1. Neón.
Sábado 30 de enero. Eran las once menos quince de la noche y aún la
joven trabajadora que yo observaba desde mi alcoba esperaba bajo el poste de
la esquina 72, desde las nueve con treinta y cuatro. No había logrado toda-
vía su primer cliente de la noche.
Era preciosa: ojos similares al diamante, cabellos azabaches y largos
como las ilusiones que perdió algún día no muy lejano; la piel tersa, blan-
ca, uniformemente delicada y un aspecto angelical muy prostituido. Ella era
una hermosa fantasía, un sueño de quince años de edad.
Nunca ella se había aparecido por aquellas calles. Era nueva, tal vez
era otra niña que trabajaría en el Motel L, el peor antro de perdición que
cualquier ser humano podría visitar en su existencia. Causaba mucha intriga
el hecho de que no tenía ninguna habitación asignada o no estaba sentada en
la sombría y pueril recepción del motel, esperando a algún cliente; sino que
aguardaba en la esquina 72, la misma de la hostería.
Los clubes retumbaban, estremecían toda la calle; las bailarinas exóti-
cas se apreciaban descuidadas por cualquier ventana, cambiando de vestuario
para presentar otro show en el viejo cabaret. Los hombres de la clase media-
alta metropolitana iban y venían con distintas mujeres que ofrecían sus be-
sos a cada instante. Las luces de neón iluminaban con su fluorescencia todo
el ambiente. Borrachos, narcotizados y dementes yacían en el pavimento frío
e incluso niñas que apenas se estrenaban en el negocio del placer ilícito se
paseaban inestables en el suelo asfaltado, soltando ebrias carcajadas.
Se hicieron las doce en punto. La joven trabajadora que esperaba, en su
primer día, a su primer cliente, decidió finalmente entrar al Motel L, refe-
rido como el peor motel de mala muerte que un hombre podría conocer. Aún
ella no estaba prostituida, no en su alma; por lo tanto era el ser más vul-
nerable de toda la Calle 72. Todas las mujeres que por allí andaban eran me-
retrices, algunas niñas lo eran también, pero ella fue diferente.
Transcurrieron nueve minutos interminables para aquella jovencita.
Con las pupilas dilatadas en un sesenta y ocho por ciento, la cara
transfigurada, la morena piel sudada, los negros cabellos largos y crespos
despeinados; una transpiración acre, aliento a tabaco, un total descontrol
sobre sí mismo que daba mayor impresión de monstruosidad a un ser fornido y
2. la lujosa ropa sucia y desordenada; llegó un narcotizado a aquel antro in-
fernal.
-¡Busco más placer! ¡Juro dejar los estupefacientes si hallo una droga
que huela a rosas, sepa a mujer y no me aburra por una noche entera!- Excla-
maba el hombre enérgicamente.
Giró la cabeza como un animal hambriento que olfatea algún manjar, ha-
cia la niña nerviosa que apenas estaba conociendo el aspecto de un drogadic-
to. La miró fijamente y la señaló; sin bajar su dedo índice se acercó a
ella, dándole un brusco y amargo beso en los labios carmines.
Y así, aunque la vergüenza aún se apoderaba del ser de aquella inocente
jovencita con tan sólo un beso en la mejilla, entró a la peor habitación del
motel con aquel hombre alebrestado, de unos treinta y cinco años de edad.
Ella tenía un dueño, era sólo otro animal amaestrado y debía cumplir su mi-
sión de primer día.
Todos los aposentos de aquel motel de mala muerte estaban ocupados
aquel día; más sin embargo ella se atrevió a gritar sin temor de ser escu-
chada, pero sí temiéndole a las garras de la muerte llenas de sangre virgi-
nal.
Tres gritos de auxilio se escucharon aquella noche a las doce con die-
ciséis en el Motel L, cada uno más desgarrador que el otro.
El último grito fue finalizado por un “por favor” desesperado, pero
nadie la ayudaría ni esa ni cualquier otra noche.
Pasó un tiempo no tan extenso; llegaron las dos de la madrugada y aque-
llas calles seguían despiertas. No se había vuelto a ver aquella jovencita
de azabache cabellera, pequeños senos y caderas aún en desarrollo. Entonces,
a las dos con diez minutos, se oyeron las estruendosas sirenas y se iluminó
toda la Calle 72 con intermitentes luces rojas y azules.
Al Motel L entraron varios hombres uniformados. No iban en busca de
drogas o drogadictos, de alcohol o alcohólicos ni buscaban a algún ladrón.
Ellos iban en busca de una víctima y un asesino, iban por esa niña y por
aquella bestia.
Empezó a cundir el pánico en la Calle 72, eran las dos con treinta y
cinco cuando salieron investigadores, policías y criminalistas con la vícti-
3. ma en aquel saco mortuorio y más atrás, más policías con el estrafalario
drogadicto asesino esposado.
-¡Me vendieron a una virgen!¡¡¡No es mi culpa que no haya soportado!!!
¿¡Para qué las alquilan si no pueden resistir la pasión de un verdadero hom-
bre!? ¡Me han estafado con una mocosa!- Vociferaba aquel hombre, profiriendo
maldiciones.
Las risas, que hacía menos de una hora eran las más extenuantes de alu-
cinaciones y luces de neón de toda la gran ciudad, la música que sonaba cada
vez más fuerte y era la más bullosa de la metrópolis; desaparecieron de un
momento a otro en la Calle 72, tras la pérdida del ángel disfrazado de demo-
nio, el ángel que murió sin que nadie se diera cuenta en el momento.
Dos con cuarenta y ocho de la madrugada, ya domingo. El pánico y la
desgracia se apoderaron por completo del ambiente y todo cambió drásticamen-
te aquel día. Mas, lamentablemente, en éstos bajos fondos, el valor de la
vida es nulo. Siguieron las fiestas, los amores ilícitos de tiempos determi-
nados, placeres ilegales. El temor, el horror, el espanto y la desolación
sólo duraron algunos minutos, antes de que la calle volviera a encenderse en
sus lascivias, lujurias y violencias. La Calle 72, más conocida como la “Ca-
lle Neón”, enloquecía rumbo al amanecer.