4. QUrRIDO lrCTOR
Cuando voy a las escuelas, los
jóvenes lectores suelen preguntarme :
«¿De pequeño ya querías ser
escritor?»
«¡Qué va ! ¡Ni mucho menos!»,
acostumbro a responderles.
Cuando yo era pequeño no tenía
tiempo para pensar en qué quería ser
de mayor. Estaba demasiado ocupado
jugando, charlando con los amigos y,
principalmente , imaginando cómo
sería todo si todo fuese diferente .
Para ello, tenía la costumbre de
meterme en el hueco que había entre
la bañera de casa (aquellas de
metal) y la pared . Allí, protegido
de la rea lidad , daba rienda suelta a
la imaginación par a adentrarme sin
miedo en el mundo de l os cas i
imposi ble .
Continué refugiá ndome e n el hueco
de la bañera hasta que el tamaño de
mi cuerpo y. las dimensiones de aquel
reduc ido espacio dejaron de s er
cómplices y se volvi eron enemigos
irreconcilia bles.
Aunque con bastante pena, no tuve
más remedio que renunciar a aquel
amistoso rincón . Pero , como no
estaba dispuesto a de jar de imaginar
cómo sería todo si todo fuese
diferente , necesitaba encontrar una
5. nueva plataforma desde donde lanzar
al vue l o la imagina c ión .
Guiado por tal propósito, durante
varios días di vue ltas y más vueltas
por la casa, a la busca y captura de
un nuevo rincón. Finalmente, acabé
por encontrarlo justo al lado de mi
casa : allí estaba el pequeño
e scritorio .
Aquel mismo día, arqueado sobre
el escritorio , comencé a garabatear
mis primeros cuentos y poemas.
Clara que aún no sabía que quería
ser escritor . Para llegar a
descubrirlo tuve que recorrer un
camino largo, emocionante y
divertido. Durante ese recorrido
hice un poco de todo: actor de
televisión, artesano, d irector de un
taller ocupacional, coc inero,
psicól ogo ...
Hasta que un día me dije: «En
realidad, l o que yo quiero es ser
escri tor» . Eso sucedi ó en el momento
preciso , ni antes ni después.
Desde hace unos cuantos años me
dedico a escribir y, con la ayud~ de
mis personajes, entornando los ojos
sigo maquinando cómo sería todo si
todo f uese diferente .
7. 8 Ricardo A/c6ntara
1
LA manita Amelia nació bajo la lona de un
circo. De un circo pobretón, de esos que van
de pueblo en pueblo y nunca se acercan a
las ciudades.
Nació sin prisas, una noche de luna llena.
«¡Qué guapa!», pensó la mamá al verla.
«Le pondremos Amelia, como mi abue
la», pensó el padre, satisfecho.
«Caray, ¡otra boca más!», pensó el hipo
pótamo Genovevo, dueño del circo.
Afortunadamente, la mona no tenía la bo
quita demasiado grande. De haber sido una
cría de cocodrilo, Genovevo la hubiera pues
to de patitas en la calle.
El caso es que Amelia y su familia conti
nuaron en el circo.
Junto a ellos, la manita aprendi6 a pasar
hambre sin quejarse, a confiar en que las co
sas pronto mejorarían, a ir de pueblo en pue
blo a paso de tortuga...
8. 9Amelia, la trapecista
A pesar de ello, Amelia se lo pasaba bas
tante bien. Todo lo bien que podía.
Correteaba de sol a sol casi sin parar. ¡Era
infatigable!
y un buen día, mientras jugaba a la galli
nita ciega, chocó contra Genovevo.
Aquel día, como de costumbre, el hipopó
tamo estaba de malhumor. De haber naci
do dragón, habría echado fuego por la boca.
Sólo le faltaba que la mona le dificultara
el paso. Aquello lo alteró aún más.
-¡Lo siento! -se disculpó Amelia, qui
tándose la venda de los ojos.
Pero Genovevo no era de los que discul
pan fácilmente. Llevándose las manos a la
cintura, la miró con cara de pocos amigos.
Finalmente le preguntó muy serio:
-¿Qué edad tienes?
Amelia le mostró seis dedos y sonrió.
-¡Seis meses! ¡A esa edad yo ya ayuda
ba en los trabajos del circo! -exclamó el hi
popótamo.
La manita lo miraba con ojos de asombro,
sin saber qué responder.
Puesto que Amelia no hablaba, Genove
va era quien lo decía todo:
9. Ricardo Alc6ntar:
- Te pasas el día jugando como si no hu
biera nada más que hacer. ¿Eso te parece
bien?
-¡Sí! -respondió ella. Claro que le pa
recía bien, ¡una maravilla!
El hipopótamo hizo como si no la hubiera
oído y continuó con su discurso:
-Hasta ahora sólo has dado gastos, es
hora de que empieces a trabajar.
-¡Oh, sí! -celebró Amelia, y alzó la mi
rada. Arriba estaba el trapecio.
La manita clavó sus ojos en él, convenci
da de que su sueño pronto se haría realidad.
Pero Genovevo no estaba de humor para
apoyar sueños ajenos. Todo lo contrario.
Con las manos cogidas a la espalda, el hi
popótamo pensó:
«En el circo hay muchos artistas, ¡dema
siados! Lo que realmente hace falta es alguien
que ayude en la limpieza, en la cocina, y... »
Ya tenía decidido qué tarea le adjudicaría
a Amelia, pero... ¿cómo haría para decírselo?
-Mmmm... -murmuró entre dientes, y
en un periquete cambió la expresión de su
rostro. Tanto, que ya no parecía el mismo.
Se acercó a Amelía sonriente y con gesto
10.
11. 12 Ricardo Alcántara
amistoso le pasó el brazo por encima de
los hombros. Poniendo cara de bueno, le
dijo:
-Aún eres muy joven para subir al tra
pecio. Podría sucederte una desgracia y yo
no me lo perdonaría. ¿Verdad que lo en
tiendes?
-Sí. .. -respondió la monita, aunque no
acababa de comprenderlo.
Esforzándose por no hacer pucheros, pen
só: «¡Qué pena!»
Genovevo hizo una pausa y luego le
propuso:
-Cuando llegue el momento, serás la rei
na del trapecio -y desviando la mirada
agregó-: Mientras tanto, podrías echar una
mano en la cocina.
- De acuerdo -respondió ella sin dema
siado entusiasmo. Y menos hubiera demos
trado de saber lo que le esperaba.
Comenzó al día siguiente y la hicieron tra
bajar más que a una esclava: lavaba platos,
pelaba patatas, hacía la compra, fregaba el
suelo, limpiaba las jaulas, cosía y remen
daba...
A su lado, la Cenicienta habría resultado
12. una holgazana. Tanto la hacían trabajar que
al llegar la noche estaba agotada.
-¡Uf! - se quejó cierta vez-. ¡Estoy ren
dida!
y Genovevo la oyó. Sin dudarlo, se le
acercó y dijo con ironía:
-Si a tu edad estás cansada, ¿cómo es
tarás cuando tengas mis años?
13. 14 Ricardo Alcántara
«Si no doy golpe, igual que usted, estaré
como una rosa», pensó la monita. Pero no
dijo nada; supo morderse la lengua.
Sin embargo, cuando el hipopótamo se
alejó, ella lo imitó burlona:
- «Si a tu edad estás cansada, ¿cómo es
tarás cuando tengas mis años?»
-¡Amelia! -la reprendió su madre-o No
debes burlarté de los animales mayores.
La monita alzó los hombros y echó a an
dar. Enfiló hacia la cama, enfurruñada. Co
menzaba a estar harta de ser pequeña.
«A propósito, ¿hasta cuándo tendré que
esperar para subir al trapecio?», se pregun
tó mientras se acostaba.
Cada mañana se hacía la misma pregun
ta. También por la tarde. Y por la noche.
Como no sabía la respuesta, un buen día de
cidió preguntárselo al hipopótamo.
-Genovevo, ¿cuándo seré bastante ma
yor para encaramarme al trapecio?
-¿Ahora qué edad tienes? -quiso saber.
Amelia le indicó que «diez», sirviéndose
de sus deditos.
- Pues cuando tengas un año y medio ya
hablaremos -prometió Genovevo.
14. Amelia le tomó la palabra. Corrió al en
cuentro de su madre y le preguntó.
-¿Cuánto falta para que cumpla un año
y medio?
-Ocho meses -dijo.
-¡Sólo ocho meses! -exclamó Amelia,
en verdad maravillada.
A partir de entonces tenía los ojos pues
tos en el futuro. Era como si el presente no
existiera. Deseaba con todas sus fuerzas que
el tiempo volara.
Pero el tiempo no le hacía caso y avanza
ba más lento que un viejo con bastón.
A veces, la espera se le hacía intermina
ble. Tanto, que hasta la expresión de su ros
tro se le ponía lánguida. El ánimo le pesaba
más que un cubo de agua.
Tratando de remediarlo, Amelia se ima
ginaba balanceándose en el trapecio. Si ce
rraba los ojos, se veía en lo alto de la lona,
con tanta claridad como si fuese real.
Aquello le servía para curarla de todos sus
males. Le ayudaba a reunir fuerzas para es
perar...
Finalmente, el calendario indicó que el pla
zo fijado había llegado a su fin.
15. 16 Ricardo Alcántara
Aquel día, Amelia saltó de la cama más
temprano de lo acostumbrado, cuando el sol
apenas comenzaba a asomar.
A medio vestirse, Amelia salió zumbando
al encuentro de Genovevo.
Pero el hipopótamo dormía a pata suelta.
No solía despertar hasta media mañana.
La monita se plantó frente a su carroma
to, decidida a no moverse de allí. Y no se
movió. Cuando Genovevo por fin se levan
tó, la encontró delante de su puerta.
16. Amelia, la trapedsta __~__1'l1
-¿Qué haces aquí? -le preguntó extra
ñado.
-¡Hoyes el día! -respondió ella, sin po
der disimular su felicidad .
El hipopótamo dudó. No sabía de qué le
hablaba.
-¡Hoy cumplo un año y medio! -explicó
la manita, al tiempo que apuntaba hacia lo
alto.
-¡Ah! ¡Claro, claro! -dijo Genovevo, ca
yendo en la cuenta de qué se trataba.
Aquel día no estaba tan malhumorado,
pero.. . Volviendo a considerar la situación,
se dijo:
«Tenemos muchos artistas, ¡demasiados!
Amelia debe continuar haciendo su trabajo.»
Se rascó la cabeza y le pidió a la manita:
-Acércate.
Amelía lo hizo de un salto.
-Déjame ver esos brazos -pidió él.
La manita se arremangó el vestido para
enseñárselos. Genovevo los apretó por aquí
y por allá...
-Los tienes muy delgaduchos. Hace fal
ta tener buenos músculos para no caer del
trapecio.
17. 18 Ricardo Alcántara
- Vaya... -se lamentó ella.
- No te impacientes, aún eres muy joven.
Tienes toda la vida por delante.
-Ya...
-Cuando tengas brazos fuertes subirás al
trapecio -dijo él en tono solemne, como si
se tratara de una promesa.
-¡De acuerdo! -respondió Amelía, dio
media vuelta y salió disparada. '
18. 2
AMELIA había tomado una determinación,
pero de pronto se detuvo. Llevándose un
dedo a los labios, pensó: «¿Qué he de ha
cer para conseguir buenos músculos?»
No tenía ni idea. «Tendré que preguntár
selo a Genovevo», se dijo.
Sin pérdida de tiempo salió en su busca
mientras gritaba:
-¡Genovevo! ¡Genovevo!
Lo encontró remojándose en una charca
que había junto a la entrada.
-¡Mecachis! ¡Ya no puedo ni descansar
tranquilo! -resopló el hipopótamo.
Amelia hizo oídos sordos y no se dejó im
presionar. Se detuvo junto al agua y, con aire
modosito, preguntó:
-¿Qué debo hacer para tener buenos
músculos?
Y Genovevo, que jámas descuidaba sus
intereses, respondió con presteza:
19. 2D Ricardo Alcántara
-Debes fregar el suelo con fuerza, lavar
la ropa, cepillar a los elefantes...
-¡Uf! -exclamó Amelia impresionada-.
No será tan fácil como pensaba.
Él hizo una pausa para tomar aire y con
tinuó:
- Pintar los carromatos, remendar los tra
jes gastados, ir al río en busca de agua...
- Bien, bien -le interrumpió Amelia al
notar que se estaba mareando-. Para em
pezar, con eso ya tengo bastante. Gracias
-dijo, y se marchó.
Avanzaba francamente abatida. ¿De dón
de sacaría fuerzas para hacer todo aque
llo? Casi sin notarlo se encaminó hacia la
pista.
Al llegar al centro se detuvo y alzó la mi
rada. Allá arriba descansaba el trapecio. In
móvil, adormecido, hasta que un soplo de
brisa lo meció.
Amelia clavó sus ojos en él emocionada.
Creyó ver en aquel movimiento un mensaje
muy especial. Pensó que el trapecio, a su
manera, la llamaba.
La manita alzó un brazo como si preten
diera alcanzarlo. Incluso se puso de punti
20. Amella, la trap-=e=cis=ta'--___~~~~~~_ 21
Has para estar más alta. En tono serio pro
metió:
- Haré cuanto sea por tener brazos
fuertes.
Ese mismo día puso en marcha su plan y
siguió a rajatabla los consejos de Genovevo.
y él, viéndola tan trabajadora, sonreía en
cantado.
Amelia puso todo su empeño en la tarea.
21. Varios meses más tarde, plantada ante el
espejo, se miró detenidamente.
-¡Ajá! -dijo convencida. Razón no le fal
taba, pues ya podía presumir de músculos.
Pisando fuerte, salió al encuentro del hi
popótamo y le enseñó los brazos.
-Genovevo, ¡mire!
El hipopótamo quedó asombrado. Con
ojos redondos y saltones, más propios de un
buho, observaba aquellos brazos. Nunca ha
bía visto nada igual.
- ¿Qué le parece? -le preguntó Amelia.
-¡Fantástico! -tuvo que reconocer él.
-Entonces, ¿ya puedo subir al trapecio?
Genovevo volvió a considerarlo: «Artistas
hay muchos, ¡demasiados! En cambio, para
el trabajo pesado, como Amelia no hay dos».
Aspiró hondo y...
-Querida, te veo aún tan joven... -res
pondió preocupado.
- Pero si ya he cumplido dos años -con
testó ella airadamente.
Genovevo la vio tan decidida que optó por
no discutir. Prefirió echar mano a otra de sus
artimañas:
-De acuerdo, puedes subir al trapecio.
22.
23. 24 Ricardo Alcántara
Amelia le saltó al cuello mientras le decía:
-¡Gracias! ¡Gracias!
Pero, sin dejarse dominar por las emocio
nes, Genovevo dijo:
-Supongo que ya te habrás comprado la
ropa adecuada.
Amelia palideció. No sabía de qué le ha
blaba. ¿A qué venía eso de la ropa?
Él se lo explicó:
- Necesitas tener un traje si quieres actuar.
¡No pensarás hacerlo con esa facha!
- Puedo pedirlo prestado.
-¡Oh, no! Tienes que estrenar uno que
hayas comprado. Ésas son las reglas.
- Pero ¿de dónde sacaré el dinero?
Genovevo se encogió de hombros mien
tras meneaba la cabeza. Era evidente que se
desentendía del problema.
- Ya veré qué puedo hacer -murmuró
la manita.
Se marchó cabizbaja a ver a sus padres
para contarles el nuevo contratiempo.
-¡Qué pena! -dijo su madre.
-¡Cuánto lo siento! -se dolió su padre.
Era todo cuanto podían hacer. No tenían
ni un céntimo ahorrado para ayudar a su hija.
24. Amelía, la trapecista 25
-No os preocupéis, ya me las apañaré
-les tranquilizó ella.
Con las manos en los bolsillos, comenzó
a andar, paso a paso. «¿Qué podré hacer?»,
se preguntaba una y otra vez.
Hasta que de pronto, como por arte de
magia, le llegó la respuesta.
Fue así: resulta que Genovevo estaba tum
bado al sol y había puesto la radio a todo vo
lumen. En aquel momento tocaban una se
lección de rumbas.
La música era tan pegadiza que al hipo
pótamo se le movían las caderas.
Siempre sucedía lo mismo, no podía evi
tarlo. Seguro que de no haber sido empre
sario, Genovevo hubiera sido bailarín. ¡Era
su gran ilusión!
Cuando la canción llegó a su fin, ellocu
tor tomó la palabra y dijo:
-La empresa Mimitos Míos S.A. necesi
ta personal femenino. Las interesadas debe
rán presentarse en Gaboto 1.473.
«Gaboto 1.473», repitió una y otra vez
Amelía para sus adentros, hasta memorizar
la dirección. Luego, sin decir adónde iba, se
encaminó hacia allá.
25. Ricardo Alcántara
Al llegar tuvo un susto de muerte: frente
a la entrada había una cola interminable.
«¡Cuántas bichas!», se dijo Amelia, en ver
dad impresionada. Las había de todos tipos
y tamaños.
No quedaba otro remedio que armarse de
paciencia y esperar.
26. Para matar el tiempo unas charlaban, otras
hacían punto, y no faltaba quien apro
vechaba para escribirle unas líneas a su
amado.
Amelía decidió entretenerse a su manera:
comenzó a hacer ejercicios. Cogió un par de
piedras y...
-Uno, dos. Uno, dos -decía, mientras
",~l_,"-, las subía y bajaba como si fueran pesas.
Las otras comenzaron a observarla con
aire de desconfianza. «¡Vaya animalejo más
raro!», pensaban.
- Tan joven y tan chalada -comentaron
un par a sus espaldas.
Amelia no les hizo caso y continuó:
-Uno, dos. Uno, dos.
En esas apareció el jefe de personal. Sin
prisas, se paseó junto a las candidatas. Mien
tras las observaba detenidamente, se decía:
«Esa no. ¡Uy, qué fea! ¡Vaya bigotes! ¡No
me gusta! ¡Aquella es más vieja que mi
abuela!»
De pronto paró en seco y los ojitos le bri
liaron. Le sucedió al descubrir a Amelia.
-¡Es la que necesitamos! -exclamó con
vencido, y dando zancadas se acercó a ella.
27. 28 Ricardo Alc6ntara
Interesado en mostrarse simpático, le de
dicó a Amelia una sonrisa de oreja a oreja.
Luego, le tendió una mano para saludarla.
La monita tenía las suyas ocupadas con
las piedras. Dudó unos instantes, que se le
hicieron interminables. No sabía qué hacer.
Finalmente, con disimulo tiró las piedras
al suelo. Y éstas cayeron sobre los pies de
la hiena que había detrás.
-¡Estúpida! -chilló la hiena, y de tan 'en
fadada comenzó a reír- : ¡Ja, ja, ja!
Pero Amelia no la oyó. Ella y el jefe de
personal se encaminaban apresurados hacia
las oficinas.
Al llegar, él le indicó:
-Siéntese.
La monita así lo hizo, mientras paseaba la
mirada de un sitio a otro.
-¿Cuántos años tiene? -le preguntó el
jefe de personal.
Amelia se sintió estremecer. Tragó saliva
y dijo:
-Dos, pero a punto de cumplir tres.
Para su sorpresa, el otro respondió:
-¡Fantástico! No se hable más. Mañana
mismo puede comenzar.
28. Amelia, la trapecista
y así fue.
La destinaron a la sección de expedición.
No era un trabajo complicado. Como si de
una expedición se tratara, cargaba enormes
cajas de un sitio a otro durante diez horas
diarias. Y por ello le pagaban cincuenta du
ros al mes.
-¡Cincuenta duros! -exclamó AmeBa al
enterarse.
-Sí, porque aún eres aprendiz.
-Pero si yo ya sé cómo llevar las cajas.
No necesito aprender más.
-A tu edad sólo puedes ser aprendiz -le
respondió el jefe de personal, ya de muy ma
las pulgas.
-De acuerdo -respondió Amelia, que ya
se moría de ganas de ser mayor.
29. 3
¿DÓNDE está Amelia? -preguntó Geno
veva; no se la veía por ninguna parte.
-Ha empezado a trabajar en una fábrica
-le explicó la madre.
- Ya -dijo él, y dando media vuelta se
marchó apresurado. No necesitaba más ex
plicaciones. ¡De sobra conocía el motivo!
«¡Eres un bocazas! -se regañaba a sí mis
mo-. Por tu culpa se ha ido a trabajar a otra
parte. »
Estaba seriamente enojado. Claro que,
cuando se enfadaba consigo mismo, pronto
.se le pasaba.
Al cabo de un rato se olvidó del disgusto.
Es más, comenzó a enco'ntrar todo aquello
muy divertido.
- Veremos cuánto tiempo pasará antes
de que se compre el traje -y rió a carca
jadas.
Mucho, mucho tiempo necesitó Amelia
30. Amelio lo tro~cisto 3J
pero, juntando moneda a moneda, finalmen
te lo consiguió.
Lo primero que hizo entonces fue despe
dirse del trabajo. Luego se encaminó a la
tienda para comprarse el traje.
Había tantos que no era fácil decidirse.
Amelia los miraba una y otra vez. Finalmen
te, se quedó con uno azul y blanco, con
lentejuelas bordadas en el pecho que no ce
saban de brillar.
Apretando el paquete entre los brazos, en
filó hacia el circo.
Su madre la ayudó a vestirse.
Amelia estaba tan nerviosa que hasta la
cola le temblaba.
Cuando se hubo puesto el traje, la diade
ma y la capa, llamaron a su padre.
-¡Estás guapísima! -exclamó él, y no
exageraba.
Realmente, Amelia parecía una auténtica
estrella.
- Voy a enseñárselo a Genovevo - dijo
ella, y salió a la carrera.
El hipopótamo estaba chapoteando en el
barro. Cantaba a todo pulmón mientras to
maba su baño de lodo.
31. 32 Ricardo Alcántara
-Hola -le saludó Amelia. Y, desfilan
do como una modelo, le preguntó-: ¿Qué
le parece?
-¡Estás preciosa! -exclamó él, en verdad
impresionado. Jamás había visto a alguien
tan elegante.
Amelia se mordía la lengua para no ha
blar. «Hasta que él no me lo diga no soltaré
palabra», pensaba.
Pero el hipopótamo se demoraba más de
la cuenta y ella no pudo aguantarse. Con una
sonrisa en los labios, le preguntó impaciente:
-¿Cuándo podré debutar?
-Veamos, veamos... -dijo Genovevo,
mientras ganaba tiempo para pensar.
Y se puso a maquinar para sus adentros:
«Artistas hay muchos, ¡demasiados! Si la dejo
debutar se acabaría el juego. ¡Oh, no, sería
muy aburrido!»
Así es que, malintencionado como pocos,
el hipopótamo le dijo:
-Debutarás tan pronto firmes el contrato.
-Ah -dejó escapar Amelía. Algo la ad
vertía de que podía tratarse de un nuevo im
pedimento.
Chorreando barro, Genovevo se dirigió a
32.
33. f3.iJ __~~___ RIcardo Alcántara
su carromato. Cogió un papel lleno de le
tras y regresó junto a la manita.
Tendiéndole el escrito le indicó:
-Léelo en voz alta. Si estás de acuerdo,
lo firmas y ¡ya está!
La manita se quedó más muda que una
piedra. Al cabo de un rato, confesó aver
gonzada:
-No sé leer ni escribir.
-¡Cuánto lo siento! -exclamó Genove
va, llevándose las manos a la cabeza.
Representaba tan bien su papel que en
verdad parecía afligido.
- Yo también -dijo AmeBa con voz dé
bil. Y se marchó más triste que un fantasma
que ya no es capaz de asustar a nadie.
Se quitó el vestido y lo guardó antes de
que el trapecio se fijara en ella. Viéndola así
vestida podría hacerse vanas esperanzas.
Sentada en un rincón en penumbras, es
peró a que la tristeza se desvaneciera. Cuan
do fue capaz de pensar, se preguntó: «¿Qué
puedo hacer?»
La respuesta era sencilla: ir a la escuela.
Al día siguiente, de buena mañana, fue a
una que le pillaba cerca.
34. -¿Qué desea? -le preguntó el conser
je, que era un burro muy malcarado.
-Quiero matricularme -respondió ella,
haciendo gala de tener muy buenos mo
dales.
-Para eso ha de hablar con la secretaria.
Amelía se dirigió hacia su despacho.
-¡Toe, toe, toe! -llamó a la puerta.
-¡Adelante! -indicó una voz gruesa y pe
netrante. Era la mismísima secretaria quien
hablaba.
Por el vozarrón, Amelía imaginó que se
trataría de una leona o de una robusta tigresa.
¡Qué va!, era una ardillita que apenas si
medía un palmo. Pero lo que le faltaba de
altura le sobraba de carácter.
-¿Qué desea? ¡Hable
de una vez! -la apremió,
mirándola por encima
del hombro.
Un tanto
intimidada,
Amelia le explicó:
-Pues... quería
matricularme en la
escuela.
35. Ricardo Alcántara
La ardilla la observó de los pies a la cabe
za y luego preguntó:
-¿Cuántos años tiene?
-Cuatro -le hizo saber Amelia.
-Es usted demasiado mayor para comen
zar el curso. Sólo admitimos crías de has
ta dos años. Adiós -la despidió sin mira
mientos.
-¿Qué me aconseja hacer? -se atrevió
a preguntarle la manita desde la puerta.
-Acudir a la escuela para adultos, ¡claro
está!
Amelia le dio las gracias y se encaminó di
rectamente a la escuela para adultos, pero
le aguardaba otra desilusión.
-No puedo inscribirla -dijo la directora.
-¿Por qué no? -quiso saber Amelia.
- Es usted demasiado joven para asistir a
los cursos. Como mínimo ha de tener cinco
años.
«¿No te fastidia?», dijo Amelia para sus
adentros. Últimamente no ganaba para dis
gustos.
Dio media vuelta y se marchó malhumo
rada a casa, andando para ver si así alegra
ba el ánimo.
36. 'Amelia, la trapecista
¡Qué va!, cuando llegó al circo, el mal sa
bor de boca no se le había pasado.
-Come algo -le aconsejó la madre.
-¿Te apetece una limonada? -le ofre
ció su padre.
Amelia comió y bebió, pero el malestar no
se le pasaba. En un arranque, le propuso a
sus padres:
- ¿Por qué no abandonamos el circo y nos
marchamos a otra parte?
Sus padres se miraron sin pronunciar pa
labra.
-A nuestra edad, ¿adónde iríamos? -di
jo finalmente la madre.
-Al menos aquí tenemos un techo y co
mida -agregó su padre.
Silencio.
Aquella charla no l~s resultaba nada agra
dable. Finalmente, su madre dijo resignada:
- Vete tú, si es lo que quieres.
-Aprovecha ahora que aún eres joven
-le sugirió su padre.
Amelia no se lo pensó dos veces. Si ellos
se quedaban, también ella se quedaría. No
les abandonaría por nada del mundo. ¡Esta
ba decidido!
37. Ricardo Alcántara
Lo que aún le faltaba por resolver era
cómo aprendería a leer.
-Búscate un profesor particular -le di
jeron sus padres.
Pero ¿dónde encontraría uno?
38. 4
EL hijo de Engracia es muy inteligente y muy
formal-le aseguró Palmira, la carnicera.
-No sé... -dudó Amelia.
-¡Te lo recomiendo! -le aseguró la otra.
-Me lo pensaré -prometió la monita, y
pasó el resto del día dándole vueltas a la idea.
Al hijo de Engracia lo conocía de vista. So
lía pasar cada tarde frente a la puerta del cir
co. Incluso sabía que se llamaba Joan.
Le parecía muy fino y educado, pero... No
tenía nada en su contra, pero... ¡Pensaba que
era demasiado serio y, demasiado mayor para
ser un buen maestro! Eso la dejaba en un mar
de dudas.
Pero las dudas se fueron aquietando y fi
nalmente la monita se dijo:
-Nada se pierde con probar.
Al día siguiente comenzó las clases.
Para sorpresa de Amelia, Joan resultó
ser un magnífico maestro. Para alegría del
39. 40 Ricardo Alcántara
maestro, Amelia resultó ser una estupenda
alumna.
Aprendió rápidamente las letras, las sumas
y las restas... En fin, aprendió todo lo que
él se propuso enseñarle. Pero, sin que Joan
se lo propusiese, también le enseñó otras co
sas muy diferentes.
Amelia se notaba muy rara, pero no ati
naba a descubrir qué le pasaba. Acudió en
tonces a su madre.
-No sé... -comenzó diciendo-, noto
que me deshago en suspiros.
-Ajá -dijo la otra, mirándola con pi
cardía.
Amelia prosiguió:
-Además, me cuesta conciliar el sueño.
V, cuando lo consigo, sueño cosas extrañí
simas.
-Mmmm...
- A todas horas pienso en alguien. ¿Crees
que estoy enferma?
-No digas tonterías, ¡lo que sucede es que
estás enamorada! -le explicó su madre.
-¡Qué bien! -celebró ella, aunque no
mucho más tranquila.
-¿Quién es él? ¡Dímelo!
40. Amelia. la trapedsta 41
-Pues... Joan, mi maestro.
A la mona se le transfiguró la cara. Su ex
presión era de auténtico pánico. Incluso le
costaba reaccionar. Cuando recuperó el ha
bla, dijo sofocada:
-¡¿Quééé?! Pero si Joan podría ser tu pa
dre, ¡insensata!
-Tranquilízate, mamá, no lo es.
Pero la otra ya no la oía. Corría de un lado
a otro gesticulando con los brazos mientras
gritaba:
-¡Mi hija! ¡Mi hija! ¡No puede ser!
Genovevo estaba felizmente sentado frente
al televisor cuando oyó aquel bochinche.
-¿Qué pasará? -se preguntó intrigado,
y salió para averiguar a qué venía semejan
te alboroto.
Al verle, la mona se le lanzó al cuello. Llo
raba tanto que le dejó la bata empapada. Y
no cesaba de suplicar:
-Genovevo, usted que es tan bueno, ¡tie
ne que ayudarme!
-Explíqueme qué sucede -le pidió él.
La mona se lo contó entre sollozos. Al aca
bar, quiso saber afligida:
-¿Qué podemos hacer?
41. 2
________________~~~~
Genovevo sonrió satisfecho. Aquello le ve
nía como anillo al dedo. Nunca hubiera ima
ginado que le resultaría tan fácil conseguir
sus propósitos. Sin darle más largas, sen
tenció:
-Separarles cuanto antes.
Aquella misma tarde Amelía, partió hacia
la ciudad. La enviaron a casa de la pantera
Renata, una buena amiga de Genovevo.
No le dieron tiempo ni de despedirse de
Joan. No pudo decirle cuánto le quería. No
llegó a saber si también la quería él.
La metieron en el tren de las cinco y, con
pañuelos en la mano, la despidieron desde
el andén.
La madre lloraba a mares, el padre hacía
pucheros; Genovevo estaba encantado.
-No se preocupen, Renata me ha dicho
que la tratará como a una hija -comentó él.
-¿Será verdad? -insistió la mona mien
tras se sonaba.
y Genovevo, entornando los ojos, dijo ca
tegórico:
- Por Renata pongo las manos en el fue
go. La conozco desde hace muchísimos
años.
42.
43. Ricardo Alcóntara
Era cierto, Genovevo y Renata se cono
cieron en la escuela primaria.
Por aquel entonces, ella era una pantera
tímida y delgaducha. Todo la asustaba y por
cualquier cosa se sonrojaba.
Mas con el paso de los años cambió una
barbaridad. Se convirtió en una pantera res
pondona, capaz de plantarle cara al más va
liente.
Nada la atemorizaba y siempre aspiraba a
.
mas.
Casi sin dinero abrió su primer negocio.
Las cosas le fueron tan bien que llegó a te
ner un banco de su propiedad: el Chicha's
Bank.
Era la envidia de sus vecinas y también de
las amigas. Todo le salía a pedir de boca, in
cluso el día en que pidió:
-Si miento, que me parta un rayo.
Al cabo de un rato dijo una mentira y...
¡zas!, un rayo la partió en dos.
Corriendo la llevaron al veterinario, quien
la cosió con punto de cruz y luego le recetó:
-Que se esté en la cama seis meses y que
no vuelva a mentir.
-¡Qué horror! -se quejó Renata.
44. melia, la tral'easta
Ella no sabía estarse ni un minuto quieta,
¿cómo soportaría seis meses de reposo?
Además...
-¿Quién me cuidará? -se preguntaba
entre lamentos.
Continuaba aún llorando cuando sonó el
teléfono.
-¡BUUUAAA! -respondió la pantera.
-Renata, ¿qué te pasa? -al instante le
preguntó Genovevo.
Ella se lo contó de un tirón y entonces el
hipopótamo la tranquilizó:
- Buscaré la manera de mandarte a la mo
nita Amelia para que se encargue de cui
darte.
-¿Es de confianza?
-Respondo por ella.
-Siendo así, la trataré como a una hija
-prometió Renata muy solemne.
De hecho, cumplió su palabra. Recibió a
Amelia con los brazos abiertos y, nada más
entrar en casa, le dijo:
-Allí está la cocina, hijita. No te entreten
gas y ponte a guisar.
A partir de ese momento no dejó de dis
pensarle aquel trato tan familiar.
45. Ricardo Alcántara
-¡Vaya modales, hija! ¡Eres más ordina
ria que una alpargata! -le chillaba cada vez
que Amelia tropezaba con algo.
-Hija, ¡tengo hambre! ¡A ver si espabilas
con la cena! -la reñía si se retrasaba un
minuto.
- Hija mía, eres más seca que una flor de
plástico -solía decirle si Amelia no reía sus
gracias.
Amelia ya estaba harta. Cada día que pa
saba le resultaba más difícil soportar seme
jante tormento.
Estaba a punto de perder la paciencia una
de aquellas tardes, cuando Genovevo lla
mó por teléfono. Ella aprovechó para de
cirle:
-Genovevo, quiero regresar al circo.
-¿Renata ya puede levantarse? - le pre
guntó el hipopótamo.
-Claro que sí -le informó la monita.
Genovevo guardó silencio para pensar. «Si
le digo que regrese, es capaz de descubrir lo
que me traigo entre manos. No soportaría
que me estropeara los planes. Será mejor
mantenerla apartada», concluyó el hipopó
tamo.
46.
47. 48 Ricardo Alcántara
-A pesar de todo, aún debes quedarte
a su lado.
-¿Hasta cuándo? -gritó Amelia con voz
gruesa, olvidando por un momento los bue
nos modales.
-Pues... -titubeó Genovevo-, hasta
que cumplas cinco años y seas mayor de
edad, siempre y cuando Renata así lo quiera.
Por supuesto que Renata lo quiso. La ma
nita resultaba una estupenda criada y le cos
taba muy barata.
Como si eso fuera poco, podía gritarle a
su antojo, que la otra jamás se enfadaba.
Amelia se cuidaba de no hacerlo y de no po
ner malas caras. Estaba resignada a esperar.
Sabía que si se marchaba por las buenas
Genovevo no la dejaría regresar al circo. Y
volver junto al trapecio era toda su ilusión.
Lo añoraba más que a sus padres, incluso
más que al propio Joan.
«Paciencia, ¡debes tener paciencia!», se re
cetaba a sí misma, sin saber qué otra cosa
podía hacer.
Hasta que por fin llegó el día de su ani
versario. ¡Cumpliría cinco años y sería ma
yor de edad!
48. AmelioJ 10 tropedsto
~ Mañana compraré un pastel para cele
brarlo -le dijo Renata.
- Yo no estaré para verlo. Hoy mismo me
marcho de aquí. Puede comerse mi parte,
iY que le aproveche! -le respondió Amelia
y, más rápido que ligero, se encaminó ha
cia la estación con la maleta a cuestas.
Partió en el tren de las siete y durante todo
el trayecto no dejó de sonreír.
49. 50 Ricardo Alc6ntar
5
CON la frente apoyada en la ventanilla,
Amelia hacía planes para el futuro.
«Hablaré con Genovevo. Ya no aceptaré
más excusas. Mañana mismo quiero subir al
trapecio», se decía para sus adentros.
Cuando llegó al pueblo ya era noche ce
rrada. De un salto se apeó del tren e inme
diatamente se puso en camino. Andaba tan
rápido que casi corría, camino del circo.
Antes incluso de saludar a sus padres, fue
al encuentro del hipopótamo.
-¡Genoyevo! ¡Genovevo! -lo llamó a voz
en grito.
-No está -le indicó Rosalía, la jirafa
barbuda.
-¿Adónde ha ido? -preguntó la mani
ta, llevándose las manos a la cintura.
-¡Vete tú a saber! A nadie se lo ha dicho.
Vendió el circo y se marchó sin decir esta
boca es mía -le explicó Rosalía.
50. Amelia, la trapecista _____51
AmeBa quedó muda de la sorpresa. «¡Gra
nuja!», pensó, visiblemente sofocada. Tuvo
que sentarse para no caer redonda al suelo.
Al cabo de un momento, algo repuesta,
consiguió preguntar:
-¿A quién se lo ha vendido?
-A un loro muy quisquilloso llamado Hi
pólito.
-Necesito hablar con él -dijo la moni
ta, y salió veloz en su busca.
-Si está en su clase de canto será mejor
que no le interrumpas -le advirtió la bar
buda Rosalía.
Amelia se dirigió hacia el carromato del
loro con grandes zancadas. Al acercarse oyó
un terrible revuelo. Abrió bien las orejas y le
oyó gritar como si le estuvieran arrancando
una a una todas las plumas.
«¡Algo malo le pasa!», pensó la monita,
preocupada. Sin dudarlo ni un momento,
abrió la puerta y se abalanzó dentro.
-¿Quién osa entrar sin llamar? ¿Quién se
~treve a interrumpir mi clase? -chilló el loro,
verde de rabia.
- Yo pensé... - balbuceó Amelia y calló.
A tiempo reconoció que sería mejor no ex
51. 52 ___~_ Ricardo Alc6ntara
plicar lo que había pensado. Pidió disculpas
y se marchó apresurada.
-¡Aguafiestas, me las pagarás! -la ame
nazó el loro Hipólito.
Amelia se escondió en el sitio más oscuro
y apartado que encontró. De allí no se mo
vió en varios días. Esperaba que las aguas
volvieran a su cauce.
Hasta que...
-¡Ya está bien! -consideró, al tiempo
que asomaba la cabeza.
Confiaba en que a Hipólito se le hubiera
pasado el enfado. Para averiguarlo, nada
mejor que verse las caras con él. Yeso fue
precisamente lo que hizo: ir a su encuentro.
Pero ¿dónde andaría el loro?
-Está en la pista, ensayando su número
-le indicó Rodríguez, el pulpo orquesta.
Pasito a paso, la monita fue tras él. Echó
un vistazo a través de las cortinas y allí lo en
contró.
Vestido con ropas de mago, Hipólito in
tentaba hipnotizar a la jirafa barbuda.
-Rosalía, estás cansada, muy cansada.. .
¡Vaya si lo estaba! Más que cansada esta
ba harta. Llevaban así toda la mañana.
52.
53. Ricardo Alcántara
«Si al menos supiera cómo se hace», pen
saba Rosalía, con agujetas por todas partes.
Pero él insistía empecinado:
-Rosalía, estás cansada, muy cansada...
Para alivio de la jirafa, la manita Amelia
se dejó caer por la pista. Hipólito clavó sus
ojos en ella y, en tono poco amistoso, le dijo:
-¿Qué deseas?
-Ser trapecista -respondió ella, yendo
directamente al grano.
El loro la miró de pies a cabeza y luego
dijo intrigado:
-¿Cuántos años tienes?
«Ya estamos otra vez. Volverá a decirme
que aún soy muy joven y...»
-¿Es que no recuerdas cuántos años tie
nes? -la apremió.
-Cinco -respondió Amelia a desgana.
-¡Y nunca has subido a un trapecio?
-No.
-¡Qué disparate! ¡Ya eres demasiado ma
yor para intentarlo por primera vez!
-¿Qué? -exclamó la manita en el col
mo de la estupefacción.
-A tu edad es una auténtica locura,
¡créeme!
54. Amelia la trap.~=s::: -!55eCl' ta__________
No, no podía. Aunque Hipólito se lo re
pitiera cien veces, le era imposible creerlo.
«Seguro que es un broma», pensó.
Se equivocaba de medio a medio; el loro
hablaba muy en serio.
-Si subes te marearás, se te aflojarán las
piernas, sentirás un nudo en el estómago.
¡Va no estás para emociones tan fuertes!
-A pesar de ello, deseo intentarlo -pidió
Amelia con un hilo de voz.
55. -Si te empeñas, allá tú. Yo me lavo las
manos -advirtió Hipólito.
Amelia no respondió. Alzó la cabeza y cla
vó sus ojos en el trapecio.
El loro pensó: «Si ella insiste en hacerlo,
yo puedo sacar tajada de semejante locura.»
De pronto, se le ocurrió una idea y, enca
rando a Amelia, le propuso:
- Te dejaré subir si lo haces delante del
público. Por ejemplo, hoy en la función de
las diez.
-De acuerdo -aceptó ella sin pensárse
lo, y se marchó a su carromato.
También Hipólito se puso rápidamente en
marcha. Con un megáfono en la mano sa
lió a la calle para anunciar el arriesgado
número.
-¡No se lo pierdan! -chillaba hasta que
darse sin voz.
La publicidad funcionó mejor de lo espe
rada. Aquella noche el circo se llenó a re
bosar.
Incluso Joan quiso asistir. Sentado en la
primera fila aguardaba impaciente a que co
menzara la función.
No recordaba haber sentido nunca tanta
56. Amelía la tra edsta ___~~~,57
impaciencia. Mientras comía palomitas, se
preguntaba: «¿Cómo estará Amelia?»
Amelia era un auténtico saco de nervios.
Tanto, que hasta la diadema le temblaba en
la cabeza.
-Estoy tran ... tranqui. .. qui. .. tranqui
la -se repetía, tratando de convencerse.
Pero los dientes le castañeteaban como si
la hubieran metido dentro de un cubo de
hielo.
Jamás hubiera imaginado que se sentiría
así. Siempre pensó que llegado el momen
to sería la viva imagen de la alegría. «Pero
de pronto me he vuelto demasiado mayor» ,
reconoció .
No pudo darle más vueltas. Rosalía vino
a avisarle que su número sería el siguiente.
-¡Suerte...! - le deseó la jirafa barbuda,
desviando la mirada.
-Gracias -respondió Amelia, mientras
se dirigía hacia la pista. Oculta tras las corti
nas, aguardó a ser anunciada.
Sus padres estaban junto a ella y, de tan
pálidos, parecían fantasmas. No se atrevían
ni a abrir la boca. Sabían que si lo hacían
romperían a llorar desconsolados.
57. En esas...
-Respetable público, con todos ustedes:
¡Amelia, la trapecista! -exclamó Hipólito, lu
ciendo el traje de presentador.
Amelia caminaba como si se hubiera he
cho pis: dando pasitos cortos, sin atreverse
a levantar la mirada.
El público aplaudía con entusiasmo.
Ella se acercó a la escalerilla, se despojó
de la capa, y comenzó a subir hacia el tra
pecio.
Hipólito, al verla, sintió remordimientos,
y revoloteando a su lado empezó a decirle:
- Insensata, ¿no te das cuenta de que ya
no eres una cría? ¡Desiste!
58. 59
Amelia trataba de hacer oídos sordos. Po
nía todo su empeño en subir aquella escale
rilla que se le hacía interminable.
-Se te aflojarán las piernas y caerás -le
advertía el loro.
Amelía comenzó a notar que las piernas
ya casi no la aguantaban. «Si me caigo, ¡me
nudo porrazo», reconoció mirando hacia
abajo.
El estómago le dio un vuelco. Se sintió te
rriblemente mareada. No podía soportarlo.
«He de bajar rápidamente», reconoció, no
tando que la altura era más fuerte que ella.
-Sí, baja deprisa -le achuchaba Hi
pólito.
Amelia se aferró a las cuerdas y cerró los
ojos. No conseguía dar un solo paso ni ha
cia arriba ni hacia abajo.
El público murmuraba.
-¡Mamarracho, vete por donde has ve
nido! -gritó alguien, decepcionado.
«Si pudiera... », se dijo la manita. El caso
es que estaba más tiesa que una maceta.
Sólo conseguía mover los ojos.
Miró aliara, al público, a sus padres, y al
alzar la mirada se topó con el trapecio.
59. 60 Ricardo Alc6ntara
-Ah -suspiró la monita.
Jamás lo había tenido tan cerca. Se diría
que con sólo estirar el brazo podría tocarlo.
AmeBa se sintió estremecer de emoción.
En aquel momento, mecido por la brisa,
el trapecio se balanceó.
«Me está llamando», pensó Amelia, como
cuando era una cría. Al igual que entonces,
lo observaba embobada.
Sí, todo volvía a ser igual. La única dife
rencia era que ya nadie le prohibía intentar
lo. Dependía tan sólo de ella. ¡Y ella lo de
seaba con todas sus fuerzas!
Sin siquiera proponérs~lo, arrancó esca
leras arriba.
-¡Te caerás! ¡Te caerás! -insistía Hipólito.
Amelia ni siquiera le oía.
Continuó subiendo tan tranquila. Al llegar
junto al trapecio, se cogió de la barra con las
dos manos y... ¡zas!, se dejó ir como si tu
viera alas.
El público enmudeció asombrado. Jamás
había visto nada igual.
-¡Ha valido la pena! ¡Esto es formidable!
-exclamó la monita, dando volteretas en el
aire.
60.
61. aunque él no pudiera oírla, le gritó:
-¡Guapo!
62 Ricardo Alcántara
Amelia no dejaba de sorprender a los asis
tentes con ejercicios vistosos y complicados.
¡Era estupenda!, y así lo reconocían todos.
Cuando la actuación finalizó, todos aplau
dieron puestos en pie.
-¡Bravo! ¡Bravo! -gritaban.
Desde lo alto, Amelia lo agradecía agitan
do la mano.
Miraba a unos y otros; le costaba creer que
aquella realidad no era un sueño.
En medio de tanto gentío consiguió divi
sar a Joan.
Joan aplaudía alborotado y feliz.
y Amelia, sin resistirlo por más tiempo,
62.
63. Amelia. la trapecista
se imprimió por encargo de la Comisión
Nacional de Libros de Te to Gmtuitos en los
,alleres de Compañía Edilorial Vllra, S.A. de C.V,
con domici.Jio en Cenleno 162 Local 2,
Col. Granjas Esmeralda,
delegación lzwpa.Japa, C.P. 098 lO, México, D.F.,
en el mes de diciembre de 2004.
El ,imje fue de 115000 ejemplares más
sobrantcs para reposición.