Revista Debates No 75 (Septiembre-Diciembre de 2016) Universidad de Antioquia
1. 91
ISSN 1657-429X• SEPTIEMBRE/DICIEMBRE/2016 • UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
REVISTADEBATESN.75•SEPTIEMBRE/DICIEMBRE/2016•UNIVERSIDADDEANTIOQUIA
N. 75
—Declaración de Córdoba—
Lineamientos para un programa latinoameriano y
caribeño de educación superior en la cooperación
Conflicto y Paz
Hoy nos enfrentamos a escenarios de mercantilización de la educación
superior que excluye y deteriora su papel en la cultura y restringe el
horizonte del conocimiento a lo estrictamente útil en lo individual:
formar profesionales supone construir ciudadanía y valores de equidad
y solidaridad. Las universidades preservan el pensamiento, los valores
humanistas y solidarios, así como la multiculturalidad como expresión
de nuestra diversidad.
Culturas de paces
Reflexiones en torno a
la justicia transicional
Política de tierras, a 8 décadas
de la ley 200 de 1936
2. ISSN 1657-429XN. 75 • SEPTIEMBRE/DICIEMBRE/2016 • UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Respuesta al anhelo de estudiantes y profesores de disponer de una publicación que sea
canal de expresión de las disposiciones y puntos de vista de los universitarios.
El contenido de los artículos que se publican en DEBATES es responsabilidad exclusiva de sus autores
y el alcance de sus afirmaciones sólo a ellos compromete.
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Edición y correción de textos: Luis Javier Londoño Balbín • Diseño:
Carolina Ochoa Tenorio • Impresión y terminación: Imprenta Universidad
de Antioquia
Mauricio Alviar Ramírez, Rector • David Hernández García, Secretario
General • Alma Nury López Patiño, Líder de Comunicaciones
3. 2
Las universidades no deben orientarse por una
educación instrumental a favor del mercado
—Declaración de Córdoba—
Lineamientos para un programa latinoameriano y caribeño de
educación superior en la cooperación
La justicia penal en el posconflicto
Por Julio González Zapata
Justicia transicional derrotada
Por William F. Pérez Toro
Perspectivas de la justicia transicional en Colombia
Por Ana María Londoño Agudelo
La justicia transicional es justicia política
Por Jorge Giraldo Ramírez
Culturas de paces: una perspectiva transracional
Por Norbert Koppensteiner • Traducción de Paulo Vélez
4
7
15
23
29
34
Página
4. 3
45
57
60
69
77
84
Aceptamos la pluralidad de las paces reales en los
contextos de la gente
—Entrevista a Wolfgang Dietrich—
Por Roberth Uribe Álvarez
El perdón es una forma de renunciar a la venganza
Por Judith Nieto
Refrendación plebiscitaria y proceso de paz con
las Farc
Por Germán Darío Valencia Agudelo
La Ley 200 de 1936 y la política de tierras
Por Absalón Machado Cartagena
La Revolución en Marcha. A 80 años de la Reforma
Constitucional de 1936 y de la Ley de Tierras
Versión de la intervención de Álvaro Tirado Mejía
Uribe ante la tentación populista
Por Francisco Cortés Rodas
Página
5. 4
Las universidades no deben
orientarse por una educación
instrumental a favor del mercado
L
a perspectiva de la Tercera Conferencia Regional de Edu-
cación Superior de América Latina y el Caribe, nos com-
promete a preservar los valores y consensos construidos en
la II Reunión, celebrada en Cartagena, Colombia, en 2008.
Dichos valores, centrados en la educación como un derecho
humano, un bien social y una responsabilidad de los Esta-
dos, implican dotarlos de fuerza institucional, compromiso universitario
y realidad en el marco de una educación superior pertinente, socialmen-
te responsable y de alta calidad académica.
El gran desafío es construir los consensos y las instituciones que garan-
ticen la cooperación universitaria como tejido relacional para dar forma
al Espacio Latinoamericano y Caribeño de Educación Superior, sin dejar
de lado las alianzas estratégicas con actores sociales, gobiernos naciona-
les y locales, todos los actores productivos, organismos internacionales
de cooperación e integración regional.
El desafío contemporáneo es preservar el concepto de autonomía que se ha constituido
como transversal a las funciones sustantivas de libertad de cátedra en la enseñanza, liber-
tad de pensamiento en la investigación, libertad de gestión y administración, así como
libertad para establecer vínculos de compromiso social.
—Declaración de Córdoba—
Lineamientos para un programa latinoameriano y
caribeño de educación superior en la cooperación*
El 2 de diciembre de 2016, en la Universidad Nacional de Córdoba,
Argentina, se cumplió la XIX Asamblea General de la Unión de
Universidades de América Latina y el Caribe. En el marco de esa
reunión, los rectores produjeron la presente declaración.
6. 5
Es preciso advertir que el debate de la III CRES
debe tener respuestas políticas en la defensa de la
educación pública, la autonomía universitaria y los
valores de pertinencia social de la educación. Es
relevante ratificar que las universidades no deben
orientarse por una educación instrumental a favor
del mercado, sino con un amplio horizonte de las
necesidades del desarrollo y la equidad social.
Hoy nos enfrentamos a escenarios de mercan-
tilización de la educación superior que excluye y
deteriora su papel en la cultura y restringe el hori-
zonte del conocimiento a lo estrictamente útil en
lo individual: formar profesionales supone construir
ciudadanía y valores de equidad y solidaridad. Las
universidades preservan el pensamiento, los valores
humanistas y solidarios, así como la multiculturalidad
como expresión de nuestra diversidad.
La UDUAL debe comprometerse a ser un sujeto
activo de dicha construcción, promoviendo siner-
gias, estableciendo alianzas, ampliando la cultura de
la cooperación universitaria y generando iniciativas
articuladoras de proyectos convergentes.
La Universidad es una institución central para
crear conocimiento y desarrollar cultura e identidad
de las naciones: la ciudadanía, la identidad cultural,
los valores de respeto, tolerancia y democracia. No
es casualidad que la CRES haya advertido en ENLA-
CES una construcción fundamental para garantizar-
lo, tanto como en la agenda de los gobiernos y los
organismos multilaterales regionales. La conducción,
sin embargo, corresponde a las universidades en el
ejercicio de su papel político y social, apoyadas en la
autonomía universitaria que configura la autonomía
de ENLACES.
Las universidades reclaman un programa de coo-
peración con base en la solidaridad, la confianza, el
reconocimiento de nuestras identidades y promovien-
do la calidad educativa como esfuerzo cooperativo,
como una gestión cultural compartida en un contexto
de desigualdad que caracteriza a nuestras economías.
Una ciudadanía construida desde la educación,
supone un proyecto de inclusión y movilidad social.
La UDUAL debe comprometerse en crear redes de
vinculación con la sociedad, extender el conoci-
miento como un esfuerzo dialógico con la sociedad,
con iniciativas que fortalezcan el papel y el compro-
miso universitario en el desarrollo y cerrar brechas
de desigualdad.
La iniciativa de las universidades pedagógicas de
Argentina, Brasil, Colombia, Ecuador y México las
convierte en actores relevantes de la construcción
para nuevos procesos educativos que impliquen
diferentes estrategias de formación de formadores,
bajo perspectivas cambiantes y articuladas con los
contextos regionales, mediante un cambio radical de
enfoques y centralización en los docentes y su expe-
riencia pedagógica.
Alcanzar una educación de calidad es impensa-
ble sin una sólida formación de los docentes, con-
siderados como sujetos activos de la educación. El
papel de la formación de formadores es crucial para
ENLACES, compartiendo la diversidad, la pedagogía
crítica y el uso de TIC´s encaminadas a una agenda
colectiva que respete e integre las acciones colecti-
vas con la política pública, la investigación educativa,
la internacionalización curricular, la titulación com-
partida, la movilidad regional y el vínculo con el en-
torno social próximo. Las universidades pedagógicas
Es preciso advertir que el debate de la III CRES
debe tener respuestas políticas en la defensa de la
educación pública, la autonomía universitaria y
los valores de pertinencia social de la educación.
7. 6
desean integrarse a ENLACES, como un compromiso
por la educación pública regional.
El siglo XXI está transcurriendo en un escenario de
complejas transformaciones en las sociedades globa-
les, tanto en los mundos del trabajo como del cono-
cimiento en la región. Una educación superior que
alcanza el 53% de la cobertura, con fuertes iniqui-
dades sociales, territoriales y de género; con nuevas
tipologías pero escasa diferenciación; con bajo nivel
de posgrados e investigación; con reducidos y des-
iguales sistemas de regulación de la calidad, así como
nuevas tensiones por carencias financieras; con pro-
cesos de internacionalización asimétricos y escasa
utilización de nuevas tecnologías. En este escenario
de transformaciones aluvionales, se requiere de im-
pulsos a nuevas reformas universitarias para focalizar
la mirada prospectiva en las nuevas incertidumbres y
complejidades que se están conformando.
La autonomía, considerada como una de las ma-
yores fortalezas y señal de identidad de las institu-
ciones de educación superior latinoamericanas y
caribeñas, supone una experiencia histórica que da
contenido y proyecto a nuestras universidades. La
Reforma de 1918 marcó un punto de partida en la
construcción de la universidad autónoma, sostén de
la educación como derecho humano, bien social y
obligación del Estado. A su vez, dota de garantías y
libertades a la universidad como comunidad de pen-
samiento. El desafío contemporáneo es preservar el
concepto de autonomía que se ha constituido como
transversal a las funciones sustantivas de libertad de
cátedra en la enseñanza, libertad de pensamiento en
la investigación, libertad de gestión y administración,
así como libertad para establecer vínculos de com-
promiso social.
La Reforma de 1918 marcó un punto de partida
en la construcción de la universidad autónoma,
sostén de la educación como derecho humano,
bien social y obligación del Estado. A su vez, dota
de garantías y libertades a la universidad
como comunidad de pensamiento.
Defender valores y construir un nuevo modelo
que privilegie la educación como un bien social, su-
pone no someterse al mercado, a los requisitos de un
modelo dirigido a los intereses privados. La UDUAL
alerta sobre el riesgo de permear la autonomía uni-
versitaria bajo presión, ya sea para seguir estrategias
de mercado como mecanismo de autofinanciamien-
to o para atender clasificaciones que privilegian sólo
el trabajo en algunas áreas del conocimiento. Las
universidades, por su naturaleza humanista, no pue-
den renunciar a la cultura y al pensamiento en liber-
tad que hoy reclaman apoyo y son parte constitutiva
del conocimiento, en un sentido amplio. La filosofía
no es prescindible sino fundamental para pensar el
mundo, la técnica y la vida.
La UDUAL se compromete a trazar una agenda de
actividades para hacer de la autonomía universitaria
una ruta de reflexión y memoria, pero también de
proyectos de futuro. El nuevo ejercicio de la auto-
nomía reclama creatividad, un marco de referencia
para nuestra época y una nueva semántica recons-
tituida de valores y compromisos. La autonomía no
es sólo historia sino un proyecto para hacer futuro,
como se hizo hace un siglo, desde la Universidad
Nacional de Córdoba.
Suscrito por los participantes de la XIX Asamblea
General de la Unión de Universidades de América
Latina y el Caribe, reunida en la Universidad Na-
cional de Córdoba, Argentina, a 2 de diciembre de
2016.
https://udual.wordpress.com/2016/12/02/declaracion-de-cor-
doba-lineamientos-para-un-programa-latinoameriano-y-caribe-
no-de-educacion-superior-en-la-cooperacion/
8. 7
La justicia penal en el posconflicto*
Por Julio González Zapata**
E
spero que este foro nos permita reflexionar sobre uno de
los temas más sensibles que tendrá que encarar la socie-
dad colombiana en el posconflicto, porque se tendrá que
repensar su sistema penal, como un requisito indispensable
para construir una paz estable y duradera. El sistema penal
colombiano ha jugado un importante papel en el conflicto
y esa necesidad de repensarlo debe inscribirse en las garantías de no re-
petición, porque de lo contrario podemos correr el riesgo de cambiar un
conflicto armado por una conflictividad social violentamente tramitada,
que a nombre de una justicia penal mal entendida, podría conducir a un
abismo igual o peor del que apenas intentamos salir.
Estas advertencias las enuncio sobre la base de múltiples diagnósticos
que se han hecho sobre la justicia penal colombiana, y que ocuparon
un papel bastante marginal y apenas implícito en los acuerdos de La
Habana. Me he valido para la elaboración de estas disquisiciones de los
grandes aportes que han hecho, entre otros, Gustavo Cote Barco (2010),
Manuel Iturralde (2010), Lina Adarve Calle (2010), William Fredy Pérez
Toro, Alba Lucía Vanegas y Carlos Mario Álvarez (1997) y los valiosos
aportes hechos por el Centro de Memoria Histórica en su conocido ¡Bas-
ta Ya! (2013).
Es necesario poner en evidencia algunos de los usos que se han hecho
del sistema penal a lo largo del conflicto, señalar algunas de sus dificulta-
des y probablemente indicar algunos aspectos que sería necesario tener
en cuenta para un nuevo diseño de la cuestión penal.
Entonces dividiré esta exposición en cuatro partes: en primer lugar,
recordaré el papel que ha tenido la justicia penal colombiana en el con-
flicto; en segundo lugar de cómo la excepcionalidad se ha normalizado.
“…: si la persona acusada de cometer un delito no recibe el respeto o
la consideración mínimos por su condición de ciudadano, el sistema
de justicia y la comunidad toda pierden la posición moral desde la cual
podrían pedir cuentas, juzgar y condenar”.
—Antony Duff—
Conflicto y Paz
9. 8
En un tercer lugar, hablaré de las dificultades para pensar en un modelo
distinto de justicia penal en Colombia, para terminar con algunas ano-
taciones para pensar en el futuro de una justicia penal que contribuya a
una sociedad más pacífica, capaz de resolver gran parte de sus proble-
mas por vías distintas a la violencia, así sea ella la del derecho penal, es
decir, que se piense que el derecho penal es el último recurso que debe
utilizar una sociedad, cuando ya ha ensayado otras vías, diferentes a la
penal, y no seguir utilizando el derecho como la primera y, a veces, la
única respuesta que se ofrece para los problemas que tenemos y los que,
seguramente, planteará el posconflicto.
Algunos diagnósticos sobre la justicia penal
colombiana
La justicia penal colombiana ha sido utilizada como uno más de los
instrumentos o de las armas del Estado colombiano, en el conflicto con la
subversión; inclusive mucho antes de la época que se fija como comien-
zo del conflicto con las Farc-Ep.
Todo sabemos que el estado colombiano utilizó el mecanismo del
estado de sitio, desde el siglo XIX, con el fin de enfrentar a sus opositores
y, obviamente, para poder tomar medidas excepcionales contra ellos.
Esta es un uso que, de acuerdo con Lina Adarve, en su tesis doctoral
Gobernar, reformar y encarcelar: la construcción del orden en Colombia,
1888-1910, todavía sin publicar, ya se encuentra en la famosa ley de los
caballos, cuando pretextando un ataque de un loco a unos semovientes,
se expidió la Ley 61 de 1888, que permitía ejercer la censura de prensa,
la encarcelación y el destierro de muchos opositores a la Regeneración.
Más recientemente, en el período comprendido entre 1948 y 1991,
Colombia pasó treinta y cuatro años de ese período en estado de si-
tio, lo que permitía al ejecutivo suspender el código penal ordinario y
dictar medidas para combatir a los opositores del régimen e inclusive,
para tratar de una manera especial cierta clase de delincuencia común,
como el narcotráfico. Esta respuesta de excepción parte del supuesto
que toda la conflictividad política, social y económica se puede reducir
a una problema de orden público y que usando la represión militar y
judicial, era posible controlarlo —salvo en las ocasiones en que se acudió
a la negociación política—, desconociendo que ese conflicto era apenas
la manifestación de algo mucho más complejo que un simple fenómeno
criminal, como lo han mostrado algunos de los informes de la Comisión
Histórica del Conflicto (2015)1
.
Por otro lado, en un estudio sobre el período comprendido entre
1948 a 1966, la legislación que se dictó en virtud de las facultades que le
concedía al presidente la declaratoria del estado de sitio, Gustavo Emilio
Cote Barco lo ha caracterizado como un “derecho penal de enemigo”
(2010). A pesar de que este término de derecho penal del enemigo2
se
ha reintroducido en la literatura penal, en la década de los ochenta del
siglo pasado, a raíz de los aportes del autor alemán Gunter Jakobs, Cote
Barco, demuestra con toda claridad que durante ese período se aplicó
en Colombia.
...el derecho penal
es el último recurso
que debe utilizar una
sociedad, cuando ya
ha ensayado otras
vías, diferentes
a la penal, y no
seguir utilizando
el derecho como la
primera y, a veces,
la única respuesta
que se ofrece para
los problemas
que tenemos y los
que, seguramente,
planteará el
posconflicto.
10. 9
Cuando hoy en día se pretende caracterizar el derecho penal de ene-
migo, encontramos una inmensa concordancia con el derecho penal
que se dictó en Colombia para el período llamado de La Violencia, con
mayúsculas, que fue el que estudió Cote Barco, porque se juzgó a un
grupo de personas y de delitos, con un procedimiento especial y con
unos jueces especiales (la justicia penal militar); se les aplicaron otros
términos procesales diferentes a los ordinarios, unos regímenes sobre
detención y ejecución de la pena, también diferentes. Un símbolo de
esa justicia de enemigo, fue la prisión que se estableció en la Isla de
Gorgona. De acuerdo con el artículo 28 de la Constitución de 1886, el
gobierno podría ordenar la retención y la incomunicación de personas,
hasta por diez días. Como es sabido, ese período de aislamiento total del
detenido propició la realización de toda clase de abusos y arbitrarieda-
des, incluidas en no pocos casos, torturas.
Si bien es cierto que mediante la sentencia de la Corte Suprema de
Justicia del 5 de mayo de 1987, se declaró inconstitucional la posibilidad
de que los militares pudieran juzgar a civiles, de hecho la práctica con-
tinúo con otras modalidades, creando una justicia penal paralela, cons-
tituida no sólo por unos funcionarios especiales, diferentes de los jueces
ordinarios, sino también creando unas reglas diferentes, tanto procesales
como sustantivas. Unos verdaderos códigos paralelos, que negaban las
más elementales garantías procesales dentro de un Estado de Derecho.
Y así se pasó de la justicia penal militar a la justicia de orden público, de
ésta a la jurisdicción especializada y de ahí, a la normalización de gran
parte de las medidas tomadas en virtud de las facultades extraordinarias
derivadas de los estados de excepción.
Esto muestra una tendencia bastante marcada en la legislación penal
colombiana, que consiste en acatar formalmente las decisiones judicia-
les, para eludirlas materialmente. Frente a la decisión de quien en ese
momento era el órgano de control constitucional, lo que se hizo no fue
acatar la sentencia y, por tanto, devolverle la competencia a la justicia
ordinaria, de la cual habían sido sustraídos esos juzgamientos, sino crear
un sistema paralelo, que en gran parte la reemplazaba3
.
La continuación de la excepción
El estudio de Cote Barco se detiene en 1996, pero eso no quiere decir
que las prácticas que se habían instaurado no sigan existiendo. Manuel
Iturralde, en su libro Castigo, liberalismo autoritario y justicia penal de
excepción ha documentado cómo esas prácticas han continuado, hasta
ahora, con ligeras variaciones. Y de hecho, muestra las continuidades
que han existido entre la justicia penal militar, la jurisdicción de orden
público y la jurisdicción especializada.
La respuesta en la Constitución de 1991 y la
normalización de la excepción
Ni siquiera con la Constitución de 1991 se produce una variación
importante, porque el artículo 8º transitorio de la Constitución permitió
que las normas y las instituciones procesales que se habían creado en
Conflicto y Paz
Si bien es cierto
que mediante la
sentencia de la Corte
Suprema de Justicia
del 5 de mayo de
1987, se declaró
inconstitucional
la posibilidad de
que los militares
pudieran juzgar
a civiles, de
hecho la práctica
continúo con otras
modalidades,
creando una justicia
penal paralela,
constituida no
sólo por unos
funcionarios
especiales,
diferentes de los
jueces ordinarios,
sino también
creando unas reglas
diferentes, tanto
procesales como
sustantivas.
11. 10
virtud del estado de sitio, conservaran su validez, siempre y cuando la
comisión legislativa especial, creada por la constituyente, no las impro-
bara. Este fue el mecanismo mediante el cual el estado de sitio ingresó
en la Constitución de 1991, sin solución de continuidad, pero ya con
apariencias de normalización. A este fenómeno lo han llamado William
Fredy Pérez Toros y otros (1997) una “constitución de emergencia”.
Es claro, entonces, que nuestro sistema penal ha recorrido el camino
de instaurar algunas prácticas y algunas instituciones como excepciona-
les, para luego ser normalizadas. Se podrían citas varios ejemplos:
1) A pesar de que hoy cada vez se utilizan los estados de excepción,
los últimos que decretó el gobierno de Uribe fueron posteriormente con-
vertidos en legislación permanente, como por ejemplo, la Ley 1453 de
2010, que convirtió en legislación normal decretos dictados para conju-
rar un momento especialmente crítico en el sistema de salud.
2) Ya no existe una jurisdicción especializada, pero se ha introduci-
do en el código de procedimiento una categoría especial de jueces, los
jueces especializados de circuito, que son competentes para conocer de
ciertos delitos, precisamente aquellos que son nucleares en un derecho
penal del enemigo y que, además, se rigen por normas procedimentales
diferentes; los imputados tienen un tratamiento procesal diferente frente
a su libertad (la única medida de aseguramiento aplicable es la detención
preventiva) y, además, normalmente implica un tratamiento penitencia-
rio mucho más riguroso, desprovisto de casi cualquier beneficio por tra-
bajo o estudio.
3) Algunas medidas, que en su momento se consideraron excepcio-
nales y se justificaban como el único recurso que le quedaba al Estado
para poder doblegar la delincuencia, como los beneficios por entrega,
suministrar información y la confesión, en términos generales, el derecho
penal premial, se han convertido en el eje estructural del sistema penal
acusatorio, es decir, ya son medidas completamente normalizadas.
Algunas dificultades para pensar en el futuro de
la cuestión penal colombiana. Algunos factores
epistemológicos. Algunos factores políticos
Probablemente una de las dificultades mayores que tiene la posibili-
dad de pensar en una solución a los asuntos del sistema penal colom-
biano es todo el saber penal acumulado en el ámbito internacional. Es
sabido que los países han perdido gran parte de su soberanía para di-
señar autónomamente sus sistemas penales. Esto se produce por varios
caminos. Uno de ellos son los tratados internacionales que en los años
siguientes a la Segunda Guerra Mundial consagraban básicamente dere-
chos y garantías para las personas, pero de un tiempo para acá, proba-
blemente a partir de la década del 80 del siglo pasado, se hacen con el
fin de imponer a los estados deberes de criminalización y de punición.
El hecho de que los acuerdos de La Habana se sustenten en esos trata-
dos y convenios, y sobre todo en las obligaciones del Estado de no dejar
impune algunos delitos, es una prueba de esa pérdida de soberanía y de
esa imposibilidad subsiguiente de diseñar libremente sus sistemas pena-
Ese mal
entendimiento del
papel de las víctimas,
ha implicado
una involución
en muchas de las
garantías penales
como la relajación
del principio
de legalidad, la
relativización
del principio del
non bis in idem,
la ampliación
punitivista de la
acción de revisión
de sentencias
absolutorias.
12. 11
les, porque los estándares internacionales se imponen cada vez de una
manera más perentoria.
Pero hay otros mecanismos que seguramente operan de una manera
más sutil, pero no por ello menos efectiva, y son limitaciones que se po-
drían denominar las condiciones del saber jurídico penal actual.
En los tres grandes campos en los que actualmente se divide el saber
jurídico penal, como son las dogmática penal, la criminología y la política
criminal, podríamos decir que están padeciendo una reorganización que
se podría diagnosticar de la siguiente manera: una prevalencia notoria
de la política criminal, un desprecio casi absoluto sobre la teorización en
criminología y una instrumentalización del derecho penal a nombre de
la eficiencia y la eficacia en la lucha contra la criminalidad.
En materia de criminología se ha venido imponiendo una visión hi-
perpragmática sobre la cuestión penal, que abandona todas las preocu-
paciones teóricas para la explicación de la criminalidad. Algunos autores
que han contribuido a formular la “prevención situacional” han puntuali-
zado “[que] la Criminología podría limitarse a hacer extensivo al fenóme-
no criminal dicho análisis (economic choice) prescindiendo, sin más, de
las teorías convencionales de la anomia, la frustración, la herencia, etc.”
(García- Pablos de Molina, 1999: 263).
Como se sabe, la prevención situacional, más que una teoría sobre la
criminalidad, consiste básicamente en la formulación de unas técnicas
para el control del delito, como las ventanas rotas, la tolerancia cero, la cri-
minología actuarial, que parten del supuesto de que es inútil preguntarse
por los causas mediatas de la delincuencia y pretenden reducir todas las
preocupaciones a minimizar las posibilidades para que esta no tenga lugar.
Recientemente estas perspectivas se han agrupado para proponer
la creación de una ciencia del delito diferente de la criminología
(…). De acuerdo con sus proponentes, que tienen su exponente
institucional más claro en el Jill Dando Institute of Security and
Crime Science (University College London), la ciencia del deli-
to es una nueva disciplina de la delincuencia y el desorden. En
particular, aspira a adoptar los esquemas y valores de las ciencias
naturales para la prevención y detección del delito. Se propone
así, como hemos visto, una suerte de ruptura de la criminología
en cuanto presta menos atención a cuestiones de justicia penal a
favor de intervenciones sobre las prácticas cotidianas que gene-
ran delincuencia; centra su interés en eventos delictivos (cómo se
producen) en lugar de enfocarse en cuestiones sobre la motiva-
ción y culpabilidad de los delincuentes, es decididamente prag-
mática y está dispuesta a “sacrificar un poco de rigor académico
a favor de poner un mayor acento en lo práctico e inmediato
(…); y aspira a contar con colaboraciones multidisciplinarias ( in-
geniería, diseño, geografía, informática, etc.) a la hora de pensar
y desarrollar soluciones prácticas contra la delincuencia (Medina
Ariza, 2011: 337).
Estas teorías, en nuestro medio, se recepcionan a partir de la idea de
que la principal preocupación de las autoridades deben ser las políticas
de seguridad, y por eso no es extraño que el alcalde de Medellín, Fede-
Lo que explica la
justicia transicional
no es una tensión
entre la justicia y la
paz, sino una tensión
entre la política
y el derecho.
Conflicto y Paz
13. 12
rico Gutiérrez, se queje ante los medios de comunicación porque, según
él, el Presidente de la República le ha dedicado demasiado tiempo a la
paz y ha descuidado la seguridad.
En cuanto a la política criminal, se ha ido elaborando una visión tam-
bién demasiado pragmática, orientada por criterios meramente econó-
micos y de managerismo. Como lo dice Gary Becker, se busca “[…] que
la finalidad real de cada procedimiento es evaluar el coste del daño oca-
sionado por el imputado, y no metas retributivas ni preventivas” (Serrano
Maíllo, 2003: 263).
Y en el derecho penal, todo el ambiente nacional e internacional ha
ido generando una pérdida notoria de las garantías penales, que tenden-
cialmente, como dice David Garland, podría conducir a mirar el proceso
penal como una operación de suma cero, porque cualquier garantía o
derecho que se le reconozca al imputado, se considera un ataque a la
dignidad de la víctima. “Toda atención inapropiada de los derechos o del
bienestar del delincuente se considera como algo que va en contra de
la justa medida de respeto por las víctimas. Se asume un juego político
de suma cero, en el que lo que el delincuente gana lo pierde la víctima
y estar «de parte» de las víctimas automáticamente significa ser duro con
los delincuentes”. (Garland, 2005, pág. 45).
Este fenómeno, que podría caracterizarse como el resurgimiento de la
víctima, algunos han saludado diciendo que si el siglo XX fue el siglo del
delincuente, el siglo XXI será el siglo de las víctimas. Esta centralidad discur-
siva sobre las víctimas rara vez se concreta en una respuesta adecuada a sus
intereses y más bien obedece a una instrumentalización de ella para legi-
timar un sistema penal fuertemente endurecido y en creciente expansión.
Ese mal entendimiento del papel de las víctimas, ha implicado una
involución en muchas de las garantías penales como la relajación del
principio de legalidad, la relativización del principio del non bis in idem,
la ampliación punitivista de la acción de revisión de sentencias abso-
lutorias, garantías cuya disminución es muy preocupante, si queremos
pensar en un derecho penal para una sociedad que pretende construir la
paz y no para seguir ejerciendo violencia irracional sobre unos pocos, a
nombre de la sociedad entera.
Un efecto bastante preocupante de ese interés por las víctimas que,
como decía, en la mayor parte de los casos implica una simple instru-
mentalización de sus intereses y de sus deseos, se puede apreciar en
una tendencia que es particularmente fuerte en la jurisprudencia co-
lombiana, que ha asumido que los objetivos de un esquema de justicia
transicional (verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición) se
predican de cualquier proceso penal, con lo cual se deteriora gravemen-
te una justicia penal garantista y se banaliza la justicia transicional porque
implica la superposición de dos planos muy diferentes.
La justicia penal ordinaria es un instrumento para determinar la res-
ponsabilidad de una persona en la comisión de un delito. Es una función
permanente y constante en cualquier sociedad. En cambio la justicia tran-
sicional es un mecanismo por medio del cual las sociedades pretenden
resolver graves conflictos que implican la violación masiva de derechos
La justicia penal
ordinaria es un
instrumento para
determinar la
responsabilidad
de una persona
en la comisión de
un delito. Es una
función permanente
y constante en
cualquier sociedad.
En cambio la justicia
transicional es un
mecanismo por
medio del cual
las sociedades
pretenden resolver
graves conflictos
que implican la
violación masiva de
derechos humanos y
tiene esos propósitos
pero, además, debe
contribuir a la
reconciliación de
la sociedad
como un todo.
14. 13
humanos y tiene esos propósitos pero, además, debe contribuir a la re-
conciliación de la sociedad como un todo. Mientras la justicia transicional
enfoque el conflicto como un fenómeno colectivo que exige, sobre todo,
medidas generales, como reformas institucionales y sociales, estableci-
miento de las verdades sobre el conflicto, medidas de reparación y, sobre
todo, garantías de no repetición, para la justicia ordinaria, su mayor desa-
fío es poder establecer la responsabilidad de la persona en unos hechos.
Y, por tanto, creo que es imprescindible que se acote debidamente
el campo de acción de la justicia ordinaria frente la justicia transicional,
porque de lo contrario incurriremos en confusiones, que no benefician
ni a la una ni a la otra, como se ha visto recientemente en las discusiones
sobre el plebiscito, cuando muchos sectores rechazaron el acuerdo por-
que no era suficientemente retributivo, como si estuviéramos hablando
de la justicia ordinaria, donde un fin de la pena puede válidamente ser
la retribución, pero no para la justicia transicional, que tiene otros pro-
pósitos. Lo que explica la justicia transicional no es una tensión entre la
justicia y la paz, sino una tensión entre la política y el derecho.
Una reflexión final: qué nos enseña el acuerdo de
La Habana. Un punto de partida para una reflexión
sobre nuestro sistema penal
El acuerdo de La Habana establece que aquellas personas que han
cometido graves delitos y que no reconozcan su responsabilidad ni con-
tribuyan con la verdad, tendrán un tratamiento punitivo de corte típica-
mente retributivo:
Las sanciones ordinarias que se impondrán cuando no existe re-
conocimiento de verdad y responsabilidad, cumplirán las funcio-
nes previstas en las normas penales, sin perjuicio de que se ob-
tengan redenciones de libertad, siempre y cuando el condenado
se comprometa a contribuir con su resocialización del trabajo,
capacitación o estudio durante el tiempo que permanezca priva-
do de la libertad. En todo caso la privación efectiva de libertad no
será inferior a 15 años ni superior a 20 en el caso de conductas
muy graves. El período máximo de cumplimiento de sanciones
ordinarias, por la totalidad de las sanciones impuestas, incluidos
los concursos de delitos, será de 20 años”4
Este aparte del Acuerdo, puede inducir a un saludable cuestionamiento
sobre el sistema penal colombiano. Si a las personas que no se han acogido
al Tribunal para la Paz y, por tanto, no han aceptado su responsabilidad,
no han contribuido a la verdad ni están dispuestas a reparar a las víctimas,
debe aplicárseles una sanción privativa de la libertad hasta por veinte años,
con un criterio evidentemente retributivo. ¿Con qué argumentos podría el
sistema penal seguir manteniendo penas hasta de sesenta años, para otros
delitos, algunos de ellos sin la gravedad y las repercusiones sociales que
tienen algunos de los que va a juzgar el Tribunal para la Paz?
¿Cuándo nos vamos a tomar en serio las distintas sentencias de la Cor-
te Constitucional, que ha declarado un estado de cosas inconstitucional
en nuestro sistema penitenciario y hasta cuándo vamos a seguir dilatan-
do el establecimiento de unas condiciones mediamente aceptables en
...la mejor política
criminal es una
buena política social
y una buena política
social ha demostrado
que es mejor garante
de la paz, que un
duro sistema
penal.
Conflicto y Paz
15. 14
nuestros establecimientos carcelarios, con el evasivo argumento de que se van
a construir más cárceles, que obviamente, mientras mantengamos el mismo
sistema penal, se sobresaturaran, apenas sean abiertas?
¿Cuándo por lo menos vamos a tener claridad acerca de para qué castiga-
mos o, al contrario, vamos a seguir fingiendo que tenemos un sistema, del cual
no se sabe si castiga la gravedad del delito, la personalidad del delincuente o
la mayor o menor colaboración que el imputado le ofrezca a la administración
de justicia?
Mientras el sistema penal no responda con coherencia a estas preguntas,
mientras sigamos pensando que la respuesta a la criminalidad se satisface con
meras políticas de seguridad y sigamos ignorando las enseñanzas de la una lar-
ga tradición criminológica, que nos enseñó que la criminalidad es un complejo
problema social, político y económico, que no se podrá solucionar con meras
medidas policivas y judiciales, el sistema penal colombiano seguirá siendo un
obstáculo serio para la paz.
Para terminar tal vez habría que evocar, seguramente de manera ingenua,
para los tiempos que corren, aquella enseñanza de los viejos maestros críticos:
la mejor política criminal es una buena política social y una buena política so-
cial ha demostrado que es mejor garante de la paz, que un duro sistema penal.
Notas
1. De hecho, de acuerdo
con ¡Basta Ya! publicado
por el Centro de Memoria
Historia, antes de 1987, la
justicia penal militar lle-
gó a conocer el treinta por
ciento de los tipos consa-
grados en el código penal.
2. Una descripción del
derecho penal del enemigo
podría ser esta: Característi-
cas que distinguen al “Dere-
cho penal” del enemigo: (a) La
flexibilización del principio
de legalidad (descripción
vaga de los delitos y las
penas; (b) la inobservancia
de principios básicos como
el de ofensividad, de exte-
riorización del hecho, de la
imputación objetiva, etc.;
(c) aumento desproporcio-
nado de las penas; (d) crea-
ción artificial de nuevos
delitos (delitos sin bienes
jurídicos definidos); (e) en-
durecimiento sin causa de
la ejecución penal; (f) an-
ticipación exagerada de la
tutela penal; (g) limitación
de los derechos y las garan-
tías procedimentales y fun-
damentales; (h) concesión
de premios al enemigo que
se muestra fiel al derecho
(se premia ser delator, un
colaborador etc.); (i) flexibi-
lización de la prisión provi-
sional (acción controlada);
(j) infiltración descontro-
lada de agentes policiales;
(k) uso y abuso de medidas
preventivas y cautelares
(escuchas telefónicas sin
justa causa, quiebra de si-
gilos no fundamentados en
contra de la ley; (l) medidas
penales dirigidas contra
quien ejerce una actividad
lícita (bancos, abogados,
joyeros, etc.). (Gomez &
Bianchini, 2006)
3. Igual conducta se
observó cuando la Cor-
te Constitucional declaró
inexequible la ley de pe-
queñas causas (Ley 1153
de 2007), porque la encon-
tró inexequible y, entonces,
se procedió a reformar la
Constitución para que tu-
viera cabido el proyecto ya
rechazado.
4. Acuerdo final para la
terminación del conflicto y
la construcción de una paz
estable y duradera, versión
del 12 de noviembre de
2016, página 165. Sin resal-
to en el original.
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tado de derecho y sistema
penal. Medellín: Biblioteca
Jurídica Diké, Universidad
de Antioquia, Instituto de
Estudios Políticos.
*
Versión escrita de la in-
tervención del autor en el
foro “Dilemas de la justicia
penal en el proceso de paz”,
organizado por la Universi-
dad de Antioquia y celebra-
do el 1°. de diciembre de
2016, en Medellín.
**
Profesor de la Facultad
de Derecho y Ciencias Po-
líticas de la Universidad de
Antioquia.
16. 15
Justicia transicional derrotada*
N
o paramos de vivir transiciones. En la mayoría de los
casos no acertamos siquiera a saber cuándo ocurrie-
ron: ¿A qué hora se formó este enjambre de interac-
ciones virtuales y se hicieron “amables” este montón
de aparatos digitales? ¿Cuándo fue que este vértigo y
confinamiento urbanos significaron “el triunfo de las
ciudades”? (E. Glaeser) ¿En qué momento exactamente los espacios pú-
blicos dejaron tan radicalmente de ser regulados por agentes públicos?
¿Desde cuándo el mercado tomó tantos pedazos nuestros y tantas par-
celas sociales que creíamos intocables? ¿Cuándo fue que el riesgo o la
inseguridad hicieron sociabilidades que antes urdíamos sobre la base de
subjetividades tan distintas?
¿Cómo es que ocurrió todo eso tan impunemente y por qué reco-
nocemos esos cambios apenas de tumbo en tumbo, una vez producen
estragos en nuestras vidas, en la cultura, en el medio ambiente?
No paramos de vivir transiciones. Unas de ese tipo, silenciosas y ex-
traordinariamente económicas, políticamente rentables. A bajo costo
para quienes las presionan o usufructúan, quiero decir. Pero hay otro tipo
de transiciones menos sofisticadas, de una tecnología política mucho
más tosca. Su prototipo son los cambios súbitos en las formas de organi-
zación, distribución o ejercicio del poder político. Estas transiciones tie-
nen varias características: primero, se suelen concentrar simbólicamente
en un acontecimiento. Segundo, permiten una mayor exposición de las
visiones del mundo prevalecientes en una sociedad, y una exhibición
Por William F. Pérez**
Conflicto y Paz
17. 16
directa del talante de los liderazgos políticos, de sus
intereses y de su fuerza. Tercero, en los momentos
más cercanos al acontecimiento que le da identi-
dad a la transición, se puede ver fácilmente cómo se
agrupan aquellas visiones; y cómo muchas de ellas
sucumben a la tentadora creencia de que polarizar
intensamente a la sociedad es rentable (Véase: J. Vi-
llalobos, 2016, mayo 23). Cuarto, también conviene
decirlo, la tarea de los observadores y opinadores de
la política es más cómoda; es como si súbitamente se
abriera ante ellos, de par en par, una ventana que da
a la plaza mayor en la cual están todos los actores;
un foro súbito donde se cuentan todas las historias
que aquellos “analistas” siempre trataron de juntar.
Y quinto, estos acontecimientos que signan la tran-
sición concitan la participación de los ciudadanos.
Son transiciones estas marcadas por un acto de-
liberadamente promovido por fuerzas políticas ma-
yoritarias (como la Asamblea Nacional Constituyente
de 1991 en Colombia, por ejemplo); aunque tam-
bién pueden estar marcadas por un acontecimiento
no previsto (como los hechos ocurridos en Nueva
York el 11 de septiembre de 2001). Acontecimien-
tos, en fin, que signan transiciones y que propician
un intenso enjuiciamiento de lo que ocurrió antes
del evento y de lo que se dice que ocurrirá después
de él.
Una transición de este tipo es la que se resume
en el más reciente proceso de negociaciones de un
grupo insurgente con el gobierno del Estado colom-
biano, es decir, entre dos enemigos históricos (la ins-
titucionalidad colombiana y las Farc-EP) cuyo enfren-
tamiento ha tenido un impacto inobjetable en la vida
de millones de personas. La instalación de la mesa,
la participación de las víctimas, el trabajo de acadé-
micos y comisiones, las crisis que se superaron, los
acuerdos, la legislación preparatoria expedida por el
Congreso y el mecanismo de refrendación, son todos
pedazos de ese acontecimiento que sintetiza el paso
de un estado de cosas a otro. Y lo digo así, en ese
tiempo tan presente, porque sospecho que “salga lo
que salga” de este atolladero en el que estamos, ya
muchas cosas en el orden político colombiano no se-
rán lo mismo. Es la ventaja del acontecimiento. Que
es tan visible como inamovible. Ahí seguirán esos
hechos alumbrando actitudes, proyectos, reflexiones
individuales y acciones colectivas.
Decía que una de aquellas características —y una
ventaja— de la transición es que en el acontecimien-
to las opiniones se excitan, son menos sutiles o me-
nos solapadas. Pero también hay que decir que en
esas mismas circunstancias, muchas opiniones reve-
lan una desesperación correlativa a la proximidad de
la consumación del acontecimiento. Cada vez más
esas opiniones no solo se ordenan claramente en-
tre adeptos y opositores (lo cual puede ser deseable
para la construcción de una democracia), sino que
tratan de inducir una polarización no meditada (lo
cual es francamente indeseable en una democracia
en construcción). De hecho, el primer truco consis-
te en fundir los contenidos de la transición con sus
protagonistas.
Es lo que ocurre cuando se funden el rechazo a
lo pactado (en términos generales) y la negación de
quienes pactan (en términos específicos). Por eso al-
gunos de los influyentes ciudadanos y funcionarios
públicos que hicieron parte de la oposición a los
acuerdos, terminaron por sugerir que en la mesa de
La Habana había solo una parte. El jefe de Estado
sería un comandante insurgente camuflado durante
años o infiltrado en gobiernos pasados; un comunis-
ta, un peón cubano o un agente del castrochavismo.
Por supuesto, no hay que ser gobiernista para dedu-
cir que si la alusión es a Juan Manuel Santos, a los
viejos conocidos del partido liberal o a la dirigencia
conservadora que ha pasado por su gabinete, ese
cargo es insostenible.
Aquel cargo, además, es curioso y da cuenta del
talante de la polarización y de la personalización del
acontecimiento. La acusación tiene la misma textura
de la que se formulaba hace una década al líder de
los opositores a los acuerdos. La negociación que él
condujo en la primera mitad de 2000 con grupos
paramilitares, decían algunos opositores en la época,
carecía de sentido. En esa mesa no había diferencias,
contendientes, intercambios ni compromisos exigi-
bles. No había, en rigor, partes. Es lo que decían.
Así que, según aquellos que rechazan el acuerdo,
en La Habana no se habrían sentado legítimamente
las autoridades de un Estado, ni esa autoridad habría
llegado legítimamente a unos acuerdos, ni el acuer-
do se habría logrado con un grupo que ha negado
históricamente el régimen estatal, ha combatido a
sus autoridades y ha desconocido la soberanía de
ese Estado. Es decir que, de una parte, no se ha-
bría sentado a la mesa un no jugador (Orozco, 1992)
como las Farc, sino un jugador tramposo (compara-
ble, según dicen, con el Chapo Guzmán); y de otra
18. 17
parte, allí no habría concurrido un gobierno sino un
irreconocible mandatario (un “traidor”, dicen). Ade-
más, el respaldo de cientos de gobiernos sería cínico
(incluyendo el de EEUU), y todas las organizaciones
y autoridades internacionales (incluida la ONU) se-
rían entrometidas, torpes y equivocadas.
Menos mal que el bloqueo del acuerdo ha servido
siquiera para que se reconozca la legitimidad del jefe
de Estado colombiano: hoy mismo la oposición le
reclama que, como presidente del gobierno, asuma
su responsabilidad y saque al país del embrollo en
el cual quedó varado. Menos mal que se reconoce
ahora que, del otro lado de la mesa, hay un enemigo
con algún estatus: hoy mismo se le exige a la insur-
gencia que mantenga el cese
al fuego (el mismo que hace
apenas unos días fue consi-
derado ofensivo, indigno y
arrogante por aquellos mismos
críticos de los acuerdos). Me-
nos mal que a la comunidad
internacional se la menciona
ya sin rabia, ni desprecio; y se
la convoca urgentemente para
que salve la paz.
No para que salve aquella
paz maldecida de los acuer-
dos, sino La Paz. Porque todo hay que decirlo, la
oposición ha sido insistente y clara en su postu-
ra: “Estamos de acuerdo, anhelamos, buscamos,
amamos la paz. Pero no ésta paz”. Aunque pare-
ce comprensible, ese aserto implica realmente una
afirmación condicionada equivalente “Nosotros
consideramos indeseable, detestamos, aborrecemos
la guerra. Pero no esta guerra”. Como decía Estanis-
lao Zuleta, “hielo frito”.
Yo creo que muchos defensores del “sí” captaron
esa paradoja y fueron a las urnas con una actitud
atenta, crítica y honesta. Supieron que una transición
es compleja. Pretendieron apurarse, primero, a pre-
sionar el paso de unas formas extremas de tramitar
pretensiones incompatibles (la guerra y la violencia),
a otras formas de transar, resistir, impugnar, disputar,
distribuir o ejercer el poder político (las prácticas de-
mocráticas). Y segundo, tuvieron esperanza en que
se abriera una oportunidad para ir hacia una socie-
dad menos desigual y atrabiliaria. Y pienso que en
eso seguirán insistiendo cada vez con más fuerza;
no digo las guerrillas que de suyo lo harán, sino la
gente que no quiere reeditar el pasado, ni el pasado
del pasado. Es la ventaja de la memoria del aconteci-
miento, como decía al comienzo.
Finalmente, no me parece ajustado a los hechos
que se suponga que el “no” ha derrotado a unos cas-
trochavistas, ingenuos, borregos o comunistas nostál-
gicos. Aunque sí me parece preciso que se diga que
los defensores del “sí” han perdido en la contienda
electoral de un plebiscito y que, con ello, la justicia
transicional que tenían en mente ha quedado sin vi-
gencia formal (en el orden interno, y por lo pronto).
De esa justicia transicional que ha sido frustrada,
hago a continuación algunos apuntes. Al fin y al cabo
es el tema que nos convocaba esta tarde.
1. La justicia transicional es distinta de la justi-
cia tradicional que de ordinario funciona en una
sociedad. Y es así, no porque a alguien se le haya
ocurrido inventarse esa distinción, sino porque la di-
ferencia es verificable donde quiera que esa justicia
ha funcionado. Aún más, la expresión justicia transi-
cional sólo tiene sentido por su contrastación con la
justicia tradicional.
Esta diferencia elemental, sin embargo, ha sido la
base de ruidosas, grandilocuentes o escandalosas de-
nuncias: “se está formando un sistema extraordinario
de justicia”; “se está diseñando una justicia parale-
la”; “se van a aplicar principios distintos de la admi-
nistración de justicia dispuestos en la Constitución
Nacional”, etc.
Para volver a la metáfora, apuntar contra la justicia
transicional con esas consignas es como denunciar
un cubo de hielo ¡por congelado! Pero aunque pa-
rezca increíble, hay casos en los cuales ese tipo de
denuncias ha logrado minar el apoyo a la idea de la
justicia transicional.
La justicia transicional exige responsabilidades.
La justicia transicional es un camino distinto
de la victoria militar para ir de un estado de
confrontación bélica a una situación no bélica,
por supuesto con el consentimiento
de quienes han estado enfrentados.
Conflicto y Paz
19. 18
2. La justicia transicional es un fenómeno que se
toca, se ve, se mueve y gasta energías. Se la pue-
de constatar, en últimas, en un complejo institucio-
nal (comités, comisiones, jueces, edificios, salarios) y
normativo (reglas sobre competencias, procedimien-
tos, testimonios, penas) que produce efectos (inves-
tigaciones, imputaciones, sentencias condenatorias)
sobre personas (responsables, autores, coautores, au-
xiliadores). Esa obviedad, sin embargo, ha sido con-
vertida en denuncias del tipo “por ahí están diseñan-
do un aparato en el que hay que gastar un montón de
plata”, “lo que no le dicen al país es que en la justicia
transicional hay que invertir cuantiosos recursos”, etc.
Aunque parezca sorprendente, y pese a que hasta la
justicia divina cuesta un jurgo de plata, hay socieda-
des donde aquellas “críticas” calan. Calaron.
3. La justicia transicional es un mecanismo de
desbloqueo institucional y social en realidades en
las cuales se presentan situaciones intensas y perdu-
rables de violencia organizada, es decir, de violencia
desplegada por grupos o ejércitos armados, jerarqui-
zados, que ocupan territorios y regentan sistemas de
órdenes respaldadas por amenazas; grupos o ejérci-
tos que se desautorizan recíprocamente como po-
seedores de un justo título para ejercer el poder po-
lítico o que se denuncian entre sí como responsables
de un ejercicio ilegal del poder político.
Hay sociedades en las cuales, no obstante, la sim-
ple descripción de esa situación suele ser censura-
da por “igualadora”, “exagerada” o “ideologizada”.
Aunque parezca extraño, ese motivo ha hecho que
muchas personas consideren indeseable la justicia
transicional. E indeseables a sus defensores.
4. La justicia transicional es transicional. Se usa
sobre todo cuando las sociedades quieren o admiten
que se produzca el paso de un estado de cosas a
otro. A veces, de una dictadura a una democracia;
a veces de una situación de guerra a una situación
sin confrontación bélica. Como se ve, no cualquier
transición social es susceptible de ser facilitada por la
justicia transicional. No se enjuicia en un tribunal de
transición a los responsables de un modelo económi-
co, de un modelo de explotación de recursos natura-
les, de un modelo de salud pública, por más escan-
daloso que fuera el balance de los daños producidos.
Estas son transiciones casi naturalmente impunes.
Pero aunque suene raro en medio de esas transfor-
maciones a veces desastrosas y de esas impunidades,
hay sociedades que han considerado inadmisible un
“alivio judicial” que
permita superar un
pasado de vulneración
masiva de derechos
humanos, destrucción
y muerte violenta.
5. La justicia tran-
sicional exige res-
ponsabilidades. La
justicia transicional es
un camino distinto de
la victoria militar para
ir de un estado de
confrontación bélica a
una situación no béli-
ca, por supuesto con
el consentimiento de
quienes han estado enfrentados. Pero si las partes
de un conflicto armado solo se comprometen con
la irrresponsabilidad, el perdón recíproco, el silencio
y el olvido de lo ocurrido, entonces no tiene signifi-
cado la justicia transicional. No son necesarios sus
mecanismos.
Es lo que mantenía en alerta a la División de las
Américas de Human Rights Watch. De una parte,
porque “las sanciones alternativas” para la guerrilla,
ha dicho, pueden estar “plagadas de vacíos y ambi-
güedades que pueden tornarlas en sanciones mera-
mente nominales”. Pero además, en palabras de su
vocero más conocido, “la definición de responsabi-
lidad de mando incluida en el acuerdo” y “la exten-
La justicia transicional es refractaria a la impunidad,
es decir a la falta de investigación y decisión sobre la
responsabilidad de alguien. La sanción que se impone
a los responsables es por supuesto el componente
más visible de la justicia. Pero “la sanción” es, en
cualquier caso, un género que se compone de muy
diversas especies. Una de ellas es la restricción de
la libertad que, a su vez, comprende un
repertorio amplio de opciones.
20. 19
sión de los beneficios negociados en La Habana a los
agentes del estado” pueden impedir “la rendición de
cuentas por casos de «falsos positivos» (…). El acuer-
do con las FARC facilitaría que generales que se en-
cuentran bajo investigación por falsos positivos (…)
eviten cualquier castigo genuino” (Vivanco, 2016).
Pero aunque parezca extraño, no tenemos evi-
dencia de que todos esos oficiales de la fuerza públi-
ca hayan sido persuadidos por la idea de una justicia
transicional. O simplemente es un secreto, o habrá
que creer —y seguir lamentando— la vigencia de las
viejas palabras de Guillermo Valencia: “bella cosa es
la paz, pero nada vale sin el honor” (citado por Ló-
pez, 1990).
6. La justicia transicional es refractaria a la
impunidad, es decir a la falta de investigación y
decisión sobre la responsabilidad de alguien. La
sanción que se impone a los responsables es por su-
puesto el componente más visible de la justicia. Pero
“la sanción” es, en cualquier caso, un género que se
compone de muy diversas especies. Una de ellas es
la restricción de la libertad que, a su vez, comprende
un repertorio amplio de opciones. La la prisión es
una y, por cierto, puede tener formas de aplicación y
regímenes también diversos (arresto de fin de sema-
na, prisión suspendida, ejecución condicional, pri-
sión media, mínima, abierta, salidas periódicas, etc.).
Aún países como Colombia, que todavía usan in-
tensamente la prisión, tiene en su código penal 19
formas de sanción penal distintas de la cárcel (Reyes,
2016). Tal vez la justicia ordinaria esté aprendiendo
algo de la justicia transicional; es decir, que tal vez
pueda estar lentamente escapando de la sombra del
purgatorio o del infierno, y avance hacia sanciones
que combinen la solución de un problema, la com-
pensación de un daño, la investigación de un hecho,
la restauración y el repudio de un comportamiento
transgresor.
Es posible que ambas justicias capten las eviden-
cias acumuladas sobre la irracionalidad, los costos,
los efectos negativos o las paradojas de la cárcel: “En
términos de sus propios objetivos declarados, la pri-
sión en nada contribuye a nuestra sociedad y modo
de vida. Informe tras informe, estudio tras estudio,
decenas, cientos, miles, lo demuestran con claridad”
(Mathiesen, 1997).
En relación con el sentido de la cárcel en los pro-
cesos de transición, y específicamente en el caso del
proceso de negociación con las Farc, el experto en
reformas de sistemas de justicia criminal Chris Sto-
ne (2016, agosto 26), opinaba recientemente: “no
puede ser que la única alternativa a la amnistía o a
la impunidad sea la cárcel”. Pero aún más contun-
dente es la afirmación del reconocido jurista colom-
biano Fernando Londoño Hoyos, quien hace apenas
unos años calificaba de absurdo “un discurso en el
que lo principal es reaccionar contra el delincuente
con un dolor similar al que él produjo en la víctima”
(Londoño, 2003). Este exministro del gobierno de la
seguridad democrática en Colombia, sería inclusive
más franco y afirmaría que la pena privativa de la
libertad como respuesta exclusiva al delito “ha fraca-
sado” (Londoño, 2003). El profesor Plinio Apuleyo,
por su parte, enjuiciando el funcionamiento de la
justicia ordinaria colombiana, lamentaba hace unos
años la “triste y alarmante verdad” de que “en Co-
lombia a nadie se le niega un auto de detención”
(Apuleyo, 2008). Evidentemente tenían en mente la
cárcel, pero está claro que eran otros tiempos, otros
procesados y otros presos los que estaban a la vista.
7. La cárcel es pues el componente menos tran-
sicional de la justicia transicional. De hecho, cual-
quier proyecto de justicia transicional que considere a
la prisión como centro de su funcionamiento, no solo
puede frustrar sus propias condiciones de posibilidad
(desincentiva la voluntad de paz de las partes), sino
que termina relegitimando sistemas penales tradicio-
nales u ordinarios desprestigiados (González, 2007).
Así que es por muchas razones afortunado que
la prisión no ocupe un lugar central ni fatal para to-
dos los casos en la justicia transicional, pues la cárcel
es el mejor distractor para no intervenir un proble-
ma individual y, mucho más, para dejar intocados
problemas sociales. La cárcel, en efecto, estimula la
irresponsabilidad con las víctimas, eterniza el silen-
cio, propicia el distanciamiento, entrampa a las fami-
lias, da rentas electorales a candidatos sin más mérito
que el de prometer cupos carcelarios… La cárcel, a
los sumo, permite dejar constancia sobre “quién es
quién” (quién el soberano, quién el súbdito; quién
el desviado, quién el no desviado; quién el penado,
quién el castigador). Y para lograr esto, francamente,
hay formas más inteligentes de invertir los veinte mi-
llones de pesos que anualmente cuesta sostener un
preso en Colombia.
En realidades como las nuestras, aún el fin más
básico y primario del encierro penal es difícil de al-
Conflicto y Paz
21. 20
canzar cuando se trata de poderosos infractores. Al-
guien con mucha autoridad en esa y otras materias lo
recordaba recientemente. En declaraciones al New
York Times, Álvaro Uribe explicaba por qué fueron
extraditados a los Estados Unidos algunos paramilita-
res desmovilizados: “¿Por qué decidí hacer el envío?
Porque se iban a fugar de una cárcel, iban a ser lo mis-
mo de Pablo Escobar” (Uribe, 2016, septiembre 29).
Ni siquiera era posible neutralizarlos con el encierro;
la cárcel no garantizaba la no repetición.
8. La justicia transicional es una justicia que no
puede ser concebida sin que medien motivos irra-
cionales. Aunque es tan práctica en el sentido en
que permite resolver problemas, la justicia transicio-
nal requiere sin embargo de ciertas emociones: una
suficiente sensibilidad con respecto al sufrimiento
humano, una idea humanitaria más o menos fuerte
o un interés serio por la suerte de los demás. Por eso
la justicia transicional, en las condiciones adecuadas,
puede ser denostada exitosamente como absurda,
innecesaria, estorbosa, sensiblera o ridícula.
9. La justicia transicional es una justicia com-
promisoria. Sus mecanismos no están descritos en
textos sagrados, ni son dictados por la naturaleza.
Hay unas referencias básicas en el mundo del dere-
cho internacional, pero se trata de una justicia cuyos
procesos y alcances concretos se pactan en marcos
de referencia muy terrenales y en contextos cultura-
les y políticos precisos. Por eso, según se la diseñe,
ella puede ser más o menos integral, más o menos
conexa con intervenciones que refuercen la no repe-
tición, con acciones dirigidas a contrarrestar las razo-
nes de persistencia de la guerra.
Lo problemático es que así como esos mecanismos
“periféricos” refuerzan la hipótesis de una transición
exitosa, ellos mismos pueden ser el blanco de quie-
nes se oponen al acuerdo general para la superación
del pasado. Cualquier punto se vuelve central para
los opositores y puede dar al traste con los impulsos
transicionales. A veces porque esos puntos acorda-
dos, así sean inanes, son propicios para desinformar
(y ganar adeptos para la causa de la oposición); pero
a veces también porque algún mecanismo transicio-
nal específico amenaza realmente los intereses de
terceros que no protagonizan la negociación. Estos
son dos ejemplos de cada caso:
a) El acuerdo entre el gobierno colombiano y las
Farc consagra algunos mecanismos para intervenir la
difícil situación —histórica— de los campesinos co-
lombianos. Uno de esos mecanismos ha sido enjui-
ciado así por un exministro que se opone al proceso
de La Habana: “La visión del territorio rural que di-
mana del Acuerdo es producto de una concepción
marxista” (Botero, 2016). Sin embargo Santiago Perry
(2016, septiembre 26), un profesional bastante le-
jano de “influencias castrochavistas”, pone en evi-
dencia la falsedad de esa afirmación: “el enfoque
territorial del desarrollo rural que propone el acuer-
do, proviene de la estrategia que la Unión Europea
puso en marcha con significativo éxito desde finales
del siglo pasado y que simultáneamente en América
Latina desarrollaron los pioneros de la “nueva rurali-
dad”. Concepción que se ha venido imponiendo en
la mayoría de países del continente, independiente-
mente de las inclinaciones políticas de sus gobiernos.
En el caso colombiano, el antecedente más reciente
de esta concepción quedó expresado en el proyecto
de Ley de tierras y desarrollo rural, que un exministro
de Hacienda y de Agricultura conservador elaboró
durante el primer gobierno de Santos”. Aquel primer
juicio del exministro de Comercio, de cuya impreci-
sión seguramente es consciente él mismo, evidente-
mente no se dirige a frustrar una amenaza específica
(que no existe), sino a bloquear la transición misma
(como un todo).
b) El acuerdo entre el gobierno colombiano y las
Farc incluye un pacto sobre “Garantías de seguridad
y lucha contra las organizaciones criminales respon-
sables de homicidios y masacres o que atentan con-
tra defensores y defensoras de derechos humanos,
movimientos sociales o movimientos políticos,
incluyendo las organizaciones criminales que hayan
sido denominadas como sucesoras del paramilitaris-
mo y sus redes de apoyo, y la persecución
de las conductas criminales que amenacen la
implementación de los acuerdos y la construcción
de la paz”. Este no es un aspecto del acuerdo que los
opositores hayan discutido directa y públicamente.
Los líderes más representativos de esa oposición alu-
den muy vaga y parcialmente al punto como “unas
garantías de seguridad que hay ahí para los guerrille-
ros”, a “eso que se dice de protección para cuando
se desmovilicen”, etc.
Aún en caso de que se den acercamientos con la
oposición, se establezcan diálogos y se hagan acla-
raciones, y aún después de que muchos de los opo-
sitores a los acuerdos comprendan y sean generosas
con lo pactado en La Habana, algunos de esos opo-
22. 21
sitores no consentirán jamás un acuerdo general que
incluya las “Garantías de seguridad y lucha contra las
organizaciones criminales” en los términos pactados.
Y no lo harán porque allí se establece una Comisión
Nacional de Garantías de Seguridad competente para
diseñar estrategias que permitan identificar las fuen-
tes de financiación y los patrones de actividad crimi-
nal del paramilitarismo y las conductas que lo carac-
terizan; para solicitar a las autoridades la remisión
de informes sobre cualquier materia relacionada con
esas organizaciones; para proponer mecanismos de
revisión de antecedentes de los servidores/as públi-
cos en todas las instituciones del Estado con el fin de
verificar cualquier involucramiento que hayan tenido
los anteriores con grupos y/o actividades de paramili-
tarismo o violaciones de derechos humanos. Algunas
personas no aceptarían jamás
esa comisión que quedaría
facultada para garantizar el
suministro de información
por parte de las entidades o
instituciones que participen
de la Comisión, a la Comisión
para el Esclarecimiento de la
Verdad, la Convivencia y la
No Repetición y a la Unidad
de investigación y desmante-
lamiento de organizaciones
criminales y sucesoras del pa-
ramilitarismo.
Hay y habrá gente genero-
sa con lo acordado, así hayan
dicho “no” en el plebiscito
del 2 de octubre. Pero hay los
que con su razón, con su cálculo o con su temor,
denunciarán como violatoria del estado de derecho,
de la democracia, de la división de poderes, de la
ley, en fin, una unidad especial de investigación para
los mismos fines descritos de investigación y perse-
cución del paramilitarismo. No admitirían jamás ese
mecanismo que “asumirá las investigaciones en los
supuestos en los que se hayan producido compulsas
de copias en la jurisdicción ordinaria o en la jurisdic-
ción de Justicia y Paz para que se investigue la respon-
sabilidad penal de aquellas personas que integraron
redes de apoyo de organizaciones criminales (…),
incluyendo las organizaciones criminales que hayan
sido denominadas como sucesoras del paramilitaris-
mo”. Una unidad especial de investigación, además,
a cuya cabeza estará un director o una directora de
período fijo (6 años), expertos en el campo de las
investigaciones penales, que hayan demostrado re-
sultados en la lucha contra el crimen organizado y
que tendrían mando funcional sobre los funcionarios
investigadores adscritos a la unidad.
Un “pacto transicional” lógicamente demanda sa-
crificios y exige responsabilidades de las partes que
han firmado el acuerdo. Pero en ese mismo complejo
pueden incluirse mecanismos realmente amenazan-
tes para alguna persona o algún grupo que no haya
participado directamente de esos mismos acuerdos.
No es extraño que, adecuadamente conducido el in-
terés de los afectados, el plan transicional como un
todo pueda llegar a sucumbir.
10. La justicia transicional es una opción civil.
Son muchos los factores que pueden incidir en una
opción ciudadana por la justicia transicional. Y aun-
que la información (amplia, contrastada, limitada,
nula, inducida o tergiversada) puede jugar un papel
importante, es muy difícil saber a ciencia cierta qué
suerte correrá la justicia transicional si se la some-
te a la decisión popular. Por lo pronto, las mayorías
en Colombia han decidido que esa justicia no es
razonable, que es inconveniente o incorrecta. Po-
siblemente muchas personas que forman parte de
ese 18,5% —de ciudadanos habilitados para votar—
con el cual triunfó el “no”, solo tuvieron acceso a
enunciados genéricos difundidos por quienes lidera-
ron cada opción, o se conformaron inclusive con la
simple instrucción de esos líderes sobre la casilla que
correspondía marcar.
Pero en cualquier caso, los discursos de la
oposición llevaron progresivamente los acuerdos
y los votantes hacia el terreno de la religión. Una
cuestión tan mundanal, civil y política, propició
de pronto ruidosos debates sobre los cánones
de un puñado de iglesias que han existido desde
siempre en Colombia o que han prosperado allí
recientemente. Los acuerdos entre el gobierno
colombiano y las Farc fueron súbitamente
pecaminosos, demoníacos o malditos.
Conflicto y Paz
23. 22
Pero en cualquier caso, los discursos de la oposi-
ción llevaron progresivamente los acuerdos y los vo-
tantes hacia el terreno de la religión. Una cuestión
tan mundanal, civil y política, propició de pronto
ruidosos debates sobre los cánones de un puñado
de iglesias que han existido desde siempre en Co-
lombia o que han prosperado allí recientemente.
Los acuerdos entre el gobierno colombiano y las
Farc fueron súbitamente pecaminosos, demonía-
cos o malditos. Un “concejal de la familia”, Mar-
co Fidel Ramírez (2016 septiembre 23), afirmaba
por ejemplo que: “el acuerdo con las Farc nos lleva
de narices a una peligrosa dictadura homosexual”.
Otras consecuencias afines fueron profetizadas por
el Centro de Avivamiento para Las Naciones, el
Centro Misionero Bethesda, la Iglesia Ríos de Vida,
la Iglesia Cristiana Evangélica Manantial y por críti-
cos de la “ideología de género” impulsados por un
exprocurador de la nación y por buena parte de la
iglesia católica.
En medio de esos debates, como era de esperarse,
apareció recurrentemente la confusión entre la jus-
ticia transicional y La Justicia (con mayúscula), entre
La Justicia y la justicia divina, y entre la justicia divina
y la cárcel. Y en el mejor de los casos, la oposición
a la justicia transicional se fundó en “la bondad”
con las Farc: “Un sí en el plebiscito sería literalmen-
te “empujarlos al infierno”, pues si les quitamos la
oportunidad de afligir sus almas temporalmente para
conocer el perdón del Señor, indudablemente irán al
infierno” (Barrera, 2016, septiembre 14).
El pasado 2 de octubre la justicia transicional de-
bió enfrentar diversos y divinos reinos cuyos dioses
y sacerdotes, finalmente, se impusieron sobre el
mal. Pero perdió la paz. Es curioso.
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*La versión inicial del tex-
to fue leída en el Foro por
la paz “Perspectivas de la
justicia transicional en Co-
lombia”, organizado por
el Instituto de Filosofía y la
Vicerrectoría General de la
Universidad de Antioquia, el
5 de octubre de 2016.
**Profesor del Instituto
de Estudios Políticos de la
Universidad de Antioquia,
investigador del grupo He-
gemonía, Guerras y Con-
flictos.
24. 23
Perspectivas de la justicia transicional
en Colombia*
Por Ana María Londoño Agudelo**
L
a justicia transicional exige pensar, entre muchos puntos,
los siguientes, que son frente a los que me quiero pro-
nunciar.
a. Si en el marco de un estado de derecho y democrá-
tico es admisible la hipótesis de la negociación política.
b. Cuáles son los límites de una negociación política,
sin que esta suponga el reemplazo del sistema institucional al punto
de ser constituyente.
I. Justicia transicional en general
Hace unos años, me refiero específicamente al tiempo en el que la
comunidad internacional no contaba con mecanismos jurídicos posi-
tivizados, la decisión de emprender procesos transicionales, entendi-
dos estos como la implementación de una serie de mecanismos que
permiten el tránsito de conflictos armados o, en general, de situacio-
nes de violencia, a la paz y la democracia, era una decisión eminen-
temente política entendida dentro del espectro de las competencias
soberanas de un Estado. El ius ad bellum —el derecho a hacer la gue-
rra—, como manifestación clásica de la soberanía supone el derecho
a pactar la paz.
En el marco de una comunidad internacional fortalecida por ins-
trumentos bilaterales de limitación de la soberanía, es cierto que la
Conflicto y Paz
25. 24
justicia transicional ya no responde únicamente al
imperativo soberano de construir el orden a partir
de negociaciones políticas, sino que debe atender
ciertos estándares de justicia que tienen como su-
jeto prevalente a las víctimas. Quiero señalar que
los procesos transicionales no son iguales desde
2002 (desde la Corte Penal Internacional) y esto
lo entiendo como un desarrollo de la conciencia
moral, una posición ética frente a la cuestión acer-
ca de cómo las sociedades deben tramitar el dolor
a través de procesos colectivos que, como lo se-
ñalara Hannah Arendt a propósito del totalitaris-
mo —fenómeno que estudió toda su vida como
se sabe—, hay circunstancias que solo pueden
tramitarse en la medida en que se comprendan,
entendiendo a la comprensión como una posición
existencial frente a lo acontecido, lo cual es una
irreductible función de la política; y agrego yo: no
del derecho, al menos no exclusiva o preferente-
mente.
De manera que la pregunta fundamental frente
a los procesos transicionales no es cuánta justicia y
cuánta paz, sino cuánta política y cuánto derecho.
Por supuesto que lo anterior no lleva a supo-
ner, desde el más crudo realismo político, que
toda manifestación de la política —como voluntad
soberana, participación democrática o populista—
tenga, por la sola factualidad y positividad de su
aparición, legitimidad en sí misma en virtud del
cuestionado axioma “lo real es lo racional”.
Ese supuesto a lo que lleva es a identificar que
hay momentos en los que se debe aceptar que los
recursos jurídicos ordinarios, diseñados para la
normalidad, no pueden tramitar de manera efi-
caz una específica conflictividad social. Pero más
importante, que frente a la circunstancia política
tal como la de un conflicto armado con fuerzas
enfrentadas —por religión, por raza, por la ex-
clusión— se debe morigerar —para el caso— a la
aplicación de unas formas jurídicas pensadas para
la normalidad y se debe dar paso a que, política-
mente a través de la negociación, se establezcan
reglas especiales para terminar la confrontación.
(Eso lo admite el concepto de soberanía, lo ad-
mite la comunidad internacional, y lo que voy a
sostener además es que lo admite la Constitución).
II. Justicia transicional en el proceso
de negociación con las Farc
En Colombia se optó por una salida política ne-
gociada a la confrontación y, como se anotaba más
arriba, con la obligación de responder al impera-
tivo humanitario de reconocer el dolor de las víc-
timas, que es el marco insoslayable de cualquier
proceso político de esta naturaleza en esta época.
La pregunta es ¿por qué? Podría uno creer que
fue porque se aceptó que el viejo aforismo de que
la guerra es la política por otros medios es bastan-
te obtuso para el nivel de nuestra civilización. O
simplemente responder, de manera contundente,
que es así porque el Estado colombiano no ganó
la guerra. Solo para quienes todavía sueñan con
la idea de un Estado Leviatán, con soberanía ab-
soluta, perpetua, indivisible e ilimitada como lo
tematizara Jean Bodin en el siglo XV, con el mono-
polio efectivo de la violencia, este reconocimiento
equivaldría a una derrota moral. Todo lo contario.
Negarse a reconocer que la soberanía del Estado
está en vilo es negar dos siglos de historia consti-
tucional.
En semejante estado, entonces, es claro que el
producto de las negociaciones son una serie de
medidas transicionales relacionadas con diversos
...hay momentos en los que se debe
aceptar que los recursos jurídicos ordinarios,
diseñados para la normalidad, no pueden
tramitar de manera eficaz una
específica conflictividad social.
26. 25
puntos asociados al conflicto. Con esto quiero ex-
plicar la razón de una agenda tan difícil y nutrida,
pero necesaria como la que se pacto en 2012.
Sobre esto es preciso hacer la aclaración que
la justicia transicional, producto en este caso de
unas negociaciones políticas, no se reduce a es-
tablecer mecanismos penales alternativos y dife-
renciados. Justamente porque es producto de una
negociación y no producto de un sometimiento o
rendición, las medidas transicionales para cumplir
su cometido de terminar la confrontación armada
con las Farc, toca puntos relacionados íntimamen-
te con este. En Sudáfrica, por ejemplo, el proceso
de negociación tomó como medida el abandono y
desmonte del apartheid.
En nuestro caso, la negociación no podía ser
solo en términos de reinserción, sino que debía
pasar la agenda por las garantías políticas de parti-
cipación (que no se agotaban solo en las 10 curu-
les para el partido nuevo de las Farc, sino en otras
medias como la creación de veedurías, comités,
informes, y uso de los medios de comunicación
institucionales, para poner algunos ejemplos).
Pero también por el punto de la reforma rural,
como punto necesario de la agenda de las Farc, y
la discusión sobre los cultivos ilícitos, como punto
necesario de la agenda del gobierno.
Una negociación —insisto, no una rendición—
en este momento histórico tendría que pasar por
esos puntos como parte de la construcción de unas
medidas efectivas de transición, que respondan a
las complejidades del conflicto en Colombia. No
se estaba discutiendo sobre los intereses de las
Farc, se estaba negociando el conflicto entre dos
actores.
(Hasta aquí dejo señalado, grosso modo, una
idea general sobre la justicia transicional como un
momento político, excepcional pero dentro del
marco del Estado de Derecho, en el que las víc-
timas son protagónicas y en el que se da lugar al
desarrollo de un derecho especial. Además, la jus-
ticia transicional no implica, en un proceso de ne-
gociación, solo medidas de alternatividad penal,
sino que debe tocar otros puntos).
Ahora, a partir de esas hipótesis, hay dos pre-
guntas sobre las que me quiero pronunciar.
La primera, que ha quedado un poco sin pre-
sente, es si lo que se negoció es una especie de
golpe de Estado que cambia la Constitución de
1991 y la institucionalidad que esta establece.
Mi respuesta es que no, porque se respetaron
los mínimos internacionales frente a los derechos
de las víctimas (en lo poco que puede el derecho
sancionatorio, que es incapaz de agenciar y reivin-
dicar a la víctima, y que es inútil frente al reto mo-
ral que supone el dolor y al que debe hacer frente
la sociedad, no el derecho penal), pero además de
ese mínimo de sanciones, unas de carácter retribu-
tivo, pues si no, ¿cómo entender situaciones como
la eventual obligación de participar en un desmi-
nado humanitario, con los riesgos y consecuencias
para la propia vida del desmovilizado que esta ac-
ción supone? Se acordaron otras sanciones y me-
canismos, se apostó a lo mucho que puede una
justicia restaurativa y prospectiva, como la llamaba
el acuerdo, para darle la dimensión que corres-
ponde y que puede ser políticamente provechosa,
no en el nivel de la venganza, sino para procurar
la reconciliación.
La segunda razón para desmontar esa malinten-
cionada tesis del golpe de Estado es que no hu-
biese ocurrido una sustitución de la Constitución.
Esto se sustenta en varias cosas.
Para empezar por lo evidente, debido a las fa-
cultades constitucionales del presidente de la Re-
pública como jefe del Estado y del Gobierno para
mantener el orden, de lo que se deriva su compe-
tencia autónoma para negociar (en el marco nor-
mativo de la comunidad internacional que ya se
mencionó).
Las competencias que entrega la Constitución
Política de 1991 para conceder amnistías e indul-
tos (art. 150, numeral 17; art. 201, numeral 2; ar-
tículo transitorio 30).
(Y eso lo habilita la Constitución: competencias
al ejecutivo, el derecho a la paz, los controles ju-
diciales, el respeto por la separación de poderes;
una manera de participación popular que es el
plebiscito. Además, algo muy importante y que no
puede ser obviado, el hecho de que el mandato
para el cual fue elegido Santos en su reelección
era el de hacer la paz).
Y frente a lo que estaba pactado, se disponía
el uso de toda la institucionalidad colombiana en
cabeza de los tres poderes públicos para imple-
mentar los acuerdos. Es insostenible la tesis según
Conflicto y Paz
27. 26
la cual los negociadores se convirtieron en consti-
tuyente primario.
Frente al punto específico del componente de
justicia del acuerdo 5 sobre víctimas del conflicto
pesa una acusación muy fuerte, sobre la que me
quiero referir en esta línea que venimos auscultan-
do acerca del grado de constitucionalidad de lo
acordado. La acusación consiste en asegurar que
la jurisdicción especial para la paz, específicamen-
te el tribunal, es una “supracorte” que volvía ino-
cuo el aparato de justicia en Colombia.
Hay que aclarar que no se trató de una supra-
corte. Sus competencias preferentes, prevalentes
y excluyentes determinaban la competencia del
tribunal frente a los actos propios del conflicto, es
decir, de lo que fuera materia del acuerdo y, por
tanto, de la justicia transicional. La función judicial
no fue saqueada, no hubo una ruptura en la rama.
La vigencia de la justicia ordinaria, su funcionali-
dad, sus jueces, sus normas no fueron alterados.
No como pasaba en el estado de sitio, donde por
virtud de la ley marcial los jueces ordinarios en-
tregaban la totalidad de su función a los militares.
No hay, pues, un pulso entre justicia especial y
justicia ordinaria. Sí lo había entre justicia espe-
cial y justicia constitucional. De las competencias
de este tribunal (preferentes, prevalentes y exclu-
yentes), a mi solo me preocupaba su “autonomía”,
no por ser tribunal de cierre en los asuntos de su
competencia o por la obvia condición de expedir
actos con el efecto de la cosa juzgada, sino por-
que quedó consignado en el proyecto del acuerdo
especial de D.I.H (pp. 255-257) un régimen espe-
cial para la acción de tutela, dejando el incómodo
mensaje que podía tener autonomía este tribunal
respecto de la Corte Constitucional, como se sabe,
tribunal de cierre respecto de la protección de la
Constitución y los derechos fundamentales. Pero si
ese era el espíritu de lo acordado en ese punto, es-
toy segura que la Corte Constitucional se hubiese
pronunciado desfavorablemente, porque sí había
lugar al control. (No era de La Habana a la Consti-
tución en línea directa).
En suma, es cierto que la Constitución hubie-
se requerido reformas, pero no por esto se podía
mantener la tesis de sustitución de la Constitución,
entendiendo por esto, y en palabras de la Corte,
como un cambio en el espíritu de los principios
de la misma (Sentencia C- 551 de 2001). No se
cambió la forma de Estado ni la de gobierno, la
soberanía popular, la separación de poderes pro-
pia de un régimen presidencialista, ni los derechos
fundamentales, ni el modelo económico.
Y en todo caso, cualquier conato de cambio de
estos propios que la Corte llama intangibles, y yo
acabo de mencionar uno,1
tendría que pasar por
el control de nuestras instituciones, garantizando
la vigencia de la Constitución.
Con estas reflexiones desde el derecho yo no
pierdo de vista que procesos de justicia transicio-
nal y de negociación para terminar un conflicto
armado sean eminentemente políticos. Pero desde
el derecho constitucional sí tengo que enfrentar-
me a la pregunta de la dimensión de lo ocurrido
en términos constituyentes, pues nuestro discurso
tiene su nervio más sensible en la materialización
del poder político en formas que no devengan en
autoritarias ni dictatoriales, sin importar cuál sea el
fin. Por eso anuncié que la pregunta que reta a los
procesos de justicia transicional es cuánta política
y cuánto derecho.
Y además porque la tesis que estoy sosteniendo
sobre las perspectivas de la justicia transicional en
Colombia (cómo se ha nombrado el foro), es que
la Constitución de 1991, con todas sus voces por la
paz (el derecho a la paz, el orden justo, la igualdad,
el pluralismo, DD.FF, democracia) es un marco que
puede recoger un acuerdo de reconciliación nacio-
nal, por supuesto, a precio de que se hagan una
serie de transacción en su interior para poder hacer
materializable un acuerdo entre dos partes. Luego,
la justicia transicional sí tiene que ver con el dere-
cho, reconociendo, sin embargo, que para ella no
es suficiente el lenguaje normativo.
En este proceso, la política estuvo en la sensi-
bilidad para advertir los momentos de crisis y la
coyuntura y en apostar en redefinir el ámbito de
aplicación de un derecho especial. Y el derecho
aparece en los marcos de la Constitución. Mi diag-
nóstico, entonces, es que estos marcos no fueron
violentados, y que se procuró un desarrollo de lo
que en la constituyente de 1991, de hace 25 años,
siempre se mantuvo como promesa.
(Qué cambió con la constitución: protesta, dere-
chos sociales, inclusión, acciones constitucionales)
La segunda pregunta que me quiero plantear so-
bre la justicia transicional, seguro que más impor-
28. 27
tante en este momento, es sobre qué democracia y
cuánta democracia requiere un proceso de justicia
transicional, entendiendo que este no necesaria-
mente se ocupa solo de medidas de reinserción,
sino que está diseñado para tocar otros temas.
La respuesta que doy y que mantengo después
de que yo también fui vencida este domingo, es
que sí se requiere legitimidad democrática. Aun-
que no es un proceso constituyente, es necesaria
la presencia ciudadana, porque de otra manera no
sería posible asegurar la estabilidad de un proceso
de esta naturaleza, que tiene tantas implicaciones
frente al quehacer del gobierno, pero sobre todo,
en el nivel ético y moral de la sociedad colombiana.
Y sobre el domingo, quiero poner sobre la mesa
algunos puntos.
Primero, es si lo relativo a los derechos huma-
nos y fundamentales deberían plebiscitarse, some-
terse a la mayoría. Por supuesto que la respuesta
desde el constitucionalismo democrático es que
no, manteniendo el carácter contra-mayoritario
de los derechos en el escenario del Estado Consti-
tucional actual.
Sin embargo, si bien lo acordado se realizó bajo
el imperativo constitucional del artículo 22 del
derecho a la paz, allí se acordó, como diríamos
técnicamente, una serie de desarrollos de las obli-
gaciones positivas y negativas del Estado frente a
un derecho fundamental, no relativas a su núcleo
esencial, tal como lo explicó la Corte Constitucio-
nal en la sentencia C- 379 de 2016, y en esa medi-
da estamos hablando del ámbito de configuración
de los derechos que sí admite democracia. Pero al
margen de estos, que sí son tecnicismos dogmáti-
cos de la teoría de los derechos fundamentales y
en consonancia con lo que he venido sosteniendo,
en los procesos de justicia transicional y en espe-
cial este tan complejo, producto de un conflicto
de tanto tiempo y que ha involucrado a tantas per-
sonas, es necesario abrir escenarios de verdadera
discusión democrática. Que la sociedad colom-
biana participe, debata, comprenda, dimensione,
dialogue. Esta es la simiente de la reconciliación.
Por supuesto que este proceso se hubiese podido
implementar por decreto y con las mayorías parla-
mentarias de la unidad nacional, tal como lo dicta-
ría cierto pragmatismo político. Pero me pregunto si
las 9 desmovilizaciones de grupos ilegales en estos
25 años hechas por el gobierno, solo con recursos
jurídicos, han hecho real la premisa según la cual
“primero se debe acabar la guerra (así sea por de-
creto) para empezar la política”. Pues lo que creo
es que esta guerra tiene causas objetivas, instaladas
en la estructura social que ha hecho eco en la ciu-
dadanía; la guerra no responde a solo unos volunta-
rismos subjetivistas que, así mismo, se puedan des-
activar a voluntad. Para detener la guerra también
se requiere de la ciudadanía, no solo para darle un
barniz de legitimidad, sino para que sea real.
(Por ejemplo, hay una tesis muy importante que
explica las dificultades de los estados latinoameri-
canos no como producto de un Estado fallido, sino
de transiciones fallidas).
Otra cosa es si el mecanismo plebiscitario elec-
toral puede dar lugar a esa democracia.
El total de 297 páginas, condensadas en un si o
un no, con un mes de anticipación para entender y
reflexionar, en unas condiciones tan pobres dieron
lugar a lo que vimos: a unas campañas tramposas,
mentirosas, epidérmicas, manipuladoras. No hubo
...esta guerra tiene causas objetivas, instaladas en la
estructura social que ha hecho eco en la ciudadanía;
la guerra no responde a solo unos voluntarismos
subjetivistas que, así mismo, se puedan desactivar a
voluntad. Para detener la guerra también se requiere
de la ciudadanía, no solo para darle un
barniz de legitimidad, sino para que sea real.
Conflicto y Paz
29. 28
espacio para enfrentar las dudas ni para remover
los prejuicios, sino para reforzarlos.
La democracia, siendo ineludible, no puede ser
cualquiera. No es solo la democracia electoral (esa
de partidos, donde por cierto mostraron su bancarro-
ta) porque seguro sí necesitábamos, en un momento,
tomar la decisión. Sino una democracia material, de
la movilización, de la apertura, de las bases.
Pero esto no nos puede llevar a desear institu-
ciones aristocráticas donde solo unos tomen las
decisiones parados en el viejo argumento de “la
minoría de edad” de las personas. Al respecto
quiero citar a Roberto Gargarella:
[…] luego de que los radicales de media-
dos del siglo xix consiguieran consagrar el
sufragio universal, para perder luego las
primeras elecciones en las que participa-
ron. Entonces, la gran mayoría de los di-
rigentes nacionales dijeron que se habían
equivocado, y que no había que extender
el sufragio de ese modo, porque el voto
de los pobres estaba dominado por los
grandes propietarios. Casi todos reaccio-
naron así, salvo políticos excepcionales,
como Murillo Toro, que sostuvieron que el
problema no era el voto extendido, sino
la propiedad restringida, que debía ser
repartida. (Roberto Gargarella. Tomado
de: http://seminariogargarella.blogspot.
com/2016/10/dos-o-tres-notas-sobre-el-
plebiscito-en.html)
No creo, pues, que el plebiscito fuese el me-
canismo que más le hiciera justicia a la demo-
cracia. Sin embargo, dado que allí estuvieron las
apuestas hay que concluir y aceptar: que lo allí
decidido es vinculante para el presidente de la
República, que el acuerdo no puede producir
efectos jurídicos internos puesto que el acto le-
gislativo para la paz (01 de 2016) establecía como
condición la refrendación que no se dio; que este
se puede renegociar, que los líderes del no más
visible deben honrar a su electorado y aprestarse
a una negociación razonable, y en virtud de que
el 49% votó sí, lo ya negociado debe ser el pun-
to de partida, porque la mitad de los votantes y
una parte importante del no, no eligieron volver
a 2012.
Notas
1. Entiendo que en este
proceso de implementación
jurídica hay dos circunstan-
cias que son, cuando me-
nos, incómodas: el fastrack
y las facultades excepciona-
les para el presidente de la
República, frente a las que
aun la Corte no ha dado su
veredicto. El primero es in-
cómodo, porque arriesga la
calidad de la deliberación
en la medida en que usa
procedimientos acelerados
y también podría afectar
el carácter de rigidez de la
Constitución. Frente a lo pri-
mero hay que señalar que,
en todo caso, los temas que
harán parte de la implemen-
tación jurídica no afectan
en esencia lo que ya se está
desarrollado institucional-
mente en Colombia. Frente
a la rigidez, se debe anotar
que esta se justifica (Senten-
cia C-180 de 1994) porque
se requiere consensos para
reformarla y diríamos que, si
se hubiesen pasado todas las
etapas, bien se podría supo-
ner un consenso.
Y el segundo por esta ca-
pacidad normativa legislativa
del presidente, frente a la
cual respondería simplemen-
te, en sintonía con la pregun-
ta planteada, que no sustitu-
ye la Constitución de 1991,
toda vez que es esta misma
la que la establece y ha sido
expediente de gobierno des-
de hace mucho tiempo en
Colombia, entonces, cuanto
más, no habríamos de acep-
tarla en un momento verda-
deramente excepcional que
pretende conseguir la paz.
*Ponencia en el foro “Pers-
pectivas de la justicia transi-
cional en Colombia”, que se
realizó el 5 de octubre de
2016 en la Universidad de
Antioquia.
**Profesora de la Facul-
tad de Derecho y Ciencias
Políticas, Universidad de
Antioquia.
30. 29
La justicia transicional es
justicia política*
Por Jorge Giraldo Ramírez**
N
o sobra recordar que este foro fue programado hace
casi un mes y creo que en la mente de los organizado-
res no estaba previsto que lo estuviéramos realizando
después del triunfo del no en el plebiscito. Sin embar-
go, no es necesario abortar la conversación sobre justi-
cia transicional ya que el grueso de las impugnaciones
que se presentaron en la esfera pública por parte de los partidarios del
no iban encaminadas precisamente a cuestionar los términos en que se
firmó el punto 5 de la agenda de La Habana entre el Gobierno y las Farc.
Así que mantengo el guión que había elaborado para estos minutos,
pero quiero hacer una pequeña introducción en relación con el tema
del plebiscito.
Desde distintas perspectivas, varios analistas habíamos planteado hace
cuatro años que la inclusión en el acuerdo que conocimos en agosto de
2012 de un mecanismo de refrendación de los acuerdos era un paso
innecesario desde la perspectiva política, que es la que a mí me interesa,
en la medida en que el presidente de Colombia no sólo es jefe de gobier-
no sino también jefe de Estado, y en cuanto que la Constitución política
nacional le da al jefe del Estado la atribución de tomar las decisiones
sobre la guerra y la paz. Del mismo modo como no había (ni hubo) que
hacer un plebiscito para consultar si en Colombia debía aplicarse o no
la política de seguridad democrática, que se practicó en su momento.
Conflicto y Paz