2. Herrumbre 1
1
Escribimos a dos manos, no a cuatro. A cuatro escriben los cuadrúmanos, una especie extraña
inventada por los que escriben con una. Eso sí, caminamos en dos piernas y bailamos en todas las que
nos alcancen, aunque lo usual es que nos digan "vamos a echar un pie". Somos ligeros, de equipaje y
de vida, y escribimos porque nos encanta, muchas veces sin sentido -no como ésta, claro, que tiene
todo el sentido del otro mundo, de ese donde somos cuatro que escribimos siempre a dos manos y
bailamos en cuatro pies.
3. Herrumbre 2
2
Una raza torpe viene con tropiezos entorpecida. Cruza las esquinas como si de trincheras se tratara.
Una raza torpe canta y lanza melodías como torpedos y baila y lanza zapatazos como balas de plata
para cazar hombres lobos. Esa raza no vive en los inviernos ni escancia en los veranos. Una raza torpe
es utópica y apuesta a la anulación de la torpeza. Una raza torpe escribe torpedezas y luego cierra los
ojos para no escuchar.
4. Herrumbre 3
3
Hay que pagar impuestos y puestos a pagar lo mejor es correr por la avenidas, evitar los maléficos
senderos donde pastan los hombres de largas gafas y extrañas geometrías. Dancemos en un pie y
paguemos en dos manos. Somos la raza torpe que enriquece a los inútiles. Dancemos y paguemos,
derecho de frente, derecho de lado, derecho de fondo, derecho al derecho y al maltrecho por donde
huiremos puestos a pagar, impuestos de todo, beneficiados de nada.
5. Herrumbre 4
4
Maltrechos, duermen en las esquinas como parias, como perros abandonados, como ratas que no
duermen en las esquinas sino en los agujeros de los restaurantes donde comen, maltrechos, la reina y
el comendador. Maltrechos, duermen, dormitan, desalman, los que vienen de lejos y llegan de cerca,
por los balaustres, por las ventanas, por las palabras que escribimos, siempre a dos manos -aunque
tengamos cuatro-, mientras maltrechos y descontentos vamos a echar un pie.
6. Herrumbre 5
5
Turnos exactos. Ella los cumplía, él también. Ella coleccionaba palabras, él también. Ritmos exactos.
Ella dejó la calle por las horas diurnas en la taquilla de un cine de pueblo. Él pasó a vender periódicos
en el kiosco de la esquina durante las funciones nocturnas. Ambos se distanciaron con la llegada de la
tarde y ya para la noche eran dos extraños. Vidas exactas. La de él como un hombre ordinario que saca
crucigramas antes de echarse una siesta. La de ella como la de él, un él que es ella para aniquilar la
ordinariez de tanta exactitud.
7. Herrumbre 6
6
Rayos y centellas. Batman. Hombre murciélago, piélago, batipelágico, donde la luz comienza a
escasear. Eso aseguraba aquella extraña lectura en la que se había concentrado por falta de una mejor
alternativa, porque ni los libros ni la prensa eran parte de sus aficiones. La TV sí, y sobre todo las viejas
series de superhéroes. De hecho, soñaba con ser uno y hasta había diseñado un traje fantástico para
vestirlo por las noches. Rayos y centellas, truenos y relámpagos. Catman. Hombre gato. Listo para
cazar ratones a las dos de la madrugada. Batman, Robin y el amor acuoso y sombrío de las horas
oscuras. Dejó de leer cuando pensó en esto. Corrió a su casa y ya agotado se colocó el traje y maulló
toda la noche bajo la luz de la luna.
8. Herrumbre 7
7
Ellos eran grandes y sin embargo rodaron. Se fueron de bruces. Mordieron el polvo. Cuatro manos no
bastaron para evitar la caída. En algún momento dejaron de hablar y la gente a su alrededor quedó
petrificada, como hechizados por la mirada de la Gorgona. Grandes, autosuficientes, invencibles e
invisibles. Imbéciles también por no prestar atención al cruce de las calles, al acecho tras los árboles.
Ellos se nombraban a sí mismos con palabras fulgurantes. Ese fue su error, porque todos sabemos que
el fulgor no alcanza más allá que la sorpresa del destello. Ahora son sólo ceniza esparcida entre los
dedos de los falsos profetas y verbo repetido en las arengas de esquina.
9. Herrumbre 8
8
Siempre hay una primera vez. Y también una tercera y una cuarta. Segunda no. Las segundas veces
sólo suceden una vez y él estaba consciente de ello. Por eso cuando ella le pidió que se fueran a la
cama, él quiso cerciorarse de que había sido la mujer de la noche pasada, aquella con la que había
jugado póker por primera vez. Temía que todo fuese un engaño y que el par de ases que guardaba
entre las manos no fuera suficiente para contener la rabia. Buscó entonces su mirada y la encontró
perdida entre las luces del techo de aquel hotelucho de esquina. Siempre hay una primera vez, nunca
una segunda -pensó- y le resultó irónico volver sobre esa idea, mientras afuera se hacía la fila para
entrar a la habitación y aliviarse con los servicios de aquella puta. Él terminó de vestirse entonces y
arrojó algunos billetes sobre la cama. Ella los tomó con cierta laxitud, contó y revisó cada uno como si
se tratara de una cajera de banco y luego le dijo que no, que era la primera vez que lo veía, que de su
rostro nada le resultaba familiar. Él abandonó la habitación, pasó cerca de los hombres en la fila y notó
que todos eran jugadores de póker y lucían los mismos gestos y cicatrices que él. Aquello sería un
eterno encontrarse siempre en las segundas veces de su única vez.
10. Herrumbre 9
9
La rutina de siempre. El pasar de los días escondido tras la máscara y el nudo Windsor. El maletín, los
papeles, el banco, las cuentas por pagar. Había dejado de contar historias. Había dejado las serpientes
dormidas en el cesto y también las calles por donde solía caminar y hacer malabares para maravilla de
todos. Ahora sólo hacía bares a las cuatro de la tarde, par de tragos, propina al buen barman, cara
lánguida a la salida, chicle de canela en el camino de vuelta a la oficina, entrada al baño, ajuste del
Windsor, ajuste y ajuste, ajuste, ajuste, amarrado al ducto del techo. La rutina de siempre, pensar en la
libertad y no ejecutarla, escondido tras la máscara y el temor, sin ánimo siquiera para echar un pie.
11. Herrumbre 10
10
Hay polvo en el aire. Ellos que son extraños lo detectan. Evitan las esquinas de las habitaciones y no
miran al techo. Escuchan el maullido de los gatos y lo que parece un lamento de lobos por la
madrugada. La casa es antigua. También el jardín y el patio. Algunos cambios, aquí y allá, arriba y
abajo, paredes y piso, ventanas y puertas, revelan el laberinto. Hay sombras en el aire y ellos que son
de luces lo iluminan, dan los pasos necesarios, medidos, en la trayectoria de quien revisa a conciencia,
de quien indaga y descubre. Pasan los dedos por las cerraduras y entienden. Hay herrumbre. Hay
silencio. Hay polvo en el aire y todo se desvanece entre las motas y los hilos de Ariadna.
12. Herrumbre 11
11
Once. Veintidós. Cuarenta y cuatro. Herrumbre. Un silencio se cuela luego del último conteo y del
chirrido que llega desde los portones del patio. Misterio. Suspenso. Toda la noche fue de los hombres
lobo. Aullidos siniestros, maldiciones, zapatazos sobre las cabezas. Todo parecía, sin embargo, un
juego. Ella lo supuso así y le llamó por teléfono. Le dijo amor, cuéntame una historia hermosa, tengo
miedo. Él no supo qué responder de inmediato y sólo atinó a contar numeraciones extrañas. Once.
Veintidós. Cuarenta y cuatro. El chirrido de nuevo. Un viento fuerte y helado. Un jadeo. Una fiera que
muestra la dentadura imponente. Y él frente al espejo en la inevitable mutación de sus sentidos, maúlla
y canta, baja la cabeza y se entrega. Amor, no puedo, he comenzado a morir en las fauces de un lobo.
13. Herrumbre 12
12
Toma una ducha a las tres de la madrugada. A esa hora sobran las palabras, sobran siempre las
palabras. En silencio deja que el agua tibia recorra su cuerpo. Observa el calendario que tiene enfrente
y corrobora que es martes 13. No es supersticioso, pero por si acaso evitará mirarse en el espejo y
pasar por debajo de una escalera. Maúlla el gato, pero es de color blanco, no hay problema. La
madrugada es fría y también es un lugar común para los que se retiran de forma silenciosa. Hay
millones de cuartos, siempre hay millones de cuartos en donde alguien se retira en silencio, abandona
el lugar con sigilo, se escabulle entre las sombras. El vapor del agua empaña los espejos, no tendrá
dificultades en evitar mirarse, su reflejo rehusará cualquier proyección, tampoco habrá palabras para
describirlo, no esta vez, no esta madrugada cuyo cuerpo se escancia a la orilla del miedo, mientras él
termina de ducharse, seca sus heridas, coloca una escoba tras la puerta y comienza a delinear, de
memoria, el contorno de sus ojos y el tenue trazo del día por venir.
14. Herrumbre 13
13
Tormentas. De este lado del tiempo comunes son las tormentas. Nosotros nos guarecemos bajo los
árboles del patio a cada estruendo en el cielo. Ellos no. Ellos danzan y ríen en mitad de la calle. No le
bastan sus cuatro pies para dar gusto al frenesí. Aquello es un aquelarre. Las tormentas se apoderan
del tiempo, lo oscurecen, lo hacen confuso, ruidoso, imponente. Nosotros corremos. De los árboles del
patio vamos a los quicios de las puertas en la cocina. Vemos huir las ratas. Escuchamos aullar los lobos
y un agudo zumbido se instala en nuestros oídos. Somos ahora parte de todo y todo nos transforma en
piezas de lo turbio. De este lado del tiempo son comunes los desquicios (ya se habrán dado cuenta).
Ellos danzan. Ellos ríen. Ellos engañan. Nosotros somos el miedo.
15. Herrumbre 14
14
Ya veremos cómo cruzamos las calles. Ya veremos cómo saltar el zaguán y colocar las jarcias. Ya
sabremos cuántos navegantes nos acompañarán en esta extraña aventura. Tendremos lectores, sí.
Alguien que nos lea será suficiente. Alguien que sufra lo que sufrimos a través de las palabras y el
silencio, y el juego. El juego, sí. Ya veremos cómo se impone la cordura, cómo recomponemos el
tiempo mientras afuera, allá distante, bien lejos de nuestros brazos, alguien rebusca entre los libros las
viejas palabras que nos bautizaron.
16. Herrumbre 15
15
Una vez le contó a alguien de la aventura y fue suficiente. Su relato abrió las puertas del infierno.
Monstruos del sueño se instalaron en la memoria de aquel que lo escuchó y ya más nunca volvió a ser
él mismo. Otro, sin embargo, se colocó en su lugar, aunque con rostro parecido y una vestimenta
prestada. No tenía aquel hombre ni una moneda para abastecerse. Mendigó por las esquinas, durmió
bajo los árboles al ras de las aceras, compartió desperdicios con las ratas y los gatos callejeros. Una
vez observó que alguien le tomaba una foto y quiso saber el motivo. Aquél le narró una historia
aventurera, pero larga y llena de extraños demonios y entonces tuvo que matarlo, exterminarlo del todo,
como si del brote de una peste se tratara. Hecho esto pudo soñar que era alguien, ese otro, demiurgo y
profeta, bautista, fundador y cofundador del peligro y de la locura de todos los otros que terminaban
siempre por ser él.
17. Herrumbre 16
16
Lo sabemos, el resto huye en estampida o hace fiestas como ratas. Los otros, los que no pertenecen,
quedan en mitad de la calle, heridos y solitarios. El resto repite orgasmos con las arengas y el alarido de
los profetas. Los otros piensan y conspiran, desean, aspiran, entristecen. El resto marcha alegre y se
besa, se acaricia e ignora la herrumbre tras las puertas. Los otros se oxidan en la espera.
18. Herrumbre 17
17
Bien organizados, marchamos. A paso de vencedores por la calle del medio. Contamos, uno, dos, tres,
y cantamos una marcha conocida. Uno, dos, tres. Nos saludan. Saludamos. Nadie se oculta, nadie nos
oculta. No nos detendrán barreras, barricadas, ni silencios. Uno, dos, tres, paso firme, consignas al aire,
puños, charreteras y antiguas memorias. Nadie tropieza. Todos son ágiles y están bien entrenados.
Todos firmes en sus cuatro pies cruzan las trincheras como si de esquinas se tratara. Uno, dos, tres.
Oscuros y orgullosos de su avance hacia la herrumbre.
19. Herrumbre 18
18
Maúllan los lobos y no hay luna llena. Aúllan los gatos y las ratas escuchan extasiadas. La ciudad se
aferra a estos extraños designios. Vagan por sus calles y callejuelas sombrías putas, hieráticos
mendigos, fablistanes y asesinos. Solo una tarde de alcohol basta para la recomposición del caos, pero
hay ley seca, tránsito seco y muerte agria. En la morgue retumban los cadáveres que no se levantarán
jamás. Las marchas son de otros, quizás tan muertos como ellos y torpes. Los lobos suben a los muros
y desde allí mueven la cola y se lamen. Los gatos se juntan, olfatean y acechan. Las ratas se han dado
cuenta y deciden ocultarse en los recovecos y callejones. Hombres de una raza torpe avanzan y
conquistan, sin percibirlo siquiera.
20. Herrumbre 19
19
Él lo había dicho, advirtió sobre la posibilidad del desencuentro, pero no hubo quien prestara atención a
sus palabras. Entonces cayó la tarde y calló la ciudad. Se hizo la hora del bochorno y todos cerraron las
puertas y las ventanas, se encerraron dentro de sus casas, de sus oficinas, de sus tiendas y negocios.
Esperarían que transcurriera el tiempo, que los relojes impusieran el ritmo con sus tic-tacs, y que los
otros, los que debían llegar liberados de la herrumbre, comprendieran. Él, sin embargo, decidió
quedarse afuera, en mitad de la calle. Él solo sería el comité de bienvenida. Sin prejuicios y sin miedo
estrecharía sus manos uno a uno, aunque le llevara toda una generación acabar con aquel rito. Él sería
el ejemplo y el ejemplar, y los otros, los que llegaban ahora decididos y ufanos, ufanos y pudientes, se
echarían a bailar.
21. Herrumbre 20
20
Eran como unos niños, bastardos. Se echaban a bailar de inmediato y con cualquiera. Danzaban toda la
tarde. Nunca en la noche, porque eran como unos niños, pomposos. Brincaban. Hacían pucheros. Y
dormitaban cada tres horas. La fiesta no era para ellos, que eran como unos niños, ligeros. Por eso
nadie los tomaba en cuenta, no para las cosas serias, aquellas consideradas adultas, como la de
erradicar la rabia y el sosiego, por ejemplo. Y ellos, que eran como unos niños, tardíos, nunca
entendieron por qué y se quedaron en mitad de la calle, maltrechos, mientras el resto no paraba de
echar un pie y arengar las hordas con la profética cualidad que el silencio cobra durante las
madrugadas.
22. Herrumbre 21
21
Es todo lo que sabemos, somos convidados de piedra. Nada hablamos. No existen palabras que nos
descubran y por ello, ocultos tras las puertas, soportamos el llanto de los que no conocemos. Vendrá
luego alguien y nos hará entender. Golosinas y café completarán nuestra estancia y nuestro silencio.
Somos así, quebradizos. Por eso nadie nos toca, nadie nos ve, aunque seamos cuadros colgados en
las paredes para deleite de todos. Pero todos huyen, dan la vuelta, ignoran nuestra rabia al
enfrentarnos apenas por segundos. En realidad somos niños, malcriados, todos lo saben. Convidados
de piedra, niños, maltrechos en las esquinas de nuestras almas, viejos, envejecidos, extraños,
fenómenos de la locura y de las palabras absurdas que también se quiebran cuando las pronunciamos.
23. Herrumbre 22
22
Nadie ha sabido decirnos, nadie ha sabido contarnos, cuál es el silencio que impera en los bosques, ni
por qué. Cómo, cuándo y dónde callaron y cayeron los árboles y sus ramas. Cómo, cuándo y dónde
triunfaron los leñadores, que ya no hacen leña, ni fuego, ni nada. Nadie ha sabido explicarnos dónde
quedan las ciudades, ni sus calles, ni sus esquinas libres de ratas y de mendigos. Nadie que no esté
dolido o marchito, absorto en mitad de un sueño, ha sabido encontrarnos entre las horas de las falsas
tormentas para redirigir nuestra marcha. Somos una raza torpe que avanza y canta y ríe y calla cuando
escucha el estruendo de sus pasos perdidos.
24. Herrumbre 23
23
Los otros no nos hablan, no se dirigen a nosotros porque como siempre, huyen. Y nosotros no los
escuchamos, no prestamos atención a sus señales porque como siempre, huimos.
25. Herrumbre 24
24
Todas las mañanas despierta al sonido de la diana, después de haber tenido el mismo sueño cada
noche. Él es un ave y vuela. Ella repta sobre las ramas de los árboles y se lanza contra él cuando lo
tiene próximo, digamos que a tiro. Alrededor, fuera del sueño, ambos son sólo dos enamorados que
marchan y esperan, todas las mañanas, a que pasen los sueños tristes.
26. Herrumbre 25
25
Las apariencias engañan y el engaño acosa, y él es artífice del acoso. La cosa es que estaba atento,
como siempre, al tintinear de las monedas en su arca. Veinticinco, cincuenta, cien tintineos y recordaba
el pasado, cuando apenas le alcanzaba para un bollo de pan y media taza de cerveza. Ahora cuenta y
sonríe, la satisfacción también engaña, y él también es artífice de ésta. Mira alrededor antes de
levantarse, se acomoda la solapa de la chaqueta, se coloca los lentes oscuros, toma el bastón con
firmeza y sale a mendigar las monedas que harán sentir alivio a los que siempre huyen, los otros,
aquellos que del engaño son apenas la apariencia.
27. Herrumbre 26
26
Herrumbre, solapa, destierro. Marcan los pasos con tiza, el contorno de los cuerpos desahuciados en
las calles. Se ha acabado el carnaval y hay quien anuncia el fin de toda fiesta. Pocos lo creen, es difícil
de aceptar en un territorio que ya fue tan rico. Pomposos, los señores de los cantos y las falsas
esquinas que se ocultan tras las sombras y el rechinar de los portones, callan y esperan. Herrumbre. Y
a pesar de todo vestimos nuestros trajes de gala, de solapas bien planchadas, y vamos a echar un pie.
28. Herrumbre 27
27
Ellos son los que caminan entre la bruma. Trajeados siempre de gris, con aros en las orejas y
perforaciones en la nariz, cualquiera diría que son una nueva raza, pero son ágiles, se mueven con
soltura y sigilo y son expertos en mezclarse con el tumulto. No existe quien los haya señalado alguna
vez. Son hombres, no hay duda. La anchura de sus espaldas y la altura de sus hombros lo revela.
Alguna vez puede que haya habido alguna mujer entre ellos, pero su fin fue siempre procreativo. Ellas
nunca caminaron en la bruma, ni se trajearon de gris, ni perforaron sus orejas y narices. Tampoco eran
ágiles. No, ellas venían de una raza torpe y se dedicaron a engendrar a estos hombres, que se mueven
entre la bruma y murmuran. Sus voces son un murmullo y sus pasos un adagio sobre las largas
esperas. Y entonces hay días en que la bruma se disipa y ellos quedan al descubierto, extensos y
paralizados, robustos y trepidantes, a punto de estallido, hasta que alguien grita y el viento los
arremolina como en un carnaval de hojas marchitas.
29. Herrumbre 28
28
Veinte corazones laten en mitad de la avenida. El vehículo acelera, ruge, revienta la furia y llora. La
partida es de dos. Uno llega. El otro ha dado la vuelta y huye. Era de esperarse, así son los hijos de la
herrumbre.
30. Herrumbre 29
29
Olor a mandarina y a distancia, a atrevimiento, desafío, a niñez. Olor a cosas lejanas, de esas que se
miran desde las ventanas ajenas como si fueran propias. Alegría, sonrisa suave, suave satisfacción.
Olor a baile, a ella, al primer amor. Todo le llegó de un soplo en el exacto instante en que terminó de
cruzar la esquina y el resto del mundo dio la vuelta sobre si mismo para no encontrarse más. Olor a si
mismo también, con música, sin llanto, por primera vez sin llanto, desde que el propio desafío de
quererse comenzó.
31. Herrumbre 30
30
Le corresponde al vacío llenarse y a los que lloran secarse las lágrimas. La vida es así de simple. Unos
van y otros vienen, de una esquina a otra, de un instante a otro, mientras el resto observa, se rasca la
barbilla y añora el tiempo de las desigualdades. Le corresponde al vacío llenarse, están seguros, y
entonces dan cuatro pasos a la izquierda y revientan a patadas los cuerpos abandonados en medio de
la calle. Esto es una historia absurda, una bofetada sin sonido, un texto cualquiera que los impacientes
leen para olvidar. La vida es así de simple y repetitiva.
32. Herrumbre 31
31
Hay una trayectoria de tiempos, de años. Él lo sabe. Ella lo sabe. Y se dan la mano. Buscan los
resquicios, los mínimos indicios, los lugares libres, y corren, corren, corren, como si fueran los últimos
testigos del último testimonio de la soledad. Luego, muy luego, aparecerán los otros y arrastrarán
cadenas para demostrarles que la herrumbre pasa, que el destino no es más que una amenaza
detenida a la orilla de los días, y ya.
33. Herrumbre 32
32
Mas, ¿cómo es la vida de un hombre que crece, descansa y olvida? Y oscurece. ¿Cómo es la vida de
un hombre que danza a cuatro manos y a cuatro pies? ¿Qué misterios le aguardan? ¿Qué desafíos le
preceden? ¿Cuántas esquinas habrá de encontrarse para entender que la sorpresa es un instante y el
hastío la eternidad?
34. Herrumbre 33
33
Son cuatro y alientan el miedo. El aroma a café los recibe cada mañana. El largo frío de la noche los
enmienda, los corrige, los embalsa. Y ellos andan, de a poco, por las aceras. Toman una taza de café
puro, cerrero, sin azúcar; la toman de un trago y observan, a la derecha, a la izquierda, arriba, abajo.
Nada hay que los impida. Y salen. Recorren las calles, buscan. Son cuatro y llevan martillos y azadas.
La herrumbre será con ellos. Con ellos el fin.
35. Herrumbre 34
34
Los otros están allí porque saben. Saben quienes los colocaron. Saben dónde los colocaron porque
saben. Y saben del sabor último de la derrota, amargo -lo sabemos-, mientras la victoria sabe a fiesta
de otros, porque nosotros, que hemos sido siempre los mendigos, los lamedores de esquinas, las ratas
que reducen al silencio su chillido, sólo sabemos de esas huidas sordas y de las horas en que nos
convidan siempre, siempre, siempre, y sólo, para echar un pie.
36. Herrumbre 35
35
El baile no les pertenece y lo han descubierto con demora. Son solo figurines en la trastienda, que
encienden cigarrillos para pasar el rato. Nada decepciona más y por ello ya no quieren volver. Se
acostumbrarán, pero la resistencia les otorga un poco de sentido, algo de vida. Igual intentan unos
pasos, el inicio de una rumba. Un, dos, tres, cuatro. Un, dos, tres, cuatro. Un, dos, tres, cuatro. Luego
se agotan, consideran lo inútil, miran atrás y recuerdan las viejas esquinas, las largas calles, las
marchas interminables, y reintentan. Un, dos, tres, cuatro. Un, dos, tres, cuatro. Un, dos, tres, cuatro.
37. Herrumbre 36
36
Andar así, con las piernas dormidas, no es su costumbre. Costumbre de raza torpe es torpedear los
aderezos del caldo, las cuentas de la abuela, las danzas en las esquinas, y luego desaparecer con los
rezos al hombro y un sinfín de maldiciones. Andar así, como a destiempo, es asunto de otros, quizás de
él y de ella detenidos a las puertas de un cine de barrio por el fulgor de la nostalgia. Andar así, casi a
cuenta gotas, hasta en la escritura, es solo cosa de la herrumbre, que ya llega, que no espera, que
adereza, que silencia, que es tontura.
38. Herrumbre 37
37
Sabor a mandarinas regadas por los patios y una mirada larga, sostenida en el tiempo. Eso era, por las
tardes, cuando se acordaba de ella, danzando a la deriva.
39. Herrumbre 38
38
Todos dormimos de pie. No nos importan las marchas conjuntas, ni los desvaríos, ni las fantasías de
hombres lobos o gatos que aúllan a las dos de la madrugada. Andamos, como muertos vivientes, como
eso que llaman zombis, arrastrando los pasos por las márgenes de las aceras y comemos, de cuando
en cuando, alguna rata de esquina. Todos dormimos de pie y somos la nueva raza que renace de los
días cansados.
40. Herrumbre 39
39
Él no sabe qué decir, aunque la alcanza. Le da un toque ligero en el hombro derecho. Ella voltea,
sonríe. Él no sabe qué decir, aunque la arrastra. La toma por la muñeca izquierda, le da la espalda aún
sujetándola y corre. Ella lo sigue a largos pasos. Él no sabe qué decir, aunque la arroja. Se detiene de
golpe y de un impulso la hala y la lanza hacia el frente. Ella, de tan ligera, levanta vuelo. Él la ve partir y
dice adiós y no un te quiero.
41. Herrumbre 40
40
Escasos somos todos los que bailamos. La fiesta termina dentro del marco de un cuadro colgado en la
pared, sin firma, sin autor reconocido. Escasos los silencios también, pues todos hablan y dicen y
cantan y delatan, las marchas, todas las marchas, hasta las de mediodía donde todos damos la cara.
Cuadrúmanos somos y sabemos de equilibrios y escrituras erradas, de falsedades y delirios. Somos
esa otra especie que a nadie le importará cuando la fiesta por fin se acabe.
42. Herrumbre 41
41
No hay salida, dominan los falsarios, que de tanto canto y sirena marean, aturden, contagian. No hay
salida, mis amigos. El enemigo avanza, dentro de nosotros mismos, y cultivamos la necesidad de
creerle. Por eso avanza y sonríe y se posiciona con chistes fáciles, con fácil simpatía. No hay salida,
este parque es de los truhanes, de los de siempre, de aquellos que sí saben vender las falsas puertas y
el desencanto.
43. Herrumbre 42
42
Dime dónde concluye tu borde, el principio de tu abismo - pidió a ella, mientras estaban a solas. Es
aquí, donde principia tu sombra, el final de tu locura - respondió. Dame un beso y calla. Calla y cae. Cae
y hazte dulzura en mí - le dijo justo cuando comenzaban a poblarse. Voy, pero seré solo boca y labios
para tomarte, para beberte y morir contigo a la mitad del delirio. Vale, hagámoslo, con una palabra única
y distinta, profunda y humana, sola. Hagámoslo, donde concluye tu borde y principia mi sombra, en ese
espacio justo y a ratos ajeno, que no nos pertenece, que se escabulle. Hagámoslo, aunque seamos
tantos que ahora somos todo y nada nos sobra. Hagámoslo y dime dónde concluye tu sombra, sola.
44. Herrumbre 43
43
Ellas caminaron por el parque, tres, cuatro pasos, luego dieron la vuelta en la primera esquina y
olvidaron el mundo que, detrás, les reclamaba su ausencia. Ellas golpearon tres, cuatro veces, la puerta
de aquel condominio, nadie les abrió, y entonces debieron seguir su camino, bajo el sol tenue de la
tarde. Se detuvieron luego en una cafetería, a tres, cuatro calles de allí, ordenaron café y galletas;
bebieron, comieron, y dieron la vuelta al mundo en tres o cuatro palabras, mientras el parque, la
esquina, la calle y el café dejaban atrás las horas y los días. Ellas fueron las dos de la tarde, las tres, las
cuatro, el tiempo que no se para, que no replica, y que no falla.
45. Herrumbre 44
44
Un niño vio cuatro caballitos de madera, eran ponis salvajes. Cuatro juguetitos que calzaron el silencio
de la tarde y se fueron al trote por el borde de las aceras. Evitaron siempre la mitad de la calle, ese
ancho espacio de la desidia. El niño supo, pronto, temprano, los humores de la pérdida. Vio partir a los
cuatro caballitos de madera sin un relincho y se sentó a la orilla de los días con su cara triste, con sus
ojos aguados. Nadie supo entonces de los rigores de la marcha, ni de la historia de los mendigos, ni del
amor de aquellos que atravesaron la calle tomados de la mano, ni del sabor a mandarinas regadas por
los patios. Aquel niño no tuvo nada que ver con fiestas, ni con pomposidades, ni con olor a cosas
lejanas, tan sólo se quedó allí, sentado, para ver a los caballitos partir y a la ancha calle y al mar
sucumbir bajo el peso de la herrumbre y la llama de sus pies.