5. ÍNDICE
Introducción 11
SOMOS LIBRES, PODEMOS ELEGIR
Un país en shock 17
Los cimientos de la escuela 23
Eso es música celestial para mis oídos 30
El impulso del pensamiento empresarial 33
El ‘cambio de chip’ 40
El estado acaparador 44
Buscando a quien diera la cara 48
La maldita receta del populismo 50
Cambio obligado en el equipo 56
Cómo tener éxito en la quiebra de un país 60
La masacre de los más pobres 64
El valor de la pedagogía 70
Sendero financió el rescate del país 74
De la toma de conciencia a la acción 79
5 x 5 x 5 84
La caja chica de la solidaridad 91
Un método incuestionable de privatización 96
Hoy podemos darles la razón 102
Ahora tú escoges lo que quieres 109
No hay golpe sin traumas 115
Ya estamos interconectados con el mercado 125
HACIA UN PERÚ DE PRIMER MUNDO
Hay una manera de hacer bien las cosas 133
Siempre será más fácil destruir que construir 137
Solo quince años para hacerla 144
Bibliografía 159
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INTRODUCCIÓN
Los instantes más importantes en la vida del ser humano son los momentos de decisión. En el discurrir de nuestra existencia muchas veces nos encontramos con caminos que se bifurcan y, dependiendo de la elección que tomamos, nuestro futuro queda determinado para bien o para mal. Sin embargo, cuando esas decisiones se toman sopesando buena información y en base a conocimiento y experiencia, los riesgos se minimizan y, con cada elección, uno se permite construir una base más sólida sobre la que va apilando los ladrillos que nos encumbran hacia el desarrollo personal, el bienestar y la felicidad. Lo mismo sucede con los países.
Desde nuestra independencia, los peruanos hemos intentado de todo en la tarea de sacar adelante un país con enormes potencialidades, un envidiable patrimonio cultural y recursos, pero también con profundas contradicciones. A la vista, en las últimas décadas nos hemos quedado atrapados en un laberinto de desencuentros que nos impide dialogar, sumar experiencias y conocimientos para decidirnos por el mejor rumbo. Tan es así que hace apenas veinticinco años vivíamos
7. 13
somos libres, podemos elegir
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en el peor momento desde que el general San Martín proclamara
nuestra independencia. Vivíamos en un país violento, rodeado de
miseria, de enfermedad y endeudado gravemente con los organismos
internacionales. Hasta hace 25 años el Perú era considerado un país
paria en el mundo.
Sin embargo, a principios de los noventa logramos un punto de
quiebre y trabajamos esforzadamente para reconstruir el país y
devolverle al Perú sus legítimas aspiraciones de ser una gran nación;
aunque, valgan verdades, el tiempo desde el escape de ese pequeño
infierno no ha sido suficiente para superar totalmente algunos traumas
y heridas. De allí probablemente proviene esa enorme dificultad que
tenemos todavía los peruanos para sentarnos a dialogar en confianza.
Aquellos que tenemos memoria de esa época podemos detenernos
en un recodo del camino y mirar hacia atrás, revalorar el largo trecho
que hemos avanzado en la misma dirección durante las dos últimas
décadas, los logros que nos ha deparado esa continuidad y, también,
observar hacia adelante, mucho más cerca, la meta del pleno desarrollo.
Por el contrario, quienes no la vivimos o la tenemos desterrada de
la memoria, estamos en la obligación de reconocer nuestra historia
reciente, de informarnos para poder decidir mejor y continuar en la
construcción de ese camino sólido y estable hacia el futuro.
Esta publicación es parte del proyecto UMBRAL, que persigue que
los peruanos, especialmente los jóvenes y emprendedores, tengamos
conciencia sobre lo que nos ha costado llegar a ese recodo en la mitad
del camino, sobre las oportunidades perdidas durante décadas y lo
difícil que ha sido que calen entre nosotros las ideas modernas, las
que nos impulsan hacia el desarrollo y nos conectan con el resto del
mundo. UMBRAL propone que cuidemos el camino andado, que no
caigamos en propuestas que lo único que han logrado demostrar es
que distribuyen pobreza –como ahora sucede en algunos de nuestros
países vecinos– y que, con su afán controlista y capacidad destructora,
terminan inevitablemente recortando las libertades de los ciudadanos.
Pero UMBRAL también mira al futuro y nos invita a reflexionar
sobre la necesidad de concretar algunas metas pendientes y de defender
principios no negociables. Alerta sobre la urgencia de acelerar la marcha
en los próximos quince años, vitales para la consolidación del país,
combatiendo el populismo, la violencia, la demagogia y la corrupción.
Como nunca antes en nuestra historia, el actual desarrollo del Perú
es integral e incorpora a los distintos sectores. Nunca antes habíamos
tenido una pista de despegue tan llana y generosa para poner en marcha
nuestros proyectos, ni una oportunidad tan clara de dar ese gran salto
que proyecte al Perú como la gran nación que, desde su origen, está
destinada a ser. Pero también debemos ser conscientes de que recién
estamos a mitad de camino y que, por ello, en las próximas dos décadas
nos encontraremos con nuevas bifurcaciones y sobresaltos. Y así otra
vez estaremos en la obligación de elegir.
Podemos elegir como el mendigo sentado sobre un banco de oro,
inmovilizado e indolente ante la miseria de los hermanos, repitiendo los
errores del pasado, caminando en círculos y resignado mediocremente
a la inacción. O podemos elegir como un país adolescente, con el ímpetu
de aquel joven atrevido y apasionado, empujado con vehemencia
a arriesgarlo todo, confiado en que la vida nos dará innumerables
oportunidades para equivocarnos, para perder y volver a empezar, sin
considerar cómo cada derrota empobrece más a los que menos tienen.
Y también somos libres de elegir pensando en algún tipo de
reivindicación, con la idea de que debemos ser compensados por las
penas o carencias de nuestra historia o por las decisiones de gobiernos
que nos robaron parte del futuro. Podemos elegir egoístamente, sin
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considerar que vivimos en un sistema interdependiente, en el que cualquier satisfacción personal será frágil e insostenible si es que no participamos todos de los beneficios, si no nos damos cuenta de que la mejora del más pobre y del rico también es una mejora nuestra.
Pero también podemos elegir como un país que empieza a madurar, que aprende las lecciones de la propia experiencia, no solo para esquivar el camino de los errores sino, sobre todo, para diseñar un futuro mejor, en el que podamos consolidarnos como esa nación rica en historia, en cultura, en recursos y en espíritu. Somos libres de elegir como una sociedad con vocación de diálogo, inclusiva y progresista, que impulsa a los gobiernos a sentar las bases de un país más fuerte y justo, en el que todos tengamos la posibilidad de ver cumplidos nuestros sueños, en base a nuestras propias habilidades, disciplina y esfuerzo. Somos libres de elegir como un país–problema que se regodea en los conflictos o como un país–posibilidad que planifica su futuro y hermana la inteligencia y las potencialidades de cada uno dando su mejor esfuerzo.
Pero lo que no podemos permitirnos es renunciar a la libertad de elegir, a que nos quiten la capacidad de decisión, pues de esa manera ya no seríamos dueños de nuestras vidas. Ese es el reto que tienen las grandes naciones de estos tiempos, el de desarrollarse bajo los preceptos de dos instituciones imperfectas pero esenciales en la defensa de esos derechos fundamentales: la democracia y la economía de libre mercado.
“Somos libres, podemos elegir” nos recuerda esa premisa, que el Perú es hoy un país que crece y se desarrolla bajo esos principios y que, pese a los conflictos propios de la política y de la vida cotidiana, va en el camino de prodigar lo mejor para sus ciudadanos. En toda su historia el Perú nunca ha estado en mejores condiciones que ahora para dar el salto hacia el pleno desarrollo. Queremos un Perú ganador y con peruanos libres, con capacidad de decisión y capaz de constituirse como un país de ciudadanos de primer mundo.
SOMOS LIBRES, PODEMOS ELEGIR
1
9. 17
somos libres, podemos elegir
UN PAÍS EN SHOCK
“Compatriotas, me dirijo a ustedes para informales sobre las medidas precisas
con que el gobierno se propone enfrentar la inflación explosiva que hemos
heredado del gobierno anterior. La hiperinflación no es una maldición del cielo
ni un desastre natural. Como hemos aprendido en estos años, experimentando
en carne propia, la inflación contrae los ingresos de todos, debilita las
instituciones, fomenta la especulación, incentiva la irracionalidad, destruye
el ahorro y destruye el futuro… Hace cinco años, el galón de gasolina de 84
octanos costaba más del doble que una botella grande de cerveza. Ahora, en
cambio, la botella de cerveza cuesta seis veces más que el galón de gasolina.
Con este billete, hace cinco años, se hubiera podido comprar una casa de
40,000 dólares; hoy solo alcanza, en el mejor de los casos, para un tubo de
pasta de dientes. Es así que la lata de leche evaporada que hoy costaba en la
calle 120,000 Intis, costará a partir de mañana 330,000 Intis. El kilo de
azúcar blanca, que se conseguía a 150,000 Intis, costará a partir de mañana
300,000 Intis. El pan francés que esta tarde costaba 9,000 Intis, costará a
partir de mañana 25,000 Intis. Pocas veces en el Perú, o en cualquier parte
del mundo, se ha requerido de todos un sacrificio tan grande como el que
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somos libres, podemos elegir
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necesita el Perú. Hay que cruzar un periodo corto, de unos pocos meses, en
el que antes de estar mejor, nos vamos a sentir peor. Es el precio que tenemos
que pagar por lo ocurrido en los últimos años. Cualquier médico nos podría
explicar cómo en el fondo la salud estará mejorando aunque al principio nos
sintamos peor. El Perú tiene futuro. Que Dios nos ayude”.
La noche del 8 de agosto de 1990 el país enmudeció por unos
segundos. Si hasta la flores se veían tristes, las calles más oscuras, el
destino inasible y más distante que nunca. Una sensación colectiva de
angustia y desconcierto teñía lentamente cada imagen, cada palabra.
Los padres contrariados devolvían apenas con una mueca torpe la
sonrisa de los niños y atravesados por ese hilo de hielo que les estiraba
estoicamente la columna solo atinaban a llevarlos a dormir. No era
momento para juegos. No era momento para nada. ¿De qué manera
imaginar lo que depararía el futuro?
Al día siguiente del mensaje a la nación de Juan Carlos Hurtado
Miller, el primer ministro de Economía del gobierno de Alberto
Fujimori, las calles estaban vacías, los comercios cerrados, no se
divisaban buses de transporte público y si alguna tienda tenía las
puertas abiertas daba lo mismo porque nadie sabía cuánto cobrar.
La gran mayoría se había quedado en sus casas revisando sus libretas
de banco, escarbando su sencillo, buscando en la imaginación y en la
memoria una alternativa o la posibilidad de una salida.
No había manera de distribuir para los gastos ese dinero que, de la
noche a la mañana, ya no valía nada. Prácticamente daba lo mismo si
traías los bolsillos llenos o vacíos. Pasaron pocas horas para que salieran
a la calle padres desesperados con intenciones de saquear los comercios,
eludiendo a las patrullas militares que de manera preventiva habían
tomado las principales calles. Hubo tres muertos ese día en Lima.
El desconcierto era aún mayor porque Fujimori acababa de
asumir la presidencia y durante toda su campaña se había opuesto
a los “paquetazos”, como había bautizado la prensa a esa política de
ajustes económicos severos para combatir la hiperinflación heredada
de los gobiernos anteriores. Hasta entonces, el paquetazo más duro
–que involucraba siempre un aumento del precio de la gasolina y de
los productos básicos– lo había dado Abel Salinas en 1988. El entonces
ministro de Economía aprista apelaba a la comprensión del pueblo
peruano por la necesidad de hacer esas correcciones draconianas que
evitarían mayores problemas económicos en adelante.
En su mensaje al país, Salinas anunciaba el descongelamiento de
los precios, a excepción de cuarenta productos de la canasta básica
familiar. En ese mismo contexto, el gobierno se resistía a admitir que
buscaba la renegociación de la deuda externa con el Fondo Monetario
Internacional (FMI), uno de los principales acreedores del país, y los
militares negaban sin mucho entusiasmo la posibilidad de un golpe
que, valgan verdades, eran la constante en nuestra historia republicana.
Por su parte, miembros del grupo terrorista Sendero Luminoso
lanzaron bombas en las puertas de los Ministerios de Agricultura y
Economía, que dejaron un saldo de cinco heridos de gravedad, mientras
las madres de familia marchaban por las calles golpeando sus ollas
vacías, intercalándose con las bases sindicales que convocaban a paros
nacionales que agravaban el clima político. A mil días del gobierno de
Alan García, los más pobres del país pagaban las consecuencias de sus
medidas populistas, sustentadas en una profunda ignorancia de los
fundamentos económicos y en la ambición de convertirse en un líder
continental. Más tarde, motivado por cálculos políticos, el presidente
desconocería las negociaciones con el FMI y el paquetazo quedaría solo
como una medida aislada. Nuestra economía no rectificaría el rumbo.
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somos libres, podemos elegir
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Justamente, durante su campaña de 1990, el candidato Fujimori
había descartado de plano medidas de este tipo. Es más, ganó la
Presidencia de la República oponiéndose al anunciado shock de su
principal rival, el escritor Mario Vargas Llosa. Si bien siempre son muy
impopulares, esas correcciones económicas eran totalmente necesarias
ante la precaria situación de nuestras finanzas. El Perú era un país
paria y a la vista de los entes financieros solo superaba en confianza a
la convulsionada Haití en toda la región.
La sola devaluación de nuestra moneda da una idea de la situación
real de esos días. En febrero de 1985, durante los últimos meses
de su gobierno, el arquitecto Belaunde reemplazó la tradicional
denominación de nuestra moneda, el Sol de Oro, por el Inti, con
el propósito de simplificar las transacciones financieras, pues la
devaluación hacía perder cada vez más valor a nuestro papel. El Inti de
febrero de ese año equivalía a mil Soles de Oro. Pocos años después, en
1991, el Inti se cambió por el Nuevo Sol, que equivalía a un millón de
Intis. Es decir, se borraron nueve ceros de nuestros billetes en seis años.
Incluso en 1989, cuando la hiperinflación pasaba por uno de sus picos
más altos, se emitieron billetes de un millón y de cinco millones de Intis.
Ese año, el sueldo mínimo en el Perú era de 200 millones de Intis.
Si bien desde el gobierno militar ya se avizoraba la amenaza
inflacionaria, la quiebra de la economía peruana se forjó a fondo en el
periodo correspondiente al gobierno aprista, producto del abuso de la
maquinita; vale decir, de la emisión inorgánica de moneda por parte del
estado que, por definición, lo único que provoca es la pérdida del poder
adquisitivo de las personas y la quiebra de cualquier país. En esa época,
hasta para pagar una gaseosa tenías que emplear un fajo de billetes.
En las reuniones previas al lanzamiento del fujishock de 1990, el
gabinete de ministros y funcionarios del ministerio de Economía
discutían la mejor manera de modelar el anuncio en “la Bolichera”,
como llamaban a la sala de reuniones del piso 9 del MEF. Cuatro de
los ministros manifestaron su total desacuerdo: Fernando Sánchez
Albavera (Energía y Minas), Gloria Helfer (Educación), Guido Pennano
(Industria) y Eduardo Toledo (Transportes y Comunicaciones).
No vamos, dijeron. Sin embargo, después de una larga discusión,
sorpresivamente Carlos Amat y León (Agricultura) se paró de su
asiento y decidió dar la cara: “Gringo, aquí todos estamos contigo. Los
que no tienen cojones que no vayan a la televisión. Yo voy contigo”, dijo
golpeando la mesa. En ese momento, la mayoría del Consejo dejó de
lado las vacilaciones y decidió encarar el anuncio.
“La noche del mensaje a la nación no pude dormir y en la mañana
me llamó Hurtado Miller para decirme que había una misa en el
Callao. Fuimos a la misa ofrecida por el Monseñor Durand y luego
de ella nos empezaron a aplaudir. Milagro, pensé. Luego fuimos a
almorzar con el Nuncio Apostólico y la iglesia nos dio todo su apoyo.
Por eso yo amo a mi Perú. Si este pueblo no hubiera tenido la entereza de
aguantar esos ajustes, ahora no estaríamos donde estamos”, recuerda
Alfredo Jalilie, funcionario ligado al MEF por más de cuarenta años,
que trabajó en el estado con cinco presidentes y es hoy uno de nuestros
más experimentados profesionales en finanzas públicas.
Sin embargo, tal como había anunciado Hurtado Miller, la sensación
colectiva durante las siguientes semanas era de una aplastante y triste
agonía. El azúcar y el aceite desaparecieron de las estanterías y la carne
y el pollo duplicaron sus precios; dependiendo del destino, los precios
de los pasajes nacionales subieron entre cuatro y siete veces –lo que dejó
varados por días a miles de viajeros– y el dólar paralelo pegó un salto
inusual en las calles, pues todos querían eludir la evidente devaluación
con la compra de la moneda norteamericana.
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Si hubo algo que destacar, en ese entonces, fue la terca vocación de
los peruanos por aguantar ese shock y su férrea resistencia e imaginación
para capear el temporal. Los más pobres se llenaron de coraje, lo mismo
que los profesores, obreros y sindicatos, no hubo una sola huelga y el
sector empresarial también se la jugó ajustando el cinturón. Con el
shock la hiperinflación bajó de 7,600% a 4%, pero la medida hubiera
sido insuficiente si no se implementaban otras reformas.
En las dos décadas anteriores ya se había probado todo para
enderezar la economía nacional pero sin resultados y, una vez más,
en algún rincón lejano de la conciencia, una vocecilla repetía que
quizá esta vez, con ese nuevo sacrificio, ahora sí, los peruanos le
podríamos dar una vuelta de tuerca a nuestras vidas. En esa condición
de sobrevivencia, escasez y depresión de las grandes mayorías, todavía
nadie era consciente de que, en ese instante, la historia del Perú estaba
comenzando a cambiar.
LOS CIMIENTOS DE LA ESCUELA
Una de las primeras personas que se dio cuenta de que, frente al
mundo, el Perú todavía era la mítica Jauja fue don Pedro Beltrán
Espantoso. Él era un tipo sobrio, espigado, de perfil aguileño y que se
había graduado en el London School of Economics. Su capacidad de
trabajo y visión innovadora lo harían ganar muy pronto notoriedad
entre los hacendados, llegando a ser elegido en 1930, a los 33 años,
como presidente de la Sociedad Nacional Agraria y, más tarde, sería
la cabeza visible del Partido Nacional Agrario, grupo que defendería
principalmente los intereses de ese sector pero cuya efímera existencia
no le permitiría lograr arraigo político.
Beltrán estaba convencido de que las ideas modernas que lo habían
deslumbrado y que se respiraban al otro lado del mundo debían ser
comprendidas por las grandes mayorías y calar en la opinión pública,
por ello se embarcó en el proyecto periodístico de La Prensa. Hizo de
él un diario de referencia a nivel nacional, proponiendo una agenda
liberal, revolucionando el diseño, utilizando las últimas técnicas para
la redacción en un medio masivo, separando la parte informativa de la
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somos libres, podemos elegir
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opinión –a la usanza del New York Times y el Herald– y denunciando
la corrupción.
Para cumplir con ese fin, Don Pedro envío a uno de sus socios y
amigos a la universidad de San Marcos con la misión de seleccionar
un grupo de jóvenes no contaminados, preferentemente de derecho,
para que iniciaran ese nuevo camino con el diario. Su colaborador
Carlos Rizo Patrón encontró en los grupos radicales de izquierda –
que se enfrentaban abiertamente al APRA, entonces considerado un
grupo violentista– la materia prima para desarrollar esa nueva línea de
pensamiento. La idea era, primero, generar mercado y, luego, crear un
órgano de opinión independiente del poder político. Esa selección fue
integrada, entre otros, por Alfonso Grados Bertorini, Mario Miglio,
Juan Aguirre Roca, Juan Zegarra y Arturo Salazar Larraín quien, a la
postre, se convertiría en su hombre de confianza y lo acompañaría en
otras aventuras. Con ellos compartió libros e hizo escuela.
Don Pedro era un hombre que irradiaba cierto magnetismo,
sumamente inteligente y que se describía así mismo como un ‘pata en
el suelo’ de Cañete. Solía vestir de manera muy sobria y siempre ternos
del mismo corte y color, un serio y sencillo gris. Durante años supo
llevar a un grupo de cuatro o cinco jóvenes a su chacra para adentrarlos
en el pensamiento moderno que se respiraba en Europa.
Si bien se casó con Miriam Kropp, una ciudadana estadounidense,
nunca tuvo hijos. Más bien se le recuerda como un trabajador
incansable, lúcido y exigente, lo que le valió el respeto de quienes lo
llegaron a conocer. “Antes de que devolvieran los diarios, en el segundo
gobierno de Belaunde, y ya con más de setenta años, Don Pedro me
nombró director de La Prensa y me pidió que reclutara chicos de las
universidades; pero ya no abogados, decía, ahora filósofos. Y por ese
camino fuimos”, recuerda Salazar Larraín.
A finales de 1959 Beltrán juntó en un pequeño comité a los más
cercanos de la redacción de La Prensa y les comunicó que el presidente
Manuel Prado Ugarteche lo convocaría a Palacio para ofrecerle
el Ministerio de Hacienda, el equivalente hoy a Economía. Era un
ofrecimiento extraño porque a través de La Prensa le habían hecho
una furibunda oposición al gobierno por el aumento de la inflación, la
indisciplina en el gasto público y la ignorancia en el manejo económico.
“Me dicen que me va a llamar pero yo no quiero ir. Por eso, vamos
a hacer un estudio de todas las cosas terribles que hay en el Perú y que
deben modificarse sustancialmente. Pongamos las cosas de tal manera
que le sea imposible aceptar mis condiciones”. Durante una semana el
equipo identificó los problemas más álgidos, propuso medidas radicales
para liberalizar la economía, desenterró unos cuantos demonios
para los populistas y planteó un programa de reformas muy rápido y
agresivo. Don Pedro recibió el documento en un sobre, lo metió en su
cartapacio y cuando llegó la hora acudió a la cita sereno y cerrado en
sus convicciones. Sin embargo, el recibimiento de Prado lo sorprendió:
— Pedro, te he llamado porque tú conoces todas estas cosas de
economía y, la verdad, quiero que me ayudes con esa cartera.
— Sí, presidente, pero usted debe ser consciente de que yo me
vería en la necesidad de hacer un montón de reformas. Mire, ve, aquí
le he traído este documento donde explico los cambios que serían
indispensables para…
— A ver, páseme esos papeles…
Prado los recibió y sin titubear los hizo pedacitos frente al rostro
atónito del hombre de prensa. Ni siquiera los miró. “Aceptadas”, fue lo
único que pronunció como lacónica respuesta.
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—Se imaginan ya qué le iba a decir –contó de regreso en la redacción
frente a su grupo de confianza–, me jodió sin mediar más palabras.
Durante casi tres años Beltrán fue Ministro de Hacienda y Primer
Ministro y, en ese breve lapso, se le dio vuelta a la economía nacional.
Simplemente con disciplina y criterio bajó casi de un tiro la inflación.
Para cumplir con su función pública se llevó también como secretario
personal a Salazar Larraín, quien tenía una oficina contigua, puerta con
puerta, y que permanecía abierta para atender la necesidad de redactar
cualquier documento. Un día Beltrán traspasó el vano y le comentó con
su voz a la vez suave y cavernosa: “Oiga, Arturo, esta semana no hay
plata para pagar la quincena”. El Tesoro Público estaba en la ruina. “¿Y
qué va a hacer?”. Don Pedro era una persona muy respetada, así que usó
ese prestigio para convocar a los dueños de los principales bancos. Eran
unas diez personas sentadas en su oficina representando entre otros al
Banco de Crédito, al Banco Comercial y hasta al Banco Popular, que
era del hermano del Presidente Prado. Salazar Larraín oía, cómplice, a
través de la puerta abierta de su oficina.
— Los he llamado a ustedes porque estamos en una situación muy
difícil. No hay plata ni para pagar esta quincena. Me tienen que apoyar.
Al silencio expectante le siguió un insípido murmullo y luego un
chacoteo. “No pues Pedro, ya nos estás picando… Acabas de llegar y ya
nos vas a saquear...”. Por allí alguien soltó una sonora risotada.
— ¡Carajo! ¡Yo no soy póliza de paredón para ninguno de ustedes,
carajo! Y si ustedes no me ayudan, yo renuncio y, encima, los denuncio.
— No pues, Pedro, no te pongas así. Que no te gane el mal humor.
Mira yo te puedo colaborar con esto...
— Y yo puedo ofrecer esto más…
Y así en esa reunión de emergencia logró recaudar los 86 millones
de soles –de aquella época– que hacían falta para superar el bache
financiero del país en los siguientes meses. “Apenas se fueron nos pidió
a su secretaria, Úrsula Neuebauer, y a mí, que cerráramos la puerta y
que no dejásemos entrar a nadie. Dispuso a Úrsula para que escribiera
un Decreto Supremo autorizando el encaje al ciento por ciento de las
nuevas colocaciones”, recuerda su asistente. Vale decir, los bancos ya
no podrían tocar ese dinero. Todos los que prestaron protestaron, le
dijeron su vida, pero esa liquidez, utilizada de a poquitos, ayudó a evitar
el uso de la maquinita y a impulsar la posterior reducción de la inflación.
Cada vez que utilizaba un poco de dinero reducía el encaje.
El uso responsable de esos fondos fue acompañado por otras
medidas de austeridad que posibilitaron, en pocos meses, darle vuelta
a la economía peruana. Luego confesaría que simplemente adaptó la
fórmula que utilizó un ministro alemán en una de las crisis de entre
guerras. Producto de ese ordenamiento económico y de las medidas
adoptadas, en su segundo y tercer año como funcionario de Hacienda
logró picos de crecimiento cercanos al 10% del PBI, performance
inscrita en los anales de la historia económica del país.
En otra oportunidad, el historiador Jorge Basadre llegó a La Prensa
solicitando el apoyo de don Pedro para hacerse de una persona de
confianza que pudiera ayudarlo con el inventario de la educación,
sector del cual era ministro. Convinieron en que Salazar Larraín lo
asistiera como parte de sus labores. Basadre había sido asesor de tesis de
su nuevo asistente y lo conocía bien. El acuerdo versaba en que Salazar
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Larraín debía llegar más temprano al periódico y, luego, trabajar de
once de la mañana a las tres de la tarde en el ministerio. Así lo hizo
durante dos años ad honorem.
Un día Salazar Larraín recibió un batacazo en un medio de
comunicación aduciendo que su nombramiento en el ministerio era
irregular, que le pagaban una cifra exorbitante y que, encima, llegaba
tarde. Entonces le solicitó a Beltrán que le permitiera responder a través
de las páginas de La Prensa. Don Pedro lo calmó y le dijo: “No, no, no,
mire usted. Cuando uno entra a la función pública –y de alguna manera
ser periodista significa estar en la función pública– le crece la piel un
milímetro cada año. No le haga caso. Al final, quieren que usted haga
lo que ellos desean y no lo que usted realmente quiere hacer”. Y así
pensaba, Beltrán no respondía nada pese a que le decían incendios. “De
esa manera se fue creando la imagen monstruosa que sus opositores
pintaron de él”, comenta su ex hombre de confianza.
En otra oportunidad cuando seleccionaban personal para el
remozado La Prensa, en el grupo cercano de los más jóvenes estaba
Alejandro Romualdo Valle, estupendo poeta y gran caricaturista,
quien firmaba como ‘Xanno’ y que, además, era comunista a ultranza.
Entre los jóvenes hubo cierto recelo al proponerlo porque hacía poco
había dibujado para una revista nacional una caricatura de Jesucristo
crucificado pero con la cara idéntica a la de Don Pedro, y sobre él rezaba
la leyenda ‘El Señor de los Mil Agros’. En verdad era genial, y a Beltrán
no le importó. Lo consideró un buen caricaturista, eficiente y eso lo
convenció. Así ‘Xanno’ trabajó en el diario por muchos años.
Otro tema que pinta de cuerpo entero a Don Pedro Beltrán
fue su predilección por la innovación y la tecnología. Si el pequeño
fundo Montalván que heredó de sus padres había hecho fama por
la exportación de melones y por sus extraordinarios índices de
productividad, fue en razón de sus experimentos. Pese a la oposición de
la mayoría de hacendados de Cañete, él contrató a un brillante genetista,
Teodoro Boza Barducci, para que dirigiera la Estación Experimental
Agraria de la zona. Beltrán tenía la idea de que cada valle debía tener
una estación similar que orientara la producción y el desarrollo agrario.
Sucedía que Boza Barducci era aprista inscrito, con carné, y el resto de
agricultores estaba seguro de que los iba a sabotear. Pero a él le bastaba
con que fuera eficiente. Ya contratado envió al especialista por toda la
sierra para que encontrase la variedad de papa que podría pegar mejor
en la costa, y así surtir a más bajo costo a la capital. Desde entonces el
valle de Cañete es la despensa de papa blanca para Lima.
La dedicada investigación, el procedimiento apropiado y riguroso,
la máxima calidad fueron siempre el fundamento de su prédica. En
una oportunidad, curioso por saber cómo podían elevar la producción
de lúcuma por rama, le dio a Boza Barducci un espacio para que
hiciera esa investigación. Beltrán contaba que en Estados Unidos
la futura demanda de helado de esa fruta era incuantificable y tenía
como proyecto crear un nuevo renglón de exportación enviando la
fruta deshidratada. “Era una persona muy sistemática, inteligente y
perseverante. Nueve años le tomó encontrar la fórmula y logró aislar
cuatro árboles hermosos que producían como ninguno”, apunta Salazar
Larraín. Pero por esa misma época se produjo la reforma agraria, le
expropiaron la hacienda y el diario La Prensa, le destruyeron su casa del
Centro de Lima y quienes tomaron posesión de la chacra, de arranque,
le tumbaron los cuatro lúcumos que costaron años de esfuerzo. Ante
ese embate se tuvo que ir exiliado del país. Pero esa ya es otra historia.
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ESO ES MÚSICA CELESTIAL
PARA MIS OÍDOS
“Yo no quiero shock, no quiero afectar los bolsillos de la gente”, dijo el
presidente electo Alberto Fujimori Fujimori a inicios de junio de 1990,
antes de asumir funciones. Entonces Hernando De Soto, presidente
del Instituto Libertad y Democracia, muy influyente en el final del
gobierno de García con su teoría de la titulación de predios para que
los más pobres pudieran acceder al capital, le pidió al representante del
Fondo Monetario Internacional (FMI) que le hablara al presidente con
la pura verdad. “No hay otra forma que el shock, hay que hacer las cosas
rápido. Eso han hecho todos los países que han tenido éxito bajando la
inflación”, le repitieron.
Como Fujimori no estaba convencido, De Soto le ofreció hacer una
cita simultánea con el FMI, el Banco Mundial y el Banco Interamericano
de Desarrollo (BID) en Nueva York. Esa reunión sería intermediada
por su hermano Álvaro, que en ese entonces era Sub Secretario de la
Organización de las Naciones Unidas, liderada por otro peruano, el
embajador Javier Pérez de Cuéllar. Este último convocaría finalmente
a los representantes de estas entidades financieras. La idea era que
emitieran opinión sobre los planes presentados por el equipo económico
de campaña, bautizados como los siete samuráis, y el que presentaría
De Soto en base a un memorándum de tres páginas elaborado por
Carlos Rodríguez Pastor, abogado especialista en temas financieros,
que se había desempeñado como gerente general del Banco Central
de Reserva en el primer gobierno del arquitecto Fernando Belaunde y
como ministro de Economía durante el segundo.
El 30 de junio de 1990, convocados por Pérez de Cuéllar, el electo
presidente Fujimori se reunió con los representantes de cada institución
financiera en Nueva York. El primer plan económico, de tendencia
socialista, fue presentado por Adolfo Figueroa. Antes de esa cita, De
Soto les había adelantado a algunos de los representantes de los bancos
con qué se iban a encontrar en dicha reunión. “En ese momento, el
objetivo era romper las dudas de Fujimori, quien tenía idea de la
situación del país pero no sabía muy bien lo que ocurría”, afirma el
propio De Soto. Entonces, la deuda pública peruana estaba concentrada
en estos entes financieros. Solo si el Perú llegaba a un compromiso con
los bancos acreedores podría asomar una luz de esperanza dentro de un
cuadro económico que hacía rato se anunciaba fúnebre.
Fujimori presentó los dos programas. El de los siete samuráis fue
primero y no despertó comentarios, más bien fue seguido por un
enrarecido silencio. Inmediatamente siguió la presentación de Carlos
Rodríguez Pastor y, apenas finalizado, el entonces Director Ejecutivo del
Fondo Monetario Internacional, el francés Michel Camdessus, profirió
una frase que resonaría por semanas e inclinaría definitivamente la
balanza: “Esa es música celestial para mis oídos”. Esa misma noche
Fujimori concedió una entrevista al New York Times que tituló en
su primera página del 1 de julio de 1990: “Nuevo líder peruano logra
un acuerdo con el FMI”. Presos todavía del desconcierto, casi ningún
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periódico o medio nacional rebotaría la noticia. Fue en ese momento
que el electo presidente empezó a comprender cuál era la única salida
para el país, gracias al aval de la banca de desarrollo que sentó las bases
para su cambio de rumbo. En los siguientes días Fujimori le propondría
a De Soto el Premierato y este declinaría para ser simplemente su asesor
personal, función que mantendría por dos años.
Como muestra de su buena voluntad, el FMI y el Banco Mundial le
ofrecieron al Perú asesoramiento técnico para impulsar las reformas.
Pero uno de los primeros problemas era quién iba a dar la cara ante al
país para implementar esos drásticos cambios. Desde que se empezaron
a lanzar propuestas, el presidente electo pondría una sola condición:
“Cualquiera, siempre y cuando no haya estado con Vargas Llosa. Sino
él se pasará el resto de la vida diciendo que fue su plan”.
La primera sugerencia del grupo como candidato para Ministro
de Economía fue Luis Valdivieso, pero al presidente no le gustaba
porque, en su concepto, no tenía manejo político. El segundo fue Óscar
Espinosa y, el tercero, Carlos Boloña. En cualquier caso, con un plan
muy diferente al que su equipo le había preparado durante la campaña,
Fujimori necesitaba un grupo renovado, alineado y consistente que
implementara las nuevas reformas desde cero. Pero la elección del líder
de la cartera de Economía no sería más que el primer ladrillo de una
superestructura sobre la que se sostendría el futuro económico del país.
EL IMPULSO DEL PENSAMIENTO
EMPRESARIAL
El 29 de agosto de 1975, siendo premier, ministro de Guerra y
Comandante General del Ejército, Francisco Morales Bermúdez
lideró un golpe de estado en Tacna para dar inicio a la “segunda fase
del gobierno revolucionario de las Fuerzas Armadas”, y al día siguiente
se autoproclamó presidente. Su predecesor, el general Juan Velasco
Alvarado venía ya con la salud resquebrajada y se retiró sin oponer
resistencia a su casa de Chaclacayo. Podría decirse que el mayor
mérito del gobierno de Morales Bermúdez fue delinear el camino
de la dictadura hacia la democracia, pues durante su mandato los
problemas del Perú estuvieron lejos de desaparecer. La economía siguió
mangoneada por el estado, las decisiones eran tomadas por generales
inexpertos en prácticamente todos los temas, continuaba la política
de subvenciones y los monopolios centralizaban la comercialización y
distribución de la mayoría de productos hacia adentro y afuera del país.
Luis Barúa fue el primer ministro civil desde el golpe de Velasco,
lo que evidenciaba las intenciones de Morales Bermúdez de simbolizar
un tiempo de cambios que, de hecho, se produjeron en la conducción
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económica del país. El presidente encontró una buena contraparte
en un grupo de técnicos que lideraban el BCR, entre ellos Manuel
Moreyra, Claudio Herzka y Alonso Polar. Sin embargo, la presencia
de Barúa en un gabinete casi íntegramente compuesto por militares
y la mentalidad estatista arraigada en la mayoría hicieron naufragar
durante casi dos años los arrestos reformistas del economista.
Quizá el mayor logro de Barúa fue romper con el protocolo de
los Consejos de Ministros. En aquellas épocas los ministros de todos
los sectores eran generales, como si los ministerios fueran un nuevo
escalafón. A la usanza castrense, según recuerda el economista y
fundador del Grupo Apoyo, Felipe Ortiz de Zevallos, en cada consejo
hablaban primero los generales de más alta gradación y así en orden
hacia abajo, sea cual fuere el tema. Por eso a Barúa, por más que fuera
el responsable de la cartera de Economía, le tocaba siempre al final.
Al cabo de unas cuantas sesiones, se dio cuenta de que el gabinete solo
escuchaba a los cuatro o cinco primeros, que luego no importaba un
ápice lo que se dijera y que, si se guardaba para el final sus temas, solo
sería capaz de arrancar bostezos. En una oportunidad tomó impulso
y exigió rudamente que cuando hubiera urgencia de tratar temas
económicos éstos se expusieran primero, porque de esas decisiones
dependía el presupuesto de cada una de sus carteras y que, más
importante todavía, la situación de la deuda externa, de la inflación y,
en suma, de la economía del país estaba lejos de ser la ideal.
Un par de años más tarde, en mayo de 1977, asumiría la cartera de
Economía el empresario Walter Piazza Tangüis, ingeniero electrónico
con maestría en el Masachussets Institute of Tecnology (MIT) y exitoso
empresario en el ramo de la construcción y la informática. En 1969
había sufrido la expropiación de la hacienda Urrutia por la Reforma
Agraria, pues “no pudo demostrar una conducción directa” de las
tierras que había heredado de su abuelo materno, el famoso algodonero
don Fermín Tangüis. Tres años después, cuando dirigía Industrial
Propesca, el sector pesquero fue expropiado, recibiendo él una nueva
estocada. Entonces llegó a la convicción de que era necesario desarrollar
el pensamiento y la educación empresarial en el Perú y, en lo que pudo,
alentó la consolidación del Instituto Peruano de Administración de
Empresas (IPAE).
De hecho, cuando fue convocado por el gobierno, Piazza no tenía
experiencia política y condicionó su participación a que se hiciera una
serie de reformas que, para empezar, priorizaban la reducción de la
inflación, que el gobierno asumiera la responsabilidad de la reacción
social por el ajuste y que se incrementara el número de civiles en el
gabinete. Según contaría Piazza años más tarde, aceptó también
porque Morales Bermúdez le pidió ese esfuerzo para devolver al Perú
a la senda de la democracia. Eso terminó de animarlo.
Apenas recibió la llamada de Palacio ofreciéndole la cartera
convocó en su casa a varios amigos, entre los que se encontraban el
abogado Félix Navarro Grau y un funcionario de su consultora, Felipe
Ortiz de Zevallos. A ellos se sumaría luego Jorge Camet Dickman,
quien completaría la plana de asesores durante su ejercicio como
ministro. Una vez en el despacho, Piazza fue consciente de que la
situación económica del país era mucho más grave de lo que suponía.
En 1976 la inflación se había desbocado a un 47% y ya hacía sentir sus
efectos nocivos en la población. En cuatro años la deuda externa había
duplicado su tamaño a 7,384 millones de dólares y era claro que el país
perdía confianza en el exterior por sus problemas para honrarla. Ya
casi no entraban divisas. Por ello pidió a Morales Bermúdez reunirse
de inmediato con la Junta de Gobierno, conformada por el propio
presidente y los generales a cargo de cada una de las armas que, a la
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sazón, tenía más poder que el propio gabinete. En doce días había
elaborado con su equipo un Programa de Emergencia para atacar los
problemas más apremiantes en el corto plazo.
Contra todo pronóstico, el agresivo programa liberal que presentó
Piazza tuvo la aceptación de la Junta Militar y también del Consejo de
Ministros, aunque lo obligaron a incrementar un poco más los sueldos
como medida social para equilibrar los recortes. En su discurso del 10 de
junio, propalado por la radio y la televisión controlada por el gobierno,
identificó cuatro problemas financieros y cuatro estructurales. Entre
los primeros estaban:
1. Inflación: incremento compulsivo en el nivel de precios.
2. Déficit: diferencia negativa entre el nivel de ingresos y egresos
del país.
3. Falta de liquidez de los privados: los créditos estaban restringidos.
4. Déficit en la balanza de pagos: la deuda externa llegaba al 40%
de nuestras exportaciones.
Entre los problemas económicos estructurales citó el riesgo de
estancamiento en el crecimiento, la carencia de ahorro interno –él
proponía que llegara al 25% del PBI, cuando estaba por el 10%–, el
hecho de que se planificaran las cosas sin ningún orden de prioridad
y el enorme crecimiento del aparato estatal. En ese sentido, el querer
abarcar todo había reducido la eficiencia y la productividad del estado.
Después de este esfuerzo pedagógico, Piazza expuso su receta:
1. Reducir los gastos del gobierno.
2. Eliminar las pérdidas de Petroperú.
3. Reducir los gastos militares en armas.
4. No hacer cambios bruscos en la tasa de cambio.
5. Compensar la capacidad adquisitiva de la población.
6. Pedir un préstamo de 250 millones de dólares, en condiciones
favorables, para equilibrar la balanza de pagos.
El empresario era consciente del impacto que traería en la población
el recorte de los gastos del Estado y su propuesta de elevar el entonces
subvencionado precio de la gasolina, en 40%, para reducir las pérdidas
de Petroperú. Inmediatamente subirían el precio de los alimentos y
del transporte, poco a poco todo lo demás. Pero no había otra salida
técnica. También mencionó que como complemento de estas medidas
debía aprobarse un programa de estímulo para el desarrollo de la
empresa privada con el propósito de ‘desestatizar’ la economía.
“Piazza había llegado con un cúmulo de reformas liberales que
incluían un componente ineludible, que era la reducción en las compras
militares y de armas”, comenta Felipe Ortiz de Zevallos. Sin embargo,
los militares fueron inflexibles y adujeron que en defensa de la
soberanía nacional era su deber seguir comprando armamento, por lo
que se opusieron rotundamente. La situación era muy tensa al interior
del Consejo de Ministros, tan es así que el ministro de Economía quiso
poner contra la pared a Morales Bermúdez diciéndole que él necesitaba
un ministro de Economía que estuviera de acuerdo con su gabinete o un
gabinete que estuviera de acuerdo con su ministro de Economía pues,
de otra manera, no iban a funcionar las cosas.
Los primeros en criticar las medidas fueron las revistas Caretas –que
defendía la necesidad de un alza de sueldos, la ampliación de créditos de la
banca estatal y el congelamiento del dólar– y Oiga, que acusaba a Piazza
de “empresario”, haciendo eco de las voces radicales y contribuyendo a
la devaluación de la imagen de la actividad empresarial en general. Pero
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lo insólito fue que el mismo día de la publicación de las reformas en el
diario El Peruano, contraviniendo las medidas de austeridad, el Seguro
Social contrató a centenares de nuevos trabajadores y el Ministerio
de Salud nombró, ascendió y convino aumentos de sueldo para varios
funcionarios públicos, boicoteando la implementación del programa.
De allí siguieron las protestas como la suspensión de clases escolares en
Puno, paros y huelgas en distintas ciudades del país y se le rebautizó a
Piazza como “representante directo de las trasnacionales”.
Ante la convulsión social, el Centro de Altos Estudios Militares
(CAEM), propulsor del modelo militar, citó a Piazza para preguntarle
que haría su despacho si su programa de emergencia fuera revisado
o anulado por consideraciones políticas y sociales, como había
pasado con otros en el pasado: “Haría un flaco servicio a mi país si
avalara una mediatización o anulación de las medidas propuestas
por razones políticas. En ese caso, prefiero que alguien venga y me
reemplace”, respondió, según recuerda el analista José Luis Sardón
en una publicación que compila su breve periodo en la cartera. En ese
momento, Piazza sabía que estaba echando sus últimas cartas. Después
de su temprana renuncia, a cincuenta días de haber asumido el cargo, la
situación económica se agravó por el desorden y las medidas populistas
de su sucesor, el general Alcibiades Sáenz.
Un día cualquiera, en un consejo de política monetaria con el
general Sáenz, también recordado como ‘Caballococha’, se le informaba
al nuevo ministro sobre los graves problemas que había experimentado
el sector agrario en la última campaña. Acompañaba la reunión su
viceministro, Dick Alcántara, y en la sesión se informaba, en rigor, que
ese año había sido muy malo, principalmente por la sequía. Alfredo
Jalilie, quien estaba allí presente, cuenta que finalizado el informe y
dando muestra de una genuina preocupación por el tema, Sáenz se
inclinó sobre la mesa y exigió con autoridad: “Dick, anota. Eso de la
sequía lo tenemos que coordinar para que no vuelva a suceder”.
En otra oportunidad, recuerda Felipe Ortiz de Zevallos que,
cuando se estaba produciendo la transferencia de la cartera entre
ambos equipos económicos, los que dejaban el ministerio debían
informar a los que entraban sobre las enormes exigencias que tenía
nuestra economía por delante, principalmente por el endeudamiento
externo y por el efecto de la inflación, ya que el país estaba a un paso
de verse imposibilitado de pagar la deuda externa. Luego de una
larga jornada en la que Sáenz participaba quieto y con una mirada
inescrutable, incapaces de descifrar si quedaba clara la gravedad de la
situación, el equipo de Piazza le preguntó si tenía alguna pregunta. “Sí,
dos”, dijo ‘Caballocoha’. “Dónde queda el baño y, segundo, a qué hora se
acaba esta reunión”. Ahora Ortiz de Zevallos lo recuerda risueño como
una anécdota, pero entonces la incertidumbre sobre el futuro del país
seguía creciendo incontenible.
De haber ejecutado el Programa de Emergencia de Piazza, lo
más probable es que la economía peruana se hubiera protegido de
ese populismo histérico en el que cayó desde 1962 y que terminó
abruptamente con el traumático fujishock en 1990. De haber sido firmes
en la implementación de las medidas propuestas por Piazza, es probable
que el Perú no hubiera padecido la hiperinflación de los años ochenta.
Por eso, a esa valiente gestión de apenas cincuenta días solo queda
recordarla como otra de las grandes oportunidades frustradas del Perú.
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EL ‘CAMBIO DE CHIP’
La consolidación de los cambios en el pensamiento de Alberto
Fujimori se empezaron a gestar durante la segunda quincena de junio
de 1990, producto de las visitas que programaron Hernando de Soto
y Carlos Rodríguez Pastor a distintos representantes del gobierno
norteamericano, a miembros de las Naciones Unidas y a los funcionaros
de la banca de desarrollo, léase Banco Mundial, Banco Interamericano
de Desarrollo y Fondo Monetario Internacional. Siendo presidente
electo, no se disponía de fondos para realizar ese viaje y ni siquiera
se contaba con seguridad; sin embargo, Fujimori insistió en que lo
acompañara su hermana Rosa. Y así fue. Para facilitar la logística se
consiguió un hotel frente al edificio de las Naciones Unidas, donde
habitualmente se alojan los embajadores, y en el que el presidente
electo ocupó la suite presidencial. Un día antes de iniciar la ronda de
reuniones, Fujimori le pidió a De Soto que lo visitara en su habitación.
— Mire, me ha venido a visitar hace un momento el gerente del
hotel y yo le pregunté cuánto valía toda esta manzana. Me comentó
que unos 800 millones de dólares. Usted tiene muchas conexiones con
los norteamericanos y ya me ha metido en esto. Dígales que no sean
apretados, pues. Solo tienen que vender tres manzanas como ésta y los
problemas del Perú desaparecen.
Cuando De Soto terminó de oírlo se sintió absolutamente deprimido
y pensó, ‘Dios mío, en qué estamos metidos’. Bajó tristísimo a contarle
a su esposa lo que había sucedido y minutos más tarde decidió llamarlo
de nuevo para subir a su habitación.
— Estoy probando mis alimentos. Si no tiene problema,
conversamos mientras tomo mis alimentos, contestó el presidente.
— Señor presidente, le voy a contar por qué este es un gran país.
El presidente Bush no puede vender ni ésta ni las demás manzanas. No
le pertenecen. De lo que se trata ahora es que no hay confianza en el
Perú. El día en que haya confianza en el Perú, entonces usted verá que
la gente invertirá.
Cuando salió de la habitación De Soto aún seguía preocupado, así
que llamó a Rodríguez Pastor para decirle que esa noche tenían tarea.
Él segundo lo resolvió de una manera muy simple y con un ejemplo más
tangible.
— Señor Presidente, los contratos peruanos no valen nada. Si el
primero de julio anunciamos las medidas que vamos a tomar, usted
verá cómo se revaloriza el país y nos devuelven parte de la confianza.
Y así sucedió. Nuevos visos de confianza arropaban el futuro
próximo del país con el anuncio y la noticia publicada en la primera
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página del New York Times. Sorprendido por el efecto inmediato,
Fujimori le pidió a Rodríguez Pastor que le ensayara una explicación.
— Mire, señor presidente, yo no soy un intelectual, soy un banquero
muy práctico. Hay una cosa que se llama círculo virtuoso y, otra, que se
llama circulo vicioso. Por el momento estamos en un círculo vicioso. El
día que usted aguante la inflación y la gente sepa que el gobierno no va
a gastar lo que no tiene así se pase hambre, así estén haciendo salvajadas
en el interior, si aún así usted no gasta, ese día el Perú sale adelante.
Para De Soto, el candidato ideal para el Ministerio de Economía
era Luis Valdivieso, hijo del recordado ‘Mago’, extraordinario arquero
de Alianza Lima y de la selección peruana en el primer mundial de
Uruguay. Valdivieso había sido siempre una persona muy sólida y
de probadas credenciales. Cuando Fujimori le hizo las preguntas
habituales que le hacía a los candidatos, el economista tomó la imagen
que ya había esbozado Rodríguez Pastor.
— ¿Y que haría usted si hay necesidad de un gasto adicional?
— Señor presidente, yo me siento sobre la caja fuerte y no le tolero
a usted ni un dólar más.
— Ah, interesante. Muchas gracias.
Cuando salió Valdivieso, Fujimori le preguntó a De Soto qué le había
parecido, y este le respondió que fantástico, que ese señor aseguraba
una férrea disciplina, que de ninguna manera se iba a levantar de la caja.
— Ese es el problema –dijo el presidente–, no es suficientemente
político. ¡El siguiente!
Dos meses después de esa visita a Nueva York, Fujimori había
asimilado completamente la lección. Entonces ya tenía la intuición de
que la raíz del problema estaba en la propiedad del Estado y la clave de
la solución en la inversión privada; que no había que gastar por gusto
y sabía –más claramente que muchos especialistas– cuál era el camino
para solucionar el tema de la cuantiosa deuda pública del Perú.
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EL ESTADO ACAPARADOR
Al final del gobierno de Morales Bermúdez, tras el desastre de la gestión
del general Alcibiades Sáenz, hubo un intento de liberalización que
funcionó hasta cierto punto y que fue liderado por el entonces ministro
de Economía Javier Silva Ruete, gestión que también se vio beneficiada
por un alza espectacular en el precio de los metales. En un salto sin
precedentes, el precio internacional de la plata pasó de tres a cuarenta
dólares la onza, lo que le permitió al Perú recuperar cierta estabilidad
en su ansiada vuelta a la democracia.
Una de las medidas de Silva Ruete consistió en la desaparición del
Registro Nacional de Manufacturas (RNM) que, desde 1971, en un
absurdo afán proteccionista, permitía a cualquier empresa nacional
inscribir un producto ante el Ministerio de Industria y Comercio y
así bloquear la importación de otro similar. Además del RNM se creó
otra Lista de Importaciones Prohibidas que, junto con las primeras,
sumaban alrededor del 40% de partidas arancelarias. Vale decir, los
productos industriales más atractivos para hacer negocios en el Perú
estaban prácticamente prohibidos de entrar al país.
A contracorriente, se implementaron diversas Licencias de
Importaciones, especialmente para insumos del sector agrícola; luego
se abrió el espectro a alguna maquinaria minera y más tarde rebajas
arancelarias a partidas de distintos sectores. Lo cierto es que cinco años
después no existía una lista consolidada de estas restricciones, lo que
provocó también una superposición de normas, de prohibiciones y de
atribuciones para conceder licencias, las mismas que eran otorgadas
por oficinas públicas de sectores y niveles diferentes, creando un
caldo de cultivo ideal para la corrupción y haciendo casi imposible el
control de los órganos pertinentes. Así las cosas, lo único que lograron
estas restricciones proteccionistas fue un significativo retraso de la
industria nacional. Para tener una idea, producto de los aranceles
para los artefactos importados, una buena licuadora llegó a costar el
equivalente a 750 dólares.
Como consecuencia, durante varios lustros, los peruanos nos
conformamos con utilizar las mismas marcas desde los comestibles
hasta la ropa, desde los juguetes hasta las refrigeradoras, desde las
zapatillas hasta los taladros. No teníamos alternativas porque el
mercado era restringido, se producían productos únicos y nosotros
casi no teníamos la posibilidad de elegir. Los zapatos eran Bata, las
pelotas Viniball, los calzones Mochita, la leche ENCI, el jabón Bolívar,
las galletas Field, los helados D’onofrio, el panetón Motta, los uniformes
Polystel, y así en casi todas las categorías.
Pero, por si fuera poco, a partir del gobierno de Velasco, el estado se
apropió de las llamadas industrias estratégicas como el acero, la química
básica, todos los servicios públicos –la generación y distribución
de energía, la telefonía, el agua potable– y, de a pocos, se fueron
sumando mediante expropiaciones las empresas mineras, pesqueras,
petroleras y de transporte. Incluso se crearon más tarde empresas
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que monopolizaron la importación de insumos y la exportación de
productos.
“Uno de mis primeros encargos en el estado hizo que me involucrara
con ENCI (Empresa Nacional de Comercialización de Insumos), que
manejaba casi el 40% de las importaciones peruanas, para hacer un
trabajo silencioso y de choque con los políticos de turno. Lo que nos
tocó fue desmantelar todo ese aparato de control”, anota Mayu Hume,
viceministra de Comercio durante el segundo mandato de Belaunde.
Así como ENCI (1971), se habían creado también otras empresas
que monopolizaban la importación de insumos y comercialización
de productos en los distintos sectores; por ejemplo, la Empresa
comercializadora de harina y aceite de pescado (EPCHAP) en 1970;
la Empresa Comercializadora de Minerales (MINPECO) en 1974, a
través de la que se vendía todo el mineral peruano; Petróleos del Perú
o Petroperú en 1969; la empresa siderúrgica SIDERPERU en 1969; la
Empresa pública de servicios agropecuarios y pesqueros (EPSAP) en
1969, que se dividiría en dos en 1970: EPSA para la parte agropecuaria
y EPSEP para la de pesca y otras más. En 1975, todas estas empresas
públicas controlaban el 50% del total de importaciones y el 85% del total
de las exportaciones del país.
Con el tremendo peso de las empresas públicas en la economía
nacional, el gobierno no pudo distraer su apetito de controlar también
los precios de los alimentos básicos como el arroz, el trigo, la carne y
los productos lácteos, propiciando distorsiones y subvencionándolos
posteriormente. A la par se crearon reglas prohibitivas y diferentes
para la inversión extranjera y se bosquejaron nuevas formas de
propiedad en la industria y en la agricultura, basadas en el supuesto de
que la participación de los obreros en las decisiones y utilidades de las
empresas terminarían con la pobreza.
Antes del retorno al sistema democrático en 1980 el gobierno
militar convocó a elecciones libres para conformar una Asamblea
Constituyente y establecer mediante una Carta Magna un nuevo pacto
ciudadano. Producto de esa elección, la primera mayoría le correspondió
al Apra, bajo el liderazgo de su fundador histórico, Víctor Raúl Haya
de la Torre, quien presidiría la asamblea. En ese horizonte democrático
la economía seguía desplomándose. La inflación de 1978 fue de 75% y
la del 1979 bajó levemente a 67%; sin embargo, seguía siendo muy alta,
pues se estima más controlable si se ubica por debajo del 4%.
Una de las falencias claves de esa Constitución en el tema
económico es que fue elaborada antes de la caída del muro de Berlín y
que, en dos de sus terceras partes, contenía los mismos conceptos de la
anterior, elaborada para una realidad de cinco décadas atrás (1933), sin
considerar un contexto económico y un futuro que ya suponía cambios
acelerados a nivel global. Incluso, esa carta dejaba espacios claros para
la limitación del derecho de la propiedad privada y, del mismo modo,
alentaba la participación empresarial del estado de manera principal e
irrestricta, como era entonces el pensamiento del Apra y de las fuerzas
de izquierda en el país.
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BUSCANDO A QUIEN DIERA LA CARA
Como si se hubieran puesto de acuerdo, consultados por el equipo de
Fujimori, todos los candidatos al Ministerio de Economía argumentaron
que necesitaban llegar, al menos, con un pequeño equipo. Esa respuesta
era lógica porque, entonces, el presidente electo seguía siendo una
incógnita, nadie sabía quién era o qué cosa iba a hacer. De pronto,
un día el mismo Fujimori sacó una sugerencia de debajo de la manga:
Juan Carlos Hurtado Miller. Hurtado había sido su compañero de la
universidad y uno de los pocos representantes de Acción Popular al que
el Fredemo no había tomado en cuenta; es decir, se había quedado sin
casa política. “Él es perfecto –subrayó el propio Fujimori–, va a hacer lo
que nosotros le digamos porque no tiene adonde ir”, remató.
Después de la traumática derrota del Fredemo hubo en sus filas
un desconcierto generalizado, especialmente en Lima, tan es así que
Belaunde les había ordenado a los acciopopulistas que nadie fuera a
saludar al presidente electo. “Yo tuve que increparlo en un coctel
porque en un momento dijo airadamente que no podíamos permitir
que un japonés fuera presidente del Perú. Estaba furioso. Entonces yo
le pregunté directamente si estaba sugiriendo que debía haber un golpe
militar”, recuerda Felipe Ortiz de Zevallos.
Por entonces, Hurtado Miller –integrante del grupo de los
‘violeteros’ de Acción Popular, conformado por los parientes y los más
allegados a la esposa del ex presidente Belaunde, Violeta Correa– había
estado en Buenos Aires y se había presentado en Lima con la intención
de saludar a su recientemente electo ex compañero de la universidad.
Lo llamó a sabiendas de la prohibición del líder de su partido. Cuando se
comunicó con el presidente electo le dijo que él se acercaría a saludarlo
y que lo haría con un fotógrafo para que fuera evidente el desacato.
“En esa conversación Fujimori le comentó a Hurtado Miller que
llegaba de Japón y que debía implementar el programa propuesto por
Rodríguez Pastor durante la gira. Yo creo que, hasta ese momento, para
el flamante presidente el tema de las reformas y de la promoción de las
inversiones privadas era una manera de resolver un problema de corto
plazo”, concluye el propio Ortiz de Zevallos, y no la salida al terrible
entrampamiento político y económico en el que estaba anclado el país.
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LA MALDITA RECETA DEL POPULISMO
Tras una Asamblea Constituyente, el Perú retomó el rumbo de la
democracia en 1980 y se hizo evidente el fracaso real y simbólico del
gobierno militar en su aventura revolucionaria, pues el arquitecto
Fernando Belaunde –a quien Velasco había defenestrado del poder–
fue electo con un respaldo del 45% de los votantes. Ese retorno triunfal
significó también el regreso de Manuel Ulloa a la cartera de Economía
quien, después de haber sido deportado en el 68, juntó a un joven y
dinámico equipo en el MEF. Mientras Belaunde escribía su discurso
para la asunción de mando en la casa de su correligionario Carlos
Tizón; Mayu Hume, Pepe Valderrama y Roberto Abusada, entre otros,
se trasladaron a Paracas para afinar el plan económico junto con el
seductor economista. Entre las medidas previstas en ese plan figuraban
el fin de la reforma agraria, la liberalización de precios, la venta de 172
empresas del Estado y un paquete de normas para abrir nuevamente la
economía peruana al mundo.
Para ello, antes de que se realizara la transferencia de gobierno,
Ulloa le había pedido a su antecesor, Javier Silva Ruete, que traspasara
Comercio Exterior de la cartera de Industria a la de Economía, pues veía
inadmisible que la relación comercial del país con el exterior estuviera
en manos de empresarios que todavía ostentaban ideas proteccionistas.
Del mismo modo, Aduanas también pasó a Comercio con el propósito
de convertirla en un ente facilitador y no en uno con funciones de
recaudación, vale decir, controlista.
En ese tiempo, muchos de los empresarios se habían acostumbrado
a pedirle al estado un ‘arancel altísimo’ para que así se hiciera más
difícil la importación de productos similares a los suyos y ‘arancel cero’
en los insumos para producir barato. “No había ningún sentido de
solidaridad. Entonces se inició un proceso de reconversión industrial,
que fue la base de una industria más competitiva como la actual. Los
empresarios no se daban cuenta de que a mayor protección, a menos
competencia, había menos posibilidades de exportar”, recuerda Mayu
Hume, quien fuera viceministra de Comercio en el MEFC de Ulloa.
El plan del entusiasta equipo económico se elaboró muy rápido,
pues recuperaba los principios de los intentos precedentes de
liberalización, pero sufrió un serio revés cuando se lo presentaron al
presidente Belaunde: “Lo que pasa es que Orrego se va a presentar a las
elecciones municipales en noviembre y no hay que mover mucho las
cosas”. Nuevamente primó el cálculo político, el populismo electorero
y el Perú perdió la oportunidad de implementar las reformas diez años
antes del fujishock. Sin embargo, el equipo económico siguió avanzando
en la medida de sus posibilidades.
Manuel Ulloa era un político ducho, muy inteligente y solía caer
siempre bien parado. Pero en el día a día tenía una seguidilla de frases
que eran incomprensibles como “sí, no, mira, claro, adelante. Nunca
sabías si estaba de acuerdo con un tema crítico; te alentaba, pero de
hecho si las cosas no funcionaban siempre iba a ser tu culpa”, recuerda
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el ahora analista Roberto Abusada. El clima político estaba tan
agitado que nadie quiso ir al CADE, así que Abusada mismo se ofreció
a representar al estado en esa cita. Un par de años antes, contratado
por el Banco Mundial, había hecho un ronda con los empresarios para
sensibilizarlos en torno a la liberalización de la economía. “Hice la
ponencia y Ulloa tomó un avión que aterrizó en el Hotel Las Dunas.
Cuando llegó respaldó ante el empresariado todo lo que dije”, recuerda.
Pero al día siguiente, los periódicos salieron con titulares del tipo
“Enemigo de la producción” , “El nuevo Esparza Zañartu”… Era la época
en la que bastaba un ‘periodicazo’ para tumbar a un funcionario.
Pero más allá de lo que publicaran los medios, las pugnas internas
dentro de Acción Popular ya eran entonces muy intensas. Tanto como
un buen líder, Ulloa era una persona veleidosa, amante de la noche y de
las mujeres y, además, tan necesario como incontrolable para el propio
presidente. Quizá por ello era odiado por Violeta Correa, la esposa de
Belaunde. El ministro fue mandado a seguir por las noches, la prensa
se deleitó con sus aventuras, avivó su leyenda y, al final, precipitaron su
caída. Ante el escarnio público lo sucedió en la cartera Carlos Rodríguez
Pastor Mendoza, quien apenas asumió tuvo que afrontar un momento
muy difícil, un punto de quiebre traumático para el país y que llegó de
la forma más inesperada.
No fue la oposición de las fuerzas políticas rivales, ni la presión de
los empresarios proteccionistas, tampoco la influencia de las fuerzas
contrarias dentro del propio Palacio de Gobierno sino que, en el verano
de 1983, el entonces desconocido Fenómeno del Niño trajo consigo una
catástrofe en la forma de temporales, muerte y destrucción.
Producto de los huaycos, inundaciones y sequías se echó a perder
más del 60% de las cosechas de plátano, camote, pasto, yuca y hortalizas
en la costa norte; se destruyeron cerca de 20,000 casas y cuantiosas
redes de agua potable y alcantarillado, incrementándose en un rango
sin precedentes las atenciones en salud por enfermedades como la
diarrea, el paludismo y otras de las vías respiratorias.
Del mismo modo se bloquearon las carreteras por los derrumbes
de pistas y puentes provocados por los huaycos y las crecidas de los
ríos, elevándose así los precios de los alimentos. La sequía fue el
punto contrastante en la zona sur, afectando a Puno e influyendo
negativamente en la producción agrícola y ganadera de Cuzco,
Arequipa, Ayacucho y Apurímac; sumado a que el influjo de las aguas
cálidas hasta el sur de Lima precipitó la huida de nuestra fauna marina
más hacia Chile, especialmente de especies como el lenguado, tollo,
róbalo o langostinos, cayendo la producción del sector pesquero en un
65%. Esa debacle ambiental significó la reducción del PBI nacional en
12,5%, según los cálculos conservadores de esa época.
“Ese quinquenio fue como estar en un bote artesanal pequeño, en
medio del océano y bajo una tormenta enorme. En esas circunstancias
uno hace de todo para no voltearse. Así fue el manejo económico. Los
problemas empezaron a finales del 82, con el colapso de México y la
crisis de la deuda externa y cuando, en el verano de 1983, sobrevino el
tema del Fenómeno del Niño, ya todo fue desastroso”, recuerda Richard
Webb, quien fuera presidente del Banco Central de Reserva durante el
periodo 1980–85.
Si bien la economía peruana se había estabilizado con el alza en
el precio de la plata a fines de los setenta, nos azotó de rebote la crisis
financiera mexicana en la región y el Perú se arruinó nuevamente. La
población entrada en pánico le exigió respuestas al gobierno y Belaunde
reaccionó, a la usanza de nuestros políticos, con más populismo.
Abusada recuerda que en su juventud, ante la necesidad de
controlar los gastos y las advertencias para implementar un manejo
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disciplinado de la economía, se quedaba pasmado y sin palabras frente a
las respuestas del experimentado presidente acciopopulista a su equipo
económico:
— Señor presidente, estamos gastando 4% del Producto Nacional
Bruto en las empresas eléctricas.
— No hay problema, estamos cambiando débiles soles por
poderosos kilovatios.
— Señor presidente, no tenemos dinero para hacer Charcani IV.
— ¿Usted sabe lo que es un wáter? El wáter tiene esta parte de aquí
abajo y esta otra de aquí arriba, y allí solo falta el tanque, ¿cómo no lo
vamos a hacer?
— Señor presidente, el proyecto Majes es muy caro, nos costaría
mil millones de dólares.
— ¿Cuánto va a producir al año?, repreguntaba.
— No sé, unos cien millones a lo sumo.
— Entonces, ¡¿cuánto es cien, más cien, más cien, más cien…?! ¿Así
no llega usted a mil?
Belaunde era una buena persona, un tipo honesto, un soñador
total, pero también un irresponsable en el manejo económico. Más
allá de la devolución de los medios de comunicación a sus legítimos
dueños –que habían sido expropiados en 1974 por Velasco– no hubo
avances en el desmontaje del sistema productivo del país. Las empresas
públicas siguieron subvencionadas, con tecnología obsoleta y gestiones
ineficientes. Tampoco se terminaron de erradicar aquellas restricciones
que limitaban la conexión comercial del Perú con el resto del mundo
para que, de esa manera, fuera posible propiciar una mejora en la
economía del hogar, en la calidad de los productos y en el precio de los
alimentos. “El tema central es el consumidor. Y todos los sobrecostos de
los alimentos importados, que llegaban a precios absurdos para los que
tenían protección como el azúcar o el arroz, lo único que provocaban
era un gran sacrificio para los más pobres. Lo lógico habría sido abrir
el mercado para que bajaran los precios de los alimentos básicos, hasta
de la leche”, subraya Mayu Hume.
Habría que decir en favor del gobierno de Belaunde que en esos
tiempos todavía no se había iniciado el proceso de globalización, que
seguían vigentes las ideas que trocaron en obsoletas tras la caída del
muro de Berlín, que en la región solo Chile había emprendido ese
camino; pero también, por el contrario, que si entonces hubiésemos
iniciado el proceso, probablemente el Perú de hoy sería más fuerte y su
economía más relevante en la región.
Continúa Abusada, “lo útil ahora sería reflexionar por qué se
pudieron hacer las reformas en los noventa, cuando estábamos de
rodillas, y por qué no con un presidente decente como Belaunde, con
una economía más fuerte, con un mandato político increíble”.
Cabría agregar por qué se nos hace tan difícil reconocer,
comprender y continuar ese proceso que hoy está permitiéndole al
Perú el crecimiento, la interconexión y el desarrollo; y así propiciar un
combate real y exitoso frente a la pobreza. ¿O es necesario sentirnos
agobiados por la hiperinflación y el terrorismo, en la última lona, para
desterrar apetitos de poder y hacer una causa común hacia el desarrollo?
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CAMBIO OBLIGADO EN EL EQUIPO
Ya se había decepcionado con la gestión del gobierno de García que, a
su juicio, estaba destruyendo la economía y éso, sumado a la escalada
terrorista que se extendía al 60% de las regiones en el interior, configuró
un punto de quiebre para él. Vendió su casa y se llevó a sus cuatro
hijas para trabajar temas inmobiliarios en Connecticut. Más todavía,
cuando vio al candidato Mario Vargas Llosa en plena campaña de 1990
anunciando un shock como parte inicial de su programa, sintió que ya
todo estaba perdido. “Ese es un enorme error político –pensó–. Nadie
puede ganar una elección anunciando que va a hacer un shock”.
Alejado de todo y concentrado en su familia, Carlos Boloña Behr
celebraba el cumpleaños de una de sus hijas en Florida cuando recibió
la llamada de Carlos Rodríguez Pastor. “Carlos, estamos con Fujimori
en Washington y quiero que me acompañes”. No acudió a la cita. Estaba
seguro de que el Perú repetiría el camino de Bolivia, que había sufrido
una hiperinflación de entre 100% y 200% por mes, y que él conocía
bastante bien, pues había sido parte del equipo de Jeffrey Sachs, un
economista que fuera asesor en varios países de América Latina y
Europa del Este, y que tuvo la tarea de procurar la estabilización
económica de los altiplánicos. “La experiencia en Bolivia fue para mí
como ver el cometa Halley. Conocí el monstruo de la hiperinflación
por dentro, pero jamás pensé que lo vería otra vez, tan pronto, y nada
menos que en mi propio país”, resume Boloña.
Él había trabajado con Rodríguez Pastor, en 1983, como jefe de los
asesores económicos en la negociación con el FMI, pero se decepcionó
porque, según él, para Belaunde hacer un pequeño ajuste o una
devaluación era como traicionar a la patria. Ni por asomo estaba en
su cabeza aceptar un encargo en el Ministerio de Economía, menos
integrando el gabinete de un proyecto incierto y contrario a sus
fundamentos como el de Fujimori. “Yo ya había visto en Bolivia que
el BCR lo manejaba la Central Obrera Boliviana; su edificio lo tuvo
que tomar la Fuerza Armada porque no dejaban de imprimir billetes
cuando les daba la gana y tampoco de mandar dinero en camiones hacia
Oruro, Santa Cruz y otras partes del territorio boliviano”.
Algunos días después volvió a recibir la llamada de Rodríguez
Pastor. Fujimori estaba de regreso en Estados Unidos tras su gira a
Japón y tendría una parada rápida en Miami. “Lo contravine diciéndole
que para qué perdía el tiempo, que todo iba a ser peor. Rodríguez Pastor
me pidió que, aunque sea por curiosidad, conociera a Fujimori. Tanto
insistió que fui”, sostiene quien fuera el primer economista peruano
con un doctorado en Oxford. El presidente estaba alojado en el Ritz
Carlton y, pese a ya haber tomado una decisión por la vía contraria,
todavía seguía en compañía del equipo económico de su campaña.
— Yo sé de política, tengo mucha intuición y por eso he ganado las
elecciones. No sé de economía, pero sé pensar. Quiero que me digan
cómo se baja la hiperinflación.
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La reunión se dio en una habitación del hotel con los asistentes
sentados en las dos camas. Fujimori le pidió primero respuesta a Adolfo
Figueroa, jefe de su equipo económico, quien argumentó que un día
podría subir el precio del aceite, otro el de la gasolina, más tarde el de
otros artículos de primera necesidad y que con modelos econométricos
y otras medidas podría salvarse el tema. Boloña fue menos técnico.
— La hiperinflación es un cáncer, señor presidente, y el cáncer se
tiene que extirpar. Y tienes que operar con lo que tienes. Si no tienes
anestesia, usas cloroformo, y si no hay un escalpelo, tendrás que hacerlo
con un cuchillo. Pero hay que extraerlo, sino se muere el paciente. El
paciente es el Perú. Las armas que tiene el gobierno son la disciplina
fiscal y la disciplina monetaria: No gastes más de lo que tienes y no
imprimas más billetes de lo que tu economía, sanamente, sea capaz de
digerir. Esto es fácil de decir, pero muy difícil de hacer. Sin embargo,
hay que hacerlo. Esa es mi experiencia.
— Yo no soy experto, pero lo que tú propones, Adolfo, eso no baja
la hiperinflación. Lo que dice el doctor Boloña me convence más.
Fujimori se disculpó porque debía tomar un avión de regreso al
Perú. Boloña pensó que ya había cumplido y se retiró, pero una semana
más tarde lo llamaron pidiéndole que viajara a Lima para entrevistarse
nuevamente con Fujimori. Allí le ofrecería ser ministro de Economía.
— Mire, señor Presidente, la verdad es una propuesta suicida la
que usted me hace pero, veamos, le pongo algunas condiciones. Al
presidente del Banco Central de Reserva lo pongo yo.
— Noooo... Mire a (Richard) Webb cómo no le hacía caso a
Belaunde. Al presidente del BCR lo pongo yo. Eso no es aceptable.
— Señor Presidente, si yo tengo que tapar y usted me pone un
defensa que se dedicará a meter autogoles, eso no va a funcionar. Un
ministro de Economía que no forme buena dupla con el BCR no sirve.
“Así nos pasamos dos días discutiendo, me decía que no fuera terco
y yo le insistí en que no íbamos a poder hacer nada si, al menos, no tenía
de mi lado al presidente del BCR. Al final no nos pusimos de acuerdo”,
recuerda Boloña. Es por esas semanas que Fujimori propondría a
Hurtado Miller para la cartera de Economía, quien luego haría el
shock y daría el famoso discurso del “Que Dios nos ayude”. El shock es
una medida drástica que demanda mucho coraje pero que en términos
técnicos no es muy complicada de ejecutar, pues a lo único que obliga es
a liberar los precios. Además, estaba claro que esa acción iba a afectar
y desgastar a quien liderara la medida en no más de seis meses. Por su
parte, sin darse cuenta, Boloña ya se había involucrado nuevamente
con la agenda peruana, las noticias y las urgencias del país volvían
a acaparar sus pensamientos y empezaría a trabajar más cerca a los
problemas del Perú desde el Instituto Libertad y Democracia.
El proceso de capacitación y ablandamiento, para que Fujimori
pasase de un programa con ideas anacrónicas a otro liberal, fue una
estrategia que funcionó perfectamente pero el ‘cambio de chip’ –como
se refirió la prensa peruana a ese hecho durante mucho tiempo– se
concretó en Japón. “Recordemos que al presidente lo recibió el mismo
emperador japonés. Si el gobierno japonés no le hubiera dicho que de
llegar a un acuerdo con el FMI, ellos apoyarían al Perú, no se le hubieran
despejado las dudas”, sostiene Felipe Ortiz de Zevallos. Cuando se vuelve
a reunir en Miami con sus asesores económicos y con Carlos Boloña,
que asomaba como nuevo ministro de Economía, ya el presidente electo
estaba convencido de cuál era la ruta que le había deparado el destino.
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CÓMO TENER ÉXITO
EN LA QUIEBRA DE UN PAÍS
A mediodía del 28 de julio de 1987, el presidente Alan García dio uno
de sus famosos y grandilocuentes discursos, pero aquella vez su verbo
encantador, si bien encandiló a las masas como siempre, terminó
por escarapelar la piel de los empresarios y profesionales. Desde que
asumió la primera magistratura, su decisión de destinar solo el 10%
de las exportaciones para el pago de la deuda externa peruana había
mantenido, hasta ese momento, más o menos estables las arcas del país.
Pero la medida era una bomba de tiempo. Era previsible que las reservas
nacionales se extinguirían rápidamente por los absurdos subsidios que
se canalizaban hacia las empresas administradas por el estado.
Por si fuera poco, la decisión unilateral de no pagar a la banca de
desarrollo le había cerrado al país las puertas del financiamiento externo
pues, tanto el Fondo Monetario Internacional como el Banco Mundial
tenían un público enfrentamiento con el joven mandatario, quien no
perdía oportunidad para achacarles las desgracias por las que había
atravesado el Perú en las dos décadas precedentes y, particularmente,
en los meses que llevaba como gobernante.
Habiéndose presentado como “el presidente de todos los peruanos”,
la medida había sido saludada en un país que parecía ingobernable y que
en el frente interno debía lidiar con la sanguinaria guerrilla de Sendero
Luminoso, con el narcotráfico, con la corrupción en las distintos
sectores y esferas del estado –especialmente en las fuerzas policiales y
en el Poder Judicial– y con una crisis social que era consecuencia de los
exiguos salarios, el desempleo y la escasez.
Al parecer, la estrategia del enemigo común externo –la banca
internacional– le permitiría a García un primer respiro y el apoyo
popular frente a la enorme agenda interna pendiente y, de paso, le daba
al mandatario un notable rol protagónico entre los demás presidentes
de América Latina. El dinero de los peruanos, decía, no debía utilizarse
solo para pagar las deudas a los bancos internacionales, sino que debía
ser destinado al crecimiento y a la redistribución: “Pagar 10% significa
cambiar los plazos; pagar 10% significa variar de hecho la tasa de interés;
pagar 10% significa recuperar la independencia y la soberanía. Hasta
ahora nos han gobernado desde afuera, comencemos a gobernarnos
por nosotros mismos”, dijo a tres semanas de asumir la presidencia en
un evento sobre la deuda externa organizado por el entonces alcalde de
Lima, y líder de la Izquierda Unida, Alfonso Barrantes Lingán.
Durante los dos primeros años de su gobierno, los apristas se
ufanaban de que el Perú crecía a un ritmo del 10% y, de soslayo,
minimizaban el hecho de que ese crecimiento era a costa de una
inflación del 100%, haciéndole creer al país que sería una bonanza
eterna cuando en realidad se trataba de una ficción insostenible.
Siendo imposible el financiamiento externo por el enfrentamiento
con el sistema internacional, su gobierno se volvió adicto a la maquinita,
imprimiendo dinero inorgánicamente para cubrir el déficit fiscal, lo
que a la larga disparaba incontenibles los indicadores de la inflación.
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Paralelamente, con una lógica totalmente populista, mantenía el
precio del dólar bajo, lo que desalentaba las exportaciones y promovía
la especulación, más todavía en un país que importaba casi todo, desde
alimentos hasta insumos industriales. Tan desprolijo era el manejo de
las divisas que se crearon múltiples tipos de cambio de acuerdo a la
“necesidad social” de cada producto, lo que terminó enriqueciendo
a unos pocos importadores que conseguían licencias para importar
barato –casi siempre mercantilistas cercanos al gobierno– y que, al
final de cuentas, terminaron empobreciendo aun más al país.
El tema principal de aquel discurso televisado de 1987 que
escarapeló la piel de los empresarios, fue el mensaje a la nación de Alan
García anunciando su propuesta de nacionalizar y estatizar todos los
bancos, las compañías de seguros y las financieras que operaban en el
Perú. El estado tenía bajo su administración ya casi todas las grandes
empresas productivas y de servicios del país y, ahora, al carismático
pero corto de divisas presidente, se le había ocurrido que su gobierno
debía administrar el dinero que estaba depositado en las cuentas de
ahorros de todos los peruanos.
Capturado el aparato productivo y el sistema financiero, poco
margen de acción le quedaría a la prensa independiente, que corría el
riesgo de ser estrangulada vía los créditos de la nueva banca estatal y
por la promesa condicionada de la publicidad. Bajo la apariencia de una
democracia se estaban estableciendo los cimientos de un régimen que
concentraría de manera descomunal el poder político y económico, que
en esas circunstancias no tendría oposición posible y que, en palabras
del entonces ministro de Energía y Minas, Wilfredo Huayta, prometía
cincuenta años en el poder.
El riesgo previsible era que esa medida fuera apoyada por los
ciudadanos poco informados pues, en honor a la verdad, en ninguna
parte del mundo los banqueros son seres muy apreciados por las masas.
Y a ello habría que sumarle una suerte de reivindicación emocional
de la ciudadanía frente a una clase empresarial compuesta también
por especuladores y oportunistas que, lejos de generar riqueza,
desaparecían de las estanterías el arroz, el azúcar, los productos básicos
y hasta las medicinas, haciendo mucho más dolorosa la supervivencia
en ese oscuro e inseguro escenario cotidiano.
Poco tiempo más tarde, por la reiterada negativa a pagar la deuda
externa de acuerdo a los compromisos firmados por el estado, el Perú
sería declarado inelegible por la banca internacional y, prácticamente,
pasaría a ser considerado un país paria en el concierto global.
La inflación a fines de 1990 fue de alrededor de 7,600% al año,
2'178,482% acumulada en los cinco años del gobierno aprista, las
reservas internacionales tenían un saldo negativo de 150 millones
de dólares, la recaudación fiscal se reducía a menos del 4%, la deuda
externa era el 60% del PBI y estaba vencida en un 65%, configurando
todo ese cuadro una película de terror en materia económica. En la
práctica, el presidente García le legó a su sucesor un país en ruinas.
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LA MASACRE DE LOS MÁS POBRES
Pero el hecho de que el sistema financiero considerara al Perú como un
país paria era solo una parte de nuestros problemas a fines de los ochenta.
El Perú, como sus vecinos latinoamericanos, había sido históricamente
pobre. Una pequeña clase privilegiada había controlado las decisiones
y los enclaves de riqueza más importantes, a la usanza de los españoles
durante la colonia, pero antes de entrar a la década de los noventa la
situación era diferente: el Perú era mísero y estaba prácticamente
desahuciado. No se veía futuro. Nadie nos prestaba dinero ni invertía
en nuestro territorio.
Peor aún, varias regiones de los Andes centrales estaban devastadas
por la violencia terrorista y por la respuesta temerosa y descontrolada
de las Fuerzas Armadas. Regiones de una pobreza desgarradora como
Ayacucho –donde había nacido el movimiento subversivo de Abimael
Guzmán– junto con Junín, Cerro de Pasco, Huancavelica, Puno y
Apurímac estaban aisladas y ensangrentadas, pues Sendero Luminoso
derrumbaba constantemente puentes y torres eléctricas, causando
zozobra en la población e impidiendo que se desarrollasen actividades
políticas o económicas. Las autoridades, sean alcaldes, prefectos o
jueces de paz eran ejecutados en las plazas públicas y muchas veces sus
cuerpos eran despedazados por granadas de guerra solo por el hecho de
representar el orden y la intermediación entre los campesinos y alguna
instancia de poder.
El terror y el caos eran dueños del espíritu de las personas,
especialmente de los quechuahablantes de las zonas más alejadas. Así
como se bloquearon carreteras y destruyeron puentes, los terroristas
destruyeron también plantas experimentales de agricultura y
ganadería, asesinaban técnicos nacionales y extranjeros, dinamitaban
vehículos de trabajo como camiones y tractores, tiraban abajo costosas
hidroeléctricas y eliminaban el ganado para impedir que pudieran
alimentarse el ejército y los propios campesinos, a los que –ante la
duda– también eliminaban por ser contrarios a sus intereses o por
sospecha de soplonerías.
Según el Informe Final de la Comisión de la Verdad y la
Reconciliación (CVR), en la recopilación de información y análisis de
las causas del conflicto armado durante los años ochenta y noventa,
recibieron reportes de 26,259 personas muertas o desaparecidas y,
aplicando una metodología de estimación de múltiples sistemas, llegó
a la conclusión de que esta guerra no convencional dejó 69,280 víctimas
mortales. El pueblo más golpeado fue el ayacuchano y más del 80% de
las víctimas eran habitantes de las zonas más excluidas y marginadas
de la sociedad, siendo el 55% hombres entre 20 y 49 años. Es decir, se
mató a jefes de hogar, con hijos dependientes y sobre los que reposaban
las responsabilidades económicas y políticas de las familias.
Según la misma CVR se trató de un asesinato selectivo perpetrado
en su mayoría por los grupos sediciosos que pretendían llegar al poder
por las armas. Un número grande de asesinados fueron militantes de
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partidos políticos y autoridades locales que eran parte de la nueva e
imperfecta estructura de un estado que había regresado a la democracia
a principios de los ochentas. De acuerdo a la estrategia de Sendero eran
asesinados para crear un vacío de poder y así facilitar la influencia de
sus propios cuadros.
De acuerdo a la estrategia criminal del grupo subversivo, “todos
aquéllos que podían estar relativamente más conectados al mercado, las
redes e instituciones políticas, regionales o nacionales, se convirtieron
en ‘enemigos de clase del proletariado y del campesinado’ o en ‘agentes
del Estado feudal y burocrático’ que debía ser destruido”, consigna el
Informe Final de la CVR.
La región más afectada fue Ayacucho, en donde se concentraron
las acciones terroristas entre 1982 y 1985 y se ubicaron el 40% de la
víctimas mortales; pero a partir de 1986, el conflicto empieza a tomar
un alcance más nacional, impulsado por el “salto por el equilibrio
estratégico”, como hacía notar Sendero en sus panfletos. Después de
1990, tras la caída de Guzmán y producto de la alianza entre terroristas
y narcotraficantes, el conflicto se extendería con igual intensidad a las
provincias de Huánuco y San Martín.
Durante diez años, Lima se mantuvo casi indolente frente al
conflicto que se desarrollaba en el interior. Si bien sufría continuos
cortes de luz por el derrumbe de torres de alta tensión, lo natural
inmediatamente después en las casas era buscar la radio a pilas con una
linterna para satisfacer la curiosidad del lugar adónde habían puesto
esa vez la bomba. Si al día siguiente no se había reparado la falla, cosa
muy común entonces, lo usual era calentar agua en la tetera y llevarla al
baño para procurarse un baño a oscuras, con balde y con jarrita. Fue por
esa época también cuando empezaron a levantarse los muros y las rejas
exteriores de las casas, con la ilusión de que así la familia se sintiera más
protegida, al costo de aislar los tradicionales jardines exteriores de los
sectores residenciales y, ante los riesgos, también empezó a desaparecer
la cultura de barrio en la ciudad.
En ese entonces, los chicos, literalmente, se quemaban las pestañas
estudiando a la luz de las velas en el comedor, las familias que podían
utilizaban pequeños grupos electrógenos y algunas madres jóvenes
se las ingeniaban para dar de lactar a sus hijos con la ayuda de un foco
conectado a una batería de carro. Cuando había tele, los noticieros
recomendaban cruzar las ventanas con masking tape para contener
las esquirlas de los vidrios reventados por las ondas expansivas de los
morteros, quesos rusos, granadas o coches–bomba. Y así hubiera luz, con
la economía quebrada casi no había comercio ni carteles luminosos, por
eso las calles eran más oscuras y deprimentes. Sobre todo en las noches
de garúa y de toque de queda.
En esas temporadas batallones de los soldados, fusil en mano,
tomaban las calles con tanquetas y camiones portatropas para
asegurarse de que a nadie se le ocurriese aprovechar la penumbra para
desatar sus ánimos violentistas. Incluso, durante largas temporadas se
prohibió la circulación de personas y vehículos después de las once de
la noche hasta las seis de la mañana y, cuando se agravaban las cosas,
la restricción podía adelantarse a las cinco o seis de la tarde e, incluso
alargarse más al día siguiente. El que un familiar no llegara más allá
del 'toque de queda' generaba mucha ansiedad y preocupación en los
hogares, más todavía en una época en la que no existían dispositivos
celulares y la comunicación telefónica era un desastre. De noche, en
caso de emergencia, así buscaras la farmacia de turno, debías circular a
muy baja velocidad por las avenidas anchas, sosteniendo un palo con un
trapo blanco como bandera y cargar tus documentos, pues era la única
manera posible de cruzar los puestos y barricadas de control militar.
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Pero el terror era más intenso en las zonas periféricas de la capital,
en los llamados pueblos jóvenes o conos de la ciudad. Comas, San
Martín de Porres o Villa El Salvador eran castigados frecuentemente
por las huestes de Sendero y sus organizaciones de base amedrentadas
con mensajes expresos o, incluso, con amenazas a los familiares de los
líderes de organizaciones populares como el vaso de leche, del club de
madres o de los comedores populares que se incrementaban en las zonas
periféricas de Lima para combatir el hambre de manera solidaria.
En su afán por infundir terror y crear el caos, cualquier forma
organizada de la población era una amenaza. Por ello, causó conmoción
el asesinato selectivo de una lideresa popular que, aún después de
muerta, siguió siendo un símbolo en la lucha contra Sendero. Cuando
iba rumbo a una actividad del Vaso de Leche, la valiente dirigente y
teniente alcaldesa de Villa el Salvador, María Elena Moyano, de apenas
33 años, fue abatida a balazos por un comando de aniquilamiento
subversivo y, luego, su cuerpo despedazado y descuartizado para que
sirviera de escarmiento. Era un estado de guerra, producto de una
insania mayúscula, que no podemos permitir que asome nuevamente.
En ese país fracturado, con un enemigo al que costaba diferenciarlo
del campesino o del ciudadano común, las Fuerzas Armadas cumplieron
un rol tan importante como cuestionable en su intento por preservar
la seguridad de los peruanos. Si bien en provincias las exigencias de los
soldados eran mayores por la geografía desconocida, agreste, y porque
se enfrentaban con limitados recursos a un enemigo invisible, también
hay que reconocer que durante mucho tiempo nuestras fuerzas
improvisaron en la refriega, pues no llegaban a comprender a quién
se enfrentaban, demoraron en hacer un trabajo serio de inteligencia y
generalmente se limitaban a reaccionar a lo que proponía un enemigo
camuflado, esquivo y que parecía andar siempre dos pasos adelante.
Por parte de las Fuerzas Armadas, las víctimas alcanzaron el 7%
del total reportado por la CVR, militares y policías que dieron sus
vidas en acciones de combate, atacados por sorpresa o emboscados en
pleno patrullaje, mientras cumplían la misión de rescatar al país de la
demencia terrorista. El 85% de ellos tenía un grado igual o menor al de
capitán y, en su mayoría, pertenecían al Ejército y a la Policía Nacional.
Entre 1991 y 1993 se registró el 42% de víctimas de las fuerzas del
orden, cuando Sendero se posicionó en las ciudades, especialmente
en Lima, y se hizo frecuente la detonación de coches–bomba frente a
cuarteles, dependencias públicas, comisarías, bancos, embajadas,
residencias de autoridades de gobierno, de políticos e, incluso, en
barrios residenciales. Recién con la explosión del coche–bomba de la
calle Tarata en Miraflores, la noche del 16 de julio de 1992, se remecería
la conciencia de la capital. La explosión de dos vehículos, con 250 kilos
de anfo cada uno, mató a 25 personas, hirió a más de 200, afectó 400
negocios y causó daños en 183 casas y en 63 automóviles.