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David Shenk
El genio que todos llevamos dentro
Por qué todo lo que nos han contado sobre genética, talento y CI no
es cierto
Traducción de Luis Noriega
Para mis padres
2
En comparación con lo que deberíamos ser, estamos apenas medio despiertos.
Nuestras fogatas están húmedas, nuestros bosquejos, detenidos.
Apenas estamos utilizado una pequeña parte de nuestros recursos físicos y
mentales...
En términos generales, el individuo humano vive de lejos dentro de sus límites.
William James
LA TESIS
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Introducción
El Niño
La leyenda del béisbol Ted Williams fue un jugador único al que muchos consideran
con razón el bateador más «dotado» de su época. «Recuerdo haber visto uno de sus
home runs desde las gradas de Shibe Park», escribió John Updike en The New
Yorker en 1960. «La pelota pasó por encima de la cabeza del primera base y subió
de forma meticulosa describiendo una línea recta y siguió subiendo cuando superó
la valla.
La trayectoria parecía cualitativamente diferente de la que hubiera podido imprimirle
cualquier otro bateador.»
Para los aficionados al béisbol, Williams era casi un dios entre los hombres, un
«superhombre» investido de una colección de dones físicos innatos, incluidos una
coordinación mano- ojo espectacular, una gracia muscular exquisita y un instinto
asombroso. «Ted sencillamente poseía esa habilidad natural», dijo el segunda base
y miembro del Salón de la Fama Bobby
Doerr. «Estaba muy por delante de todos en su época.» Se decía que Williams tenía,
entre otras características, algo así como una visión láser que le permitía captar el
efecto que tenía la pelota al salir de los dedos del lanzador y calibrar con exactitud
por dónde pasaría sobre el home. «Ted Williams ve más de la pelota que cualquier
hombre vivo», comentó en una ocasión Ty Cobb.
Sin embargo, según el mismo Williams todos esos cuentos sobre sus milagrosas
dotes innatas no eran más que «un montón de chorradas». Sus grandes logros,
insistía, eran sencillamente el resultado de lo que había invertido en el juego. «Ese
talento no puede conseguirse salvo con práctica, práctica y más práctica», explicaba.
«La razón por la que podía ver determinadas cosas es que me lo tomaba muy en
serio... una [súper] disciplina, no una supervista.»
¿Es posible? ¿Puede una persona absolutamente normal y corriente adiestrarse
para ser fenomenal y deslumbrante?
Todos reconocemos las virtudes de la práctica y el trabajo duro, sí, pero ¿puede en
verdad determinada cantidad de esfuerzo transformar los torpes movimientos de un
aficionado incapaz en el majestuoso swing de Tiger Woods o en los saltos con los
que Michael Jordán solía desafiar la gravedad? .Puede un cerebro ordinario
ampliarse hasta alcanzar un nivel de curiosidad y visión equiparable a los de Einstein
o Matisse? ¿Puede la verdadera grandeza conseguirse con medios y genes
ordinarios?
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La sabiduría convencional nos dice que no: algunas personas sencillamente nacen
con ciertos dones de los que las demás carecen; el talento y la inteligencia elevada
son de algún modo gemas escasas, diseminadas por el acervo genético humano; lo
mejor que podemos hacer es localizar y pulir esas gemas y, asimismo, aceptar las
limitaciones que el resto de los seres humanos tenemos incorporadas.
Sin embargo, alguien olvidó decirle a Ted Williams que el talento termina
manifestándose tarde o temprano. Cuando niño, Williams no estaba en absoluto
interesado en ver desplegarse sus aptitudes naturales de forma pasiva como una flor
a la luz del sol. Sencillamente quería (necesitaba) ser el mejor bateador que el
béisbol hubiera conocido, y persiguió esa meta con la ferocidad apropiada. ≪Pegarle
a la pelota lo era todo en su vida≫, recordaba un amigo de infancia. ≪Siempre tenía
el bate en la mano... Y cuando decidía hacer algo, lo hacía y sabía el porqué.»
Sus amigos le recuerdan en el viejo campo de North Park en San Diego, a dos calles
del modesto hogar de su niñez, bateando pelotas de béisbol siempre que estaba
despierto, todos los días, año tras año. Le describen golpeando las bolas hasta que
su cubierta exterior literalmente se deshacía, usando incluso bates astillados durante
horas y horas, con ampollas en los dedos y la sangre corriendo por sus muñecas.
Hijo de una familia obrera, sin dinero extra, empleaba su asignación para contratar a
sus compañeros de clase como recogepelotas de modo que él pudiera dedicarse a
batear. Desde los seis o siete años, practicaba con el bate día y noche en el campo
de North Park hasta que la ciudad apagaba las luces, y entonces caminaba hasta su
casa y practicaba con un diario enrollado delante de un espejo hasta que el sueño lo
vencía. Al día siguiente, lo mismo. Según sus amigos, asistía al colegio solo para
poder jugar en el equipo escolar. Cuando la temporada de béisbol terminaba y los
demás chicos se pasaban al baloncesto o el futbol americano, Williams seguía con
el béisbol. Cuando los otros chicos empezaron a salir con chicas, Williams siguió
bateando pelotas en el campo de North Park. Con el fin de fortalecer su visión,
caminaba por la calle con un ojo cubierto, y luego con el otro. Evitaba ir a los cines
porque había oído que eran malos para los ojos. «No iba a dejar que nada me
impidiera ser el bateador que esperaba ser», recordaría más tarde. «En
retrospectiva......era una devoción muy de libro de cuentos.»
En otras palabras, trabajo en pos de ello, con una ferocidad y determinación que
superaban con creces la norma. «Tenía una idea en mente y siempre la seguía»,
dijo Wos Caldwell, que fue su entrenador en la escuela secundaria.
Para Ted Williams la grandeza no era una cosa sino un proceso.
Y ello no cambió cuando consiguió abrirse paso en el béisbol profesional. En la
Padres de San Diego, entonces un equipo de las ligas menores, el entrenador Frank
Shellenback advirtió que su nuevo fichaje siempre era el primero en llegar a la sesión
de la mañana y el último en marcharse por la noche. Y había algo más curioso
todavía: después de cada partido, Williams le pedía al entrenador las pelotas usadas
en el juego.
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— ¿Qué haces con todas esas pelotas? —le preguntó Shellenback finalmente un
día—. ¿Se las vendes a los chicos del barrio?
—No, señor —replicó Williams—, las uso para practicar un poco más el bateo
después de la cena.
Conociendo los rigores de todo un día de entrenamiento, Shellenback encontró esa
respuesta difícil de tragar. Movido por una mezcla de sospecha y curiosidad,
recordaría más tarde, una noche ≪me subí al coche después de cenar y fui hasta el
barrio de Williams. Había un parque cerca de su casa y, ¿cómo no?, allí estaba The
Kid, el Niño, bateando esas dos maltrechas pelotas de un lado al otro del campo.
Ted estaba junto a una piedra que hacía las veces de home. Un chico le lanzaba
pelotas y otra media docena se encargaba de recogerlas. Las pelotas que hacía nada
le había entregado tenían ya las costuras deshechas».
Incluso entre los profesionales, la intensidad de Williams estaba tan alejada de la
norma que con frecuencia resultaba incómodo contemplarla de cerca. «Hablaba de
la ciencia del bateo ad nauseam con sus compañeros de equipo y sus rivales»,
escriben sus biografos Jim Prime y Bill Nowlin. ≪Busco a los grandes bateadores de
la época (Hornsby, Cobb, etc.) y los interrogó sin piedad acerca de sus técnicas.»
Con el mismo rigor estudiaba a los lanzadores. Después de un tiempo, explicaba
Cedric Durst, que jugó en los Padres con Williams, «los lanzadores descubren los
puntos débiles de los bateadores. Con Williams no ocurrió eso... Antes de que ellos
averiguaran sus debilidades, Ted averiguaba las suyas. La primera vez que Ted vio
lanzar a [Tony] Freitas, estábamos sentados uno al lado del otro en el banquillo y
Ted dijo: “Este tío no va a darme una bola rápida que pueda batear. Descartará la
bola rápida e intentará hacer que batee la curva. Cuando lleve más bolas que strikes,
me lanzara la curva”. Y eso fue exactamente lo que sucedió».
Proceso. Después de una década de esfuerzo incesante en el campo de North Park
y cuatro impresionantes años en las ligas menores, Williams llegó a las grandes ligas
en 1939 siendo un bateador explosivo y sencillamente siguió mejorando y mejorando
y mejorando. En 1941, en su tercera temporada con los Boston Red Sox, se convirtió
en el único jugador de las grandes ligas de su época (y en el último del siglo xx) en
tener un promedio de bateo por encima de 400 durante una temporada completa.
Al año siguiente, 1942, Ted Williams se alistó en la marina como aviador. Las
pruebas que se le practicaron revelaron que tenía una visión formidable, pero que
entraba perfectamente en el rango normal de los seres humanos.
* * *
Algo muy curioso ocurrió con los violinistas de todo el mundo en el siglo xx:
progresaron con mayor rapidez que sus homólogos de siglos anteriores.
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Sabemos esto porque contamos con puntos de referencia imperecederos, como el
efervescente Concierto para violín N o 1 de Paganini y el último movimiento de la
Partita para violín N. º 2 en Re menor de Bach, quince minutos que requieren una
ejecución virtualmente imposible. Aunque en el siglo xviii ambas piezas se
consideraban casi imposibles de tocar, en la actualidad una gran cantidad de
estudiantes de violín las interpretan muy bien de forma rutinaria.
¿Cómo ocurrió eso? ¿Y cómo es que los corredores y los nadadores se han vuelto
tan rápidos, y los ajedrecistas y los tenistas, tan habilidosos? Si los seres humanos
fuéramos moscas del vinagre y produjéramos una nueva generación cada once días,
quizá sentiríamos la tentación de atribuirlo a la genética y a una evolución veloz. Pero
la evolución y los genes no funcionan de esa manera.
Hay una explicación, una sencilla y buena, pero sus implicaciones son radicales para
la vida familiar y la sociedad. Es la siguiente: algunas personas están adiestrándose
de forma más intensa (e inteligente) que antes. Somos mejores a la hora de hacer
ciertas cosas porque hemos descubierto cómo volvernos mejores.
El talento no es una cosa; es un proceso.
Esta no es en absoluto la forma en que estamos acostumbrados a pensar en el
talento. Con expresiones como «debe ser alguien dotado», «buenos genes»,
«habilidad innata», « [corredor/ tirador/orador/pintor] nato», nuestra cultura considera
el talento un recurso genético escaso, una cosa que se tiene o no se tiene. El
coeficiente intelectual (CI) y otras pruebas de ≪habilidad≫ codifican esta
concepción, y las escuelas construyen sus currículos alrededor de ella. Los
periodistas la validan de manera sistemática, y lo mismo puede decirse también de
muchos científicos. Este paradigma de los dones genéticos se ha convertido en un
elemento central de nuestra comprensión de la naturaleza humana. Encaja con lo
que se nos ha enseñado acerca del ácido desoxirribonucleico (ADN) y la evolución:
nuestros genes son el diseño que nos hace ser lo que somos. Genes diferentes
hacen individuos diferentes con habilidades diferentes. ¿De qué otra forma pudo el
mundo producir individuos tan variados como Michael Jordan, Bill Clinton, Ozzy
Osbourne y usted?
Sin embargo, toda la idea del talento genético se ha revelado completamente
equivocada, y si por desgracia se ha mantenido a flote durante décadas ha sido
debido a una cascada de malentendidos y metáforas engañosas. En años recientes
ha salido a la luz una montaña de pruebas científicas que apuntan de forma
abrumadora hacia un paradigma absolutamente diferente: no hay una escasez de
talento, sino una abundancia de talento latente. En esta concepción, el talento y la
inteligencia humanos no son algo siempre escaso, como los combustibles fósiles,
sino algo potencialmente abundante como la energía eólica. El problema no es la
inadecuación de nuestra dotación genética, sino nuestra incapacidad para
aprovechar hasta el momento lo que ya tenemos.
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Esto no quiere decir que no existan entre nosotros importantes diferencias genéticas
que se traducen en ventajas y desventajas.
Por supuesto que existen, y esas diferencias tienen consecuencias profundas. Pero
lo que las nuevas investigaciones científicas sugieren es que pocos de nosotros
conocemos nuestros verdaderos límites, que la vasta mayoría de los seres humanos
ni siquiera estamos cerca de haber accedido a lo que los científicos denominan
nuestro ≪potencial no actualizado≫.
Asimismo, esas nuevas investigaciones invitan a abrigar un optimismo profundo en
la raza humana. ≪No tenemos forma de saber cuánto potencial genético no
actualizado existe», escribe Stephen Ceci, psicólogo del desarrollo de la Universidad
de Cornell. Por tanto, desde un punto de vista lógico resulta imposible insistir (como
han hecho algunos) en la existencia de un estrato genético más bajo. Es muy
probable que la mayoría de los estudiantes que tienen un rendimiento por debajo de
lo esperado no sean prisioneros de su ADN sino que, por el contrario, no hayan sido
capaces de aprovechar hasta ahora su verdadero potencial.
Este nuevo paradigma no anuncia un simple cambio de la «naturaleza» a la
«cultura», de lo innato a lo adquirido, sino que revela cuán quebrada está en realidad
la oposición entre naturaleza y cultura, y reclama una reconsideración completa de
cómo cada una nos hace ser lo que somos. Este libro comienza, por tanto, con una
explicación nueva y sorprendente de como actúan los genes, para seguir después
con un examen detallado de los componentes fundamentales del talento y la
inteligencia que ahora resultan visibles. En su conjunto, lo que emerge es una
imagen nueva de un proceso de desarrollo fascinante sobre el que podemos influir
(aunque nunca controlar plenamente) como individuos, familias y sociedad
interesada en promover el talento. Aunque básicamente esperanzador, el nuevo
paradigma no deja de plantear al mismo tiempo algunas cuestiones morales
inquietantes con las que todos tendremos que lidiar.
Sería una locura sugerir que cualquier persona puede literalmente hacer o ser
cualquier cosa, y la intención de este libro no es proponer nada semejante. Sin
embargo, las nuevas investigaciones científicas nos dicen que es igualmente necio
pensar que la mediocridad es algo inherente a la mayoría de nosotros, o que alguien
puede conocer cuáles son sus verdaderos límites sin haber dedicado enormes
recursos e invertido cantidades ingentes de tiempo para averiguarlo. Nuestras
habilidades no están grabadas en una piedra genética. Son maleables y moldeables,
y lo son hasta bien entrada la edad adulta. Con humildad, con esperanza y con
determinación extraordinaria, la grandeza es algo a lo que cualquier niño (de
cualquier edad) puede aspirar.
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Primera parte
El mito de los dones
Capítulo 1
Genes 2.0
Cómo funcionan realmente los genes
En contra de lo que se nos ha enseñado,
los genes no determinan por sí solos nuestros
rasgos físicos y de la personalidad. En lugar de
ello, interactúan con el entorno en un proceso
dinámico y permanente que modela y pule de
forma continua al individuo.
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El sol empieza a alzarse sobre la vieja ciudad junto al río y desde las ventanas de
la quinta planta del Hospital Universitario una recién nacida grita para anunciar su
llegada al mundo. Los nuevos padres, ya agotados por la falta de descanso, la
aprietan entre sus brazos y se limitan a observarla, en parte incapaces de creer que
esto les esté ocurriendo de verdad, en parte sobrecogidos ante lo que tienen por
delante.
¿Qué cara tendrá cuando crezca? ¿Cómo será? ¿Cuáles serán sus fortalezas y
cuales sus debilidades? .Cambiara el mundo o simplemente se las apañará?
.Correrá con rapidez, formulara una nueva idea, cautivará a sus amigos, cantará para
millones?
¿Tendrá talento para algo?
Solo los años lo dirán. Entre tanto, sus progenitores no necesitan en realidad conocer
cual será el resultado final: apenas quieren saber que diferencia pueden aportar. .En
qué medida la personalidad y habilidades de su hija recién nacida están ya
predeterminadas? .Que porción queda aún disponible?
¿Qué ingredientes pueden añadir y qué tácticas deben evitar?
La confusa mezcla de esperanza, expectativas y responsabilidades ha empezado...
Tony Soprano: Y pensar que soy el causante de ello.
Dra. Melfi: ¿Cómo que usted es el causante?
Tony Soprano: Está en su sangre. Esta maldita existencia miserable.
Mis malditos genes, pútridos, asquerosos, han infectado el alma de mi niño. Ese ha
sido mi regalo para mi hijo.
Los genes pueden ser un asunto aterrador si no se los entiende.
En The Bell Curve, el libro que en 1994 se convirtió en un superventas, el psicólogo
Richard Herrnstein y el politólogo Charles Murray advertían de que estábamos
viviendo en un mundo cada vez más estratificado en el que una ≪elite cognitiva »
(aquellos con los mejores genes) se encontraba más y más aislada de otros con
material genético o cognitivo peor; «segregación genética» lo llamaron. Su mensaje
no se prestaba a confusiones:
La ironía es que en la medida en que Estados Unidos iguala las circunstancias
[ambientales] de la vida de las personas, las diferencias de inteligencia restantes son
cada vez más producto de las diferencias genéticas... En resumen, el éxito y el
fracaso en la economía estadounidense, y todo lo que ello conlleva, son de forma
creciente consecuencia de los genes que los individuos heredan.
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Una conclusión descarnada y aterradora y, por suerte, bastante errada. Los autores
básicamente habían malinterpretado una gran cantidad de estudios y estaban
convencidos de que aproximadamente el 60 por ciento de la inteligencia de cada
individuo proviene de forma directa de sus genes. Pero los genes no funcionan asi.
≪No hay factores genéticos que puedan estudiarse con independencia del entorno»,
explica Michael Meaney de la Universidad de McGill, uno de los mayores expertos
mundiales en genes y desarrollo. ≪Y no existen factores ambientales que funcionen
independientemente del genoma. [Un rasgo] emerge solo de la interacción entre el
gen y el entorno.»
Aunque Herrnstein y Murray suscribían una agenda ideológica particular, su análisis
parece también haberse visto lastrado por un error común acerca del funcionamiento
de los genes. Todos hemos aprendido que heredamos ciertas características
complejas —como la inteligencia— directamente del ADN de nuestros progenitores,
del mismo modo en que heredamos ciertos rasgos más simples como el color de los
ojos. Y los medios de comunicación están continuamente reforzando esta creencia.
Para muestra, un botón. He aquí cómo el diario USA Today explicó hace poco la
herencia:
Piense en su composición genética como la mano de cartas que recibió en el
momento de su concepción. Con cada nueva concepción en la familia, el mazo
vuelve a barajarse y se reparte una nueva mano. Eso explica en parte por qué el
pequeño Bobby duerme toda la noche como un bebé, siempre se porta bien y parece
encantado con las matemáticas, mientras que su hermano Billy tiene cólicos, nunca
presta atención y es el jefe de la pandilla desde la guardería.
Los genes dictan, los genes mandan,los genes determinan. Durante más de un siglo,
esta ha sido la explicación comúnmente aceptada de como nos convertimos en lo
que somos. En sus famosos experimentos con guisantes de las décadas de 1850 y
1860, Gregor Mendel demostró que rasgos básicos como la forma de las semillas y
el color de las flores pasaban con fidelidad de una generación a la siguiente a través
de ≪factores hereditarios ≫ dominantes y recesivos (Mendel escribía antes de que
fuera introducido el concepto «gen»). Después de ocho años y veintiocho mil plantas,
Mendel había demostrado la existencia de los genes y parecía haber demostrado
que los genes determinan por si solos la esencia de lo que somos. Tal fue la
interpretación inequívoca de los genetistas de comienzos del siglo xx.
Esa noción sigue vigente para muchos. «Los genes preparan el terreno≫, afirma
USA Today. El entorno tiene un impacto en todos los aspectos de nuestras vidas, no
cabe duda, pero primero están los genes; son ellos los que establecen los límites
específicos, máximos y mínimos, de las habilidades potenciales de cada individuo.
¿De dónde sacó tu hermano esa sorprendente voz para el canto? ¿Cómo llegaste a
ser tan alta? ¿Por qué no puedo bailar? ¿Por qué es tan rápida con los números?
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«Está en los genes», decimos.
Y eso era también lo que los autores de The Bell Curve pensaban.
Ninguno de ellos advirtió que a lo largo de las últimas dos décadas las ideas de
Mendel han sido objeto de una actualización completa, al punto de que un importante
grupo de científicos sostiene que es necesario hacer borrón y cuenta nueva, y definir
una forma completamente nueva de entender los genes.
Esta nueva vanguardia está formada por un conjunto de genetistas, neurocientificos,
psicólogos cognitivos y otros especialistas, algunos de los cuales se autodenominan
teóricos de los sistemas de desarrollo. Yo los llamo interaccionistas debido a que
hacen hincapié en la interacción dinámica entre los genes y el ambiente. No todas
las ideas de los interaccionistas han sido aceptadas plenamente aun, y ellos mismos
reconocen con franqueza su actual esfuerzo por articular todas las implicaciones de
sus hallazgos. Pero parece muy claro ya que esas implicaciones tienen un enorme
alcance y suponen un cambio de paradigma.
Para entender el interaccionismo, primero debemos olvidar todo lo que creíamos
saber acerca de la herencia. «La concepción popular del gen como un agente causal
simple no es válida», declaran las genetistas Eva Jablonka y Marion Lamb.
«Los genes no pueden ser considerados como unidades autónomas, como
segmentos específicos de ADN que siempre producen el mismo efecto. El que un
segmento concreto de ADN produzca o no algo, qué produce, dónde y cuándo lo
produce puede depender tanto de otras secuencias de ADN como del ambiente.»
Aunque Mendel no pudo detectarlo con sus híbridos de guisante perfectamente
calibrados, los genes no son como los actores robot que dicen siempre las mismas
líneas exactamente de la misma manera. Resulta que los genes interactúan con su
entorno y pueden decir cosas diferentes según con quien estén hablando.
Aunque Mendel no pudo detectarlo con sus híbridos de guisante perfectamente
calibrados, los genes no son como los actores robot que dicen siempre las mismas
líneas exactamente de la misma manera. Resulta que los genes interactúan con su
entorno y pueden decir cosas diferentes según con quien estén hablando.
Esto destruye por completo la inveterada metáfora de los genes como elementos
provistos de elaboradas instrucciones predefinidas para el color de los ojos, el
tamaño de los pulgares, la agilidad matemática, la sensibilidad musical, etc. Ahora
podemos contar con una metáfora más apropiada. En lugar de ser elementos
terminados, los genes (los veintidós mil existentes en el genoma humano)* son más
parecidos a interruptores y botones de volumen. Imagine una consola de control
enorme en el interior de cada célula de su cuerpo.
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Otro gen o cualquier mínimo estímulo procedente del entorno pueden encender o
apagar, o subir o bajar, muchos de esos botones e interruptores. Y este encendido y
apagado se produce constantemente. Empieza desde el momento en que somos
concebidos y no se detiene hasta que lanzamos nuestro último aliento. En lugar de
darnos instrucciones inmodificables sobre cómo ha de expresarse un rasgo, este
proceso de interacción entre los genes y el entorno crea un recorrido de desarrollo
único para cada individuo concreto.
*Los cálculos sobre el número real de genes varían.
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Para abreviar, los nuevos interaccionistas llaman «G×E» a este proceso,
fundamental para la comprensión actual de toda la genética. Reconocer la
interacción G×E significa que ahora entendemos que los genes tienen una influencia
poderosa en la formación de todos los rasgos, desde el color de los ojos hasta la
inteligencia, pero que rara vez determinan de forma precisa cómo serán esos rasgos.
Desde el momento de la concepción, los genes responden de forma constante a una
amplia gama de estímulos internos y externos (nutrientes, hormonas, información
sensorial, actividad física e intelectual y otros genes) e interactúan con ellos para
producir una maquina humana única, a medida de las circunstancias únicas de cada
persona.
Los genes importan y las diferencias genéticas tendrán como resultado diferencias
de rasgos, pero en última instancia cada uno de nosotros es un sistema dinámico,
una criatura en desarrollo.
Este nuevo modelo dinámico G×E (genes multiplicados por entorno) es muy diferente
del antiguo modelo estático de G+E (genes más entorno). De acuerdo con el antiguo
paradigma, lo primero eran los genes, que eran los encargados de preparar el terreno
o de darnos a cada uno nuestra primera mano de cartas, y solo después podíamos
añadir las influencias ambientales.
El nuevo modelo empieza con la interacción. No hay cimientos genéticos
establecidos antes de que el entorno entre en acción; en lugar de ello, los genes se
expresan en estricto acuerdo con su entorno. Todo lo que somos, desde el primer
momento de la concepción, es el resultado de este proceso. No heredamos rasgos
directamente de nuestros genes. Por el contrario, desarrollamos rasgos a través del
proceso dinámico que es la interacción entre los genes y el entorno. En el concepto
G×E, las diferencias genéticas siguen teniendo una importancia enorme. Pero, por
sí solas, no determinan quiénes somos.
De hecho, ni siquiera heredamos nuestros ojos azules o marrones de los genes de
nuestros progenitores. No de forma directa.
Debido a nuestro completo adoctrinamiento en la genética mendeliana, esto puede
sonar disparatado en un primer momento. Pero la realidad ha resultado ser bastante
más compleja, incluso en el caso de los guisantes. Muchos científicos han entendido
esta verdad mucho más compleja durante años, pero han tenido dificultades para
explicarla a la sociedad en general. De hecho, resulta bastante más difícil de explicar
que el simple determinismo genético.
* * *
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Para entender los genes de forma más completa, necesitamos primero volver a dar
un paso atrás y explicar qué es lo que realmente hacen:
Los genes dirigen la producción de las proteínas.
Cada una de nuestras células contiene una doble cadena de ADN completa, que a
su vez contiene miles de genes individuales.
Cada gen pone en marcha el proceso de ensamblar los aminoácidos para formar las
proteínas. Las proteínas son macromoléculas especializadas que contribuyen a
crear las células, transportar elementos vitales y poner en marcha las reacciones
químicas necesarias. Hay muchos tipos diferentes de proteínas y son ellas las que
nos proporcionan los elementos fundamentales de todo en nuestros cuerpos, desde
la fibra muscular hasta el colágeno de los globos oculares, pasando por la
hemoglobina. Somos, todos y cada uno, la suma de nuestras proteínas.
Los genes contienen las instrucciones para la producción de esas proteínas y dirigen
el proceso de su elaboración (diagrama A).
Pero... los genes no son los únicos que influyen en el proceso de producción de las
proteínas. Resulta que las mismas instrucciones genéticas están influenciadas por
otros factores. Los genes están activándose y desactivándose de forma constante
en respuesta a los estímulos ambientales, la nutrición, las hormonas, los impulsos
nerviosos y otros genes (diagrama B).
Esto explica cómo es que cada célula de nuestro cerebro, nuestro pelo o nuestro
corazón contiene todo nuestro ADN y, no obstante, realiza una función muy
especializada. Asimismo explica cómo una diversidad genética mínima puede tener
implicaciones amplísimas: los seres humanos somos distintos los unos de los otros
no solo debido a nuestras relativamente escasas diferencias genéticas, sino también
porque cada momento de nuestras vidas influye de forma activa en la expresión de
nuestros genes.
Patrick Bateson, biólogo de la Universidad de Cambridge, propone que imaginemos
la interacción G×E como un concurso de preparación de pasteles. Un centenar de
cocineros puede empezar con casi los mismos ingredientes y, no obstante, producir
pasteles muy distintos entre sí. Aunque la existencia de ligeras diferencias entre los
ingredientes iniciales garantiza que habrá diferencias entre los pasteles finales, no
determina cuales serán esas diferencias. Las diferencias entre los productos
definitivos surgen del proceso. ≪El desarrollo es química≫, dice Bateson, ≪y el
producto final no puede simplemente reducirse a sus ingredientes».
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De forma similar, la mera presencia de cierto gen no se traduce de forma automática
en la producción de un tipo o cantidad específica de proteínas. Para poder empezar
a producir proteínas cada gen tiene antes que ser activado (encenderse o
«expresarse»).
Además, los genetistas han descubierto recientemente que algunos genes (todavía
no sabemos cuántos) son versátiles.
En algunos casos, exactamente el mismo gen puede producir proteínas diferentes
dependiendo de cómo y cuándo se active.
Todo esto significa que, por si solos, la mayoría de los genes no pueden dar lugar
directamente a la aparición de rasgos específicos. Los genes participan de manera
activa en el proceso de desarrollo y están diseñados para ser flexibles. Cualquiera
que pretenda describirlos como manuales de instrucciones pasivos en realidad está
minimizando la belleza y poder del diseño genético.
Y entonces, ¿por qué tengo los ojos marrones como mi madre y el pelo rojo como
mi padre?
En términos prácticos, existen muchos rasgos físicos elementales como el color de
los ojos, el pelo y la piel en los que el proceso es casi mendeliano: ciertos genes
producen resultados predecibles la mayor parte de las veces. Pero las apariencias
pueden ser engañosas; un simple resultado cuasi mendeliano no implica que no haya
existido interacción entre los genes y el entorno. «Incluso en el caso del color de los
ojos», dice Patrick Bateson, «la idea de que el gen relevante es la [única] causa es
equivocada, pues [no tiene en cuenta] todos los demás componentes genéticos y
ambientales». De hecho, Víctor McKusick, el genetista del Hospital Johns Hopkins al
que por lo general se considera el padre de la genética clínica, nos recuerda que en
ciertos casos «dos progenitores de ojos azules pueden tener hijos con los ojos
marrones». Los genes recesivos no pueden explicar un suceso semejante; la
interacción entre los genes y el entorno sí.
Cuando se trata de rasgos más complejos como la coordinación motora, la
personalidad y la inteligencia verbal, la interacción entre los genes y el entorno
inevitablemente aleja el proceso todavía más de las sencillas pautas de la genética
mendeliana.
¿Qué pasa con las mutaciones genéticas específicas que de forma predecible
inducen la aparición de trastornos hereditarios como la enfermedad de Huntington?
Las enfermedades causadas por genes concretos si existen, y constituyen
aproximadamente el 5 por ciento del total de enfermedades que afectan a la
población de los países desarrollados.
Pero es importante que esos trastornos no nos lleven a hacernos una idea
equivocada acerca del funcionamiento de los genes saludables. «Un cable
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desconectado puede hacer que un coche no funcione≫, explica Patrick Bateson.
≪Pero eso no significa que el cable, por sí solo, sea el responsable del movimiento
del coche.≫ De forma similar, el que un defecto genético cause una serie de
problemas no significa que la versión normal del gen en cuestión sea el único
elemento responsable del funcionamiento normal.
Ayudar a la sociedad a entender la interacción entre los genes y el entorno es una
tarea particularmente difícil debido a su enorme complejidad. Nunca tendrá el mismo
aire de sencillez que tenía nuestra vieja (y equivocada) comprensión de los genes.
Así las cosas, es una suerte que los interaccionistas cuenten con Patrick Bateson en
sus filas. Ex secretario de la rama biológica de la Royal Society de Londres y uno de
los principales divulgadores mundiales en temas de herencia, Bateson también
transmite un poderoso mensaje simbólico con su apellido. Fue William Bateson, el
famoso primo de su abuelo, quien hace un siglo acuñó la palabra «genética» y
contribuyó a popularizar el concepto original —más simple que el actual— de los
genes como paquetes de información autónomos capaces de inducir la aparición de
rasgos de forma directa.
Ahora, la tercera generación Bateson está ayudando de forma significativa a
actualizar la comprensión que la sociedad tiene de los genes y de su funcionamiento.
≪Los genes almacenan información que codifica las secuencias de aminoácidos que
constituyen las proteínas», explica Bateson. ≪Eso es todo. No codifican partes del
sistema nervioso y sin duda no codifican pautas de comportamiento específicas.≫
Su argumento es que los genes están alejados varios pasos del proceso de
formación de rasgos. Si alguien es asesinado con un revólver Smith & Wesson, nadie
acusará de su muerte al operario del alto horno en que el mineral de hierro se
transformó en arrabio (material que posteriormente se transformaría en acero y que
más tarde se vertería en distintos moldes para crear las partes con las que luego se
ensamblaría el revolver Smith & Wesson usado en el crimen). De forma similar,
ningún gen tiene la autoría explicita de una buena o mala visión, unas piernas largas
o cortas, o una personalidad afable o complicada, aunque, por supuesto, los genes
desempeñan un papel crucial a lo largo de todo el proceso. La información que
transmiten es traducida por otros elementos de la célula y está influida por una amplia
variedad de señales procedentes del exterior de la célula. Se forman entonces ciertos
tipos de proteínas, que se convertirán en otras células y tejidos, y que —en última
instancia— nos harán ser lo que somos.
La distancia de pasos entre el gen y el rasgo dependerá de la complejidad del rasgo.
Cuanto más complejo sea el rasgo, más alejada estará su formación directa de
cualquier gen concreto. Este proceso continua a lo largo de toda nuestra vida.
La estatura puede ayudarnos a comprender estupendamente la dinámica gen
entorno. La mayoría de las personas piensa que la altura está más o menos
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directamente determinada por la genética. La realidad es muchísimo más
interesante.
Uno de los primeros y más sorprendentes indicios de la nueva forma de entender el
desarrollo como un proceso dinámico se conoció en 1957 cuando William Walter
Greulich, investigador de la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford,
midió la estatura de los niños japoneses criados en California y la comparó con la
estatura de los niños japoneses criados en Japón durante el mismo período de
tiempo. Los niños criados en California, que tenían acceso a una nutrición y atención
medica significativamente mejores, crecieron para ser de media casi trece
centímetros más altos que los niños criados en Japón. El mismo acervo genético en
un entorno diferente producía estaturas radicalmente distintas. Greulich no se dio
cuenta de esto en su momento, pero su hallazgo constituye una ilustración perfecta
de cómo funcionan en verdad los genes: no dando lugar de manera directa a la
aparición de ninguna forma o figura determinadas, sino interactuando de manera
enérgica con el mundo exterior para producir un resultado único, improvisado.
Resulta que una amplia variedad de factores ambientales influyen en la expresión
genética de la estatura: el sarampión o un único episodio de diarrea, por ejemplo, o
deficiencias en cualquiera de una docena de nutrientes. En las culturas occidentales
del siglo xxi, solemos dar por sentado que existe una tendencia evolutiva natural que
hace que la talla aumente con cada generación, pero lo cierto es que la estatura
humana ha fluctuado de forma espectacular a lo largo de los tiempos como respuesta
especifica tanto a cambios en la dieta y el clima como a las enfermedades. Y lo que
es más sorprendente todavía: los expertos en el estudio de la estatura han concluido
que desde un punto de vista biológico muy pocos grupos étnicos están de verdad
destinados a ser más altos o más bajos que otros grupos.
Aunque esta regla tiene algunas excepciones, «por lo general», resume Burkhard
Bilger en The New Yorker, «cualquier población podría ser tan alta como cualquier
otra... Los mexicanos deberían ser altos y esbeltos. No obstante, su desarrollo se ve
mermado con tanta frecuencia por las enfermedades y una dieta pobre que damos
por sentado que son bajos de nacimiento».
Bajos de nacimiento. Una inteligencia innata. Nació para crear música, para jugar al
baloncesto... Se trata de una suposición tentadora, que todos hemos hecho alguna
vez. Pero cuando echamos un vistazo por detrás del telón genético, con mucha
frecuencia resulta no ser válida.
Otro ejemplo asombroso de la interacción dinámica entre los genes y el entorno llegó,
por casualidad, apenas un año después del estudio de Greulich sobre la talla de los
japoneses.
En el invierno de 1958, Rod Cooper y John Zubek, dos jóvenes psicólogos de la
Universidad de Manitoba, concibieron lo que según pensaron sería un clásico
experimento sobre la inteligencia de las ratas basado en la oposición entre
19
naturaleza y crianza, o entre rasgos innatos y rasgos adquiridos. Empezaron con
ratas recién nacidas pertenecientes a dos cepas genéticas diferentes: ratas
≪listas≫, descendientes de ratas que a lo largo de muchas generaciones habían
tenido buenos resultados de forma sistemática en pruebas con laberintos, y ratas
≪tontas≫, que habían tenido malos resultados de forma sistemática en esos mismos
laberintos, en los que cometían como media un 40 por ciento más de errores.
A continuación, los investigadores criaron a cada una de estas dos cepas de ratas
en tres condiciones de vida muy diferentes:
Entorno enriquecido: con paredes pintadas con dibujos brillantes y coloridos, y
muchos juguetes o elementos de estimulación: rampas, espejos, columpios,
toboganes, campanas, etc.
Entorno normal: con paredes normales y corrientes y una cantidad moderada de
juguetes de estimulación y ejercicio.
Entorno restringido: básicamente pocilgas para ratas con nada más que una caja
para la comida y un cazo para el agua; sin juguetes ni ninguna otra cosa que pudiera
estimular sus cuerpos o sus mentes.
En términos muy genéricos, parecía bastante fácil predecir el resultado: cada cepa
de rata sería un poco más lista cuando se la criara en el entorno enriquecido y un
poco más tonta cuando se la criara en el entorno restringido. Los investigadores
esperaban obtener un gráfico que fuera aproximadamente así:
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Los datos finales eran escandalosos. En condiciones normales, las ratas listas
habían superado sistemáticamente a las ratas tontas en el laberinto. Pero en los dos
entornos extremos, su rendimiento había sido prácticamente el mismo. Las ratas
listas criadas en el entorno restringido habían cometido casi exactamente el mismo
número de errores que las ratas tontas criadas en el entorno restringido (punto A del
gráfico). En otras palabras, cuando se las criaba en un entorno empobrecido, todas
las ratas parecían igual de tontas. Sus diferencias ≪genéticas ≫ se esfumaban.
Lo mismo ocurrió con el entorno enriquecido. Aquí, las ratas brillantes también
cometían casi la misma cantidad de errores que las ratas tontas (punto B del gráfico,
la diferencia fue considerada no significativa desde el punto de vista estadístico).
Criadas en un entorno estimulante, todas las ratas parecían ser igual de inteligentes.
De nuevo, sus diferencias ≪genéticas ≫ se esfumaban.
En su momento, Cooper y Zubek no supieron cómo interpretar su hallazgo. Lo cierto
era que esas diferencias ≪genéticas » originales en realidad nunca habían sido
puramente genéticas.
En lugar de ello, eran una función de la interacción G×E de cada cepa dentro de su
entorno original. Ahora, al desarrollarse en entornos diferentes, cada cepa producía
resultados muy distintos. Y en el caso tanto del entorno enriquecido como del entorno
restringido, las diferentes cepas genéticas se revelaban muchísimo más parecidas
de lo que se había supuesto previamente.
21
En las décadas siguientes, el estudio de Cooper y Zubek se convirtió en «un ejemplo
clásico de la interacción entre los genes y el entorno», en opinión de Gerald
McClearn, experto en genética del desarrollo de la Universidad Estatal de
Pensilvania.
Muchos otros científicos coinciden con él.
Durante ese mismo período, surgieron centenares de ejemplos que, de forma
gradual, obligaron a una reconsideración general del mecanismo a través del cual
funcionan los genes.
Casi con incredulidad, los biólogos observaron que
•La temperatura alrededor de los huevos de las tortugas y los cocodrilos determina
el sexo de las crías;
• Los saltamontes jóvenes de piel amarilla se convierten permanentemente en
saltamontes de piel negra para camuflarse si a cierta edad se los expone a un
entorno ennegrecido (por ejemplo, pasto quemado);
•Las langostas que viven en entornos superpoblados desarrollan una musculatura
muchísimo mayor (adecuada para la migración) que las langostas que viven en
condiciones de hacinamiento menor.
En estos y en muchos otros casos, el entorno A parecía producir un tipo de criatura
mientras que el entorno B producía otra criatura diferente. Este nivel de modificación
de rasgos resultaba sencillamente imposible de comprender desde la vieja idea de
G+E según la cual los genes determinaban de forma directa los rasgos. Los nuevos
hallazgos exigían una explicación completamente nueva de cómo funcionan los
genes.
En 1972, el biólogo de la Universidad de Harvard Richard Lewontin ofreció una
clarificación crucial que ayudo a sus colegas a entender la interacción G×E. El
antiguo concepto, basado en la distinción entre naturaleza y cultura, proponía una
secuencia aditiva de un solo sentido como la siguiente:
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Los genes inducen la producción de proteínas que, a su vez, guían las funciones de
las células que, a su vez, conforman los rasgos (con algún aporte del mundo
exterior).
La nueva concepción G×E proponía un proceso mucho más dinámico, en el que cada
elemento participante influye en todos los demás a todos los niveles:
Los genes, las proteínas y las señales del entorno (lo que incluye el comportamiento
y las emociones humanas) interactúan de forma constante entre si y este proceso de
interacción influye en la producción de las proteínas que determinan las funciones
de las células, las cuales conforman los rasgos.
Adviértase que en la segunda secuencia las flechas que indican la influencia van en
ambas direcciones. ≪Los biólogos han terminado comprendiendo que si se
modifican los genes o el entorno, el comportamiento resultante puede ser
radicalmente diferente≫, explica el especialista en ecología evolutiva de la
Universidad de la Ciudad de Nueva York Massimo Pigliucci.
«La cuestión, por tanto, no es repartir las causas entre naturaleza y cultura, sino
[examinar] la forma en que los genes y los entornos interactúan de manera dialéctica
para dar lugar a la morfología y el comportamiento de un organismo.≫
Por tanto, la gran ironía de nuestros interminables esfuerzos para distinguir entre
naturaleza y cultura, para diferenciar lo innato de lo adquirido, es que en lugar de ello
lo que necesitamos hacer es exactamente lo opuesto: intentar entender de manera
precisa cómo lo innato y lo adquirido interactúan. Lo que determina la función de
cada célula (y las características del organismo) es precisamente qué genes se
activan, cuándo, con qué frecuencia y en qué orden.
«En cada caso», explica Patrick Bateson, «el animal individual comienza su vida con
la capacidad de desarrollarse en cierto número de formas claramente diferentes.
Como una gramola, el individuo tiene el potencial de tocar cierto número de
canciones de desarrollo diferentes. Pero durante el transcurso de su vida tocará solo
una canción. La canción concreta de desarrollo que toque es seleccionada por [el
entorno] en el que el individuo crece».
Por ende, desde el primer momento de la concepción nuestro temperamento, nuestra
inteligencia y nuestro talento están sometidos al proceso de desarrollo. Por sí solos,
los genes no nos hacen listos o tontos, caraduras o corteses, depresivos o alegres,
no nos dan aptitudes para la música o nos privan de oído para ella, no determinan si
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seremos atléticos o torpes, si tendremos talento literario o seremos individuos poco
curiosos.
Esas características provienen de una interacción compleja dentro de un sistema
dinámico. Todos los días, en todo sentido, estamos contribuyendo a determinar qué
genes se activan.
Nuestra vida interactúa con nuestros genes.
El modelo dinámico de G×E desempeña un papel clave en todo: nuestro estado de
ánimo, nuestro carácter, nuestra salud, nuestro estilo de vida, nuestra vida social y
laboral. Es la forma en que pensamos, lo que comemos, con quién nos casamos,
cómo dormimos. La oposición entre lo innato y lo adquirido, o entre naturaleza y
cultura, sonaba bien hace un siglo, pero hoy carece de sentido, pues no hay en
realidad efectos separados.
Los genes y el entorno son tan inseparables e inextricables como las letras de una
palabra o las partes de un coche. No podemos abrazar ni entender el nuevo mundo
del talento y la inteligencia sin integrar primero esta idea en nuestro lenguaje y
nuestro pensamiento.
Necesitamos reemplazar la oposición entre naturaleza y crianza por la idea de
«desarrollo dinámico».
¿Como fue que Tiger Woods termino teniendo el golpe más fiable y la salida más
competitiva de la historia del golf?
Desarrollo dinámico. ¿Cómo fue que Leonardo da Vinci consiguió convertirse en un
artista, ingeniero, inventor, anatomista y botánico sin parangón? Desarrollo
dinámico. .Como fue que Richard Feynman pasó de ser un chico con apenas un
buen coeficiente intelectual a ser uno de los pensadores más importantes del siglo
xx? Desarrollo dinámico.
El desarrollo dinámico es el nuevo paradigma para explicar el talento, el estilo de
vida y el bienestar. Nos dice cómo los genes influyen en todo pero, al mismo tiempo,
determinan en realidad muy poco. Nos obliga a repensarlo todo acerca de nosotros,
de dónde venimos y adónde podemos llegar. Nos promete que aunque nunca
tendremos un verdadero control sobre nuestras vidas, sí tenemos un poder enorme
para incidir en ellas. El desarrollo dinámico explica por qué la biología humana es
una gramola con muchas canciones potenciales: no una serie especifica de
instrucciones predeterminadas para cierto tipo específico de vida, sino una
capacidad predeterminada para diversas vidas posibles. Nadie está condenado
genéticamente a la mediocridad.
El desarrollo dinámico fue una de las grandes ideas del siglo xx, y sigue siéndolo.
Una vez nuestros novísimos progenitores, que habíamos dejado en el Hospital
24
Universitario, entiendan las implicaciones que tiene para su hija recién nacida, el
desarrollo dinámico influirá en su forma de vivir, de criar e incluso de votar.
Capítulo 2
La inteligencia es un proceso, no una cosa
La inteligencia no es una aptitud innata,
determinada desde el momento de la concepción
o durante la vida intrauterina, sino una colección
de habilidades en un proceso de desarrollo
dirigido por la interacción entre los genes
y el entorno. Nadie nace con una cantidad predeterminada
de inteligencia. La inteligencia (y las puntuaciones de las
pruebas de coeficiente intelectual) puede mejorarse. Pocos
adultos llega a desarrollar plenamente su auténtico potencial
intelectual.
[Algunos] afirman que la inteligencia de un individuo
es una cantidad fija que no puede aumentar. Debemos protestar
y reaccionar contra este pesimismo brutal.
Alfred Binet,
Inventor de la prueba original de coeficiente intelectual, 1919
Londres es una pesadilla para los taxistas, una jungla urbana absurdamente
grande y enrevesada construida de forma caótica a lo largo de mil quinientos años.
A diferencia de Manhattan o el Ensanche barcelonés, la capital británica no se alza
sobre una cuadrícula ordenada sino que es una tosca colcha de retazos en la que
se superponen y rodean las vías creadas por los asentamientos romanos, vikingos,
sajones, normandos, daneses e ingleses. En un radio de menos de diez kilómetros
desde la estación de tren de Charing Cross, unas veinticinco mil calles se unen y
cortan en todos los ángulos posibles y se convierten en callejones sin salida que
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conducen a parques, monumentos, tiendas y casas particulares. Con el fin de
obtener la licencia reglamentaria, los taxistas londinenses deben aprenderse todos
estos recovecos, un conocimiento enciclopédico al que en el oficio llaman con
orgullo ≪El Saber≫.
La buena noticia es que, una vez aprendido, El Saber queda literalmente incrustado
en el cerebro del taxista. Eso fue lo que la neuróloga británica Eleanor Maguire
descubrió en 1999 cuando ella y sus colegas realizaron estudios de resonancia
magnética (RM) a los taxistas londinenses para compararlos con los de los cerebros
de otras personas. A diferencia de lo observado en el grupo de control, en los taxistas
con experiencia los investigadores advirtieron un aumento importante del tamaño de
la parte posterior del hipocampo (la parte del cerebro especializada en el recuerdo
de las representaciones espaciales).
Por sí solo este hallazgo no probaba nada; en teoría es posible que los individuos
nacidos con hipocampos con grandes partes posteriores tengan una mejor habilidad
espacial innata y, por tanto, mayores probabilidades de convertirse en taxistas. Lo
que hacía tan asombroso el estudio de Maguire es que correlacionaba el tamaño de
los hipocampos directamente con la experiencia de los conductores: cuanto más
larga era su carrera al volante, más grande era la parte posterior de su hipocampo.
Eso era un indicio muy importante de que el trabajo espacial cambiaba de forma
activa el cerebro de los taxistas.
≪Estos datos≫, concluyo Maguire de forma espectacular, ≪sugieren que los
cambios en la sustancia gris del hipocampo... son adquiridos».
Más aun, su conclusión concuerda a la perfección con lo que otros investigadores
han descubierto en estudios recientes sobre violinistas, lectores de braille,
meditadores y víctimas de derrames cerebrales, a saber, que partes especificas del
cerebro se adaptan y organizan en respuesta a experiencias específicas.
≪La corteza cerebral tiene una capacidad extraordinaria para remodelarse después
de un cambio ambiental», señaló el psiquiatra de la Universidad de Harvard Leon
Eisenberg en una completa revisión de esos estudios.
Esta es nuestra famosa ≪plasticidad≫: la capacidad intrínseca del cerebro humano
para convertirse, con el tiempo, en lo que le pidamos ser. Esta capacidad no implica
que todos nazca-Mansky, Amani Martin, Massimo Pigliucci, David Plotz, Steve
Silberman, 7u lMichael Strong, Francesca Thomas, Susie Weiner y Sarah Williams.
Jim Berman y Andy Walter llevaron la lectura de pruebas a un nuevo nivel al leerlo y
alimentarme sin tregua.
Por su amistad y apoyo, estoy también en deuda con Jeremy Benjamin, David Booth
Beers, Peggy Beers, Eric Berlow, Carolyn Berman, Greg Berman, Chandler Burr,
Bonni Cohen, Eamon Dolan, Bruce Feiler, Richard Gehr, Rob Guth, Andy Hoffman,
Rachel Holzman, Steve Hubbell, Jane Jaffin, Roy Kreitner, Virginia McEnerney,
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www.planetadelibros.com
Primera edición en libro electrónico (PDF): septiembre de 2011
ISBN: 978-84-344-7007-1 (PDF)
Conversión a libro electrónico: Newcomlab, S. L. L.
www.newcomlab.com