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EL TITIRITERO
A bordo del vapor se hallaba un hombre de edad ya avanzada y con cara de Pascuas, tan de Pascuas que, si no
engañaba, debía de ser el hombre más feliz del mundo. Y, efectivamente, lo era, según él; se lo oí de su boca. Era
danés, compatriota mío y director de teatro ambulante. Llevaba consigo a todo su personal, en una gran caja,
pues era titiritero. Su buen humor, que era innato, decía, había sido además refinado por un estudiante de
politécnico, y en el experimento se había vuelto completamente feliz. Yo no lo entendí de buenas a primeras, y
entonces él me aclaró toda la historia, que es la siguiente: -Fue en Slagelse -comenzó el hombre-. Daba yo una
representación en la «Fonda del Correo», y la sala estaba brillantísima, atestada de público; era un público que
aún no había hecho la primera comunión, si se exceptúan dos o tres señoras ancianas. De pronto se presentó un
personaje vestido de negro con aspecto de estudiante, tomó asiento y, en el curso de la función, se río
sonoramente en los pasajes donde había que reír, y aplaudió con toda justicia. Era un espectador excepcional.
Quise saber de quién se trataba, y me dijeron que era un estudiante de último año de la escuela Politécnica
enviado para enseñar a las gentes de las provincias. Mi espectáculo terminó a las ocho, pues los pequeños deben
acostarse temprano, y hay que pensar en las conveniencias del público. A las nueve empezó el profesor sus
conferencias y experimentos, y yo acudí a oírlo. Era algo que valía la pena ver y escuchar. La mayoría de las cosas
que decía quedaban por encima de mis horizontes, como suele decirse, pero yo pensé para mis adentros: puesto
que los hombres somos capaces de descubrir todo esto, también deberíamos poder alargar un poco más nuestra
vida, antes de que nos entierren. Lo que hacía eran pequeños milagros, y, sin embargo, todo salía tan llano, tan
natural. En tiempos de Moisés y de los profetas, aquel politécnico habría sido uno de los grandes sabios del país,
y en la Edad Media habría muerto en la hoguera.
En toda la noche no dormí, y cuando, al atardecer del siguiente día, hubo nueva representación, a la cual asistió también el estudiante, yo me sentí en
plena forma. He oído decir de un comediante que, cuando interpretaba papeles de enamorado, pensaba sólo en una espectadora; actuaba para ella,
olvidándose del resto de la sala. El estudiante se convirtió en mi «ella», mi único espectador, y trabajé para él. Terminada la representación, fueron
llamados a escena todos los personajes, y el estudiante me hizo llamar y me invitó a tomar un vaso de vino. Habló de mi comedia, y yo hablé de su
ciencia, y creo que los dos disfrutamos por igual; pero yo quedé con la última palabra, pues en su esfera había muchísimas cosas que no sabía explicar
satisfactoriamente, por ejemplo, el hecho de que un trozo de hierro que cae por una espiral quede magnetizado. ¿Qué significa esto? Viene el espíritu
sobre él, pero, ¿de dónde le viene? Es lo mismo que ocurre con los seres humanos, pienso yo. El buen Dios les hace dar volteretas a través de la
espiral del tiempo, y el espíritu baja sobre ellos, y de este modo sale un Napoleón, un Lutero u otro personaje por el estilo. «El mundo entero es un
montón de obras milagrosas -dijo el estudiante-, pero estamos tan acostumbrados, que las consideramos ordinarias». Y siguió hablando y explicando,
hasta que al fin me daba la impresión de que se me abría el cráneo, y le confesé sinceramente que, de no sentirme tan viejo, enseguida me habría ido
a estudiar a la Escuela Politécnica para aprender cómo está hecho el mundo, a pesar de ser, como soy, uno de los hombres más felices. «¡Uno de los
más felices! -repitió él, como si lo saborease-. ¿Es usted feliz?», preguntó. «Sí -respondí , soy feliz y bien recibido en todas las ciudades donde me
presento con mi compañía». Cierto que hay un deseo que a veces me acosa como un duende, una pesadilla que reprime mi buen humor: quisiera ser
director de teatro de una compañía de carne y hueso, de una verdadera compañía de personas. «¿Desea usted infundir vida a sus marionetas?
¿Desea que se conviertan en cómicos de verdad y usted en su director? -dijo-. ¿Cree que entonces sería completamente feliz?». Él no lo creía, pero yo
sí. Seguimos hablando sin llegar a ponernos de acuerdo, pero chocamos los vasos, y el vino era excelente, sólo que debía estar embrujado, pues de
otro modo la historia terminaría en que yo me emborraché. Y, sin embargo, no fue así; conservaba la cabeza clara. En la habitación parecía como si
diera el sol; de los ojos del estudiante emanaba un resplandor que me hizo pensar en los dioses antiguos, eternamente jóvenes, cuando peregrinaban
aún por la Tierra. Se lo dije y se sonrió; yo habría jurado que era un dios disfrazado o un miembro de su familia, y, en efecto, lo era. Mi mayor deseo
iba a verse realizado; las marionetas cobrarían vida, y yo sería director, de una compañía de comediantes de carne y hueso. Chocamos los vasos y los
vaciamos por la realización del milagro. Él cogió todos los muñecos de la caja, me los ató a la espalda y me lanzó luego por una espiral. Todavía siento
las volteretas que daba, hasta que llegué al suelo, y toda la compañía saltó fuera de la caja. El espíritu había bajado sobre todos los personajes; las
marionetas se habían transformado en excelentes artistas, ellas mismas lo decían, y yo era su director. Todo estaba dispuesto para la primera
representación: la compañía entera quería hablar conmigo, y el público, también. La bailarina dijo que si no se sostenía sobre una pierna, la casa se
vendría al suelo, que ella era la primera figura y quería ser tratada como tal. La que representaba el papel de emperatriz se empeñó en ser tratada de
majestad incluso fuera de la escena, pues de otro modo perdería la práctica. El que no tenía más misión que la de salir con una carta en la mano, se
daba tanta importancia como el primer galán, pues, decía, todos intervienen por igual en el conjunto artístico, tanto los pequeños como los grandes.
Después el héroe exigió que todo papel se compusiera de escenas finales, pues entonces era cuando lo aplaudían. La «prima donna» se negaba a salir
como no fuera con luz roja, alegando que ésta le sentaba bien, al contrario de la azul. Aquello parecía una botella llena de moscas, y yo, el director,
me encontraba en medio de ellas.
Me faltaba aire, perdí la cabeza, me sentía tan miserable como pueda ser una criatura humana. Estaba entre una nueva
especie de seres, deseaba volver a tenerlos a todos en la caja, y maldecía la hora en que había querido ser director. Les dije,
sin rodeos, que en el fondo todos eran títeres, y entonces arremetieron contra mí y me mataron. Desperté tendido en mi
cama, en mi habitación. Cómo fui transportado allí, y si lo hizo el estudiante, es cosa que él debe saberlo; lo que es yo, lo
ignoro. La luna brillaba en el suelo, donde aparecía volcada la caja, con todos los muñecos revueltos, grandes y pequeños, la
compañía entera. Yo, ni corto ni perezoso, salté del lecho, y en un momento todos volvieron a estar en la caja, unos de
cabeza, otros de pie. Puse la tapa y me senté encima; era digno de pintarlo. ¿Se imaginan ustedes el cuadro? Yo sí. «Ahora se
van a quedar todos aquí -dije-, y nunca más desearé que sean de carne y huesos». Me sentía aliviadísimo, el más feliz de los
hombres. El estudiante politécnico me había iluminado; completamente dichoso, me quedé dormido sobre la caja.
A la mañana siguiente -en realidad, a mediodía, pero es que me desperté muy tarde- seguía aún allí, feliz, porque había
comprendido que mi antiguo y único deseo era una estupidez. Pregunté por el estudiante, pero se había marchado, lo mismo
que hacían los dioses griegos y romanos. Y desde aquel día soy el hombre más venturoso de la Tierra. Soy un director feliz, mi
personal no discute, y el público tampoco, pues se divierte con toda el alma. Puedo hilvanar mis obras como se me antoja; de
cada comedia saco lo mejor, según me parece, y nadie se molesta por ello. Me sirvo de obras que están ya desechadas en los
grandes teatros, pero que hace treinta años el público corría a verlas y lloraba con ellas a moco tendido. Las presento a los
pequeños, los cuales lloran como antaño lo hicieron sus padres. Represento «Johanna
Montfaucon» y «Dyveke», aunque abreviadas, porque los chiquillos no aguantan los
largos coloquios amorosos; lo quieren desgraciado, pero rápido. He recorrido toda
Dinamarca, conozco a sus gentes y soy de ellas conocido. He pasado ahora a Suecia,
y si aquí me acompaña la suerte y me saco mis buenas perras, me haré escandinavo
y nada más; se lo digo como compatriota. Y yo, como compatriota, lo cuento, naturalmente,
sólo por contarlo.
LA LUNAEn tiempos muy lejanos hubo un país en que por la noche estaba siempre oscuro y el cielo se extendía como una sábana negra, pues jamás
salía la luna ni brillaban estrellas en el firmamento.
De aquel país salieron un día cuatro mozos a correr mundo, y llegaron a unas tierras en que al anochecer, en cuanto el sol se ocultaba detrás
de las montañas, aparecía sobre un roble una esfera luminosa que esparcía a gran distancia una luz clara y suave; aun cuando no era
brillante como la del sol, permitía ver y distinguir muy bien los objetos. Los forasteros se detuvieron a contemplarla y preguntaron a un
campesino, que acertaba a pasar por allí en su carro, qué clase de luz era aquella.
- Es la luna -, respondió el hombre -. Nuestro alcalde la compró por tres escudos y la sujetó en la copa del roble. Hay que ponerle aceite
todos los días y mantenerla limpia para que arda claramente. Para ello le pagamos un escudo a la semana.
Cuando el campesino se hubo marchado, dijo uno de los mozos:
- Esta lámpara nos prestaría un gran servicio; en nuestra tierra tenemos un roble tan alto como éste; podríamos colgarla de él. ¡Qué ventaja,
no tener que andar a tientas por la noche!
- ¿Sabéis qué? - dijo el segundo -. Iremos a buscar un carro y un caballo, y nos llevaremos la luna. Aquí podrán comprar otra.
- Yo sé subirme a los árboles - intervino el tercero -. Subiré a descolgarla.
El cuarto fue a buscar el carro y el caballo, y el tercero trepó a la copa del roble, abrió un agujero en la luna, pasó una cuerda a su través y la
bajó. Cuando ya tuvieron en el carro la brillante bola, la cubrieron con una manta para que nadie se diese cuenta del robo, y de este modo
la transportaron, sin contratiempo, a su tierra, donde la colgaron de un alto roble. Viejos y jóvenes sintieron gran contento cuando vieron la
nueva luminaria esparcir su luz por los campos y llenar sus habitaciones y aposentos. Los enanos salieron de sus cuevas, y los duendecillos,
en su rojas chaquetitas, bailaron en corro por los prados.
Los cuatro se encargaron de poner aceite en la luna y de mantener limpio el pabilo, y por ello les pagaban un escudo
semanal. Pero envejecieron, y cuando uno de ellos enfermó y previó la proximidad de la muerte, dispuso que depositasen en
su tumba, al enterrarlo, la cuarta parte de la luna, de la que era propietario. Cuando hubo muerto, subió el alcalde al roble y,
con las tijeras de jardinero, cortó un cuadrante, que fue colocado en el féretro. La luz del astro quedó debilitada, aunque
poco. Pero a la muerte del segundo hubo de cortar otro cuarto, con la consiguiente mengua de la luz. Más tenue quedó aún
después del fallecimiento del tercero, que se llevó también su parte; y cuando llegó la última hora del cuarto, las tinieblas
volvieron a reinar en el país. La gente que salía por la noche sin linterna, se daba de cabezadas, y todo eran choques y
trompazos.
Pero al unirse, en el mundo subterráneo, los cuatro cuadrantes de la luna e iluminar el reino de las eternas tinieblas, los
muertos comenzaron a agitarse y a despertar del último sueño. Extrañárnosle al sentir que veían de nuevo: la luz de la luna
les bastaba, pues sus ojos se habían debilitado tanto que no habrían podido resistir el resplandor del sol. Levantárnosle de
sus tumbas y, alegres, reanudaron su antiguo modo de vida: los unos se fueron al juego o al baile; los otros corrieron a las
tabernas, donde se emborracharon, alborotaron y riñeron, acabando por sacar las estacas y zurrarse de lo lindo
mutuamente. El ruido era cada vez más estruendoso, y acabó dejándose oír en el cielo.
San Pedro, celador de la puerta del Paraíso, creyó que el mundo de abajo se había sublevado, y
corrió a concentrar a las celestiales huestes para rechazar al enemigo, caso de que el demonio,
al frente de los suyos, intentara invadir la mansión de los justos. Pero viendo que no llegaban,
montó en su caballo y se dirigió al mundo subterráneo. Allí aquietó a los muertos y los hizo
volver a sus sepulturas: luego se llevó la luna y la colgó en lo alto del firmamento.
LA HORMIGA CHUSY
Había una vez, una hermosa pradera repleta de vida, las mariposas revoloteaban alegres, los saltamontes
brincaban felices y todos y cada uno de sus habitantes Vivian en armonía los unos con los otros. En un lugar de
la pradera se alzaba un pequeño montículo de tierra, el cual tenía un agujero en el centro, era un nido de
hormigas, repleto de bullicioso ir y venir de miles de hormiguitas.
Chusy era una de las muchas hormigas que vivían en esa comunidad, todas muy trabajadoras y organizadas,
recogiendo todo el alimento que pudieran conseguir para almacenarlo en su nido para el invierno.
Una mañana de verano, mientras Chusy se afanaba en recoger semillas por la pradera, encontró unas enormes
y suculentas semillas que hasta entonces no conocía y que parecían tan sabrosas que a Chusy se le hacía la
boca agua. La miraba con los ojos abiertos como platos, mientras sus tripas, como si tuvieran vida propia,
comenzaron a rugir como si quisieran llenarse de ese delicioso alimento. Chusy mientras se rascaba su negra
cabeza con una de sus patitas, pensó
- Mmmmm, estas semillas tienen una pinta estupenda ¿ y si me la quedo para mi sola ? me voy a poner las
botas si no tengo que compartirlas con nadie.
Y fue así como, egoísta, decidió alejarse del nido y cavando su propio y pequeño agujero en el suelo, guardo las
semillas para ella sola.
Fue así como el resto del verano, animada por la idea de tener cada vez más alimento para disfrutarlo ella sola,
fue recogiendo más cantidad de aquellas semillas llevándolas a su diminuto nido particular.
Los días de verano fueron haciéndose más cortos, y un buen día llegó el otoño.
Una noche, con el ya frescor otoñal, Chusy estaba acurrucada en su diminuto agujero, junto a sus semillas, y afuera, bajo una oscuridad total,
comenzaron a caer unas gotas de lluvia, era una tormenta que apenas comenzaba.
De repente, comenzó a llover fuertemente y el agua empezó a entrar en el nido de Chusy, mojando todas sus semillas y anegando su agujero. Chusy
asustada no sabía que hacer y temía morir ahogada.
Antes de que el agua cubriera del todo su precario agujero, salió corriendo y sin parar de correr se acercó temblando y llena de miedo al nido de
hormigas que un día había sido su hogar, y viendo que sus compañeras habían trabajado todas juntas tapando la entrada para protegerse de la lluvia,
desesperada, comenzó a gritar
- ¡ Abridme la entrada por favor ! ¡ El prado se está cubriendo de agua y no quiero morir ahogada !
Las demás hormigas escucharon los gritos de Chusy y corrieron a abrir la entrada del nido para dejarla entrar. Todas tomaban una piedrecita de las que
cubrían la entrada y la apartaban para abrir el acceso. Cuando este estuvo lo suficientemente abierto para que Chusy entrara, le gritaron
- ¡ Corre entra, date prisa !
Chusy aún temblando de miedo y empapada por la lluvia corrió a refugiarse y una vez dentro, todas las hormigas, incluida Chusy, se afanaron el cubrir
de nuevo la entrada con las pequeñas piedrecillas.
Cuando la entrada ya estaba tapada y las hormiguitas a salvo, todas miraron a Chusy y
sin hacer preguntas y echaron a andar camino a lo más profundo del nido para continuar
durmiendo. Chusy las siguió, mientras sentía un gran pesar por lo que había hecho, y mientras
se disponía a pasar la noche junto a sus compañeras, pensó que lo que había hecho estaba
mal, muy mal, y que más vale el trabajo en equipo y compartir, que ser egoísta, estar sola,
y ser vulnerable a cualquier contratiempo que pudiese ocurrir.
Y es así como Chusy aprendió a no ser egoísta y vivir felizmente en comunidad para siempre,
compartiendo todo lo bueno que la pradera les ofrecía.
LA FIESTA DE LA ARDILLA
Había una vez un hermoso bosque de robles en el que habitaban unos gnomos, bajitos y rechenchenes. Los
gnomos eran felices viviendo en los huecos de los arboles y jugando entre las hojas secas. Llevaban muchos
siglos habitando ese bosque, aquel era su hogar.
Un día, temprano por la mañana, cuando apenas asomaba el sol, unos extraños y aterradores ruidos los
sobresaltaron. Era unos hombres que aparecieron con sus camiones y con sierras mecánicas en mano,
estaban comenzando a talar los árboles. Eran unos madereros. Horroriados, los gnomos vieron como esos
hombres estaban talando los árboles de su bosque y sin saber bien que hacer corrieron a refugiarse a la
laguna que había en una pequeña llanura junto al bosque, donde pudieron esconderse entre el cañaveral.
Fueron pasando los días y cada vez había menos árboles en el bosque, apenas quedaban unas decenas, de
los cientos que habían dado sombra a esa tierra y los gnomos, cada vez más afligidos, se preguntaban que
iba a ser de ellos. Una tarde, desde las orillas de la laguna, vieron como los hombres, con sus camiones
llenos de los troncos de los árboles que un día habían dado vida a su bosque, se marchaban. Los vieron
alejarse, suspirando por lo que habían hecho y a la vez aliviados porque aquello terminara.
Los gnomos se acercaron, todavía asustadizos, a los limites del bosque y observaron desolados lo que antes
había sido su hogar. Apenas quedaban algunos árboles jóvenes repartidos por el lugar, erguidos sobre un
manto de serrín, virutas y ramas rotas. La visión del lugar era desoladora y los gnomos se preguntaban
donde iban a vivir a partir de ese momento, ya que en ese bosque, casi desnudo, no podían habitar, pues
podrían ser descubiertos. Muy tristes regresaron a la laguna, donde tuvieron que adaptarse a vivir entre las
cañas, echando terriblemente de menos el bosque, el sonido de las hojas de los arboles al ser mecidos por el
viento, el piar de los pajaritos, los cuales también habían huido asustados, y la alfombra de hojas secas que
había sido su parque de atracciones particular donde tan bien se lo habían pasado.
Un día, una ardillita despistada y solitaria, llego al lugar y parada al borde del lo que quedaba del bosque, se lo
quedo mirando y olisqueando con su gracioso hocico se aventuró a subir a los pocos árboles que quedaban.
Comenzó a recolectar bellotas, las cuales eran su alimento. La ardillita, con su enorme y hermosa cola, fue
tomando una a una las bellotas y bajando al suelo, las enterraba para hacer así su despensa particular, pensando
que así nadie le quitaría su manjar. Asi pasó muchos días la ardillita recolectando y escondiendo bellotas y cuando
le entraba el hambre, tomaba una y se la comía en lugar de enterrarla.
El bosque estaba muy desolado y no era precisamente el mejor lugar para vivir, pero por alguna razón le gustó a
la ardilla y se quedo allí , con su frenética recolección de bellotas.
Los gnomos ya conocían a la ardilla, y de vez en cuando se acercaban a saludarla, mientras esta no dejaba de
recoger bellotas incansablemente.
Pasaron los años y los antiguos habitantes del bosque continuaban viviendo en el cañaveral, en húmedos
agujeros construidos en el suelo entre las cañas, sostenidos con pequeños trozos de caña a modo de columnas ,
con el suelo cubierto de paja seca del prado, los cuales les servían de único refugio.
¿ Quieres saber que pasó ? el bosque comenzaba a estar cubierto por jóvenes robles los cuales comenzaban a
brindar su sombra y los gonomos, cada vez más esperanzados, sabían que muy pronto podrían volver al bosque
de donde nunca hubieran tenido que marchar.
¿ y sabes porque ?
Las ardillas son traviesas, avispadas y muy listas, pero tienen un pequeño defecto, y es que a menudo no
recuerdan donde enterraron sus bellotas y asi fue como con el paso de los años, gracias a las bellotas enterradas,
las cuales la ardilla no recordaba, habían nacido numerosos robles que ya comenzaban a ser altos y fuertes
devolviendo poco a poco el majestuoso aspecto a ese adorado bosque de los gnomos.
Un buen día, todos ellos, después de deliberar en su consejo
anual, decidieron, decididos y felices, regresar al bosque, y con
cánticos y gritos de felicidad poblaron de nuevo ese pedacito de
tierra lleno de jóvenes hermosos árboles. Los pájaros fueron
regresando también y el bosque se lleno de vida de nuevo y
felices y contentos vivieron para siempre en ese bosque, al que
nunca jamás volvieron los madereros.
Desde entonces, cada primavera, los gnomos celebran la "Fiesta
de la ardilla" , en honor a la ardillita que hizo posible el rápido
resurgimiento de lo que volvía a ser su hogar, lo cual, en poco
tiempo, fue conocido por todos los gnomos del mundo, que se
unieron a esa fiesta cada año, para conmemorar el trabajo, que
sin saberlo, realizan las ardillas repoblando los bosques.
Si algún cálido día de primavera, paseando por un bosque,
escuchas unos suaves silbidos, piensa que tal vez, son los
gnomos que habitan ese bosque, los cuales , a escondiditas para
que tu no puedas verlos, están celebrando La fiesta de la ardilla
LA TETERA
Érase una vez una tetera muy arrogante; estaba orgullosa de su porcelana, de su largo pitón, de su
ancha asa; tenía algo delante y algo detrás: el pitón delante, y detrás el asa, y se complacía en
hacerlo notar. Pero nunca hablaba de su tapadera, que estaba rota y encolada; o sea, que era
defectuosa, y a nadie le gusta hablar de los propios defectos, ¡bastante lo hacen los demás! Las
tazas, la mantequera y la azucarera, todo el servicio de té, en una palabra, a buen seguro que se
había fijado en la hendedura de la tapa y hablaba más de ella que de la artística asa y del estupendo
pitón. ¡Bien lo sabía la tetera!
«¡Las conozco! -decía para sus adentros-. Pero conozco también mis defectos y los admito; en eso
está mi humildad, mi modestia. Defectos los tenemos todos, pero una tiene también sus cualidades.
Las tazas tienen un asa, la azucarera una tapa. Yo, en cambio, tengo las dos cosas, y además, por la
parte de delante, algo con lo que ellas no podrán soñar nunca: el pitón, que hace de mí la reina de la
mesa de té. El papel de la azucarera y la mantequera es de servir al paladar, pero yo soy la que
otorgo, la que impero: reparto bendiciones entre la humanidad sedienta; en mi interior, las hojas
chinas se elaboran en el agua hirviente e insípida.
Todo esto pensaba la tetera en los despreocupados días de su juventud. Estaba en la mesa puesta,
manejada por una mano primorosa. Pero la primorosa mano resultó torpe, la tetera se cayó, se
rompió el pitón y se rompió también el asa; de la tapa no valía la pena hablar; ¡bastante disgusto
había causado ya antes! La tetera yacía en el suelo sin sentido, y se salía toda el agua hirviendo. Fue
un rudo golpe, y lo peor fue que todos se rieron: se rieron de ella y de la torpe mano.
-¡Este recuerdo no se borrará nunca de mi mente! -exclamó la tetera cuando, más adelante,
relataba su vida-. Me llamaron inválida, me pusieron en un rincón, y al día siguiente me
regalaron a una mujer que vino a mendigar un poco de grasa del asado. Descendí al mundo
de los pobres, tan inútil por dentro como por fuera, y, sin embargo, allí empezó para mí una
vida mejor. Se empieza siendo una cosa, y de pronto se pasa a ser otra distinta. Me llenaron
de tierra, lo cual, para una tetera, es como si la enterrasen; pero entre la tierra pusieron un
bulbo. Quién lo hizo, quién me lo dio, lo ignoro; el caso es que me lo regalaron. Fue una
compensación por las hojas chinas y el agua hirviente, por el asa y el pitón rotos. Y el bulbo
depositado en la tierra, en mi seno, se convirtió en mi corazón, mi corazón vivo; nunca lo
había tenido. Desde entonces hubo vida en mí, fuerza y energías. Latió el pulso, el bulbo
germinó, estalló por la expansión de sus pensamientos, y sentimientos, que cristalizaron en
una flor. La vi, la sostuve, me olvidé de mí misma ante su
belleza. ¡Dichoso el que se olvida de sí por los demás! No me dio las
gracias ni pensó en mí; a él iban la admiración y los elogios de
todos. Si yo me sentía tan contenta, ¿cómo no iba a ser ella admirada?
Un día oí decir a alguien que se merecía una maceta mejor. Me
partieron por la mitad; ¡ay, cómo dolió!, y la flor fue trasplantada
a otro tiesto más nuevo, mientras a mí me arrojaron al patio,
donde estoy convertida en cascos viejos. Mas conservo el recuerdo,
y nadie podrá quitármelo.

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Cuentos

  • 1.
  • 2. EL TITIRITERO A bordo del vapor se hallaba un hombre de edad ya avanzada y con cara de Pascuas, tan de Pascuas que, si no engañaba, debía de ser el hombre más feliz del mundo. Y, efectivamente, lo era, según él; se lo oí de su boca. Era danés, compatriota mío y director de teatro ambulante. Llevaba consigo a todo su personal, en una gran caja, pues era titiritero. Su buen humor, que era innato, decía, había sido además refinado por un estudiante de politécnico, y en el experimento se había vuelto completamente feliz. Yo no lo entendí de buenas a primeras, y entonces él me aclaró toda la historia, que es la siguiente: -Fue en Slagelse -comenzó el hombre-. Daba yo una representación en la «Fonda del Correo», y la sala estaba brillantísima, atestada de público; era un público que aún no había hecho la primera comunión, si se exceptúan dos o tres señoras ancianas. De pronto se presentó un personaje vestido de negro con aspecto de estudiante, tomó asiento y, en el curso de la función, se río sonoramente en los pasajes donde había que reír, y aplaudió con toda justicia. Era un espectador excepcional. Quise saber de quién se trataba, y me dijeron que era un estudiante de último año de la escuela Politécnica enviado para enseñar a las gentes de las provincias. Mi espectáculo terminó a las ocho, pues los pequeños deben acostarse temprano, y hay que pensar en las conveniencias del público. A las nueve empezó el profesor sus conferencias y experimentos, y yo acudí a oírlo. Era algo que valía la pena ver y escuchar. La mayoría de las cosas que decía quedaban por encima de mis horizontes, como suele decirse, pero yo pensé para mis adentros: puesto que los hombres somos capaces de descubrir todo esto, también deberíamos poder alargar un poco más nuestra vida, antes de que nos entierren. Lo que hacía eran pequeños milagros, y, sin embargo, todo salía tan llano, tan natural. En tiempos de Moisés y de los profetas, aquel politécnico habría sido uno de los grandes sabios del país, y en la Edad Media habría muerto en la hoguera.
  • 3. En toda la noche no dormí, y cuando, al atardecer del siguiente día, hubo nueva representación, a la cual asistió también el estudiante, yo me sentí en plena forma. He oído decir de un comediante que, cuando interpretaba papeles de enamorado, pensaba sólo en una espectadora; actuaba para ella, olvidándose del resto de la sala. El estudiante se convirtió en mi «ella», mi único espectador, y trabajé para él. Terminada la representación, fueron llamados a escena todos los personajes, y el estudiante me hizo llamar y me invitó a tomar un vaso de vino. Habló de mi comedia, y yo hablé de su ciencia, y creo que los dos disfrutamos por igual; pero yo quedé con la última palabra, pues en su esfera había muchísimas cosas que no sabía explicar satisfactoriamente, por ejemplo, el hecho de que un trozo de hierro que cae por una espiral quede magnetizado. ¿Qué significa esto? Viene el espíritu sobre él, pero, ¿de dónde le viene? Es lo mismo que ocurre con los seres humanos, pienso yo. El buen Dios les hace dar volteretas a través de la espiral del tiempo, y el espíritu baja sobre ellos, y de este modo sale un Napoleón, un Lutero u otro personaje por el estilo. «El mundo entero es un montón de obras milagrosas -dijo el estudiante-, pero estamos tan acostumbrados, que las consideramos ordinarias». Y siguió hablando y explicando, hasta que al fin me daba la impresión de que se me abría el cráneo, y le confesé sinceramente que, de no sentirme tan viejo, enseguida me habría ido a estudiar a la Escuela Politécnica para aprender cómo está hecho el mundo, a pesar de ser, como soy, uno de los hombres más felices. «¡Uno de los más felices! -repitió él, como si lo saborease-. ¿Es usted feliz?», preguntó. «Sí -respondí , soy feliz y bien recibido en todas las ciudades donde me presento con mi compañía». Cierto que hay un deseo que a veces me acosa como un duende, una pesadilla que reprime mi buen humor: quisiera ser director de teatro de una compañía de carne y hueso, de una verdadera compañía de personas. «¿Desea usted infundir vida a sus marionetas? ¿Desea que se conviertan en cómicos de verdad y usted en su director? -dijo-. ¿Cree que entonces sería completamente feliz?». Él no lo creía, pero yo sí. Seguimos hablando sin llegar a ponernos de acuerdo, pero chocamos los vasos, y el vino era excelente, sólo que debía estar embrujado, pues de otro modo la historia terminaría en que yo me emborraché. Y, sin embargo, no fue así; conservaba la cabeza clara. En la habitación parecía como si diera el sol; de los ojos del estudiante emanaba un resplandor que me hizo pensar en los dioses antiguos, eternamente jóvenes, cuando peregrinaban aún por la Tierra. Se lo dije y se sonrió; yo habría jurado que era un dios disfrazado o un miembro de su familia, y, en efecto, lo era. Mi mayor deseo iba a verse realizado; las marionetas cobrarían vida, y yo sería director, de una compañía de comediantes de carne y hueso. Chocamos los vasos y los vaciamos por la realización del milagro. Él cogió todos los muñecos de la caja, me los ató a la espalda y me lanzó luego por una espiral. Todavía siento las volteretas que daba, hasta que llegué al suelo, y toda la compañía saltó fuera de la caja. El espíritu había bajado sobre todos los personajes; las marionetas se habían transformado en excelentes artistas, ellas mismas lo decían, y yo era su director. Todo estaba dispuesto para la primera representación: la compañía entera quería hablar conmigo, y el público, también. La bailarina dijo que si no se sostenía sobre una pierna, la casa se vendría al suelo, que ella era la primera figura y quería ser tratada como tal. La que representaba el papel de emperatriz se empeñó en ser tratada de majestad incluso fuera de la escena, pues de otro modo perdería la práctica. El que no tenía más misión que la de salir con una carta en la mano, se daba tanta importancia como el primer galán, pues, decía, todos intervienen por igual en el conjunto artístico, tanto los pequeños como los grandes. Después el héroe exigió que todo papel se compusiera de escenas finales, pues entonces era cuando lo aplaudían. La «prima donna» se negaba a salir como no fuera con luz roja, alegando que ésta le sentaba bien, al contrario de la azul. Aquello parecía una botella llena de moscas, y yo, el director, me encontraba en medio de ellas.
  • 4. Me faltaba aire, perdí la cabeza, me sentía tan miserable como pueda ser una criatura humana. Estaba entre una nueva especie de seres, deseaba volver a tenerlos a todos en la caja, y maldecía la hora en que había querido ser director. Les dije, sin rodeos, que en el fondo todos eran títeres, y entonces arremetieron contra mí y me mataron. Desperté tendido en mi cama, en mi habitación. Cómo fui transportado allí, y si lo hizo el estudiante, es cosa que él debe saberlo; lo que es yo, lo ignoro. La luna brillaba en el suelo, donde aparecía volcada la caja, con todos los muñecos revueltos, grandes y pequeños, la compañía entera. Yo, ni corto ni perezoso, salté del lecho, y en un momento todos volvieron a estar en la caja, unos de cabeza, otros de pie. Puse la tapa y me senté encima; era digno de pintarlo. ¿Se imaginan ustedes el cuadro? Yo sí. «Ahora se van a quedar todos aquí -dije-, y nunca más desearé que sean de carne y huesos». Me sentía aliviadísimo, el más feliz de los hombres. El estudiante politécnico me había iluminado; completamente dichoso, me quedé dormido sobre la caja. A la mañana siguiente -en realidad, a mediodía, pero es que me desperté muy tarde- seguía aún allí, feliz, porque había comprendido que mi antiguo y único deseo era una estupidez. Pregunté por el estudiante, pero se había marchado, lo mismo que hacían los dioses griegos y romanos. Y desde aquel día soy el hombre más venturoso de la Tierra. Soy un director feliz, mi personal no discute, y el público tampoco, pues se divierte con toda el alma. Puedo hilvanar mis obras como se me antoja; de cada comedia saco lo mejor, según me parece, y nadie se molesta por ello. Me sirvo de obras que están ya desechadas en los grandes teatros, pero que hace treinta años el público corría a verlas y lloraba con ellas a moco tendido. Las presento a los pequeños, los cuales lloran como antaño lo hicieron sus padres. Represento «Johanna Montfaucon» y «Dyveke», aunque abreviadas, porque los chiquillos no aguantan los largos coloquios amorosos; lo quieren desgraciado, pero rápido. He recorrido toda Dinamarca, conozco a sus gentes y soy de ellas conocido. He pasado ahora a Suecia, y si aquí me acompaña la suerte y me saco mis buenas perras, me haré escandinavo y nada más; se lo digo como compatriota. Y yo, como compatriota, lo cuento, naturalmente, sólo por contarlo.
  • 5. LA LUNAEn tiempos muy lejanos hubo un país en que por la noche estaba siempre oscuro y el cielo se extendía como una sábana negra, pues jamás salía la luna ni brillaban estrellas en el firmamento. De aquel país salieron un día cuatro mozos a correr mundo, y llegaron a unas tierras en que al anochecer, en cuanto el sol se ocultaba detrás de las montañas, aparecía sobre un roble una esfera luminosa que esparcía a gran distancia una luz clara y suave; aun cuando no era brillante como la del sol, permitía ver y distinguir muy bien los objetos. Los forasteros se detuvieron a contemplarla y preguntaron a un campesino, que acertaba a pasar por allí en su carro, qué clase de luz era aquella. - Es la luna -, respondió el hombre -. Nuestro alcalde la compró por tres escudos y la sujetó en la copa del roble. Hay que ponerle aceite todos los días y mantenerla limpia para que arda claramente. Para ello le pagamos un escudo a la semana. Cuando el campesino se hubo marchado, dijo uno de los mozos: - Esta lámpara nos prestaría un gran servicio; en nuestra tierra tenemos un roble tan alto como éste; podríamos colgarla de él. ¡Qué ventaja, no tener que andar a tientas por la noche! - ¿Sabéis qué? - dijo el segundo -. Iremos a buscar un carro y un caballo, y nos llevaremos la luna. Aquí podrán comprar otra. - Yo sé subirme a los árboles - intervino el tercero -. Subiré a descolgarla. El cuarto fue a buscar el carro y el caballo, y el tercero trepó a la copa del roble, abrió un agujero en la luna, pasó una cuerda a su través y la bajó. Cuando ya tuvieron en el carro la brillante bola, la cubrieron con una manta para que nadie se diese cuenta del robo, y de este modo la transportaron, sin contratiempo, a su tierra, donde la colgaron de un alto roble. Viejos y jóvenes sintieron gran contento cuando vieron la nueva luminaria esparcir su luz por los campos y llenar sus habitaciones y aposentos. Los enanos salieron de sus cuevas, y los duendecillos, en su rojas chaquetitas, bailaron en corro por los prados.
  • 6. Los cuatro se encargaron de poner aceite en la luna y de mantener limpio el pabilo, y por ello les pagaban un escudo semanal. Pero envejecieron, y cuando uno de ellos enfermó y previó la proximidad de la muerte, dispuso que depositasen en su tumba, al enterrarlo, la cuarta parte de la luna, de la que era propietario. Cuando hubo muerto, subió el alcalde al roble y, con las tijeras de jardinero, cortó un cuadrante, que fue colocado en el féretro. La luz del astro quedó debilitada, aunque poco. Pero a la muerte del segundo hubo de cortar otro cuarto, con la consiguiente mengua de la luz. Más tenue quedó aún después del fallecimiento del tercero, que se llevó también su parte; y cuando llegó la última hora del cuarto, las tinieblas volvieron a reinar en el país. La gente que salía por la noche sin linterna, se daba de cabezadas, y todo eran choques y trompazos. Pero al unirse, en el mundo subterráneo, los cuatro cuadrantes de la luna e iluminar el reino de las eternas tinieblas, los muertos comenzaron a agitarse y a despertar del último sueño. Extrañárnosle al sentir que veían de nuevo: la luz de la luna les bastaba, pues sus ojos se habían debilitado tanto que no habrían podido resistir el resplandor del sol. Levantárnosle de sus tumbas y, alegres, reanudaron su antiguo modo de vida: los unos se fueron al juego o al baile; los otros corrieron a las tabernas, donde se emborracharon, alborotaron y riñeron, acabando por sacar las estacas y zurrarse de lo lindo mutuamente. El ruido era cada vez más estruendoso, y acabó dejándose oír en el cielo. San Pedro, celador de la puerta del Paraíso, creyó que el mundo de abajo se había sublevado, y corrió a concentrar a las celestiales huestes para rechazar al enemigo, caso de que el demonio, al frente de los suyos, intentara invadir la mansión de los justos. Pero viendo que no llegaban, montó en su caballo y se dirigió al mundo subterráneo. Allí aquietó a los muertos y los hizo volver a sus sepulturas: luego se llevó la luna y la colgó en lo alto del firmamento.
  • 7. LA HORMIGA CHUSY Había una vez, una hermosa pradera repleta de vida, las mariposas revoloteaban alegres, los saltamontes brincaban felices y todos y cada uno de sus habitantes Vivian en armonía los unos con los otros. En un lugar de la pradera se alzaba un pequeño montículo de tierra, el cual tenía un agujero en el centro, era un nido de hormigas, repleto de bullicioso ir y venir de miles de hormiguitas. Chusy era una de las muchas hormigas que vivían en esa comunidad, todas muy trabajadoras y organizadas, recogiendo todo el alimento que pudieran conseguir para almacenarlo en su nido para el invierno. Una mañana de verano, mientras Chusy se afanaba en recoger semillas por la pradera, encontró unas enormes y suculentas semillas que hasta entonces no conocía y que parecían tan sabrosas que a Chusy se le hacía la boca agua. La miraba con los ojos abiertos como platos, mientras sus tripas, como si tuvieran vida propia, comenzaron a rugir como si quisieran llenarse de ese delicioso alimento. Chusy mientras se rascaba su negra cabeza con una de sus patitas, pensó - Mmmmm, estas semillas tienen una pinta estupenda ¿ y si me la quedo para mi sola ? me voy a poner las botas si no tengo que compartirlas con nadie. Y fue así como, egoísta, decidió alejarse del nido y cavando su propio y pequeño agujero en el suelo, guardo las semillas para ella sola. Fue así como el resto del verano, animada por la idea de tener cada vez más alimento para disfrutarlo ella sola, fue recogiendo más cantidad de aquellas semillas llevándolas a su diminuto nido particular.
  • 8. Los días de verano fueron haciéndose más cortos, y un buen día llegó el otoño. Una noche, con el ya frescor otoñal, Chusy estaba acurrucada en su diminuto agujero, junto a sus semillas, y afuera, bajo una oscuridad total, comenzaron a caer unas gotas de lluvia, era una tormenta que apenas comenzaba. De repente, comenzó a llover fuertemente y el agua empezó a entrar en el nido de Chusy, mojando todas sus semillas y anegando su agujero. Chusy asustada no sabía que hacer y temía morir ahogada. Antes de que el agua cubriera del todo su precario agujero, salió corriendo y sin parar de correr se acercó temblando y llena de miedo al nido de hormigas que un día había sido su hogar, y viendo que sus compañeras habían trabajado todas juntas tapando la entrada para protegerse de la lluvia, desesperada, comenzó a gritar - ¡ Abridme la entrada por favor ! ¡ El prado se está cubriendo de agua y no quiero morir ahogada ! Las demás hormigas escucharon los gritos de Chusy y corrieron a abrir la entrada del nido para dejarla entrar. Todas tomaban una piedrecita de las que cubrían la entrada y la apartaban para abrir el acceso. Cuando este estuvo lo suficientemente abierto para que Chusy entrara, le gritaron - ¡ Corre entra, date prisa ! Chusy aún temblando de miedo y empapada por la lluvia corrió a refugiarse y una vez dentro, todas las hormigas, incluida Chusy, se afanaron el cubrir de nuevo la entrada con las pequeñas piedrecillas. Cuando la entrada ya estaba tapada y las hormiguitas a salvo, todas miraron a Chusy y sin hacer preguntas y echaron a andar camino a lo más profundo del nido para continuar durmiendo. Chusy las siguió, mientras sentía un gran pesar por lo que había hecho, y mientras se disponía a pasar la noche junto a sus compañeras, pensó que lo que había hecho estaba mal, muy mal, y que más vale el trabajo en equipo y compartir, que ser egoísta, estar sola, y ser vulnerable a cualquier contratiempo que pudiese ocurrir. Y es así como Chusy aprendió a no ser egoísta y vivir felizmente en comunidad para siempre, compartiendo todo lo bueno que la pradera les ofrecía.
  • 9. LA FIESTA DE LA ARDILLA Había una vez un hermoso bosque de robles en el que habitaban unos gnomos, bajitos y rechenchenes. Los gnomos eran felices viviendo en los huecos de los arboles y jugando entre las hojas secas. Llevaban muchos siglos habitando ese bosque, aquel era su hogar. Un día, temprano por la mañana, cuando apenas asomaba el sol, unos extraños y aterradores ruidos los sobresaltaron. Era unos hombres que aparecieron con sus camiones y con sierras mecánicas en mano, estaban comenzando a talar los árboles. Eran unos madereros. Horroriados, los gnomos vieron como esos hombres estaban talando los árboles de su bosque y sin saber bien que hacer corrieron a refugiarse a la laguna que había en una pequeña llanura junto al bosque, donde pudieron esconderse entre el cañaveral. Fueron pasando los días y cada vez había menos árboles en el bosque, apenas quedaban unas decenas, de los cientos que habían dado sombra a esa tierra y los gnomos, cada vez más afligidos, se preguntaban que iba a ser de ellos. Una tarde, desde las orillas de la laguna, vieron como los hombres, con sus camiones llenos de los troncos de los árboles que un día habían dado vida a su bosque, se marchaban. Los vieron alejarse, suspirando por lo que habían hecho y a la vez aliviados porque aquello terminara. Los gnomos se acercaron, todavía asustadizos, a los limites del bosque y observaron desolados lo que antes había sido su hogar. Apenas quedaban algunos árboles jóvenes repartidos por el lugar, erguidos sobre un manto de serrín, virutas y ramas rotas. La visión del lugar era desoladora y los gnomos se preguntaban donde iban a vivir a partir de ese momento, ya que en ese bosque, casi desnudo, no podían habitar, pues podrían ser descubiertos. Muy tristes regresaron a la laguna, donde tuvieron que adaptarse a vivir entre las cañas, echando terriblemente de menos el bosque, el sonido de las hojas de los arboles al ser mecidos por el viento, el piar de los pajaritos, los cuales también habían huido asustados, y la alfombra de hojas secas que había sido su parque de atracciones particular donde tan bien se lo habían pasado.
  • 10. Un día, una ardillita despistada y solitaria, llego al lugar y parada al borde del lo que quedaba del bosque, se lo quedo mirando y olisqueando con su gracioso hocico se aventuró a subir a los pocos árboles que quedaban. Comenzó a recolectar bellotas, las cuales eran su alimento. La ardillita, con su enorme y hermosa cola, fue tomando una a una las bellotas y bajando al suelo, las enterraba para hacer así su despensa particular, pensando que así nadie le quitaría su manjar. Asi pasó muchos días la ardillita recolectando y escondiendo bellotas y cuando le entraba el hambre, tomaba una y se la comía en lugar de enterrarla. El bosque estaba muy desolado y no era precisamente el mejor lugar para vivir, pero por alguna razón le gustó a la ardilla y se quedo allí , con su frenética recolección de bellotas. Los gnomos ya conocían a la ardilla, y de vez en cuando se acercaban a saludarla, mientras esta no dejaba de recoger bellotas incansablemente. Pasaron los años y los antiguos habitantes del bosque continuaban viviendo en el cañaveral, en húmedos agujeros construidos en el suelo entre las cañas, sostenidos con pequeños trozos de caña a modo de columnas , con el suelo cubierto de paja seca del prado, los cuales les servían de único refugio. ¿ Quieres saber que pasó ? el bosque comenzaba a estar cubierto por jóvenes robles los cuales comenzaban a brindar su sombra y los gonomos, cada vez más esperanzados, sabían que muy pronto podrían volver al bosque de donde nunca hubieran tenido que marchar. ¿ y sabes porque ? Las ardillas son traviesas, avispadas y muy listas, pero tienen un pequeño defecto, y es que a menudo no recuerdan donde enterraron sus bellotas y asi fue como con el paso de los años, gracias a las bellotas enterradas, las cuales la ardilla no recordaba, habían nacido numerosos robles que ya comenzaban a ser altos y fuertes devolviendo poco a poco el majestuoso aspecto a ese adorado bosque de los gnomos.
  • 11. Un buen día, todos ellos, después de deliberar en su consejo anual, decidieron, decididos y felices, regresar al bosque, y con cánticos y gritos de felicidad poblaron de nuevo ese pedacito de tierra lleno de jóvenes hermosos árboles. Los pájaros fueron regresando también y el bosque se lleno de vida de nuevo y felices y contentos vivieron para siempre en ese bosque, al que nunca jamás volvieron los madereros. Desde entonces, cada primavera, los gnomos celebran la "Fiesta de la ardilla" , en honor a la ardillita que hizo posible el rápido resurgimiento de lo que volvía a ser su hogar, lo cual, en poco tiempo, fue conocido por todos los gnomos del mundo, que se unieron a esa fiesta cada año, para conmemorar el trabajo, que sin saberlo, realizan las ardillas repoblando los bosques. Si algún cálido día de primavera, paseando por un bosque, escuchas unos suaves silbidos, piensa que tal vez, son los gnomos que habitan ese bosque, los cuales , a escondiditas para que tu no puedas verlos, están celebrando La fiesta de la ardilla
  • 12. LA TETERA Érase una vez una tetera muy arrogante; estaba orgullosa de su porcelana, de su largo pitón, de su ancha asa; tenía algo delante y algo detrás: el pitón delante, y detrás el asa, y se complacía en hacerlo notar. Pero nunca hablaba de su tapadera, que estaba rota y encolada; o sea, que era defectuosa, y a nadie le gusta hablar de los propios defectos, ¡bastante lo hacen los demás! Las tazas, la mantequera y la azucarera, todo el servicio de té, en una palabra, a buen seguro que se había fijado en la hendedura de la tapa y hablaba más de ella que de la artística asa y del estupendo pitón. ¡Bien lo sabía la tetera! «¡Las conozco! -decía para sus adentros-. Pero conozco también mis defectos y los admito; en eso está mi humildad, mi modestia. Defectos los tenemos todos, pero una tiene también sus cualidades. Las tazas tienen un asa, la azucarera una tapa. Yo, en cambio, tengo las dos cosas, y además, por la parte de delante, algo con lo que ellas no podrán soñar nunca: el pitón, que hace de mí la reina de la mesa de té. El papel de la azucarera y la mantequera es de servir al paladar, pero yo soy la que otorgo, la que impero: reparto bendiciones entre la humanidad sedienta; en mi interior, las hojas chinas se elaboran en el agua hirviente e insípida. Todo esto pensaba la tetera en los despreocupados días de su juventud. Estaba en la mesa puesta, manejada por una mano primorosa. Pero la primorosa mano resultó torpe, la tetera se cayó, se rompió el pitón y se rompió también el asa; de la tapa no valía la pena hablar; ¡bastante disgusto había causado ya antes! La tetera yacía en el suelo sin sentido, y se salía toda el agua hirviendo. Fue un rudo golpe, y lo peor fue que todos se rieron: se rieron de ella y de la torpe mano.
  • 13. -¡Este recuerdo no se borrará nunca de mi mente! -exclamó la tetera cuando, más adelante, relataba su vida-. Me llamaron inválida, me pusieron en un rincón, y al día siguiente me regalaron a una mujer que vino a mendigar un poco de grasa del asado. Descendí al mundo de los pobres, tan inútil por dentro como por fuera, y, sin embargo, allí empezó para mí una vida mejor. Se empieza siendo una cosa, y de pronto se pasa a ser otra distinta. Me llenaron de tierra, lo cual, para una tetera, es como si la enterrasen; pero entre la tierra pusieron un bulbo. Quién lo hizo, quién me lo dio, lo ignoro; el caso es que me lo regalaron. Fue una compensación por las hojas chinas y el agua hirviente, por el asa y el pitón rotos. Y el bulbo depositado en la tierra, en mi seno, se convirtió en mi corazón, mi corazón vivo; nunca lo había tenido. Desde entonces hubo vida en mí, fuerza y energías. Latió el pulso, el bulbo germinó, estalló por la expansión de sus pensamientos, y sentimientos, que cristalizaron en una flor. La vi, la sostuve, me olvidé de mí misma ante su belleza. ¡Dichoso el que se olvida de sí por los demás! No me dio las gracias ni pensó en mí; a él iban la admiración y los elogios de todos. Si yo me sentía tan contenta, ¿cómo no iba a ser ella admirada? Un día oí decir a alguien que se merecía una maceta mejor. Me partieron por la mitad; ¡ay, cómo dolió!, y la flor fue trasplantada a otro tiesto más nuevo, mientras a mí me arrojaron al patio, donde estoy convertida en cascos viejos. Mas conservo el recuerdo, y nadie podrá quitármelo.