Este documento critica la ortografía del español por no reflejar fielmente la fonética de la lengua y ser engañosa para los hablantes. Argumenta que la ortografía actual se basa en decisiones pedantes de académicos del siglo XVIII influidos por el latín, en lugar de representar cómo se habla realmente el español. También sugiere que la confusión entre lengua y escritura beneficia a las autoridades que buscan controlar la lengua desde arriba.
La mala ortografía del español y su manipulación política
1. Ortografía
AGUSTÍN GARCÍA-CALVO (EL PAÍS, 22/01/2011 )
Me ha tocado estas semanas pasadas enterarme de un gran despliegue de páginas, ondas y pantallas, en torno a los arreglos de la Academia con la ortografía
del español. Tanto descaro, que las mayorías (no lo que quede de gente o pueblo) admiran, tragan y se callan, me obliga a volver aquí a soltar cuatro
perogrulladas sobre el asunto, ya que no las sueltan otros.
La ortografía del español no es mala por esos melindres de si se autoriza o no a escribir el acento de este o solo ni porque a la y se le llame y griega o ye: esta
ortografía es mala y detestable porque, por ejemplo, desde que el español oficial perdió el fonema H (que algunos dialectos mantienen hasta casi hoy en uso,
cuando dicen "hambre", "hondo" o "ahogar"), los doctos del XVII o ya académicos del XVIII quedaban con las manos libres para jugar con la letra h y
mandar que lo que en castellano se venía escribiendo omre o aver se escribiera hombre y haber, en vista de que en latín (como doctos que eran, sabían su
poquito de latín) se había escrito homine y habere; o porque, una vez que en castellano se hubo anulado la oposición de fonemas que hacía distinguir en la
escritura lo que en la lengua se distinguía, cavar (o, lo que era lo mismo, cauar) y lavor, pero caber y sabor, las letras b y v (cuando en el XVIII acabó de
distinguirse de u) quedaban abandonadas a las decisiones de los cultos, que ordenarían escribir boca o hierba, no por nada, sino porque en latín eran bucca
o herba, pero vaca y cuervo, porque en latín habían sido uacca y coruo, y los imperfectos de la 1ª, que durante siglos, habían sido en castellano y se habían
escrito con ava, cuando ya la distinción de las letras b/v no respondía a nada en la lengua, mandarían que se escribieran con aba, porque así se escribían en
latín.
Puede que estas te parezcan un par de inocentes pedanterías de los cultos, pero, ah lector, como la cultura es el poder, han acarreado que la gente, a la que se
ha hecho perder el don de escribir como se habla, no sepa a qué atenerse con la h, la b o la v, y deba, para "escribir bien", o sea demostrar su cultura, recurrir
a la autoridad, necesite manuales de ortografía y, en el colmo del progreso, el tocho de 800 páginas de Ortografía de la Academia.
Y no digamos (EL PAÍS, 16 de diciembre de 1991, Esplicando trasgresiones de ostáculos subcoscientes) de los casos en que, introduciéndose más y más
cultismos en la lengua, la ortografía académica se atenía sin reparo a lo que en la lengua de origen se escribiera, llegando a producir cosas como extraño,
obscuro o transporte, que nadie había jamás oído en castellano, pero que, por fuerza de la cultura, algunos locutores concienzudos hasta llegaban a
pronunciarlas.
En una palabra: la ortografía del español es mala, y casi tan mala como la del inglés o la del francés, en el sentido de que es una constante traición a lo que
hay de veras en la fonémica y prosodia de la lengua, y costituye así una serie sin fin de tropiezos y de trampas para la gente, que habla así de bien como habla
gracias a que no sabe cómo lo hace y que, puesta a escribir, desearía que le dejaran escribir sencillamente como se habla.
Y eso era tan fácil... No tiene usted más que ver cómo, para escribir lenguas que no se habían escrito nunca, se han inventado escrituras decentes, con más o
menos acierto, y menos o más intromisión de pedanterías de poca monta, pero que responden a lo que era la vocación de la escritura misma, y de la
alfabética en especial, que era reproducir visualmente todos (o al menos los principales) y solos los entes y reglas que en la lengua hubiera; así, para los
cientos de lenguas, africanas, amerindias, polinesias, australianas, que desde hace un par de siglos han venido a escribirse por obra de lingüistas, doctos,
pero con sentido común de lo que era la función de una escritura; o ahí cerca tienen el caso de la lengua vasca, en sus dialectos o ya unificada, para la que los
entendidos honestos han establecido una escritura normal, que no tiene por qué tenderle al lector trampas graves para entrar al menos a la fonémica de la
lengua.
Y aun para las lenguas cargadas con una manipulación eclesiástica y cultural como las eslavas o las germánicas, se crearon escrituras (la cirílica para escribir
en antiguo búlgaro la Biblia o en gótico la de Ulfilas, o las que se usaron para escribir los cantos nórdicos de la Eda o el Beowulfo en antiguo inglés) que
respondían sin duda a las lenguas vivas, y que, por varios avatares, han venido a dar en escrituras de lenguas nacionales, como la del ruso o la del alemán,
que, pese a algunas complicaciones engorrosas como la de juntar dos y hasta tres letras para escribir un fonema (al. sch), dan cuenta debidamente, si no de
la prosodia, al menos de la fonémica de sus lenguas; y, lo que es más y bien cercano, cuando se hizo precisa para el italiano una "revolución desde arriba" de
las escrituras, no fue tan difícil establecer una que, salvo las mismas torpezas o engorros ocasionales, no engaña tampoco mayormente al lector sobre lo que
haya de veras en la lengua.
Me queda solo por hoy razonar un poco de por qué es que puedan o deban alcanzar tan gran atención, propaganda y esplendor, las naderías de las reglas de
ortografía: es que para el poder, para sus Estados y capitales, es de primera importancia procurar que se confunda la lengua con la escritura (y con la cultura
en general), ya que la escritura (lo mismo la tradicional que sus versiones informáticas y digitales) es algo que se puede manejar desde arriba, por leyes y por
escuelas, que se compra y se vende y vale dinero y promoción en la sociedad y el régimen, mientras que la lengua es la sola máquina que se le da a cualquiera
gratuitamente, que no es de nadie y nadie puede mandar en ella, que tiene sus propias leyes, secretas, en las que autoridad ninguna puede intervenir (como
puede en la escritura) y tampoco en los cambios que una lengua realice en sus leyes de vez en cuando, sin que nadie personalmente lo decida, sino una
asamblea anónima que bulle ahí por debajo de las almas. Y claro está que una cosa como esta es un peligro constante para el orden, que necesita que eso no
exista o, si tal ideal no acaba de cumplirse, que por lo menos se oculte y se confunda con otras cosas manejables, y que no se sepa que la hay y que sigue viva.
Agustín García-Calvo es catedrático emérito de Filología Clásica de la Universidad Complutense de Madrid.