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Elogio de Santo Tomás
por Umberto Eco
«Se puede decir que él, Tomás de Aquino, me curó milagrosamente de la
fe». Declaración de Umberto Eco por 1954, después de haber estudiado al
Aquinate para su tesis de doctorado. Irónica y provocadora, la sentencia no
carece de una pizca de lucidez. El fraile dominico pugnó toda su vida por
una fe razonable, a diferencia del fideísmo que deja a un lado la razón para
adherirse ciegamente a las creencias, sean estas religiosas, ideológicas, políti-
cas, nacionalistas. Peor aún cuando el fideísmo se vuelve militante y gana
adeptos atizando emociones y prejuicios. Lo que estamos viendo hoy en día.
En recuerdo de su autor fallecido el 19 de febrero, presentamos este
Elogio de Santo Tomás, un ensayo lúdico publicado originalmente en
1974 en el semanario L’Espresso con motivo del séptimo centenario de
la muerte del santo. En español fue publicado en 1998 por la revista
mexicana Nexos, que recién ha vuelto a publicarlo, en traducción de
Carlos Castillo Peraza, filósofo y político mexicano (+ 2000), que pasó por la enseñanza de dominicos
en la Universidad de Friburgo (Suiza) de 1972 a 1976, una especie rara de animal, político decía Aris-
tóteles no filosófico, que parece estar en vías de extinción. [F. Q.]
Una mala jugada
La peor desgracia de su carrera no se abatió
sobre Santo Tomás de Aquino el 7 de marzo de
1274, cuando murió en Fossanova con apenas
49 años de edad y los monjes no lograron bajar
su cuerpo por las escaleras, a causa de su gor-
dura. Tampoco cuando, tres años después de su
muerte, el arzobispo de París Étienne Tempier
emitió una lista de proposiciones heréticas
(doscientas diecinueve) que incluía la mayor
parte de las tesis averroístas, ciertas observa-
ciones acerca del amor terrestre elaboradas cien
años antes por André Le Chapelain y veinte
proposiciones claramente atribuibles al angélico
doctor Tomás, de los señores de Aquino. La
historia evacuó rápidamente este acto represivo
y Tomás, ya muerto, ganó su batalla, en tanto
que Étienne Tempier terminó —junto con
Guillermo de Saint Amour, el otro enemigo de
Santo Tomás— entre los rangos desgraciada-
mente eternos de los grandes restauradores que
comienzan con los jueces de Sócrates y, pasan-
do por los de Galileo, terminan provisional-
mente en Gabrio Lombardi. [1]
La desgracia que echa a perder la vida de
Santo Tomás sobrevino en 1323, dos años
después de que muriera Dante y quizás un
poco por su propia culpa, cuando Juan XXII
decidió convertirlo en Santo Tomás de
Aquino. Fue una mala jugada, como las de
recibir el premio Nobel, ingresar en la Aca-
demia Francesa o conseguir el Óscar. El bene-
ficiado se vuelve algo parecido a la Gioconda:
un cliché. Constituyen el momento en que un
gran incendiario es nombrado bombero.
3
2
El burro y el buey
Este año se conmemora el séptimo centenario de
la muerte de Tomás. [2] Tomás vuelve a estar de
moda como santo y como filósofo; se intenta
elucidarlo que Tomás habría hecho hoy si hubiera
tenido la fe, la cultura y la energía intelectual con
las que contó en su tiempo. Pero en ocasiones el
amor entenebrece las almas. Para decir que To-
más fue grande, se afirma que fue un revolucio-
nario y es necesario tratar de entender en qué
sentido lo fue, porque no puede afirmarse que
fuese un restaurador, pero sí que levantó un edifi-
cio tan sólido que, después de él, ningún revolu-
cionario ha podido asurarlo desde el interior; lo
más que ha podido hacerse —de Descartes a
Hegel, de Marx a Theilard de Chardin— es ha-
blar de aquél “desde el exterior”.
Lo anterior es todavía más interesante porque
no se comprende cómo pudo ser causa de escán-
dalo un individuo tan poco romántico, tan gordo y
tan sosegado que en la escuela tomaba notas en
silencio con aire de no entender nada y era objeto
de las burlas de sus compañeros. Una vez, cuando
en el refectorio del convento estaba sentado en su
doble sitial (había sido necesario cortar el brazo de
separación para hacerle un espacio más ancho), los
bromistas monjes le hicieron creer que afuera ha-
bía un burro que volaba; él corrió a verlo; los otros
morían de risa (se sabe que los frailes mendicantes
tienen gustos muy simples); entonces Santo To-
más (que no era un bobo) les dijo que era más
verosímil un burro volador que un monje mentiro-
so y los religiosos enrrollaron la cola. Ese estudian-
te, que fue apodado por sus camaradas “el buey
mudo”, llegó a ser un profesor adorado por sus
alumnos. Un día que se paseaba por las colinas
con sus discípulos y miraban juntos París desde lo
alto, aquéllos le preguntaron si le gustaría ser el
señor de tan bella ciudad. El contestó que, por
mucho, preferiría contar con el texto de las homi-
lías de san Juan Crisóstomo. Sin embargo, cuando
un enemigo idelógico le llenaba los zapatos de
piedras, se convertía en una fiera y —en su latín
que parece decir muy poco porque se le entiende y
tiene los verbos donde un italiano espera encon-
trarlos— explotaba en maledicencias y sarcasmos
como cualquier Marx que fustigara a M. Szeliga.
Un sólido luchador
¿Era un gordo bonachón? ¿Era un ángel? ¿Era
asexuado? Cuando sus hermanos quisieron impe-
dirle ser dominico (en esa época el hijo menor de
una familia bien se hacía benedictino, lo que era
digno, y no fraile mendicante, lo que equivaldría
hoy a entrar en una comunidad maoísta o irse a
trabajar con Danilo Dolci), [3] lo secuestraron
mientras marchaba hacia París y lo encerraron en
el castillo de la familia. Luego, para liberarlo de
esa idea fija y hacer que se convirtiera en un abad
como se debe, le mandaron a su cuarto una mu-
chacha desnuda y dispuesta a todo. Tomás tomó
entonces un tizón y se puso a perseguir a la joven
con la clara intención de quemarle las nalgas. En-
tonces ¿nada de sexo? Vaya usted a saberlo, por-
que la cosa lo turbaba de tal modo que desde
entonces, según Bernardo de Guido, “si los en-
cuentros con mujeres no eran verdaderamente
necesarios, los evitaba como si fuesen serpientes”.
En cualquier caso, el hombre era un lucha-
dor. Sólido, lúcido, concibió un ambicioso pro-
yecto, lo ejecutó y ganó. Veamos cuál era el
terreno de combate, qué estaba en juego y qué
ganancias obtuvo.
Cuando Tomás nació, las comunas italianas
llevaban cincuenta años de haber vencido la
batalla de Legnano contra el Imperio. Inglate-
rra llevaba diez con la Carta Magna. En Fran-
cia acababa de terminar el reino de Felipe Au-
gusto. El Imperio agonizaba. En cinco años,
las ciudades marítimas, libres y comerciantes
del Norte constituyeron la Liga Hanseática. La
economía florentina se encontraba en fase de
expansión y se acuñaba el florín de oro; Fibo-
nacci ya había inventado la partida doble; las
escuelas de Medicina en Salerno y de Derecho
en Bolonia llevaban cien años de progreso. Las
Cruzadas se hallaban en estado avanzado. Esto
quiere decir que los contactos con el Oriente
estaban en pleno auge. Por otro lado, los ára-
bes de España fascinaban al mundo occidental
con sus descubrimientos científicos y filosófi-
3
cos. La técnica conocía un vigoroso desarrollo:
las maneras de herrar los caballos, de hacer
girar los molinos, de pilotar los barcos, de uncir
a las bestias de tiro y de labor habían cambia-
do. En el Norte, monarquías nacionales; en el
Sur, comunas libres.
Se busca instrumento
En síntesis, todo lo anterior ya no tiene que ver
con la Edad Media, al menos como se la concibe
vulgarmente y, si se quiere polemizar, se diría
que, salvo lo que Tomás está cocinando, se trata
ya del Renacimiento. Sólo que, para que lo que
sucedió sucediera, fue necesario que Tomás co-
cinara lo que cocinó. Europa trata de darse una
cultura que refleje una pluralidad política y eco-
nómica, abierta a un nuevo sentimiento de la
naturaleza, de la realidad concreta, de la indivi-
dualidad humana sometida al paternal control de
la Iglesia que nadie pone en tela de juicio. El
proceso de producción y el de organización se
racionalizan: es necesario hallar los instrumentos
técnicos de la razón.
En el momento en que nace Tomás, las
técnicas de la razón llevan funcionando un
siglo. En la parisiense Facultad de Artes se
enseña música, aritmética, geometría y astro-
nomía, pero también dialéctica, lógica y retóri-
ca. De una manera nueva. Un siglo antes Pe-
dro Abelardo había pasado por allí: perdió los
genitales por razones privadas, pero su cabeza
no perdió vigor: el nuevo método consiste en
comparar opiniones de las diferentes autorida-
des tradicionales y en llegar a una decisión
siguiendo procedimientos lógicos fundados
sobre una gramática laica de las ideas. Se hace
lingüística y semántica: se pregunta lo que una
palabra dada quiere decir y en qué sentido se la
emplea. Los textos de lógica de Aristóteles son
los manuales de estudio pero no todos han
sido traducidos ni interpretados; nadie sabe
griego, excepto los árabes que van mucho más
adelantados que los europeos tanto en filosofía
cuanto en ciencias.
Alucinación y visión
Sin embargo, la escuela de Chartres lleva un
siglo redescubriendo los textos matemáticos de
Platón y construyendo una imagen natural del
mundo, regida por leyes geométricas y proce-
sos mensurables. Todavía no se está en el mé-
todo experimental de Roger Bacon, sino en
una construcción teórica, en una tentativa de
explicar el universo a partir de bases naturales,
aun cuando la naturaleza es considerada un
agente divino. Roberto de Grosseteste elabora
una metafísica de la energía luminosa que nos
hace pensar un poco en Bergson y otro poco
en Einstein: nacen los estudios de Optica, es
decir, se plantea el problema de la percepción
de los objetos físicos y se traza la frontera en-
tre alucinación y visión.
Esto es ya mucho porque el universo de la
Alta Edad Media era el de la alucinación, bos-
que simbólico poblado de presencias misterio-
sas en el que las cosas eran vistas como el rela-
to continuo de una divinidad que pasara su
tiempo leyendo y elaborando crucigramas. En
la época de Tomás, este universo de la alucina-
ción aún no desaparecía bajo los golpes del
universo de la razón. Por el contrario, éste era
producto de las élites intelectuales y se le mi-
raba de soslayo porque se miraba de soslayo a
todas las cosas terrestres.
San Francisco le hablaba a los pajarillos
pero el andamiaje filosófico de la filosofía es
neoplatónico. Esto significa claramente que
lejos, muy lejos, está Dios; en su globalidad
inaccesible se agitan los principios de las cosas,
las ideas: el universo es efecto de una distrac-
ción benevolente de ese Uno remotísimo que
parece verterse lentamente hacia abajo dejando
huellas de su perfección en los sucios grumos
de sus excrementos, como sedimentos de azú-
car en la orina. En tal estiércol, que representa
para el neoplatonismo la periferia más soslaya-
ble del Uno, es posible encontrar —casi siem-
pre gracias al golpe genial del crucigramista—
trazas, gérmenes de comprensión: en realidad
la comprensión se encontraba en otra parte:
4
allí donde, en el mejor de los casos, llegaba el
místico con su intuición nerviosa, descarnada,
y penetraba con el ojo de un casi drogado en el
departamento de soltero del Uno, lugar del
único festín verdadero.
Platón y San Agustín habían dicho todo lo
necesario para comprender los problemas del
alma. Sin embargo, cuando era preciso definir la
naturaleza de una flor, o la del enmarañamiento
de las tripas que los médicos de Salemo exami-
naban en el vientre de los enfermos, o la de los
efectos benéficos del aire fresco una tarde pri-
maveral, todo se complicaba. Entonces valía más
conocer las flores a partir de las miniaturas de
los visionarios, ignorar las tripas y considerar
peligrosamente tentadoras las tardes de primave-
ra. La cultura europea estaba, pues, dividida en-
tre los que entendían el cielo y los que entendían
la tierra. Y quien prefería entender la tierra y se
desinteresaba del cielo sufría molestias: alrededor
erraban las Brigadas Rojas de la época, sectas
heréticas que por un lado querían cambiar al
mundo y construir repúblicas imposibles y, por
el otro, practicaban la sodomía, el robo y otras
maldades. Vaya a saberse si todo era cierto pero,
en la duda, más valía matarlos a todos.
Un griego excepcional
En esos tiempos, los hombres de la razón
aprenden de los árabes que hay un viejo maestro
(griego) que podría aportar una clave para unifi-
car a esos miembros dispersos
de la cultura: Aristóteles.
Aristóteles sabía hablar de
Dios, pero clasificaba piedras y
animales, se ocupaba de los
movimientos de los astros,
sabía lógica, se interesaba por
la psicología, hablaba de física,
ordenaba sistemas políticos.
Sobre todo, Aristóteles ofrecía
las claves (y Tomás sabría ex-
plotarlas plenamente) para
invertir la relación entre la
esencia de las cosas —es decir,
lo que se puede entender y
decir de las cosas, incluso
cuando no las tenemos a la
vista— y la materia de que las
cosas están hechas. Dejemos
en paz a Dios, que vive bien en su lugar y que ha
dotado al mundo de excelentes leyes físicas que le
permiten marchar solo. No nos extraviemos en el
intento de hallar huellas de esencias en esa suerte
de caída mística durante la cual —y perdiendo en
el camino lo mejor— las esencias acaban por
contaminarse de materia. El mecanismo de las
cosas lo tenemos ante los ojos. Las cosas son el
principio de su propio movimiento; un hombre,
una flor, una piedra son organismos que crecen
de acuerdo con una ley interna que los echa a
andar: la esencia es el principio de su crecimiento
y de su organización. Es algo que ya está allí, listo
para explotar; algo que rige desde dentro el mo-
vimiento de la materia y la hace
desarrollarse y manifestarse:
algo por lo que podemos en-
tenderla. Una piedra es una
parcela de materia que asumió
una forma: de este matrimonio
nació una sustancia individual.
El secreto del ser, como lo ex-
plicará Tomás en un relámpago
de genio, se encuentra en el
acto concreto de existir. La
existencia, lo que acaece no son
accidentes que les suceden a las
ideas: éstas, por su parte, están
mejor en el calor uterino de la
divinidad lejana. Por principio
de cuentas, gracias al cielo, las
cosas existen concretamente.
Luego las comprendemos.
Naturalmente, quedan dos puntos por precisar.
En primer lugar, para la tradición aristotélica, en-
tender las cosas no quería decir estudiarlas experi-
mentalmente: bastaba entender que las cosas cuen-
tan, la teoría se ocupaba del resto. Es poco, si se
quiere, pero es ya un notable salto hacia adelante
en relación con el universo alucinado de los siglos
precedentes. En segundo término, si Aristóteles
debía ser cristianizado, había que dar más espacio a
Dios que andaba un poco distante. Las cosas cam-
bian en virtud de la fuerza interna del principio de
5
vida que las mueve, pero habrá que admitir que, si
Dios toma en serio todo este gran movimiento, es
muy capaz de pensar la piedra mientras ésta se
vuelve piedra por ella misma y que, si decidiera
cortar la corriente eléctrica (a la que Tomás llama
“participación”), se daría el black-out cósmico.
En consecuencia, la esencia de la piedra está en la
piedra, es captada por nuestro espíritu que es
capaz de pensarla, pero existía ya en el espíritu de
Dios quien está lleno de amor y no pierde el
tiempo en arreglarse las uñas, sino aportando
energía al universo. Así había que jugar el juego.
Si no, Aristóteles no hubiese entrado en la cultura
cristiana y, si no entraba, tampoco hubieran en-
trado la naturaleza y la razón.
El juego es difícil porque los aristotélicos que
Tomás encuentra cuando comienza a trabajar ha-
bían seguido otro camino que hasta puede gusta-
mos más, y que un intérprete aficionado a los cor-
tos circuitos históricos podría presentar como ma-
terialista. Sería empero un materialismo muy poco
dialéctico, un materialismo astrológico que habría
disgustado un poco a todos: tanto a los guardianes
del Corán como a los del Evangelio. El responsable
había sido, un siglo antes, Averroes, hombre de
cultura musulmana, de raza berebere, de nacionali-
dad española y de lengua árabe. Averroes conocía a
Aristóteles mucho mejor que nadie y entendió a
dónde llevaba la ciencia aristotélica: Dios no es un
mañoso que se mete al azar en todo. El estructuró
la naturaleza en su orden mecánico y sus leyes ma-
temáticas, regida por la determinación estricta de
los astros; y, dado que Dios es eterno, el mundo en
su orden también lo es. La filosofía estudia este
orden, es decir la naturaleza. Los hombres somos
capaces de comprenderla porque en cada uno de
nosotros actúa un mismo principio de inteligencia.
Si no, cada uno vería las cosas a su manera y no
podríamos entendemos. La conclusión materialista
era inevitable: el mundo es eterno, está regido por
un determinismo previsible y, si un solo intelecto
habita en todos los hombres, el alma inmortal no
existe. Si el Corán dice otra cosa, el filósofo debe
creer filosóficamente en lo que su ciencia le prueba
y luego, sin plantearse demasiados problemas, creer
lo contrario sometiéndose a su fe. Hay dos verda-
des. La una no tiene por qué molestar a la otra.
Averroes llevó a conclusiones claras lo que
estaba implícito en un aristotelismo riguroso. Esta
fue la causa de su buen éxito entre los maestros de
la Facultad de Artes de París, particularmente Siger
de Brabante —a quien Dante ubicó en el Paraíso al
lado de Santo Tomás, no obstante que éste fue a
su vez la causa del desplome de la carrera científica
de aquél, así como de su relegación a capítulos
secundarios de la historia de la filosofía.
Política de la cultura
El juego de política cultural que Tomás trata de
jugar es doble: por una parte, hacer que la cien-
cia teológica de su tiempo acepte a Aristóteles;
por la otra, disociar al griego de la utilización
que le daban los averroístas. Al hacer eso, Santo
Tomás se topa con un escollo: él pertenece a las
órdenes mendicantes [4] que tuvieron la des-
ventura de poner en circulación a Joaquín de
Flore y a una banda de herejes apocalípticos
que se convirtieron en un grave peligro para el
orden constituido por la Iglesia y por el Estado.
Esto permitió a los maestros reaccionarios de la
Facultad de Teología, dominados por el temible
Guillermo de Saint Amour, cerrar filas para
afirmar que todos los frailes mendicantes eran
joaquinitas y heréticos que querían enseñar al
Aristóteles, maestro de los materialistas ateos
averroístas. Se trata del mismo juego de Gabrio
Lombardi: quien quiere legalizar el divorcio es
amigo del que quiere legalizar el aborto, y éste
del que quiere legalizar la droga: vote sí a la vida
como el primer día de la creación.[5]
Por el contrario. Tomás no era hereje ni revo-
lucionario. Se le llamó “concordista”.[6]
Iglesia y naturaleza
Gracias a todo eso, Tomás dio a la Iglesia una doc-
trina que, sin quitarle un pelo de su poder, dejó a
las comunidades en libertad para decidir si eran
monárquicas o republicanas, y que distingue, por
ejemplo, diferentes tipos y derechos de propiedad.
Esto, hasta el punto de decir que el derecho de
6
propiedad existe en cuanto a la posesión pero no
en cuanto al uso. Ejemplo: yo tengo derecho de
poseer un inmueble en la calle Tibaldi pero, si hay
personas que habitan en barracas, la razón me
exige que yo les permita utilizar aquélla (yo seguiré
siendo el propietario de mi inmueble, pero los
otros deben habitarlo incluso si repugna a mi
egoísmo). Hay más: ésta y otras soluciones están
fundadas en el equilibrio y en esa virtud llamada
“prudencia”, cuyo “fin” es conservar la memoria
de las experiencias adquiridas, el sentido exacto de
los fines, la atención lista para la coyuntura, la in-
vestigación racional progresiva, la previsión de las
contingencias futuras, la circunspección frente a las
oportunidades, la precaución ante las complejida-
des y el discernimiento frente a las condiciones
excepcionales.
Llega a tanto, porque este místico que no
hallaba la hora de perderse en la visión beatífica
de Dios a la que el alma humana aspira “por
naturaleza”, era también un hombre extraordina-
riamente atento a los valores naturales y respe-
tuoso del discurso racional.
No olvidemos que antes de Tomás, cuando se
estudiaba el texto de un autor antiguo, el comenta-
dor o el copista que encontraba algo discordante
con la religión revelada recurría a uno de estos tres
expedientes: borraba las frases “erróneas”, las
acompañaba de un signo de dubitación para alertar
al lector, desplazaba los “errores” al margen. Por el
contrario ¿qué hacía Tomás? Alineaba las opinio-
nes divergentes, esclarecía el sentido de cada una
de éstas, ponía todo en cuestión —incluso el dato
de la revelación—, enumeraba las objeciones posi-
bles, intentaba la mediación final. Todo debía ser
hecho en público, como pública era la disputatio [7]
de la época: entonces entraba en funciones el tri-
bunal de la razón.
Los especialistas más finos y más fieles del
tomismo, como Gilson, [8] han mostrado bri-
llantemente que, si se lee bien, se descubre que
en todos los casos el dato de la fe prevalecía
sobre todo lo demás y orientaba la elucidación
del problema, a saber: que Dios y la verdad reve-
lada precedían y guiaban el movimiento de la
razón laica. Nadie ha dicho nunca que Tomás
era Galileo. Sencillamente, Tomás le aporta a la
Iglesia un sistema doctrinal que la pone en
acuerdo con el orden natural. Y obtiene victorias
fulgurantes. Los datos hablan.
Nuevas reglas del juego
Antes de él se afirmaba que “el espíritu de Cristo
no reina donde vive el espíritu de Aristóteles”; en
1210 los libros de filosofía natural del filósofo grie-
go estaban aún prohibidos y las prohibiciones con-
tinuaron durante los decenios siguientes, mientras
Tomás hacía traducir esos textos por sus colabora-
dores y los comentaba. Pero en 1255 todo Aristó-
teles pasa. Después de la muerte de Tomás, como
hemos visto, se intenta todavía una reacción, pero
finalmente la doctrina católica se alinea con las
posiciones aristotélicas. El dominio y la autoridad
espiritual que alguien como Croce ejerció sobre
cincuenta años de cultura italiana son nada compa-
radas con la de Santo Tomás quien, en cuarenta
años, cambió toda la política cultural del mundo
cristiano. Después de esto, el tomismo. Tomás
dotó al pensamiento católico de un marco tan
completo, dentro del cual todo encuentra sitio y
explicación, que a partir de entonces el pensamien-
to católico no logra mover nada. Cuando mucho,
con la escolástica contrarreformista, reelabora a
Santo Tomás, nos restituye un tomismo jesuítico,
un tomismo dominico y hasta un tomismo francis-
cano en el que se agitan las sombras de Buenaven-
tura, Duns Scoto y Ockham. Pero a Tomás ya no
puede tocársele. Lo que en él fue una ansiedad de
construir un sistema nuevo, deviene, en la tradición
tomista, vigilancia conservadora de un sistema
intocable. Donde Tomás conmovió, trastornó
todo para reconstruir de nuevo, el tomismo esco-
lástico trata de no tocar nada y hace prodigios de
acrobacia pseudotomasiana para atrapar lo nuevo
en las redes del sistema de Tomás. La tensión y la
sed de conocimiento que el robusto Tomás poseía
en el grado más alto se desplazan hacia los movi-
mientos heréticos y la reforma protestante. De
Tomás queda el marco y no el esfuerzo intelectual
que fue necesario para armar ese marco que, en su
época, fue verdaderamente “diferente”.
Naturalmente, la falta es también suya, puesto
que él dio a la Iglesia un método para conciliar las
tensiones y englobar de manera no conflictiva
7
todo lo que no se puede evitar. Fue él quien ense-
ñó a cernir las contradicciones para resolverlas de
modo armonioso. Aceptada la apuesta, se creyó
que Tomás enseñaba a expresar un “ni sí ni no”,
allí donde había una oposición entre sí y no. Sólo
que Tomás lo hizo en un momento en que decir
“ni sí ni no”, no equivalía a detenerse sino a se-
guir adelante y cambiar las reglas del juego.
Por eso se puede preguntar qué haría Tomás
de Aquino si viviera hoy. Se puede responder
que, de todas maneras, no reescribiría una Sum-
ma Theologica. Tendría en cuenta al marxismo, a la
teoría de la relatividad, a la lógica formal, al exis-
tencialismo, a la fenomenología. No comentaría
a Aristóteles, sino a Marx y a Freud. Cambiaría
sus métodos de argumentación que se volverían
un poco menos armónicos y conciliadores. En
fin, se daría cuenta de que no es posible ni debi-
do elaborar un sistema definitivo, acabado como
una arquitectura, sino una especie de sistema
móvil, una summa de hojas sustituibles porque en
su enciclopedia de las ciencias habría que incluir
la noción de lo provisional histórico. Yo podría
afirmar que sería cristiano, pero supongámoslo.
Tengo la certeza de que participaría en las cele-
braciones de su aniversario únicamente para
recordar que no se trata de decidir cómo seguir
utilizando lo que él pensó, sino de pensar otras
cosas: que es necesario, cuando mucho, aprender
de él lo que es necesario hacer para pensar ho-
nestamente como hombre del propio tiempo.
Dicho esto, no querría estar en su lugar.
Traducción y notas de Carlos Castillo Peraza
Notas
1 Se trata de un católico italiano, promotor de la Demo-
cracia Cristiana a partir del final de la Segunda Guerra
mundial, conocido por sus posiciones adversas a la legali-
zación del divorcio, del aborto, del uso de drogas. (T.)
2 El artículo fue publicado en 1974 por L’Espresso.
3 Dolci fue lo que se suele llamar un “burgués” que hacia
los setenta decidió irse a vivir entre y con los campesinos,
especialmente del sur de Italia, a quienes encabezó en la
defensa de sus tierras y aguas, y en la resistencia al mono-
polio y a la construcción especulativos. (T.)
4 Las más importantes entre éstas fueron y siguen siendo
la fundada por San Francisco de Asís y la fundada por
Santo Domingo de Guzmán, respectivamente los francis-
canos y los dominicos. Tomás perteneció a ésta. Joaquín
de Flore —de Fiore o de Flora—, a quien Eco se referirá
enseguida, fue franciscano. A los mendicantes, que de
algún modo rompieron el monopolio del monaquismo que
hasta el siglo XIII tuvieron los benedictinos, se les llamó
“frailes” (del latín frater, “hermano”). También fueron
“frailes” los agustinos, los carmelitas, los mercedarios, los
mínimos y los servitas. (T.)
5 Cuando en Italia se sometió a referéndum si debía conti-
nuar vigente la ley que ignoraba el divorcio, Lombardi fue
partidario del “sí” y encabezó la campaña contra una nueva
ley que lo admitiese juntando en una sola categoría a todos
los mencionados por Eco en su metáfora histórica. (T.)
6 La acusación, en filosofía y en la época, equivaldría a la
de “concertacesión” en política mexicana contemporánea.
Tomás pone un extraordinario sentido común en la
realización de su proyecto de acordar la nueva ciencia con
la ciencia de la revelación. También una gran adhesión a la
realidad natural y al equilibrio terreno. Quede claro: no
aristoteliza el cristianismo, sino que cristianiza a Aristóte-
les; no piensa —jamás pensó— que con la razón se podía
entender todo, sino que todo podía entenderse con la fe;
quiso decir sencillamente que la fe no estaba en desacuer-
do con la razón y, en consecuencia, que era posible darse
el lujo de razonar fuera del universo de la alucinación. Así
se entiende por qué, en la arquitectura de sus obras, los
capítulos principales no hablan más que de Dios, de los
ángeles, del alma, de las virtudes, de la vida eterna; sin
embargo, en esos capítulos todo encuentra sitio más que
racional: “razonable”. Es dentro de una arquitectura teoló-
gica que se comprende por qué el hombre conoce las
cosas, por qué su cuerpo está hecho de cierta manera, por
qué para decidir debe examinar los hechos y las opiniones
y resolver las contradicciones sin ocultarlas, tratando de
ponerlas frente a frente —componerlas— a plena luz. (T.)
7 La disputatio, en tiempos de Santo Tomás y en las univer-
sidades medievales, era una discusión pública, casi con
carácter de justa o combate de honor, sujeta a reglas claras
que se aplicaban en forma rigurosa para evitar que la discu-
sión degenerase en divagación. Un maestro exponía una
tesis. Quien quisiera objetarla, debía hacerlo en forma de
silogismo. El defensor repetía la objeción y juzgaba cada
una de sus proposiciones. Si lograba demostrar el error de
alguna de las premisas de su impugnante, éste estaba obliga-
do a probarla. Fue, en la época, el recurso universitario más
importante y más socorrido para aclarar cuestiones contro-
vertidas. Incluso, como lo ha mostrado Erwin Panofsky en
Architecture Gothique et Pensée Scholastique, era el método que
empleaban los arquitectos para tomar decisiones relativas a
la construcción de edificios, lo que ha hecho que el autor
mencionado afirme que se trata del método universal del
pensamiento y la acción medievales. (T.)
8 Eco se refiere a Étienne Gilson, autor que estudió no sólo
el pensamiento de Santo Tomás, sino los de otros muchos
pensadores de la época, y es autor de obras notables como
Le Thomisme, La philosophie de saint Bonaventure, Introduction à
l’étude de saint Augustin, La Théologie mystique de saint Bernard,
Dante et la Philosophie, Eloïse et Abélard, L’esprit de la philosophie
médiévale, Jean Duns Scot, etc. (T.)

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Jubileo 3

  • 1. 1  misiones y predicación  celebraciones y oración  diálogo y comunidad  e s t u d i o s y r e f l e x i ó n Elogio de Santo Tomás por Umberto Eco «Se puede decir que él, Tomás de Aquino, me curó milagrosamente de la fe». Declaración de Umberto Eco por 1954, después de haber estudiado al Aquinate para su tesis de doctorado. Irónica y provocadora, la sentencia no carece de una pizca de lucidez. El fraile dominico pugnó toda su vida por una fe razonable, a diferencia del fideísmo que deja a un lado la razón para adherirse ciegamente a las creencias, sean estas religiosas, ideológicas, políti- cas, nacionalistas. Peor aún cuando el fideísmo se vuelve militante y gana adeptos atizando emociones y prejuicios. Lo que estamos viendo hoy en día. En recuerdo de su autor fallecido el 19 de febrero, presentamos este Elogio de Santo Tomás, un ensayo lúdico publicado originalmente en 1974 en el semanario L’Espresso con motivo del séptimo centenario de la muerte del santo. En español fue publicado en 1998 por la revista mexicana Nexos, que recién ha vuelto a publicarlo, en traducción de Carlos Castillo Peraza, filósofo y político mexicano (+ 2000), que pasó por la enseñanza de dominicos en la Universidad de Friburgo (Suiza) de 1972 a 1976, una especie rara de animal, político decía Aris- tóteles no filosófico, que parece estar en vías de extinción. [F. Q.] Una mala jugada La peor desgracia de su carrera no se abatió sobre Santo Tomás de Aquino el 7 de marzo de 1274, cuando murió en Fossanova con apenas 49 años de edad y los monjes no lograron bajar su cuerpo por las escaleras, a causa de su gor- dura. Tampoco cuando, tres años después de su muerte, el arzobispo de París Étienne Tempier emitió una lista de proposiciones heréticas (doscientas diecinueve) que incluía la mayor parte de las tesis averroístas, ciertas observa- ciones acerca del amor terrestre elaboradas cien años antes por André Le Chapelain y veinte proposiciones claramente atribuibles al angélico doctor Tomás, de los señores de Aquino. La historia evacuó rápidamente este acto represivo y Tomás, ya muerto, ganó su batalla, en tanto que Étienne Tempier terminó —junto con Guillermo de Saint Amour, el otro enemigo de Santo Tomás— entre los rangos desgraciada- mente eternos de los grandes restauradores que comienzan con los jueces de Sócrates y, pasan- do por los de Galileo, terminan provisional- mente en Gabrio Lombardi. [1] La desgracia que echa a perder la vida de Santo Tomás sobrevino en 1323, dos años después de que muriera Dante y quizás un poco por su propia culpa, cuando Juan XXII decidió convertirlo en Santo Tomás de Aquino. Fue una mala jugada, como las de recibir el premio Nobel, ingresar en la Aca- demia Francesa o conseguir el Óscar. El bene- ficiado se vuelve algo parecido a la Gioconda: un cliché. Constituyen el momento en que un gran incendiario es nombrado bombero. 3
  • 2. 2 El burro y el buey Este año se conmemora el séptimo centenario de la muerte de Tomás. [2] Tomás vuelve a estar de moda como santo y como filósofo; se intenta elucidarlo que Tomás habría hecho hoy si hubiera tenido la fe, la cultura y la energía intelectual con las que contó en su tiempo. Pero en ocasiones el amor entenebrece las almas. Para decir que To- más fue grande, se afirma que fue un revolucio- nario y es necesario tratar de entender en qué sentido lo fue, porque no puede afirmarse que fuese un restaurador, pero sí que levantó un edifi- cio tan sólido que, después de él, ningún revolu- cionario ha podido asurarlo desde el interior; lo más que ha podido hacerse —de Descartes a Hegel, de Marx a Theilard de Chardin— es ha- blar de aquél “desde el exterior”. Lo anterior es todavía más interesante porque no se comprende cómo pudo ser causa de escán- dalo un individuo tan poco romántico, tan gordo y tan sosegado que en la escuela tomaba notas en silencio con aire de no entender nada y era objeto de las burlas de sus compañeros. Una vez, cuando en el refectorio del convento estaba sentado en su doble sitial (había sido necesario cortar el brazo de separación para hacerle un espacio más ancho), los bromistas monjes le hicieron creer que afuera ha- bía un burro que volaba; él corrió a verlo; los otros morían de risa (se sabe que los frailes mendicantes tienen gustos muy simples); entonces Santo To- más (que no era un bobo) les dijo que era más verosímil un burro volador que un monje mentiro- so y los religiosos enrrollaron la cola. Ese estudian- te, que fue apodado por sus camaradas “el buey mudo”, llegó a ser un profesor adorado por sus alumnos. Un día que se paseaba por las colinas con sus discípulos y miraban juntos París desde lo alto, aquéllos le preguntaron si le gustaría ser el señor de tan bella ciudad. El contestó que, por mucho, preferiría contar con el texto de las homi- lías de san Juan Crisóstomo. Sin embargo, cuando un enemigo idelógico le llenaba los zapatos de piedras, se convertía en una fiera y —en su latín que parece decir muy poco porque se le entiende y tiene los verbos donde un italiano espera encon- trarlos— explotaba en maledicencias y sarcasmos como cualquier Marx que fustigara a M. Szeliga. Un sólido luchador ¿Era un gordo bonachón? ¿Era un ángel? ¿Era asexuado? Cuando sus hermanos quisieron impe- dirle ser dominico (en esa época el hijo menor de una familia bien se hacía benedictino, lo que era digno, y no fraile mendicante, lo que equivaldría hoy a entrar en una comunidad maoísta o irse a trabajar con Danilo Dolci), [3] lo secuestraron mientras marchaba hacia París y lo encerraron en el castillo de la familia. Luego, para liberarlo de esa idea fija y hacer que se convirtiera en un abad como se debe, le mandaron a su cuarto una mu- chacha desnuda y dispuesta a todo. Tomás tomó entonces un tizón y se puso a perseguir a la joven con la clara intención de quemarle las nalgas. En- tonces ¿nada de sexo? Vaya usted a saberlo, por- que la cosa lo turbaba de tal modo que desde entonces, según Bernardo de Guido, “si los en- cuentros con mujeres no eran verdaderamente necesarios, los evitaba como si fuesen serpientes”. En cualquier caso, el hombre era un lucha- dor. Sólido, lúcido, concibió un ambicioso pro- yecto, lo ejecutó y ganó. Veamos cuál era el terreno de combate, qué estaba en juego y qué ganancias obtuvo. Cuando Tomás nació, las comunas italianas llevaban cincuenta años de haber vencido la batalla de Legnano contra el Imperio. Inglate- rra llevaba diez con la Carta Magna. En Fran- cia acababa de terminar el reino de Felipe Au- gusto. El Imperio agonizaba. En cinco años, las ciudades marítimas, libres y comerciantes del Norte constituyeron la Liga Hanseática. La economía florentina se encontraba en fase de expansión y se acuñaba el florín de oro; Fibo- nacci ya había inventado la partida doble; las escuelas de Medicina en Salerno y de Derecho en Bolonia llevaban cien años de progreso. Las Cruzadas se hallaban en estado avanzado. Esto quiere decir que los contactos con el Oriente estaban en pleno auge. Por otro lado, los ára- bes de España fascinaban al mundo occidental con sus descubrimientos científicos y filosófi-
  • 3. 3 cos. La técnica conocía un vigoroso desarrollo: las maneras de herrar los caballos, de hacer girar los molinos, de pilotar los barcos, de uncir a las bestias de tiro y de labor habían cambia- do. En el Norte, monarquías nacionales; en el Sur, comunas libres. Se busca instrumento En síntesis, todo lo anterior ya no tiene que ver con la Edad Media, al menos como se la concibe vulgarmente y, si se quiere polemizar, se diría que, salvo lo que Tomás está cocinando, se trata ya del Renacimiento. Sólo que, para que lo que sucedió sucediera, fue necesario que Tomás co- cinara lo que cocinó. Europa trata de darse una cultura que refleje una pluralidad política y eco- nómica, abierta a un nuevo sentimiento de la naturaleza, de la realidad concreta, de la indivi- dualidad humana sometida al paternal control de la Iglesia que nadie pone en tela de juicio. El proceso de producción y el de organización se racionalizan: es necesario hallar los instrumentos técnicos de la razón. En el momento en que nace Tomás, las técnicas de la razón llevan funcionando un siglo. En la parisiense Facultad de Artes se enseña música, aritmética, geometría y astro- nomía, pero también dialéctica, lógica y retóri- ca. De una manera nueva. Un siglo antes Pe- dro Abelardo había pasado por allí: perdió los genitales por razones privadas, pero su cabeza no perdió vigor: el nuevo método consiste en comparar opiniones de las diferentes autorida- des tradicionales y en llegar a una decisión siguiendo procedimientos lógicos fundados sobre una gramática laica de las ideas. Se hace lingüística y semántica: se pregunta lo que una palabra dada quiere decir y en qué sentido se la emplea. Los textos de lógica de Aristóteles son los manuales de estudio pero no todos han sido traducidos ni interpretados; nadie sabe griego, excepto los árabes que van mucho más adelantados que los europeos tanto en filosofía cuanto en ciencias. Alucinación y visión Sin embargo, la escuela de Chartres lleva un siglo redescubriendo los textos matemáticos de Platón y construyendo una imagen natural del mundo, regida por leyes geométricas y proce- sos mensurables. Todavía no se está en el mé- todo experimental de Roger Bacon, sino en una construcción teórica, en una tentativa de explicar el universo a partir de bases naturales, aun cuando la naturaleza es considerada un agente divino. Roberto de Grosseteste elabora una metafísica de la energía luminosa que nos hace pensar un poco en Bergson y otro poco en Einstein: nacen los estudios de Optica, es decir, se plantea el problema de la percepción de los objetos físicos y se traza la frontera en- tre alucinación y visión. Esto es ya mucho porque el universo de la Alta Edad Media era el de la alucinación, bos- que simbólico poblado de presencias misterio- sas en el que las cosas eran vistas como el rela- to continuo de una divinidad que pasara su tiempo leyendo y elaborando crucigramas. En la época de Tomás, este universo de la alucina- ción aún no desaparecía bajo los golpes del universo de la razón. Por el contrario, éste era producto de las élites intelectuales y se le mi- raba de soslayo porque se miraba de soslayo a todas las cosas terrestres. San Francisco le hablaba a los pajarillos pero el andamiaje filosófico de la filosofía es neoplatónico. Esto significa claramente que lejos, muy lejos, está Dios; en su globalidad inaccesible se agitan los principios de las cosas, las ideas: el universo es efecto de una distrac- ción benevolente de ese Uno remotísimo que parece verterse lentamente hacia abajo dejando huellas de su perfección en los sucios grumos de sus excrementos, como sedimentos de azú- car en la orina. En tal estiércol, que representa para el neoplatonismo la periferia más soslaya- ble del Uno, es posible encontrar —casi siem- pre gracias al golpe genial del crucigramista— trazas, gérmenes de comprensión: en realidad la comprensión se encontraba en otra parte:
  • 4. 4 allí donde, en el mejor de los casos, llegaba el místico con su intuición nerviosa, descarnada, y penetraba con el ojo de un casi drogado en el departamento de soltero del Uno, lugar del único festín verdadero. Platón y San Agustín habían dicho todo lo necesario para comprender los problemas del alma. Sin embargo, cuando era preciso definir la naturaleza de una flor, o la del enmarañamiento de las tripas que los médicos de Salemo exami- naban en el vientre de los enfermos, o la de los efectos benéficos del aire fresco una tarde pri- maveral, todo se complicaba. Entonces valía más conocer las flores a partir de las miniaturas de los visionarios, ignorar las tripas y considerar peligrosamente tentadoras las tardes de primave- ra. La cultura europea estaba, pues, dividida en- tre los que entendían el cielo y los que entendían la tierra. Y quien prefería entender la tierra y se desinteresaba del cielo sufría molestias: alrededor erraban las Brigadas Rojas de la época, sectas heréticas que por un lado querían cambiar al mundo y construir repúblicas imposibles y, por el otro, practicaban la sodomía, el robo y otras maldades. Vaya a saberse si todo era cierto pero, en la duda, más valía matarlos a todos. Un griego excepcional En esos tiempos, los hombres de la razón aprenden de los árabes que hay un viejo maestro (griego) que podría aportar una clave para unifi- car a esos miembros dispersos de la cultura: Aristóteles. Aristóteles sabía hablar de Dios, pero clasificaba piedras y animales, se ocupaba de los movimientos de los astros, sabía lógica, se interesaba por la psicología, hablaba de física, ordenaba sistemas políticos. Sobre todo, Aristóteles ofrecía las claves (y Tomás sabría ex- plotarlas plenamente) para invertir la relación entre la esencia de las cosas —es decir, lo que se puede entender y decir de las cosas, incluso cuando no las tenemos a la vista— y la materia de que las cosas están hechas. Dejemos en paz a Dios, que vive bien en su lugar y que ha dotado al mundo de excelentes leyes físicas que le permiten marchar solo. No nos extraviemos en el intento de hallar huellas de esencias en esa suerte de caída mística durante la cual —y perdiendo en el camino lo mejor— las esencias acaban por contaminarse de materia. El mecanismo de las cosas lo tenemos ante los ojos. Las cosas son el principio de su propio movimiento; un hombre, una flor, una piedra son organismos que crecen de acuerdo con una ley interna que los echa a andar: la esencia es el principio de su crecimiento y de su organización. Es algo que ya está allí, listo para explotar; algo que rige desde dentro el mo- vimiento de la materia y la hace desarrollarse y manifestarse: algo por lo que podemos en- tenderla. Una piedra es una parcela de materia que asumió una forma: de este matrimonio nació una sustancia individual. El secreto del ser, como lo ex- plicará Tomás en un relámpago de genio, se encuentra en el acto concreto de existir. La existencia, lo que acaece no son accidentes que les suceden a las ideas: éstas, por su parte, están mejor en el calor uterino de la divinidad lejana. Por principio de cuentas, gracias al cielo, las cosas existen concretamente. Luego las comprendemos. Naturalmente, quedan dos puntos por precisar. En primer lugar, para la tradición aristotélica, en- tender las cosas no quería decir estudiarlas experi- mentalmente: bastaba entender que las cosas cuen- tan, la teoría se ocupaba del resto. Es poco, si se quiere, pero es ya un notable salto hacia adelante en relación con el universo alucinado de los siglos precedentes. En segundo término, si Aristóteles debía ser cristianizado, había que dar más espacio a Dios que andaba un poco distante. Las cosas cam- bian en virtud de la fuerza interna del principio de
  • 5. 5 vida que las mueve, pero habrá que admitir que, si Dios toma en serio todo este gran movimiento, es muy capaz de pensar la piedra mientras ésta se vuelve piedra por ella misma y que, si decidiera cortar la corriente eléctrica (a la que Tomás llama “participación”), se daría el black-out cósmico. En consecuencia, la esencia de la piedra está en la piedra, es captada por nuestro espíritu que es capaz de pensarla, pero existía ya en el espíritu de Dios quien está lleno de amor y no pierde el tiempo en arreglarse las uñas, sino aportando energía al universo. Así había que jugar el juego. Si no, Aristóteles no hubiese entrado en la cultura cristiana y, si no entraba, tampoco hubieran en- trado la naturaleza y la razón. El juego es difícil porque los aristotélicos que Tomás encuentra cuando comienza a trabajar ha- bían seguido otro camino que hasta puede gusta- mos más, y que un intérprete aficionado a los cor- tos circuitos históricos podría presentar como ma- terialista. Sería empero un materialismo muy poco dialéctico, un materialismo astrológico que habría disgustado un poco a todos: tanto a los guardianes del Corán como a los del Evangelio. El responsable había sido, un siglo antes, Averroes, hombre de cultura musulmana, de raza berebere, de nacionali- dad española y de lengua árabe. Averroes conocía a Aristóteles mucho mejor que nadie y entendió a dónde llevaba la ciencia aristotélica: Dios no es un mañoso que se mete al azar en todo. El estructuró la naturaleza en su orden mecánico y sus leyes ma- temáticas, regida por la determinación estricta de los astros; y, dado que Dios es eterno, el mundo en su orden también lo es. La filosofía estudia este orden, es decir la naturaleza. Los hombres somos capaces de comprenderla porque en cada uno de nosotros actúa un mismo principio de inteligencia. Si no, cada uno vería las cosas a su manera y no podríamos entendemos. La conclusión materialista era inevitable: el mundo es eterno, está regido por un determinismo previsible y, si un solo intelecto habita en todos los hombres, el alma inmortal no existe. Si el Corán dice otra cosa, el filósofo debe creer filosóficamente en lo que su ciencia le prueba y luego, sin plantearse demasiados problemas, creer lo contrario sometiéndose a su fe. Hay dos verda- des. La una no tiene por qué molestar a la otra. Averroes llevó a conclusiones claras lo que estaba implícito en un aristotelismo riguroso. Esta fue la causa de su buen éxito entre los maestros de la Facultad de Artes de París, particularmente Siger de Brabante —a quien Dante ubicó en el Paraíso al lado de Santo Tomás, no obstante que éste fue a su vez la causa del desplome de la carrera científica de aquél, así como de su relegación a capítulos secundarios de la historia de la filosofía. Política de la cultura El juego de política cultural que Tomás trata de jugar es doble: por una parte, hacer que la cien- cia teológica de su tiempo acepte a Aristóteles; por la otra, disociar al griego de la utilización que le daban los averroístas. Al hacer eso, Santo Tomás se topa con un escollo: él pertenece a las órdenes mendicantes [4] que tuvieron la des- ventura de poner en circulación a Joaquín de Flore y a una banda de herejes apocalípticos que se convirtieron en un grave peligro para el orden constituido por la Iglesia y por el Estado. Esto permitió a los maestros reaccionarios de la Facultad de Teología, dominados por el temible Guillermo de Saint Amour, cerrar filas para afirmar que todos los frailes mendicantes eran joaquinitas y heréticos que querían enseñar al Aristóteles, maestro de los materialistas ateos averroístas. Se trata del mismo juego de Gabrio Lombardi: quien quiere legalizar el divorcio es amigo del que quiere legalizar el aborto, y éste del que quiere legalizar la droga: vote sí a la vida como el primer día de la creación.[5] Por el contrario. Tomás no era hereje ni revo- lucionario. Se le llamó “concordista”.[6] Iglesia y naturaleza Gracias a todo eso, Tomás dio a la Iglesia una doc- trina que, sin quitarle un pelo de su poder, dejó a las comunidades en libertad para decidir si eran monárquicas o republicanas, y que distingue, por ejemplo, diferentes tipos y derechos de propiedad. Esto, hasta el punto de decir que el derecho de
  • 6. 6 propiedad existe en cuanto a la posesión pero no en cuanto al uso. Ejemplo: yo tengo derecho de poseer un inmueble en la calle Tibaldi pero, si hay personas que habitan en barracas, la razón me exige que yo les permita utilizar aquélla (yo seguiré siendo el propietario de mi inmueble, pero los otros deben habitarlo incluso si repugna a mi egoísmo). Hay más: ésta y otras soluciones están fundadas en el equilibrio y en esa virtud llamada “prudencia”, cuyo “fin” es conservar la memoria de las experiencias adquiridas, el sentido exacto de los fines, la atención lista para la coyuntura, la in- vestigación racional progresiva, la previsión de las contingencias futuras, la circunspección frente a las oportunidades, la precaución ante las complejida- des y el discernimiento frente a las condiciones excepcionales. Llega a tanto, porque este místico que no hallaba la hora de perderse en la visión beatífica de Dios a la que el alma humana aspira “por naturaleza”, era también un hombre extraordina- riamente atento a los valores naturales y respe- tuoso del discurso racional. No olvidemos que antes de Tomás, cuando se estudiaba el texto de un autor antiguo, el comenta- dor o el copista que encontraba algo discordante con la religión revelada recurría a uno de estos tres expedientes: borraba las frases “erróneas”, las acompañaba de un signo de dubitación para alertar al lector, desplazaba los “errores” al margen. Por el contrario ¿qué hacía Tomás? Alineaba las opinio- nes divergentes, esclarecía el sentido de cada una de éstas, ponía todo en cuestión —incluso el dato de la revelación—, enumeraba las objeciones posi- bles, intentaba la mediación final. Todo debía ser hecho en público, como pública era la disputatio [7] de la época: entonces entraba en funciones el tri- bunal de la razón. Los especialistas más finos y más fieles del tomismo, como Gilson, [8] han mostrado bri- llantemente que, si se lee bien, se descubre que en todos los casos el dato de la fe prevalecía sobre todo lo demás y orientaba la elucidación del problema, a saber: que Dios y la verdad reve- lada precedían y guiaban el movimiento de la razón laica. Nadie ha dicho nunca que Tomás era Galileo. Sencillamente, Tomás le aporta a la Iglesia un sistema doctrinal que la pone en acuerdo con el orden natural. Y obtiene victorias fulgurantes. Los datos hablan. Nuevas reglas del juego Antes de él se afirmaba que “el espíritu de Cristo no reina donde vive el espíritu de Aristóteles”; en 1210 los libros de filosofía natural del filósofo grie- go estaban aún prohibidos y las prohibiciones con- tinuaron durante los decenios siguientes, mientras Tomás hacía traducir esos textos por sus colabora- dores y los comentaba. Pero en 1255 todo Aristó- teles pasa. Después de la muerte de Tomás, como hemos visto, se intenta todavía una reacción, pero finalmente la doctrina católica se alinea con las posiciones aristotélicas. El dominio y la autoridad espiritual que alguien como Croce ejerció sobre cincuenta años de cultura italiana son nada compa- radas con la de Santo Tomás quien, en cuarenta años, cambió toda la política cultural del mundo cristiano. Después de esto, el tomismo. Tomás dotó al pensamiento católico de un marco tan completo, dentro del cual todo encuentra sitio y explicación, que a partir de entonces el pensamien- to católico no logra mover nada. Cuando mucho, con la escolástica contrarreformista, reelabora a Santo Tomás, nos restituye un tomismo jesuítico, un tomismo dominico y hasta un tomismo francis- cano en el que se agitan las sombras de Buenaven- tura, Duns Scoto y Ockham. Pero a Tomás ya no puede tocársele. Lo que en él fue una ansiedad de construir un sistema nuevo, deviene, en la tradición tomista, vigilancia conservadora de un sistema intocable. Donde Tomás conmovió, trastornó todo para reconstruir de nuevo, el tomismo esco- lástico trata de no tocar nada y hace prodigios de acrobacia pseudotomasiana para atrapar lo nuevo en las redes del sistema de Tomás. La tensión y la sed de conocimiento que el robusto Tomás poseía en el grado más alto se desplazan hacia los movi- mientos heréticos y la reforma protestante. De Tomás queda el marco y no el esfuerzo intelectual que fue necesario para armar ese marco que, en su época, fue verdaderamente “diferente”. Naturalmente, la falta es también suya, puesto que él dio a la Iglesia un método para conciliar las tensiones y englobar de manera no conflictiva
  • 7. 7 todo lo que no se puede evitar. Fue él quien ense- ñó a cernir las contradicciones para resolverlas de modo armonioso. Aceptada la apuesta, se creyó que Tomás enseñaba a expresar un “ni sí ni no”, allí donde había una oposición entre sí y no. Sólo que Tomás lo hizo en un momento en que decir “ni sí ni no”, no equivalía a detenerse sino a se- guir adelante y cambiar las reglas del juego. Por eso se puede preguntar qué haría Tomás de Aquino si viviera hoy. Se puede responder que, de todas maneras, no reescribiría una Sum- ma Theologica. Tendría en cuenta al marxismo, a la teoría de la relatividad, a la lógica formal, al exis- tencialismo, a la fenomenología. No comentaría a Aristóteles, sino a Marx y a Freud. Cambiaría sus métodos de argumentación que se volverían un poco menos armónicos y conciliadores. En fin, se daría cuenta de que no es posible ni debi- do elaborar un sistema definitivo, acabado como una arquitectura, sino una especie de sistema móvil, una summa de hojas sustituibles porque en su enciclopedia de las ciencias habría que incluir la noción de lo provisional histórico. Yo podría afirmar que sería cristiano, pero supongámoslo. Tengo la certeza de que participaría en las cele- braciones de su aniversario únicamente para recordar que no se trata de decidir cómo seguir utilizando lo que él pensó, sino de pensar otras cosas: que es necesario, cuando mucho, aprender de él lo que es necesario hacer para pensar ho- nestamente como hombre del propio tiempo. Dicho esto, no querría estar en su lugar. Traducción y notas de Carlos Castillo Peraza Notas 1 Se trata de un católico italiano, promotor de la Demo- cracia Cristiana a partir del final de la Segunda Guerra mundial, conocido por sus posiciones adversas a la legali- zación del divorcio, del aborto, del uso de drogas. (T.) 2 El artículo fue publicado en 1974 por L’Espresso. 3 Dolci fue lo que se suele llamar un “burgués” que hacia los setenta decidió irse a vivir entre y con los campesinos, especialmente del sur de Italia, a quienes encabezó en la defensa de sus tierras y aguas, y en la resistencia al mono- polio y a la construcción especulativos. (T.) 4 Las más importantes entre éstas fueron y siguen siendo la fundada por San Francisco de Asís y la fundada por Santo Domingo de Guzmán, respectivamente los francis- canos y los dominicos. Tomás perteneció a ésta. Joaquín de Flore —de Fiore o de Flora—, a quien Eco se referirá enseguida, fue franciscano. A los mendicantes, que de algún modo rompieron el monopolio del monaquismo que hasta el siglo XIII tuvieron los benedictinos, se les llamó “frailes” (del latín frater, “hermano”). También fueron “frailes” los agustinos, los carmelitas, los mercedarios, los mínimos y los servitas. (T.) 5 Cuando en Italia se sometió a referéndum si debía conti- nuar vigente la ley que ignoraba el divorcio, Lombardi fue partidario del “sí” y encabezó la campaña contra una nueva ley que lo admitiese juntando en una sola categoría a todos los mencionados por Eco en su metáfora histórica. (T.) 6 La acusación, en filosofía y en la época, equivaldría a la de “concertacesión” en política mexicana contemporánea. Tomás pone un extraordinario sentido común en la realización de su proyecto de acordar la nueva ciencia con la ciencia de la revelación. También una gran adhesión a la realidad natural y al equilibrio terreno. Quede claro: no aristoteliza el cristianismo, sino que cristianiza a Aristóte- les; no piensa —jamás pensó— que con la razón se podía entender todo, sino que todo podía entenderse con la fe; quiso decir sencillamente que la fe no estaba en desacuer- do con la razón y, en consecuencia, que era posible darse el lujo de razonar fuera del universo de la alucinación. Así se entiende por qué, en la arquitectura de sus obras, los capítulos principales no hablan más que de Dios, de los ángeles, del alma, de las virtudes, de la vida eterna; sin embargo, en esos capítulos todo encuentra sitio más que racional: “razonable”. Es dentro de una arquitectura teoló- gica que se comprende por qué el hombre conoce las cosas, por qué su cuerpo está hecho de cierta manera, por qué para decidir debe examinar los hechos y las opiniones y resolver las contradicciones sin ocultarlas, tratando de ponerlas frente a frente —componerlas— a plena luz. (T.) 7 La disputatio, en tiempos de Santo Tomás y en las univer- sidades medievales, era una discusión pública, casi con carácter de justa o combate de honor, sujeta a reglas claras que se aplicaban en forma rigurosa para evitar que la discu- sión degenerase en divagación. Un maestro exponía una tesis. Quien quisiera objetarla, debía hacerlo en forma de silogismo. El defensor repetía la objeción y juzgaba cada una de sus proposiciones. Si lograba demostrar el error de alguna de las premisas de su impugnante, éste estaba obliga- do a probarla. Fue, en la época, el recurso universitario más importante y más socorrido para aclarar cuestiones contro- vertidas. Incluso, como lo ha mostrado Erwin Panofsky en Architecture Gothique et Pensée Scholastique, era el método que empleaban los arquitectos para tomar decisiones relativas a la construcción de edificios, lo que ha hecho que el autor mencionado afirme que se trata del método universal del pensamiento y la acción medievales. (T.) 8 Eco se refiere a Étienne Gilson, autor que estudió no sólo el pensamiento de Santo Tomás, sino los de otros muchos pensadores de la época, y es autor de obras notables como Le Thomisme, La philosophie de saint Bonaventure, Introduction à l’étude de saint Augustin, La Théologie mystique de saint Bernard, Dante et la Philosophie, Eloïse et Abélard, L’esprit de la philosophie médiévale, Jean Duns Scot, etc. (T.)