Este documento presenta un tema de reflexión para una comunidad religiosa sobre la vida comunitaria. Se discuten las bases fundamentales de una comunidad saludable, incluyendo el sentimiento de pertenencia, la orientación hacia los fines de la comunidad, y el paso de "la comunidad para mí" a "yo para la comunidad". También se explora el amor oblativo como un modelo para las relaciones entre los miembros de la comunidad, y cómo aunque pueden existir tensiones, aún es posible mantener la fraternidad.
1. Comunidad de los Siervos de Jesús
Retiro de verano 18 y 19-06-2011
COMUNIDAD
1. Introducción
• ¿Por qué este tema ahora?
Al conocer el título del tema es muy posible que instintivamente hayáis tenido la sensación
de que vamos a reflexionar sobre algo muy conocido y muy trillado. Y en cierto modo es
así: son muchos años de experiencia comunitaria en los que hemos compartido decenas
de temas sobre comunidad. Es difícil que hoy vayamos a escuchar algo realmente nuevo.
Sin embargo, aunque no cabe duda de que muchas de las sugerencias del tema se han
escuchado frecuentemente en nuestras reuniones, no podemos negar que hace tiempo
que no reflexionamos de un modo concreto sobre nuestra experiencia comunitaria. Los
temas nos enriquecen muchísimo a nivel personal y nos mantienen en sintonía con la
presencia del Señor en nuestra vida; pero en los últimos tiempos mi impresión es que no
solemos adentrarnos con detenimiento en nuestra vida comunitaria. Y creo que es
importante mantenernos siempre alerta para mantener la salud de nuestra vida fraterna y
de nuestra identidad comunitaria.
A esta primera justificación del tema se añade otra: nos acercamos al fin de nuestro año
jubilar y parece adecuado aprovechar dicha circunstancia para pararnos a pensar acerca
de quiénes somos y qué buscamos, qué ha permanecido inalterable desde que el Señor
hizo nacer a nuestra comunidad y qué nos ha ido mostrando a lo largo de todos estos
años. Para ayudarnos a ello en este tema vamos a basarnos en dos de los libros que
fueron fundamentales para nuestra comunidad en sus comienzos:
J. VANIER: Comunidad, lugar de perdón y fiesta
I. LARRAÑAGA: Sube conmigo
• La Santísima Trinidad, modelo de comunidad
Finalmente, y como un regalo inesperado para mí, cuando preparaba este tema me di
cuenta que este domingo la Iglesia celebra la solemnidad de la Santísima Trinidad, modelo
de toda comunidad, de la Iglesia y de la humanidad.
Los seres humanos hemos sido creados a imagen trinitaria. ¿Qué significa esto? La
psicología evolutiva afirma que el niño sólo se concibe como una serie de estímulos
instintivos (alimento, higiene, calor, caricias…) que se sacian con aquello que hay
alrededor. Sólo posteriormente toma conciencia de que es alguien en “confrontaciones”
con los otros yo que descubre a su alrededor. Es decir, sólo es un yo en cuanto se
relaciona con otros yo.
La Trinidad es precisamente eso: una comunidad de personas subsistentes. En ella cada
persona es pura relación respecto a otras personas. Diríamos que el Padre es, en realidad,
paternidad, es en cuanto es Padre; el Hijo es filiación y es en cuanto es Hijo; el Espíritu
Santo es intimidad y es en cuanto es relación amorosa del Padre y el Hijo. Cada una de las
tres personas necesita darse a las otras para ser lo que son. Por eso es la fuente de la
identidad del hombre como ser relacional que sólo alcanza su plenitud en la donación de sí
mismo. Así lo expresa el concilio:
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El hombre no puede encontrar su plenitud, si no es en la entrega sincera de
sí mismo a los demás. (GS 24).
2. Las bases de la comunidad
Entramos en el meollo del tema. Como iréis comprobando, aquí no se trata tato de ofrecer
propuestas ingeniosas como de suscitar interrogantes que posteriormente podremos
responder entre todos. El Espíritu es así. En un primer momento no nos da soluciones
definitivas a los retos que se nos presentan, sino que nos mueve, nos siembra la inquietud
necesaria para buscar la verdad y abrirnos a su acción en nuestras vidas. Entonces es
cuando realmente puede tomar el mando y conducirnos hacia la plenitud, que está sólo en
Dios y en su voluntad.
Vamos a comenzar por lo fundamental. Para que una comunidad permanezca y dé buenos
frutos es necesario que sus cimientos se mantengan firmes y no se tambaleen. Cierto es
que tenemos una ventaja: en último término, la piedra angular de la comunidad es Cristo, y
Él nunca se tambalea, nunca falla, nunca abandona. Sin embargo, la comunidad está
formada seres humano…¡Y qué seres humanos! Así pues, es necesario que tengamos
claro aquello que no debemos nunca dejar de aportar a la comunidad para que siga
subsistiendo. No olvidemos que si nosotros nos empeñamos podemos destruir la
comunidad ya que Dios siempre respetará nuestra libertad. Vamos a reseñar algunos
aspectos que ya en sus orígenes fueron objeto de reflexión.
• Sentimiento de pertenencia
Mi pueblo, es decir, mi comunidad, la pequeña comunidad de los que viven juntos en la fe
pero también la comunidad más grande que está a su alrededor y por la que ella existe (la
Iglesia). Esos son los que están inscritos en mi carne como yo estoy inscrito en la suya. Ya
estemos lejos o cerca, mi hermano, mi hermana, permanecen inscritos en mi interior. Los
llevo y ellos me llevan y cuando nos encontramos nos reconocemos. Estamos hechos los
unos para los otros, hechos de la misma tierra, miembros de un mismo cuerpo. El término
«mi pueblo» no quiere decir que en relación con ellos yo esté en un grado de superioridad,
que yo sea su pastor y me ocupe de ellos. Quiere decir que ellos son para mí como yo soy
para ellos. Todos somos solidarios. Lo que les toca a ellos, a mí me toca. El término «mi
pueblo» no implica que rechace a otros. No, «mi pueblo» es mi comunidad constituida por
los que me conocen y me llevan. Puede y debe ser un trampolín hacia la humanidad
entera. Pero no puedo ser un hermano universal si no amo en primer lugar a «mi pueblo» y
a partir de él, a todos los demás.
• Tender hacia los fines de la comunidad
Una comunidad se convierte verdaderamente en una y resulta radiante cuando todos sus
miembros tienen un sentimiento de urgencia. En el mundo hay demasiada gente sin
esperanza, demasiados gritos sin respuestas, demasiadas personas que mueren en su
soledad. Cuando los miembros de una comunidad entienden que no están ahí para ellos
mismos ni por su propia pequeña santificación sino para acoger el don de Dios y para que
Dios venga a calmar la sed de los sedientos, viven plenamente la comunidad. La
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comunidad ha de ser la luz en un mundo de tinieblas, un manantial en la Iglesia y para
todos los hombres. No hay derecho a estar tibio.
• De «la comunidad para mí» a «yo para la comunidad»
Para dar este paso del egoísmo al amor, de «la comunidad para mí» a «yo para la
comunidad», y la comunidad para Dios y para los que tienen necesidad, se precisa tiempo
y muchas purificaciones, muertes constantes y nuevas resurrecciones. Para amar, es
necesario morir sin cesar a las ideas, susceptibilidades y comodidades propias. El camino
del amor se teje con sacrificios. Las raíces del egoísmo son profundas en nuestro
inconsciente y a menudo constituyen nuestras primeras reacciones de defensa, de
agresividad, de búsqueda del placer personal.
La comunidad empieza a hacerse cuando cada uno hace un esfuerzo para acoger y amar
a los otros tal y como son. «Acogeos mutuamente como Cristo os acogió para honra de
Dios» (Rom 15,7).
• El punto de fidelidad
El espíritu de una comunidad, su espiritualidad, se encarna en unas tradiciones
particulares. Es importante respetarlas y explicar a los miembros recién llegados su
sentido y su origen, para que no se conviertan en unas costumbres, sino que sean
renovadas
constantemente y permanezcan vivas.
Hay tradiciones relativas a la manera de celebrar los grandes acontecimientos, como la
muerte, el matrimonio, el bautismo, los aniversarios o la acogida de un nuevo miembro.
En sí, estas actividades y estos gestos no son tan importantes, pero encarnan el hecho de
que somos realmente hermanos y hermanas, miembros de una familia, que tenemos el
mismo corazón, el mismo espíritu y la misma alma, que se transmite por los más ancianos
de nuestras comunidades. Estas tradiciones nos recuerdan que la comunidad no ha sido
fundada «como si tal cosa», sino que nació en un momento dado, que tal vez ha pasado
por momentos difíciles y que lo que nosotros vivimos hoy es el fruto de la labor de los que
nos han precedido.
3. El amor oblativo
Aunque en la actividad de mañana domingo profundizaremos sobre la vida comunitaria
puede ser de gran ayuda recuperar ahora un aspecto de ella que tuvo una gran
repercusión en su momento y que siempre es de gran ayuda. Vamos a hablar del amor
oblativo.
• Fuente primera del amor
En la introducción hemos hablado brevemente de la Trinidad como modelo de comunidad
en cuanto las personas que coexisten en ella son en cuanto se dan unas a otras. Damos
ahora un paso más. Esa donación mutua de las personas divinas tiene una palabra que
define al misterio de Dios: AMOR. Y esa corriente de amor divino entre las tres personas
tiene una fuerza expansiva de tal calibre que tuvo como fruto la creación, como objeto
privilegiado de su donación.
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De este modo el ser humano, creado por amor a imagen y semejanza de Dios, sólo puede
encontrar su plenitud en la donación a los demás. No es posible, por tanto, hablar de amor
a Dios sin el amor-donación al hermano, tal y como afirma Juan en su primera carta:
Aquel que dice: yo amo a Dios,
y se desentiende de su hermano,
es un mentiroso.
¿Cómo será posible amar a Dios,
a quien no se ve,
sí no se ama al hermano
a quien se ve?
El mismo Señor nos ordenó:
el que ama a Dios
ame también a su hermano (I Jn 4,20).
En definitiva, encontramos identificados los términos Dios – amor – dar. Y Juan sigue
insistiendo en la relación necesaria entre amor de Dios y amor al prójimo.
Si Dios nos ha amado
de esta manera,
nosotros debemos amarnos,
unos a otros,
de la misma manera (I Jn 4,11).
Sin embargo, aquí Juan se detiene desconfiado, ya que es fácil que en el tema del amor la
verdad y la mentira se mezclen sutilmente. Por eso advierte:
Cuidado queridos míos:
en esto del amor
es fácil emocionarse
y decir palabras lindas.
Pero lo que importan son los hechos (I Jn 3,17).
• Vía oblativa
Nos planteamos entonces cómo podemos amar auténticamente. Juan nos responde:
El dio su vida por nosotros.
Y así, ahora, nosotros
debemos DAR LA VIDA
por nuestros hermanos (I Jn 3,16).
Un amor exigente y concreto, dentro de la ley de la renuncia y de la muerte. En otras
palabras, no un amor emotivo sino oblativo. Con tales palabras, Juan despeja las
ambigüedades, desciende hasta el fondo del misterio, y nos da una definición radical e
inequívoca del amor fraterno. Amar oblativamente consiste en dar la vida.
Es importante recordar que no estamos hablando aquí de dar algo, sino de darnos, de
desprendernos, lo cual es doloroso. Es el negarse a sí mismo del que habla Jesús.
Veamos algún ejemplo.
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Supongamos que, en la comunidad, hay un individuo que, por diferentes
circunstancias históricas o temperamentales, produce en mí un fuerte rechazo.
¿Cómo amarlo?
Si dejo que surjan en mí los impulsos naturales, sin poder evitarlo, voy a tener una
espontánea manifestación adversa. ¿Qué hacer? Tengo que negarme (Mt 16,24) a
esos instintos, violentarme (Mt 11,12) en la repugnancia que me causa ese sujeto
(desprenderse: suprimir un impulso natural de resistencia) y darme en forma de
aceptación.
Tengo que morir a algo mío, muy vivo. Una oblación.
La conclusión a la que llegamos con este ejemplo es que a veces puede resultar casi
imposible amar oblativamente.
• ¿Imposible el amor oblativo?
Lo que nos dice la experiencia es que lo espontáneo en las relaciones fraternas es la
aparición de resistencias (transferencias, proyecciones, reacciones de autoafirmación y
agresividades de todo color…) que en generalmente no eliminamos sino que procuramos
aprender a disimularlas.
Por otra parte, es evidente que el placer es el gran motivo de la conducta humana. Y dar la
vida es lo contrario al placer. De este modo, humanamente el amor oblativo es una utopía.
Sin embargo, el cristiano puede encontrar el “principio del placer” que motive conductas
oblativas: Es Jesucristo mismo, a condición de que El esté verdaderamente vivo en el
corazón de los hermanos. Sólo el HERMANO Jesús, vivo y presente, sana, calma, unifica.
En caso contrario, no es posible el amor oblativo.
• Amistad y fraternidad
En todo grupo de personas (y la comunidad no es una excepción) surgen afinidades entre
personas que pueden desembocar en verdadera amistad. Esto es, en principio, una
riqueza para la comunidad. Sin embargo, puede ocurrir que dicha amistad, que se
caracteriza por ser una relación restrictiva y exclusiva, impida a sus componentes su
donación a la comunidad, puesto que el amor de fraternidad es universal. Así pues, las
amistades bien cultivadas pueden ser un bien para la comunidad, siempre que no sean
fuente de exclusión.
• Tensiones y vida fraterna
En una comunidad puede haber verdadera fraternidad sin que exista eso que llamo feliz
armonía. Con otras palabras: la presencia de dificultades no significa, necesariamente,
ausencia de vida fraterna. Pueden coexistir tensiones y fraternidad.
Imaginemos una comunidad compuesta de hermanos de temperamentos
divergentes o de criterios opuestos. En un momento dado, una aguda discusión los
llevó a una ruptura emocional que acabó en un estado de relaciones paralizadas. El
HERMANO no los dejó en paz. Un día, antes de la misa de fraternidad, se reunieron
en el nombre del Señor, hubo una completa reconciliación, y todo comenzó de
nuevo. Eso mismo sucedió otras veces. Estos hermanos no llegan a una
camaradería, debido a sus personalidades fuertes y divergentes; pero allí reina una
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hermosa fraternidad, hay mucho amor oblativo, dan vida —y mucha vida— en cada
reconciliación, aunque no lleguen a la feliz convivencia de compañeros. Hay tensión
y reconciliación. Allí, la fraternidad es un comenzar de nuevo.
Y al revés: otra comunidad puede parecerse a un club de viejos amigos. Allí nadie
se preocupa de nadie. Nunca discuten. Jamás se siente una tensión. Y esto,
simplemente porque son así: camaradas de buen carácter, o porque, sin declararse,
llegaron a un tácito convenio de no preocuparse, nadie de nadie, de no meterse en
el campo ajeno y de caminar, cada cual, en su propia dirección. Aquí hay una
magnífica camaradería. Pero, supuestamente, no hay vida fraterna.
Pidamos al Señor que nunca nos convirtamos en esto último. De todos modos, debemos
estar vigilantes porque esta es una de las mayores tentaciones de una comunidad que
tiene muchos años de camino.
4. ¿Cómo debe ser nuestra comunidad?
• Una comunidad madura e ilusionada
Cuando las personas rehúsan ir a las reuniones y no hay lugar para el diálogo, cuando
tienen miedo de expresar lo que sienten y el grupo está dominado por una fuerte
personalidad que impide la libertad de expresión, cuando en lugar de participar en las
actividades comunitarias, se huye hacia actividades exteriores, la comunidad está en
peligro; no es ya una «casa propia», sino un hotel-restaurante. Cuando las personas de
una comunidad no están contentas de estar juntas, de vivir, de rezar, de actuar juntas, sino
que buscan constantemente compensaciones en el exterior, cuando hablan todo el tiempo
de sí mismas y de sus dificultades, más que de su ideal de vida y de la manera de
responder a los gritos de los pobres, hay un signo de muerte. Cuando una comunidad
tiene buena salud, es un polo de atracción. Los jóvenes se comprometen con ella y los
visitantes se sienten a gusto. Cuando una comunidad empieza a tener miedo de acoger a
visitantes y a personas nuevas, cuando empieza a establecer restricciones, a reclamar
tantas garantías que prácticamente no puede venir nadie más, cuando empieza a expulsar
de su seno a las personas más débiles y difíciles, (los ancianos, a los enfermos, etc.) es
mala señal. Ya no es una comunidad; se convierte en un equipo de trabajo más o menos
eficaz.
• Una comunidad participativa y corresponsable
• Una comunidad acogedora y evangelizadora
• Una comunidad comprometida y en permanente conversión
• Una comunidad orante y festiva
5. Conclusión
• Sube conmigo
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Estamos levantando el muro de la fraternidad con piedras desiguales. Algunas son
redondas como lunas llenas. Otras son puntiagudas. Algunas parecen cortadas a plomada,
otras son perfectas formas geométricas. Las hay también informes.
Cada piedra tiene su historia. Las redondas provienen de los ríos Ellas rodaron durante
muchos años en el seno de las corrientes sonoras. Otras fueron cantos rodados, bajando
por las pendientes de las montañas. Algunas fueron extraídas expresamente de las
canteras ardientes.
Todas ellas son tan diferentes por sus orígenes, historia v formas, de la misma manera que
los miembros de la comunidad que vienen de diversos hogares, latitudes, continentes, con
sus historias inéditas y personalidades únicas.
Con tan peculiares personalidades, todas las piedras tuvieron que adoptar posiciones
apropiadas para ajustarse a las formas, tan diferentes, de las demás piedras. Se hizo un
esfuerzo sostenido de adaptación. Muchas de ellas recibieron golpes y perdieron ángulos
de personalidad para poder ajustarse mejor. Todas se apoyan mutuamente. Unas
sostienen a las otras. Las grandes reciben gran parte de la presión del muro. Cada una
respeta la forma de la otra. Se amó mucho porque se dio mucha vida.
No fue tarea fácil. Un muro de cal y canto se levanta con facilidad. Suben también
rápidamente las paredes construidas con piedras cuadradas o bloques de cemento. Pero
para construir un muro sólido con piedras tan dispares se necesitó de una ardiente
paciencia y de una esperanza inquebrantable. A pesar de todo, si el Señor no hubiera
estado con nosotros, de nada hubiera servido el esfuerzo de los albañiles.
He aquí la historia de una fraternidad. Los que pasan por delante de nuestra edificación se
alejan repitiendo: esta es obra del Señor.
Terminemos nuestro tema con la Palabra de Dios:
«En vista de esto, como elegidos de Dios, consagrados y predilectos,
vestíos de ternura entrañable, de agrado, humildad, sencillez, tolerancia;
conllevaos mutuamente y perdonaos cuando uno tenga queja contra otro;
el Señor os ha perdonado, haced vosotros lo mismo. Y, por encima, ceñíos
el amor mutuo, que es el cinturón perfecto. Interiormente la paz de Cristo
tenga la última palabra; a esta paz os han llamado como miembros de un
mismo cuerpo. Sed también agradecidos» (Col. 3,12-15).
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