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AMELIA, 

LA TRAPECISTA 

BIBLIOTECA CENTRAL 

COORDINACION ESTATAL 

DE FORMACION CONTINUA 

S. E. P.
l
Sistema de clasificación Melvil
863
A43
2004 Ricardo
Amelia, la I Ricardo Alcántara;
Gabán. México: SEP' 2004.
64 p.; i1.--- del Rincón)
ISBN: 968-01-0311-0 SEP
1 Literatura infantil. 2. Cuento. 3. Literatura uruguaya.
L Gabán,]esús, il. 11. t UL Ser.
Del texto: Ricardo Alcántara, 1993
De las 1993
Primera Edición SEP I 2004
nR. © Alianza Editorial ¡vn:¡o(:"na,
nR.·© Secretaría de Educadón 2004
ISBN: 970-664-070-3 AEM
ISBN: 968-01-031 SEP
en México
DISTRlBUCI6N GRATUITA-PROHIBIDA SU T:'TA
Prohibida su rq,ro,:!u(:t!cm LU'U4lUt:! medio mecánico
de los r(u'l1l1l1rf',
Ricardo Alcántara
AMELIA,

LA TRAPECISTA

Uustración: Jesús Gabán
ANMYM Libros del Rincón
QUrRIDO lrCTOR 

Cuando voy a las escuelas, los
jóvenes lectores suelen preguntarme :
«¿De pequeño ya querías ser
escritor?»
«¡Qué va ! ¡Ni mucho menos!»,
acostumbro a responderles.
Cuando yo era pequeño no tenía
tiempo para pensar en qué quería ser
de mayor. Estaba demasiado ocupado
jugando, charlando con los amigos y,
principalmente , imaginando cómo
sería todo si todo fuese diferente .
Para ello, tenía la costumbre de
meterme en el hueco que había entre
la bañera de casa (aquellas de
metal) y la pared . Allí, protegido
de la rea lidad , daba rienda suelta a
la imaginación par a adentrarme sin
miedo en el mundo de l os cas i
imposi ble .
Continué refugiá ndome e n el hueco
de la bañera hasta que el tamaño de
mi cuerpo y. las dimensiones de aquel
reduc ido espacio dejaron de s er
cómplices y se volvi eron enemigos
irreconcilia bles.
Aunque con bastante pena, no tuve
más remedio que renunciar a aquel
amistoso rincón . Pero , como no
estaba dispuesto a de jar de imaginar
cómo sería todo si todo fuese
diferente , necesitaba encontrar una
nueva plataforma desde donde lanzar
al vue l o la imagina c ión .
Guiado por tal propósito, durante
varios días di vue ltas y más vueltas
por la casa, a la busca y captura de
un nuevo rincón. Finalmente, acabé
por encontrarlo justo al lado de mi
casa : allí estaba el pequeño
e scritorio .
Aquel mismo día, arqueado sobre
el escritorio , comencé a garabatear
mis primeros cuentos y poemas.
Clara que aún no sabía que quería
ser escritor . Para llegar a
descubrirlo tuve que recorrer un
camino largo, emocionante y
divertido. Durante ese recorrido
hice un poco de todo: actor de
televisión, artesano, d irector de un
taller ocupacional, coc inero,
psicól ogo ...
Hasta que un día me dije: «En
realidad, l o que yo quiero es ser
escri tor» . Eso sucedi ó en el momento
preciso , ni antes ni después.
Desde hace unos cuantos años me
dedico a escribir y, con la ayud~ de
mis personajes, entornando los ojos
sigo maquinando cómo sería todo si
todo f uese diferente .
Para CARME SANSA
con mi amistad.
8 Ricardo A/c6ntara
1 

LA manita Amelia nació bajo la lona de un
circo. De un circo pobretón, de esos que van
de pueblo en pueblo y nunca se acercan a
las ciudades.
Nació sin prisas, una noche de luna llena.
«¡Qué guapa!», pensó la mamá al verla.
«Le pondremos Amelia, como mi abue­
la», pensó el padre, satisfecho.
«Caray, ¡otra boca más!», pensó el hipo­
pótamo Genovevo, dueño del circo.
Afortunadamente, la mona no tenía la bo­
quita demasiado grande. De haber sido una
cría de cocodrilo, Genovevo la hubiera pues­
to de patitas en la calle.
El caso es que Amelia y su familia conti­
nuaron en el circo.
Junto a ellos, la manita aprendi6 a pasar
hambre sin quejarse, a confiar en que las co­
sas pronto mejorarían, a ir de pueblo en pue­
blo a paso de tortuga...
9Amelia, la trapecista
A pesar de ello, Amelia se lo pasaba bas­
tante bien. Todo lo bien que podía.
Correteaba de sol a sol casi sin parar. ¡Era
infatigable!
y un buen día, mientras jugaba a la galli­
nita ciega, chocó contra Genovevo.
Aquel día, como de costumbre, el hipopó­
tamo estaba de malhumor. De haber naci­
do dragón, habría echado fuego por la boca.
Sólo le faltaba que la mona le dificultara
el paso. Aquello lo alteró aún más.
-¡Lo siento! -se disculpó Amelia, qui­
tándose la venda de los ojos.
Pero Genovevo no era de los que discul­
pan fácilmente. Llevándose las manos a la
cintura, la miró con cara de pocos amigos.
Finalmente le preguntó muy serio:
-¿Qué edad tienes?
Amelia le mostró seis dedos y sonrió.
-¡Seis meses! ¡A esa edad yo ya ayuda­
ba en los trabajos del circo! -exclamó el hi­
popótamo.
La manita lo miraba con ojos de asombro,
sin saber qué responder.
Puesto que Amelia no hablaba, Genove­
va era quien lo decía todo:
Ricardo Alc6ntar:
- Te pasas el día jugando como si no hu­
biera nada más que hacer. ¿Eso te parece
bien?
-¡Sí! -respondió ella. Claro que le pa­
recía bien, ¡una maravilla!
El hipopótamo hizo como si no la hubiera
oído y continuó con su discurso:
-Hasta ahora sólo has dado gastos, es
hora de que empieces a trabajar.
-¡Oh, sí! -celebró Amelia, y alzó la mi­
rada. Arriba estaba el trapecio.
La manita clavó sus ojos en él, convenci­
da de que su sueño pronto se haría realidad.
Pero Genovevo no estaba de humor para
apoyar sueños ajenos. Todo lo contrario.
Con las manos cogidas a la espalda, el hi­
popótamo pensó:
«En el circo hay muchos artistas, ¡dema­
siados! Lo que realmente hace falta es alguien
que ayude en la limpieza, en la cocina, y... »
Ya tenía decidido qué tarea le adjudicaría
a Amelia, pero... ¿cómo haría para decírselo?
-Mmmm... -murmuró entre dientes, y
en un periquete cambió la expresión de su
rostro. Tanto, que ya no parecía el mismo.
Se acercó a Amelía sonriente y con gesto
12 Ricardo Alcántara
amistoso le pasó el brazo por encima de
los hombros. Poniendo cara de bueno, le
dijo:
-Aún eres muy joven para subir al tra­
pecio. Podría sucederte una desgracia y yo
no me lo perdonaría. ¿Verdad que lo en­
tiendes?
-Sí. .. -respondió la monita, aunque no
acababa de comprenderlo.
Esforzándose por no hacer pucheros, pen­
só: «¡Qué pena!»
Genovevo hizo una pausa y luego le
propuso:
-Cuando llegue el momento, serás la rei­
na del trapecio -y desviando la mirada
agregó-: Mientras tanto, podrías echar una
mano en la cocina.
- De acuerdo -respondió ella sin dema­
siado entusiasmo. Y menos hubiera demos­
trado de saber lo que le esperaba.
Comenzó al día siguiente y la hicieron tra­
bajar más que a una esclava: lavaba platos,
pelaba patatas, hacía la compra, fregaba el
suelo, limpiaba las jaulas, cosía y remen­
daba...
A su lado, la Cenicienta habría resultado
una holgazana. Tanto la hacían trabajar que
al llegar la noche estaba agotada.
-¡Uf! - se quejó cierta vez-. ¡Estoy ren­
dida!
y Genovevo la oyó. Sin dudarlo, se le
acercó y dijo con ironía:
-Si a tu edad estás cansada, ¿cómo es­
tarás cuando tengas mis años?
14 Ricardo Alcántara
«Si no doy golpe, igual que usted, estaré
como una rosa», pensó la monita. Pero no
dijo nada; supo morderse la lengua.
Sin embargo, cuando el hipopótamo se
alejó, ella lo imitó burlona:
- «Si a tu edad estás cansada, ¿cómo es­
tarás cuando tengas mis años?»
-¡Amelia! -la reprendió su madre-o No
debes burlarté de los animales mayores.
La monita alzó los hombros y echó a an­
dar. Enfiló hacia la cama, enfurruñada. Co­
menzaba a estar harta de ser pequeña.
«A propósito, ¿hasta cuándo tendré que
esperar para subir al trapecio?», se pregun­
tó mientras se acostaba.
Cada mañana se hacía la misma pregun­
ta. También por la tarde. Y por la noche.
Como no sabía la respuesta, un buen día de­
cidió preguntárselo al hipopótamo.
-Genovevo, ¿cuándo seré bastante ma­
yor para encaramarme al trapecio?
-¿Ahora qué edad tienes? -quiso saber.
Amelia le indicó que «diez», sirviéndose
de sus deditos.
- Pues cuando tengas un año y medio ya
hablaremos -prometió Genovevo.
Amelia le tomó la palabra. Corrió al en­
cuentro de su madre y le preguntó.
-¿Cuánto falta para que cumpla un año
y medio?
-Ocho meses -dijo.
-¡Sólo ocho meses! -exclamó Amelia,
en verdad maravillada.
A partir de entonces tenía los ojos pues­
tos en el futuro. Era como si el presente no
existiera. Deseaba con todas sus fuerzas que
el tiempo volara.
Pero el tiempo no le hacía caso y avanza­
ba más lento que un viejo con bastón.
A veces, la espera se le hacía intermina­
ble. Tanto, que hasta la expresión de su ros­
tro se le ponía lánguida. El ánimo le pesaba
más que un cubo de agua.
Tratando de remediarlo, Amelia se ima­
ginaba balanceándose en el trapecio. Si ce­
rraba los ojos, se veía en lo alto de la lona,
con tanta claridad como si fuese real.
Aquello le servía para curarla de todos sus
males. Le ayudaba a reunir fuerzas para es­
perar...
Finalmente, el calendario indicó que el pla­
zo fijado había llegado a su fin.
16 Ricardo Alcántara
Aquel día, Amelia saltó de la cama más
temprano de lo acostumbrado, cuando el sol
apenas comenzaba a asomar.
A medio vestirse, Amelia salió zumbando
al encuentro de Genovevo.
Pero el hipopótamo dormía a pata suelta.
No solía despertar hasta media mañana.
La monita se plantó frente a su carroma­
to, decidida a no moverse de allí. Y no se
movió. Cuando Genovevo por fin se levan­
tó, la encontró delante de su puerta.
Amelia, la trapedsta __~__1'l1
-¿Qué haces aquí? -le preguntó extra­
ñado.
-¡Hoyes el día! -respondió ella, sin po­
der disimular su felicidad .
El hipopótamo dudó. No sabía de qué le
hablaba.
-¡Hoy cumplo un año y medio! -explicó
la manita, al tiempo que apuntaba hacia lo
alto.
-¡Ah! ¡Claro, claro! -dijo Genovevo, ca­
yendo en la cuenta de qué se trataba.
Aquel día no estaba tan malhumorado,
pero.. . Volviendo a considerar la situación,
se dijo:
«Tenemos muchos artistas, ¡demasiados!
Amelia debe continuar haciendo su trabajo.»
Se rascó la cabeza y le pidió a la manita:
-Acércate.
Amelía lo hizo de un salto.
-Déjame ver esos brazos -pidió él.
La manita se arremangó el vestido para
enseñárselos. Genovevo los apretó por aquí
y por allá...
-Los tienes muy delgaduchos. Hace fal­
ta tener buenos músculos para no caer del
trapecio.
18 Ricardo Alcántara
- Vaya... -se lamentó ella.
- No te impacientes, aún eres muy joven.
Tienes toda la vida por delante.
-Ya...
-Cuando tengas brazos fuertes subirás al
trapecio -dijo él en tono solemne, como si
se tratara de una promesa.
-¡De acuerdo! -respondió Amelía, dio
media vuelta y salió disparada. '
2 

AMELIA había tomado una determinación,
pero de pronto se detuvo. Llevándose un
dedo a los labios, pensó: «¿Qué he de ha­
cer para conseguir buenos músculos?»
No tenía ni idea. «Tendré que preguntár­
selo a Genovevo», se dijo.
Sin pérdida de tiempo salió en su busca
mientras gritaba:
-¡Genovevo! ¡Genovevo!
Lo encontró remojándose en una charca
que había junto a la entrada.
-¡Mecachis! ¡Ya no puedo ni descansar
tranquilo! -resopló el hipopótamo.
Amelia hizo oídos sordos y no se dejó im­
presionar. Se detuvo junto al agua y, con aire
modosito, preguntó:
-¿Qué debo hacer para tener buenos
músculos?
Y Genovevo, que jámas descuidaba sus
intereses, respondió con presteza:
2D Ricardo Alcántara
-Debes fregar el suelo con fuerza, lavar
la ropa, cepillar a los elefantes...
-¡Uf! -exclamó Amelia impresionada-.
No será tan fácil como pensaba.
Él hizo una pausa para tomar aire y con­
tinuó:
- Pintar los carromatos, remendar los tra­
jes gastados, ir al río en busca de agua...
- Bien, bien -le interrumpió Amelia al
notar que se estaba mareando-. Para em­
pezar, con eso ya tengo bastante. Gracias
-dijo, y se marchó.
Avanzaba francamente abatida. ¿De dón­
de sacaría fuerzas para hacer todo aque­
llo? Casi sin notarlo se encaminó hacia la
pista.
Al llegar al centro se detuvo y alzó la mi­
rada. Allá arriba descansaba el trapecio. In­
móvil, adormecido, hasta que un soplo de
brisa lo meció.
Amelia clavó sus ojos en él emocionada.
Creyó ver en aquel movimiento un mensaje
muy especial. Pensó que el trapecio, a su
manera, la llamaba.
La manita alzó un brazo como si preten­
diera alcanzarlo. Incluso se puso de punti­
Amella, la trap-=e=cis=ta'--___~~~~~~_ 21
Has para estar más alta. En tono serio pro­
metió:
- Haré cuanto sea por tener brazos
fuertes.
Ese mismo día puso en marcha su plan y
siguió a rajatabla los consejos de Genovevo.
y él, viéndola tan trabajadora, sonreía en­
cantado.
Amelia puso todo su empeño en la tarea.
Varios meses más tarde, plantada ante el
espejo, se miró detenidamente.
-¡Ajá! -dijo convencida. Razón no le fal­
taba, pues ya podía presumir de músculos.
Pisando fuerte, salió al encuentro del hi­
popótamo y le enseñó los brazos.
-Genovevo, ¡mire!
El hipopótamo quedó asombrado. Con
ojos redondos y saltones, más propios de un
buho, observaba aquellos brazos. Nunca ha­
bía visto nada igual.
- ¿Qué le parece? -le preguntó Amelia.
-¡Fantástico! -tuvo que reconocer él.
-Entonces, ¿ya puedo subir al trapecio?
Genovevo volvió a considerarlo: «Artistas
hay muchos, ¡demasiados! En cambio, para
el trabajo pesado, como Amelia no hay dos».
Aspiró hondo y...
-Querida, te veo aún tan joven... -res­
pondió preocupado.
- Pero si ya he cumplido dos años -con­
testó ella airadamente.
Genovevo la vio tan decidida que optó por
no discutir. Prefirió echar mano a otra de sus
artimañas:
-De acuerdo, puedes subir al trapecio.
24 Ricardo Alcántara
Amelia le saltó al cuello mientras le decía: 

-¡Gracias! ¡Gracias! 

Pero, sin dejarse dominar por las emocio­

nes, Genovevo dijo:
-Supongo que ya te habrás comprado la
ropa adecuada.
Amelia palideció. No sabía de qué le ha­
blaba. ¿A qué venía eso de la ropa?
Él se lo explicó:
- Necesitas tener un traje si quieres actuar.
¡No pensarás hacerlo con esa facha!
- Puedo pedirlo prestado.
-¡Oh, no! Tienes que estrenar uno que
hayas comprado. Ésas son las reglas.
- Pero ¿de dónde sacaré el dinero?
Genovevo se encogió de hombros mien­
tras meneaba la cabeza. Era evidente que se
desentendía del problema.
- Ya veré qué puedo hacer -murmuró
la manita.
Se marchó cabizbaja a ver a sus padres
para contarles el nuevo contratiempo.
-¡Qué pena! -dijo su madre.
-¡Cuánto lo siento! -se dolió su padre.
Era todo cuanto podían hacer. No tenían
ni un céntimo ahorrado para ayudar a su hija.
Amelía, la trapecista 25
-No os preocupéis, ya me las apañaré
-les tranquilizó ella.
Con las manos en los bolsillos, comenzó
a andar, paso a paso. «¿Qué podré hacer?»,
se preguntaba una y otra vez.
Hasta que de pronto, como por arte de
magia, le llegó la respuesta.
Fue así: resulta que Genovevo estaba tum­
bado al sol y había puesto la radio a todo vo­
lumen. En aquel momento tocaban una se­
lección de rumbas.
La música era tan pegadiza que al hipo­
pótamo se le movían las caderas.
Siempre sucedía lo mismo, no podía evi­
tarlo. Seguro que de no haber sido empre­
sario, Genovevo hubiera sido bailarín. ¡Era
su gran ilusión!
Cuando la canción llegó a su fin, ellocu­
tor tomó la palabra y dijo:
-La empresa Mimitos Míos S.A. necesi­
ta personal femenino. Las interesadas debe­
rán presentarse en Gaboto 1.473.
«Gaboto 1.473», repitió una y otra vez
Amelía para sus adentros, hasta memorizar
la dirección. Luego, sin decir adónde iba, se
encaminó hacia allá.
Ricardo Alcántara
Al llegar tuvo un susto de muerte: frente
a la entrada había una cola interminable.
«¡Cuántas bichas!», se dijo Amelia, en ver­
dad impresionada. Las había de todos tipos
y tamaños.
No quedaba otro remedio que armarse de
paciencia y esperar.
Para matar el tiempo unas charlaban, otras
hacían punto, y no faltaba quien apro­
vechaba para escribirle unas líneas a su
amado.
Amelía decidió entretenerse a su manera:
comenzó a hacer ejercicios. Cogió un par de
piedras y...
-Uno, dos. Uno, dos -decía, mientras
",~l_,"-, las subía y bajaba como si fueran pesas.
Las otras comenzaron a observarla con
aire de desconfianza. «¡Vaya animalejo más
raro!», pensaban.
- Tan joven y tan chalada -comentaron
un par a sus espaldas.
Amelia no les hizo caso y continuó:
-Uno, dos. Uno, dos.
En esas apareció el jefe de personal. Sin
prisas, se paseó junto a las candidatas. Mien­
tras las observaba detenidamente, se decía:
«Esa no. ¡Uy, qué fea! ¡Vaya bigotes! ¡No
me gusta! ¡Aquella es más vieja que mi
abuela!»
De pronto paró en seco y los ojitos le bri­
liaron. Le sucedió al descubrir a Amelia.
-¡Es la que necesitamos! -exclamó con­
vencido, y dando zancadas se acercó a ella.
28 Ricardo Alc6ntara
Interesado en mostrarse simpático, le de­
dicó a Amelia una sonrisa de oreja a oreja.
Luego, le tendió una mano para saludarla.
La monita tenía las suyas ocupadas con
las piedras. Dudó unos instantes, que se le
hicieron interminables. No sabía qué hacer.
Finalmente, con disimulo tiró las piedras
al suelo. Y éstas cayeron sobre los pies de
la hiena que había detrás.
-¡Estúpida! -chilló la hiena, y de tan 'en­
fadada comenzó a reír- : ¡Ja, ja, ja!
Pero Amelia no la oyó. Ella y el jefe de
personal se encaminaban apresurados hacia
las oficinas.
Al llegar, él le indicó:
-Siéntese.
La monita así lo hizo, mientras paseaba la
mirada de un sitio a otro.
-¿Cuántos años tiene? -le preguntó el
jefe de personal.
Amelia se sintió estremecer. Tragó saliva
y dijo:
-Dos, pero a punto de cumplir tres.
Para su sorpresa, el otro respondió:
-¡Fantástico! No se hable más. Mañana
mismo puede comenzar.
Amelia, la trapecista
y así fue.
La destinaron a la sección de expedición.
No era un trabajo complicado. Como si de
una expedición se tratara, cargaba enormes
cajas de un sitio a otro durante diez horas
diarias. Y por ello le pagaban cincuenta du­
ros al mes.
-¡Cincuenta duros! -exclamó AmeBa al
enterarse.
-Sí, porque aún eres aprendiz.
-Pero si yo ya sé cómo llevar las cajas.
No necesito aprender más.
-A tu edad sólo puedes ser aprendiz -le
respondió el jefe de personal, ya de muy ma­
las pulgas.
-De acuerdo -respondió Amelia, que ya
se moría de ganas de ser mayor.
3 

¿DÓNDE está Amelia? -preguntó Geno­
veva; no se la veía por ninguna parte.
-Ha empezado a trabajar en una fábrica
-le explicó la madre.
- Ya -dijo él, y dando media vuelta se
marchó apresurado. No necesitaba más ex­
plicaciones. ¡De sobra conocía el motivo!
«¡Eres un bocazas! -se regañaba a sí mis­
mo-. Por tu culpa se ha ido a trabajar a otra
parte. »
Estaba seriamente enojado. Claro que,
cuando se enfadaba consigo mismo, pronto
.se le pasaba.
Al cabo de un rato se olvidó del disgusto.
Es más, comenzó a enco'ntrar todo aquello
muy divertido.
- Veremos cuánto tiempo pasará antes
de que se compre el traje -y rió a carca­
jadas.
Mucho, mucho tiempo necesitó Amelia
Amelio lo tro~cisto 3J
pero, juntando moneda a moneda, finalmen­
te lo consiguió.
Lo primero que hizo entonces fue despe­
dirse del trabajo. Luego se encaminó a la
tienda para comprarse el traje.
Había tantos que no era fácil decidirse.
Amelia los miraba una y otra vez. Finalmen­
te, se quedó con uno azul y blanco, con
lentejuelas bordadas en el pecho que no ce­
saban de brillar.
Apretando el paquete entre los brazos, en­
filó hacia el circo.
Su madre la ayudó a vestirse.
Amelia estaba tan nerviosa que hasta la
cola le temblaba.
Cuando se hubo puesto el traje, la diade­
ma y la capa, llamaron a su padre.
-¡Estás guapísima! -exclamó él, y no
exageraba.
Realmente, Amelia parecía una auténtica
estrella.
- Voy a enseñárselo a Genovevo - dijo
ella, y salió a la carrera.
El hipopótamo estaba chapoteando en el
barro. Cantaba a todo pulmón mientras to­
maba su baño de lodo.
32 Ricardo Alcántara
-Hola -le saludó Amelia. Y, desfilan­
do como una modelo, le preguntó-: ¿Qué
le parece?
-¡Estás preciosa! -exclamó él, en verdad
impresionado. Jamás había visto a alguien
tan elegante.
Amelia se mordía la lengua para no ha­
blar. «Hasta que él no me lo diga no soltaré
palabra», pensaba.
Pero el hipopótamo se demoraba más de
la cuenta y ella no pudo aguantarse. Con una
sonrisa en los labios, le preguntó impaciente:
-¿Cuándo podré debutar?
-Veamos, veamos... -dijo Genovevo,
mientras ganaba tiempo para pensar.
Y se puso a maquinar para sus adentros:
«Artistas hay muchos, ¡demasiados! Si la dejo
debutar se acabaría el juego. ¡Oh, no, sería
muy aburrido!»
Así es que, malintencionado como pocos,
el hipopótamo le dijo:
-Debutarás tan pronto firmes el contrato.
-Ah -dejó escapar Amelía. Algo la ad­
vertía de que podía tratarse de un nuevo im­
pedimento.
Chorreando barro, Genovevo se dirigió a
f3.iJ __~~___ RIcardo Alcántara
su carromato. Cogió un papel lleno de le­
tras y regresó junto a la manita.
Tendiéndole el escrito le indicó:
-Léelo en voz alta. Si estás de acuerdo,
lo firmas y ¡ya está!
La manita se quedó más muda que una
piedra. Al cabo de un rato, confesó aver­
gonzada:
-No sé leer ni escribir.
-¡Cuánto lo siento! -exclamó Genove­
va, llevándose las manos a la cabeza.
Representaba tan bien su papel que en
verdad parecía afligido.
- Yo también -dijo AmeBa con voz dé­
bil. Y se marchó más triste que un fantasma
que ya no es capaz de asustar a nadie.
Se quitó el vestido y lo guardó antes de
que el trapecio se fijara en ella. Viéndola así
vestida podría hacerse vanas esperanzas.
Sentada en un rincón en penumbras, es­
peró a que la tristeza se desvaneciera. Cuan­
do fue capaz de pensar, se preguntó: «¿Qué
puedo hacer?»
La respuesta era sencilla: ir a la escuela.
Al día siguiente, de buena mañana, fue a
una que le pillaba cerca.
-¿Qué desea? -le preguntó el conser­
je, que era un burro muy malcarado.
-Quiero matricularme -respondió ella,
haciendo gala de tener muy buenos mo­
dales.
-Para eso ha de hablar con la secretaria.
Amelía se dirigió hacia su despacho.
-¡Toe, toe, toe! -llamó a la puerta.
-¡Adelante! -indicó una voz gruesa y pe­
netrante. Era la mismísima secretaria quien
hablaba.
Por el vozarrón, Amelía imaginó que se
trataría de una leona o de una robusta tigresa.
¡Qué va!, era una ardillita que apenas si
medía un palmo. Pero lo que le faltaba de
altura le sobraba de carácter.
-¿Qué desea? ¡Hable
de una vez! -la apremió,
mirándola por encima
del hombro.
Un tanto
intimidada,
Amelia le explicó:
-Pues... quería
matricularme en la
escuela.
Ricardo Alcántara
La ardilla la observó de los pies a la cabe­
za y luego preguntó:
-¿Cuántos años tiene?
-Cuatro -le hizo saber Amelia.
-Es usted demasiado mayor para comen­
zar el curso. Sólo admitimos crías de has­
ta dos años. Adiós -la despidió sin mira­
mientos.
-¿Qué me aconseja hacer? -se atrevió
a preguntarle la manita desde la puerta.
-Acudir a la escuela para adultos, ¡claro
está!
Amelia le dio las gracias y se encaminó di­
rectamente a la escuela para adultos, pero
le aguardaba otra desilusión.
-No puedo inscribirla -dijo la directora.
-¿Por qué no? -quiso saber Amelia.
- Es usted demasiado joven para asistir a
los cursos. Como mínimo ha de tener cinco
años.
«¿No te fastidia?», dijo Amelia para sus
adentros. Últimamente no ganaba para dis­
gustos.
Dio media vuelta y se marchó malhumo­
rada a casa, andando para ver si así alegra­
ba el ánimo.
'Amelia, la trapecista
¡Qué va!, cuando llegó al circo, el mal sa­
bor de boca no se le había pasado.
-Come algo -le aconsejó la madre.
-¿Te apetece una limonada? -le ofre­
ció su padre.
Amelia comió y bebió, pero el malestar no
se le pasaba. En un arranque, le propuso a
sus padres:
- ¿Por qué no abandonamos el circo y nos
marchamos a otra parte?
Sus padres se miraron sin pronunciar pa­
labra.
-A nuestra edad, ¿adónde iríamos? -di­
jo finalmente la madre.
-Al menos aquí tenemos un techo y co­
mida -agregó su padre.
Silencio.
Aquella charla no l~s resultaba nada agra­
dable. Finalmente, su madre dijo resignada:
- Vete tú, si es lo que quieres.
-Aprovecha ahora que aún eres joven
-le sugirió su padre.
Amelia no se lo pensó dos veces. Si ellos
se quedaban, también ella se quedaría. No
les abandonaría por nada del mundo. ¡Esta­
ba decidido!
Ricardo Alcántara
Lo que aún le faltaba por resolver era
cómo aprendería a leer.
-Búscate un profesor particular -le di­
jeron sus padres.
Pero ¿dónde encontraría uno?
4 

EL hijo de Engracia es muy inteligente y muy
formal-le aseguró Palmira, la carnicera.
-No sé... -dudó Amelia.
-¡Te lo recomiendo! -le aseguró la otra.
-Me lo pensaré -prometió la monita, y
pasó el resto del día dándole vueltas a la idea.
Al hijo de Engracia lo conocía de vista. So­
lía pasar cada tarde frente a la puerta del cir­
co. Incluso sabía que se llamaba Joan.
Le parecía muy fino y educado, pero... No
tenía nada en su contra, pero... ¡Pensaba que
era demasiado serio y, demasiado mayor para
ser un buen maestro! Eso la dejaba en un mar
de dudas.
Pero las dudas se fueron aquietando y fi­
nalmente la monita se dijo:
-Nada se pierde con probar.
Al día siguiente comenzó las clases.
Para sorpresa de Amelia, Joan resultó
ser un magnífico maestro. Para alegría del
40 Ricardo Alcántara
maestro, Amelia resultó ser una estupenda
alumna.
Aprendió rápidamente las letras, las sumas
y las restas... En fin, aprendió todo lo que
él se propuso enseñarle. Pero, sin que Joan
se lo propusiese, también le enseñó otras co­
sas muy diferentes.
Amelia se notaba muy rara, pero no ati­
naba a descubrir qué le pasaba. Acudió en­
tonces a su madre.
-No sé... -comenzó diciendo-, noto
que me deshago en suspiros.
-Ajá -dijo la otra, mirándola con pi­
cardía.
Amelia prosiguió:
-Además, me cuesta conciliar el sueño.
V, cuando lo consigo, sueño cosas extrañí­
simas.
-Mmmm...
- A todas horas pienso en alguien. ¿Crees
que estoy enferma?
-No digas tonterías, ¡lo que sucede es que
estás enamorada! -le explicó su madre.
-¡Qué bien! -celebró ella, aunque no
mucho más tranquila.
-¿Quién es él? ¡Dímelo!
Amelia. la trapedsta 41
-Pues... Joan, mi maestro.
A la mona se le transfiguró la cara. Su ex­
presión era de auténtico pánico. Incluso le
costaba reaccionar. Cuando recuperó el ha­
bla, dijo sofocada:
-¡¿Quééé?! Pero si Joan podría ser tu pa­
dre, ¡insensata!
-Tranquilízate, mamá, no lo es.
Pero la otra ya no la oía. Corría de un lado
a otro gesticulando con los brazos mientras
gritaba:
-¡Mi hija! ¡Mi hija! ¡No puede ser!
Genovevo estaba felizmente sentado frente
al televisor cuando oyó aquel bochinche.
-¿Qué pasará? -se preguntó intrigado,
y salió para averiguar a qué venía semejan­
te alboroto.
Al verle, la mona se le lanzó al cuello. Llo­
raba tanto que le dejó la bata empapada. Y
no cesaba de suplicar:
-Genovevo, usted que es tan bueno, ¡tie­
ne que ayudarme!
-Explíqueme qué sucede -le pidió él.
La mona se lo contó entre sollozos. Al aca
bar, quiso saber afligida:
-¿Qué podemos hacer?
2
________________~~~~
Genovevo sonrió satisfecho. Aquello le ve­
nía como anillo al dedo. Nunca hubiera ima­
ginado que le resultaría tan fácil conseguir
sus propósitos. Sin darle más largas, sen­
tenció:
-Separarles cuanto antes.
Aquella misma tarde Amelía, partió hacia
la ciudad. La enviaron a casa de la pantera
Renata, una buena amiga de Genovevo.
No le dieron tiempo ni de despedirse de
Joan. No pudo decirle cuánto le quería. No
llegó a saber si también la quería él.
La metieron en el tren de las cinco y, con
pañuelos en la mano, la despidieron desde
el andén.
La madre lloraba a mares, el padre hacía
pucheros; Genovevo estaba encantado.
-No se preocupen, Renata me ha dicho
que la tratará como a una hija -comentó él.
-¿Será verdad? -insistió la mona mien­
tras se sonaba.
y Genovevo, entornando los ojos, dijo ca­
tegórico:
- Por Renata pongo las manos en el fue­
go. La conozco desde hace muchísimos
años.
Ricardo Alcóntara
Era cierto, Genovevo y Renata se cono­
cieron en la escuela primaria.
Por aquel entonces, ella era una pantera
tímida y delgaducha. Todo la asustaba y por
cualquier cosa se sonrojaba.
Mas con el paso de los años cambió una
barbaridad. Se convirtió en una pantera res­
pondona, capaz de plantarle cara al más va­
liente.
Nada la atemorizaba y siempre aspiraba a
.­
mas.
Casi sin dinero abrió su primer negocio.
Las cosas le fueron tan bien que llegó a te­
ner un banco de su propiedad: el Chicha's
Bank.
Era la envidia de sus vecinas y también de
las amigas. Todo le salía a pedir de boca, in­
cluso el día en que pidió:
-Si miento, que me parta un rayo.
Al cabo de un rato dijo una mentira y...
¡zas!, un rayo la partió en dos.
Corriendo la llevaron al veterinario, quien
la cosió con punto de cruz y luego le recetó:
-Que se esté en la cama seis meses y que
no vuelva a mentir.
-¡Qué horror! -se quejó Renata.
melia, la tral'easta
Ella no sabía estarse ni un minuto quieta,
¿cómo soportaría seis meses de reposo?
Además...
-¿Quién me cuidará? -se preguntaba
entre lamentos.
Continuaba aún llorando cuando sonó el
teléfono.
-¡BUUUAAA! -respondió la pantera.
-Renata, ¿qué te pasa? -al instante le
preguntó Genovevo.
Ella se lo contó de un tirón y entonces el
hipopótamo la tranquilizó:
- Buscaré la manera de mandarte a la mo­
nita Amelia para que se encargue de cui­
darte.
-¿Es de confianza?
-Respondo por ella.
-Siendo así, la trataré como a una hija
-prometió Renata muy solemne.
De hecho, cumplió su palabra. Recibió a
Amelia con los brazos abiertos y, nada más
entrar en casa, le dijo:
-Allí está la cocina, hijita. No te entreten­
gas y ponte a guisar.
A partir de ese momento no dejó de dis­
pensarle aquel trato tan familiar.
Ricardo Alcántara
-¡Vaya modales, hija! ¡Eres más ordina­
ria que una alpargata! -le chillaba cada vez
que Amelia tropezaba con algo.
-Hija, ¡tengo hambre! ¡A ver si espabilas
con la cena! -la reñía si se retrasaba un
minuto.
- Hija mía, eres más seca que una flor de
plástico -solía decirle si Amelia no reía sus
gracias.
Amelia ya estaba harta. Cada día que pa­
saba le resultaba más difícil soportar seme­
jante tormento.
Estaba a punto de perder la paciencia una
de aquellas tardes, cuando Genovevo lla­
mó por teléfono. Ella aprovechó para de­
cirle:
-Genovevo, quiero regresar al circo.
-¿Renata ya puede levantarse? - le pre­
guntó el hipopótamo.
-Claro que sí -le informó la monita.
Genovevo guardó silencio para pensar. «Si
le digo que regrese, es capaz de descubrir lo
que me traigo entre manos. No soportaría
que me estropeara los planes. Será mejor
mantenerla apartada», concluyó el hipopó­
tamo.
48 Ricardo Alcántara
-A pesar de todo, aún debes quedarte
a su lado.
-¿Hasta cuándo? -gritó Amelia con voz
gruesa, olvidando por un momento los bue­
nos modales.
-Pues... -titubeó Genovevo-, hasta
que cumplas cinco años y seas mayor de
edad, siempre y cuando Renata así lo quiera.
Por supuesto que Renata lo quiso. La ma­
nita resultaba una estupenda criada y le cos­
taba muy barata.
Como si eso fuera poco, podía gritarle a
su antojo, que la otra jamás se enfadaba.
Amelia se cuidaba de no hacerlo y de no po­
ner malas caras. Estaba resignada a esperar.
Sabía que si se marchaba por las buenas
Genovevo no la dejaría regresar al circo. Y
volver junto al trapecio era toda su ilusión.
Lo añoraba más que a sus padres, incluso
más que al propio Joan.
«Paciencia, ¡debes tener paciencia!», se re­
cetaba a sí misma, sin saber qué otra cosa
podía hacer.
Hasta que por fin llegó el día de su ani­
versario. ¡Cumpliría cinco años y sería ma­
yor de edad!
AmelioJ 10 tropedsto
~ Mañana compraré un pastel para cele­
brarlo -le dijo Renata.
- Yo no estaré para verlo. Hoy mismo me
marcho de aquí. Puede comerse mi parte,
iY que le aproveche! -le respondió Amelia
y, más rápido que ligero, se encaminó ha­
cia la estación con la maleta a cuestas.
Partió en el tren de las siete y durante todo
el trayecto no dejó de sonreír.
50 Ricardo Alc6ntar
5 

CON la frente apoyada en la ventanilla,
Amelia hacía planes para el futuro.
«Hablaré con Genovevo. Ya no aceptaré
más excusas. Mañana mismo quiero subir al
trapecio», se decía para sus adentros.
Cuando llegó al pueblo ya era noche ce­
rrada. De un salto se apeó del tren e inme­
diatamente se puso en camino. Andaba tan
rápido que casi corría, camino del circo.
Antes incluso de saludar a sus padres, fue
al encuentro del hipopótamo.
-¡Genoyevo! ¡Genovevo! -lo llamó a voz
en grito.
-No está -le indicó Rosalía, la jirafa
barbuda.
-¿Adónde ha ido? -preguntó la mani­
ta, llevándose las manos a la cintura.
-¡Vete tú a saber! A nadie se lo ha dicho.
Vendió el circo y se marchó sin decir esta
boca es mía -le explicó Rosalía.
Amelia, la trapecista _____51
AmeBa quedó muda de la sorpresa. «¡Gra­
nuja!», pensó, visiblemente sofocada. Tuvo
que sentarse para no caer redonda al suelo.
Al cabo de un momento, algo repuesta,
consiguió preguntar:
-¿A quién se lo ha vendido?
-A un loro muy quisquilloso llamado Hi­
pólito.
-Necesito hablar con él -dijo la moni­
ta, y salió veloz en su busca.
-Si está en su clase de canto será mejor
que no le interrumpas -le advirtió la bar­
buda Rosalía.
Amelia se dirigió hacia el carromato del
loro con grandes zancadas. Al acercarse oyó
un terrible revuelo. Abrió bien las orejas y le
oyó gritar como si le estuvieran arrancando
una a una todas las plumas.
«¡Algo malo le pasa!», pensó la monita,
preocupada. Sin dudarlo ni un momento,
abrió la puerta y se abalanzó dentro.
-¿Quién osa entrar sin llamar? ¿Quién se
~treve a interrumpir mi clase? -chilló el loro,
verde de rabia.
- Yo pensé... - balbuceó Amelia y calló.
A tiempo reconoció que sería mejor no ex­
52 ___~_ Ricardo Alc6ntara
plicar lo que había pensado. Pidió disculpas
y se marchó apresurada.
-¡Aguafiestas, me las pagarás! -la ame­
nazó el loro Hipólito.
Amelia se escondió en el sitio más oscuro
y apartado que encontró. De allí no se mo­
vió en varios días. Esperaba que las aguas
volvieran a su cauce.
Hasta que...
-¡Ya está bien! -consideró, al tiempo
que asomaba la cabeza.
Confiaba en que a Hipólito se le hubiera
pasado el enfado. Para averiguarlo, nada
mejor que verse las caras con él. Yeso fue
precisamente lo que hizo: ir a su encuentro.
Pero ¿dónde andaría el loro?
-Está en la pista, ensayando su número
-le indicó Rodríguez, el pulpo orquesta.
Pasito a paso, la monita fue tras él. Echó
un vistazo a través de las cortinas y allí lo en­
contró.
Vestido con ropas de mago, Hipólito in­
tentaba hipnotizar a la jirafa barbuda.
-Rosalía, estás cansada, muy cansada.. .
¡Vaya si lo estaba! Más que cansada esta­
ba harta. Llevaban así toda la mañana.
Ricardo Alcántara
«Si al menos supiera cómo se hace», pen­
saba Rosalía, con agujetas por todas partes.
Pero él insistía empecinado:
-Rosalía, estás cansada, muy cansada...
Para alivio de la jirafa, la manita Amelia
se dejó caer por la pista. Hipólito clavó sus
ojos en ella y, en tono poco amistoso, le dijo:
-¿Qué deseas?
-Ser trapecista -respondió ella, yendo
directamente al grano.
El loro la miró de pies a cabeza y luego
dijo intrigado:
-¿Cuántos años tienes?
«Ya estamos otra vez. Volverá a decirme
que aún soy muy joven y...»
-¿Es que no recuerdas cuántos años tie­
nes? -la apremió.
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-¡Qué disparate! ¡Ya eres demasiado ma­
yor para intentarlo por primera vez!
-¿Qué? -exclamó la manita en el col­
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-A tu edad es una auténtica locura,
¡créeme!
Amelia la trap.~=s::: -!55eCl' ta__________
No, no podía. Aunque Hipólito se lo re­
pitiera cien veces, le era imposible creerlo.
«Seguro que es un broma», pensó.
Se equivocaba de medio a medio; el loro
hablaba muy en serio.
-Si subes te marearás, se te aflojarán las
piernas, sentirás un nudo en el estómago.
¡Va no estás para emociones tan fuertes!
-A pesar de ello, deseo intentarlo -pidió
Amelia con un hilo de voz.
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manos -advirtió Hipólito.
Amelia no respondió. Alzó la cabeza y cla­
vó sus ojos en el trapecio.
El loro pensó: «Si ella insiste en hacerlo,
yo puedo sacar tajada de semejante locura.»
De pronto, se le ocurrió una idea y, enca­
rando a Amelia, le propuso:
- Te dejaré subir si lo haces delante del
público. Por ejemplo, hoy en la función de
las diez.
-De acuerdo -aceptó ella sin pensárse­
lo, y se marchó a su carromato.
También Hipólito se puso rápidamente en
marcha. Con un megáfono en la mano sa­
lió a la calle para anunciar el arriesgado
número.
-¡No se lo pierdan! -chillaba hasta que­
darse sin voz.
La publicidad funcionó mejor de lo espe­
rada. Aquella noche el circo se llenó a re­
bosar.
Incluso Joan quiso asistir. Sentado en la
primera fila aguardaba impaciente a que co­
menzara la función.
No recordaba haber sentido nunca tanta
Amelía la tra edsta ___~~~,57
impaciencia. Mientras comía palomitas, se
preguntaba: «¿Cómo estará Amelia?»
Amelia era un auténtico saco de nervios.
Tanto, que hasta la diadema le temblaba en
la cabeza.
-Estoy tran ... tranqui. .. qui. .. tranqui­
la -se repetía, tratando de convencerse.
Pero los dientes le castañeteaban como si
la hubieran metido dentro de un cubo de
hielo.
Jamás hubiera imaginado que se sentiría
así. Siempre pensó que llegado el momen­
to sería la viva imagen de la alegría. «Pero
de pronto me he vuelto demasiado mayor» ,
reconoció .
No pudo darle más vueltas. Rosalía vino
a avisarle que su número sería el siguiente.
-¡Suerte...! - le deseó la jirafa barbuda,
desviando la mirada.
-Gracias -respondió Amelia, mientras
se dirigía hacia la pista. Oculta tras las corti­
nas, aguardó a ser anunciada.
Sus padres estaban junto a ella y, de tan
pálidos, parecían fantasmas. No se atrevían
ni a abrir la boca. Sabían que si lo hacían
romperían a llorar desconsolados.
En esas...
-Respetable público, con todos ustedes:
¡Amelia, la trapecista! -exclamó Hipólito, lu­
ciendo el traje de presentador.
Amelia caminaba como si se hubiera he­
cho pis: dando pasitos cortos, sin atreverse
a levantar la mirada.
El público aplaudía con entusiasmo.
Ella se acercó a la escalerilla, se despojó
de la capa, y comenzó a subir hacia el tra­
pecio.
Hipólito, al verla, sintió remordimientos,
y revoloteando a su lado empezó a decirle:
- Insensata, ¿no te das cuenta de que ya
no eres una cría? ¡Desiste!
59 

Amelia trataba de hacer oídos sordos. Po­
nía todo su empeño en subir aquella escale­
rilla que se le hacía interminable.
-Se te aflojarán las piernas y caerás -le
advertía el loro.
Amelía comenzó a notar que las piernas
ya casi no la aguantaban. «Si me caigo, ¡me­
nudo porrazo», reconoció mirando hacia
abajo.
El estómago le dio un vuelco. Se sintió te­
rriblemente mareada. No podía soportarlo.
«He de bajar rápidamente», reconoció, no­
tando que la altura era más fuerte que ella.
-Sí, baja deprisa -le achuchaba Hi­
pólito.
Amelia se aferró a las cuerdas y cerró los
ojos. No conseguía dar un solo paso ni ha­
cia arriba ni hacia abajo.
El público murmuraba.
-¡Mamarracho, vete por donde has ve­
nido! -gritó alguien, decepcionado.
«Si pudiera... », se dijo la manita. El caso
es que estaba más tiesa que una maceta.
Sólo conseguía mover los ojos.
Miró aliara, al público, a sus padres, y al
alzar la mirada se topó con el trapecio.
60 Ricardo Alc6ntara
-Ah -suspiró la monita.
Jamás lo había tenido tan cerca. Se diría
que con sólo estirar el brazo podría tocarlo.
AmeBa se sintió estremecer de emoción.
En aquel momento, mecido por la brisa,
el trapecio se balanceó.
«Me está llamando», pensó Amelia, como
cuando era una cría. Al igual que entonces,
lo observaba embobada.
Sí, todo volvía a ser igual. La única dife­
rencia era que ya nadie le prohibía intentar­
lo. Dependía tan sólo de ella. ¡Y ella lo de­
seaba con todas sus fuerzas!
Sin siquiera proponérs~lo, arrancó esca­
leras arriba.
-¡Te caerás! ¡Te caerás! -insistía Hipólito.
Amelia ni siquiera le oía.
Continuó subiendo tan tranquila. Al llegar
junto al trapecio, se cogió de la barra con las
dos manos y... ¡zas!, se dejó ir como si tu­
viera alas.
El público enmudeció asombrado. Jamás
había visto nada igual.
-¡Ha valido la pena! ¡Esto es formidable!
-exclamó la monita, dando volteretas en el
aire.
aunque él no pudiera oírla, le gritó:
-¡Guapo!
62 Ricardo Alcántara
Amelia no dejaba de sorprender a los asis­
tentes con ejercicios vistosos y complicados.
¡Era estupenda!, y así lo reconocían todos.
Cuando la actuación finalizó, todos aplau­
dieron puestos en pie.
-¡Bravo! ¡Bravo! -gritaban.
Desde lo alto, Amelia lo agradecía agitan­
do la mano.
Miraba a unos y otros; le costaba creer que
aquella realidad no era un sueño.
En medio de tanto gentío consiguió divi­
sar a Joan.
Joan aplaudía alborotado y feliz.
y Amelia, sin resistirlo por más tiempo,
Amelia. la trapecista
se imprimió por encargo de la Comisión
Nacional de Libros de Te to Gmtuitos en los
,alleres de Compañía Edilorial Vllra, S.A. de C.V, 

con domici.Jio en Cenleno 162 Local 2, 

Col. Granjas Esmeralda, 

delegación lzwpa.Japa, C.P. 098 lO, México, D.F., 

en el mes de diciembre de 2004. 

El ,imje fue de 115000 ejemplares más 

sobrantcs para reposición.

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Amelia la Trapecista

  • 1. AMELIA, LA TRAPECISTA BIBLIOTECA CENTRAL COORDINACION ESTATAL DE FORMACION CONTINUA S. E. P. l
  • 2. Sistema de clasificación Melvil 863 A43 2004 Ricardo Amelia, la I Ricardo Alcántara; Gabán. México: SEP' 2004. 64 p.; i1.--- del Rincón) ISBN: 968-01-0311-0 SEP 1 Literatura infantil. 2. Cuento. 3. Literatura uruguaya. L Gabán,]esús, il. 11. t UL Ser. Del texto: Ricardo Alcántara, 1993 De las 1993 Primera Edición SEP I 2004 nR. © Alianza Editorial ¡vn:¡o(:"na, nR.·© Secretaría de Educadón 2004 ISBN: 970-664-070-3 AEM ISBN: 968-01-031 SEP en México DISTRlBUCI6N GRATUITA-PROHIBIDA SU T:'TA Prohibida su rq,ro,:!u(:t!cm LU'U4lUt:! medio mecánico de los r(u'l1l1l1rf',
  • 3. Ricardo Alcántara AMELIA, LA TRAPECISTA Uustración: Jesús Gabán ANMYM Libros del Rincón
  • 4. QUrRIDO lrCTOR Cuando voy a las escuelas, los jóvenes lectores suelen preguntarme : «¿De pequeño ya querías ser escritor?» «¡Qué va ! ¡Ni mucho menos!», acostumbro a responderles. Cuando yo era pequeño no tenía tiempo para pensar en qué quería ser de mayor. Estaba demasiado ocupado jugando, charlando con los amigos y, principalmente , imaginando cómo sería todo si todo fuese diferente . Para ello, tenía la costumbre de meterme en el hueco que había entre la bañera de casa (aquellas de metal) y la pared . Allí, protegido de la rea lidad , daba rienda suelta a la imaginación par a adentrarme sin miedo en el mundo de l os cas i imposi ble . Continué refugiá ndome e n el hueco de la bañera hasta que el tamaño de mi cuerpo y. las dimensiones de aquel reduc ido espacio dejaron de s er cómplices y se volvi eron enemigos irreconcilia bles. Aunque con bastante pena, no tuve más remedio que renunciar a aquel amistoso rincón . Pero , como no estaba dispuesto a de jar de imaginar cómo sería todo si todo fuese diferente , necesitaba encontrar una
  • 5. nueva plataforma desde donde lanzar al vue l o la imagina c ión . Guiado por tal propósito, durante varios días di vue ltas y más vueltas por la casa, a la busca y captura de un nuevo rincón. Finalmente, acabé por encontrarlo justo al lado de mi casa : allí estaba el pequeño e scritorio . Aquel mismo día, arqueado sobre el escritorio , comencé a garabatear mis primeros cuentos y poemas. Clara que aún no sabía que quería ser escritor . Para llegar a descubrirlo tuve que recorrer un camino largo, emocionante y divertido. Durante ese recorrido hice un poco de todo: actor de televisión, artesano, d irector de un taller ocupacional, coc inero, psicól ogo ... Hasta que un día me dije: «En realidad, l o que yo quiero es ser escri tor» . Eso sucedi ó en el momento preciso , ni antes ni después. Desde hace unos cuantos años me dedico a escribir y, con la ayud~ de mis personajes, entornando los ojos sigo maquinando cómo sería todo si todo f uese diferente .
  • 6. Para CARME SANSA con mi amistad.
  • 7. 8 Ricardo A/c6ntara 1 LA manita Amelia nació bajo la lona de un circo. De un circo pobretón, de esos que van de pueblo en pueblo y nunca se acercan a las ciudades. Nació sin prisas, una noche de luna llena. «¡Qué guapa!», pensó la mamá al verla. «Le pondremos Amelia, como mi abue­ la», pensó el padre, satisfecho. «Caray, ¡otra boca más!», pensó el hipo­ pótamo Genovevo, dueño del circo. Afortunadamente, la mona no tenía la bo­ quita demasiado grande. De haber sido una cría de cocodrilo, Genovevo la hubiera pues­ to de patitas en la calle. El caso es que Amelia y su familia conti­ nuaron en el circo. Junto a ellos, la manita aprendi6 a pasar hambre sin quejarse, a confiar en que las co­ sas pronto mejorarían, a ir de pueblo en pue­ blo a paso de tortuga...
  • 8. 9Amelia, la trapecista A pesar de ello, Amelia se lo pasaba bas­ tante bien. Todo lo bien que podía. Correteaba de sol a sol casi sin parar. ¡Era infatigable! y un buen día, mientras jugaba a la galli­ nita ciega, chocó contra Genovevo. Aquel día, como de costumbre, el hipopó­ tamo estaba de malhumor. De haber naci­ do dragón, habría echado fuego por la boca. Sólo le faltaba que la mona le dificultara el paso. Aquello lo alteró aún más. -¡Lo siento! -se disculpó Amelia, qui­ tándose la venda de los ojos. Pero Genovevo no era de los que discul­ pan fácilmente. Llevándose las manos a la cintura, la miró con cara de pocos amigos. Finalmente le preguntó muy serio: -¿Qué edad tienes? Amelia le mostró seis dedos y sonrió. -¡Seis meses! ¡A esa edad yo ya ayuda­ ba en los trabajos del circo! -exclamó el hi­ popótamo. La manita lo miraba con ojos de asombro, sin saber qué responder. Puesto que Amelia no hablaba, Genove­ va era quien lo decía todo:
  • 9. Ricardo Alc6ntar: - Te pasas el día jugando como si no hu­ biera nada más que hacer. ¿Eso te parece bien? -¡Sí! -respondió ella. Claro que le pa­ recía bien, ¡una maravilla! El hipopótamo hizo como si no la hubiera oído y continuó con su discurso: -Hasta ahora sólo has dado gastos, es hora de que empieces a trabajar. -¡Oh, sí! -celebró Amelia, y alzó la mi­ rada. Arriba estaba el trapecio. La manita clavó sus ojos en él, convenci­ da de que su sueño pronto se haría realidad. Pero Genovevo no estaba de humor para apoyar sueños ajenos. Todo lo contrario. Con las manos cogidas a la espalda, el hi­ popótamo pensó: «En el circo hay muchos artistas, ¡dema­ siados! Lo que realmente hace falta es alguien que ayude en la limpieza, en la cocina, y... » Ya tenía decidido qué tarea le adjudicaría a Amelia, pero... ¿cómo haría para decírselo? -Mmmm... -murmuró entre dientes, y en un periquete cambió la expresión de su rostro. Tanto, que ya no parecía el mismo. Se acercó a Amelía sonriente y con gesto
  • 10.
  • 11. 12 Ricardo Alcántara amistoso le pasó el brazo por encima de los hombros. Poniendo cara de bueno, le dijo: -Aún eres muy joven para subir al tra­ pecio. Podría sucederte una desgracia y yo no me lo perdonaría. ¿Verdad que lo en­ tiendes? -Sí. .. -respondió la monita, aunque no acababa de comprenderlo. Esforzándose por no hacer pucheros, pen­ só: «¡Qué pena!» Genovevo hizo una pausa y luego le propuso: -Cuando llegue el momento, serás la rei­ na del trapecio -y desviando la mirada agregó-: Mientras tanto, podrías echar una mano en la cocina. - De acuerdo -respondió ella sin dema­ siado entusiasmo. Y menos hubiera demos­ trado de saber lo que le esperaba. Comenzó al día siguiente y la hicieron tra­ bajar más que a una esclava: lavaba platos, pelaba patatas, hacía la compra, fregaba el suelo, limpiaba las jaulas, cosía y remen­ daba... A su lado, la Cenicienta habría resultado
  • 12. una holgazana. Tanto la hacían trabajar que al llegar la noche estaba agotada. -¡Uf! - se quejó cierta vez-. ¡Estoy ren­ dida! y Genovevo la oyó. Sin dudarlo, se le acercó y dijo con ironía: -Si a tu edad estás cansada, ¿cómo es­ tarás cuando tengas mis años?
  • 13. 14 Ricardo Alcántara «Si no doy golpe, igual que usted, estaré como una rosa», pensó la monita. Pero no dijo nada; supo morderse la lengua. Sin embargo, cuando el hipopótamo se alejó, ella lo imitó burlona: - «Si a tu edad estás cansada, ¿cómo es­ tarás cuando tengas mis años?» -¡Amelia! -la reprendió su madre-o No debes burlarté de los animales mayores. La monita alzó los hombros y echó a an­ dar. Enfiló hacia la cama, enfurruñada. Co­ menzaba a estar harta de ser pequeña. «A propósito, ¿hasta cuándo tendré que esperar para subir al trapecio?», se pregun­ tó mientras se acostaba. Cada mañana se hacía la misma pregun­ ta. También por la tarde. Y por la noche. Como no sabía la respuesta, un buen día de­ cidió preguntárselo al hipopótamo. -Genovevo, ¿cuándo seré bastante ma­ yor para encaramarme al trapecio? -¿Ahora qué edad tienes? -quiso saber. Amelia le indicó que «diez», sirviéndose de sus deditos. - Pues cuando tengas un año y medio ya hablaremos -prometió Genovevo.
  • 14. Amelia le tomó la palabra. Corrió al en­ cuentro de su madre y le preguntó. -¿Cuánto falta para que cumpla un año y medio? -Ocho meses -dijo. -¡Sólo ocho meses! -exclamó Amelia, en verdad maravillada. A partir de entonces tenía los ojos pues­ tos en el futuro. Era como si el presente no existiera. Deseaba con todas sus fuerzas que el tiempo volara. Pero el tiempo no le hacía caso y avanza­ ba más lento que un viejo con bastón. A veces, la espera se le hacía intermina­ ble. Tanto, que hasta la expresión de su ros­ tro se le ponía lánguida. El ánimo le pesaba más que un cubo de agua. Tratando de remediarlo, Amelia se ima­ ginaba balanceándose en el trapecio. Si ce­ rraba los ojos, se veía en lo alto de la lona, con tanta claridad como si fuese real. Aquello le servía para curarla de todos sus males. Le ayudaba a reunir fuerzas para es­ perar... Finalmente, el calendario indicó que el pla­ zo fijado había llegado a su fin.
  • 15. 16 Ricardo Alcántara Aquel día, Amelia saltó de la cama más temprano de lo acostumbrado, cuando el sol apenas comenzaba a asomar. A medio vestirse, Amelia salió zumbando al encuentro de Genovevo. Pero el hipopótamo dormía a pata suelta. No solía despertar hasta media mañana. La monita se plantó frente a su carroma­ to, decidida a no moverse de allí. Y no se movió. Cuando Genovevo por fin se levan­ tó, la encontró delante de su puerta.
  • 16. Amelia, la trapedsta __~__1'l1 -¿Qué haces aquí? -le preguntó extra­ ñado. -¡Hoyes el día! -respondió ella, sin po­ der disimular su felicidad . El hipopótamo dudó. No sabía de qué le hablaba. -¡Hoy cumplo un año y medio! -explicó la manita, al tiempo que apuntaba hacia lo alto. -¡Ah! ¡Claro, claro! -dijo Genovevo, ca­ yendo en la cuenta de qué se trataba. Aquel día no estaba tan malhumorado, pero.. . Volviendo a considerar la situación, se dijo: «Tenemos muchos artistas, ¡demasiados! Amelia debe continuar haciendo su trabajo.» Se rascó la cabeza y le pidió a la manita: -Acércate. Amelía lo hizo de un salto. -Déjame ver esos brazos -pidió él. La manita se arremangó el vestido para enseñárselos. Genovevo los apretó por aquí y por allá... -Los tienes muy delgaduchos. Hace fal­ ta tener buenos músculos para no caer del trapecio.
  • 17. 18 Ricardo Alcántara - Vaya... -se lamentó ella. - No te impacientes, aún eres muy joven. Tienes toda la vida por delante. -Ya... -Cuando tengas brazos fuertes subirás al trapecio -dijo él en tono solemne, como si se tratara de una promesa. -¡De acuerdo! -respondió Amelía, dio media vuelta y salió disparada. '
  • 18. 2 AMELIA había tomado una determinación, pero de pronto se detuvo. Llevándose un dedo a los labios, pensó: «¿Qué he de ha­ cer para conseguir buenos músculos?» No tenía ni idea. «Tendré que preguntár­ selo a Genovevo», se dijo. Sin pérdida de tiempo salió en su busca mientras gritaba: -¡Genovevo! ¡Genovevo! Lo encontró remojándose en una charca que había junto a la entrada. -¡Mecachis! ¡Ya no puedo ni descansar tranquilo! -resopló el hipopótamo. Amelia hizo oídos sordos y no se dejó im­ presionar. Se detuvo junto al agua y, con aire modosito, preguntó: -¿Qué debo hacer para tener buenos músculos? Y Genovevo, que jámas descuidaba sus intereses, respondió con presteza:
  • 19. 2D Ricardo Alcántara -Debes fregar el suelo con fuerza, lavar la ropa, cepillar a los elefantes... -¡Uf! -exclamó Amelia impresionada-. No será tan fácil como pensaba. Él hizo una pausa para tomar aire y con­ tinuó: - Pintar los carromatos, remendar los tra­ jes gastados, ir al río en busca de agua... - Bien, bien -le interrumpió Amelia al notar que se estaba mareando-. Para em­ pezar, con eso ya tengo bastante. Gracias -dijo, y se marchó. Avanzaba francamente abatida. ¿De dón­ de sacaría fuerzas para hacer todo aque­ llo? Casi sin notarlo se encaminó hacia la pista. Al llegar al centro se detuvo y alzó la mi­ rada. Allá arriba descansaba el trapecio. In­ móvil, adormecido, hasta que un soplo de brisa lo meció. Amelia clavó sus ojos en él emocionada. Creyó ver en aquel movimiento un mensaje muy especial. Pensó que el trapecio, a su manera, la llamaba. La manita alzó un brazo como si preten­ diera alcanzarlo. Incluso se puso de punti­
  • 20. Amella, la trap-=e=cis=ta'--___~~~~~~_ 21 Has para estar más alta. En tono serio pro­ metió: - Haré cuanto sea por tener brazos fuertes. Ese mismo día puso en marcha su plan y siguió a rajatabla los consejos de Genovevo. y él, viéndola tan trabajadora, sonreía en­ cantado. Amelia puso todo su empeño en la tarea.
  • 21. Varios meses más tarde, plantada ante el espejo, se miró detenidamente. -¡Ajá! -dijo convencida. Razón no le fal­ taba, pues ya podía presumir de músculos. Pisando fuerte, salió al encuentro del hi­ popótamo y le enseñó los brazos. -Genovevo, ¡mire! El hipopótamo quedó asombrado. Con ojos redondos y saltones, más propios de un buho, observaba aquellos brazos. Nunca ha­ bía visto nada igual. - ¿Qué le parece? -le preguntó Amelia. -¡Fantástico! -tuvo que reconocer él. -Entonces, ¿ya puedo subir al trapecio? Genovevo volvió a considerarlo: «Artistas hay muchos, ¡demasiados! En cambio, para el trabajo pesado, como Amelia no hay dos». Aspiró hondo y... -Querida, te veo aún tan joven... -res­ pondió preocupado. - Pero si ya he cumplido dos años -con­ testó ella airadamente. Genovevo la vio tan decidida que optó por no discutir. Prefirió echar mano a otra de sus artimañas: -De acuerdo, puedes subir al trapecio.
  • 22.
  • 23. 24 Ricardo Alcántara Amelia le saltó al cuello mientras le decía: -¡Gracias! ¡Gracias! Pero, sin dejarse dominar por las emocio­ nes, Genovevo dijo: -Supongo que ya te habrás comprado la ropa adecuada. Amelia palideció. No sabía de qué le ha­ blaba. ¿A qué venía eso de la ropa? Él se lo explicó: - Necesitas tener un traje si quieres actuar. ¡No pensarás hacerlo con esa facha! - Puedo pedirlo prestado. -¡Oh, no! Tienes que estrenar uno que hayas comprado. Ésas son las reglas. - Pero ¿de dónde sacaré el dinero? Genovevo se encogió de hombros mien­ tras meneaba la cabeza. Era evidente que se desentendía del problema. - Ya veré qué puedo hacer -murmuró la manita. Se marchó cabizbaja a ver a sus padres para contarles el nuevo contratiempo. -¡Qué pena! -dijo su madre. -¡Cuánto lo siento! -se dolió su padre. Era todo cuanto podían hacer. No tenían ni un céntimo ahorrado para ayudar a su hija.
  • 24. Amelía, la trapecista 25 -No os preocupéis, ya me las apañaré -les tranquilizó ella. Con las manos en los bolsillos, comenzó a andar, paso a paso. «¿Qué podré hacer?», se preguntaba una y otra vez. Hasta que de pronto, como por arte de magia, le llegó la respuesta. Fue así: resulta que Genovevo estaba tum­ bado al sol y había puesto la radio a todo vo­ lumen. En aquel momento tocaban una se­ lección de rumbas. La música era tan pegadiza que al hipo­ pótamo se le movían las caderas. Siempre sucedía lo mismo, no podía evi­ tarlo. Seguro que de no haber sido empre­ sario, Genovevo hubiera sido bailarín. ¡Era su gran ilusión! Cuando la canción llegó a su fin, ellocu­ tor tomó la palabra y dijo: -La empresa Mimitos Míos S.A. necesi­ ta personal femenino. Las interesadas debe­ rán presentarse en Gaboto 1.473. «Gaboto 1.473», repitió una y otra vez Amelía para sus adentros, hasta memorizar la dirección. Luego, sin decir adónde iba, se encaminó hacia allá.
  • 25. Ricardo Alcántara Al llegar tuvo un susto de muerte: frente a la entrada había una cola interminable. «¡Cuántas bichas!», se dijo Amelia, en ver­ dad impresionada. Las había de todos tipos y tamaños. No quedaba otro remedio que armarse de paciencia y esperar.
  • 26. Para matar el tiempo unas charlaban, otras hacían punto, y no faltaba quien apro­ vechaba para escribirle unas líneas a su amado. Amelía decidió entretenerse a su manera: comenzó a hacer ejercicios. Cogió un par de piedras y... -Uno, dos. Uno, dos -decía, mientras ",~l_,"-, las subía y bajaba como si fueran pesas. Las otras comenzaron a observarla con aire de desconfianza. «¡Vaya animalejo más raro!», pensaban. - Tan joven y tan chalada -comentaron un par a sus espaldas. Amelia no les hizo caso y continuó: -Uno, dos. Uno, dos. En esas apareció el jefe de personal. Sin prisas, se paseó junto a las candidatas. Mien­ tras las observaba detenidamente, se decía: «Esa no. ¡Uy, qué fea! ¡Vaya bigotes! ¡No me gusta! ¡Aquella es más vieja que mi abuela!» De pronto paró en seco y los ojitos le bri­ liaron. Le sucedió al descubrir a Amelia. -¡Es la que necesitamos! -exclamó con­ vencido, y dando zancadas se acercó a ella.
  • 27. 28 Ricardo Alc6ntara Interesado en mostrarse simpático, le de­ dicó a Amelia una sonrisa de oreja a oreja. Luego, le tendió una mano para saludarla. La monita tenía las suyas ocupadas con las piedras. Dudó unos instantes, que se le hicieron interminables. No sabía qué hacer. Finalmente, con disimulo tiró las piedras al suelo. Y éstas cayeron sobre los pies de la hiena que había detrás. -¡Estúpida! -chilló la hiena, y de tan 'en­ fadada comenzó a reír- : ¡Ja, ja, ja! Pero Amelia no la oyó. Ella y el jefe de personal se encaminaban apresurados hacia las oficinas. Al llegar, él le indicó: -Siéntese. La monita así lo hizo, mientras paseaba la mirada de un sitio a otro. -¿Cuántos años tiene? -le preguntó el jefe de personal. Amelia se sintió estremecer. Tragó saliva y dijo: -Dos, pero a punto de cumplir tres. Para su sorpresa, el otro respondió: -¡Fantástico! No se hable más. Mañana mismo puede comenzar.
  • 28. Amelia, la trapecista y así fue. La destinaron a la sección de expedición. No era un trabajo complicado. Como si de una expedición se tratara, cargaba enormes cajas de un sitio a otro durante diez horas diarias. Y por ello le pagaban cincuenta du­ ros al mes. -¡Cincuenta duros! -exclamó AmeBa al enterarse. -Sí, porque aún eres aprendiz. -Pero si yo ya sé cómo llevar las cajas. No necesito aprender más. -A tu edad sólo puedes ser aprendiz -le respondió el jefe de personal, ya de muy ma­ las pulgas. -De acuerdo -respondió Amelia, que ya se moría de ganas de ser mayor.
  • 29. 3 ¿DÓNDE está Amelia? -preguntó Geno­ veva; no se la veía por ninguna parte. -Ha empezado a trabajar en una fábrica -le explicó la madre. - Ya -dijo él, y dando media vuelta se marchó apresurado. No necesitaba más ex­ plicaciones. ¡De sobra conocía el motivo! «¡Eres un bocazas! -se regañaba a sí mis­ mo-. Por tu culpa se ha ido a trabajar a otra parte. » Estaba seriamente enojado. Claro que, cuando se enfadaba consigo mismo, pronto .se le pasaba. Al cabo de un rato se olvidó del disgusto. Es más, comenzó a enco'ntrar todo aquello muy divertido. - Veremos cuánto tiempo pasará antes de que se compre el traje -y rió a carca­ jadas. Mucho, mucho tiempo necesitó Amelia
  • 30. Amelio lo tro~cisto 3J pero, juntando moneda a moneda, finalmen­ te lo consiguió. Lo primero que hizo entonces fue despe­ dirse del trabajo. Luego se encaminó a la tienda para comprarse el traje. Había tantos que no era fácil decidirse. Amelia los miraba una y otra vez. Finalmen­ te, se quedó con uno azul y blanco, con lentejuelas bordadas en el pecho que no ce­ saban de brillar. Apretando el paquete entre los brazos, en­ filó hacia el circo. Su madre la ayudó a vestirse. Amelia estaba tan nerviosa que hasta la cola le temblaba. Cuando se hubo puesto el traje, la diade­ ma y la capa, llamaron a su padre. -¡Estás guapísima! -exclamó él, y no exageraba. Realmente, Amelia parecía una auténtica estrella. - Voy a enseñárselo a Genovevo - dijo ella, y salió a la carrera. El hipopótamo estaba chapoteando en el barro. Cantaba a todo pulmón mientras to­ maba su baño de lodo.
  • 31. 32 Ricardo Alcántara -Hola -le saludó Amelia. Y, desfilan­ do como una modelo, le preguntó-: ¿Qué le parece? -¡Estás preciosa! -exclamó él, en verdad impresionado. Jamás había visto a alguien tan elegante. Amelia se mordía la lengua para no ha­ blar. «Hasta que él no me lo diga no soltaré palabra», pensaba. Pero el hipopótamo se demoraba más de la cuenta y ella no pudo aguantarse. Con una sonrisa en los labios, le preguntó impaciente: -¿Cuándo podré debutar? -Veamos, veamos... -dijo Genovevo, mientras ganaba tiempo para pensar. Y se puso a maquinar para sus adentros: «Artistas hay muchos, ¡demasiados! Si la dejo debutar se acabaría el juego. ¡Oh, no, sería muy aburrido!» Así es que, malintencionado como pocos, el hipopótamo le dijo: -Debutarás tan pronto firmes el contrato. -Ah -dejó escapar Amelía. Algo la ad­ vertía de que podía tratarse de un nuevo im­ pedimento. Chorreando barro, Genovevo se dirigió a
  • 32.
  • 33. f3.iJ __~~___ RIcardo Alcántara su carromato. Cogió un papel lleno de le­ tras y regresó junto a la manita. Tendiéndole el escrito le indicó: -Léelo en voz alta. Si estás de acuerdo, lo firmas y ¡ya está! La manita se quedó más muda que una piedra. Al cabo de un rato, confesó aver­ gonzada: -No sé leer ni escribir. -¡Cuánto lo siento! -exclamó Genove­ va, llevándose las manos a la cabeza. Representaba tan bien su papel que en verdad parecía afligido. - Yo también -dijo AmeBa con voz dé­ bil. Y se marchó más triste que un fantasma que ya no es capaz de asustar a nadie. Se quitó el vestido y lo guardó antes de que el trapecio se fijara en ella. Viéndola así vestida podría hacerse vanas esperanzas. Sentada en un rincón en penumbras, es­ peró a que la tristeza se desvaneciera. Cuan­ do fue capaz de pensar, se preguntó: «¿Qué puedo hacer?» La respuesta era sencilla: ir a la escuela. Al día siguiente, de buena mañana, fue a una que le pillaba cerca.
  • 34. -¿Qué desea? -le preguntó el conser­ je, que era un burro muy malcarado. -Quiero matricularme -respondió ella, haciendo gala de tener muy buenos mo­ dales. -Para eso ha de hablar con la secretaria. Amelía se dirigió hacia su despacho. -¡Toe, toe, toe! -llamó a la puerta. -¡Adelante! -indicó una voz gruesa y pe­ netrante. Era la mismísima secretaria quien hablaba. Por el vozarrón, Amelía imaginó que se trataría de una leona o de una robusta tigresa. ¡Qué va!, era una ardillita que apenas si medía un palmo. Pero lo que le faltaba de altura le sobraba de carácter. -¿Qué desea? ¡Hable de una vez! -la apremió, mirándola por encima del hombro. Un tanto intimidada, Amelia le explicó: -Pues... quería matricularme en la escuela.
  • 35. Ricardo Alcántara La ardilla la observó de los pies a la cabe­ za y luego preguntó: -¿Cuántos años tiene? -Cuatro -le hizo saber Amelia. -Es usted demasiado mayor para comen­ zar el curso. Sólo admitimos crías de has­ ta dos años. Adiós -la despidió sin mira­ mientos. -¿Qué me aconseja hacer? -se atrevió a preguntarle la manita desde la puerta. -Acudir a la escuela para adultos, ¡claro está! Amelia le dio las gracias y se encaminó di­ rectamente a la escuela para adultos, pero le aguardaba otra desilusión. -No puedo inscribirla -dijo la directora. -¿Por qué no? -quiso saber Amelia. - Es usted demasiado joven para asistir a los cursos. Como mínimo ha de tener cinco años. «¿No te fastidia?», dijo Amelia para sus adentros. Últimamente no ganaba para dis­ gustos. Dio media vuelta y se marchó malhumo­ rada a casa, andando para ver si así alegra­ ba el ánimo.
  • 36. 'Amelia, la trapecista ¡Qué va!, cuando llegó al circo, el mal sa­ bor de boca no se le había pasado. -Come algo -le aconsejó la madre. -¿Te apetece una limonada? -le ofre­ ció su padre. Amelia comió y bebió, pero el malestar no se le pasaba. En un arranque, le propuso a sus padres: - ¿Por qué no abandonamos el circo y nos marchamos a otra parte? Sus padres se miraron sin pronunciar pa­ labra. -A nuestra edad, ¿adónde iríamos? -di­ jo finalmente la madre. -Al menos aquí tenemos un techo y co­ mida -agregó su padre. Silencio. Aquella charla no l~s resultaba nada agra­ dable. Finalmente, su madre dijo resignada: - Vete tú, si es lo que quieres. -Aprovecha ahora que aún eres joven -le sugirió su padre. Amelia no se lo pensó dos veces. Si ellos se quedaban, también ella se quedaría. No les abandonaría por nada del mundo. ¡Esta­ ba decidido!
  • 37. Ricardo Alcántara Lo que aún le faltaba por resolver era cómo aprendería a leer. -Búscate un profesor particular -le di­ jeron sus padres. Pero ¿dónde encontraría uno?
  • 38. 4 EL hijo de Engracia es muy inteligente y muy formal-le aseguró Palmira, la carnicera. -No sé... -dudó Amelia. -¡Te lo recomiendo! -le aseguró la otra. -Me lo pensaré -prometió la monita, y pasó el resto del día dándole vueltas a la idea. Al hijo de Engracia lo conocía de vista. So­ lía pasar cada tarde frente a la puerta del cir­ co. Incluso sabía que se llamaba Joan. Le parecía muy fino y educado, pero... No tenía nada en su contra, pero... ¡Pensaba que era demasiado serio y, demasiado mayor para ser un buen maestro! Eso la dejaba en un mar de dudas. Pero las dudas se fueron aquietando y fi­ nalmente la monita se dijo: -Nada se pierde con probar. Al día siguiente comenzó las clases. Para sorpresa de Amelia, Joan resultó ser un magnífico maestro. Para alegría del
  • 39. 40 Ricardo Alcántara maestro, Amelia resultó ser una estupenda alumna. Aprendió rápidamente las letras, las sumas y las restas... En fin, aprendió todo lo que él se propuso enseñarle. Pero, sin que Joan se lo propusiese, también le enseñó otras co­ sas muy diferentes. Amelia se notaba muy rara, pero no ati­ naba a descubrir qué le pasaba. Acudió en­ tonces a su madre. -No sé... -comenzó diciendo-, noto que me deshago en suspiros. -Ajá -dijo la otra, mirándola con pi­ cardía. Amelia prosiguió: -Además, me cuesta conciliar el sueño. V, cuando lo consigo, sueño cosas extrañí­ simas. -Mmmm... - A todas horas pienso en alguien. ¿Crees que estoy enferma? -No digas tonterías, ¡lo que sucede es que estás enamorada! -le explicó su madre. -¡Qué bien! -celebró ella, aunque no mucho más tranquila. -¿Quién es él? ¡Dímelo!
  • 40. Amelia. la trapedsta 41 -Pues... Joan, mi maestro. A la mona se le transfiguró la cara. Su ex­ presión era de auténtico pánico. Incluso le costaba reaccionar. Cuando recuperó el ha­ bla, dijo sofocada: -¡¿Quééé?! Pero si Joan podría ser tu pa­ dre, ¡insensata! -Tranquilízate, mamá, no lo es. Pero la otra ya no la oía. Corría de un lado a otro gesticulando con los brazos mientras gritaba: -¡Mi hija! ¡Mi hija! ¡No puede ser! Genovevo estaba felizmente sentado frente al televisor cuando oyó aquel bochinche. -¿Qué pasará? -se preguntó intrigado, y salió para averiguar a qué venía semejan­ te alboroto. Al verle, la mona se le lanzó al cuello. Llo­ raba tanto que le dejó la bata empapada. Y no cesaba de suplicar: -Genovevo, usted que es tan bueno, ¡tie­ ne que ayudarme! -Explíqueme qué sucede -le pidió él. La mona se lo contó entre sollozos. Al aca bar, quiso saber afligida: -¿Qué podemos hacer?
  • 41. 2 ________________~~~~ Genovevo sonrió satisfecho. Aquello le ve­ nía como anillo al dedo. Nunca hubiera ima­ ginado que le resultaría tan fácil conseguir sus propósitos. Sin darle más largas, sen­ tenció: -Separarles cuanto antes. Aquella misma tarde Amelía, partió hacia la ciudad. La enviaron a casa de la pantera Renata, una buena amiga de Genovevo. No le dieron tiempo ni de despedirse de Joan. No pudo decirle cuánto le quería. No llegó a saber si también la quería él. La metieron en el tren de las cinco y, con pañuelos en la mano, la despidieron desde el andén. La madre lloraba a mares, el padre hacía pucheros; Genovevo estaba encantado. -No se preocupen, Renata me ha dicho que la tratará como a una hija -comentó él. -¿Será verdad? -insistió la mona mien­ tras se sonaba. y Genovevo, entornando los ojos, dijo ca­ tegórico: - Por Renata pongo las manos en el fue­ go. La conozco desde hace muchísimos años.
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  • 43. Ricardo Alcóntara Era cierto, Genovevo y Renata se cono­ cieron en la escuela primaria. Por aquel entonces, ella era una pantera tímida y delgaducha. Todo la asustaba y por cualquier cosa se sonrojaba. Mas con el paso de los años cambió una barbaridad. Se convirtió en una pantera res­ pondona, capaz de plantarle cara al más va­ liente. Nada la atemorizaba y siempre aspiraba a .­ mas. Casi sin dinero abrió su primer negocio. Las cosas le fueron tan bien que llegó a te­ ner un banco de su propiedad: el Chicha's Bank. Era la envidia de sus vecinas y también de las amigas. Todo le salía a pedir de boca, in­ cluso el día en que pidió: -Si miento, que me parta un rayo. Al cabo de un rato dijo una mentira y... ¡zas!, un rayo la partió en dos. Corriendo la llevaron al veterinario, quien la cosió con punto de cruz y luego le recetó: -Que se esté en la cama seis meses y que no vuelva a mentir. -¡Qué horror! -se quejó Renata.
  • 44. melia, la tral'easta Ella no sabía estarse ni un minuto quieta, ¿cómo soportaría seis meses de reposo? Además... -¿Quién me cuidará? -se preguntaba entre lamentos. Continuaba aún llorando cuando sonó el teléfono. -¡BUUUAAA! -respondió la pantera. -Renata, ¿qué te pasa? -al instante le preguntó Genovevo. Ella se lo contó de un tirón y entonces el hipopótamo la tranquilizó: - Buscaré la manera de mandarte a la mo­ nita Amelia para que se encargue de cui­ darte. -¿Es de confianza? -Respondo por ella. -Siendo así, la trataré como a una hija -prometió Renata muy solemne. De hecho, cumplió su palabra. Recibió a Amelia con los brazos abiertos y, nada más entrar en casa, le dijo: -Allí está la cocina, hijita. No te entreten­ gas y ponte a guisar. A partir de ese momento no dejó de dis­ pensarle aquel trato tan familiar.
  • 45. Ricardo Alcántara -¡Vaya modales, hija! ¡Eres más ordina­ ria que una alpargata! -le chillaba cada vez que Amelia tropezaba con algo. -Hija, ¡tengo hambre! ¡A ver si espabilas con la cena! -la reñía si se retrasaba un minuto. - Hija mía, eres más seca que una flor de plástico -solía decirle si Amelia no reía sus gracias. Amelia ya estaba harta. Cada día que pa­ saba le resultaba más difícil soportar seme­ jante tormento. Estaba a punto de perder la paciencia una de aquellas tardes, cuando Genovevo lla­ mó por teléfono. Ella aprovechó para de­ cirle: -Genovevo, quiero regresar al circo. -¿Renata ya puede levantarse? - le pre­ guntó el hipopótamo. -Claro que sí -le informó la monita. Genovevo guardó silencio para pensar. «Si le digo que regrese, es capaz de descubrir lo que me traigo entre manos. No soportaría que me estropeara los planes. Será mejor mantenerla apartada», concluyó el hipopó­ tamo.
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  • 47. 48 Ricardo Alcántara -A pesar de todo, aún debes quedarte a su lado. -¿Hasta cuándo? -gritó Amelia con voz gruesa, olvidando por un momento los bue­ nos modales. -Pues... -titubeó Genovevo-, hasta que cumplas cinco años y seas mayor de edad, siempre y cuando Renata así lo quiera. Por supuesto que Renata lo quiso. La ma­ nita resultaba una estupenda criada y le cos­ taba muy barata. Como si eso fuera poco, podía gritarle a su antojo, que la otra jamás se enfadaba. Amelia se cuidaba de no hacerlo y de no po­ ner malas caras. Estaba resignada a esperar. Sabía que si se marchaba por las buenas Genovevo no la dejaría regresar al circo. Y volver junto al trapecio era toda su ilusión. Lo añoraba más que a sus padres, incluso más que al propio Joan. «Paciencia, ¡debes tener paciencia!», se re­ cetaba a sí misma, sin saber qué otra cosa podía hacer. Hasta que por fin llegó el día de su ani­ versario. ¡Cumpliría cinco años y sería ma­ yor de edad!
  • 48. AmelioJ 10 tropedsto ~ Mañana compraré un pastel para cele­ brarlo -le dijo Renata. - Yo no estaré para verlo. Hoy mismo me marcho de aquí. Puede comerse mi parte, iY que le aproveche! -le respondió Amelia y, más rápido que ligero, se encaminó ha­ cia la estación con la maleta a cuestas. Partió en el tren de las siete y durante todo el trayecto no dejó de sonreír.
  • 49. 50 Ricardo Alc6ntar 5 CON la frente apoyada en la ventanilla, Amelia hacía planes para el futuro. «Hablaré con Genovevo. Ya no aceptaré más excusas. Mañana mismo quiero subir al trapecio», se decía para sus adentros. Cuando llegó al pueblo ya era noche ce­ rrada. De un salto se apeó del tren e inme­ diatamente se puso en camino. Andaba tan rápido que casi corría, camino del circo. Antes incluso de saludar a sus padres, fue al encuentro del hipopótamo. -¡Genoyevo! ¡Genovevo! -lo llamó a voz en grito. -No está -le indicó Rosalía, la jirafa barbuda. -¿Adónde ha ido? -preguntó la mani­ ta, llevándose las manos a la cintura. -¡Vete tú a saber! A nadie se lo ha dicho. Vendió el circo y se marchó sin decir esta boca es mía -le explicó Rosalía.
  • 50. Amelia, la trapecista _____51 AmeBa quedó muda de la sorpresa. «¡Gra­ nuja!», pensó, visiblemente sofocada. Tuvo que sentarse para no caer redonda al suelo. Al cabo de un momento, algo repuesta, consiguió preguntar: -¿A quién se lo ha vendido? -A un loro muy quisquilloso llamado Hi­ pólito. -Necesito hablar con él -dijo la moni­ ta, y salió veloz en su busca. -Si está en su clase de canto será mejor que no le interrumpas -le advirtió la bar­ buda Rosalía. Amelia se dirigió hacia el carromato del loro con grandes zancadas. Al acercarse oyó un terrible revuelo. Abrió bien las orejas y le oyó gritar como si le estuvieran arrancando una a una todas las plumas. «¡Algo malo le pasa!», pensó la monita, preocupada. Sin dudarlo ni un momento, abrió la puerta y se abalanzó dentro. -¿Quién osa entrar sin llamar? ¿Quién se ~treve a interrumpir mi clase? -chilló el loro, verde de rabia. - Yo pensé... - balbuceó Amelia y calló. A tiempo reconoció que sería mejor no ex­
  • 51. 52 ___~_ Ricardo Alc6ntara plicar lo que había pensado. Pidió disculpas y se marchó apresurada. -¡Aguafiestas, me las pagarás! -la ame­ nazó el loro Hipólito. Amelia se escondió en el sitio más oscuro y apartado que encontró. De allí no se mo­ vió en varios días. Esperaba que las aguas volvieran a su cauce. Hasta que... -¡Ya está bien! -consideró, al tiempo que asomaba la cabeza. Confiaba en que a Hipólito se le hubiera pasado el enfado. Para averiguarlo, nada mejor que verse las caras con él. Yeso fue precisamente lo que hizo: ir a su encuentro. Pero ¿dónde andaría el loro? -Está en la pista, ensayando su número -le indicó Rodríguez, el pulpo orquesta. Pasito a paso, la monita fue tras él. Echó un vistazo a través de las cortinas y allí lo en­ contró. Vestido con ropas de mago, Hipólito in­ tentaba hipnotizar a la jirafa barbuda. -Rosalía, estás cansada, muy cansada.. . ¡Vaya si lo estaba! Más que cansada esta­ ba harta. Llevaban así toda la mañana.
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  • 53. Ricardo Alcántara «Si al menos supiera cómo se hace», pen­ saba Rosalía, con agujetas por todas partes. Pero él insistía empecinado: -Rosalía, estás cansada, muy cansada... Para alivio de la jirafa, la manita Amelia se dejó caer por la pista. Hipólito clavó sus ojos en ella y, en tono poco amistoso, le dijo: -¿Qué deseas? -Ser trapecista -respondió ella, yendo directamente al grano. El loro la miró de pies a cabeza y luego dijo intrigado: -¿Cuántos años tienes? «Ya estamos otra vez. Volverá a decirme que aún soy muy joven y...» -¿Es que no recuerdas cuántos años tie­ nes? -la apremió. -Cinco -respondió Amelia a desgana. -¡Y nunca has subido a un trapecio? -No. -¡Qué disparate! ¡Ya eres demasiado ma­ yor para intentarlo por primera vez! -¿Qué? -exclamó la manita en el col­ mo de la estupefacción. -A tu edad es una auténtica locura, ¡créeme!
  • 54. Amelia la trap.~=s::: -!55eCl' ta__________ No, no podía. Aunque Hipólito se lo re­ pitiera cien veces, le era imposible creerlo. «Seguro que es un broma», pensó. Se equivocaba de medio a medio; el loro hablaba muy en serio. -Si subes te marearás, se te aflojarán las piernas, sentirás un nudo en el estómago. ¡Va no estás para emociones tan fuertes! -A pesar de ello, deseo intentarlo -pidió Amelia con un hilo de voz.
  • 55. -Si te empeñas, allá tú. Yo me lavo las manos -advirtió Hipólito. Amelia no respondió. Alzó la cabeza y cla­ vó sus ojos en el trapecio. El loro pensó: «Si ella insiste en hacerlo, yo puedo sacar tajada de semejante locura.» De pronto, se le ocurrió una idea y, enca­ rando a Amelia, le propuso: - Te dejaré subir si lo haces delante del público. Por ejemplo, hoy en la función de las diez. -De acuerdo -aceptó ella sin pensárse­ lo, y se marchó a su carromato. También Hipólito se puso rápidamente en marcha. Con un megáfono en la mano sa­ lió a la calle para anunciar el arriesgado número. -¡No se lo pierdan! -chillaba hasta que­ darse sin voz. La publicidad funcionó mejor de lo espe­ rada. Aquella noche el circo se llenó a re­ bosar. Incluso Joan quiso asistir. Sentado en la primera fila aguardaba impaciente a que co­ menzara la función. No recordaba haber sentido nunca tanta
  • 56. Amelía la tra edsta ___~~~,57 impaciencia. Mientras comía palomitas, se preguntaba: «¿Cómo estará Amelia?» Amelia era un auténtico saco de nervios. Tanto, que hasta la diadema le temblaba en la cabeza. -Estoy tran ... tranqui. .. qui. .. tranqui­ la -se repetía, tratando de convencerse. Pero los dientes le castañeteaban como si la hubieran metido dentro de un cubo de hielo. Jamás hubiera imaginado que se sentiría así. Siempre pensó que llegado el momen­ to sería la viva imagen de la alegría. «Pero de pronto me he vuelto demasiado mayor» , reconoció . No pudo darle más vueltas. Rosalía vino a avisarle que su número sería el siguiente. -¡Suerte...! - le deseó la jirafa barbuda, desviando la mirada. -Gracias -respondió Amelia, mientras se dirigía hacia la pista. Oculta tras las corti­ nas, aguardó a ser anunciada. Sus padres estaban junto a ella y, de tan pálidos, parecían fantasmas. No se atrevían ni a abrir la boca. Sabían que si lo hacían romperían a llorar desconsolados.
  • 57. En esas... -Respetable público, con todos ustedes: ¡Amelia, la trapecista! -exclamó Hipólito, lu­ ciendo el traje de presentador. Amelia caminaba como si se hubiera he­ cho pis: dando pasitos cortos, sin atreverse a levantar la mirada. El público aplaudía con entusiasmo. Ella se acercó a la escalerilla, se despojó de la capa, y comenzó a subir hacia el tra­ pecio. Hipólito, al verla, sintió remordimientos, y revoloteando a su lado empezó a decirle: - Insensata, ¿no te das cuenta de que ya no eres una cría? ¡Desiste!
  • 58. 59 Amelia trataba de hacer oídos sordos. Po­ nía todo su empeño en subir aquella escale­ rilla que se le hacía interminable. -Se te aflojarán las piernas y caerás -le advertía el loro. Amelía comenzó a notar que las piernas ya casi no la aguantaban. «Si me caigo, ¡me­ nudo porrazo», reconoció mirando hacia abajo. El estómago le dio un vuelco. Se sintió te­ rriblemente mareada. No podía soportarlo. «He de bajar rápidamente», reconoció, no­ tando que la altura era más fuerte que ella. -Sí, baja deprisa -le achuchaba Hi­ pólito. Amelia se aferró a las cuerdas y cerró los ojos. No conseguía dar un solo paso ni ha­ cia arriba ni hacia abajo. El público murmuraba. -¡Mamarracho, vete por donde has ve­ nido! -gritó alguien, decepcionado. «Si pudiera... », se dijo la manita. El caso es que estaba más tiesa que una maceta. Sólo conseguía mover los ojos. Miró aliara, al público, a sus padres, y al alzar la mirada se topó con el trapecio.
  • 59. 60 Ricardo Alc6ntara -Ah -suspiró la monita. Jamás lo había tenido tan cerca. Se diría que con sólo estirar el brazo podría tocarlo. AmeBa se sintió estremecer de emoción. En aquel momento, mecido por la brisa, el trapecio se balanceó. «Me está llamando», pensó Amelia, como cuando era una cría. Al igual que entonces, lo observaba embobada. Sí, todo volvía a ser igual. La única dife­ rencia era que ya nadie le prohibía intentar­ lo. Dependía tan sólo de ella. ¡Y ella lo de­ seaba con todas sus fuerzas! Sin siquiera proponérs~lo, arrancó esca­ leras arriba. -¡Te caerás! ¡Te caerás! -insistía Hipólito. Amelia ni siquiera le oía. Continuó subiendo tan tranquila. Al llegar junto al trapecio, se cogió de la barra con las dos manos y... ¡zas!, se dejó ir como si tu­ viera alas. El público enmudeció asombrado. Jamás había visto nada igual. -¡Ha valido la pena! ¡Esto es formidable! -exclamó la monita, dando volteretas en el aire.
  • 60.
  • 61. aunque él no pudiera oírla, le gritó: -¡Guapo! 62 Ricardo Alcántara Amelia no dejaba de sorprender a los asis­ tentes con ejercicios vistosos y complicados. ¡Era estupenda!, y así lo reconocían todos. Cuando la actuación finalizó, todos aplau­ dieron puestos en pie. -¡Bravo! ¡Bravo! -gritaban. Desde lo alto, Amelia lo agradecía agitan­ do la mano. Miraba a unos y otros; le costaba creer que aquella realidad no era un sueño. En medio de tanto gentío consiguió divi­ sar a Joan. Joan aplaudía alborotado y feliz. y Amelia, sin resistirlo por más tiempo,
  • 62.
  • 63. Amelia. la trapecista se imprimió por encargo de la Comisión Nacional de Libros de Te to Gmtuitos en los ,alleres de Compañía Edilorial Vllra, S.A. de C.V, con domici.Jio en Cenleno 162 Local 2, Col. Granjas Esmeralda, delegación lzwpa.Japa, C.P. 098 lO, México, D.F., en el mes de diciembre de 2004. El ,imje fue de 115000 ejemplares más sobrantcs para reposición.