Érase una vez un niño que vivía en una pequeña aldea rodeada de
montañas. Su nombre era Leo y le encantaba explorar la naturaleza y
descubrir cosas nuevas. Un día, mientras caminaba por el bosque, se
encontró con una cueva que nunca había visto antes. Curioso, decidió
entrar a ver qué había dentro.
La cueva era oscura y húmeda, pero Leo no tenía miedo. Siguió
avanzando hasta que llegó a una gran sala iluminada por unas extrañas
piedras brillantes. En el centro de la sala había un enorme dragón
dormido. Leo se quedó asombrado y fascinado por la criatura. Sin hacer
ruido, se acercó para verla mejor.
El dragón era de color verde esmeralda y tenía escamas relucientes.
Sus alas eran como telas de araña y su cola terminaba en una punta
afilada. Su cabeza era grande y tenía unos ojos dorados que parecían
dos soles. Su aliento salía en forma de humo por sus fosas nasales.
Leo sintió una mezcla de admiración y ternura por el dragón. Quiso
tocarlo para sentir su piel, pero tuvo cuidado de no despertarlo.
Alargó la mano y acarició suavemente su lomo. El dragón abrió los ojos
y miró a Leo con sorpresa e ira.
- ¿Quién eres tú? ¿Qué haces aquí? -rugió el dragón con voz potente.
- No te asustes, no quiero hacerte daño -dijo Leo con voz temblorosa-.
Me llamo Leo y solo quería conocerte.
- ¿Conocerme? ¿Por qué? Nadie quiere conocerme -dijo el dragón con
tristeza-. Todos me temen y me odian. Soy el último de mi especie y
vivo solo en esta cueva desde hace siglos.
- Yo no te temo ni te odio -dijo Leo con sinceridad-. Me pareces muy
bonito e interesante. Me gustaría ser tu amigo.
- ¿Mi amigo? -repitió el dragón incrédulo-. ¿De verdad quieres ser mi
amigo?
- Sí, claro -dijo Leo sonriendo-. Si tú quieres, claro.
El dragón se quedó pensativo unos instantes y luego sonrió también.
- Está bien -dijo-. Nunca he tenido un amigo antes. Me llamo
Esmeralda, por el color de mis escamas.
- Encantado de conocerte, Esmeralda -dijo Leo-. ¿Puedo quedarme
contigo un rato?
- Claro que sí -dijo Esmeralda-. Me gustaría saber más cosas sobre ti
y sobre el mundo fuera de esta cueva.
Así fue como empezó una bonita amistad entre Leo y Esmeralda. Cada
día, Leo iba a visitar a Esmeralda a la cueva y le contaba historias
sobre su aldea, sus amigos, sus juegos y sus sueños. Esmeralda le
escuchaba atentamente y le hacía preguntas curiosas. A veces también
le contaba cosas sobre los dragones, su historia, su magia y sus
secretos.
Leo aprendió muchas cosas con Esmeralda y se divertía mucho con ella.
Le gustaba verla volar por la cueva haciendo piruetas o soplando fuego
por diversión. A veces también jugaban juntos a las escondidas o al
pilla-pilla entre las rocas.
Esmeralda también disfrutaba mucho con Leo. Le gustaba escuchar sus
historias y aprender cosas nuevas. Le hacía reír con sus bromas y sus
ocurrencias. A veces también le enseñaba trucos de magia o le regalaba
alguna de sus piedras brillantes.
Leo y Esmeralda se hicieron muy buenos amigos y se querían mucho. Sin
embargo, no todo era felicidad. Había un problema que les impedía
estar juntos todo el tiempo que quisieran: el pueblo de Leo.
Los habitantes de la aldea temían y odiaban a los dragones desde hacía
mucho tiempo. Creían que eran monstruos malvados que quemaban las
cosechas, devoraban el ganado y secuestraban a las personas. Por eso,
habían construido una gran muralla alrededor del pueblo para
protegerse de ellos.
Leo sabía que su pueblo estaba equivocado sobre los dragones, al menos
sobre Esmeralda. Ella era buena y amable, y nunca haría daño a nadie.
Pero también sabía que si alguien descubría su amistad con ella, se
metería en un gran lío.
Por eso, Leo tenía que mentir a su familia y a sus amigos cada vez que
iba a ver a Esmeralda. Les decía que iba a pescar al río, o a recoger
frutos del bosque, o a jugar con otros niños. Pero en realidad se
escapaba por un agujero secreto en la muralla y corría hacia la cueva.
Leo no le gustaba mentir, pero tampoco quería perder a su mejor amiga.
Así que seguía visitando a Esmeralda cada vez que podía sin decirle
nada a nadie.
Pero un día todo cambió.
Ese día Leo había ido a ver a Esmeralda como siempre. Estaban jugando
felices en la cueva cuando oyeron un ruido fuera. Era el sonido de
unos caballos galopando y unas voces gritando.
- ¡Rápido! ¡Escondete! -dijo Esmeralda asustada-. Son los cazadores de
dragones!
- ¿Qué? ¿Quiénes son? -preguntó Leo confundido.
- Son unos hombres malos que vienen de otras tierras para cazar
dragones -explicó Esmeralda-. Quieren matarnos para quedarse con
nuestras escamas y nuestros huesos. Tienen armas muy peligrosas y no
les importa nada más.
- ¿Qué vamos a hacer? -preguntó Leo preocupado.
- Tú tienes que salir de aquí cuanto antes -dijo Esmeralda-. Yo me
quedaré aquí para enfrentarme a ellos.
- No puedo dejarte sola -dijo Leo-. Te ayudaré como pueda.
- No seas tonto -dijo Esmeralda-. Tú no puedes hacer nada contra
ellos. Solo te pondrás en peligro. Vete ahora mismo y no mires atrás.
Esmeralda empujó a Leo hacia la salida de la cueva con su cola. Leo se
resistió y trató de abrazarla.
- Te quiero, Esmeralda -dijo Leo entre lágrimas-. No quiero perderte.
- Yo también te quiero, Leo -dijo Esmeralda con voz entrecortada-.
Pero tienes que irte. Tal vez nos volvamos a ver algún día.
Leo salió de la cueva y corrió por el bosque. Miró hacia atrás y vio
cómo los cazadores de dragones entraban en la cueva con antorchas y
espadas. Escuchó los rugidos de Esmeralda y los gritos de los hombres.
Luego hubo un gran estruendo y una llamarada salió por la boca de la
cueva.
Leo se detuvo y se tapó los ojos. No sabía si Esmeralda había logrado
escapar o si había muerto en el fuego. Sintió un dolor muy grande en
el pecho y se echó a llorar.
Pasaron los días y Leo no volvió a ver a Esmeralda. Tampoco supo nada
de los cazadores de dragones. Nadie en su pueblo se enteró de lo que
había pasado en la cueva.
Leo siguió viviendo su vida como antes, pero ya no era el mismo.
Estaba triste y apagado. No le interesaba nada ni nadie. Solo pensaba
en Esmeralda y en lo mucho que la echaba de menos.
Un día, mientras caminaba por el bosque, vio algo que le hizo saltar
el corazón. Era una piedra brillante como las que le regalaba
Esmeralda. La cogió con cuidado y la acercó a su oído.
Entonces oyó una voz muy familiar que le habló al oído.
- Hola, Leo -dijo la voz-. Soy yo, Esmeralda.
Leo no podía creerlo. Era la voz de su amiga dragón.
- ¿Esmeralda? ¿Eres tú? ¿Dónde estás? ¿Estás bien? -preguntó Leo
emocionado.
- Estoy aquí, dentro de esta piedra -dijo Esmeralda-. Estoy bien, no
te preocupes.
- ¿Cómo es posible? ¿Qué ha pasado? -preguntó Leo confundido.
- Al producir mucho calor me converti en una piedra de esmeralda
Donde quedo mi alma y solo tu me escuchas, por eso llévame en tu pecho
Para no sentime tan sola, la enseñanza es la amistad que a pesar de
donde estes siempre estarás en el corazón de tu amigo.