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IDEALISMO
SaMun
I. Definición general
En filosofía, el i. en sentido lato designa una actitud fundamental teórica, que puede por de pronto
definirse como sigue.
1. En la consideración de la realidad, que comprende lo semejante y lo dispar, lo igual y lo distinto,
la intención del i. se dirige a lo universal, que es común a muchos objetos particulares, al orden
dominante que abarca a muchos y los incorpora al todo de la realidad, a aquel concepto que
permite comprender lo múltiple. Lo universal es mirado como lo permanente, duradero y esencial,
frente a la particular y accidental, que es pasajero; y por tanto, recibe la primacía lo mismo en
cuanto al ser que en cuanto al conocimiento.
2. Por analogía con el ser «sensible», lo universal se interpreta como idea (eídos, idéa) o forma
fundamental invariable, que es común a muchos particulares, como la visión o el espectáculo
constante que se ofrece a la mirada espiritual (suprasensible) la cual se eleva por encima de lo
particular y alcanza lo universal. El pensar es interpretado primariamente como mirar o ver puro (a
diferencia, p. ej., del «oír» bíblico), y el concepto como el perfil de la esencia espiritualmente vista.
Sólo en virtud de la mirada y visión inmediata del pensamiento es posible y necesaria la referencia
constante de lo visto entre sí, y toda esa referencia tiene a su vez por objeto «evidenciar» el orden
de estas formas (ideas) esenciales.
3. Aunque no se da cuenta de ello en todas las etapas de su propia exposición histórica, el i. se
funda en el supuesto especulativo de que lo visto y la mirada, la esencia contemplada
teóricamente y el contemplar espiritual, la idea y el pensamiento, son idénticos en su acto por
razón del ser mismo, que es espiritual y, como «luz», ilumina tanto la idea como el pensamiento.
Del mismo modo que el ser se dispersa y limita en los múltiples modos fundamentales
(«esencias») de la realidad, así también, en la contemplación de éstos (y, por ende, en aquella ->
reflexión ontológica que filosóficamente se llama -> «espíritu»), él vuelve siempre hacia sí mismo,
hacia su unidad e infinitud. Aquí no queda aún decidido cuál es el lugar en que ser y espíritu se
hallan en la suprema plenitud de su identidad, ni, por tanto, para quién se muestra la idea como
tal y quién es primariamente el pensante (lo divino, el Dios transcendente, la subjetividad
intramundana, etc.).
En este sentido general, el i. es la forma fundamental de la filosofía occidental como ->metafísica,
cuya cuestión sobre el ser del ente, en cuanto mirada (a la luz del «ser» o de la «razón») más allá
del ente en busca de su fundamento, contempla principalmente el contorno esencial del ente y la
ordenación esencial de los entes en el todo. Así entendido, el i. comprende también el llamado
realismo, en cuanto éste afirma el ente como res, como la realización individual, independizada,
de una esencia universal (a quidditate sumitur hoc nomen res: TOMÁS DE AQUINO, 1 Sent. q. 25 a.
1 ad 4c). El i. determina también aquel contramovimiento, p. ej., el conceptualismo y
nominalismo, para el cual el orden del ser y el orden del pensar humano están escindidos, y lo
universal es un mero concepto del pensar finito o un nombre general para dominar la variedad de
la realidad; pero el concepto y el nombre conservan aún la fuerza vinculante de una ordenación
secundaria, que es necesaria para la existencia humana. La síntesis radical del i. es el -a
materialismo, el cual muestra su dependencia del pensamiento idealista en que, cuando trata de
fundarse y comprenderse a sí mismo (en el -> materialismo dialéctico), niega desde luego que el
ser espiritual sea el fundamento de la realidad material y tenga la primacía sobre ella, pero, en la
inversión de esta relación, conserva aún la diferencia formal y la función mediadora del orden
ideal. Las formas fundamentales de lo real y de sus relaciones no son ya las intuiciones ideales a
priori de un principio espiritual «pre y suprarreal», pero sí el reflejo (más o menos deformado,
hasta el adecuado cumplimiento en la verdad dialéctico-material) de la materia misma que, en el
medio del pensar humano, llega a la conciencia de sí misma (-> ideología).
II. Visión histórica
1. La historia del í. comienza con el i. ontológico de Platón. Según éste, los verdaderos entes no
son las cosas sensibles, variables, del mundo de lo perceptible, que sólo representan
imperfectamente sus ideas, sino, en completa separación de ellas, las ideas mismas; realismo
platónico o extremo), que a la vez reciben su esencia y realidad de la idea suprema del bien y que,
en su totalidad, forman el mundo perenne de la claridad y visibilidad espiritual, reino de la oúsía.
En la luz del ágathon y según el modelo de estas ideas a partir del espacio caótico se formó el
mundo corpóreo. Sólo en esta luz y como recuerdo de las formas o ideas puras primigeniamente
contempladas en la preexistencia del alma, es posible el conocimiento. Conocimiento es,
consiguientemente, purificación (catharsis) de los lazos y de la disipación sensibles para
remontarse a la teoría pura, único lugar donde el alma puede hallar su felicidad. Partiendo de este
fin último se define también todo obrar, señaladamente en la forma social del Estado; éste, en su
ordenación jerárquica (gobernante, guardianes y trabajadores), que responde exactamente a la
estructura del alma (razón, apetito irascible y concupiscible), tiene por objeto el bien común de la
totalidad por la educación de los ciudadanos, que los llevará a la felicidad. Con el esquema de la
república platónica y su constante orientación a un orden ideal, se puso el fundamento de las
utopías filosófico-políticas de occidente.
2. El i. teológico de la patrística griega (Orígenes) y luego de Agustín, al enlazarse en parte con la
doctrina neoplatónica y en parte con la estoica, transformadas partiendo de la experiencia
cristiana de Dios y de la revelación, interpreta las ideas como los eternos pensamientos originarios
(rationes aeternae) del Dios transcendente (idea de las ideas), en que se fundan las cosas
temporales y por razón de los cuales éstas son verdaderamente cognoscibles en aquella luz de la
verdad con que Dios mismo ilumina al hombre. Tomás de Aquino une este i. teológico con el
realismo aristotélico o moderado: El universale está ante rem en el pensamiento ejemplar de Dios
(cf. ii Sent. 3, 3, 2 ad 1; ST i q. 44, 3 c), in re como en la singularidad del ente, post rem como
concepto universal logrado por abstracción en el espíritu humano. En su totalidad, las ideas
forman el plan creador y salvador de Dios (entendido ahora como «providencia»), que creó el
mundo y quiere conducir a los hombres desde el principio de la historia hasta su fin, que consiste
en contemplar a él «cara a cara» como la verdad.
3. La metafísica moderna aparece en gran parte como secularización del pensamiento teológico
del cristianismo sobre las ideas y la historia. El i. psicológico, al separar radicalmente el «mundo de
la conciencia» y el «mundo real» allende la conciencia, entiende ahora las ideas como
«representaciones subjetivas» innatas (R. Descartes) o adquiridas por la experiencia (i. empírico de
J. Locke y D. Hume). Por primera vez ahora se hace posible desarrollar la cuestión acerca de los
criterios de certeza, sobre si la idea corresponde y cuándo corresponde rectamente a su objeto
«externo» (i. epistemológico), o si hay que negar de plano el llamado «mundo exterior» (i.
acósmíco de G. Berkeley). Ahora es también por vez primera posible en la historia de la filosofía
ver la historia del pensamiento y de la acción humanas, no como ordenada a la realización del plan
divino de salvación, sino como storia delle idee umane (G. B. Vico).
El i. transcendental o crítico de Kant trasciende la esfera de la conciencia del sujeto empírico, no
hacia el orden ideal de un «mundo externo» (del ente mismo) previamente dado a la conciencia
humana, ni hacia un mundo superior (las ideas de Dios), sino hacia la estructura de la subjetividad
finita de cada sujeto humano, hacia las condiciones subjetivas preconscíentes de la posibilidad del
conocer y obrar humano. El conocimiento no alcanza el ente en sí como lo que es en sí mismo,
según su esencia e idea, sino que lo alcanza solamente según se presenta como objeto en la
unidad de su forma «categorial» condicionada por el entendimiento. En cambio, la «idea» significa
en Kant aquellas totalidades no objetivas (p. ej., «el mundo») que como tales no son
experimentables y, por tanto, tampoco pueden conocerse teóricamente, pero que, por su función
regulativa, como esquemas ordenadores de la razón teórica, son condiciones necesarias de la
posibilidad de un progresivo conocimiento racional. Pero en el campo del obrar práctico las ideas
son «postulados» de la razón práctica, que, para fundar el sentido de la acción moral, exige la fe
en la libertad, en la inmortalidad y en Dios como garante del «sumo bien», de la unidad entre la
moralidad y la felicidad en el «reino de Dios» merecida por uno mismo. La historia es el progreso
infinito hacia ese fin «ideal».
Continuando las tesis kantianas, el i. alemán entiende la subjetividad como el fondo infinito de
unidad, del que brotan el sujeto y el objeto empíricos, el orden ideal y el real, el espíritu y la
naturaleza, el pensar y el ser. Según el i. subjetivo de J. G. Fichte, el «yo», en una primigenia acción
anterior a la dimensión histórica, se pone a sí mismo y a la vez pone su «no-yo», el ser o el mundo,
que es el material hecho sensible del deber, en el cual el obrar moral ha de acreditarse histórica y
libremente. Por este dominio de la esfera sensible el yo ha de volver hacia sí mismo en la acción,
una vez que él, de manera puramente reflexiva, se ha comprendido ya a sí mismo en su propia
intuición intelectual como lo que necesariamente es. El objeto de F.W.J. v. Schelling, a partir de la
absoluta indiferencia de sujeto y objeto, hace brotar ambas cosas: la libertad y la necesidad, la
conciencia y lo inconsciente, el espíritu y la naturaleza. Del mismo modo que la naturaleza en sus
formas es la automanifestación del absoluto, así también el espíritu es el medio de la propia
contemplación intelectual del absoluto como identidad universal; en esa contemplación se
superan todas las formas finitas. El i. absoluto de G.W.F. Hegel interpreta este fondo de unidad
como la idea que se realiza en su ser-otro, en la naturaleza, y que desde lo otro retorna a sí misma
como espíritu. El modo supremo de este retorno espiritual es el saber absoluto de la lógica
filosófica, donde la idea absoluta, a través de su manifestación histórica (es decir, a través de la
«fenomenología del espíritu»), se ha comprendido como tal, en su absoluto «estar en sí»,
redimida de toda enajenación y de todo esfuerzo histórico de retorno, o sea, como logos.
4. El neoidealismo de fines del siglo xix y primer cuarto del xx buscó una renovación que superara
el positivismo y empirismo, inspirándose en Fichte (la filosofía de la vida absoluta del espíritu
como unidad de conciencia y acción, de R. Eucken), en Hegel (entre otros, en Italia B. Croce, en
Inglaterra F.H. Bradley, B. Bosanquet, E. McTaggart; en Alemania hay que citar especialmente el
universalismo de O. Spann, influido por la doctrina transcendental de Kant, aunque se
desatendiera adrede su fondo y horizonte metafísico y sólo se viera en él al destructor y superador
de la metafísica. La escuela neokantiana de Marburgo, fundada por H. Cohen y P. Natorp y
orientada por el modelo de las ciencias exactas matemáticas, buscó las condiciones lógicas del
verdadero (o, mejor dicho, recto) conocer y obrar, las cuales preexisten en la estructura de la
«pura conciencia» y son norma de toda experiencia. Si la «razón teórica» ocupaba el centro del
interés, esta mirada fue también decisiva para tratar problemas estéticos, religiosos y morales. Ya
Cohen puso de relieve en la doctrina de Kant la importancia de ciertos elementos sociales.
Partiendo de aquí, K. Vorländer intentó una síntesis entre la ética kantiana y el socialismo
marxista. Fundándose en la doctrina de las condiciones lógicas transcendentales, R. Stammler
desarrolló su teoría filosófica sobre el «recto derecho». La escuela de Baden, bajo la dirección de
W. Windelband y H. Rickert, se planteó más inmediatamente los problemas que giran en torno a la
«razón práctica». Los factores que verdaderamente guían la vida real del hombre no son
condiciones lógicas, sino obligaciones axiológicas. La conciencia se siente llamada a valores
absolutos e invitada a realizarlos; por tanto esos valores no pueden fundarse en esta conciencia
misma (sólo «subjetivamente»); y si bien, como no reales, tampoco «son» objetivos, sin embargo
tienen validez absoluta. La distinción entre ciencia natural, ajena al valor, y ciencia de la cultura,
determinada por el valor, entre método nomotético (Windelband) o generalizador (Rickert), por
una parte, e ideográfico o individualizador, por otra, tuvo importancia para la teoría de las
ciencias, particularmente para las ciencias del espíritu. Influjos esenciales de la escuela filosófica
de Baden se hicieron sentir en E. Troeltsch y M. Weber.
III. Características del pensamiento idealista
Para juzgar el pensamiento idealista, pueden destacarse, tomando como base su punto de partida,
los siguientes rasgos característicos.
1. El principio de la «ideación» permite preguntar en todo lo que de algún modo es por su esencia
como su «idea»; no sólo por la idea de las cosas en su orden objetivo y en sus referencias entre sí,
sino también por la idea que ordena en cada caso las relaciones y la conducta del hombre (idea del
derecho, del amor, del estado, del matrimonio, etc.), por la idea del hombre y de lo que en el
tiempo acontece en él, con él y por él (la idea directriz de la historia), por la idea finalmente del
todo y de lo sumo, del ser y de Dios mismo.
2. Si las ideas son las formas y relaciones fundamentales ordenadoras de los ámbitos de la
realidad, ellas por su parte están en una mutua limitación y ordenación esclarecedoras, en un
sistema «ontológico». A la sistemática ontológica corresponde, como su reproducción refleja, la
sistemática lógica del pensamiento idealista; sistemática que se muestra como acción constructiva
de la conciencia que comprende de hecho, que ha de conocer y regirse en su obrar y, por este
conocimiento, construirse a sí misma y regirse en su obrar.
3. En la percepción de la diferencia entre la forma perfecta y la configuración finita, entre la
medida y lo medido, entre el orden y lo ordenado, entre la idea absolutamente pura y su realidad
imperfecta, se enciende el ethos idealista, que reconoce la idea conocida como el ideal que obliga,
como «lo que debe ser», como el «valor», y se entrega a éste con todas sus fuerzas para realizarlo
(i. práctico). En cuanto la idea pura es desde luego la medida y el principio de ordenación, el cual
señala a lo real su lugar en el todo, pero ella mismo no puede hallarse en ningún lugar accesible a
la experiencia inmediata, sino que «carece de lugar» en el tiempo y el espacio (y puede, por tanto,
ser negada por desconocerse su modo de ser); en consecuencia el pensamiento idealista es en
este sentido esencialmente «utópico»; y el hombre, que, saliéndose de la realidad
inmediatamente experimentable (mundus sensibilis), asciende al mundo de sus fundamentos
ideales (mundus intelligibilis), aparece para este pensamiento como «ser» necesariamente
«utópico». La significación e importancia del pensamiento idealista radica en que: frente a todo ->
irracionalismo, mantiene la inteligibilidad de la esencia de lo real; frente a todo ->relativismo,
defiende la absoluta necesidad de un orden claramente cognoscible (en este sentido, todo
pensamiento que reconoce normas y ordenaciones de derecho natural para la sociedad tiene su
origen en la historia del i.); frente a todo positivismo analítico, conserva la fuerza para la visión
sintética del todo, para el sentido del mundo y de la existencia humana; y, sobre todo, frente a
cualquier ->pragmatismo, mantiene firme la conciencia de que la verdad del todo, el conocimiento
de la esencia, la idea y el valor, no se reducen a puro medio para el dominio práctico de la
existencia, en la lucha con lo real, sino que, más bien, es misión del hombre transcender lo
particular y transcenderse a sí mismo hacia lo absoluto, pues sólo en esta transcendencia conserva
él su dignidad y puede tener esperanza de hallar su propia consumación. La tentación del
pensamiento idealista consiste en querer comprender también, en forma idealizante, lo que no
puede en absoluto ser idea: el misterio absoluto e incomprensible del fundamento al que el
hombre está esencialmente referido por su origen y destino, referencia en que él mismo
permanece misterio y, como tal, incomprensible. Su tentación es además presuponer el orden
entero de la esencia, que abarca y mide todo lo particular, y presuponerlo como comprensible en
cuanto totalidad envolvente, y así, mirando sólo a ese orden, pero «ciego» a menudo para la
realidad, querer concluir a la fuerza un «sistema cerrado» de lo que, de suyo, no puede concluirse
ni forzarse. Pero el verdadero límite del pensamiento idealista se percibe al tomar en serio la
historia. En efecto, si la historia no puede entenderse ni como la realización meramente
accidental, jamás acabada, de lo que permanece siempre lo mismo, del eterno orden ideal, ni
como el movimiento real y necesario por el que una idea absoluta se desarrolla y comprende a sí
misma, sino que ha de entenderse como el acontecer, oscuro en su principio y abierto e
indeterminado en su futuro, de la libertad humana en su mundo; en tal caso la historia es el
constante cambio y la configuración siempre nueva del hombre y de su mundo, e incluso del orden
mismo de los entes en un todo, que presenta en cada caso una faz distinta. Ahora bien, ese
proceso nunca puede encerrarse en un concepto. Y, por eso, aquí se plantea la cuestión de cómo
sea posible pensar esta historia del hombre y de su mundo sin disolver en la relatividad histórica la
obligatoriedad de un orden que cambia en cada época (-a historicismo); la cuestión de cómo la
exigencia incondicional de lo esencial, de la idea, del orden, de la medida para cada tiempo pueda
conciliarse con la visión del cambio del orden esencial mismo (tanto de las cosas como del
hombre) en lo relativo al mundo y a la historia.

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Idealismo
 

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  • 1. IDEALISMO SaMun I. Definición general En filosofía, el i. en sentido lato designa una actitud fundamental teórica, que puede por de pronto definirse como sigue. 1. En la consideración de la realidad, que comprende lo semejante y lo dispar, lo igual y lo distinto, la intención del i. se dirige a lo universal, que es común a muchos objetos particulares, al orden dominante que abarca a muchos y los incorpora al todo de la realidad, a aquel concepto que permite comprender lo múltiple. Lo universal es mirado como lo permanente, duradero y esencial, frente a la particular y accidental, que es pasajero; y por tanto, recibe la primacía lo mismo en cuanto al ser que en cuanto al conocimiento. 2. Por analogía con el ser «sensible», lo universal se interpreta como idea (eídos, idéa) o forma fundamental invariable, que es común a muchos particulares, como la visión o el espectáculo constante que se ofrece a la mirada espiritual (suprasensible) la cual se eleva por encima de lo particular y alcanza lo universal. El pensar es interpretado primariamente como mirar o ver puro (a diferencia, p. ej., del «oír» bíblico), y el concepto como el perfil de la esencia espiritualmente vista. Sólo en virtud de la mirada y visión inmediata del pensamiento es posible y necesaria la referencia constante de lo visto entre sí, y toda esa referencia tiene a su vez por objeto «evidenciar» el orden de estas formas (ideas) esenciales. 3. Aunque no se da cuenta de ello en todas las etapas de su propia exposición histórica, el i. se funda en el supuesto especulativo de que lo visto y la mirada, la esencia contemplada teóricamente y el contemplar espiritual, la idea y el pensamiento, son idénticos en su acto por razón del ser mismo, que es espiritual y, como «luz», ilumina tanto la idea como el pensamiento. Del mismo modo que el ser se dispersa y limita en los múltiples modos fundamentales («esencias») de la realidad, así también, en la contemplación de éstos (y, por ende, en aquella -> reflexión ontológica que filosóficamente se llama -> «espíritu»), él vuelve siempre hacia sí mismo, hacia su unidad e infinitud. Aquí no queda aún decidido cuál es el lugar en que ser y espíritu se hallan en la suprema plenitud de su identidad, ni, por tanto, para quién se muestra la idea como tal y quién es primariamente el pensante (lo divino, el Dios transcendente, la subjetividad intramundana, etc.).
  • 2. En este sentido general, el i. es la forma fundamental de la filosofía occidental como ->metafísica, cuya cuestión sobre el ser del ente, en cuanto mirada (a la luz del «ser» o de la «razón») más allá del ente en busca de su fundamento, contempla principalmente el contorno esencial del ente y la ordenación esencial de los entes en el todo. Así entendido, el i. comprende también el llamado realismo, en cuanto éste afirma el ente como res, como la realización individual, independizada, de una esencia universal (a quidditate sumitur hoc nomen res: TOMÁS DE AQUINO, 1 Sent. q. 25 a. 1 ad 4c). El i. determina también aquel contramovimiento, p. ej., el conceptualismo y nominalismo, para el cual el orden del ser y el orden del pensar humano están escindidos, y lo universal es un mero concepto del pensar finito o un nombre general para dominar la variedad de la realidad; pero el concepto y el nombre conservan aún la fuerza vinculante de una ordenación secundaria, que es necesaria para la existencia humana. La síntesis radical del i. es el -a materialismo, el cual muestra su dependencia del pensamiento idealista en que, cuando trata de fundarse y comprenderse a sí mismo (en el -> materialismo dialéctico), niega desde luego que el ser espiritual sea el fundamento de la realidad material y tenga la primacía sobre ella, pero, en la inversión de esta relación, conserva aún la diferencia formal y la función mediadora del orden ideal. Las formas fundamentales de lo real y de sus relaciones no son ya las intuiciones ideales a priori de un principio espiritual «pre y suprarreal», pero sí el reflejo (más o menos deformado, hasta el adecuado cumplimiento en la verdad dialéctico-material) de la materia misma que, en el medio del pensar humano, llega a la conciencia de sí misma (-> ideología). II. Visión histórica 1. La historia del í. comienza con el i. ontológico de Platón. Según éste, los verdaderos entes no son las cosas sensibles, variables, del mundo de lo perceptible, que sólo representan imperfectamente sus ideas, sino, en completa separación de ellas, las ideas mismas; realismo platónico o extremo), que a la vez reciben su esencia y realidad de la idea suprema del bien y que, en su totalidad, forman el mundo perenne de la claridad y visibilidad espiritual, reino de la oúsía. En la luz del ágathon y según el modelo de estas ideas a partir del espacio caótico se formó el mundo corpóreo. Sólo en esta luz y como recuerdo de las formas o ideas puras primigeniamente contempladas en la preexistencia del alma, es posible el conocimiento. Conocimiento es, consiguientemente, purificación (catharsis) de los lazos y de la disipación sensibles para remontarse a la teoría pura, único lugar donde el alma puede hallar su felicidad. Partiendo de este fin último se define también todo obrar, señaladamente en la forma social del Estado; éste, en su ordenación jerárquica (gobernante, guardianes y trabajadores), que responde exactamente a la estructura del alma (razón, apetito irascible y concupiscible), tiene por objeto el bien común de la totalidad por la educación de los ciudadanos, que los llevará a la felicidad. Con el esquema de la república platónica y su constante orientación a un orden ideal, se puso el fundamento de las utopías filosófico-políticas de occidente.
  • 3. 2. El i. teológico de la patrística griega (Orígenes) y luego de Agustín, al enlazarse en parte con la doctrina neoplatónica y en parte con la estoica, transformadas partiendo de la experiencia cristiana de Dios y de la revelación, interpreta las ideas como los eternos pensamientos originarios (rationes aeternae) del Dios transcendente (idea de las ideas), en que se fundan las cosas temporales y por razón de los cuales éstas son verdaderamente cognoscibles en aquella luz de la verdad con que Dios mismo ilumina al hombre. Tomás de Aquino une este i. teológico con el realismo aristotélico o moderado: El universale está ante rem en el pensamiento ejemplar de Dios (cf. ii Sent. 3, 3, 2 ad 1; ST i q. 44, 3 c), in re como en la singularidad del ente, post rem como concepto universal logrado por abstracción en el espíritu humano. En su totalidad, las ideas forman el plan creador y salvador de Dios (entendido ahora como «providencia»), que creó el mundo y quiere conducir a los hombres desde el principio de la historia hasta su fin, que consiste en contemplar a él «cara a cara» como la verdad. 3. La metafísica moderna aparece en gran parte como secularización del pensamiento teológico del cristianismo sobre las ideas y la historia. El i. psicológico, al separar radicalmente el «mundo de la conciencia» y el «mundo real» allende la conciencia, entiende ahora las ideas como «representaciones subjetivas» innatas (R. Descartes) o adquiridas por la experiencia (i. empírico de J. Locke y D. Hume). Por primera vez ahora se hace posible desarrollar la cuestión acerca de los criterios de certeza, sobre si la idea corresponde y cuándo corresponde rectamente a su objeto «externo» (i. epistemológico), o si hay que negar de plano el llamado «mundo exterior» (i. acósmíco de G. Berkeley). Ahora es también por vez primera posible en la historia de la filosofía ver la historia del pensamiento y de la acción humanas, no como ordenada a la realización del plan divino de salvación, sino como storia delle idee umane (G. B. Vico). El i. transcendental o crítico de Kant trasciende la esfera de la conciencia del sujeto empírico, no hacia el orden ideal de un «mundo externo» (del ente mismo) previamente dado a la conciencia humana, ni hacia un mundo superior (las ideas de Dios), sino hacia la estructura de la subjetividad finita de cada sujeto humano, hacia las condiciones subjetivas preconscíentes de la posibilidad del conocer y obrar humano. El conocimiento no alcanza el ente en sí como lo que es en sí mismo, según su esencia e idea, sino que lo alcanza solamente según se presenta como objeto en la unidad de su forma «categorial» condicionada por el entendimiento. En cambio, la «idea» significa en Kant aquellas totalidades no objetivas (p. ej., «el mundo») que como tales no son experimentables y, por tanto, tampoco pueden conocerse teóricamente, pero que, por su función regulativa, como esquemas ordenadores de la razón teórica, son condiciones necesarias de la posibilidad de un progresivo conocimiento racional. Pero en el campo del obrar práctico las ideas son «postulados» de la razón práctica, que, para fundar el sentido de la acción moral, exige la fe en la libertad, en la inmortalidad y en Dios como garante del «sumo bien», de la unidad entre la
  • 4. moralidad y la felicidad en el «reino de Dios» merecida por uno mismo. La historia es el progreso infinito hacia ese fin «ideal». Continuando las tesis kantianas, el i. alemán entiende la subjetividad como el fondo infinito de unidad, del que brotan el sujeto y el objeto empíricos, el orden ideal y el real, el espíritu y la naturaleza, el pensar y el ser. Según el i. subjetivo de J. G. Fichte, el «yo», en una primigenia acción anterior a la dimensión histórica, se pone a sí mismo y a la vez pone su «no-yo», el ser o el mundo, que es el material hecho sensible del deber, en el cual el obrar moral ha de acreditarse histórica y libremente. Por este dominio de la esfera sensible el yo ha de volver hacia sí mismo en la acción, una vez que él, de manera puramente reflexiva, se ha comprendido ya a sí mismo en su propia intuición intelectual como lo que necesariamente es. El objeto de F.W.J. v. Schelling, a partir de la absoluta indiferencia de sujeto y objeto, hace brotar ambas cosas: la libertad y la necesidad, la conciencia y lo inconsciente, el espíritu y la naturaleza. Del mismo modo que la naturaleza en sus formas es la automanifestación del absoluto, así también el espíritu es el medio de la propia contemplación intelectual del absoluto como identidad universal; en esa contemplación se superan todas las formas finitas. El i. absoluto de G.W.F. Hegel interpreta este fondo de unidad como la idea que se realiza en su ser-otro, en la naturaleza, y que desde lo otro retorna a sí misma como espíritu. El modo supremo de este retorno espiritual es el saber absoluto de la lógica filosófica, donde la idea absoluta, a través de su manifestación histórica (es decir, a través de la «fenomenología del espíritu»), se ha comprendido como tal, en su absoluto «estar en sí», redimida de toda enajenación y de todo esfuerzo histórico de retorno, o sea, como logos. 4. El neoidealismo de fines del siglo xix y primer cuarto del xx buscó una renovación que superara el positivismo y empirismo, inspirándose en Fichte (la filosofía de la vida absoluta del espíritu como unidad de conciencia y acción, de R. Eucken), en Hegel (entre otros, en Italia B. Croce, en Inglaterra F.H. Bradley, B. Bosanquet, E. McTaggart; en Alemania hay que citar especialmente el universalismo de O. Spann, influido por la doctrina transcendental de Kant, aunque se desatendiera adrede su fondo y horizonte metafísico y sólo se viera en él al destructor y superador de la metafísica. La escuela neokantiana de Marburgo, fundada por H. Cohen y P. Natorp y orientada por el modelo de las ciencias exactas matemáticas, buscó las condiciones lógicas del verdadero (o, mejor dicho, recto) conocer y obrar, las cuales preexisten en la estructura de la «pura conciencia» y son norma de toda experiencia. Si la «razón teórica» ocupaba el centro del interés, esta mirada fue también decisiva para tratar problemas estéticos, religiosos y morales. Ya Cohen puso de relieve en la doctrina de Kant la importancia de ciertos elementos sociales. Partiendo de aquí, K. Vorländer intentó una síntesis entre la ética kantiana y el socialismo marxista. Fundándose en la doctrina de las condiciones lógicas transcendentales, R. Stammler desarrolló su teoría filosófica sobre el «recto derecho». La escuela de Baden, bajo la dirección de W. Windelband y H. Rickert, se planteó más inmediatamente los problemas que giran en torno a la «razón práctica». Los factores que verdaderamente guían la vida real del hombre no son
  • 5. condiciones lógicas, sino obligaciones axiológicas. La conciencia se siente llamada a valores absolutos e invitada a realizarlos; por tanto esos valores no pueden fundarse en esta conciencia misma (sólo «subjetivamente»); y si bien, como no reales, tampoco «son» objetivos, sin embargo tienen validez absoluta. La distinción entre ciencia natural, ajena al valor, y ciencia de la cultura, determinada por el valor, entre método nomotético (Windelband) o generalizador (Rickert), por una parte, e ideográfico o individualizador, por otra, tuvo importancia para la teoría de las ciencias, particularmente para las ciencias del espíritu. Influjos esenciales de la escuela filosófica de Baden se hicieron sentir en E. Troeltsch y M. Weber. III. Características del pensamiento idealista Para juzgar el pensamiento idealista, pueden destacarse, tomando como base su punto de partida, los siguientes rasgos característicos. 1. El principio de la «ideación» permite preguntar en todo lo que de algún modo es por su esencia como su «idea»; no sólo por la idea de las cosas en su orden objetivo y en sus referencias entre sí, sino también por la idea que ordena en cada caso las relaciones y la conducta del hombre (idea del derecho, del amor, del estado, del matrimonio, etc.), por la idea del hombre y de lo que en el tiempo acontece en él, con él y por él (la idea directriz de la historia), por la idea finalmente del todo y de lo sumo, del ser y de Dios mismo. 2. Si las ideas son las formas y relaciones fundamentales ordenadoras de los ámbitos de la realidad, ellas por su parte están en una mutua limitación y ordenación esclarecedoras, en un sistema «ontológico». A la sistemática ontológica corresponde, como su reproducción refleja, la sistemática lógica del pensamiento idealista; sistemática que se muestra como acción constructiva de la conciencia que comprende de hecho, que ha de conocer y regirse en su obrar y, por este conocimiento, construirse a sí misma y regirse en su obrar. 3. En la percepción de la diferencia entre la forma perfecta y la configuración finita, entre la medida y lo medido, entre el orden y lo ordenado, entre la idea absolutamente pura y su realidad imperfecta, se enciende el ethos idealista, que reconoce la idea conocida como el ideal que obliga, como «lo que debe ser», como el «valor», y se entrega a éste con todas sus fuerzas para realizarlo (i. práctico). En cuanto la idea pura es desde luego la medida y el principio de ordenación, el cual señala a lo real su lugar en el todo, pero ella mismo no puede hallarse en ningún lugar accesible a la experiencia inmediata, sino que «carece de lugar» en el tiempo y el espacio (y puede, por tanto,
  • 6. ser negada por desconocerse su modo de ser); en consecuencia el pensamiento idealista es en este sentido esencialmente «utópico»; y el hombre, que, saliéndose de la realidad inmediatamente experimentable (mundus sensibilis), asciende al mundo de sus fundamentos ideales (mundus intelligibilis), aparece para este pensamiento como «ser» necesariamente «utópico». La significación e importancia del pensamiento idealista radica en que: frente a todo -> irracionalismo, mantiene la inteligibilidad de la esencia de lo real; frente a todo ->relativismo, defiende la absoluta necesidad de un orden claramente cognoscible (en este sentido, todo pensamiento que reconoce normas y ordenaciones de derecho natural para la sociedad tiene su origen en la historia del i.); frente a todo positivismo analítico, conserva la fuerza para la visión sintética del todo, para el sentido del mundo y de la existencia humana; y, sobre todo, frente a cualquier ->pragmatismo, mantiene firme la conciencia de que la verdad del todo, el conocimiento de la esencia, la idea y el valor, no se reducen a puro medio para el dominio práctico de la existencia, en la lucha con lo real, sino que, más bien, es misión del hombre transcender lo particular y transcenderse a sí mismo hacia lo absoluto, pues sólo en esta transcendencia conserva él su dignidad y puede tener esperanza de hallar su propia consumación. La tentación del pensamiento idealista consiste en querer comprender también, en forma idealizante, lo que no puede en absoluto ser idea: el misterio absoluto e incomprensible del fundamento al que el hombre está esencialmente referido por su origen y destino, referencia en que él mismo permanece misterio y, como tal, incomprensible. Su tentación es además presuponer el orden entero de la esencia, que abarca y mide todo lo particular, y presuponerlo como comprensible en cuanto totalidad envolvente, y así, mirando sólo a ese orden, pero «ciego» a menudo para la realidad, querer concluir a la fuerza un «sistema cerrado» de lo que, de suyo, no puede concluirse ni forzarse. Pero el verdadero límite del pensamiento idealista se percibe al tomar en serio la historia. En efecto, si la historia no puede entenderse ni como la realización meramente accidental, jamás acabada, de lo que permanece siempre lo mismo, del eterno orden ideal, ni como el movimiento real y necesario por el que una idea absoluta se desarrolla y comprende a sí misma, sino que ha de entenderse como el acontecer, oscuro en su principio y abierto e indeterminado en su futuro, de la libertad humana en su mundo; en tal caso la historia es el constante cambio y la configuración siempre nueva del hombre y de su mundo, e incluso del orden mismo de los entes en un todo, que presenta en cada caso una faz distinta. Ahora bien, ese proceso nunca puede encerrarse en un concepto. Y, por eso, aquí se plantea la cuestión de cómo sea posible pensar esta historia del hombre y de su mundo sin disolver en la relatividad histórica la obligatoriedad de un orden que cambia en cada época (-a historicismo); la cuestión de cómo la exigencia incondicional de lo esencial, de la idea, del orden, de la medida para cada tiempo pueda conciliarse con la visión del cambio del orden esencial mismo (tanto de las cosas como del hombre) en lo relativo al mundo y a la historia.