llegó un día en que el fuego del castillo finalmente se
apagó. Aquello era una tragedia. No había luz por la noche, ni
lugar para cocinar los alimentos. Necesitaban el fuego para
vivir.
El rey mandó a un joven soldado que saliera a buscar fuego
para alimentar la chimenea del castillo.
-¡Y no vuelvas sin él!- le dijo.
El joven salió hacia la aldea con una lámpara y unas velas
apagadas en busca de alguien que le diera un poco de fuego.
Se detuvo ante la primera casa encontró, llamó a la puerta y
dijo:
-¡Abrid! ¡El rey exige fuego para alimentar su chimenea!- gritó
el joven con tono impertinente.
Autor:
Eva María
Rodríguez
¡El rey necesita fuego para alimentar su castillo!
Esperó un largo rato en la puerta, muerto de frío y sin recibir respuesta alguna.
Finalmente un hombre abrió la puerta con cierto recelo
- El rey nunca se preocupa por su pueblo, ¿por qué habríamos de ayudarle
ahora?
Y cerró la puerta en las narices del soldado.
El joven continuó caminando pensando en las palabras de aquel hombre. Al fin y
al cabo tenía razón. Era normal que nadie quisiera ayudar al rey. Pero el tenía
que volver al castillo con el fuego. Se lo había dejado bien claro el rey. Tenía que
seguir intentándolo así que llamó a otra puerta.
- ¿Qué queréis? - contestó una mujer antes incluso de que hubiera llamado
- Fuego, fuego para el castillo del rey señora
- ¿Sabes? No debería dártelo porque el rey no se lo merece. Pero me da pena
que vuelvas con las manos vacías y te encierre en las mazmorras… Anda pasa.
La mujer le dio fuego al soldado y éste pudo encender la vela, pero al poco rato
de caminar con ella en la mano ésta se apagó. El muchacho no lo entendía. No
sabía que si había ocurrido eso era porque el frío de su corazón la había
apagado.
Intentó regresar a la casa de la mujer que había encendido la vela pero había
anochecido por completo y no pudo encontrar el camino. El joven estaba
desesperado. No podía volver al castillo sin fuego y cada vez tenía más frío y
En ese momento, una joven pasó por allí y vio a aquel muchacho que no dejaba de
lamentarse de su mala suerte.
-¿Qué te pasa? Pareces triste.
-Soy un desgraciado -dijo él -. El rey me ha dicho que lleve fuego al castillo y
cuando por fin consigo a alguien que me lo dé se me apaga la vela. ¡No puedo
volver sin él!
-Tranquilo. Ven conmigo, yo te lo daré
El joven desconfió de la amabilidad de la muchacha pero aún así la siguió.
Llegaron a su casa y ella le Juntos le invitó a sentarse junto a la chimenea para que
entrara en calor.
- Sólo puedo ofrecerte pan duro, lo siento.
- Ya veo... imagino que querrás un buen puñado de monedas de oro por dejar que
me resguarde aquí y darme fuego.
- ¿Querer? ¿Por qué iba a pedirte algo? No quiero nada. Sólo pretendía ayudarte.
- Ah, gracias entonces…. De donde yo vengo nadie te ayuda sin pedirte algo a
cambio.
- ¿De verdad? Aquí las cosas son de otra forma. Nadie tiene mucho, pero nos
ayudamos los unos a los otros para salir adelante.
- Ah… ¿Oye, te importa si paso la noche aquí? Estoy muy cansado como para
seguir andando hasta el castillo. Partiré mañana temprano.
Ambos se fueron a dormir pero el joven soldado continuó pensando en las palabras
de la muchacha “Nos ayudamos los unos a los otros para salir adelante” Era una
Tengo que encontrar la forma de ayudarle, se dijo.
Cuando a la mañana siguiente la muchacha se levantó se encontró la mesa
llena de pan, fruta, queso y leche. El soldado había madrugado para ir al pueblo
y comprarlo todo lo que pudo con unas monedas que había encontrado en sus
bolsillos.
-¡Muchísimas gracias! No sé cómo agradecértelo - dijo la muchacha
- Ya has hecho bastante. Gracias por todo.
El muchacho encendió su vela con cuidado y emprendió su camino de vuelta.
Tenía miedo de que volviera a apagarse pero esta vez no ocurrió. Cuando llegó
al castillo y prendió la chimenea sucedió algo sorprendente. La gente empezó a
sonreír y a ser amable de repente, y su corazón se llenó de paz y amor por los
demás. El rey dejó de ser déspota y la nieve desapareció para dar paso a
verdes y frondosos prados. El castillo de hielo se transformó en un castillo de
cristal donde el fuego de la chimenea no se apagó jamás.
Había una vez una princesa a la que no querían en su reino. La princesa estaba
muy ofendida, pues creía que no la querían porque era fea.
¡Pues más fea es prima y a ella bien que la queréis! -gritaba la princesa cuando la
abucheaba o cuando se daban la vuelta al verla pasar.
Pero en realidad lo que no sabía la princesa es que si no la querían era porque se
portaba muy mal con la gente y era muy desagradable con los demás.
La princesa era la única heredera del reino, pues su padre no tenía más hijos. La
siguiente en la línea sucesoria era su prima. La princesa, temerosa de que su
prima le arrebatara el trono, decidió buscar un remedio para quitársela de en
medio.
La princesa fue a buscar a una bruja que vivía en lo más profundo de la cueva
más apartada del reino. El rey, años atrás, la había amenazado con entregársela
a los dragones y si volvía a verla. Cuando la bruja vio a la princesa se asustó,
pero la princesa se apresuró a calmarla:
No temas, vieja bruja. Vengo a hacer un trato contigo. Ayúdame y, en cuanto sea
reina, podrás campar a tus anchas por donde quieras.
Dime, ¿qué quieres? -preguntó la bruja.
El Castillo
encantado
Autor:
Eva María Rodríguez
Edades:
A partir de 6 años
Valores:
Astucia, Lealtad
Cuando todo el mundo estaba convencido de que la ropa de las hadas era la
fuente de su bonita voz, la bruja se puso manos a la obra para acabar con las
hadas cantarinas. Y así, una noche de invierno, la bruja quemó toda la ropa de
las hadas con un hechizo.
-¡Oh, no! ¡Se han quemado todos los vestidos de las hadas! ¡Ya no volverán a
cantar jamás! -se lamentaba la gente.
Las hadas, al ver arder toda su ropa, se pusieron muy tristes. Las hadas
intentaron cantar, pero no pudieron.
-¡Los rumores eran ciertos! ¡Ya no podremos ayudar a la gente con nuestras
canciones! -se lamentaron.
Al ver el fuego, se acercaron unos duendes que vivían en un pueblo cercano.
Al ver la tragedia, les dijeron:
¿Por qué no compráis tela nueva para hacer otros vestidos?
-La tela llegó desde muy lejos. Tardaríamos años en ir a buscar más -se
lamentaron las hadas.
Los duendes, conmovidos, decidieron ayudar a las hadas. Y volvieron a su
aldea, prometiendo regresar con una solución. A los pocos días, los duendes
regresaron cargados de hermosas telas.
-Hemos ido a ver a la Maga de la Montaña y nos ha dado esto para vosotras -
dijeron los duendes-. Estas telas están encantadas para devolveros vuestras
bonitas voces.
Las hadas, muy agradecidas, cogieron las telas.
Durante dos días cosieron y cosieron sin descanso,
ayudados por sus amigos y vecinos.
Cuando tuvieron listos los vestidos, se colocaron los
más bonitos y se dispusieron a cantar. Lindas voces,
más claras, más agudas y más dulces que nunca,
brotaron de sus pequeñas gargantas.
La felicidad volvió al lugar. La bruja malvada, muy
enfadada, decidió irse de allí, no sin antes pasarse a
ver a los duendes para preguntarles por la Maga de la
Montaña.
-En realidad no existe ninguna Maga de la Montaña -le
dijeron los duendes-. Nos lo inventamos. Las hadas
cantarinas solo necesitaban recuperar la ilusión.
La bruja se fue de allí rápidamente, antes de que
alguien descubriera su ardid. Estaba tan furiosa que no
paró de andar hasta llegar a la montaña, donde se
instaló pensando que algún día las hadas irían a por
más tela para poder engañarlas. Pero las hadas jamás
volvieron, y la bruja se quedó allí sola y aburrida,
rabiando y rabiando, hasta el fin de sus días.
Autor:
Eva María Rodríguez
Edades:
A partir de 4 años
Valores:
respeto, ayudar, libe
rtad
El misterio del pajarito herido
Rosita vive en una bonita casa de madera junto a un
bonito lago, cerca de un hermoso bosque. Rosita era
muy feliz allí. Lo que más le gustaba a la niña era
escuchar el canto de los pájaros, observar su vuelo y
buscar sus nidos. Aunque nunca cogía ninguno.
Un día, Rosita encontró un pajarito herido. Rápidamente,
Rosita cogió al pajarito y lo llevó a casa. Allí le limpió y
curó las heridas.
Después, con mucho cuidado, la niña salió de la casa y
lanzó al pajarito. Pero el pajarito este no pudo mantener
el vuelo y acabó aterrizando torpemente en el suelo.
Rosita fue corriendo a recoger al pajarito a ver si estaba
bien. Su papá, que había visto todo lo que había pasado,
le preguntó a la niña:
-¿Qué pasa, Rosita? ¿Todo bien?
-No, papá -respondió la niña-. He curado a este pajarito
herido, pero no puede volar.
-Creo que tiene un ala rota -dijo su papá-. Vamos dentro.
Te enseñaré a curar las alas rotas de los pajaritos.
Rosita observó a su papá mientras curaba al pajarito.
-¿Ya está? ¿Ya puede volar? -preguntó Rosita.
-No, pequeña - dijo su papá-. Ahora el pajarito debe reposar unos días para
que se cure del todo.
Rosita vació una vieja jaula de pájaros que utilizaba para jugar con sus
peluches y metió allí al pajarito. Pero cuando se despertó a la mañana
siguiente, el pajarito había desaparecido.
Rosita salió corriendo en busca de su papá, llorando porque el animalito
había desaparecido. Juntos, padre e hija, buscaron al pajarito por toda la
casa. Pero fue su mamá la que encontró al pajarito, aterido de frío, en el
porche.
-Casi se lo come el gato, Rosita -dijo su mamá-. Debes tener más cuidado.
Rosita cogió al pajarito, lo metió de nuevo en la jaula y se fue a desayunar.
Pero al regresar, el pajarito había desaparecido.
Esta vez el pajarito no estaba muy lejos, pero lo suficiente como para
convertirse en presa fácil del gato. Menos mal que Rosita lo vio a tiempo y
lo recogió.
Rosita estaba decidida a descubrir el misterio. ¿Quién habría la jaula?
¿Cómo conseguía el pajarito salir? Para descubrirlo, la niña lo encerró y se
escondió detrás de la cama.
Al poco Rosita vio que el pajarito habría la puerta de la jaula sin mucha
dificultad con el pico y que se lanzaba fuera volando como podía, y
saltando cuando le daban sus pequeñas patitas.
¿Así que esas tenemos, pajarito? -dijo la niña-. No quieres estar
encerrado, ¿eh?
Descubierto el misterio, la niña preparó un nido de pájaros en una
cajita de cartón, a la que recortó uno de los lados para que el
pajarito pudiera ver desde su nido.
Te pondré de cara a la ventana para que veas el bosque -dijo
Rosita-. No tengas miedo. En cuanto estés listo podrás marcharte.
El pajarito se quedó con Rosita en su habitación varios días hasta
que, una mañana, al abrir la ventana, decidió que ya era hora de
volver a casa.
Todas las mañanas el pajarito vuelve a ver a Rosita y le dedica un
hermoso canto junto a la ventana.
Nacimiento: 31 de diciembre de 1878
Salto, Uruguay
Nacionalidad: Uruguay
Horacio Silvestre Quiroga Forteza (Salto,
Uruguay, 31 de diciembre de 1878,
Buenos Aires, Argentina, 19 de febrero de
1937), cuentista, dramaturgo y poeta
uruguayo. Fue el maestro del cuento
latinoamericano, de prosa vívida,
naturalista y modernista. Sus relatos
breves, que a menudo retratan a la
naturaleza como enemiga del ser humano
bajo rasgos temibles y horrorosos, le
valieron ser comparado con el
estadounidense Edgar Allan Poe.
Horacio Silvestre Quiroga Forteza
A la deriva
El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie.
Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yaracacusú que,
arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre
engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio
la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero
el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante
un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y
comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su
pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de
pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como
relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla.
Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida
de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho y se echó de brazos
sobre la rueda de un trapiche. Los dos
puntitos violeta desaparecían ahora en la
monstruosa hinchazón del pie entero. La
piel parecía adelgazada y a punto de
ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y
la voz se quebró en un ronco arrastre de
garganta reseca. La sed lo devoraba.
¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-.
¡Dame caña1!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el
hombre sorbió en tres tragos. Pero no
había sentido gusto alguno.
-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-.
¡Dame caña!
-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer,
espantada.
-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El
hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada
en la garganta.
-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su
pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda
ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una
monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos
relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La atroz
sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más,
aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un
fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente
apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la
costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó a
palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río,
que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo
llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente
llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas
dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -
de sangre esta vez- dirigió una mirada al sol que ya
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que
reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su
cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y
terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a
Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía
mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre
pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los
veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la
cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre
tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo,
la llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de
cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de
negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los
costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado
se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa.
El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al
atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una
majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo
de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con
asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor.
La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya,
se abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi
bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba
con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que
antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya
nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-
Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se
había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte
dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar
y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el
Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre
sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía
cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a
su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve
meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.
¿Qué sería? Y la respiración…
Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en
Puerto Esperanza un viernes santo… ¿Viernes? Sí, o jueves…
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
-Un jueves…
Y cesó de respirar.
Los hermanos GrimmJacob Ludwig Carl Grimm y Wilhelm
Carl Grimm eran dos hermanos de
nacionalidad alemana célebres por sus
cuentos para niños. Pasaron a la
historia como fundadores de la
filología alemana.
Vida y obra
Jacob (1785-1863) y Wilhelm
Grimm (1786 - 1859) recogían
historias de los lugareños, además de
estudiar la lengua y su uso.
Interrogaban a la gente, les pedían
que buceasen en su memoria en
busca de los cuentos que les contaban
de pequeños, y tomaban notas
inmediatamente.
La labor de los hermanos Grimm no se
limitó a recopilar historias, sino que se
extendió también a la docencia y la
investigación del lenguaje. Además de
sus cuentos para niños,
los Grimm también son conocidos por
su obra Diccionario alemán, un
diccionario en 33 tomos con
Estos cuentos pasaron hace mucho
tiempo a ser patrimonio
universal. Caperucita Roja, Juan sin
miedo, La Cenicienta, Blanca Nieves y
los siete enanos, La oca de oro, Hansel y
Gretel, .
Wilhelm sería el primero en fallecer,
muriendo en Berlín a los 73 años, el 16
de diciembre de 1859. Cuatro años
después, el 20 de septiembre de
1863, Jacob fallecería también en la
capital alemana. Tenía 78 años
Había una vez una pareja que desde hacía mucho tiempo deseaba tener hijos.
Aunque la espera fue larga, por fin sus sueños se hicieron realidad.
La futura madre miraba por la ventana las lechugas del huerto vecino. Se le
hacía agua la boca nada más de pensar lo maravilloso que sería poder comerse
una de esas lechugas.
Sin embargo, el huerto le pertenecía a una bruja y por eso nadie se atrevía a
entrar en él. Pronto, la mujer ya no pensaba más que en esas lechugas, y por
no querer comer otra cosa empezó a enfermarse. Su esposo, preocupado,
resolvió entrar a escondidas en el huerto cuando cayera la noche, para coger
algunas lechugas.
La mujer se las comió todas, pero en vez de calmar su antojo, lo empeoró.
Entonces, el esposo regresó a la huerta. Esa noche, la bruja lo descubrió.
–¿Cómo te atreves a robar mis lechugas? –chilló.
Aterrorizado, el hombre le explicó a la bruja que todo se debía a los antojos de
su mujer.
–Puedes llevarte las lechugas que quieras –dijo la bruja–, pero a cambio tendrás
que darme al bebé cuando nazca.
El pobre hombre no tuvo más remedio que aceptar. Tan pronto nació, la bruja se
llevó a la hermosa niña. La llamó Rapunzel. La belleza de Rapunzel aumentaba
día a día. La bruja resolvió entonces esconderla para que nadie más pudiera
admirarla. Cuando Rapunzel llegó a la edad de los doce años, la bruja se la
Rapunzuel (Hermanos Grimm )
–Rapunzel, tu trenza deja caer.
La niña dejaba caer por la ventana su larga trenza rubia y la bruja subía. Al
cabo de unos años, el destino quiso que un príncipe pasara por el bosque y
escuchara la voz melodiosa de Rapunzel, que cantaba para pasar las horas. El
príncipe se sintió atraído por la hermosa voz y quiso saber de dónde provenía.
Finalmente halló la torre, pero no logró encontrar ninguna puerta para entrar. El
príncipe quedó prendado de aquella voz. Iba al bosque tantas veces como le
era posible. Por las noches, regresaba a su castillo con el corazón destrozado,
sin haber encontrado la manera de entrar. Un buen día, vio que una bruja se
acercaba a la torre y llamaba a la muchacha.
–Rapunzel, tu trenza deja caer.
El príncipe observó sorprendido. Entonces comprendió que aquella era la
manera de llegar hasta la muchacha de la hermosa voz. Tan pronto se fue la
bruja, el príncipe se acercó a la torre y repitió las mismas palabras:
–Rapunzel, tu trenza deja caer.
La muchacha dejó caer la trenza y el príncipe subió. Rapunzel tuvo miedo al
principio, pues jamás había visto a un hombre. Sin embargo, el príncipe le
explicó con toda dulzura cómo se había sentido atraído por su hermosa voz.
Luego le pidió que se casara con él.
Sin dudarlo un instante, Rapunzel aceptó. En
vista de que Rapunzel no tenía forma de salir de
la torre, el príncipe le prometió llevarle un ovillo
de seda cada vez que fuera a visitarla. Así,
podría tejer una escalera y escapar. Para que la
bruja no sospechara nada, el príncipe iba a
visitar a su amada por las noches. Sin embargo,
un día Rapunzel le dijo a la bruja sin pensar:
–Tú eres mucho más pesada que el príncipe.
–¡Me has estado engañando! –chilló la bruja
enfurecida y cortó la trenza de la muchacha.
Con un hechizo la bruja envió a Rapunzel a una
tierra apartada e inhóspita. Luego, ató la trenza a
un garfio junto a la ventana y esperó la llegada
del príncipe. Cuando éste llegó, comprendió que
había caído en una trampa.
–Tu preciosa ave cantora ya no está –dijo la
bruja con voz chillona –, ¡y no volverás a verla
nunca más!
Transido de dolor, el príncipe saltó por la ventana
de la torre. Por fortuna, sobrevivió pues cayó en
una enredadera de espinas. Por desgracia, las
espinas le hirieron los ojos y el desventurado
príncipe quedó ciego.
Durante muchos meses, el príncipe
vagó por los bosques, sin parar de
llorar. A todo aquel que se cruzaba por
su camino le preguntaba si había visto a
una muchacha muy hermosa llamada
Rapunzel. Nadie le daba razón.
Cierto día, ya casi a punto de perder las
esperanzas, el príncipe escuchó a lo
lejos una canción triste pero muy
hermosa. Reconoció la voz de
inmediato y se dirigió hacia el lugar de
donde provenía, llamando a Rapunzel.
Al verlo, Rapunzel corrió a abrazar a su
amado. Lágrimas de felicidad cayeron
en los ojos del príncipe. De repente,
algo extraordinario sucedió:
¡El príncipe recuperó la vista!
El príncipe y Rapunzel lograron
encontrar el camino de regreso hacia el
reino. Se casaron poco tiempo después
y fueron una pareja muy feliz.
Charles Perrault
Escritor francés
Nació el 12 de enero de 1628 en París.
Fue criado en una familia perteneciente a
la alta burguesía.
Cursó estudios de Literatura en el colegio
de Beauvais en París, se diploma
en Derecho y se inscribe en el colegio de
abogados en 1651
Desde 1683 se dedicó por entero a la
literatura.
Autor del poema El siglo de Luis el
Grande (1687) que suscitó una intensa
controversia literaria. Es famoso sobre
todo por sus cuentos, entre los que
figuran Cenicienta, El gato con
botas, Pulgarcito y La bella durmiente, que
recuperó de la tradición oral en Historias o
cuentos del pasado (1697) y conocidos
también como Cuentos de mamá Oca, por
la ilustración que figuraba en la cubierta de
Había una vez…
Una pequeña ciudad al norte de Alemania llamada Hamelin. Su paisaje era
placentero y su belleza era exaltada por las riberas de un río ancho y profundo
que surcaba por allí. Y sus habitantes se enorgullecían de vivir en un lugar tan
apacible y pintoresco.
Pero… un día, la ciudad se vio atacada por una terrible plaga: ¡Hamelin estaba
lleno de ratas!
Había tantas y tantas que se atrevían a desafiar a los perros, perseguían a los
gatos, sus enemigos de toda la vida; se subían a las cunas para morder a los
niños allí dormidos y hasta robaban enteros los quesos de las despensas para
luego comérselos, sin dejar una miguita. ¡Ah!, y además… Metían los hocicos en
todas las comidas, husmeaban en los cucharones de los guisos que estaban
preparando los cocineros, roían las ropas domingueras de la gente, practicaban
agujeros en los costales de harina y en los barriles de sardinas saladas, y hasta
pretendían trepas por las anchas faldas de las charlatanas mujeres reunidas en
la plaza, ahogando las voces de las pobres asustadas con sus agudos y
desafinados chillidos.
¡La vida en Hamelin se estaba tornando insoportable!
… Pero llegó un día en que el pueblo se hartó de esta situación. Y todos, en
masa, fueron a congregarse frente al Ayuntamiento.
¡Qué exaltados estaban todos!
El flautista de Hamelin
No hubo manera de calmar los ánimos de los allí reunidos.
–¡Abajo el alcalde! –gritaban unos.
–¡Ese hombre es un pelele! –decían otros.
–¡Que los del Ayuntamiento nos den una solución! –exigían
los de más allá.
Con las mujeres la cosa era peor.
–Pero, ¿qué se creen? –vociferaban–. ¡Busquen el modo de
librarnos de la plaga de las ratas! ¡O hallan el remedio de
terminar con esta situación o los arrastraremos por las
calles! ¡Así lo haremos, como hay Dios!
Al oír tales amenazas, el alcalde y los concejales quedaron
consternados y temblando de miedo.
¿Qué hacer?
Una larga hora estuvieron sentados en el salón de la
alcaldía discurriendo en la forma de lograr atacar a las ratas.
Se sentían tan preocupados, que no encontraban ideas para
lograr una buena solución contra la plaga.
Por fin, el alcalde se puso de pie para exclamar:
–¡Lo que yo daría por una buena ratonera!
Apenas se hubo extinguido el eco de la última palabra,
cuando todos los reunidos oyeron algo inesperado. En la
puerta del Concejo Municipal sonaba un ligero repiqueteo.
–¡Dios nos ampare! –gritó el alcalde, lleno de pánico–.
Parece que se oye el roer de una rata. ¿Me habrán oído?
Los ediles no respondieron, pero el repiqueteo siguió oyéndose.
–¡Pase adelante el que llama! –vociferó el alcalde, con voz temblorosa y
dominando su terror.
Y entonces entró en la sala el más extraño personaje que se puedan imaginar.
Llevaba una rara capa que le cubría del cuello a los pies y que estaba formada
por recuadros negros, rojos y amarillos. Su portador era un hombre alto,
delgado y con agudos ojos azules, pequeños como cabezas de alfiler. El pelo le
caía lacio y era de un amarillo claro, en contraste con la piel del rostro que
aparecía tostada, ennegrecida por las inclemencias del tiempo. Su cara era
lisa, sin bigotes ni barbas; sus labios se contraían en una sonrisa que dirigía a
unos y otros, como si se hallara entre grandes amigos.
Alcalde y concejales le contemplaron boquiabiertos, pasmados ante su alta
figura y cautivados, a la vez, por su estrambótico atractivo.
El desconocido avanzó con gran simpatía y dijo:
–Perdonen, señores, que me haya atrevido a interrumpir su importante reunión,
pero es que he venido a ayudarlos. Yo soy capaz, mediante un encanto secreto
que poseo, de atraer hacia mi persona a todos los seres que viven bajo el sol.
Lo mismo da si se arrastran sobre el suelo que si nadan en el agua, que si
vuelan por el aire o corran sobre la tierra. Todos ellos me siguen, como ustedes
no pueden imaginárselo. Principalmente, uso de mi poder mágico con los
animales que más daño hacen en los pueblos, ya sean topos o sapos, víboras
o lagartijas. Las gentes me conocen como el Flautista Mágico.
En tanto lo escuchaban, el alcalde y los concejales se dieron cuenta que en
También observaron que los dedos del extraño visitante se movían inquietos, al
compás de sus palabras, como si sintieran impaciencia por alcanzar y tañer el
instrumento que colgaba sobre sus raras vestiduras.
El flautista continuó hablando así:
–Tengan en cuenta, sin embargo, que soy hombre pobre. Por eso cobro por mi
trabajo. El año pasado libré a los habitantes de una aldea inglesa de una
monstruosa invasión de murciélagos, y a una ciudad asiática le saqué una
plaga de mosquitos que los mantenía a todos enloquecidos por las picaduras.
Ahora bien, si los libro de la preocupación que los molesta, ¿me darían un
millar de florines?
–¿Un millar de florines? ¡Cincuenta millares! –respondieron a una el asombrado
alcalde y el concejo entero.
Poco después bajaba el flautista por la calle principal de Hamelin. Llevaba una
fina sonrisa en sus labios, pues estaba seguro del gran poder que dormía en el
alma de su mágico instrumento.
De pronto se paró. Tomó la flauta y se puso a soplarla, al mismo tiempo que
guiñaba sus ojos de color azul verdoso. Chispeaban como cuando se
espolvorea sal sobre una llama.
Arrancó tres vivísimas notas de la flauta.
Al momento se oyó un rumor. Pareció a todas las gentes de Hamelin como si lo
hubiese producido todo un ejército que despertase a un tiempo. Luego el
murmullo se transformó en ruido y, finalmente, éste creció hasta convertirse en
algo estruendoso.
¿Y saben lo que pasaba? Pues que de todas las casas empezaron a salir ratas.
Salían a torrentes. Lo mismo las ratas grandes que los ratones chiquitos; igual
los roedores flacuchos que los gordinflones. Padres, madres, tías y primos
ratoniles, con sus tiesas colas y sus punzantes bigotes. Familias enteras de tales
bichos se lanzaron en pos del flautista, sin reparar en charcos ni hoyos.
Y el flautista seguía tocando sin cesar, mientras recorría calle tras calle. Y en pos
iba todo el ejército ratonil danzando sin poder contenerse. Y así bailando,
bailando llegaron las ratas al río, en donde fueron cayendo todas, ahogándose
por completo.
Sólo una rata logró escapar. Era una rata muy fuerte que nadó contra la corriente
y pudo llegar a la otra orilla. Corriendo sin parar fue a llevar la triste nueva de lo
sucedido a su país natal, Ratilandia.
Una vez allí contó lo que había sucedido.
–Igual les hubiera sucedido a todas ustedes. En cuanto llegaron a mis oídos las
primeras notas de aquella flauta no pude resistir el deseo de seguir su música.
Era como si ofreciesen todas las golosinas que encandilan a una rata. Imaginaba
tener al alcance todos los mejores bocados; me parecía una voz que me invitaba
a comer a dos carrillos, a roer cuanto quería, a pasarme noche y día en eterno
banquete, y que me incitaba dulcemente, diciéndome: “¡Anda, atrévete!” Cuando
Esto asustó mucho a las ratas, que se apresuraron a esconderse en sus
agujeros.
Y, desde luego, no volvieron más a Hamelin.
¡Había que ver a las gentes de Hamelin!
Cuando comprobaron que se habían librado de la plaga que tanto les había
molestado, echaron al vuelo las campanas de todas las iglesias, hasta el
punto de hacer retemblar los campanarios.
El alcalde, que ya no temía que le arrastraran, parecía un jefe dando órdenes
a los vecinos:
–¡Vamos! ¡Busquen palos y ramas! ¡Hurguen en los nidos de las ratas y
cierren luego las entradas! ¡Llamen a carpinteros y albañiles y procuren entre
todos que no quede el menor rastro de las ratas!
Así estaba hablando el alcalde, muy ufano y satisfecho. Hasta que, de pronto,
al volver la cabeza, se encontró cara a cara con el flautista mágico, cuya
arrogante y extraña figura se destacaba en la plaza–mercado de Hamelin.
El flautista interrumpió sus órdenes al decirle:
–Creo, señor alcalde, que ha llegado el momento de darme mis mil florines.
¡Mil florines! ¡Qué se pensaba! ¡Mil florines!
El alcalde miró hoscamente al tipo extravagante que se los pedía. Y lo mismo
hicieron sus compañeros de corporación, que le habían estado rodeando
mientras manoteaba.
¿Quién pensaba en pagar a semejante vagabundo de la capa coloreada?
–¿Mil florines… ? –dijo el alcalde–. ¿Por qué?
–Por haber ahogado las ratas –respondió el flautista.
–¿Que tú has ahogado las ratas? – exclamó con fingido asombro la primera
autoridad de Hamelin, haciendo un guiño a sus concejales–. Ten muy en
cuenta que nosotros trabajamos siempre a la orilla del río, y allí hemos visto,
con nuestros propios ojos, cómo se ahogaba aquella plaga. Y, según creo, lo
que está bien muerto no vuelve a la vida. No vamos a regatearte un trago de
vino para celebrar lo ocurrido y también te daremos algún dinero para rellenar
tu bolsa. Pero eso de los mil florines, como te puedes figurar, lo dijimos en
broma. Además, con la plaga hemos sufrido muchas pérdidas… ¡Mil florines!
¡Vamos, vamos…! Toma cincuenta.
El flautista, a medida que iba escuchando las palabras del alcalde, iba
poniendo un rostro muy serio. No le gustaba que lo engañaran con palabras
más o menos melosas y menos con que se cambiase el sentido de las cosas.
–¡No diga más tonterías, alcalde! –exclamó–. No me gusta discutir. Hizo un
pacto conmigo, ¡cúmplalo!
–¿Yo? ¿Yo, un pacto contigo? –dijo el alcalde, fingiendo sorpresa y actuando
sin ningún remordimiento pese a que había engañado y estafado al flautista.
Sus compañeros de corporación declararon también que tal cosa no era
cierta.
El flautista advirtió muy serio:
–¡Cuidado! No sigan excitando mi cólera porque darán lugar a que toque mi
flauta de modo muy diferente.
Tales palabras enfurecieron al alcalde.
–¿Cómo se entiende? –bramó–. ¿Piensas que voy a tolerar tus amenazas?
¿Que voy a consentir en ser tratado peor que un cocinero? ¿Te olvidas que soy
el alcalde de Hamelin? ¿Qué te has creído?
El hombre quería ocultar su falta de formalidad a fuerza de gritos, como
siempre ocurre con los que obran de este modo.
Así que siguió vociferando:
–¡A mí no me insulta ningún vago como tú, aunque tenga una flauta mágica y
unos ropajes como los que tú luces!
–¡Se arrepentirán!
–¿Aún sigues amenazando, pícaro vagabundo? –aulló el alcalde, mostrando el
puño a su interlocutor–. ¡Haz lo que te parezca, y sopla la flauta hasta que
revientes!
El flautista dio media vuelta y se marchó de la plaza.
Empezó a andar por una calle abajo y entonces se llevó a los labios la larga y
bruñida caña de su instrumento, del que sacó tres notas. Tres notas tan dulces,
tan melodiosas, como jamás músico alguno, ni el más hábil, había conseguido
hacer sonar.
El flautista de Hamelin
Eran arrebatadoras, encandilaban al que las oía.
Se despertó un murmullo en Hamelin. Un susurro que pronto pareció un
alboroto y que era producido por alegres grupos que se precipitaban hacia el
flautista, atropellándose en su apresuramiento.
Numerosos piececitos corrían batiendo el suelo, menudos zuecos
repiqueteaban sobre las losas, muchas manitas palmoteaban y el bullicio iba
en aumento. Y como pollos en un gran gallinero, cuando ven llegar al que les
trae su ración de cebada, así salieron corriendo de casas y palacios, todos los
niños, todos los muchachos y las jovencitas que los habitaban, con sus
rosadas mejillas y sus rizos de oro, sus chispeantes ojitos y sus dientecitos
semejantes a perlas. Iban tropezando y saltando, corriendo gozosamente tras
del maravilloso músico, al que acompañaban con su vocerío y sus carcajadas.
El alcalde enmudeció de asombro y los concejales también.
Quedaron inmóviles como tarugos, sin saber qué hacer ante lo que estaban
viendo. Es más, se sentían incapaces de dar un solo paso ni de lanzar el
menor grito que impidiese aquella escapatoria de los niños.
No se les ocurrió otra cosa que seguir con la mirada, es decir, contemplar con
muda estupidez, la gozosa multitud que se iba en pos del flautista.
Sin embargo, el alcalde salió de su pasmo y lo mismo les pasó a los
concejales cuando vieron que el mágico músico se internaba por la calle Alta
camino del río.
¡Precisamente por la calle donde vivían sus propios hijos e hijas!
Por fortuna, el flautista no parecía querer ahogar a los niños. En vez de ir
hacia el río, se encaminó hacia el sur, dirigiendo sus pasos hacia la alta
montaña, que se alzaba próxima. Tras él siguió, cada vez más presurosa, la
menuda tropa.
Semejante ruta hizo que la esperanza levantara los oprimidos pechos de los
padres.
Mas he aquí que, apenas empezó el flautista a subir la falda de la montaña, las
tierras se agrietaron y se abrió un ancho y maravilloso portalón. Pareció como si
alguna potente y misteriosa mano hubiese excavado repentinamente una enorme
gruta.
Por allí penetró el flautista, seguido de la turba de chiquillos. Y así que el último
de ellos hubo entrado, la fantástica puerta desapareció en un abrir y cerrar de
ojos, quedando la montaña igual que como estaba.
Sólo quedó fuera uno de los niños. Era cojo y no pudo acompañar a los otros en
sus bailes y corridas.
A él acudieron el alcalde, los concejales y los vecinos, cuando se les pasó el
susto ante lo ocurrido.
Y lo hallaron triste y cariacontecido.
Como le reprocharon que no se sintiera contento por haberse salvado de la
suerte de sus compañeros, replicó:
–¿Contento? ¡Al contrario! Me he perdido todas las cosas bonitas con que ahora
se estarán recreando. También a mí me las prometió el flautista con su música, si
le seguía; pero no pude.
–¿Y qué les prometía? –preguntó su padre, curioso.
–Dijo que nos llevaría a todos a una tierra feliz, cerca de esta ciudad donde
abundan los manantiales cristalinos y se multiplican los árboles frutales, donde
las flores se colorean con matices más bellos, y todo es extraño y nunca visto. Allí
los gorriones brillan con colores más hermosos que los de nuestros pavos reales;
los perros corren más que los gamos de por aquí. Y las abejas no tienen aguijón,
por lo que no hay miedo que nos hieran al arrebatarles la miel. Hasta los caballos
–Entonces, si tanto te cautivaba, ¿por qué no lo seguiste?
– No pude, por mi pierna enferma –se dolió el niño–. Cesó la música y me
quedé inmóvil. Cuando me di cuenta de que esto me pasaba, vi que los
demás habían desaparecido por la colina, dejándome solo contra mi deseo.
¡Pobre ciudad de Hamelin! ¡Cara pagaba su avaricia!
El alcalde mandó gentes a todas partes con orden de ofrecer al flautista plata
y oro con qué rellenar sus bolsillos, a cambio de que volviese trayendo los
niños.
Cuando se convencieron de que perdían el tiempo y de que el flautista y los
niños habían partido para siempre, ¡cuánto dolor experimentaron las gentes!
¡Cuántas lamentaciones y lágrimas! ¡Y todo por no cumplir con el pacto
establecido!
Para que todos recordasen lo sucedido, el lugar donde vieron desaparecer a
los niños lo titularon Calle del Flautista Mágico. Además, el alcalde ordenó
que todo aquel que se atreviese a tocar en Hamelin una flauta o un tamboril
perdiera su ocupación para siempre. Prohibió, también, a cualquier hostería
o mesón que en tal calle se instalase, profanar con fiestas o algazaras la
solemnidad del sitio.
Luego fue grabada la historia en una columna y la pintaron también en el
gran ventanal de la iglesia para que todo el mundo la conociese y recordasen
cómo se habían perdido aquellos niños de Hamelin.
Aunque no fuera invitada, la hada maligna se presentó al castillo y, al pasar
delante de la cuna de la pequeña, le puso un maleficio diciendo: “Al cumplir los
dieciséis años te pincharás con un huso y morirás”.
Al oír eso, un hada buena que estaba cerca pronunció un encantamiento a fin de
mitigar la terrible condena: “Al pincharse en vez de morir, la muchacha
permanecerá dormida durante cien años y sólo el beso de un buen príncipe la
despertará”.
Pasaron los años y la princesita se convirtió en una muchacha muy hermosa. El
rey había ordenado que fuesen destruidos todos los husos del castillo con el fin
de evitar que la princesa pudiera pincharse.
Pero eso de nada sirvió. Al cumplir los dieciséis años, la princesa acudió a un
lugar desconocido del castillo y allí se encontró con una vieja sorda que estaba
hilando.
La princesa le pidió que le dejara probar. Y ocurrió lo que el hada mala había
previsto: la princesa se pinchó con el huso y cayó fulminada al suelo.
Después de variadas tentativas nadie consiguió vencer el maleficio y la princesa
fue tendida en una cama llena de flores. Pero el hada buena no se daba por
vencida.
Tuvo una brillante idea. Si la princesa iba a dormir durante cien años, todos del
reino dormirían con ella. Así, cuando la princesa despertarse tendría todos a su
alrededor.
La bella durmiente (Charles Perrault)
En el castillo todo había enmudecido. Nada se movía, ni el fuego ni el aire. Todos
dormidos. Alrededor del castillo, empezó a crecer un extraño y frondoso bosque
que fue ocultando totalmente el castillo en el transcurso del tiempo.
Pero al término del siglo, un príncipe, que estaba de caza por allí, llegó hasta sus
alrededores. El animal herido, para salvarse de su perseguidor, no halló mejor
escondite que la espesura de los zarzales que rodeaban el castillo.
El príncipe descendió de su caballo y, con su espada, intentó abrirse camino.
Avanzaba lentamente porque la maraña era muy densa. Descorazonado, estaba
a punto de retroceder cuando, al apartar una rama, vio algo…
Siguió avanzando hasta llegar al castillo. El puente levadizo estaba bajado.
Llevando al caballo sujeto por las riendas, entró, y cuando vio a todos los
habitantes tendidos en las escaleras, en los pasillos, en el patio, pensó con horror
que estaban muertos.
Luego se tranquilizó al comprobar que sólo estaban dormidos. “¡Despertad!
¡Despertad!”, chilló una y otra vez, pero fue en vano. Cada vez más extrañado, se
adentró en el castillo hasta llegar a la habitación donde dormía la princesa.
Durante mucho rato contempló aquel rostro sereno, lleno de paz y belleza; sintió
nacer en su corazón el amor que siempre había esperado en vano.
Emocionado, se acercó a ella, tomó la mano de la muchacha y delicadamente la
besó… Con aquel beso, de pronto la muchacha se despertó y abrió los ojos,
despertando del larguísimo sueño.
Al ver frente a sí al príncipe, murmuró: “¡Por fin habéis llegado! En
mis sueños acariciaba este momento tanto tiempo esperado”. El
encantamiento se había roto.
La princesa se levantó y tendió su mano al príncipe. En aquel
momento todo el castillo despertó. Todos se levantaron, mirándose
sorprendidos y diciéndose qué era lo que había sucedido.
Al darse cuenta, corrieron locos de alegría junto a la princesa, más
hermosa y feliz que nunca. Al cabo de unos días, el castillo, hasta
entonces inmerso en el silencio, se llenó de música y de alegres
risas con motivo de la boda.
James Matthew Barrie
James Matthew Barrie nació en el seno de una
adinerada familia británica victoriana. Cuando
tenía seis años, su hermano David, de trece, y el
favorito de su madre, murió. Su madre nunca se
recuperó de la pérdida, e ignoró a J. M. Por
ejemplo, cuando entraba en una habitación y veía
a su madre, ésta siempre decía «David, ¿eres tú?
¿Puedes ser tú?» y cuando advertía que era
James, añadía «Ah, sólo eres tú.» Llegó al
extremo de solo hacerle caso a Barrie, cuando
éste se ponía la ropa de su hermano muerto. Su
padre no se relacionaba en absoluto con los
niños.1 Este hecho va a marcar toda la vida de
Barrie, ya que su madre no se recuperaría de la
pérdida de David, lo que causará en Barrie un
deseo enorme por agradarle y por intentar llenar el
espacio que su hermano dejó.
Médicamente se le diagnosticó enanismo
psicosocial. Barrie tendrá un cambio radical
cuando viaja y se establece en Londres, será en
ese lugar donde su mente se abriría y podría
En las afueras de la ciudad de Londres, vivían tres
hermanos: Wendy, Juan, y Miguel. A Wendy,
la hermana mayor, le encantaba contar historias a sus
hermanitos.
Y casi siempre eran sobre las aventuras de Peter
Pan, un amigo que de vez en cuando la visitaba. Una
noche, cuando estaban a punto de acostarse, una
preciosa lucecita entró en la habitación.
Y dando saltos de alegría, los niños gritaron:
–¡¡Es Peter Pan y Campanilla!!
Después de los saludos, Campanilla echó polvitos
mágicos en los tres hermanos y ellos empezaron a
volar mientras Peter Pan les decía:
–¡Nos vamos al País de Nunca Jamás!
Los cinco niños volaron, volaron, como
las cometas por el cielo. Y cuando se
encontraban cerca del País de Nunca Jamás, Peter
les señaló:
–Allí está el barco del temible Capitán Garfio.
Y dijo a Campanilla:
–Por favor, Campanilla, lleva a mis amiguitos a un
sitio más abrigado, mientras yo me libro de este pirata
pesado.
Peter Pan
Creyendo las palabras del hada, ellos empezaron a decir cosas desagradables
a la niña. Menos mal que Peter llegó a tiempo para pararles. Y les preguntó:
–¿Porque tratan mal a mi amiga Wendy?
Y ellos contestaron:
–Es que Campanilla nos dijo que ella era mala.
Peter Pan se quedó muy enfadado con Campanilla y le pidió explicaciones.
Campanilla, colorada y arrepentida, pidió perdón a Peter y a sus amigos por lo
que hizo.
Pero la aventura en el País de Nunca Jamás solo acababa de empezar. Peter
llevó a sus amiguitos a visitar la aldea de los indios Sioux. Allí, encontraron al
gran jefe muy triste y preocupado. Y después de que Peter Pan le preguntara
sobre lo sucedido, el gran jefe le dijo:
–Estoy muy triste porque mi hija Lili salió de casa por la mañana y hasta ahora
no la hemos encontrado.
Como Peter era el que cuidaba de todos en la isla, se comprometió con el
Gran Jefe de encontrar a Lili. Con Wendy, Peter Pan buscó a la india por toda
la isla hasta que la encontró prisionera del Capitán Garfio, en la playa de las
sirenas.
Lili estaba amarrada a una roca, mientras Garfio le amenazaba con dejarla allí
hasta que la marea subiera, si no le contaba donde estaba la casa de Peter
Pan. La pequeña india, muy valiente, le contestaba que no iba a decírselo. Lo
que ponía furioso al Capitán. Y cuando parecía que nada podía salvarla, de
repente oyeron una voz:
–¡Eh, Capitán Garfio, eres un bacalao, un cobarde! ¡A ver si te atreves
Era Peter pan, que venía a rescatar a la hija del Gran jefe
indio. Después de liberar a Lili de las cuerdas, Peter empezó a
luchar contra Garfio. De pronto, el Capitán empezó a oír el tic
tac que tanto le horrorizaba.
Era el cocodrilo que se acercaba dejando a Garfio nervioso.
Temblaba tanto que acabó cayéndose al mar. Y jamás se supo
nada más del Capitán Garfio.
Peter devolvió a Lili a su aldea y el padre de la niña, muy
contento, no sabía cómo dar las gracias a él. Así que preparó
una gran fiesta para sus amiguitos, quiénes bailaron y
pasaron muy bien.
Pero ya era tarde y los niños tenían que volver a su casa
para dormir. Peter Pan y Campanilla los acompañaron en el
viaje de vuelta. Y al despedirse, Peter les dijo:
–Aunque crezcáis, no perdáis nunca vuestra fantasía ni
vuestra imaginación. Volveré para llevaros a una nueva
aventura. ¡Adiós, amigos!
–¡Hasta luego, Peter Pan! gritaron los niños mientras se
metían debajo de la mantita porque hacía muchísimo frío.
Mario Bendetti
Nombre Completo: Mario Orlando Hardy Hamlet
Brenno Benedetti Farrugia.
Nacimiento: 14 de septiembre de 1920, Paso de
los Toros, Tacuarembó, Uruguay.
Nacionalidad: Uruguayo.
Fallecimiento: 17 de mayo de 2009, 88 años,
Tucuarembó, Uruguay.
Benedetti nació en Paso de los Toros en el
departamento de Tacuarembó, en una familia de
origen italiano. En 1946 se casó con Luz López
Alegre.
Fue miembro de la "Generación del 45", un
movimiento intelectual y literario uruguayo del que
formaban parte Carlos Maggi, Manuel Flores Mora,
Ángel Rama, Emir Rodríguez Monegal, Idea
Vilariño, Carlos Real de Azúa, Carlos Martínez
Moreno, Mario Arregui, Mauricio Muller , José
Pedro Díaz, Amanda Berenguer, Tola Invernizzi,
Ida Vitale, Líber Falco, Juan Cunha, Juan Carlos
También escribió en el famoso diario uruguayo Marcha semanal.
De 1973 a 1985, cuando una dictadura militar gobernó Uruguay, Benedetti
vivió en el exilio en Buenos Aires, Lima, La Habana y España.
Tras la restauración de la democracia, divide su tiempo entre Montevideo y
Madrid. Le concedieron doctorados Honoris Causa por la Universidad de la
República, Uruguay, la Universidad de Alicante, España y la Universidad de
Valladolid, España.
En 1986 fue galardonado con el Premio Nobel Internacional Botev. El 7 de
junio de 2005, fue nombrado ganador del Premio Menéndez y Pelayo.
Su poesía también se utilizó en la película argentina de 1992 "El lado
oscuro del corazón" en la que leyó algunos de sus poemas en alemán.
En 2006, Mario Benedetti firmó una petición en apoyo de la independencia
de Puerto Rico de los Estados Unidos de América.
Falleció en Montevideo el 17 de mayo de 2009. Había sufrido de
problemas respiratorios e intestinales durante más de un año. Sus restos
están enterrados en el Panteón Nacional, Cementerio Central de
Montevideo.
Antes de morir, dictó a su secretario personal, Ariel Silva lo que sería su
último poema.
Su producción literaria ha sido ingente. Así en poesía publicó desde 1945
más de una docena de libros, ensayos, otros tantos cuentos, cerca de la
decena de novelas, entre las que destaca " La Tregua" llevada al cine en
1974.
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido.
Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto
a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi
adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de
justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza.
No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento,
que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro
infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más
apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su
propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos
hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin
simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la
primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a
dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos,
vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo
teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin
La noche de los feos
Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me
otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que
devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin
barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía
mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos
rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del
rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de
admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para
Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería
sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A
veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido
un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media
nariz, o tuviera una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé.
Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a
que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A
medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las
señas, los gestos de asombro.
Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad
enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente,
milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada
intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas
carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos
fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos
que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos
bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó)
para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
“¿Qué está pensando?”, pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
“Un lugar común”, dijo. “Tal para cual”.
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar
la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo
estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la
sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a
fondo.
“Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?”
“Sí”, dijo, todavía mirándome.
“Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan
equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es
inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida.”
“Sí.”
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
“Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo
lleguemos a algo.”
“¿Algo cómo qué?”
“Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera,
pero hay una posibilidad.”
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
“Prométame no tomarme como un chiflado.”
“Prometo.”
“La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total.
¿Me entiende?”
“No.”
“¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no
la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?”
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
“Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca.”
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí,
tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
“Vamos”, dijo.
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado
ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la
ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora
estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta
hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante,
poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de
aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue
como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano
ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y
empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis
dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente
serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi
cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de
mi marca siniestra. Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego
me levanté y descorrí la cortina doble.
Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados,
irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último
cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había sido que
podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro. “Negro con rojo
queda fenomenal”, había sido el consejo estético de Enriqueta. Pero Mariana, en
un discreto rasgo de independencia, había decidido que cada pocillo sería usado
con su plato del mismo color.
“El café ya está pronto. ¿Lo sirvo?”, preguntó Mariana. La voz se dirigía al
marido, pero los ojos estaban fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo nada,
pero José Claudio contestó: “Todavía no. Espera un ratito. Antes quiero fumar un
cigarrillo”. Ahora sí ella miró a José Claudio y pensó, por milésima vez, que
aquellos ojos no parecían de ciego. La mano de José Claudio empezó a
moverse, tanteando el sofá. “¿Qué buscas?” preguntó ella. “El encendedor”. “A
tu derecha”. La mano corrigió el rumbo y halló el encendedor. Con ese temblor
que da el continuado afán de búsqueda, el pulgar hizo girar varias veces la
ruedita, pero la llama no apareció. A una distancia ya calculada, la mano
izquierda trataba infructuosamente de registrar la aparición del calor. Entonces
Alberto encendió un fósforo y vino en su ayuda. “¿Por qué no lo tirás?” dijo, con
una sonrisa que, como toda sonrisa para ciegos, impregnaba también las
modulaciones de la voz. “No lo tiro porque le tengo cariño.
Los pocillos
Es un regalo de Mariana”. Ella abrió apenas la boca y recorrió el labio inferior
con la punta de la lengua. Un modo como cualquier otro de empezar a
recordar. Fue en marzo de 1953, cuando él cumplió treinta y cinco años y
todavía veía. Habían almorzado en casa de los padres de José Claudio, en
Punta Gorda, habían comido arroz con mejillones, y después se habían ido a
caminar por la playa. Él le había pasado un brazo por los hombros y ella se
había sentido protegida, probablemente feliz o algo semejante. Habían
regresado al apartamento y él la había besado lentamente, amorosamente,
como besaba antes. Habían inaugurado el encendedor con un cigarrillo que
fumaron a medias.
Ahora el encendedor ya no servía. Ella tenía poca confianza en los
conglomerados simbólicos, pero, después de todo, ¿qué servía aún de aquella
época?
“Este mes tampoco fuiste al médico”, dijo Alberto.
“No”.
“¿Querés que te sea sincero?”.
“Claro.”
“Me parece una idiotez de tu parte.”
“¿Y para qué voy a ir? ¿Para oírle decir que tengo una salud de roble, que mi
hígado funciona admirablemente, que mi corazón golpea con el ritmo debido,
que mis intestinos son una maravilla? ¿Para eso querés que vaya? Estoy
podrido de mi notable salud sin ojos.”
La época anterior a la ceguera. José Claudio nunca había sido un especialista
en la exteriorización de sus emociones, pero Mariana no se ha olvidado de
cómo era ese rostro antes de adquirir esta tensión, este presentimiento. Su
matrimonio había tenido buenos momentos, eso no podía ni quería ocultarlo.
Pero cuando estalló el infortunio, él se había negado a valorar su ‘amparo, a
refugiarse en ella. Todo su orgullo se concentró en un silencio terrible,
testarudo, un silencio que seguía siendo tal, aun cuando se rodeara de
palabras. José Claudio había dejado de hablar de sí.
“De todos modos deberías ir”, apoyó Mariana. “Acordate de lo que siempre te
decía Menéndez”.
“Cómo no que me acuerdo: Para Usted No Está Todo Perdido. Ah, y otra frase
famosa: La Ciencia No Cree En Milagros. Yo tampoco creo en milagros.”
“¿Y por qué no aferrarte a una esperanza? Es humano”.
“¿De veras?” Habló por el costado del cigarrillo.
Se había escondido en sí mismo. Pero Mariana no estaba hecha para asistir,
simplemente para asistir, a un reconcentrado. Mariana reclamaba otra cosa.
Una mujercita para ser exigida con mucho tacto, eso era. Con todo, había
bastante margen para esa exigencia; ella era dúctil. Toda una calamidad que él
no pudiese ver; pero ésa no era la peor desgracia. La peor desgracia era que
estuviese dispuesto a evitar, por todos los medios a su alcance, la ayuda de
Mariana. El menospreciaba su protección. Y Mariana hubiera querido –
sinceramente, cariñosamente, piadosamente- protegerlo.
Bueno, eso era antes; ahora no. El cambio se había operado con lentitud. Primero
fue un decaimiento de la ternura. El cuidado, la atención, el apoyo, que desde el
comienzo estuvieron rodeados por un halo constante de cariño, ahora se habían
vuelto mecánicos. Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía duda, pero no
disfrutaba manteniéndose solícita. Después fue un temor horrible frente a la
posibilidad de una discusión cualquiera. El estaba agresivo, dispuesto siempre a
herir, a decir lo más duro, a establecer su crueldad sin posible retroceso. Era
increíble como hallaba siempre, aun en las ocasiones menos propicias, la injuria
refinadamente certera, la palabra que llegaba hasta el fondo, el comentario que
marcaba a fuego. Y siempre desde lejos, desde muy atrás de su ceguera, como si
ésta oficiara de muro de contención para el incómodo estupor de los otros.
Alberto se levantó del sofá y se acercó al ventanal.
“Qué otoño desgraciado”, dijo. “¿Te fijaste?”. La pregunta era para ella.
“No”, respondió José Claudio. “Fíjate vos por mí”.
Alberto la miró. Durante el silencio, se sonrieron. Al margen de José Claudio, y sin
embargo a propósito de él. De pronto Mariana supo que se había puesto linda.
Siempre que miraba a Alberto, se ponía linda. El se lo había dicho por primera vez
la noche del veintitrés de abril del año pasado, hacía exactamente un año y ocho
días: una noche en que José Claudio le había gritado cosas muy feas, y ella había
llorado, desalentada, torpemente triste, durante horas y horas, es decir hasta que
había encontrado el hombro de Alberto y se había sentido comprendida y segura.
¿De dónde extraería Alberto esa capacidad para entender a la gente? Ella
hablaba con él, o simplemente lo miraba, y sabía de inmediato que él la estaba
sacando del apuro. “Gracias”, había dicho entonces. Y todavía ahora, la palabra
Su amor hacia Alberto había sido en sus comienzos gratitud, pero eso (que ella
veía con toda nitidez) no alcanzaba a depreciarlo. Para ella, querer había sido
siempre un poco agradecer y otro poco provocar la gratitud. A José Claudio, en
los buenos tiempos, le había agradecido que él, tan brillante, tan lúcido, tan
sagaz, se hubiera fijado en ella, tan insignificante. Había fallado en lo otro, en
eso de provocar la gratitud, y había fallado tan luego en la ocasión más
absurdamente favorable, es decir, cuando él parecía necesitarla más.
A Alberto, en cambio, le agradecía el impulso inicial, la generosidad de ese
primer socorro que la había salvado de su propio caos, y, sobre todo, ayudado
a ser fuerte. Por su parte, ella había provocado su gratitud, claro que sí. Porque
Alberto era un alma tranquila, un respetuoso de su hermano, un fanático del
equilibrio, pero también, y en definitiva, un solitario. Durante años y años,
Alberto y ella habían mantenido una relación superficialmente cariñosa, que se
detenía con espontánea discreción en los umbrales del tuteo y sólo en
contadas ocasiones dejaba entrever una solidaridad algo más profunda. Acaso
Alberto envidiara un poco la aparente felicidad de su hermano, la buena suerte
de haber dado con una mujer que él consideraba encantadora. En realidad, no
hacía mucho que Mariana había obtenido la confesión de que la imperturbable
soltería de Alberto se debía a que toda posible candidata era sometida a una
imaginaria y desventajosa comparación.
“Y ayer estuvo Trelles”, estaba diciendo José Claudio; “a hacerme la clásica
visita adulona que el personal de la fábrica me consagra una vez por trimestre.
Me imagino que lo echarán a la suerte y el que pierde se embroma y viene a
verme”.
“También puede ser que te aprecien”, dijo Alberto, “que conserven un buen
recuerdo del tiempo en que los dirigías, que realmente estén preocupados por tu
salud. No siempre la gente es tan miserable como te parece de un tiempo a esta
parte”.
“Qué bien. Todos los días se aprende algo nuevo”. La sonrisa fue acompañada
de un breve resoplido, destinado a inscribirse en otro nivel de ironía.
Cuando Mariana había recurrido a Alberto, en busca de protección, de consejo,
de cariño, había tenido de inmediato la certidumbre de que a su vez estaba
protegiendo a su protector, de que él se hallaba tan necesitado de amparo como
ella misma, de que allí, todavía tensa de escrúpulos y quizá de pudor, había una
razonable desesperación de la que ella comenzó a sentirse responsable. Por
eso, justamente, había provocado su gratitud, por no decírselo con todas las
letras, por simplemente dejar que él la envolviera en su ternura acumulada de
tanto tiempo atrás, por sólo permitir que él ajustara a la imprevista realidad
aquellas imágenes de ella misma que había hecho transcurrir, sin hacerse
ilusiones, por el desfiladero de sus melancólicos insomnios.
Pero la gratitud pronto fue desbordada. Como si todo hubiera estado dispuesto
para la mutua revelación, como si sólo hubiera faltado que se miraran a los ojos
para confrontar y compensar sus afanes, a los pocos días lo más importante
estuvo dicho y los encuentros furtivos menudearon. Mariana sintió de pronto que
su corazón se había ensanchado y que el mundo era nada más que eso: Alberto
y ella.
“Ahora sí podés calentar el café”, dijo José Claudio, y Mariana se inclinó sobre la
mesita ratona para encender el mecherito de alcohol. Por un momento se
distrajo contemplando los pocillos. Sólo había traído tres, uno de cada color. Le
gustaba verlos así, formando un triángulo.
Después se echó hacia atrás en el sofá y su nuca encontró lo que esperaba: la
mano cálida de Alberto, ya ahuecada para recibirla. Qué delicia, Dios mío. La
mano empezó a moverse suavemente y los dedos largos, afilados, se
introdujeron por entre el pelo. La primera vez que Alberto se había animado a
hacerlo, Mariana se había sentido terriblemente inquieta, con los músculos
anudados en una dolorosa contracción que le había impedido disfrutar de la
caricia. Ahora estaba tranquila y podía disfrutar. Le parecía que la ceguera de
José Claudio era una especie de protección divina.
Sentado frente a ellos, José Claudio respiraba normalmente, casi con beatitud.
Con el tiempo, la caricia de Alberto se había convertido en una especie de rito y,
ahora mismo, Mariana estaba en condiciones de aguardar el movimiento
próximo y previsto. Como todas las tardes la mano acarició el pescuezo, rozó
apenas la oreja derecha, recorrió lentamente la mejilla y el mentón. Finalmente
Cuando los abrió, el rostro de José Claudio era el mismo. Ajeno,
reservado, distante. Para ella, sin embargo, ese momento incluía
siempre un poco de temor.
Un temor que no tenía razón de ser, ya que en el ejercicio de esa
caricia púdica, riesgosa, insolente, ambos habían llegado a una
técnica tan perfecta como silenciosa.
“No lo dejes hervir”, dijo José Claudio.
La mano de Alberto se retiró y Mariana volvió a inclinarse sobre la
mesita. Retiró el mechero, apagó la llamita con la tapa de vidrio,
llenó los pocillos directamente desde la cafetera.
Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el
verde para José Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella.
Tomó el pocillo verde para alcanzárselo a su marido, pero, antes de
dejarlo en sus manos, se encontró además, con unas palabras que
sonaban más o menos así: “No, querida. Hoy quiero tomar en el
pocillo rojo”.
PLANIFICACIÓN CURRICULAR
ESCUELA JOSE ENRIQUE GUERRERO
1. DATOS INFORMATIVOS:
Área: Lengua y Literatura
Año Lectivo: 2017-2018
Eje Curricular Integrador: escuchar, hablar, leer y escribir para la interacción
social
Titulo del Bloque: cuentos de hadas
Año de Educación básica: tercer año básico
2. OBJETIVOS EDUCATIVOS DEL BLOQUE:
Disfrutar desde la función estética del lenguaje, diferentes textos de textos
literarios y expresar sus emociones a través del uso de
recursos literarios.
Analizar y razonar y escribir textos literarios como: Cuentos de Hadas,
maravillosos y juegos de Lenguaje (adivinanzas, trabalenguas,
retahílas, etc.) ; para si comprender y valorar, disfrutar y criticar sobre la
expresión artística.
3. RELACIÓN ENTRE COMPONENTES CURRICULARES:
Didáctica Aplicada 1

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Didáctica Aplicada 1

  • 1. DIDACTICA APLICADA I Pontificia Universidad Católica del Ecuador Adriana Herrera Profesora: María Erazo
  • 2. Eva Rodríguez Picazo Eva Rodríguez Picazo, nació en Madrid en 1974, apasionada de los libros y la literatura desde los 12 años, cuando estudiaba interna en un colegio femenino de Alicante. Cursó estudios de Psicología por la U.N.E.D., que compaginó conformación en escuelas especializadas en Secretariado Internacional, poeta por vocación, interesada en las corrientes de la Poesía Modernista, en la actualidad asume la Gerencia de www.madridiario.es Periódico Digital de Madrid. Dirige y presenta el espacio Cultural-e en la Tv digital www.mdctv.com. Ha publicado poemas, cuentos y relatos en diversas revistas y publicaciones, entre otras, La Esfera Cultural, Cuaderno de Legados
  • 3. Edades: A partir de 6 años Valores: bondad, ayudar, altruismo El castillo de hielo Había una vez un reino muy frío construido sobre nieve en el que había un castillo que estaba hecho de hielo. Era un lugar tan frío que ni siquiera el fuego que utilizaban sus habitantes para calentarse lograba derretirlo. La causa estaba en la frialdad del corazón de los que allí vivían. Todos tenían corazones de hielo. Especialmente el rey, que era déspota y consentido. Pero tal era el frío que salía de los corazones de aquella gente que llegó un día en que el fuego del castillo finalmente se apagó. Aquello era una tragedia. No había luz por la noche, ni lugar para cocinar los alimentos. Necesitaban el fuego para vivir. El rey mandó a un joven soldado que saliera a buscar fuego para alimentar la chimenea del castillo. -¡Y no vuelvas sin él!- le dijo. El joven salió hacia la aldea con una lámpara y unas velas apagadas en busca de alguien que le diera un poco de fuego. Se detuvo ante la primera casa encontró, llamó a la puerta y dijo: -¡Abrid! ¡El rey exige fuego para alimentar su chimenea!- gritó el joven con tono impertinente. Autor: Eva María Rodríguez
  • 4. ¡El rey necesita fuego para alimentar su castillo! Esperó un largo rato en la puerta, muerto de frío y sin recibir respuesta alguna. Finalmente un hombre abrió la puerta con cierto recelo - El rey nunca se preocupa por su pueblo, ¿por qué habríamos de ayudarle ahora? Y cerró la puerta en las narices del soldado. El joven continuó caminando pensando en las palabras de aquel hombre. Al fin y al cabo tenía razón. Era normal que nadie quisiera ayudar al rey. Pero el tenía que volver al castillo con el fuego. Se lo había dejado bien claro el rey. Tenía que seguir intentándolo así que llamó a otra puerta. - ¿Qué queréis? - contestó una mujer antes incluso de que hubiera llamado - Fuego, fuego para el castillo del rey señora - ¿Sabes? No debería dártelo porque el rey no se lo merece. Pero me da pena que vuelvas con las manos vacías y te encierre en las mazmorras… Anda pasa. La mujer le dio fuego al soldado y éste pudo encender la vela, pero al poco rato de caminar con ella en la mano ésta se apagó. El muchacho no lo entendía. No sabía que si había ocurrido eso era porque el frío de su corazón la había apagado. Intentó regresar a la casa de la mujer que había encendido la vela pero había anochecido por completo y no pudo encontrar el camino. El joven estaba desesperado. No podía volver al castillo sin fuego y cada vez tenía más frío y
  • 5. En ese momento, una joven pasó por allí y vio a aquel muchacho que no dejaba de lamentarse de su mala suerte. -¿Qué te pasa? Pareces triste. -Soy un desgraciado -dijo él -. El rey me ha dicho que lleve fuego al castillo y cuando por fin consigo a alguien que me lo dé se me apaga la vela. ¡No puedo volver sin él! -Tranquilo. Ven conmigo, yo te lo daré El joven desconfió de la amabilidad de la muchacha pero aún así la siguió. Llegaron a su casa y ella le Juntos le invitó a sentarse junto a la chimenea para que entrara en calor. - Sólo puedo ofrecerte pan duro, lo siento. - Ya veo... imagino que querrás un buen puñado de monedas de oro por dejar que me resguarde aquí y darme fuego. - ¿Querer? ¿Por qué iba a pedirte algo? No quiero nada. Sólo pretendía ayudarte. - Ah, gracias entonces…. De donde yo vengo nadie te ayuda sin pedirte algo a cambio. - ¿De verdad? Aquí las cosas son de otra forma. Nadie tiene mucho, pero nos ayudamos los unos a los otros para salir adelante. - Ah… ¿Oye, te importa si paso la noche aquí? Estoy muy cansado como para seguir andando hasta el castillo. Partiré mañana temprano. Ambos se fueron a dormir pero el joven soldado continuó pensando en las palabras de la muchacha “Nos ayudamos los unos a los otros para salir adelante” Era una
  • 6. Tengo que encontrar la forma de ayudarle, se dijo. Cuando a la mañana siguiente la muchacha se levantó se encontró la mesa llena de pan, fruta, queso y leche. El soldado había madrugado para ir al pueblo y comprarlo todo lo que pudo con unas monedas que había encontrado en sus bolsillos. -¡Muchísimas gracias! No sé cómo agradecértelo - dijo la muchacha - Ya has hecho bastante. Gracias por todo. El muchacho encendió su vela con cuidado y emprendió su camino de vuelta. Tenía miedo de que volviera a apagarse pero esta vez no ocurrió. Cuando llegó al castillo y prendió la chimenea sucedió algo sorprendente. La gente empezó a sonreír y a ser amable de repente, y su corazón se llenó de paz y amor por los demás. El rey dejó de ser déspota y la nieve desapareció para dar paso a verdes y frondosos prados. El castillo de hielo se transformó en un castillo de cristal donde el fuego de la chimenea no se apagó jamás.
  • 7. Había una vez una princesa a la que no querían en su reino. La princesa estaba muy ofendida, pues creía que no la querían porque era fea. ¡Pues más fea es prima y a ella bien que la queréis! -gritaba la princesa cuando la abucheaba o cuando se daban la vuelta al verla pasar. Pero en realidad lo que no sabía la princesa es que si no la querían era porque se portaba muy mal con la gente y era muy desagradable con los demás. La princesa era la única heredera del reino, pues su padre no tenía más hijos. La siguiente en la línea sucesoria era su prima. La princesa, temerosa de que su prima le arrebatara el trono, decidió buscar un remedio para quitársela de en medio. La princesa fue a buscar a una bruja que vivía en lo más profundo de la cueva más apartada del reino. El rey, años atrás, la había amenazado con entregársela a los dragones y si volvía a verla. Cuando la bruja vio a la princesa se asustó, pero la princesa se apresuró a calmarla: No temas, vieja bruja. Vengo a hacer un trato contigo. Ayúdame y, en cuanto sea reina, podrás campar a tus anchas por donde quieras. Dime, ¿qué quieres? -preguntó la bruja. El Castillo encantado Autor: Eva María Rodríguez Edades: A partir de 6 años Valores: Astucia, Lealtad
  • 8. Cuando todo el mundo estaba convencido de que la ropa de las hadas era la fuente de su bonita voz, la bruja se puso manos a la obra para acabar con las hadas cantarinas. Y así, una noche de invierno, la bruja quemó toda la ropa de las hadas con un hechizo. -¡Oh, no! ¡Se han quemado todos los vestidos de las hadas! ¡Ya no volverán a cantar jamás! -se lamentaba la gente. Las hadas, al ver arder toda su ropa, se pusieron muy tristes. Las hadas intentaron cantar, pero no pudieron. -¡Los rumores eran ciertos! ¡Ya no podremos ayudar a la gente con nuestras canciones! -se lamentaron. Al ver el fuego, se acercaron unos duendes que vivían en un pueblo cercano. Al ver la tragedia, les dijeron: ¿Por qué no compráis tela nueva para hacer otros vestidos? -La tela llegó desde muy lejos. Tardaríamos años en ir a buscar más -se lamentaron las hadas. Los duendes, conmovidos, decidieron ayudar a las hadas. Y volvieron a su aldea, prometiendo regresar con una solución. A los pocos días, los duendes regresaron cargados de hermosas telas. -Hemos ido a ver a la Maga de la Montaña y nos ha dado esto para vosotras - dijeron los duendes-. Estas telas están encantadas para devolveros vuestras bonitas voces.
  • 9. Las hadas, muy agradecidas, cogieron las telas. Durante dos días cosieron y cosieron sin descanso, ayudados por sus amigos y vecinos. Cuando tuvieron listos los vestidos, se colocaron los más bonitos y se dispusieron a cantar. Lindas voces, más claras, más agudas y más dulces que nunca, brotaron de sus pequeñas gargantas. La felicidad volvió al lugar. La bruja malvada, muy enfadada, decidió irse de allí, no sin antes pasarse a ver a los duendes para preguntarles por la Maga de la Montaña. -En realidad no existe ninguna Maga de la Montaña -le dijeron los duendes-. Nos lo inventamos. Las hadas cantarinas solo necesitaban recuperar la ilusión. La bruja se fue de allí rápidamente, antes de que alguien descubriera su ardid. Estaba tan furiosa que no paró de andar hasta llegar a la montaña, donde se instaló pensando que algún día las hadas irían a por más tela para poder engañarlas. Pero las hadas jamás volvieron, y la bruja se quedó allí sola y aburrida, rabiando y rabiando, hasta el fin de sus días.
  • 10. Autor: Eva María Rodríguez Edades: A partir de 4 años Valores: respeto, ayudar, libe rtad El misterio del pajarito herido Rosita vive en una bonita casa de madera junto a un bonito lago, cerca de un hermoso bosque. Rosita era muy feliz allí. Lo que más le gustaba a la niña era escuchar el canto de los pájaros, observar su vuelo y buscar sus nidos. Aunque nunca cogía ninguno. Un día, Rosita encontró un pajarito herido. Rápidamente, Rosita cogió al pajarito y lo llevó a casa. Allí le limpió y curó las heridas. Después, con mucho cuidado, la niña salió de la casa y lanzó al pajarito. Pero el pajarito este no pudo mantener el vuelo y acabó aterrizando torpemente en el suelo. Rosita fue corriendo a recoger al pajarito a ver si estaba bien. Su papá, que había visto todo lo que había pasado, le preguntó a la niña: -¿Qué pasa, Rosita? ¿Todo bien? -No, papá -respondió la niña-. He curado a este pajarito herido, pero no puede volar. -Creo que tiene un ala rota -dijo su papá-. Vamos dentro. Te enseñaré a curar las alas rotas de los pajaritos. Rosita observó a su papá mientras curaba al pajarito.
  • 11. -¿Ya está? ¿Ya puede volar? -preguntó Rosita. -No, pequeña - dijo su papá-. Ahora el pajarito debe reposar unos días para que se cure del todo. Rosita vació una vieja jaula de pájaros que utilizaba para jugar con sus peluches y metió allí al pajarito. Pero cuando se despertó a la mañana siguiente, el pajarito había desaparecido. Rosita salió corriendo en busca de su papá, llorando porque el animalito había desaparecido. Juntos, padre e hija, buscaron al pajarito por toda la casa. Pero fue su mamá la que encontró al pajarito, aterido de frío, en el porche. -Casi se lo come el gato, Rosita -dijo su mamá-. Debes tener más cuidado. Rosita cogió al pajarito, lo metió de nuevo en la jaula y se fue a desayunar. Pero al regresar, el pajarito había desaparecido. Esta vez el pajarito no estaba muy lejos, pero lo suficiente como para convertirse en presa fácil del gato. Menos mal que Rosita lo vio a tiempo y lo recogió. Rosita estaba decidida a descubrir el misterio. ¿Quién habría la jaula? ¿Cómo conseguía el pajarito salir? Para descubrirlo, la niña lo encerró y se escondió detrás de la cama. Al poco Rosita vio que el pajarito habría la puerta de la jaula sin mucha dificultad con el pico y que se lanzaba fuera volando como podía, y saltando cuando le daban sus pequeñas patitas.
  • 12. ¿Así que esas tenemos, pajarito? -dijo la niña-. No quieres estar encerrado, ¿eh? Descubierto el misterio, la niña preparó un nido de pájaros en una cajita de cartón, a la que recortó uno de los lados para que el pajarito pudiera ver desde su nido. Te pondré de cara a la ventana para que veas el bosque -dijo Rosita-. No tengas miedo. En cuanto estés listo podrás marcharte. El pajarito se quedó con Rosita en su habitación varios días hasta que, una mañana, al abrir la ventana, decidió que ya era hora de volver a casa. Todas las mañanas el pajarito vuelve a ver a Rosita y le dedica un hermoso canto junto a la ventana.
  • 13. Nacimiento: 31 de diciembre de 1878 Salto, Uruguay Nacionalidad: Uruguay Horacio Silvestre Quiroga Forteza (Salto, Uruguay, 31 de diciembre de 1878, Buenos Aires, Argentina, 19 de febrero de 1937), cuentista, dramaturgo y poeta uruguayo. Fue el maestro del cuento latinoamericano, de prosa vívida, naturalista y modernista. Sus relatos breves, que a menudo retratan a la naturaleza como enemiga del ser humano bajo rasgos temibles y horrorosos, le valieron ser comparado con el estadounidense Edgar Allan Poe. Horacio Silvestre Quiroga Forteza
  • 14. A la deriva El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque. El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras. El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho. El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
  • 15. Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba. ¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña1! Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno. -¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña! -¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada. -¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
  • 16. La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta. -Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla. Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo. Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú. El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito - de sangre esta vez- dirigió una mirada al sol que ya
  • 17. La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados. La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho. -¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano. -¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva. El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa.
  • 18. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única. El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración. El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
  • 19. El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú- Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje. ¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay. Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente. De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración… Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo… ¿Viernes? Sí, o jueves… El hombre estiró lentamente los dedos de la mano. -Un jueves… Y cesó de respirar.
  • 20. Los hermanos GrimmJacob Ludwig Carl Grimm y Wilhelm Carl Grimm eran dos hermanos de nacionalidad alemana célebres por sus cuentos para niños. Pasaron a la historia como fundadores de la filología alemana. Vida y obra Jacob (1785-1863) y Wilhelm Grimm (1786 - 1859) recogían historias de los lugareños, además de estudiar la lengua y su uso. Interrogaban a la gente, les pedían que buceasen en su memoria en busca de los cuentos que les contaban de pequeños, y tomaban notas inmediatamente. La labor de los hermanos Grimm no se limitó a recopilar historias, sino que se extendió también a la docencia y la investigación del lenguaje. Además de sus cuentos para niños, los Grimm también son conocidos por su obra Diccionario alemán, un diccionario en 33 tomos con Estos cuentos pasaron hace mucho tiempo a ser patrimonio universal. Caperucita Roja, Juan sin miedo, La Cenicienta, Blanca Nieves y los siete enanos, La oca de oro, Hansel y Gretel, . Wilhelm sería el primero en fallecer, muriendo en Berlín a los 73 años, el 16 de diciembre de 1859. Cuatro años después, el 20 de septiembre de 1863, Jacob fallecería también en la capital alemana. Tenía 78 años
  • 21. Había una vez una pareja que desde hacía mucho tiempo deseaba tener hijos. Aunque la espera fue larga, por fin sus sueños se hicieron realidad. La futura madre miraba por la ventana las lechugas del huerto vecino. Se le hacía agua la boca nada más de pensar lo maravilloso que sería poder comerse una de esas lechugas. Sin embargo, el huerto le pertenecía a una bruja y por eso nadie se atrevía a entrar en él. Pronto, la mujer ya no pensaba más que en esas lechugas, y por no querer comer otra cosa empezó a enfermarse. Su esposo, preocupado, resolvió entrar a escondidas en el huerto cuando cayera la noche, para coger algunas lechugas. La mujer se las comió todas, pero en vez de calmar su antojo, lo empeoró. Entonces, el esposo regresó a la huerta. Esa noche, la bruja lo descubrió. –¿Cómo te atreves a robar mis lechugas? –chilló. Aterrorizado, el hombre le explicó a la bruja que todo se debía a los antojos de su mujer. –Puedes llevarte las lechugas que quieras –dijo la bruja–, pero a cambio tendrás que darme al bebé cuando nazca. El pobre hombre no tuvo más remedio que aceptar. Tan pronto nació, la bruja se llevó a la hermosa niña. La llamó Rapunzel. La belleza de Rapunzel aumentaba día a día. La bruja resolvió entonces esconderla para que nadie más pudiera admirarla. Cuando Rapunzel llegó a la edad de los doce años, la bruja se la Rapunzuel (Hermanos Grimm )
  • 22. –Rapunzel, tu trenza deja caer. La niña dejaba caer por la ventana su larga trenza rubia y la bruja subía. Al cabo de unos años, el destino quiso que un príncipe pasara por el bosque y escuchara la voz melodiosa de Rapunzel, que cantaba para pasar las horas. El príncipe se sintió atraído por la hermosa voz y quiso saber de dónde provenía. Finalmente halló la torre, pero no logró encontrar ninguna puerta para entrar. El príncipe quedó prendado de aquella voz. Iba al bosque tantas veces como le era posible. Por las noches, regresaba a su castillo con el corazón destrozado, sin haber encontrado la manera de entrar. Un buen día, vio que una bruja se acercaba a la torre y llamaba a la muchacha. –Rapunzel, tu trenza deja caer. El príncipe observó sorprendido. Entonces comprendió que aquella era la manera de llegar hasta la muchacha de la hermosa voz. Tan pronto se fue la bruja, el príncipe se acercó a la torre y repitió las mismas palabras: –Rapunzel, tu trenza deja caer. La muchacha dejó caer la trenza y el príncipe subió. Rapunzel tuvo miedo al principio, pues jamás había visto a un hombre. Sin embargo, el príncipe le explicó con toda dulzura cómo se había sentido atraído por su hermosa voz. Luego le pidió que se casara con él.
  • 23. Sin dudarlo un instante, Rapunzel aceptó. En vista de que Rapunzel no tenía forma de salir de la torre, el príncipe le prometió llevarle un ovillo de seda cada vez que fuera a visitarla. Así, podría tejer una escalera y escapar. Para que la bruja no sospechara nada, el príncipe iba a visitar a su amada por las noches. Sin embargo, un día Rapunzel le dijo a la bruja sin pensar: –Tú eres mucho más pesada que el príncipe. –¡Me has estado engañando! –chilló la bruja enfurecida y cortó la trenza de la muchacha. Con un hechizo la bruja envió a Rapunzel a una tierra apartada e inhóspita. Luego, ató la trenza a un garfio junto a la ventana y esperó la llegada del príncipe. Cuando éste llegó, comprendió que había caído en una trampa. –Tu preciosa ave cantora ya no está –dijo la bruja con voz chillona –, ¡y no volverás a verla nunca más! Transido de dolor, el príncipe saltó por la ventana de la torre. Por fortuna, sobrevivió pues cayó en una enredadera de espinas. Por desgracia, las espinas le hirieron los ojos y el desventurado príncipe quedó ciego.
  • 24. Durante muchos meses, el príncipe vagó por los bosques, sin parar de llorar. A todo aquel que se cruzaba por su camino le preguntaba si había visto a una muchacha muy hermosa llamada Rapunzel. Nadie le daba razón. Cierto día, ya casi a punto de perder las esperanzas, el príncipe escuchó a lo lejos una canción triste pero muy hermosa. Reconoció la voz de inmediato y se dirigió hacia el lugar de donde provenía, llamando a Rapunzel. Al verlo, Rapunzel corrió a abrazar a su amado. Lágrimas de felicidad cayeron en los ojos del príncipe. De repente, algo extraordinario sucedió: ¡El príncipe recuperó la vista! El príncipe y Rapunzel lograron encontrar el camino de regreso hacia el reino. Se casaron poco tiempo después y fueron una pareja muy feliz.
  • 25. Charles Perrault Escritor francés Nació el 12 de enero de 1628 en París. Fue criado en una familia perteneciente a la alta burguesía. Cursó estudios de Literatura en el colegio de Beauvais en París, se diploma en Derecho y se inscribe en el colegio de abogados en 1651 Desde 1683 se dedicó por entero a la literatura. Autor del poema El siglo de Luis el Grande (1687) que suscitó una intensa controversia literaria. Es famoso sobre todo por sus cuentos, entre los que figuran Cenicienta, El gato con botas, Pulgarcito y La bella durmiente, que recuperó de la tradición oral en Historias o cuentos del pasado (1697) y conocidos también como Cuentos de mamá Oca, por la ilustración que figuraba en la cubierta de
  • 26. Había una vez… Una pequeña ciudad al norte de Alemania llamada Hamelin. Su paisaje era placentero y su belleza era exaltada por las riberas de un río ancho y profundo que surcaba por allí. Y sus habitantes se enorgullecían de vivir en un lugar tan apacible y pintoresco. Pero… un día, la ciudad se vio atacada por una terrible plaga: ¡Hamelin estaba lleno de ratas! Había tantas y tantas que se atrevían a desafiar a los perros, perseguían a los gatos, sus enemigos de toda la vida; se subían a las cunas para morder a los niños allí dormidos y hasta robaban enteros los quesos de las despensas para luego comérselos, sin dejar una miguita. ¡Ah!, y además… Metían los hocicos en todas las comidas, husmeaban en los cucharones de los guisos que estaban preparando los cocineros, roían las ropas domingueras de la gente, practicaban agujeros en los costales de harina y en los barriles de sardinas saladas, y hasta pretendían trepas por las anchas faldas de las charlatanas mujeres reunidas en la plaza, ahogando las voces de las pobres asustadas con sus agudos y desafinados chillidos. ¡La vida en Hamelin se estaba tornando insoportable! … Pero llegó un día en que el pueblo se hartó de esta situación. Y todos, en masa, fueron a congregarse frente al Ayuntamiento. ¡Qué exaltados estaban todos! El flautista de Hamelin
  • 27. No hubo manera de calmar los ánimos de los allí reunidos. –¡Abajo el alcalde! –gritaban unos. –¡Ese hombre es un pelele! –decían otros. –¡Que los del Ayuntamiento nos den una solución! –exigían los de más allá. Con las mujeres la cosa era peor. –Pero, ¿qué se creen? –vociferaban–. ¡Busquen el modo de librarnos de la plaga de las ratas! ¡O hallan el remedio de terminar con esta situación o los arrastraremos por las calles! ¡Así lo haremos, como hay Dios! Al oír tales amenazas, el alcalde y los concejales quedaron consternados y temblando de miedo. ¿Qué hacer? Una larga hora estuvieron sentados en el salón de la alcaldía discurriendo en la forma de lograr atacar a las ratas. Se sentían tan preocupados, que no encontraban ideas para lograr una buena solución contra la plaga. Por fin, el alcalde se puso de pie para exclamar: –¡Lo que yo daría por una buena ratonera! Apenas se hubo extinguido el eco de la última palabra, cuando todos los reunidos oyeron algo inesperado. En la puerta del Concejo Municipal sonaba un ligero repiqueteo. –¡Dios nos ampare! –gritó el alcalde, lleno de pánico–. Parece que se oye el roer de una rata. ¿Me habrán oído?
  • 28. Los ediles no respondieron, pero el repiqueteo siguió oyéndose. –¡Pase adelante el que llama! –vociferó el alcalde, con voz temblorosa y dominando su terror. Y entonces entró en la sala el más extraño personaje que se puedan imaginar. Llevaba una rara capa que le cubría del cuello a los pies y que estaba formada por recuadros negros, rojos y amarillos. Su portador era un hombre alto, delgado y con agudos ojos azules, pequeños como cabezas de alfiler. El pelo le caía lacio y era de un amarillo claro, en contraste con la piel del rostro que aparecía tostada, ennegrecida por las inclemencias del tiempo. Su cara era lisa, sin bigotes ni barbas; sus labios se contraían en una sonrisa que dirigía a unos y otros, como si se hallara entre grandes amigos. Alcalde y concejales le contemplaron boquiabiertos, pasmados ante su alta figura y cautivados, a la vez, por su estrambótico atractivo. El desconocido avanzó con gran simpatía y dijo: –Perdonen, señores, que me haya atrevido a interrumpir su importante reunión, pero es que he venido a ayudarlos. Yo soy capaz, mediante un encanto secreto que poseo, de atraer hacia mi persona a todos los seres que viven bajo el sol. Lo mismo da si se arrastran sobre el suelo que si nadan en el agua, que si vuelan por el aire o corran sobre la tierra. Todos ellos me siguen, como ustedes no pueden imaginárselo. Principalmente, uso de mi poder mágico con los animales que más daño hacen en los pueblos, ya sean topos o sapos, víboras o lagartijas. Las gentes me conocen como el Flautista Mágico. En tanto lo escuchaban, el alcalde y los concejales se dieron cuenta que en
  • 29. También observaron que los dedos del extraño visitante se movían inquietos, al compás de sus palabras, como si sintieran impaciencia por alcanzar y tañer el instrumento que colgaba sobre sus raras vestiduras. El flautista continuó hablando así: –Tengan en cuenta, sin embargo, que soy hombre pobre. Por eso cobro por mi trabajo. El año pasado libré a los habitantes de una aldea inglesa de una monstruosa invasión de murciélagos, y a una ciudad asiática le saqué una plaga de mosquitos que los mantenía a todos enloquecidos por las picaduras. Ahora bien, si los libro de la preocupación que los molesta, ¿me darían un millar de florines? –¿Un millar de florines? ¡Cincuenta millares! –respondieron a una el asombrado alcalde y el concejo entero. Poco después bajaba el flautista por la calle principal de Hamelin. Llevaba una fina sonrisa en sus labios, pues estaba seguro del gran poder que dormía en el alma de su mágico instrumento. De pronto se paró. Tomó la flauta y se puso a soplarla, al mismo tiempo que guiñaba sus ojos de color azul verdoso. Chispeaban como cuando se espolvorea sal sobre una llama.
  • 30. Arrancó tres vivísimas notas de la flauta. Al momento se oyó un rumor. Pareció a todas las gentes de Hamelin como si lo hubiese producido todo un ejército que despertase a un tiempo. Luego el murmullo se transformó en ruido y, finalmente, éste creció hasta convertirse en algo estruendoso. ¿Y saben lo que pasaba? Pues que de todas las casas empezaron a salir ratas. Salían a torrentes. Lo mismo las ratas grandes que los ratones chiquitos; igual los roedores flacuchos que los gordinflones. Padres, madres, tías y primos ratoniles, con sus tiesas colas y sus punzantes bigotes. Familias enteras de tales bichos se lanzaron en pos del flautista, sin reparar en charcos ni hoyos. Y el flautista seguía tocando sin cesar, mientras recorría calle tras calle. Y en pos iba todo el ejército ratonil danzando sin poder contenerse. Y así bailando, bailando llegaron las ratas al río, en donde fueron cayendo todas, ahogándose por completo. Sólo una rata logró escapar. Era una rata muy fuerte que nadó contra la corriente y pudo llegar a la otra orilla. Corriendo sin parar fue a llevar la triste nueva de lo sucedido a su país natal, Ratilandia. Una vez allí contó lo que había sucedido. –Igual les hubiera sucedido a todas ustedes. En cuanto llegaron a mis oídos las primeras notas de aquella flauta no pude resistir el deseo de seguir su música. Era como si ofreciesen todas las golosinas que encandilan a una rata. Imaginaba tener al alcance todos los mejores bocados; me parecía una voz que me invitaba a comer a dos carrillos, a roer cuanto quería, a pasarme noche y día en eterno banquete, y que me incitaba dulcemente, diciéndome: “¡Anda, atrévete!” Cuando
  • 31. Esto asustó mucho a las ratas, que se apresuraron a esconderse en sus agujeros. Y, desde luego, no volvieron más a Hamelin. ¡Había que ver a las gentes de Hamelin! Cuando comprobaron que se habían librado de la plaga que tanto les había molestado, echaron al vuelo las campanas de todas las iglesias, hasta el punto de hacer retemblar los campanarios. El alcalde, que ya no temía que le arrastraran, parecía un jefe dando órdenes a los vecinos: –¡Vamos! ¡Busquen palos y ramas! ¡Hurguen en los nidos de las ratas y cierren luego las entradas! ¡Llamen a carpinteros y albañiles y procuren entre todos que no quede el menor rastro de las ratas! Así estaba hablando el alcalde, muy ufano y satisfecho. Hasta que, de pronto, al volver la cabeza, se encontró cara a cara con el flautista mágico, cuya arrogante y extraña figura se destacaba en la plaza–mercado de Hamelin. El flautista interrumpió sus órdenes al decirle: –Creo, señor alcalde, que ha llegado el momento de darme mis mil florines. ¡Mil florines! ¡Qué se pensaba! ¡Mil florines! El alcalde miró hoscamente al tipo extravagante que se los pedía. Y lo mismo hicieron sus compañeros de corporación, que le habían estado rodeando mientras manoteaba. ¿Quién pensaba en pagar a semejante vagabundo de la capa coloreada? –¿Mil florines… ? –dijo el alcalde–. ¿Por qué? –Por haber ahogado las ratas –respondió el flautista.
  • 32. –¿Que tú has ahogado las ratas? – exclamó con fingido asombro la primera autoridad de Hamelin, haciendo un guiño a sus concejales–. Ten muy en cuenta que nosotros trabajamos siempre a la orilla del río, y allí hemos visto, con nuestros propios ojos, cómo se ahogaba aquella plaga. Y, según creo, lo que está bien muerto no vuelve a la vida. No vamos a regatearte un trago de vino para celebrar lo ocurrido y también te daremos algún dinero para rellenar tu bolsa. Pero eso de los mil florines, como te puedes figurar, lo dijimos en broma. Además, con la plaga hemos sufrido muchas pérdidas… ¡Mil florines! ¡Vamos, vamos…! Toma cincuenta. El flautista, a medida que iba escuchando las palabras del alcalde, iba poniendo un rostro muy serio. No le gustaba que lo engañaran con palabras más o menos melosas y menos con que se cambiase el sentido de las cosas. –¡No diga más tonterías, alcalde! –exclamó–. No me gusta discutir. Hizo un pacto conmigo, ¡cúmplalo! –¿Yo? ¿Yo, un pacto contigo? –dijo el alcalde, fingiendo sorpresa y actuando sin ningún remordimiento pese a que había engañado y estafado al flautista. Sus compañeros de corporación declararon también que tal cosa no era cierta. El flautista advirtió muy serio: –¡Cuidado! No sigan excitando mi cólera porque darán lugar a que toque mi flauta de modo muy diferente.
  • 33. Tales palabras enfurecieron al alcalde. –¿Cómo se entiende? –bramó–. ¿Piensas que voy a tolerar tus amenazas? ¿Que voy a consentir en ser tratado peor que un cocinero? ¿Te olvidas que soy el alcalde de Hamelin? ¿Qué te has creído? El hombre quería ocultar su falta de formalidad a fuerza de gritos, como siempre ocurre con los que obran de este modo. Así que siguió vociferando: –¡A mí no me insulta ningún vago como tú, aunque tenga una flauta mágica y unos ropajes como los que tú luces! –¡Se arrepentirán! –¿Aún sigues amenazando, pícaro vagabundo? –aulló el alcalde, mostrando el puño a su interlocutor–. ¡Haz lo que te parezca, y sopla la flauta hasta que revientes! El flautista dio media vuelta y se marchó de la plaza. Empezó a andar por una calle abajo y entonces se llevó a los labios la larga y bruñida caña de su instrumento, del que sacó tres notas. Tres notas tan dulces, tan melodiosas, como jamás músico alguno, ni el más hábil, había conseguido hacer sonar. El flautista de Hamelin Eran arrebatadoras, encandilaban al que las oía. Se despertó un murmullo en Hamelin. Un susurro que pronto pareció un alboroto y que era producido por alegres grupos que se precipitaban hacia el flautista, atropellándose en su apresuramiento.
  • 34. Numerosos piececitos corrían batiendo el suelo, menudos zuecos repiqueteaban sobre las losas, muchas manitas palmoteaban y el bullicio iba en aumento. Y como pollos en un gran gallinero, cuando ven llegar al que les trae su ración de cebada, así salieron corriendo de casas y palacios, todos los niños, todos los muchachos y las jovencitas que los habitaban, con sus rosadas mejillas y sus rizos de oro, sus chispeantes ojitos y sus dientecitos semejantes a perlas. Iban tropezando y saltando, corriendo gozosamente tras del maravilloso músico, al que acompañaban con su vocerío y sus carcajadas. El alcalde enmudeció de asombro y los concejales también. Quedaron inmóviles como tarugos, sin saber qué hacer ante lo que estaban viendo. Es más, se sentían incapaces de dar un solo paso ni de lanzar el menor grito que impidiese aquella escapatoria de los niños. No se les ocurrió otra cosa que seguir con la mirada, es decir, contemplar con muda estupidez, la gozosa multitud que se iba en pos del flautista. Sin embargo, el alcalde salió de su pasmo y lo mismo les pasó a los concejales cuando vieron que el mágico músico se internaba por la calle Alta camino del río. ¡Precisamente por la calle donde vivían sus propios hijos e hijas! Por fortuna, el flautista no parecía querer ahogar a los niños. En vez de ir hacia el río, se encaminó hacia el sur, dirigiendo sus pasos hacia la alta montaña, que se alzaba próxima. Tras él siguió, cada vez más presurosa, la menuda tropa. Semejante ruta hizo que la esperanza levantara los oprimidos pechos de los padres.
  • 35. Mas he aquí que, apenas empezó el flautista a subir la falda de la montaña, las tierras se agrietaron y se abrió un ancho y maravilloso portalón. Pareció como si alguna potente y misteriosa mano hubiese excavado repentinamente una enorme gruta. Por allí penetró el flautista, seguido de la turba de chiquillos. Y así que el último de ellos hubo entrado, la fantástica puerta desapareció en un abrir y cerrar de ojos, quedando la montaña igual que como estaba. Sólo quedó fuera uno de los niños. Era cojo y no pudo acompañar a los otros en sus bailes y corridas. A él acudieron el alcalde, los concejales y los vecinos, cuando se les pasó el susto ante lo ocurrido. Y lo hallaron triste y cariacontecido. Como le reprocharon que no se sintiera contento por haberse salvado de la suerte de sus compañeros, replicó: –¿Contento? ¡Al contrario! Me he perdido todas las cosas bonitas con que ahora se estarán recreando. También a mí me las prometió el flautista con su música, si le seguía; pero no pude. –¿Y qué les prometía? –preguntó su padre, curioso. –Dijo que nos llevaría a todos a una tierra feliz, cerca de esta ciudad donde abundan los manantiales cristalinos y se multiplican los árboles frutales, donde las flores se colorean con matices más bellos, y todo es extraño y nunca visto. Allí los gorriones brillan con colores más hermosos que los de nuestros pavos reales; los perros corren más que los gamos de por aquí. Y las abejas no tienen aguijón, por lo que no hay miedo que nos hieran al arrebatarles la miel. Hasta los caballos
  • 36. –Entonces, si tanto te cautivaba, ¿por qué no lo seguiste? – No pude, por mi pierna enferma –se dolió el niño–. Cesó la música y me quedé inmóvil. Cuando me di cuenta de que esto me pasaba, vi que los demás habían desaparecido por la colina, dejándome solo contra mi deseo. ¡Pobre ciudad de Hamelin! ¡Cara pagaba su avaricia! El alcalde mandó gentes a todas partes con orden de ofrecer al flautista plata y oro con qué rellenar sus bolsillos, a cambio de que volviese trayendo los niños. Cuando se convencieron de que perdían el tiempo y de que el flautista y los niños habían partido para siempre, ¡cuánto dolor experimentaron las gentes! ¡Cuántas lamentaciones y lágrimas! ¡Y todo por no cumplir con el pacto establecido! Para que todos recordasen lo sucedido, el lugar donde vieron desaparecer a los niños lo titularon Calle del Flautista Mágico. Además, el alcalde ordenó que todo aquel que se atreviese a tocar en Hamelin una flauta o un tamboril perdiera su ocupación para siempre. Prohibió, también, a cualquier hostería o mesón que en tal calle se instalase, profanar con fiestas o algazaras la solemnidad del sitio. Luego fue grabada la historia en una columna y la pintaron también en el gran ventanal de la iglesia para que todo el mundo la conociese y recordasen cómo se habían perdido aquellos niños de Hamelin.
  • 37. Aunque no fuera invitada, la hada maligna se presentó al castillo y, al pasar delante de la cuna de la pequeña, le puso un maleficio diciendo: “Al cumplir los dieciséis años te pincharás con un huso y morirás”. Al oír eso, un hada buena que estaba cerca pronunció un encantamiento a fin de mitigar la terrible condena: “Al pincharse en vez de morir, la muchacha permanecerá dormida durante cien años y sólo el beso de un buen príncipe la despertará”. Pasaron los años y la princesita se convirtió en una muchacha muy hermosa. El rey había ordenado que fuesen destruidos todos los husos del castillo con el fin de evitar que la princesa pudiera pincharse. Pero eso de nada sirvió. Al cumplir los dieciséis años, la princesa acudió a un lugar desconocido del castillo y allí se encontró con una vieja sorda que estaba hilando. La princesa le pidió que le dejara probar. Y ocurrió lo que el hada mala había previsto: la princesa se pinchó con el huso y cayó fulminada al suelo. Después de variadas tentativas nadie consiguió vencer el maleficio y la princesa fue tendida en una cama llena de flores. Pero el hada buena no se daba por vencida. Tuvo una brillante idea. Si la princesa iba a dormir durante cien años, todos del reino dormirían con ella. Así, cuando la princesa despertarse tendría todos a su alrededor. La bella durmiente (Charles Perrault)
  • 38. En el castillo todo había enmudecido. Nada se movía, ni el fuego ni el aire. Todos dormidos. Alrededor del castillo, empezó a crecer un extraño y frondoso bosque que fue ocultando totalmente el castillo en el transcurso del tiempo. Pero al término del siglo, un príncipe, que estaba de caza por allí, llegó hasta sus alrededores. El animal herido, para salvarse de su perseguidor, no halló mejor escondite que la espesura de los zarzales que rodeaban el castillo. El príncipe descendió de su caballo y, con su espada, intentó abrirse camino. Avanzaba lentamente porque la maraña era muy densa. Descorazonado, estaba a punto de retroceder cuando, al apartar una rama, vio algo… Siguió avanzando hasta llegar al castillo. El puente levadizo estaba bajado. Llevando al caballo sujeto por las riendas, entró, y cuando vio a todos los habitantes tendidos en las escaleras, en los pasillos, en el patio, pensó con horror que estaban muertos. Luego se tranquilizó al comprobar que sólo estaban dormidos. “¡Despertad! ¡Despertad!”, chilló una y otra vez, pero fue en vano. Cada vez más extrañado, se adentró en el castillo hasta llegar a la habitación donde dormía la princesa. Durante mucho rato contempló aquel rostro sereno, lleno de paz y belleza; sintió nacer en su corazón el amor que siempre había esperado en vano. Emocionado, se acercó a ella, tomó la mano de la muchacha y delicadamente la besó… Con aquel beso, de pronto la muchacha se despertó y abrió los ojos, despertando del larguísimo sueño.
  • 39. Al ver frente a sí al príncipe, murmuró: “¡Por fin habéis llegado! En mis sueños acariciaba este momento tanto tiempo esperado”. El encantamiento se había roto. La princesa se levantó y tendió su mano al príncipe. En aquel momento todo el castillo despertó. Todos se levantaron, mirándose sorprendidos y diciéndose qué era lo que había sucedido. Al darse cuenta, corrieron locos de alegría junto a la princesa, más hermosa y feliz que nunca. Al cabo de unos días, el castillo, hasta entonces inmerso en el silencio, se llenó de música y de alegres risas con motivo de la boda.
  • 40. James Matthew Barrie James Matthew Barrie nació en el seno de una adinerada familia británica victoriana. Cuando tenía seis años, su hermano David, de trece, y el favorito de su madre, murió. Su madre nunca se recuperó de la pérdida, e ignoró a J. M. Por ejemplo, cuando entraba en una habitación y veía a su madre, ésta siempre decía «David, ¿eres tú? ¿Puedes ser tú?» y cuando advertía que era James, añadía «Ah, sólo eres tú.» Llegó al extremo de solo hacerle caso a Barrie, cuando éste se ponía la ropa de su hermano muerto. Su padre no se relacionaba en absoluto con los niños.1 Este hecho va a marcar toda la vida de Barrie, ya que su madre no se recuperaría de la pérdida de David, lo que causará en Barrie un deseo enorme por agradarle y por intentar llenar el espacio que su hermano dejó. Médicamente se le diagnosticó enanismo psicosocial. Barrie tendrá un cambio radical cuando viaja y se establece en Londres, será en ese lugar donde su mente se abriría y podría
  • 41. En las afueras de la ciudad de Londres, vivían tres hermanos: Wendy, Juan, y Miguel. A Wendy, la hermana mayor, le encantaba contar historias a sus hermanitos. Y casi siempre eran sobre las aventuras de Peter Pan, un amigo que de vez en cuando la visitaba. Una noche, cuando estaban a punto de acostarse, una preciosa lucecita entró en la habitación. Y dando saltos de alegría, los niños gritaron: –¡¡Es Peter Pan y Campanilla!! Después de los saludos, Campanilla echó polvitos mágicos en los tres hermanos y ellos empezaron a volar mientras Peter Pan les decía: –¡Nos vamos al País de Nunca Jamás! Los cinco niños volaron, volaron, como las cometas por el cielo. Y cuando se encontraban cerca del País de Nunca Jamás, Peter les señaló: –Allí está el barco del temible Capitán Garfio. Y dijo a Campanilla: –Por favor, Campanilla, lleva a mis amiguitos a un sitio más abrigado, mientras yo me libro de este pirata pesado. Peter Pan
  • 42. Creyendo las palabras del hada, ellos empezaron a decir cosas desagradables a la niña. Menos mal que Peter llegó a tiempo para pararles. Y les preguntó: –¿Porque tratan mal a mi amiga Wendy? Y ellos contestaron: –Es que Campanilla nos dijo que ella era mala. Peter Pan se quedó muy enfadado con Campanilla y le pidió explicaciones. Campanilla, colorada y arrepentida, pidió perdón a Peter y a sus amigos por lo que hizo. Pero la aventura en el País de Nunca Jamás solo acababa de empezar. Peter llevó a sus amiguitos a visitar la aldea de los indios Sioux. Allí, encontraron al gran jefe muy triste y preocupado. Y después de que Peter Pan le preguntara sobre lo sucedido, el gran jefe le dijo: –Estoy muy triste porque mi hija Lili salió de casa por la mañana y hasta ahora no la hemos encontrado. Como Peter era el que cuidaba de todos en la isla, se comprometió con el Gran Jefe de encontrar a Lili. Con Wendy, Peter Pan buscó a la india por toda la isla hasta que la encontró prisionera del Capitán Garfio, en la playa de las sirenas. Lili estaba amarrada a una roca, mientras Garfio le amenazaba con dejarla allí hasta que la marea subiera, si no le contaba donde estaba la casa de Peter Pan. La pequeña india, muy valiente, le contestaba que no iba a decírselo. Lo que ponía furioso al Capitán. Y cuando parecía que nada podía salvarla, de repente oyeron una voz: –¡Eh, Capitán Garfio, eres un bacalao, un cobarde! ¡A ver si te atreves
  • 43. Era Peter pan, que venía a rescatar a la hija del Gran jefe indio. Después de liberar a Lili de las cuerdas, Peter empezó a luchar contra Garfio. De pronto, el Capitán empezó a oír el tic tac que tanto le horrorizaba. Era el cocodrilo que se acercaba dejando a Garfio nervioso. Temblaba tanto que acabó cayéndose al mar. Y jamás se supo nada más del Capitán Garfio. Peter devolvió a Lili a su aldea y el padre de la niña, muy contento, no sabía cómo dar las gracias a él. Así que preparó una gran fiesta para sus amiguitos, quiénes bailaron y pasaron muy bien. Pero ya era tarde y los niños tenían que volver a su casa para dormir. Peter Pan y Campanilla los acompañaron en el viaje de vuelta. Y al despedirse, Peter les dijo: –Aunque crezcáis, no perdáis nunca vuestra fantasía ni vuestra imaginación. Volveré para llevaros a una nueva aventura. ¡Adiós, amigos! –¡Hasta luego, Peter Pan! gritaron los niños mientras se metían debajo de la mantita porque hacía muchísimo frío.
  • 44. Mario Bendetti Nombre Completo: Mario Orlando Hardy Hamlet Brenno Benedetti Farrugia. Nacimiento: 14 de septiembre de 1920, Paso de los Toros, Tacuarembó, Uruguay. Nacionalidad: Uruguayo. Fallecimiento: 17 de mayo de 2009, 88 años, Tucuarembó, Uruguay. Benedetti nació en Paso de los Toros en el departamento de Tacuarembó, en una familia de origen italiano. En 1946 se casó con Luz López Alegre. Fue miembro de la "Generación del 45", un movimiento intelectual y literario uruguayo del que formaban parte Carlos Maggi, Manuel Flores Mora, Ángel Rama, Emir Rodríguez Monegal, Idea Vilariño, Carlos Real de Azúa, Carlos Martínez Moreno, Mario Arregui, Mauricio Muller , José Pedro Díaz, Amanda Berenguer, Tola Invernizzi, Ida Vitale, Líber Falco, Juan Cunha, Juan Carlos
  • 45. También escribió en el famoso diario uruguayo Marcha semanal. De 1973 a 1985, cuando una dictadura militar gobernó Uruguay, Benedetti vivió en el exilio en Buenos Aires, Lima, La Habana y España. Tras la restauración de la democracia, divide su tiempo entre Montevideo y Madrid. Le concedieron doctorados Honoris Causa por la Universidad de la República, Uruguay, la Universidad de Alicante, España y la Universidad de Valladolid, España. En 1986 fue galardonado con el Premio Nobel Internacional Botev. El 7 de junio de 2005, fue nombrado ganador del Premio Menéndez y Pelayo. Su poesía también se utilizó en la película argentina de 1992 "El lado oscuro del corazón" en la que leyó algunos de sus poemas en alemán. En 2006, Mario Benedetti firmó una petición en apoyo de la independencia de Puerto Rico de los Estados Unidos de América. Falleció en Montevideo el 17 de mayo de 2009. Había sufrido de problemas respiratorios e intestinales durante más de un año. Sus restos están enterrados en el Panteón Nacional, Cementerio Central de Montevideo. Antes de morir, dictó a su secretario personal, Ariel Silva lo que sería su último poema. Su producción literaria ha sido ingente. Así en poesía publicó desde 1945 más de una docena de libros, ensayos, otros tantos cuentos, cerca de la decena de novelas, entre las que destaca " La Tregua" llevada al cine en 1974.
  • 46. Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia. Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro. Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas. Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin La noche de los feos
  • 47. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura. Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal. Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente. La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó. La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro.
  • 48. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo. Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo. “¿Qué está pensando?”, pregunté. Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma. “Un lugar común”, dijo. “Tal para cual”. Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo. “Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?” “Sí”, dijo, todavía mirándome. “Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida.” “Sí.”
  • 49. Por primera vez no pudo sostener mi mirada. “Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo.” “¿Algo cómo qué?” “Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad.” Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas. “Prométame no tomarme como un chiflado.” “Prometo.” “La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?” “No.” “¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?” Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata. “Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca.” Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico. “Vamos”, dijo.
  • 50. No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse. Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron. En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso. Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas. Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra. Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.
  • 51. Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados, irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había sido que podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro. “Negro con rojo queda fenomenal”, había sido el consejo estético de Enriqueta. Pero Mariana, en un discreto rasgo de independencia, había decidido que cada pocillo sería usado con su plato del mismo color. “El café ya está pronto. ¿Lo sirvo?”, preguntó Mariana. La voz se dirigía al marido, pero los ojos estaban fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo nada, pero José Claudio contestó: “Todavía no. Espera un ratito. Antes quiero fumar un cigarrillo”. Ahora sí ella miró a José Claudio y pensó, por milésima vez, que aquellos ojos no parecían de ciego. La mano de José Claudio empezó a moverse, tanteando el sofá. “¿Qué buscas?” preguntó ella. “El encendedor”. “A tu derecha”. La mano corrigió el rumbo y halló el encendedor. Con ese temblor que da el continuado afán de búsqueda, el pulgar hizo girar varias veces la ruedita, pero la llama no apareció. A una distancia ya calculada, la mano izquierda trataba infructuosamente de registrar la aparición del calor. Entonces Alberto encendió un fósforo y vino en su ayuda. “¿Por qué no lo tirás?” dijo, con una sonrisa que, como toda sonrisa para ciegos, impregnaba también las modulaciones de la voz. “No lo tiro porque le tengo cariño. Los pocillos
  • 52. Es un regalo de Mariana”. Ella abrió apenas la boca y recorrió el labio inferior con la punta de la lengua. Un modo como cualquier otro de empezar a recordar. Fue en marzo de 1953, cuando él cumplió treinta y cinco años y todavía veía. Habían almorzado en casa de los padres de José Claudio, en Punta Gorda, habían comido arroz con mejillones, y después se habían ido a caminar por la playa. Él le había pasado un brazo por los hombros y ella se había sentido protegida, probablemente feliz o algo semejante. Habían regresado al apartamento y él la había besado lentamente, amorosamente, como besaba antes. Habían inaugurado el encendedor con un cigarrillo que fumaron a medias. Ahora el encendedor ya no servía. Ella tenía poca confianza en los conglomerados simbólicos, pero, después de todo, ¿qué servía aún de aquella época? “Este mes tampoco fuiste al médico”, dijo Alberto. “No”. “¿Querés que te sea sincero?”. “Claro.” “Me parece una idiotez de tu parte.” “¿Y para qué voy a ir? ¿Para oírle decir que tengo una salud de roble, que mi hígado funciona admirablemente, que mi corazón golpea con el ritmo debido, que mis intestinos son una maravilla? ¿Para eso querés que vaya? Estoy podrido de mi notable salud sin ojos.”
  • 53. La época anterior a la ceguera. José Claudio nunca había sido un especialista en la exteriorización de sus emociones, pero Mariana no se ha olvidado de cómo era ese rostro antes de adquirir esta tensión, este presentimiento. Su matrimonio había tenido buenos momentos, eso no podía ni quería ocultarlo. Pero cuando estalló el infortunio, él se había negado a valorar su ‘amparo, a refugiarse en ella. Todo su orgullo se concentró en un silencio terrible, testarudo, un silencio que seguía siendo tal, aun cuando se rodeara de palabras. José Claudio había dejado de hablar de sí. “De todos modos deberías ir”, apoyó Mariana. “Acordate de lo que siempre te decía Menéndez”. “Cómo no que me acuerdo: Para Usted No Está Todo Perdido. Ah, y otra frase famosa: La Ciencia No Cree En Milagros. Yo tampoco creo en milagros.” “¿Y por qué no aferrarte a una esperanza? Es humano”. “¿De veras?” Habló por el costado del cigarrillo. Se había escondido en sí mismo. Pero Mariana no estaba hecha para asistir, simplemente para asistir, a un reconcentrado. Mariana reclamaba otra cosa. Una mujercita para ser exigida con mucho tacto, eso era. Con todo, había bastante margen para esa exigencia; ella era dúctil. Toda una calamidad que él no pudiese ver; pero ésa no era la peor desgracia. La peor desgracia era que estuviese dispuesto a evitar, por todos los medios a su alcance, la ayuda de Mariana. El menospreciaba su protección. Y Mariana hubiera querido – sinceramente, cariñosamente, piadosamente- protegerlo.
  • 54. Bueno, eso era antes; ahora no. El cambio se había operado con lentitud. Primero fue un decaimiento de la ternura. El cuidado, la atención, el apoyo, que desde el comienzo estuvieron rodeados por un halo constante de cariño, ahora se habían vuelto mecánicos. Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía duda, pero no disfrutaba manteniéndose solícita. Después fue un temor horrible frente a la posibilidad de una discusión cualquiera. El estaba agresivo, dispuesto siempre a herir, a decir lo más duro, a establecer su crueldad sin posible retroceso. Era increíble como hallaba siempre, aun en las ocasiones menos propicias, la injuria refinadamente certera, la palabra que llegaba hasta el fondo, el comentario que marcaba a fuego. Y siempre desde lejos, desde muy atrás de su ceguera, como si ésta oficiara de muro de contención para el incómodo estupor de los otros. Alberto se levantó del sofá y se acercó al ventanal. “Qué otoño desgraciado”, dijo. “¿Te fijaste?”. La pregunta era para ella. “No”, respondió José Claudio. “Fíjate vos por mí”. Alberto la miró. Durante el silencio, se sonrieron. Al margen de José Claudio, y sin embargo a propósito de él. De pronto Mariana supo que se había puesto linda. Siempre que miraba a Alberto, se ponía linda. El se lo había dicho por primera vez la noche del veintitrés de abril del año pasado, hacía exactamente un año y ocho días: una noche en que José Claudio le había gritado cosas muy feas, y ella había llorado, desalentada, torpemente triste, durante horas y horas, es decir hasta que había encontrado el hombro de Alberto y se había sentido comprendida y segura. ¿De dónde extraería Alberto esa capacidad para entender a la gente? Ella hablaba con él, o simplemente lo miraba, y sabía de inmediato que él la estaba sacando del apuro. “Gracias”, había dicho entonces. Y todavía ahora, la palabra
  • 55. Su amor hacia Alberto había sido en sus comienzos gratitud, pero eso (que ella veía con toda nitidez) no alcanzaba a depreciarlo. Para ella, querer había sido siempre un poco agradecer y otro poco provocar la gratitud. A José Claudio, en los buenos tiempos, le había agradecido que él, tan brillante, tan lúcido, tan sagaz, se hubiera fijado en ella, tan insignificante. Había fallado en lo otro, en eso de provocar la gratitud, y había fallado tan luego en la ocasión más absurdamente favorable, es decir, cuando él parecía necesitarla más. A Alberto, en cambio, le agradecía el impulso inicial, la generosidad de ese primer socorro que la había salvado de su propio caos, y, sobre todo, ayudado a ser fuerte. Por su parte, ella había provocado su gratitud, claro que sí. Porque Alberto era un alma tranquila, un respetuoso de su hermano, un fanático del equilibrio, pero también, y en definitiva, un solitario. Durante años y años, Alberto y ella habían mantenido una relación superficialmente cariñosa, que se detenía con espontánea discreción en los umbrales del tuteo y sólo en contadas ocasiones dejaba entrever una solidaridad algo más profunda. Acaso Alberto envidiara un poco la aparente felicidad de su hermano, la buena suerte de haber dado con una mujer que él consideraba encantadora. En realidad, no hacía mucho que Mariana había obtenido la confesión de que la imperturbable soltería de Alberto se debía a que toda posible candidata era sometida a una imaginaria y desventajosa comparación.
  • 56. “Y ayer estuvo Trelles”, estaba diciendo José Claudio; “a hacerme la clásica visita adulona que el personal de la fábrica me consagra una vez por trimestre. Me imagino que lo echarán a la suerte y el que pierde se embroma y viene a verme”. “También puede ser que te aprecien”, dijo Alberto, “que conserven un buen recuerdo del tiempo en que los dirigías, que realmente estén preocupados por tu salud. No siempre la gente es tan miserable como te parece de un tiempo a esta parte”. “Qué bien. Todos los días se aprende algo nuevo”. La sonrisa fue acompañada de un breve resoplido, destinado a inscribirse en otro nivel de ironía. Cuando Mariana había recurrido a Alberto, en busca de protección, de consejo, de cariño, había tenido de inmediato la certidumbre de que a su vez estaba protegiendo a su protector, de que él se hallaba tan necesitado de amparo como ella misma, de que allí, todavía tensa de escrúpulos y quizá de pudor, había una razonable desesperación de la que ella comenzó a sentirse responsable. Por eso, justamente, había provocado su gratitud, por no decírselo con todas las letras, por simplemente dejar que él la envolviera en su ternura acumulada de tanto tiempo atrás, por sólo permitir que él ajustara a la imprevista realidad aquellas imágenes de ella misma que había hecho transcurrir, sin hacerse ilusiones, por el desfiladero de sus melancólicos insomnios.
  • 57. Pero la gratitud pronto fue desbordada. Como si todo hubiera estado dispuesto para la mutua revelación, como si sólo hubiera faltado que se miraran a los ojos para confrontar y compensar sus afanes, a los pocos días lo más importante estuvo dicho y los encuentros furtivos menudearon. Mariana sintió de pronto que su corazón se había ensanchado y que el mundo era nada más que eso: Alberto y ella. “Ahora sí podés calentar el café”, dijo José Claudio, y Mariana se inclinó sobre la mesita ratona para encender el mecherito de alcohol. Por un momento se distrajo contemplando los pocillos. Sólo había traído tres, uno de cada color. Le gustaba verlos así, formando un triángulo. Después se echó hacia atrás en el sofá y su nuca encontró lo que esperaba: la mano cálida de Alberto, ya ahuecada para recibirla. Qué delicia, Dios mío. La mano empezó a moverse suavemente y los dedos largos, afilados, se introdujeron por entre el pelo. La primera vez que Alberto se había animado a hacerlo, Mariana se había sentido terriblemente inquieta, con los músculos anudados en una dolorosa contracción que le había impedido disfrutar de la caricia. Ahora estaba tranquila y podía disfrutar. Le parecía que la ceguera de José Claudio era una especie de protección divina. Sentado frente a ellos, José Claudio respiraba normalmente, casi con beatitud. Con el tiempo, la caricia de Alberto se había convertido en una especie de rito y, ahora mismo, Mariana estaba en condiciones de aguardar el movimiento próximo y previsto. Como todas las tardes la mano acarició el pescuezo, rozó apenas la oreja derecha, recorrió lentamente la mejilla y el mentón. Finalmente
  • 58. Cuando los abrió, el rostro de José Claudio era el mismo. Ajeno, reservado, distante. Para ella, sin embargo, ese momento incluía siempre un poco de temor. Un temor que no tenía razón de ser, ya que en el ejercicio de esa caricia púdica, riesgosa, insolente, ambos habían llegado a una técnica tan perfecta como silenciosa. “No lo dejes hervir”, dijo José Claudio. La mano de Alberto se retiró y Mariana volvió a inclinarse sobre la mesita. Retiró el mechero, apagó la llamita con la tapa de vidrio, llenó los pocillos directamente desde la cafetera. Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el verde para José Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella. Tomó el pocillo verde para alcanzárselo a su marido, pero, antes de dejarlo en sus manos, se encontró además, con unas palabras que sonaban más o menos así: “No, querida. Hoy quiero tomar en el pocillo rojo”.
  • 59. PLANIFICACIÓN CURRICULAR ESCUELA JOSE ENRIQUE GUERRERO 1. DATOS INFORMATIVOS: Área: Lengua y Literatura Año Lectivo: 2017-2018 Eje Curricular Integrador: escuchar, hablar, leer y escribir para la interacción social Titulo del Bloque: cuentos de hadas Año de Educación básica: tercer año básico 2. OBJETIVOS EDUCATIVOS DEL BLOQUE: Disfrutar desde la función estética del lenguaje, diferentes textos de textos literarios y expresar sus emociones a través del uso de recursos literarios. Analizar y razonar y escribir textos literarios como: Cuentos de Hadas, maravillosos y juegos de Lenguaje (adivinanzas, trabalenguas, retahílas, etc.) ; para si comprender y valorar, disfrutar y criticar sobre la expresión artística. 3. RELACIÓN ENTRE COMPONENTES CURRICULARES: