PROGRAMACIÓN CURRICULAR ANUAL DE CIENCIA Y TECNOLOGÍA
Artículo la educación en la era digital
1. La educación en la era digital: atención y distracción en aulas conectadas
por Inés Dussel Investigadora del Área Educación de Flacso-Argentina, directora
educativa en Sangari Argentina
Ilustraciones Bianki
No es ninguna novedad señalar que los nuevos medios digitales están transformando las
instituciones educativas. Desde hace veinte años, la introducción de computadoras viene
anunciando, primero en voz baja y ahora con cierta estridencia, un cambio tanto en los
contenidos como en las formas de la enseñanza escolar. Si al principio se pudo confinar la
novedad a los laboratorios de informática y a actividades esporádicas en el horario escolar,
las decisiones políticas recientes de equipar a todos los alumnos con computadoras
portátiles en Uruguay (Plan Ceibal) y en la Argentina (Plan Conectar Igualdad) señalan
un punto de no retorno respecto a la legitimidad y la centralidad de estas nuevas prácticas
de conocimiento.
Las netbooks como artefactos tecnológicos permanentes en el aula, con sus pantallas
individuales y su conexión en red, suponen una redefinición del aula como espacio
pedagógico.
Desde la época de Comenio (1592-1670), el aula se estructuró sobre la base del método
frontal, esto es, una disposición orientada hacia el frente, con un punto de atención en la
figura adulta y en una tecnología visual, como la pizarra, la lámina o la imagen religiosa,
que ordenaba los intercambios a la par que establecía una relación asimétrica y radial entre
el docente/adulto y los alumnos/niños. Algunas décadas más tarde, la pedagogía
simultánea y la organización de grupos homogéneos en edad terminó de configurar lo que
hoy conocemos como un aula: un grupo de escolares que aprenden todos al mismo tiempo
las mismas cosas y que atienden a un maestro adulto que plantea un programa unificado y
central que organiza al conjunto. Nosotros, nuestros padres y nuestros hijos fuimos y
somos educados con esta estructura pedagógica.
lo cierto es que, a diferencia de los celulares y de este borramiento de fronteras, las
netbooks son una introducción “desde arriba” de la política educativa, y por eso mismo
tienen el poder de sancionar y jerarquizar una forma de trabajo en el aula radicalmente
distinta de la que conocemos.
Sin embargo, esa forma de organizar la enseñanza basada en la simultaneidad y la
homogeneidad viene siendo fracturada desde hace unos años. En primer lugar, por las
nuevas pedagogías que pidieron más atención a lo diverso y singular, y más espacio para
ritmos distintos de aprendizaje, cuestionando la idea de grupos y procesos uniformes. Pero
también fue resquebrajándose por la presencia insoslayable de otras tecnologías impuestas
“desde abajo”, como los celulares. Cualquiera que entre hoy en un aula de una escuela
secundaria, o aún más de universidades y terciarios, encontrará a alumnos y docentes
dividiendo su atención entre lo que sucede allí y lo que interrumpe o convoca desde sus
móviles. Algunas escenas relevadas por investigaciones actuales muestran, incluso, que
2. esa idea de la “división de la atención” puede ser todavía demasiado optimista: para
algunos, la batalla está perdida a favor de los celulares y de otras pantallas que tienen
mucho más éxito en atraer no sólo a los jóvenes, sino también a los adultos. Por otro lado,
estas escenas señalan que la frontera entre lo escolar y lo no escolar ya no se define por
los límites del espacio y el tiempo de la escuela, y es cada vez más difícil de balizar. Hay
mucho de “no-escuela” en el horario escolar, y hay una escuela que continúa fuera de hora,
como las páginas de Facebook de muchas materias escolares o los blogs que son
plataforma de escritura de muchos jóvenes y cuyo material es evaluado en la escuela.
Lo cierto es que, a diferencia de los celulares y de este borramiento de fronteras, las
netbooks son una introducción “desde arriba” de la política educativa, y por eso mismo
tienen el poder de sancionar y jerarquizar una forma de trabajo en el aula radicalmente
distinta de la que conocemos. En un sentido, podría decirse que constituyen un intento,
quizás el único posible por su masividad, de imprimirle cierta dirección a una
transformación avasallante que de cualquier manera está ocurriendo.
Porque esa transformación está teniendo lugar no sólo en el aula. En un texto de título
elocuente, “El carnaval de la nueva pantalla”, el filósofo francés Bernard Stiegler plantea
que estamos viviendo una ruptura irreversible con el modelo de industrias culturales que
dominó el siglo XX. Para Stiegler, no hay más una “organización calendaria del acceso
programado” a ciertas imágenes producidas y distribuidas centralmente, con una
“sincronización social” marcada por la televisión o el cine. Stiegler no lo dice, pero habría
que señalar que esa sincronización del calendario no empezó con el cine, sino que fue
antecedida por la escuela. Jules Ferry, ministro de Instrucción Pública de la Tercera
República francesa, decía de manera muy arrogante a fines del siglo XIX que él sabía qué
estaban aprendiendo todos los niños de Francia, y aun los de las colonias imperiales
francesas, a esa misma hora en que hablaba. Esa idea de organizar el calendario de la
sociedad a partir de instituciones centralizadas no fue inaugurada por la televisión ni
mucho menos, sino que es parte de un viejo sueño regulador de los estados nacionales y
de sus aparatos burocráticos, cuyo epítome privilegiado fue, durante mucho tiempo, la
escuela.
Lo que señala Stiegler es que esa sincronización y centralización se rompe por un nuevo
modo de acceso “cardinal”. De este modo, el público tiene acceso a stocks de objetos
audiovisuales discretos, retirados del flujo programado que caracterizó a la televisión
durante cincuenta años. Para traducirlo a acciones cotidianas, esto significa que uno ya no
tiene que esperar que muestren su serie de televisión favorita, sino que puede verla on-line
cuando quiere.
Algunas de las afirmaciones de Stiegler podrían matizarse. Por ejemplo, podría
considerarse el peso de las telenovelas muy populares o el espectáculo del Mundial de
Fútbol que sufrimos “en vivo y en directo” con muchos otros, para ver que hay
acontecimientos colectivos que siguen organizando parte de nuestra actividad social (y es
cierto que es parte de la actividad social y no toda, pero lo mismo podría decirse del
pasado, donde tampoco la sincronización del calendario social era total). Pero, más allá
del matiz, es claro que hay negociaciones en curso con otros lenguajes y tecnologías, con
3. otros modos de producción de lo visual “desde abajo”, que antes no estaban igualmente
disponibles y circulables.
Stiegler afirma que lo que estamos viviendo es una batalla por la atención de la gente,
especialmente de los niños. Cuenta que alguna vez el director de la TF1, durante mucho
tiempo la principal cadena de televisión francesa, dijo que su trabajo era vender la atención
de los espectadores televisivos a los publicistas. Se trata de capturar, o más bien de
producir, un “tiempo de cerebros disponibles”, una condición psicológica y social de
atender, preferentemente para consumir algo. En la actualidad, la producción televisiva se
encuentra con problemas similares a los que enfrenta la escuela sobre la dificultad de
concitar la atención exclusiva de los espectadores. Y aunque la atención nunca es ni fue
exclusiva y hay un continuum entre atención y distracción, sin duda existe un quiebre
importante entre la atención centralizada y organizada frontal o verticalmente y la que se
dispersa en múltiples pantallas y ventanas, tanto en las industrias audiovisuales como en
el aula. En cualquier caso, no es que estemos frente a una pelea entre atención y
distracción, sino entre distintas formas de organizar la atención.
Quizás, entonces, habría que observar algunas de las respuestas que hoy están dando las
industrias culturales del siglo XX, para ver si el sistema escolar puede aprender algo sobre
qué contenidos y qué formas habría que ir produciendo para las aulas conectadas. Es
preciso reconocer que no tendremos más una comunidad de espectadores enfocada en un
mismo punto, sino redes horizontales, con flujos imposibles de controlar por el docente y
con objetos discretos que habrá que ver cómo se combinan en un relato coherente y en una
conversación común. Esta última cuestión no es un desafío menor y, en algún sentido,
marca un rumbo singular para las respuestas que urge formular. Nos preguntamos, ¿puede
la escuela –entendida como una institución que busca promover una cultura pública y
socializar en un marco reconocido y relativamente estable de lenguajes y referencias–,
renunciar a una conversación común y darle todo el protagonismo al consumo
individualizado? ¿Puede la escuela renunciar a construir relatos y centrarse más bien en
las atracciones de cada objeto y experiencia discreta? Y si sostenemos que no debe
renunciar, ¿qué tendría que proponerse el sistema escolar para interactuar con estas nuevas
tecnologías y modos de acceso a la cultura?
¿una batalla por la atención? Hay otro aspecto que también se debe considerar en torno a
esta batalla por la atención, y que hace a las formas de conocimiento, a las operaciones
con el saber, que sería deseable que la escuela promoviera. En el marco de una
investigación sobre escuelas, saberes y nuevos medios, entrevistamos a una alumna de una
escuela secundaria mendocina sobre las experiencias de trabajo con imágenes:
“La profesora de Biología viene y nos muestra una imagen, por ejemplo sobre cuál es el
intercambio gaseoso de la célula (digo cualquier cosa), y eso me gusta porque prefiero
verlo a que me lo expliquen. (…) Vas comprendiendo y vas relacionando con la foto, vas
diciendo: esto funciona así, ahí vas entendiendo todo”.
Esta estudiante considera, como lo hizo la psicología hasta el siglo XIX, que hay una
relación directa entre ver y saber: la secuencia que relata es que la profesora apaga la luz,
los hace mirar al frente, proyecta una imagen, y ya aprendieron. Habría que preguntarse
4. qué se entiende por “entender” y “aprender”, cuando incluso en la misma formulación de
la alumna, sintiéndose urgida a precisar cuál era el “contenido” de la imagen que le
proyectaron, admite que “digo cualquier cosa, el intercambio gaseoso de la célula”. Ella
puede acordarse de una imagen de la célula, pero no verbalizar un proceso o remitir a una
información con algún nivel de precisión.
A diferencia de la televisión, donde no importa mucho con qué se queda (qué aprende) el
espectador, sino que permanezca enganchado a la pantalla, la escuela tiene que ocuparse
de qué sucede con esa atención. ¿Será que hay un desplazamiento del “entender” al
“atender” –y allí habría que precisar mucho mejor qué incluimos en cada uno de esos
términos–? ¿Será que están aprendiendo otra cosa, y en ese caso, qué? ¿Da lo mismo lo
que aprendan? Quizás haya que interrogar más ese modelo de consumo individualizado
que viene moldeado, hasta ahora al menos, por la televisión, y que privilegia el reinado de
la opinión y de la emocionalidad por sobre la reflexión y la distancia crítica. Habría que
ver si en ese marco realmente estamos dispuestos, como sugieren algunas de estas
tendencias, a renunciar a la idea moderna de conocimiento, a buscar alguna definición
consensuada sobre la verdad, aunque sea provisional, y poner en el mismo plano el
conocimiento experto, los lenguajes de la ciencia y la inteligencia colectiva. ¿Puede la
escuela hacer eso? ¿Qué perdemos como sociedad si se desestructuran definitivamente los
modos disciplinados de producir conocimiento? El sistema escolar debería tomar posición
al respecto y definir estrategias en consecuencia.
Volvamos a esta alumna que confiesa que en esa clase de biología la docente logró su
atención, y que fue una experiencia placentera. Siguiendo a Stiegler, ¿no habría que pensar
si lo que está pasando en las aulas no es, en el fondo, una batalla por la atención de los
alumnos antes que por la transmisión y producción de otro saber? No queremos señalar
con esto que la atención no implique la producción del saber, y viceversa: seguramente
para entender hay que prestar algún tipo de atención. Sin embargo, como señalaba Walter
Benjamin, también hay un “aprendizaje en la distracción”, en el andar mirando sin estar
atento, como puede notarse en las formas actuales de mirar televisión o en los paseos del
flâneur por la ciudad. No hay duda de que uno puede aprender mientras hace otra cosa,
porque lo hacemos todos los días.
Las relaciones entre atención y saber son complejas y exigen un análisis más detallado.
Por ejemplo, hay que detenerse más en las diferencias entre la “atención profunda” que se
le da a una lectura concentrada y silenciosa, a una escucha atenta o a una experiencia
estética y sensorial, ya sea a través de un videojuego, una película o lo que sea que suponga
una inmersión compleja, y la “hiperatención” del multi-tasking y de la liviandad o
fugacidad de intereses y relaciones, del ver televisión mientras se chatea con amigos y se
habla por el celular. ¿Producirán lo mismo? ¿Son experiencias intercambiables? ¿No será
que en la institución escolar valdría la pena insistir con la experiencia de la atención
profunda, en vías de desaparición en nuestra cultura según Alessandro Baricco, quizás a
contracorriente de los usos más habituales de los nuevos medios? Y si decidimos insistir,
¿cómo se hace, con qué disciplina y con qué invitación a los jóvenes?
5. Aunque todavía no tengamos muchas respuestas, es importante formular estas preguntas
para pensar mejor las aulas conectadas y la cultura en la era digital. Hay que discutir y
repensar las relaciones entre el ver y el saber, el atender y el aprender o entender, en el
marco de estas nuevas tecnologías y modos de acceso. Un punto de partida fundamental
es reconocer que hay una mediación entre ver y saber, hecha por la cultura, por las
tecnologías, por los lenguajes y los textos disponibles, así como por las capacidades de
leer. Hay que señalar que cuando esa alumna dice que, si apagan la luz y le piden que mire
al frente, ella “ve y entiende”, está reafirmando su pertenencia a un régimen visual que
organiza la atención de esa manera. El historiador del arte Jonathan Crary destaca que esa
forma de pensar la atención no tiene nada de natural: las sociedades anteriores al siglo
XIX, sin energía eléctrica ni espectáculos modernos, no pensaban en la atención como lo
hacemos hoy. Tampoco había una organización “frontal” de una comunidad de
espectadores, sino que fue moldeada por la escuela. Todavía más: podría decirse que esa
alumna hoy trae a la escuela la versión actualizada de esa forma de atención, que es la que
provee el espectáculo visual contemporáneo (la televisión, el cine de atracciones), con
estímulos visuales cada vez más llamativos, coloridos e impactantes que nos “roban” la
atención y nos dejan hipnotizados mirando la pantalla. La imagen de la célula, así,
consigue el “efecto pantalla” y logra concitar su atención; pero no sabemos qué aprendió
con eso, y esa pregunta debería preocuparnos. El atender, entender y aprender son
prácticas sociales e históricas, y hay que pensar qué significan en este nuevo contexto de
tecnologías multimediales.
Publicada en TODAVÍA Nº 24. Noviembre de 2010
Infografía: http://www.revistatodavia.com.ar/todavia24/24.educacionnota.html