5. PRÓLOGO
El conocimiento de un pueblo, de su carácter y de su espíritu no se
obtiene, en las frías páginas de las relaciones históricas, relaciones de
hechos creados por clases dirigentes y verificados, meditada y
calculadamente por ellas, sino en las páginas animadas de sus vividas
escenas, en las interpretaciones hondas de sus personajes populares
que los artistas logran hacer revivir en su afán de ahondar y
esclarecer el alma popular.
El carácter y el espíritu del pueblo no se dan plenamente en los
acontecimientos de determinados instantes, efectos de diversos
factores y circunstancias, se dan en los fenómenos que la misma vida
crea e impone su confrontación y soluciones. El carácter determina la
actitud, el espíritu el entendimiento.
Entre nosotros poco hay de este conocimiento. La poca preocupación
por el pasado popular y la complejidad de los elementos utilizables,
tan complejos por la misma conglomeración de elementos raciales que
forman nuestra masa social, no han permitido hasta la fecha, un
conocimiento debido da nuestra nacionalidad. El gran substratum
social de nuestro pueblo, fuente honda y ancha de conocimientos de
este gran conglomerado de pueblos que va en proceso de
homogenización, permanece todavía casi en su totalidad inexplorado,
desconocido para la ciencia y el arte, no obstante de que ya se ha
llegado a comprender de la necesidad que hay de su conocimiento y
de su interpretación.
Las preocupaciones de nuestros hombres de letras y de nuestros
artistas, con excepción de muy pocos, continúan todavía gravitando
sobre las de campos muy ajenos y muy distintos del que debe ser de
nuestro mayor interés. Una muestra de lo que ocurre con nuestros
escritores y artistas del país, es lo que se tiene con los escritores y
artistas de Ancash, el departamento acaso más rico, después del
Cuzco, en motivos folklóricos en general. Un departamento de
antecedentes históricos relevantes, de vida intensa en otras épocas,
que supo acunar varias culturas y con una definida personalidad,
resistir con gallardía, o la empresa conquistadora de los Keswas,
difundir alma terrígena a colonos y criollos y tonificar el espíritu
heróico de los paladines de la libertad que de estas tierras fueran a
librar las más gloriosas de las jornadas de la Independencia en los
campos de Junín y Ayacucho. Un departamento de la más nutrida
historia, por lo mismo del más rico acervo temático, pero que sin
embargo, tiene poco de conocido tanto en su historia como en sus
tradiciones, leyendas y demás expresiones populares que dan el
conocimiento de la vida del pueblo y de su alma.
Esta es la razón para que en un propósito de recopilación de las
6. mejores producciones literarias de los géneros de la tradición y la
leyenda que sobre temas ancashinos se han hecho por autores propios
y extraños y que en un afán de contribuir al conocimiento y difusión
de lo poco que se tiene logrado, nos hemos impuesto, esta obra
resulte harto pequeña. Mucho la habríamos deseado rica en cantidad
como varias de las composiciones que se exponen en esta antología
son ricas en calidad, porque para ello Ancash tiene así como temática,
valores literarios y artísticos de lo más connotado en las letras
nacionales y en las bellas artes, pero la escasa producción que en
estos campos se ha hecho y la dificultad con que hemos tropezado
para conseguir las producciones de los que a estos géneros se
dedican con cierta contracción, nos ha privado de satisfacer este
anhelo, y nos ha obligado a presentar estas pocas muestras de
tradiciones y leyendas ancashinas, pocas, muy pocas, en relación con
el rico venero que Ancash tiene y guarda para plumas bien cortadas y
emotivas.
Sin embargo, dada la inquietud que en los nuevos tiempos viene
despertándose por la captación folklórica y el arte nacional, que bien
se advierte también en las nuevas generaciones literarias de Ancash,
es de augurar, que en un futuro muy cercano, la producción de índole
tradicionalista como todas las de carácter vernáculo, crezcan
alagadoramente.
A este propósito de infundir la mayor inquietud posible en la nueva
generación intelectual ancashina y de cumplir, a la ves, con un
justiciero homenaje a nuestros autores, algunos de ellos ya casi
olvidados, que cultivaron la tradición y la leyenda con no poca
felicidad, es que ponemos a consideración del lector esta antología no
de autores sino de producciones sobre temas ancashinos. El lector
sabrá juzgar.
JUSTO FERNANDEZ
Huaraz, diciembre de 1945
7. Ricardo Palma
Primera figura de las letras peruanas y una de las más connotadas
de Hispanoamérica.
Nació en Lima el 7 de Febrero de 1833 y murió en Miraflores
(Lima) el 6 de Octubre de 1919, a los 86 años de edad.
Tradicionista, poeta y filólogo eminente, el género de su mayor y
más celebrada dedicación fue el de la tradición que el creara y sólo él
cultivara con notable brillo. Magnífico narrador de imaginación
traviesa y espíritu zumbón de criollo auténtico y poseedor de un estilo
personalísimo, de admirable creación estética, vivo y ligero con un
lenguaje al mismo tiempo castizo y criollo, sus relatos cortos, cruce
de leyenda histórica y de artículo de costumbres como advierte Riva
Agüero, tienen estas producciones un sello original y peruanísimo.
El éxito y la fama que alcanzara Palma con este nuevo género
literario, despertaron en las nuevas generaciones un afán por imitarlo
pero acaso sin conseguirlo.
Su obra que es copiosa dentro del género de las tradiciones la
forma -6 voluminosos tomos- no sólo comprende los motivos que le
brindaron los viejos manuscritos, principal fuente de sus
informaciones, sino también, simples datos y vagas referencias que
suministráronle amigos y admiradores del esclarecido tradicionista, de
donde, la amplitud de su obra nacional y la prueba de su difícil arte de
hacer obra con “un poco de verdad y ciento de mentira”
A esta singular cualidad, Ancash le debe algunas de las hermosas
tradiciones que de referencias fueron a cobrar forma y perennidad
9. JUSTICIA DE BOLIVAR
En Junio de 1824 hallábase el ejército libertador escalonado en el
departamento de Ancash. Preparándose a emprender las
operaciones de la campaña que, en Agosto de ese año, dio por
resultado la batalla de Junín y cuatro meses más tarde, el
espléndido triunfo de Ayacucho.
Bolívar residía en Caraz con su Estado Mayor, la caballería que
mandaba Necochea, la división peruana de La Mar, y los
batallones Bogotá, Caracas, Pichincha y Voltijeros, que tan
bizarramente se batieron a órdenes del bravo Córdova.
La división Lara, formada por los batallones Vargas, Rifles y
Vencedores, ocupaba cuarteles en la ciudad de Huaraz. Era la
oficialidad de estos cuerpos un conjunto de jóvenes gallardos y
calaveras, que así eran de indómita bravura en las lides de Marte
como en las de Venus. A la vez que se alistaban para luchar
heroicamente con el aguerrido y numeroso ejército realista,
acometían, en la vida de guarnición, con no menos arrojo y
ardimiento, a las descendientes de los golosos desterrados del
Paraíso.
La oficialidad colombiana era, pues, motivo de zozobra para las
muchachas, de congoja para las madres, y de cuita para los
maridos; porque aquellos malditos militronchos no podían tropezar
con un palmito medianamente apetitoso sin decir, como más tarde
el valiente Córdova —adelante, y paso de vencedor— y tomarse
cierta familiaridades capaces de dar rotortijones al marido menos
escamado y quisquilloso. ¡Vaya si eran confianzudos los li-
bertadores!
Para ellos estaban abiertas las puertas de todas las casas, y era
inútil que alguna se les cerrase; pues tenían siempre su modo de
matar pulgas y de entrar en ella como en plaza conquistada.
Además, nadie se atrevía a tratarlos con despego: primero, porque
estaban de moda; segundo, porque habría sido mucha ingratitud
hacer ascos a los que venían, desde las márgenes del Cauca y del
Apure, a ayudarnos a romper el aro y participar de nuestros
reveses y de nuestras glorias: y tercero, porque en la patria vieja
nadie quería sentar plaza de patriota tibio.
Teniendo la división Lara una regular banda de música, los
oficiales que, como hemos dicho, eran gente amiga de jolgorio, se
dirigían con ella, después de lista de ocho; a la casa que en antojo
les venía, e improvisaban un baile para el que la dueña de la casa
comprometía a sus amigas de la vecindad.
Una señora, a quien llamaremos la señora de Munar, viuda de un
acaudalado español, habitaba en una de las casas próximas a la
10. plaza, en compañía de dos hijas y dos sobrinas, muchachas todas
en condición de aspirar a inmediato casorio; pues eran lindas,
ricas, bien adoctrinadas y pertenecientes a la antigua aristocracia
del lugar. Tenían lo que entonces se llama sal, pimienta, orégano y
cominillo; es decir, las cuatro cosas que los que venían de la
península buscaban en la mujer americana.
Aunque la señora de Munar, por lealtad sin duda a la memoria de
su difunto, era goda y requetegoda, no pudo una noche excusarse
de recibir en su salón a los caballeritos colombianos que, a son de
música, manifestaron deseo de armar jarana en el aristocrático
hogar.
Por lo que atañe a las muchachas, sabido es que el alma les brinca
en el cuerpo cuando se trata de zarandear a dúo el costalito de
tentaciones.
La señora de Munar tragaba saliva a cada piropo que los oficiales
endilgaban a las doncellas, y ora daba un pellizco a la sobrina que
se descantillaba con una palabrita animadora, o, en voz baja,
llamaba al orden a la hija que prestaba más atención de la que
exige la buena crianza a las garatusas de un libertador.
Media noche era ya pasada cuando una de las niñas, cuyos
encantos había sublevado los sentidos del capitán de la cuarta
compañía del batallón Vargas, sintióse indispuesta y se retiró a su
cuarto. El enamorado y libertino capitán, creyendo burlar al Argos
de la madre, fuese a buscar el nido de la paloma. Resistíase esta a
las exigencias del Tenorio, que probablemente llevaban camino de
pasar de turbio a castaño oscuro, cuando una mano se apoderó con
rapidez de la espada que el oficial llevaba al cinto y la clavó la
hoja en el costado.
Quien así castigaba al hombre que pretendió llevar la deshonra al
seno de una familia, era la anciana señora de Munar.
El capitán se lanzó al salón cubriéndose la herida con las manos.
Sus compañeros, de quienes era muy querido, armaron gran
estrépito y, después de rodear la casa de soldados y de dejar
preso a todo títere con faldas, condujeron al moribundo al cuartel.
Terminaba Bolívar de almorzar cuando tuvo noticia de tamaño
escándalo, y en el acto montó a caballo e hizo en poquísimas horas
el camino de Caraz a Huaraz.
Aquel día se comunicó al ejército la siguiente:
ORDEN GENERAL
Su Excelencia el Libertador ha sabido con indignación que la gloriosa
bandera de Colombia, cuya custodia encomendó al batallón Vargas, ha
11. sido infamada por los mismos que debieron ser más celosos de su
honra y esplendor, y en consecuencia, para ejemplar castigo del
delito, dispone:
1° El batallón Vargas ocupará el último número de la línea, y su
bandera permanecerá depositada, en poder del General en Jefe hasta
que, por una victoria sobre el enemigo, borre dicho cuerpo la infamia
que sobre él ha caído.
2° El cadáver del delincuente será sepultado sin los honores de
ordenanza, y la hoja de Ia espada, que Colombia le diera para defensa
de la libertad y la moral, se romperá por el furriel en presencia de la
compañía.
Digna del gran Bolívar es tal orden general. Sólo con ella podía
conservar su prestigio la causa de la independencia y retemplarse la
disciplina militar.
Sucre, Córdova, Lara y todos los jefes de Colombia, se empeñaron con
Bolívar para que derogase el artículo en que degradaba al batallón
Vargas, por culpa de uno de sus oficiales. El Libertador se mantuvo
inflexible durante tres días, al cabo de los cuales creyó político ceder.
La lección de moralidad estaba dada, y poco significaba ya la
subsistencia del primer artículo.
Vargas borró la mancha de Huaraz con el denuedo que desplegó en
Matará y en la batalla de Ayacucho.
Después de sepultado el capitán colombiano, dirigióse Bolívar a casa
de la señora de Munar, y le dijo:
—Saludo a la digna matrona con todo el respeto que merece la mujer
que, en su misma debilidad, supo hallar fuerzas para salvar su honra y
la honra de los suyos.
La señora de Munar dejó desde ese instante de ser goda, y contestó
con entusiasmo.
— ¡Viva el Libertador! Viva la patria!
A MUERTO ME HUELE EL GODO
Como estribillo popular he oído muchas veces, en boca de las
viejas, esta frase: —a muerto me huele el godo--y, averiguando su
origen, hízome el siguiente relato un respetable anciano que fue
alférez en el Imperial Alejandro, número 45. Tócame solo añadir que
gran parte del relato está de acuerdo con los documentos históricos
que he podido consultar.
Maestro de escuela en el pueblo de Pichigua, provincia de
Aymaraes, era en 1823, un viejo de carácter extravagante y que
12. llevaba cerca de veinte años de residencia en el lugar. Nadie sabía de
donde era oriundo, pues habíase aparecido en el pueblo como caído de
las nubes, y obtenido de la autoridad diez pesos de sueldo al mes, por
la tarea de enseñar primeras letras y doctrina cristiana a los
muchachos.
Pichagua, en 1823, era un pueblecito habitado por ochocientos indios.
Hoy su población apenas alcanza a la mitad.
Por aquel tiempo, presentóse una mañana en el pueblo el coronel don
Tomás Barandalla con dos compañías del regimiento Imperial
Alejandro; y los indios de Pichigua, que eran tenaces realistas, lo
recibieron con entusiastas aclamaciones.
Barandalla vino al Perú, en 1815, como capitán de Estremadura,
regimiento que, a fines de ese año y por cuestión de pagas se amotinó
en Lima, volviendo al orden gracias a la energía de Abascal. El virrey
castigó a los sublevados y, para restablecer la disciplina, disolvió el
cuerpo, dejando subsistentes sólo dos compañías que sirvieron de
base para formar el Imperial Alejandro del que, ya en 1823, era
Barandalla coronel.
Hallábase este, luciendo sus bigotes a la borgoñona y vestido de gran
uniforme, en el corredor de la casa del cura don Isidro Segovia,
recibiendo las felicitaciones de los principales vecinos de Pishigua,
cuando se detuvo en la puerta de calle un viejezuelo envuelto en una
raída capa de bayetón del Cuzco. Cerca de él había un grupo de indios
con la cabeza descubierta, y contemplando alelados al bizarro coronel.
El viejo permaneció sin quitarse el sombrero y, mirando a Barandalla
con aire despreciativo, dijo a los del grupo:
—A muerto me huele el godo.
Y aludiendo a la intimidad que parecía existir entre el cura Segovia y
el jefe español, añadió:
— Abad y ballestero, mal para los moros.
Oyólo una espía del coronel y, acercándose a este, le dio el chisme.
Barandalla miró hacia la puerta y se fijó en el viejo, que continuaba
con el sombrero encasquetado y sonriendo desdeñosamente.
— ¿Quién es ese hombre de capa?—preguntó el coronel a uno de los
vecinos.
— Señor, un pobre diablo: es el maestro de la escuela.
— Cara tiene de insurgente-y volviéndose a uno de sus oficiales,
añadió Barandalla--tómelo usted y fusílelo.
El cura y algunos vecinos se atrevieron a despegar los labios
abogando por el sentenciado; pero Barandalla se mantuvo firme.
El dómine no opuso la más leve resistencia, y se dejó amarrar
murmurando siempre:
— A muerto me huele el godo......
— Pues el que huele a muerto es el viejo insolente, y tanto que voy a
13. fusilarlo, le interrumpió el oficial.
—Bueno! Bueno!- contestó el viejo sin inmutarse—El que yo huela a
muerto no quita lo otro.
Y, volviéndose al grupo popular, dijo en voz alta:
—Hijos míos: no me mata Barandalla sino la justicia de Dios. Hoy
cumplen veinte años que, en Huaylas, maté a puñaladas a mi mujer, a
mi suegra y a mis hijos. El que la hizo que la pague, y Dios se apiade
de mi alma.
* *
Un mes después el virrey La Serna firmó, en el Cuzco, algunos
ascensos; y Barandalla obtuvo el de brigadier, quizá en premio de sus
feroces acciones. —Barandalla fué el fusilador del cura Cerda, párroco
del pueblo de Reyes, en Junín. El hombre era como para pagarlo por
diezmo al diablo.
Pero, desde el día en que el maestro de escuela le avisó que olía a
muerto, empezó a sufrir de una estraña dolencia que lo llevó a la
tumba, en 1824, poco antes de la batalla de Ayacucho, y justamente, al
cumplirse el año del fusilamiento del viejo.
LA VIEJA DE BOLIVAR
Con este apodo se conoce hasta hoy (Julio de 1898) en la villa de
Huaylas, departamento de Ancash, a una anciana de noventa y dos
navidades, y que a juzgar por sus buenas condiciones físicas e
intelectuales, promete no arriar bandera en la batalla de la vida
sino después de que el siglo XX haya principiado a hacer pinicos.
Que Dios la cuerde la realidad de la promesa, y después ábrase el
hoyo, ya que
todo, todo en la tierra
tiene descanso;
todo hasta las campanas
el Viernes Santo (1)
Manuelita Madroño era, en 1824, un fresquísimo y lindo
pimpollo de dieciocho primaveras, pimpollo muy codiciado, así por
los Tenorios de mamadera o mozalbetes, como por los hombres
graves. La doncellica pagaba a todos con desdeñosas sonrisas,
porque tenía la intuición de que no estaba predestinada para hacer
las delicias de ningún pobre diablo de su tierra, así fuese buen
mozo y millonario.
En una mañana del mes de Mayo de aquel año, hizo Bolívar su
14. entrada oficial en Huaylas, y ya se imaginará el lector toda la
solemnidad del recibimiento y lo inmenso del popular regocijo. El
Cabildo, que pródigo estuvo en fiestas y agasajos, decidió ofrecer
al Libertador una corona de flores, la cual le sería presentada por
la muchacha más bella y distinguida del pueblo. Claro está que
Manuelita fue la designada, como que por su hermosura y lo
despejado de su espíritu, era lo mejor en punto a hijas de Eva.
A don Simón Bolívar, que era golosillo por la fruta vedada del
Paraíso, hubo de parecerle Manuelita bocato di cardinale, y a la
fantástica niña antojósele también pensar que era el Libertador el
hombre ideal por ella soñado.
(1) El 12 de lulio escribí este artículo y ¡curiosa coincidencia! en este mismo día falleció la
nonagenaria protagonista, como si se hubiera propuesto desairar mi buen deseo.
Dicho queda con esto que no pasaron cuarenta y ocho horas sin
que los enamorados ofrendasen a la diosa Venus.
Si el fósforo da candela
¡Qué dará la fosforera!
Y sea dicho en encomio del voluble Bolívar, que desde ese
día hasta fines de Noviembre, en que se alejó del departamento,
no cometió la más pequeña infidelidad al amor de la abnegada y
entusiasta serrana que lo acompañó, como valiosa y necesaria
prenda anexa al equipaje, en sus excursiones por el territorio de
Ancash, y aún lo siguió al glorioso campo de Junín, regresando con
el Libertador, que se proponía formar en el Norte algunos
batallones de reserva.
Manuelita Madroño guardó tal culto por el nombre y recuerdo
de su amante, que jamás correspondió a pretensiones de galanes.
A ella no la arrastraba el río, por muy crecido que fuese.
*
Hoy, en su edad senil, cuando ya el pedernal no da chispa, se
alegra y siente como rejuvenecida cuando alguno de sus paisanos
la saluda, diciéndola:
-¿Cómo está la vieja de Bolívar?
Pregunta a la que ella responde, sonriendo con picardía:
—Como cuando era la moza.
15. LAS TRES ETCETER AS DEL LIBERTADOR
A fines de Mayo de 1824 recibió el gobernador de la por
entonces villa de San Ildefonso de Caraz, don Pablo Guzmán, un
oficio del Jefe de Estado Mayor del ejército independiente,
fechado en Huaylas, en el que se le prevenía que, debiendo llegar
dos días más tarde, a la que desde 1868 fué elevada a la categoría
de ciudad, una de las divisiones, aprestase sin pérdida de tiempo
cuarteles, reses para rancho de la tropa y forraje para la
caballada. Item se le ordenaba que, para su excelencia el
Libertador, alistase cómodo y decente alojamiento, con buena
mesa, buena cama y etc., etc., etc.
Que Bolívar tuvo gustos sibaríticos es tema que ya no se
discute; y dice muy bien Menéndez y Pelayo cuando dice que la
Historia saca partido de todo, y que no es raro encontrar en lo
pequeño la revelación de lo grande. Muchas veces, sin parar
mientes en ello, oí a los militares de la ya extinguida generación
que nos dio Patria e Independencia decir, cuando se proponían
exagerar el gasto que una persona hiciera en el consumo de
determinado artículo de no imperiosa necesidad: —Hombre, usted
gasta en cigarros (por ejemplo) más que el Libertador en agua de
Colonia.
Que don Simón Bolívar cuidase mucho del aseo de su
personita y que consumiera diariamente hasta un frasco de agua
de Colonia, a fe que a nadie debe maravillar. Hacía bien, y le alabo
la pulcritud. Pero es el caso que, en los cuatro años de su
permanencia en el Perú tuvo el tesoro nacional que pagar ocho mil
pesos ¡¡¡8.000!!! invertidos en agua de Colonia para uso y
consumo de su excelencia el Libertador, gasto que corre parejas
con la partida aquella del Gran Capitán: -En hachas, picas y
azadones, tres millones.
16. Yo no invento. A no haber desaparecido en 1884, por
consecuencia de voraz (y acaso malicioso) incendio, el archivo del
Tribunal Mayor de Cuentas, podría exhibir copia certificada del
reparo que a esa partida puso el vocal a quien se encomendó, en
1829, el examen de cuentas de la comisaría del ejército libertador.
Lógico era, pues, que para el sibarita don Simón aprestasen
en Caraz buena casa, buena mesa y etc., etc., etc.
Como las pulgas se hicieron, de preferencia, para los perros
flacos, estas tres etcéteras dieron mucho en qué cavilar al bueno
del gobernador, que era hombre de los que tienen el talento
encerrado en jeringuilla y más tupido que caldo de habas.
Resultado de sus cavilaciones fue el convocar, para pedirles
consejo, a don Domingo Guerrero, don Felipe Gastelumendi, don
Justino de Milla y don Jacobo Campos, que eran, como si
dijéramos, los caciques u hombres prominentes del vecindario.
Uno de los consultados, mozo que preciaba de no sufrir mal
de piedra en el cerebro, dijo:
¿Sabe usted, señor don Pablo, lo que, en castellano, quiere decir
etcétera?
—Me gusta la pregunta. En priesa me ven y doncellez me
demandan, como dijo una pazpuerca.
No he olvidado todavía mi latín, y sé bien que etcétera significa y lo
demás, señor don Jacobo.
—Pues, entonces, lechuga, por qué te arrugas? ¡Si la cosa está más
clara que agua de puquio! ¿No se ha fijado usted en que esas tres
etcéteras están puestas a continuación del encargo de buena cama?
¡Vaya si me he fijado! Pero, con ello, nada saco en limpio. Ese señor
Jefe de Estado Mayor debió escribir como Cristo nos enseña: pan, pan,
y vino, vino, y no fatigarme en que le adivine el pensamiento.
17. -¡Pero, hombre de Dios, ni que fuera usted de los que no
compran cebolla por no cargar rabo! ¿Concibe usted buena cama
sin una etcétera siquiera? ¿No cae usted todavía en la cuenta de lo
que el Libertador, que es muy devoto de Venus, necesita para su
gasto diario?
-No diga usted más, compañero -interrumpió don Felipe
Gastelumendi.-A moza por etcétera, si mi cuenta no marra.
-Pues a buscar tres ninfas, señor gobernador -dijo don Justino
de Milla- en obedecimiento al superior mandato; y no se empeñe
usted en escogerlas entre las muchachas de zapato de ponleví y
basquiña de chamelote, que su excelencia, según mis noticias, ha
de darse por bien servido siempre que las chicas sean como para
cena de Nochebuena.
Según don Justino, en materia de paladar erótico, era Bolívar
como aquel bebedor de cerveza a quien preguntó el criado de la
fonda: -¿Qué cerveza prefiere usted que le sirva? ¿Blanca o
negra? -Sírvemela mulata.
-¿Y usted qué opina? -Preguntó el gobernador, dirigiéndose a
don Domingo Guerrero.
-Hombre -contestó don Domingo, -para mí la cosa no tiene
vuelta de hoja, y ya está usted perdiendo el tiempo que ha debido
emplear en proveerse de etcéteras.
II
Si don Simón Bolívar no hubiera tenido en asunto de faldas,
aficiones de sultán oriental, de fijo que no figuraría en la Historia
como libertador de cinco repúblicas. Las mujeres le salvaron
siempre la vida, pues mi amigo García Tosta, que está muy al
dedillo informado en la vida privada del héroe, refiere dos trances
que, en 1824, eran ya conocidos en el Perú.
18. Apuntemos el primero. Hallándose Bolívar en Jamaica, en
1810, el feroz Morillo o su teniente Morales enviaron a Kingston
un asesino; el cual clavó por dos veces un puñal en el pecho del
comandante Amestoy, que se había acostado sobre la hamaca en
que acostumbraba dormir el general. Este, por causa de una lluvia
torrencial, había pasado la noche en brazos de Luisa Crober,
preciosa joven dominicana, a la que bien podía cantársele lo de:
Morena del alma mía,
morena por tu querer
pasaría yo la mar
en barquito de papel.
Hablemos del segundo lance. Casi dos años después, el
español Renovales penetró a media noche en el campamento
patriota, se introdujo en la tienda de campaña, en la que había dos
hamacas, y mató al coronel Garrido, que ocupaba una de éstas. La
de don Simón estaba vacía, porque el propietario andaba de
aventura amorosa en una quinta de la vecindad.
Y aunque parezca fuera de oportunidad, vale la pena
recordar que en la noche del 25 de Setiembre, en Bogotá, fué
también una mujer quien salvó la existencia del Libertador, que
resistía a huir de los conjurados, diciéndole: -De la mujer el
consejo-presentándose ella ante los asesinos, a los que supo
detener mientras su amante escapaba por una ventana.
III
La fama de mujeriego que había precedido a Bolívar contribuyó en
mucho a que el gobernador encontrara lógica y acertada la
descifración que, de las tres etcéteras, hicieron sus amigos, y
después de pasar mentalmente revista a todas las muchachas
bonitas de la villa, se decidió por tres de las que le parecieron de
más sobresaliente belleza. A cada una de ellas podía, sin escrúpulo,
cantársele esta copla:
de las flores, la violeta;
de los emblemas, la cruz;
de las naciones, mi tierra;
y de las mujeres, tú.
Dos horas antes de que Bolívar llegara, se dirigió el capitán de
cívicos don Martín Gamero, por mandato de la autoridad, a casa de las
escogidas, y sin muchos preámbulos las declaró presas; y en calidad
19. de tales las condujo al domicilio preparado para alojamiento del
Libertador. En vano protestaron las madres, alegando que sus hijas no
eran godas, sino patriotas hasta la pared del frente. Ya se sabe que el
derecho de protesta es derecho femenino, y que las protestas se
reservan para ser atendidas el día del juicio, a la hora de encender
faroles.
— ¿Por qué se lleva usted a mi hija? -gritaba una madre.
— ¿Qué quiere usted que haga? -contestaba el pobrete capitán de
cívicos. —Me la llevo de orden suprema.
—Pues no cumpla usted tal orden -argumentaba otra vieja.
-¿Que no cumpla? ¿Está usted loca, comadre? Parece que usted
quisiera que la complazca por sus ojos bellidos, para que luego el
Libertador me fría por la desobediencia. No, hija, no entro en
componendas.
Entretanto, el gobernador Guzmán, con los notables, salió a
recibir a su excelencia a media legua de camino. Bolívar le preguntó si
estaba listo el rancho para la tropa, si los cuarteles ofrecían
comodidad, si el forrraje era abundante, si era decente la posada en
que iba alojarse; en fin, lo abrumó a preguntas. Pero, y esto chocaba a
don Pablo, ni una palabra que revelase curiosidad sobre las cualidades
y méritos de las tres etcéteras cautivas.
Felizmente para las atribuladas familias, el Libertador entró en
San Ildefonso de Caraz a las dos de la tarde, impúsose de lo ocurrido,
y ordenó que se habriese la jaula a las palomas, sin siquiera ejercer la
prerrogativa de una vista de ojos. Verdad que Bolívar estaba por
entonces libre de tentaciones, pues traía desde Huaylas (supongo que
en el equipaje) a Manuelita Madroño, que era una chica de dieciocho
años, de lo más guapo que Dios creara en el género femenino del
departamento de Ancash.
En seguida le echó don Simón al gobernadorcillo una repasata
de aquellas que él sabía echar, y lo destituyó del cargo.
IV
Cuando corriendo los años, pues a don Pablo Guzmán se le
enfrió el cielo de la boca en 1882. Los amigos embromaban al ex-
gobernador hablándole del renuncio que, como autoridad, cometiera, él
contestaba:
-La culpa no fue mía sino de quien, en el oficio, no se expresó
con la claridad que Dios manda;
Y no me han de convencer
con argumentos al aire;
pues no he de decir Voltér
20. donde está escrito voltaire
Tres etcéteras al pie de una buena cama, para todo buen
entendedor, son tres muchachas… y de aquí no apeo ni a balazos.
UN SANTO VARON
Vivo y comiendo pan está todavía en Huauya, estancia
vecina a Caraz, el protagonista de este artículo. Llámase José
Mercedes Tamariz, aunque generalmente se le conoce por el
Tuerto, si bien él se requema cuando oye le mote y la emprende a
puñetazo limpio con el burlón.
Hasta hace pocos años fue Tamariz persona de fuste en la
parroquia de San Ildefonso de Caraz, como que ejercía los
socorridos cargos de sacristán, campanero, misario en las misas
rezadas, organista en las fiestas solemnes, y cantor fúnebre en todo
sepelio. Era hombre a quien nadie habría tenido entrañas para negarle
un par de zapatos viejos.
Gran devoto del zumo de parra, que en tan buen predicamento
para con la humanidad puso el abuelo Noé, era frecuente que, para
misa dominical, tuviese el párroco que ir en persona a sacar al
organista de alguna tracamandana. El bellaco Tuerto era un don
Preciso, pues en diez leguas a la redonda no había hombre capaz de
manejar el órgano.
Y sucedió que un domingo, en que lo sacaron de una
cuchipanda para llevarlo a la iglesia, en vez de arrancar al órgano
notas que pudieran pasar por imitación del Gloria in excelsis, tocó una
cachua con todos sus ajilimógilis. Los cabildantes que a la misa
concurrieron se sulfuraron ante tamaña irreverencia, y ordenaron al
alguacil que amarrado codo con codo, llevase a la cárcel al tuno del
organista, el cual protestaba con esta badajada, propia de un trufaldín:
Dios no entiende de música terrena, y para él da lo mismo una
tonada que otra.
Acostumbrábase, en muchos pueblos del Perú, celebrar la Semana
Santa con mojigangas populacheras que ni pizca tenían de religiosas.
21. En Lima misma, como quien dice en el cogollito de la civilización,
tuvimos hasta que entró la patria la exhibición de la Llorona de
Viernes Santo, de la Muerte carcancha y de otras profanaciones de
idéntico carácter. A Dios gracias van desapareciendo del país esas
extravagancias de una mal entendida devoción.
En la costa y en la sierra, toda mestiza de quince a veinte
primaveras y de apetitoso palmito en disponibilidad para noviazgo,
se desvivía porque la designase el Cura para representar en la
Iglesia a la Verónica, a la pecadora de Magdala a María Cleofe u
otra de las devotas mujeres que asistieron al drama del Calvario,
No hace aún medio siglo que, en Paita y otros pueblos del
departamento de Piura, ponían en la cruz a| mancebo más gallardo
del lugar, y cuentan que una vez interrumpió éste al predicador,
diciendo:
-Mande su paternidad que se vaya la bendita Magdalena,
porque me está haciendo cosquillas.
En cuanto a los hombres, el papel de santos varones no tenía
menos pretendientes. Durante la cuaresma, el cura los ensayaba para
que, en las tres horas del Viernes Santo, varones y varonesas
desempeñasen correctamente su papel.
El cura de Caraz, presbítero don José María Sáenz que,
corriendo los años murió en el antiguo manicomio de San Andrés,
designó en una ocasión a Mercedes Tamariz para que funcionara como
santo varón a quien correspondía desclavar la mano izquierda de
Cristo.
Pero fué el caso que imaginándose el orador que era más culto
emplear las palabras diestra y siniestra, en vez de derecha e
izquierda, vocablos de uso corriente, dijo dirigiéndose a Tamariz:
-Santo varón, desclava la mano siniestra del Señor.
Tamariz se quedó hecho un pasmarote, sotto voce dijo a su
compañero:
-Eso de siniestra irá contigo... desclava, hombre.
-No, Mercedes, a ti te toca.
— ¿Qué diablos va a tocarme a mí? Me corresponde la izquierda.
22. El cura, viendo que el sacristán se hacía remolón, para
cumplir la orden, repitió: —Santo varón, desclava la mano siniestra
del Señor.
Ni por esas. Mercedes Tamariz no se daba por notificado y
seguía disputando con el otro prójimo.
Entonces, aburrido el párroco, le gritó:
—¡Tuerto borracho! Desclava la mano izquierda del Señor.
Eso de llamarle Tuerto, y en público para mayor agravio, le
llegó al sacristán a la pepita del alma, le removió el concho
alcohólico, arrojó con estrépito la herramienta que para desclavar
tenía en la mano, y se salió furioso de la iglesia, parroquial,
diciendo:
-Padre, no tiene usted la culpa sino yo, por haberme metido
en semejantes candideces.
23. Celso V. Torres
Escritor, periodista y poeta. Es una de las figuras
sobresalientes de las letras ancashinas y una de las más
específicas del país en el dificil género de la tradición creado por
Palma.
Nació en Caraz el 28 de Julio de 1859 y murió en la misma
ciudad el 12 de Noviembre de 1918.
Hizo sus estudios primarios y los dos primeros años de
instrucción secundaria en la misma ciudad de su nacimiento,
interrumpiéndolos para dedicarse al trabajo, primero como
empleado en el Municipio, en la Procuraduría Fiscal y como
Secretario de la Subprefectura, seguidamente, y después como
funcionario judicial, optado que hubo el título de Notario Público,
en la misma ciudad de Caraz.
Su apartamiento de centros de vida intelectual activa y las
diversas ocupaciones a que estuvo dedicado durante su vida, no le
impedieron formarse una sólida cultura, ni el cultivo de las letras
para las que tenía especiales cualidades.
En el campo periodístico en el que actuó desde su juventud,
particularmente en “La Prensa de Huaylas”, de larga y fecunda
vida, de la que fue su redactor, destacóse sus campañas elevadas
y justas y en el campo literario conquistó halagadores juicios.
Tomando como modelo a Palma cultivó la tradición con singular
acierto reviviendo los propios del terruño con el gracejo y el
aticismo aprendidos en su maestro. Su mérito en la tradición es
marcado por la especial distinción que Palma le tuviera
brindándole su amistad y manteniendo con él continua
correspondencia.
Celso V. Tórres cultivó también el cuento y la poesía con no
poco éxito,
Su producción que fue grande no llegó a reunirla en ninguna
obra tocado de una excesiva modestia. Ella se encuentra dispersa
en periódicos de su tierra natal y en diarios y revistas de Lima
donde tenía preferente cabida.
24. LA TEMERIDAD Y LA JUSTICIA DE DIOS [1]
(Historia Tradicional)
Allá, en las postrimerías del siglo XVIII (1789), y en los
comiedzos del siglo XIX (1803), existía en el pueblo de San
Jacinto de Mato un matrimonio, tal vez envidiable por la paz y
armonía que reinaban en el hogar, que era un rincón del paraíso.
No sabré decir los nombres de estos esposos, pero
antójaseme que el marido se llamó Vicente y Margarita la esposa.
Vicente ejercía el oficio de platero.
Margarita fué la más bella criatura que, en cuanto al sexo
femenino, a Dios se le antojara crear en estas comarcas. Su
sedosa cabellera le medía el talle,
Por tu parte, querido lector, hazte cargo de delinear la
hermosura de Margarita. Píntala tal como la dibuje tu fantasía
llena de perfecciones.
Los que la conocieron, pues, sus perfecciones, que no
pudiendo darle un sobrenombre que correspondiera a su donaire y
belleza, a sus gracias y encantos, sencillamente decían que
Margarita era bella hasta la temeridad. Esta fue la única expresión
que encontraron los golosos hijos de Adán, que se pirraban por
ella y con el que creyeron haber dicho todo, pero ella jamás dio
motivo para que se susurrase contra su honor. Fue, pues, un ángel
encarnado en cuerpo esbelto de mujer.
De aquí nació que a Margarita se le conociera sólo por «La
Temeridad», olvidando su nombre.
_____________
(1) El asunto de estas tradiciones parte del que cuenta Dn. Ricardo Palma en forma
incompleta en su tradición «A muerto me huele el godo». el autor de «La Temeridad y la
Justicia de Dios» nos lo dice, afirmativamente, en la carta que le dirigiera a don Ricardo
Palma dedicándole su composición y que aparecen publicadas en «Variedades» N° 523 de
23 de marzo de 1918.
La carta dice así:
Al señor Ricardo Palma
Muy distinguido amigo:
Al leer su tradición «A muerto me huele el godo» me palpitó de gozo el corazón porque en
ella creo haber encontrado el espeluznante final de una tragedia horrorosa sucedida en el pueblo
de Mato, a dos leguas.
A nadie mejor que a ella podría habérsele cantado:
La hermosura de los cielos,
Cuando Dios la repartió,
25. No estarías tú muy lejos
Cuando tanto te tocó.
Con esto está dicho que el marido no sólo vivía encariñado
con su conjunta, sino celosísimo como un musulmán.
_____
Por entonces fue cura de esta parroquia de San Ildefonso de
Caraz, el doctor don Marcos Herrera, desde 1796 hasta 1804
después de haber sido inter en Pueblo Libre.
El doctor Herrera no sólo fue querido y respetado por sus
feligreses y por cuantos lo conocieron sino venerado por su
santidad y virtud ¿fue dotado por el cielo tal vez del don de doble
vista o fue gran receptor telepático? Sus presentimientos casi
eran proféticos.
En la tarde de un domingo, a fines de noviembre de 1898, el
doctor Herrera rezaba el trisagio en el púlpito de la Iglesia matriz
de esta ciudad de Caraz, cuando de improviso interrumpió a los
devotos feligreses, y juntando las manos clamó la misericordia
divina y dijo: «Queridos hijos, recemos un Padrenuestro y una
Avemaría por “La Temeridad», su madre e hijos, que en este
instante acaban de ser víctimas de la ferocidad y alevosía de su
esposo Vicente, que, con un puñal les ha dado muerte en el pueblo
de Mato».
Norte de esta ciudad de Caraz, en los comienzos del siglo XIX.
Mato, como todos los pueblos del actual departamento de Ancash formaba parte de la
antigua provincia de Huaylas del departamento de Junín, hasta 1839.
Mi tradición «La Temeridad y la Justicia de Dios» se ha mantenido inédita, porque me
faltaba el corolario o fin del protagonista, que lo encuentro en «A muerto me huele el godo», que
con venia de Ud. voy a copiar para completar este ligero trabajo. Creo que la una no excluye a la
otra ni pueden desdeñarse, perdonándome Ud. que merodee en sus propiedades; que «probada la
necesidad y utilidad, es procedente la expropiación forzada».
Acepte Ud. mi querido don Ricardo, que con respetuoso cariño le ha ga esta declaratoria su
antiguo colaborador y amigo.
CELSO V. TORRES
Caraz, a 14 de julio de 1917
Así fué, en efecto. Un individuo se presentó a casa de
Vicente; pues lo necesitaba con urgencia para asuntos
relacionados con su oficio de platero; y al no encontrarlo, tomó
asiento por un instante, que le ofreciera la desventurada
Margarita, que se hallaba en ese instante con su madre e hijos.
Como se ve no había motivo para que al musulmán Vicente
se le subiera la pimienta a la nariz. Entrar a su casa, encontrar al
amigo en ella y tomar su puñal, todo fue uno.
Enfurecido Vicente más que berrendo estoqueado, dio de
puñaladas a su esposa «La Temeridad», que según él ella había
quebrantado la prohibición de aceptar visitas del sexo barbudo, en
su ausencia, que fue momentánea; pues no se apartaba de ella por
26. largas horas.
Ante crimen tan espeluznante, la suegra y sus tiernos hijos,
sobrecogidos de terror, defendieron a Margarita de la ferocidad
de su esposo; y mientras ella se retorcía en el suelo con los
estertores de la agonía, Vicente ciego de coraje, acometió con el
mismo puñal a la suegra y a los hijos, dejándolos tendidos. Ante la
magnitud de este crimen sin nombre, fugó el criminal Vicente, sin
saber jamas de su paradero. Felizmente la tradición de «A muerto
me huele el godo», nos saca de esta incertidumbre.
La noticia causó horror y espanto en todo el Callejón de
Huaylas; siendo inútiles las pesquizas hechas para capturar al
auxorcida, filicida y homicida Vicente que fugaba sin rumbo,
poniendo los pies en polvorosa, llevándose en la conciencia el
roedor remordimiento y la desesperación, para mendigar el
amargo pan del proscrito y del prófugo.
De quí en adelante nadie supo nada de Vicente; pero «A
muerto me huele el godo» llena este vacío que lo hallará el curioso
lector.
Han trascurrido 114 años sin que se olvide el triste fin de La
Temeridad, injustamente asesinada.
_________
EL GOBERN ADOR DE JANGAS
En todo el mes de noviembre de 1885 se hallaba asediada la
ciudad de los Reyes de Lima, por el entonces coronel y después
general don Andrés Avelino Cáceres, que intentaba tomarla con el
ejército del Centro y derrocar el gobierno de don Miguel Iglesias,
Los granujas y vendedores de periódicos hacían la olla gorda
pregonando: ¡«El Oriente»! (diario que entonces se editaba en
Lima) ¡Noticias importantes del Control Decreto del coronel Cáceres!
¡Tantos muertos, cuantos heridos y el número total de
prisioneros!
Esto era de todos los días y a cada rato.
Era alarmante la situación de Lima. Las noticias de brujas y
las callejeras eran para alocar al mismísimo cachazudo Job.
Quien no decía: «Ya Cáceres fugó por la ruta de Orcotuna y lo
acompaña el doctor don Francisco Flores Chinarro y los persigue
el general don Pedro Mas»; quien otro: «Después de una refriega
con el general Relaise, ya está en Huaripampa y lo acompaña el
doctor don Pedro Alejandrino del Solar».
Todas estas noticias aumentaban de un modo vertiginoso y
los adeptos del coronel Cáceres ya gozaban, ya sufrían, según las
27. bolas que corrían, y le mandaban expresos anunciándole lo que se
decía y lo que ocurría en Lima, y pidiendo su pronto arribo; pero
los expresos arriesgaban la pelleja y no había forma de encontrar
un grupo que corriera tal aventura.
Policarpo Salas, era por entonces un mayordomo de la casa
X en la calle de Bodegones. Su patrón, cacerista de tuerca y
tornillo, de frente y de espalda, de arriba y abajo, de izquierda
a derecha, de cuerpo y alma, resolvió una noche, que, con el
alba, marchara Policarpo a entrevistarse con el Cnl. Cáceres,
llevando cartas en que le señalaba rumbos y derroteros seguros
para la toma de Lima. Policarpo después de muchas resistencias y
encomendarse al Santo Patrón de Jangas, se dió una palmada en la
frente y encarándose con el amo le dijo: ¿Dígame usted, señor, de
esto puedo reportar alguna ventaja positiva? —Clarinete le
contestó el amo- el coronel Cáceres te corresponderá
debidamente. Al agua miedos y rabo tieso.
Resuelto el problema, el señor X le dio dinero, conservas,
pan y pisco para el fiambre.
Policarpo, salvando riesgos y peligros, llegó al lugar donde se
encontraba el coronel Cáceres con su ejército. Le presentó sus
credenciales de Enviado Extraordinario y le señaló Cocharcas
como el mejor rumbo para entrar a Lima, probándole por A más B.
la seguridad de la empresa en un abrir y cerrar de ojos.
El coronel Cáceres escuchó todas las disertaciones de
Policarpo, después de leída la carta del señor X, satisfecho de la
prolijidad y guapeza de aquél. —Bien, le dijo— haré la
contestación y te volverás hoy mismo.
-¿Contestación? ¿Qué contestación cabe mi coronel? -
replicó- ¿No sabe Ud. que si las fuerzas del general don Miguel
Iglesia me toman, me fusilan al vuelo y sin los honores de
sentarme al banquillo ni someterme a un Consejo de Guerra? ¡No
mi coronel, no Alteza, no Santísima Trinidad! ¡No hay más
contestación que yo en persona! Entraremos juntos por Cocharcas
a Lima, al Palacio de Gobierno, y... J
-¡Basta! -le interrumpió el coronel, mirando con sonrisa
paternal a Policarpo, por tantos títulos disparatados que la
prodigaba. Y admirado de su decisión, le dijo: -Irás junto conmigo
hasta Lima, al Palacio, y cuenta que si esto sucede, y palabra te
doy, que te concederé lo que pidas y quieras.
Después de la capitulación de diciembre del mismo año,
(1885), el coronel Cáceres, investido del Mando Supremo, y
ascendido ya a general, se hallaba en Palacio; y pasaron días,
meses y Policarpo no podía entrevistarse con el general para el
logro de sus anhelos ni aun para felicitarlo por su exaltación al
28. Mando Supremo de la República. Ronda todas las avenidas de
Palacio y le era imposible que los guardias le dieran entrada.
Muchas veces fue rechazado a culatazos.
Policarpo sufría la pena negra; no podía verse con el
general Cáceres. Al fin, el Santo Patrón de Jangas hizo un
milagrito: le iluminó; y una mañana engañó a los guardias,
asegurándoles que llevaba noticias de suma importancia para el
general y que nadie sino él en persona debía comunicárselas.
Concedida la entrada, respiró sordo; y una vez en presencia del
general le hizo reminiscencias de todo lo ocurrido y las promesas
que le hiciera para cuando estuviera en Palacio.
El general Cáceres, atareado con las labores del gobierno,
no se acordó nadita de lo que le decía Policarpo; pero éste, viendo
desvanecerse su más cara ilusión, le repitió los títulos de Alteza,
Santísima Trinidad.
Al llegar a este último título. S. E. reconstruyó los hechos y
trajo a la memoria su ofrecimiento y titubeó por un momento,
porque pensó que Policarpo desearía lo menos una prefectura, y
su tipo no alcanzaba sino a portero.
-Bien, le dijo -¿Qué es lo que deseas? ¿Una subprefectura?
—No, señor, no pico tan alto.
—Vaya -se dijo el general-. Salimos del apuro; este quiere
dinero, y encarándose con su Secretario le hizo una señal de
inteligencia para que le alistara soles 500, que estimaba como
premio a los servicios de Policarpo.
El Secretario salió de prisa a sacar el dinero; logrando esta
conyuntura, S. E. dijo a Policarpo, ya bromeando.
¿Y no quisieras una mitra?
—¿Nitro? No, señor. Nitro hay en la botica y yo no tengo
fiebres.
-Y entonces, ¿qué es lo que quieres?
—Quiero, señor... quiero ser gobernador de Jangas, y nada
más, nada más.
-Concedido —le contestó el general. -Señor Secretario, en el
acto escriba usted una carta al Prefecto de Ancash para que
inmediatamente don Policarpo Salas sea gobernador de Jangas, y
que durará en el cargo mientras sea yo Presidente de la República.
Y se reía, repitiendo para si: Parva es la materia, tratándose de premiar
servicios de tanta importancia. ¡Vaya con el estúpido!
Policarpo más alegre que castañuelas y haciendo piruetas de
clown salió de Palacio con su carta de recomendación, dejando
muerto de risa a S. E.; y en el acto se fue a las ventas de fierros
viejos y se compró un par de espuelas roncadoras con rosetas de 8
a 10 centímetros de diámetro, que más bien eran sonajas, con las
29. cuales y en mala cabalgadura entró a Jangas, no sin haber sufrido
porrazos mortales en el camino; pues los perros, asustados por el
sonido extraño de las espuelas, acometían al bucéfalo; y, dicho
sea de paso, Policarpo era maturrango, y por lo mismo, a cada
respingo de la bestia, medía el suelo con el cuerpo y gritaba a los
perros: ¡Basta! ¡Basta! ¡No muerdan: soy el gobernador de
Jangas!
¡Vaya con el gaznápiro! ¿Qué provecho habría de sacar de
la Gobernación de Jangas, cuyos honrados pobladores jamás
tienen demanda ni por roñoso robo de gallinas? Puedo sacar
ventajas, mediante la oferta apalabrada de S. E. Puedo en fin, ser
empleado con buen sueldo y roncar como fuelle viejo.
De seguro que Bolívar y Sucre o Castilla lo habrían hecho
flagelar, por lo menos, o hacerlo pasar al Manicomio, por loco.
¿Policarpo Salas fue un zorro loco? No. Fue sencillamente un
tonto de capirote.
30. Aurelio Arnao
Periodista y escritor de figuración nacional.
Nació en Huaraz en 1872 y murió en Lima en 1940.
Dedicado cultor de las letras desde su juventud desde
temprano logró imponer su nombre entre los más destacados
escritores del país. Compartiendo el periodismo en el más
importante diario del país «El Comercio» de Lima, con la producción
literaria, en ambas actividades ha hecho brillar su pluma de estilo
impecable, natural y sencillo.
En su mocedad abrazó la corriente realista y tomando como
modelos a Zolá y Maupasant escribió una serie de cuentos de este
corte. Más tarde, ganado por el embrujo de la tradición, manes de
Palma, dedicóse a la revisión de viejos y empolvados infolios,
ofreciendo sabrosas crónicas noveladas, mezcla de historia, crónica
periodística y cuento que reviven magistralmente, figuras gallardas
y episodios truculentos del período resonante de la conquista.
Circunstancia lamentable para Ancash, sí, ha constituido de
que tan hábil narrador y cronista, que ocupa lugar en la Biblioteca
Internacional de “Obras Famosas” no halla encontrado para la
riqueza de la producción de tradiciones ancashinas, temas de esta
procedencia, sólo así explicable, la ausencia de cronicones de
ambiente ancashino, toda vez que en su obra de cuentos tiénense
motivos y asuntos propios de la tierra. Motivo por el cual en la
presente antología, no se inserta sino “Un dominador de la selva”,
semblanza más que relato pero que por el carácter del personaje
tiene, y lo ha de tener más en el futuro, un sabor de leyenda.
Obras de Arnao son: "Cuentos Peruanos”
, "Cronicones
Novelados’', “Fastos Virreynales”, “Lima Conventual y Religiosa”,
“Hombres de presa de la Conquista’' y un juguete cómico “El Crimen
del Universo".
UN DOMADOR DE LA SELVA
En el viejo asiento minero de españoles y portugueses de San
Luis, en las vertientes occidentales de la Cordillera Blanca,
pasaba los primeros años de su juventud un espíritu inquieto y de
empresa, valeroso e intransigente con las suspicacias y mala fe
serranas. Era hijo de yanqui y de huarasina. Había heredado la
reciedumbre del carácter sajón y la inflexible voluntad de conducir
la vida por derroteros fijos. No había salido de su pueblo apacible
y rústico, pero gustaba de fuertes emociones y era atrevido para
emprender cualquier arriesgada empresa. Detestaba la molicie y la
31. vida sensual y sedentaria de las ciudades.
Para desterrar el aburrimiento que acosaba precozmante
sus diez y seis años de vida, en el pueblo silente y olvidado,
emprendía aventuras emocionantes como la de escalar los
enhiestos picachos nevados, o la de domar potros, o la de reñir a
puño limpio con cualquier hampón, o, si se terciaba, hechar una
«mano de pinta» con los trashumantes reseros que posaban en el
pueblo con la “huachaca” repleta de monedas. En una de estas
aventuras fue como un día riñó, en la vecina villa de Llamellín, con
un malero que usaba dados «cargados», y le castigó con un gran
puñetazo que dio con aquél en tierra; pero se levantó en seguida y
desenfundando un puñal que llevaba al cinto, le asestó una feroz
puñalada en el vientre, dejando como muerto al joven de San Luis.
Un curandero, apellidado Guijes, le curó de la herida, que
tal vez no lo habrían hecho con mejor éxito las modernas clínicas
del mundo, pues hubo que suturar tripas, peritóneo y piel, en un
pueblo semirrural que carecía de todo elemento quirúrgico y
acéptico en aquella época.
La convalescencia fue larga, y el joven avergonzado con el
lance en que había sido protagonista, resolvió marcharse para no
volver nunca, lejos, lo más lejos posible, a regiones ignotas e
inaccesibles, y una madrugada, ya sano y vigoroso otra vez,
abandonó su pueblo natal al límpido clarear de la aurora y entre
los cantos de los gallos. Desde una eminencia miró el vasto
panorama que le circundaba, y allí se despertó su sueño de
dominación. Era joven, recio y decidido. Basta. Con eso sólo se
podía llegar a la meta.
Se despidió con la mano en alto de su pueblo, donde
quedaban los suyos, su casa hogareña a la que renunciaba para
siempre. ¡Adiós!
II
La madre angustiada y los hermanos inquietos investigaban
el paradero del joven desaparecido. Pasaron los meses y pasaron
los años y todos le dieron por muerto. Nadie le había visto. Había
desaparecido tan definitivamente como si se lo hubiera tragado un
insondable abismo.
Pero no había muerto. Vivía con mayor pujanza que nunca.
Había enderezado sus pasos, hacía la cuenca del Marañón,
pasando por las montañas de Monzón y Uchiza, y penetrado,
después de cruzar el Huallaga, en la selva inhollada, en la gran
selva que sería en adelante el escenario de su luchadora vida.
Conforme iba penetrando en el boscaje sus impresiones
32. tornábanse nuevas e insospechadas. Era otro mundo y era otra
vida. Otros sentimientos. Todas las trabas morales y
convencionales desaparecían allí. Era el imperio absoluto de la
naturaleza: muerte y alumbramiento. El árbol, la bestia, el reptil
adquirían allí una fuerza y dominio superiores a los del pobre
hombre civilizado y perdido azaroso entre la penumbra cálida de la
selva, donde no se ve el cielo, que es la esperanza, ni se percibe
un rayo de sol, que es el amor. El suelo amazónico se le
presentaba como un conglomerado de materiales en perpétua
putrefacción y un hervidero de gérmenes, de nuevas vidas inci-
pientes y ya devoradoras. Todo resumaba humedad: todo era
cieno que exhalaba fuertes olores que herían la pitituaria; de los
lodazales emanaban vapores enervantes. De pronto un rumor. Se
aclara el ramaje y se ve la corriente de un ancho río, sobre cuya
irisada superficie asoman, entre dos aguas, Las anchas quijadas
de un caimán que se desliza como un torpedo.
Ese era el escenario que contemplaba absorto y con el
propósito de dominarlo, el joven de San Luis, que se había sumado
a una tropa de caucheros; hombres sin otra ley que el Winchester
que llevaban cruzado a la espalda. Cada cual para sí y ninguno
para los otros. Apenas los unía la conveniencia de la necesidad de
brazos humanos para la extracción del caucho; del «oro negro»,
como se le llamaba entonces, que había despertado la avidez de
los hombres de las regiones más remotas, como el oro auténtico
provocó una verdadera cruzada de aventureros sin Dios, sin Patria
y sin familia que no respetaban ninguna ley ante el apetito de
enriquecerse.
Eran esos los caucheros, los buscadores de la lechosa goma
encerrada como en una ubre en los troncos de ciertos árboles; los
caucheros que, en grupos, se internaban en lo más recóndito de la
selva, abriéndose paso a machetazos entre la maleza, hasta
encontrar las grandes manchas de ese árbol privilegiado, cuya
sustancia líquida se disputaban los grandes mercados del mundo.
De un solo vistazo el joven de San Luis se hizo cargo de la
magnitud del negocio, para el cual se requerían las condiciones
personales que el tenía: valor, renunciamiento a toda molicie, a
toda debilidad, a todo sentimentalismo. Cuanto más trabajaba
como cauchero ayudante de otros más afortunados y de más
experiencia, más se convencía de que todo lo hacía el valor y el
dominio sobre los otros. Y en el transcurso de pocos años, cuando
apenas había cumplido los veinticinco, era ya el jefe; no recibía
órdenes, las daba. Era el dominador; no ya de una tropa de
caucheros aventureros, sino de gran parte de las tribus salvajes
de la hoya del Ucayali, a las que había conquistado con sólo el
33. prestigio de su altanero continente y el magnetismo de su mirada
acerada que se encendía cuando la cólera le hacía echar mano de
su carabina y cumplir la ley sin apelación de la Selva.
III
Este joven, que en su pueblo natal se llamaba Fermín
Fiztcarrald, se había trocado el nombre por el de Garlos
Fiztcarrald, con el que es conocido en la historia de nuestra
geografía nacional.
Según el Padre fray Gabriel Sala se mudó el nombre de
Fermín por el de Carlos, por dos razones: «la primera es
reservada; la segunda porque pasando por Quillasui
(Huancabamba) un padre misionero que está allí (Juan José Mas) lo
libró de un gran peligro, por cuya razón pensando que el referido
padre se llamaba Carlos, se cambió el nombre, en señal de
gratitud, o porque esto sucedió el día de San Carlos Borromeo. La
primera causa, según me han dicho, es algo semejante a la
segunda. Lo cierto es que este señor (Fiztcarrald nos tiene (a los
misioneros) un cariño ilimitado».
En San Luis, mientras tanto, corrían diversas versiones
acerca de la desaparición de Fizcarrald, Su familia lo daba por
muerto, creyéndolo devorado por los salvajes y perdido entre la
jungla, y la resignación y el olvido vinieron después a colocarse
como una lápida sobre su recuerdo.
Nadie sabía que Fiztcarrald vivía, luchaba y triunfaba en el
corazón de la vasta selva, surcando ríos, abriendo trochas, señor y
dominador de las tribus salvajes, que le rendían pleitesía y le
llevaban su tributo de caucho para entregárselo en los varaderos a
orillas de los grandes ríos; y como la fiebre del caucho encendía
otros negocios en todas las provincias limítrofes con la montaña,
un cuñado de Fiztcarrald salió de San Luis, con dirección a las
montañas de Monzón llevando un cargamento de víveres para
cambiarlos por coca. Una vez allí, se enteró de que la fiebre del
caucho estaba poblando de aventureros, venidos de todos los
rincones del mundo, los ríos Marañón, Huallaga y Ucayali, en
cuyos sitios pagaban altos precios por los víveres. Entonces
resolvió seguir de frente hasta el río Huallaga, donde, apenas
arribó, le dieron la noticia de que el rico cauchero y señor de la
selva Fiztcarrald debía llegar en la lancha en que iba recorriendo
el río, recogiendo el caucho que sus comisionados y los salvajes
le aportaban. En efecto, a los pocos días de espera, se presentó
una lancha que venía de surcada y a cuyo bordo se encontraba
Fiztcarrald, que fue recibido con júbilo y demostraciones de muy
34. alta estima tanto por los chunchos como por los caucheros
menores, llamándole el «Señor del Ucayali», donde tenía su policía
propia y donde no se acataba otra autoridad que la suya.
Grande fue la sorpresa del cuñado de Fiztcarrald cuando
reconoció en este temido «Señor del Ucayali», al hermano de su
mujer. Y en cuanto Fiztcarrald se enteró de que su pariente estaba
allí, además de comprarle por el doble de su precio, los víveres
que llevaba, lo colmó de regalos; pidiéndole, eso sí y como único
favor, que regresara a San Luis al lado de su hermana, y que por
ningún motivo revelara su repentino cambio de fortuna, obtenido
en el negocio en alta escala del caucho.
El comerciante regresó a San Luis, pero no cumplió su
ofrecimiento de guardar el secreto. Al contrario, lo primero que
hizo fue publicar a los cuatro vientos y exageradamente las
aventuras y la riqueza de Fiztcarrald, así como el dominio que
ejercía en la inmensa selva, desde el Huallaga hasta el Ucayali y
el Urubamba, donde se hallaba iniciando la obra colonizadora, por
cuyo motivo se le había bautizado con el nombre del «Señor del
Ucayali».
Contrariamente a los deseos de Fiztcarrald, enterada de la
fantástica noticia una multitud de parientes y amigos de su niñez
se fueron en caravana al Ucayali, con el vivo anhelo de hacer
fortuna al amparo del señor de la selva. Hasta su hermana,
soltera, deseosa de abrazar al hermano perdido emprendió un
viaje audaz, a través de los bosques, que llenó de admiración al
mismo Fiztcarrald, pues fue la primera mujer que realizó por entre
la selva un viaje al Ucayali, donde su hermano obsequiaba
regiamente a sus familiares y amigos, obligándoles, en seguida, a
regresar al terruño, ya que no le servían sino de estorbo y daban
lugar a murmuraciones y chismes que menoscababan su autoridad
de dominador de la montaña.
IV
El rápido encumbramiento económico de Fiztcarrald se debió al
alto precio que llegó a alcanzar el caucho en los mercados
europeos, en los que se cotizaba a dos libras esterlinas la arroba,
en el curso del año 1896. Naturalmente, el concurso de un hombre
de la experiencia y conocimientos de Fiztcarrald fué solicitado en
la plaza de Iquitos para la explotación de la goma en la hoya del
Ucayali y de sus grandes afluentes, pues Fiztcarrald los conocía e
intentaba extender sus actividades hasta la hoya del Madre de Dios,
cuyo mejor punto de contacto buscaba empeñosamente. Dispuso de
abundante dinero, con el que organizó su empresa cauchera en vasta
35. escala; compró varios buques y lanchas, una verdadera flota fluvial
que surcaba los grandes ríos con itinerarios fijos. Entre esas
embarcaciones, era una de las principales el vapor «Bermúdez», del
cual el Padre Sala nos hace la siguiente descripción:
A las nueve de la noche ha llegado el vapor «Bermúdez», tan
esperado de nosotros por espacie de 15 días, en que estábamos
metidos en nuestros mosquiteros para descansar, salimos al
momento que oímos gritar; «¡Ya llegó el vapor!» Todos salimos de
casa, encendimos luces y nos fuimos al puerto, haciendo al mismo
tiempo, algunos tiros en señal de salva. Después de algunos minutos
fuimos llamados a bordo y presentados al señor don Carlos Fermín
Fiztcarrald; dueño del vapor, en cuya compañía se hallaban también
los señores Cardoso (brasileño) y Suárez (boliviano); ambos socios
del mismo señor Fiztcarrald: el primero como socio industrial y el
segundo como capitalista. El comandante es el señor Donaire, el
contador el señor Emilio Henriot. Toda la tripulación es excelente, y
el vapor, por su forma y capacidad, buen orden y trato exquisito,
merece con justicia que se le tenga por uno de los mejores que
surcan y han surcado las aguas del famoso Ucayali. Referir la
modestia y amabilidad del señor Fiztcarrald en este momento de
verdadero triunfo, de labor y constancia, es una de las cosas más
gratas y que mayor admiración me han causado. Por de pronto, nos
hizo sentar a todos en los safás de su escritorio y nos convidó un
vaso de cerveza, más luego, una taza de té, y, en seguida, nos
ofreció caballerosamente el vapor a nuestra disposición... »
«Media hora antes de comer se nos convidó una copa de
cocktail y al acercarnos a la mesa, a segundo toque de campanilla,
quedamos todos admirados y complacidos, tanto por el lujo como por
el buen orden del servicio y lo variado y exquisito de los manjares y
licores. Estaba todo tan limpio, elegante y arreglado, que no tuvimos
que envidiar nada a los mejores vapores europeos... »
Es de este modo como el jovencito de Sn. Luis se daba más tarde,
en plena selva, el confort y el lujo de un gran señor; pero estaba
excento de las laxitudes tropicales, de adormecerse en una
hamaca, bebiendo copas de champán. ¡Su espíritu de aventura le
impulasaba a las temibles exploraciones de los grandes ríos de la
hoya amazónica; a desembarcar y penetrar en la selva virgen,
buscando afanoso nuevos varaderos en los remotos ríos Purús y
Manu, hasta dar con el istmo que ponía en contacto este último río
con el Ucayali, y hasta donde llevó desarmada y en hombros de
sus marineros, una lancha con la que surcó sus aguas. A este
istmo se la ha puesto el nombre de Fiztcarrald, lo mismo que a
una isla paradisiaca en el Madre de Dios, situada al norte del río
Colorado, que fue el escenario de su postrer hazaña.
36. V
Puestas en comunicación las hoyas del Madre de Dios y del
Ucayali, por medio del istmo descubierto, el sueño de Fitzcarrald
de explotar tan vastas regiones parecía resuelto. Para realizarlo
adquirió dos veloces lanchas fluviales, que, al mando del capitán
francés Henriot, vinieron de Europa trayendo veinte familias
españolas, con las que Fiztcarrald pensaba colonizar el Madre de
Dios. Pero ocurrieron cosas inesperadas. Las familias, una vez en
Iquitos, se resistieron a seguir adelante, pese a los ruegos y
promesas de un español Suárez, socio de Fiztcarradl, a quien le
dejó en esa ciudad con el encargo de convencer a esos colonos de
cumplir sus compromisos, y acompañado de otro socio suyo, el
médico boliviano Vaca Díaz, se embarcó en la lancha «Adolfito»,
rumbo al alto Ucayali y al Urubamba, de donde pasaría por el
istmo al Madre de Dios, con cuyo objeto llevaba material para
tender una vía férrea angosta. Iba con ellos el capitán Henriot,
quien, dejó a su esposa en Contamana, presagiando algún
contratiempo; a la vez que amarraba en el tronco de un árbol de la
orilla una albarenga, que, como medida de previsión, solían llevar
las lanchas fluviales adosadas a una de sus bordas.
La versión de lo sucedido después es algo confusa: “El
Adolfito” navegando a todo vapor, entró en el mal paso llamado
«Chicosa», donde la corriente del Ucayali, estorbada en su curso
por un gran peñón, forma un remolino peligroso para cualquier
embarcación. Henriot hizo tocar la campana de alarma, y
Fiztcarrald, que se encontraba en esos momentos en la cabina del
comando jugando el tresillo con Vaca Diez y otros amigos, salió
presuroso a cubierta y al ver el peligro del remolino, en cuyas
fauces habían caído, y rota la cadena del timón, ordenó varar la
lancha en la playa inmediata; pero al efectuar esta maniobra, la
corriente arrastró al “Adolfito”, que fue a estrellarse contra el
peñón, retrocediendo violentomente de popa y hundiéndose en
seguida. De los 27 tripulantes sólo salvaron el capitán Henriot, el
segundo ingeniero que era alemán y el cocinero.
El capitán arribó a la orilla y situándola caminó hasta
encontrar la albarenga que había dejado encadenada a un árbol, en
la que se fué, aguas abajo, hasta Contamana, donde embarcó a su
mujer y continuó hasta Iquitos.
Quince días después llegaba al paraje del naufragio una
expedición organizada por don Bernabé Saavedra, compadre de
Fiztcarrald, en busca de éste; la que empezó a explorar la orilla
cubierta de caña brava, hallando el cadáver del Señor de la Selva,
37. junto con el de su socio Vaca Diez. Se supone que Fiztcarrald, que
era un gran nadador, no pudo salvarse por haberse asido a él su
socio que era hombre de gran corpulencia.
Fué así como el destino truncó la triunfadora juventud del
dominador de la Selva, cuando había impuesto su señorío sobre
los grandes ríos de la Montaña peruana y se preparaba a irrumpir
en las selvas boliviana y brasileña, y cuando todo le auguraba la
reyecía del caucho en el mercado mundial.
38. José Ruíz Huidobro
Periodista, escritor y poeta de vigorosa personalidad y uno
de los más valiosos exponentes de la intelectualidad ancashina,
Nació en Vicos (prov, de Carhuaz) el 25 de Mayo de 1885 y
murió en Lima el 8 de JUDÍO de 1945.
De breve estancia escolar, su vocación a las letras le hizo
alcanzar una sólida cultura mediante un constante esfuerzo de
autodidácta.
Su principal labor, y durante largos años, fue el periodismo en
diarios y revistas de Huaraz en los que fue siempre su principal
redactor. Miembro de la redacción de «La Neblina», revista
quincenal de cultura, en 1904, en que tomara 1a profesión, de
1917 a 1926 fue Jefe de Redacción del diario “El Departamento” la
más importante publicación en Ancash, habiendo ocupado su
Dirección en 1924. En 1927 fundó en compañía de José M. Cerna,
el diario de la tarde «La República» en casi toda su existencia de
más de tres años, él solo lo dirigiera. Establecido en Lima
continuó colaborando en los distintos diarios y revistas,
principalmente sobre temas ancashinos.
En materia literaria para la que le sobraba habilidad y gusto
artístico, su producción no fue corta. Cultivó con notable éxito la
poesía de la que ha dejado un volumen «Sendas lnholladas» y
numerosas composiciones dispersas, el cuento en cuyo género
alcanzara una Mención Honrosa en el concurso organizado en
1922 por la Sociedad Entre Nous de Lima, con su composición
«Aquel Panfletario» que da nombre al volumen que reúne parte de
sus composiciones de este género; cultivó también la novela de la
que ha dejado dos obras «Historia de un dolor» publicada en
folletín en «El Departamento» en 1917 y «Derrota» todavía inédita.
Es el escritor que viviendo alejado de Arcash anduvo más
cerca de las inquietudes y preocupaciones de sus coterráneos y
más intimamente ligado al destino de su Departamento.
LOS AMORES DEL DIABLO
Viene a mi pluma la donosa ocasión de ocuparme de los
amores del diablo en esta muy generosa ciudad de Huarás, y no
quiero perder ni dejar de mano tan divertido tema.
¡El diablo en Huarás! El caso es para poner los pelos de punta a
cualquier hijo de vecino, pero como no pretendo asustar a mis
lectores, comenzaré por afirmar que son casos y cosas de otros
39. tiempos.
Ya el diablo no viene ahora por estos andurriales.
Entretiénese Dios sabe dónde y cómo, y ahora ni para remedio se
presenta. Quien quisiera conocerlo, tendría que recurrir a
empolvados infolios o a borrosas pinturas. Tal es el desuso en que
ha caído este personaje, que nadie se ocupa ya en reproducir la
ruin estampa que antaño campeaba en todas partes, y sus retratos
van siendo tan viejos como su historia.
Pero vamos al cuento, y dejemos aparte exordios y
disquisiciones.
Hace tres cuartos de siglo, Huarás era una apasible y
monótona población. Sin telégrafo, sin alumbrado eléctrico y con
correos mensuales a la capital de la República, la vida huarasina
tenía algo de patriarcal.
Las pocas noticias de la República y del extranjero se
comentaban durante todo un mes. Así, pues, la llegada de cada
uno de los correos de Lima, que hacían el viaje por tierra, era un
verdadero acontecimiento.
La gente se acostaba a las ocho de la noche y al alba ya
estaba de pie todo el mundo, como suele decirse.
Las ocupaciones principales eran la agricultura y la ga-
nadería. El comercio, muy escaso, estaba en manos de tres o
cuatro bachiches y chapetones.
Entre el cuidado de las chacras, las misas, rezos, y alguna
visitilla a las familias amigas trascurrían las doce horas del día.
No puede darse vida más tranquila y morigerada.
Por las noches, uno que otro farolillo o candil mortecino
alumbraba débilmente ciertas calles de la ciudad. Así es que en
cuanto oscurecía, muy osados habían de ser quienes se lanzaran a
la calle.
Fue en esta época que el diablo, enamorado de una gentil
doncella, dio en el prurito de hacer sus excursiones por esta
ciudad, y por cierto que sus aventuras hicieron bastante ruido,
tanto que hasta a mí ha llegado el relato de ellas, y voy a
hacértelo, lector amigo, sin agregarle ni quitarle nada.
Helo aquí:
En el final de la cuarta cuadra de la calle de Bolivar, como
quién va de la plaza y en la acera izquierda, existía en aquellos
tiempos (creo que existe todavía) una pequeña tenducha, sin más
salida que la que daba a la calle referida. Habitaba en ella una
garrida y un si es no es coqueta huarasina de veinte abriles, que
por achaques de fortuna habíase quedado huérfana y sin parientes.
Mercedes que tal era el nombre de esta hija de Eva llevaba sin
embargo ordenada y cristiana vida. Sin perjuicio de asistir a misas
40. y misiones, sin dejar de confesarse y comulgar por pascua florida
y siempre que era menester, era no obstante amiga de enseñar
sus lindos y pequeños dientes y de lanzar airadas miradas
asesinas a cuanto mancebo se ponía bajo el fuego de su mirada
aterciopelada.
Pero nadie, ni aún el más opuesto galán huaracense, podía
jactarse de haberle inspirado un sentimiento más íntimo que el de
una simple amistad.
La mocita no admitía requiebros sino de día y aunque de
noche, su tenducha permanecía abierta hasta las nueve, menudo
chasco se habría llevado quien hubiera pretendido de ella algún
gajecillo de amor.
Y si abría de noche, no era por correr aventuras, no, Era por
vender algunas cosillas, que constituían su negocio, y que las
comadres de la vecindad compraban muy satisfechas de encontrar
una tienda abierta cuando todos los bodegueros y comerciantes
dormían plácida y tranquilamente.
Durante los ratos que las atenciones del tenducho se lo permitían,
Mercedes tejía, a la luz de una lámpara, esas prodigiosas mallas
que pueden competir con los mejores encajes de Alencón y
Valenciennes.
Sola, siempre sola, su existencia deslizábase apasible y
risueña, como esos arroyuelos que parecen no tener otra misión
que murmurar alegremente innundando praderas llenas de flores y
verdor.
Algunos galanes, desdeñados, dieron en la manía de espiarla
y lo único que resultó fue que se expiaron unos a otros
mútuamente.
Mercedes era, pues, inabordable e inabordable habríase
quedado, a no mediar la aventura que da margen a este cuento.
Era una noche del mes de abril de 1839. La luna magnífica y
explendorosa, como sabe serlo en este cielo de Huarás, hallábase
en el plenilunio.
Las calles de Huarás yacían sumidas en completa soledad, y
entre las dos fajas de penumbra que en ellas proyectaban los
techos, la luz lunar se derramaba como un amplio caudal que
trazara cruces en las esquinas.
Las noches de luna, el Municipio ahorraba los faroles y en la
calle de Bolivar no había más luz que la que se escapaba de la
humilde vivienda de Mercedes.
Las nueve serían cuando una viejecita, que moraba a pocas
cuadras de la casa de Mercedes, penetró a la tenducha.
-Vecina. Buenas noches.
-Buenas noches, vecinita. ¿Es que va Ud. a velar?
41. -No vecina. Quiero que me venda Ud. una esperma.
—Muy bien, vecina y mientras Mercedes tomaba la vela, la
mirada de la viejecita tropezó con la figura de un hombre,
tranquilamente arrinconado en uno de los extremos de la tienda.
El hallazgo visual no era para pasar desapercibido. ¡Un
hombre en la casa de Mercedes! ¡a tal hora!...
Y la viejecita, entre espantada y confusa, santiguóse
tímidamente.
El hombre lanzó una especie de rugido y miró a la anciana
con tal expresión de amenaza que aquella sintió un escalofrío en
todo su ser. Tomó apresuradamente la vela, pagó y fuese
temblando.
Al día siguiente, la noticia culminante del barrio era la
presencia de aquel sujeto en la morada de la bella Mercedes.
La viejecilla había soltado la sin hueso y todos eran
comentarios. La especie corría de boca en boca y no hubo vecino
ni vecina, que no echase ese día, al interior de la casa, una mirada
investigadora y burlona. Pero ¡oh sorpresa! Mercedes estaba sola,
tan sola como siempre. Algunos creyeron que sólo era una
invención de la vieja de marras, otros, menos fáciles de
convencerse propusieron esperar la noche.
Apenas anocheció, Mercedes fue atisbada y eran las ocho
de la noche cuando los curiosos pudieron ver al sujeto, causa de
su desvelo, cómodamente apoltronado en un antiguo sillón de
brazos, en el mismo sitio que la viejecita lo viera la noche
anterior.
Contentos de haber satisfecho su curiosidad unos, otros
envidiosos de la suerte del tipo aquél, que así, de buenas a
primeras, y sin más trámite era recibido por Mercedes en la
intimidad, los atisbadores fuéronse a dormir.
¿Quién era el galán aquél? ¿De dónde venía? ¿Cómo vivía? Estas y
otras o parecidas eran las preguntas que se hacían vecinos y
vecinas. Y lo que más intrigados les traía era la rara catadura del
nocturno visitante. Era el tal, alto y esbelto. Nariz roma, ojos
negros y brillantes, y enormes y bien retorcidos mostachos, daban
a su rostro una expresión desconcertante. Vestía de negro y era
su traje el de un hombre habituado a viajar. Usaba altas botas y
las espuelas demostraban que cabalgaba todos los días. Un
enorme sombrero de Guayaquil, con una cinta bien ancha, llenaba
de sombra su fisonomía completando el conjunto.
Parece un gaucho. En estas palabras reasumieron los curiosos
su opinión.
Y era lo más raro que Mercedes parecía no percatarse de su
presencia. Tranquilamente, hacía su malla, a un extremo del
42. aposento, mientras en el opuesto, el caballero galán, apoltronado,
fumaba cigarros blancos de buen tabaco de Jaén.
Así las cosas, cierta noche, y a la hora en que Mercedes
acostumbraba cerrar la puerta de calle del tenducho, la viejecita
de marras fue a comprar un paquete de azul de ultramar.
Después del saludo consiguiente, hízola entrar Mercedes y le
despachó el artículo solicitado.
El gaucho continuaba, imperturbable, en su sitio de costumbre
y, cuando entró la vieja, el individuo aquél no sólo no la miró como
la primera vez, sino que levantando la mano derecha, rápidamente
se encasquetó el sombrero que llevaba, como queriendo ocultar el
rostro.
La vieja, curiosa como buena hija de Eva, miró y remiró
insistentemente al desconocido. Nada pudo sacar en claro. Pagó
su compra y despidióse. En pos de ella fue Mercedes hasta la
puerta y apenas traspuso la anciana el dintel, Mercedes cerró y,
casi instantáneamente, partió del interior del tenducho un grito
terrible, desesperado, y el ruido que hace un cuerpo al caer a
tierra.
La vieja que oyó el grito, temerosa y medrosilla, huyó
santiguándose.
Era una noche de luna, la luz de este astro claro y serena se
esparcía a torrentes por todos los ámbitos de la ciudad dormida.
Al día siguiente, las vecinas y transeúntes vieron con
asombro, que la puerta del tenducho permanecía herméticamente
cerrada.
Comenzaron las hablillas y comentarios y el barrio se hizo
lenguas acerca de la ausencia de Mercedes.
Y pasó un día y otro día, y otros más, y la puerta de aquella
vivienda continuaba cerrada, sin que nadie pudiera dar la menor
noticia de la gentil doncella.
Al cabo de cuatro días, el subdelegado de la provincia;
vivamente intrigado por los decires que corrían de boca en boca,
constituyóse con un buen número de vecinos notables y procedió a
abrir la puerta de Mercedes.
Abierta aquella penetró el representante de la autoridad con
su séquito. La primera habitación nada de particular ofrecía, todo
estaba en su sitio ordenado e intacto, pero en la habitación
contigua ó sea en el dormitorio de Mercedes, los circunstantes
vieron con estupor al pie del lecho vacío, todas las vestiduras de
Mercedes arrojadas en el suelo y ella... ¿ella? Inútiles fueron
todas las investigaciones hechas. No se encontró el menor indicio
por el cual pudiera saberse el paradero de Mercedes.
La puerta demostraba haber sido cerrada por el interior y
43. como la casucha no tenía otra salida, la desaparición de Mercedes
pasó a la categoría de los misterios.
Requisitorias e investigaciones, todo fue inútil. La mocita, se
había evaporado. Entonces los vecinos y comadres del barrio
declararon que el gaucho no podía haber sido sino el diablo y que
el diablo había cargado con la codiciada mujercita, que los
tenorios huarasinos no habían podido conquistar.
Un transeúnte que llegó a esta ciudad la noche de la
desaparición y que venía de Conchucos, declaró que en el paraje
llamado «Recibimiento» en el camino de esta ciudad a Recuay,
había encontrado a un ginete alto y bien montado, que llevaba en
brazos una mujer vestida de blanco y al parecer desmayada.
Entonces, llegóse a la conclusión lógica de que el diablo
enamorado de Mercedes y cansado sin duda de su prolongada
soltería de tantos siglos, había raptado a la bella huarasina,
tomando el camino de Recuay para volver a sus tenebrosos
dominios.
II
Veinte años más tarde, en una casucha de barrio de Belén,
moría un individuo, víctima de un terrible ataque cerebral.
Aquel hombre había vivido como un réprobo —sin parientes y
sin amigos—encerrado en un mutismo sombrío, su existencia
deslizárase en un aislamiento espantoso.
Dos años antes de su muerte, llegó a Huaraz, una tarde
lluviosa. Tomó en alquiler la primera casa que encontró
desocupada y se estableció en ella de manera muy modesta, casi
miserable. No salía de su casa sino de noche, muy embozado.
Vestía siempre de negro y usaba un enorme sombrero de
Guayaquil.
Alguien aseguró haberlo visto, cierta noche, regresar a
caballo llevando de tiro una bestia que conducía un enorme baúl y
desde entonces sus salidas nocturnas fueron menos frecuentes.
Cuando enfermó, un buen sacerdote que vivía cerca fue a
verlo y al encontrarlo gravemente postrado en cama y sin la
menor asistencia, envió un par de religiosas betlemitas que lo
atendieron.
Murió al siguiente día de aquel en que fue a verlo el
sacerdote y, como el ataque que sufriera lo inmovilizó, quitándole
hasta el habla, murió como había vivido, silenciosa, calladamente.
La casualidad, sin embargo, reveló algo del pasado de aquel
extraño sujeto; el mismo día en que sus restos habían sido
trasladados a la fosa común, el tenducho en que había vivido fue
44. invadido por los vecinos. Mientras él vivió, nadie había osado
entrar a su morada. Tal era el temor que inspiraba su sola
presencia.
Muerto él, su aposento fue recorrido por cuantos
penetraron. No dejaba papeles de ninguna clase. Un catre, un gran
baúl vacío y algunas puñadas de tabaco esparcidas aquí y allá era
todo lo que quedaba.
Un curioso penetró al segundo aposento, lo halló vacío, pero
advirtiendo una escalera que subía a un desván, trepó por ella y
penetró a la buharda. Entonces a la luz que penetraba por un
ventanuco vio, con espanto, un cuadro siniestro.
Sobre un cobertor muy usado yacía un esqueleto humano;
algunos harapos blancos le servían de vestidura y una rubia
cabellera que el polvo y el tiempo habían deteriorado,
demostraban que aquel esqueleto pertenecía a una mujer
.......................................................
…………………………………………………………….
Los amores del diablo terminan trágicamente. La hermosa
mujer que él raptara en un deliquio amoroso, era, a no dudarlo,
ésta, cuya osamenta pudieron admirar cuantos en pos del primer
curioso penetraron al desván.
¿Quién fue aquel hombre? Jamás ha podido ser identificado.
Fue sin duda un réprobo. Como tal había vivido, como tal
había muerto.
Al día siguiente el esqueleto de Mercedes fué también a la
fosa común y allí, en la tumba de los sin fortuna, se mezclaron los
huesos de aquellos dos seres que otrora calcinara el amor y que
ahora unía para siempre el hielo de la muerte!...
45. D. RAMON CASTILLA
El gran Mariscal D. Ramón Castilla estuvo en Ancash tres
veces. La primera como militar en lucha, con las fuerzas realistas,
por la Independencia de su patria; la segunda, como Ministro
General del gobierno peruano contra la confederación encabezada
por el general Santa Cruz, y que fue deshecha en el encuentro de
Buín y en memorable batalla de Ancash y la tercera, como simple
particular, aparentemente en empresas de minero y en realidad,
enamorado con amor senil, de una ancashina, joven garrida y de
hermosura singular.
En las diferentes biografías que se han escrito del Gran
Mariscal aparecen relatados sus dos primeros viajes, en ninguna
se hace mención del último. La época en que Castilla realizó su
tercera y última visita a Ancash está comprendida en los dos años
durante los cuales, según sus biógrafos, «se retiró a la vida
privada» después del 5 de abril de 1851 en que entregó el mando
de la República, constitucionalmente, al general José Rufino
Echenique. No es muy fácil determinar con exactitud en qué
meses y cuántos estuvo Castilla en este departamento. Pero es
indudable que su estada tuvo lugar durante los ocho últimos meses
del año 1851 o en el curso del 1852.
Es si evidente aquel tercer viaje, como también es cierta la
causa sentimental que lo determinó a venir, y aún se afirma que
el ínclito soldado de la Independencia, vencedor en Ayacucho, en
Buín, en Yungay, en Cuevillas, en el Carmen Alto, en Arequipa y,
más tarde, en la Palma, fue derrotado en las lides del amor porque
no consiguió vencer la resistencia que le opuso la hermosa hija de
Ancash por la cual sintió tan vehemente pasión. Pero si también
venció en aquella empresa, no sería culpa nuestra la imposibilidad
de demostrarlo. Carencia absoluta de documentos, falta de datos
más concretos, nos sirven desde ahora de disculpa. Hemos tenido
que atenernos a simples referencias tomadas aquí y allá, de las
que no nos hacemos responsables, y vamos a referir la última
aventura de Castilla en Ancash con sólo las informaciones que
hemos adquirido de las pocas personas que algo saben sobre el
particular.
Cuéntase que don Ramón conoció en Lima a Margarita
Mariluz, que en aquellos tiempos, 1851 a 1852, era una bella e
incitante hija de Eva, nacida, según unos, en el distrito de San
Luis de la provincia de Huari y según otros, en el distrito de
Llumpa, perteneciente a la provincia de Pomabamba. Tan
vivamente gustó Margarita Mariluz a Castilla que éste decidió
seguirla, pues aquella emprendía viaje de regreso a su tierra. Es
46. fama que Castilla, sin duda por lo irregular que era entonces el
servicio de naves entre el Callao y los demás puertos de la
República, verificó su viaje por tierra, de Lima a Huaraz, en
persecución de la dulce enemiga que huía de sus asechanzas. De
Huaraz, Castilla siguió viaje hacia Conchucos, por la Quebrada
Honda. En esta quebrada vióse obligado a pernoctar en una grande
y espaciosa cueva de piedra, que desde entonces se designa con
el nombre de Cueva de Castilla, y de allí, transmontando la
cordillera por el portachuelo, siguió viaje a San Luis o Llumpa,
yendo a establecerse en la quebrada de Llacma, situada
precisamente entre ambos distritos.
En Llacma, Castillo hizo amistad con un indio apellidado,
según parece, Jara, y que vivía en ese lugar en una casucha de su
propiedad. En un cuarto de aquella casucha se alojó el gran
meriscal y comenzó a hacer vida enteramente familiar con los
indígenas de los alrededores cuyas simpatías supo captarse. Es
fama que indios de Uchusquillo, de Allpabamba y de Ushno iban a
visitarlo a Llacma y a llevarle sus humildes obsequios. A todos
ellos los recibía con bonhomía, les hablaba con amabilidad y no les
escaseaba propinas. Así no es raro que en unos cuantos meses
llegase a ser querido y popular.
Cuentan que viviendo Margarita Mariluz en San Luis algunos
días, por tener allí la vivienda de sus padres, y otros, en Llumpa,
donde también tenía parientes; D. Ramón, como el alma de Garibay
entre el cielo y la tierra, se veía obligado a recorrer de Llacma a
San Luis, de allí a Llumpa y de Llumpa a Llacma en pos de la
risueña y esquiva beldad que se mostraba inaccesible a sus
asedios.
Entre tanto el mañoso enamorado para disimular su
presencia en Llacma, aparentaba interesarse muchísimo de
labores mineras, o tal vez si las llevaba realmente a cabo con
fines utilitarios, que esta suposición no está descartada por
completo.
Se sabe, sí, que verificó labores de minería en la célebre
mina de «Potosí» distrito de San Luis, en la cual mineros
portugueses de la época de la colonia habían explotado, con éxito,
una gran veta llamada «la Media Luna», pero como aquella mina
está situada a un cuarto de legua de San Luis, esa misma
circunstancia servía a Castilla para realizar frecuentes viajes a
esas regiones.
Los días festivos y los domingos, los empleaba don Ramón
en visitar a sus amigos de los alrededores. Cultivó estrechas
relaciones de amistad con los señores don Pablo y don Manuel
Oliveros, caballeros españoles establecidos en Masqui y que
47. constituían elementos prestigiosos en Pomabamba, especialmente
el primero del que se recuerdan interesantes anécdotas
reveladoras de su brillante ingenio y rasgos caballerescos; con
don Rafael de la Roca, vecino también de Masqui; con don Nicolás
Oliveros hacendado de Pumpú y con don Patricio Puelles, uno de
los más prominentes vecinos de Llumpa.
En todos esos lugares y a causa de la amistad del Gran
Mariscal con aquellos caballeros, han quedado recuerdos de la
vida y visitas de Castilla. Se sabe así de detenidas sesiones
rocamborísticas en que se entretenían don Ramón y sus amigos, lo
que no impedía también que, de cuando en cuando, se entregarán a
juegos más violentos y en los cuales rodaban por el tapete, miles
de soles.
Otras veces Castilla, buen aficionado como era, asistió a la
apertura de los botijos, llamados PISCOS, y que contenían el
famoso aguardiente de Motocachi, apertura que conforme a las
costumbres de esos tiempos constituía acto complicadísimo. En
primer lugar se nombraban padrinos, se invitaba a los amigos y
allegados, y, una vez reunidos todos, se designaba a uno de los
presentes que a guisa de sacerdote y revestido de unas cuantas
prendas aparatosas, procedía a bendecir el PISCO. Después se
abría el botijo y todos a su turno gustaban de la espirituosa
bebida.
Otras, finalmente, invitado a fiestas lugareñas, bailó los
agitados «CACHASPARIS» en que según la usanza de la época, el
caballero antes de sacar a la señora o señorita, a la que quería
hacer objeto de especial distinción, apostaba en lugar conveniente
de la sala de baile, a un individuo que con un talego de soles
esperaba el momento de la fuga para arrojar monedas a granel a
los pies de los bailarines, para que estos pisasen esas monedas
que se iban recogiendo los más vivos. ¡Eran anuellos los tiempos
en que el dinero se arrojaba a las plantas de los hombres! Hoy los
hombres se arrojan a las plantas del dinero!
No se conoce detalle alguno acerca de los devaneos
amorosos de Castilla con Margarita Mariluz. Se dice que don
Ramón la asechaba incansablemente y que ella, el primer día como
el último, permaneció inaccesible a las pretensiones del
enamorado mariscal, sin embargo de que éste extremó su
persecución por medio de dádivas, obsequios y todos los medios
de que le fue dado disponer.
La hermosa hija de San Luis, sea porque Castilla fuese ya
de demasiada edad para ella, frisaba ya en los cincuenta años, sea
por otras causas, jamás tuvo con don Ramón otra cosa que simples
relaciones de amistad.
48. Entre tanto el tiempo seguía velozmente su curso y curso y
el hado del Gran Mariscal, que a más altos y nobles fines lo había
destinado, lo llamó a fines de 1853 a encabezar aquella revolución
que comenzando en Arequipa y que, en sucesión triunfal por el
Cuzco, Ayacucho, Huancavelica, Izcuchaca y Chorrillos, fué a
ganar la batalla de la Palma, y se nimbó de prestigio decretando la
abolición de la esclavitud de los negros y el tributo de los indios.
¿Y quién podría negar la suposición de que los días vividos en
Llacma, en cordial familiaridad con los indígenas que atraídos por
su benevolencia lo colmaban de presentes modestos, pero que
constituían expresivas pruebas de afecto, hubieran tenido la virtud
de influir en el espíritu de Castilla para librar al indio, músculo y
esencia de la nacionalidad, de aquella abrumadora carga que con
el nombre de tributo, sufrió durante cincuenta años de República,
después de las ominosas gabelas de los mitayos y repartimientos?
Un buen día, don Ramón, bruscamente, abandonó Llacma.
Dijo adiós a «esos sitios», a los amigos que lo rodearán y
despidiéndose también de la dulce ilusión postrera que lo llevara
hasta esas serranías, partió para la capital.
Hércules abandonaba el regazo de Onfala y requería sus
armas para la lucha que iba a darle nuevamente la presidencia de
la República y, antes que ella, los claros timbres de Libertador de
los negros y protector de la raza indígena.
Para el viajero que se dirige por la Quebrada Honda y
después de admirar la soberbia hermosura del ramal de la
Cordillera Blanca que forma como el fondo de la Quebrada,
trasmontado el portachuelo y después de pasar por Chacas y
Cunya, un accidentado camino lo lleva a Conchucos Bajo. Llega al
fin a la quebrada de Llacma y ante sus ojos se presenta este
espectáculo:
Una casa en ruinas. Muros agrietados que el tiempo vá
derruyeudo. Soledad. Un riachuelo que arrastra su corriente
fertilizante por los campos cubiertos de matorrales. Aquí y allá,
una que otra florecilla pone la nota de su hermosura silvestre en
la tristeza del paisaje, y algún pastor que conduce sus ovejas
hacia las lomas, mientras la gran claridad solar baña los campos.
El caballo trota en el estrecho camino, cortado a pico en el
cerro, y los alambres del telégrafo ponen un trazo de progreso en
el agreste escenario.
Una onda de melancolía se apodera del espíritu.
Maquinalmente se detiene el caballo y los ojos contemplan
siquiera brevemente esos lugares en que el Gran Mariscal, uno de
nuestros grandes caudillos, astuto diplomático, experto
gobernante, guerrero valeroso, reformador de nuestra carta
49. política, y hombre representativo de toda una época, pasó unos
días de su vida sintiendo acariciada su frente por una ilusión,
surgida en la tarde de su existencia y que jamás fue realidad.
50. Santiago Antúnez de Mayolo
Hombre de ciencia, catedrático y escritor meritísimo.
Es una de las figuras científicas más altas del Perú y de
Hispanoamérica, ampliamente conocida en todos los círculos
científicos del mundo.
Su renombre reside en el campo de las ciencias físicas donde
ha realizado sus más importantes trabajos donde mayores
distinciones ha alcanzado por los más celebrados centros
científicos, estando considerado en la actualidad como sabio.
Su decidida consagración a las ciencias no le ha impedido sin
embargo, incursionar por los campos de la arqueología y de las
letras, en los cuales, también, no ha dejado de alcanzar señalado
mérito, cultivando, en el último, de manera especial, el relato
folklórico.
Entre sus muchos trabajos publicados y sostenidos y en
diversos congresos científicos, en Europa y América, se tienen:
«The Structure of Light, explained by classicadmechanies», «La
Materialización del Fotan y la carga del Electrón», «La Teoría
electromecánica de la luz, y sus relaciones con la teoría
Electromagnética de Maxwell y la teoría de los Quanta», «Los tres
elementos principales constitutivos de la materia», «El campo
Electromagnético y el concepto de las Ondas y las Quantas de
luz», «El mundo es un sistema en equilibrio inestable», «Teoría
científica del potencial newtoniano y algunas aplicaciones a las
ciencias físicas», etc.
51. EL MITO DE LOS “HUARI S”
En un principio no existía más que humo y que la Tierra se
formó de él. Vivían los Huaris en el Ucopacha (interior de la
Tierra) y soplaron las cadenas de los Andes: los Amarus
(serpientes), salieron del seno de la Tierra por las
resquebrajaduras de los cerros «Orkos» (macho) bajo forma de
humo, transformándose en gigantes: rojos, desnudos y con
enormes dientes. Que hubo una época de desavenencia entre
Urampacha (la Tierra) y el Janampacha (los cielos) a causa de los
Huaris, que en un principio, vivían en Huaylas, y que entonces se
partió en dos la gran cadena de los Amarus del Callejón de
Huaylas, que antes era una sola; se formó el Callejón de Huaylas y
con la lluvia y la tormenta se llenó de agua inundado también la
tierra de los Huaris, que por tal razón migraron al Oriente y
poblando los valles de Chanin (Chavín) y el Marañón; llegaron
hasta Huacrachuco. Que esos Huaris, hercúleos y poderosos,
degeneraron y se convirtieron unos en hombres y otros en
animales y plantas, que todos son descendientes de los Huaris, los
dioses de las fuerzas de la naturaleza.
Tan notable concepción cósmica panteísta es digna de
admiración. La materia se había formado del «humo» [los tres
elementos primordiales al estado libre] y es aun bajo forma de
humo que salen los espíritus de Huaris del Ucupacha y se
transforman en los gigantes rojos y desnudos con los que aparece
la vida en la Tierra, y de esos gigantes descienden los hombres,
animales y plantas que tienen algo de los atributos de los Huaris
inclusive del elemento inteligente que encarna el hombre. La
fuerza bruta encarna el felino y he allí por qué los indios de
Chavín simbolizaron al Huari por el felino y lo adoraron, se ve aún
al Huari, ya antropomorfizado, en las cabezas humanas con
colmillos de felino esculpidos en las piedras y cuyo significado
profundo se desconocía.
52. LA QUERE LLA DE UNA HUACA Y SAN ILIFOSO DE
REGUAY
Hay una torre, queridas lectoras; de piedras careadas sobre
cuyos muros derruidos por el tiempo, se yerguen impávidos
algunos cactus espinosos desafiando la cólera del viento, la lluvia
y el rayo.
Esa torre imponente y sombría se levanta sobre una meseta
de la margen derecha del Santa, entre las ruinas de una
antiquísima ciudad gentílica —llamada hoy Pueblo Viejo— en
donde, según se recuerda, estuvo la primitiva ciudad de Recuay.
Según la tradición —convertida hoy en una leyenda popular-
existía en esa torre medioevalesca una campana de oro cuyo
tañido, melodioso y sonoro se escuchaba a varias leguas a la
redonda, llenando de deleite y orgullo o los habitantes de Pueblo
Viejo de la región de Caquimarca.
Aconteció por entonces un hecho extraordinario; la efigie de
San Ildefonso, patrón de Recuay, o san «Ilifonso», como resa en los
documentos de la época, desapareció cierta noche del templo de un
modo misterioso y fué hallada -con gran sorpresa de los
habitantes del pueblo- en la margen opuesta del Santa, en medio
de unos totorales sobre una peña. Nadie pudo explicarse como
había acontecido aquello, pero lo cierto es que volvió el Santo a la
Iglesia y se tuvo cuidado, en lo sucesivo, de cerrar con doble
vuelta de llave la puerta del templo, pero no obstante tal
precaución desapareció nuevamente el Patrón, el cual, como antes,
fue hallado en la banda opuesta y sobre la misma peña,
Sospechó entonces el señor Cura que, mientras dormía el
sacristán, le hubiesen robado la llave, por lo que él mismo, en
persona, cerraba la puerta de la Iglesia se llevaba la llave y
cuando dormía la ponía bajo su almohada. Mas ¡oh capricho del
Santo Patrón! La efigie se escapó por tercera vez del templo
mientras el Cura dormía con la llave bajo la almohada.
El señor Cura aún emocionado por la tercera huida del
Santo, reunió a sus feligreses y les explicó, qué es lo quería San
Ilifonso, por uno de esos caprichos inexplicables, era que se
trasladase a la banda opuesta donde está hoy Recuay, y que allí se
le edificase un nuevo templo y una nueva población.
Y es así como se principió a edificar una nueva Iglesia y en
el llano que ocupaban los totorales, construyeron las casas de la
nueva población de Recuay.
La inexplicable veleidad del Santo Patrón tenía sin embargo su motivo;
me lo ha contado una linda conopa de Caquimarca, testigo
presencial de la querella que paso a referirles.