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Copyright @ 2008 Oscar Freyre Guerrero.
Todos los derechos reservados. Está prohibida la reproducción total o parcial, por
cualquier medio o formato, para uso comercial, no así para su distribución gratuita.
Cualquier comunicación con el autor, hágase a:
ofreyreg@gmail.com
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La rata
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"Cíclope, ¿me preguntas mi célebre nombre?
Te lo voy a decir, mas dame tú el don de la
hospitalidad como me has prometido. Nadie es
mi nombre, y Nadie me llaman mi madre y mi
padre y todos mis compañeros".
La Odisea
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La fiesta de las ratas
Con gran esfuerzo alzó la cabeza y, como muchas noches, desde hacía tanto que ya
había perdido la cuenta, la rata contempló la Luna gorda que tanto la hacía soñar,
escondida en las sombras de aquella alcantarilla abierta que encontró por error. Pronto le
empezó a doler el cuello y, con cierta opresión en el corazón, tuvo que dejar escapar otra
noche, otra Luna. Era enana, encorvada y, como para todo cuadrúpedo y rastrero, el cielo
y las ilusiones le estaban vedados, sometida a mantener la cerviz baja, la mirada sumisa y
el espíritu apagado. Naturalmente constituida para vivir de los desechos, oler las heces,
beber los orines y comer toda clase de porquerías que yacieran bajo su nariz. La rata era
una sobreviviente. Retrocedió lentamente, sin dejar de ver la Luna, y, como una sombra
entre las sombras, se sumergió en su cloaca.
Tras ella, acurrucada en la oscuridad, alejada de la luz que se filtraba por la alcantarilla
destapada, su amiga no dejaba de temblar.
–No deberíamos estar aquí... –dijo su amiga temerosa.
–Ah, no pasa nada –alardeó, sin dejarla terminar–. Vamos de una vez
si tanto miedo tienes.
Se apresuró para no ser descubierta. Nadie podía salir a la superficie, ni asomarse, ni
ver lo que existía bajo la Luna. Se decía que había monstruos enormes que las cazaban,
las recluían en cárceles y, luego de engordarlas por un tiempo, les inoculaban venenos
diversos, o, vivas, les abrían las entrañas para divertirse con ellas. Se decía que, como
resultado de estos suplicios, se había visto ratas que, además de su propia cabeza,
cargaban a cuestas otra en las espaldas, que no les dejaba de hablar y se devoraba su
comida hasta que desfallecían por inanición y morían de locura.
Corrió lo más rápido que pudo, saltando escombros y osamentas gigantescas. El
camino era muy accidentado, pero ya lo conocía de memoria, y como nadie más que ella
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había transitado por ahí durante décadas, no se había modificado más que por sus
huellas. Sus patitas pequeñas y torcidas casi no tocaban el suelo, y su contextura elástica
se adaptaba con increíble facilidad a todos los agujeros y cavidades. Escuchó a lo lejos
un sonido sordo, multitudinario, sonido de mar o de viento que ella no conocía, pero que
soñaba con vivir. En su mundo subterráneo nada se movía por sí solo; nada más que las
ratas y los bichos daban vida a los objetos con su paso presuroso. Se detuvo para calmar
la respiración, jadeaba con ritmo frenético, extenuada. A medida que recobraba el aliento,
empezaba a escuchar con mayor claridad ese rumor tan familiar: era su cáfila, royendo y
cortando los desechos que, nadie sabe cómo, llegaban de la superficie, y que ellas
llamaban alimento. Con mucho sigilo se acercó, intentando no ser notada hasta estar en
medio del colosal festín. Sabía que era muy grave lo que había hecho y que el castigo
sería severo. Había escuchado de ratas que, comidas vivas por la cáfila, desaparecieron
en cuestión de segundos en los estómagos satisfechos de algunas de las ansiosas
compañeras que habían alcanzado a tragar una que otra pequeña lonja de sus carnes.
Decían también que nada dejaban de ellas: ni la piel, ni los dientes, ni las uñas, ni los
huesos. Pero a pesar del riesgo de ser devorada hasta la total extinción y de siempre
jurarse nunca más volver, desde que vio a la Luna por primera vez, siempre regresó. Al
principio transcurrían largos periodos de sufrimiento, asaltada en las noches por imágenes
alucinantes, por voces que la llamaban, hasta que no podía resistir el deseo de verla.
Luego, más por costumbre que por valor, las incursiones se fueron haciendo más
frecuentes. Por último, haciendo caso omiso de su instinto, abatida por el terror y
acicateada por el deseo, dejó su suerte al azar. Quién sabe qué ocurrió esa noche. Un
paso en falso, una piedra nueva en el camino, un jadeo descuidado, las impredecibles
reglas de la fortuna, el inconsciente afán de alardear ante su amiga. Al fin y al cabo, los
motivos de la vida son casi siempre inescrutables.
–¡Rata! –se oyó un grito.
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Las ratas tienen una aguda percepción y un gran instinto, buen oído y mejor olfato,
sienten las vibraciones del piso y las oscilaciones del viento.
–¡Rata! –se oyó otro grito.
Cientos de narices infalibles que husmean el aire y nunca perdonan una falta.
–¡Rata, rata! –dos, tres gritos.
Y no por malicia ni crueldad, sino por necesidad.
–¡Rata, rata, rata!
Sino sólo por supervivencia.
–¡Rata, rata, rata, rata!
De pronto eran decenas de ratas en éxtasis enajenado.
–¡Rata, rata, rata, rata, rata!
Los ahora centenares de chillidos eran el de una sola rata inmensa. El rumor de la
especie.
–¡Rata, rata, rata, rata, rata, rata!
Voz descomunal, ensordecedora.
–¡Rata, rata, rata, rata, rata, rata!
Le empezaron a temblar las patas y sólo pudo controlarlas ajustando fuertemente su
vientre; tuvo incontinentes ganas de defecar, pero ajustó el ano; los ojos empezaron a
desorbitársele y entonces se erizó, inhaló aire, llenó sus pulmones y, con furia inusitada
hasta para ella, empezó a chillar con más fuerza que ninguna.
–¡Rata, rata, rata, rata, rata, rata, rata!
Apuntando con la nariz a su joven e inexperta amiga que, por azar y para su buena
fortuna, había quedado inmóvil y confundida, sin entender aún lo que sucedía.
–¡Rata, rata, rata, rata, rata, rata, rata!
Sin perder un segundo, la rata, enajenada en la multitud, una rata más entre las ratas,
una sola todas, se lanzó sobre su compañera y le arrancó el hocico de un mordisco. Esta,
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sorprendida, no atinó a nada, sólo escuchaba a lo lejos el fragor, y adivinaba miles de
caras de ratas frenéticas, furibundas. Y mientras la joven compañera miraba a la rata con
tristeza, antes de ser arrancados, sus ojos parecieron preguntarle desconsolada ¿por qué
tú? Pero no había tiempo que perder, era cuestión de vida o muerte, y siguió royéndola
hasta los huesos como una mínima parte, insignificante, de la gigantesca rata engendrada
del miedo y la rabia mientras el corazón se le encogía de dolor y desprecio por su propia
cobardía. Con tal voracidad se atragantó la canalla de su amiga, que ni una gota de
sangre pudo encontrar su libertad fugándose a través de los poros del suelo, o
mezclándose con la corriente de orines y emociones que surcaban las tierras del olvido.
Al final, nada; nada de esa fiesta para el recuerdo, sólo su vientre saciado y dichoso.
Lo que restó de la noche la rata no tuvo atisbo de sueño. Recordar a su joven
compañera, muerta por su culpa, le rompía el corazón. Es terrible, pero una rata no puede
oponerse a su instinto de supervivencia. El miedo la paraliza, le confunde el
entendimiento y toda su mente y pensamiento se concentran en no morir, en seguir
viviendo, y la hace capaz de traicionar a sus propios amigos. Tampoco pudo consolarse
con la marina frescura de sus propias lágrimas, pues no debía levantar sospechas.
Anegada de dolor y martirizada por el cansancio, llegó el amanecer sin poder concilliar el
sueño, porque en tal estado se encontraba su alma que no se permitía conciliaciones.
Finalmente fue derrotada por el agotamiento.
Pero poco duró su descanso. Había que amanecer con todas las demás, y hacer
primero lo que todas las ratas hacen al despertar: gruñir, babear, darse pellizcos con los
dientes, amontonarse sin sentido, apachurrarse, olisquearse, gruñirse, chillarse, roer y
roer. Esa era la vida de la rata. Sentía que los días huían de ella como los bichos que
perseguía, como el agua de los desagües; y como las carnes de su compañera devorada
desaparecieran, eran los dientes de un tiempo que inflexible devoraba su vida. Durante
todo el día no dejó de pensar en su amiga. ¿Y si no la hubiese traicionado? Ahora
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también ella estaría muerta. Pero ¿acaso no era ella la que la había obligado a ir, no era
ella la que soñaba con la Luna y su mundo? Cerca estuvo de confesar, pero el tiempo le
ganó nuevamente la partida y la noche llegó. Deambuló durante horas por su fétido
laberinto subterráneo hasta que, sin saber cómo ni por qué, se encontró en el pequeño
recinto secreto, el pasaje al mundo lunar, como ella se refería a él cuando estaba con su
amiga. Venía a su mente su gesto sorprendido, su carita triste. Recordaba en su mirada
una gran sorpresa, y la pregunta silenciosa ¿por qué tú? Evocó sus años de infancia,
cuando a escondidas compartían sus intimidades, y ella, que era la mayor, le enseñaba a
su amiguita los secretos del rastreo de aguas podridas en qué solazarse, de los olores
hediondos, los lugares recónditos de las miasmas, la persecución de bichos. Ocultas
edificaban una amistad con esmero, prohibida por las leyes de la cáfila, pues sólo
aquellas actividades concernientes a unificar al grupo y fortalecer el tumulto se podían
ejercer.
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La Luna
De pronto un intenso resplandor la hizo volver en sí. No podía ver nada, sólo la fuerte luz
blanca que la cegaba. Mareada, casi perdió el conocimiento. Cerró los ojos, pero el
resplandor seguía ahí. Apretó los párpados para protegerse de la luz, pero nada,
persistía. Opuso sus manos y no fue suficiente. Al fin, bajó la mirada y, al abrir sus ojos,
vio sus manos blancas, luminosas; vio sus patitas que brillaban con intensidad, vio su
pequeño vientre bañado en plata.
–¡Estoy ciega!
Entonces se vio lejos del suelo. Estaba erguida, parada en sus dos patas posteriores,
con la cabeza en alto. Alzó la mirada nuevamente y recuperó la visión. Ahora, su nariz y
sus ojos se convirtieron en tres estrellas que resplandecían sobre las aceras, donde
refulgía la Luna, ahora sí hermanada con ella. Se sentía no una estrella fugaz, sino una
constelación en busca de su destino, inmensa, noble, en armonía con el universo y
dispuesta a todo. Ya no era más una rata entre las ratas, ya no era parte de una grey;
empezaba a existir por sí misma, había abandonado su cáfila para ser única e indivisible;
lucharía por sus sueños como nadie lo había hecho antes, cortaría sus cadenas con filo
veloz y agudo, destazaría al miedo y arrojaría de sus entrañas todos sus temores.
Necesitaba un nombre, y lo tenía, se llamaría Óscar, que en alemán significa “la lanza de
los dioses”.
Las nubes avanzaron y taparon a la Luna, y la rata por primera vez quedó totalmente
sola. La esperó por largo tiempo, ahí, parada en la oscuridad, con la cabeza en alto,
intentando encontrarla entre las nubes, llamándola con su voz chillona, tratando de
ganarle al viento, que empezaba a silbar fuerte. La noche comenzó a enfriar y los
murmullos de la oscuridad congelaron su alma. Tuvo miedo, y mucho. Cruzó los brazos
entumecidos, se encorvó, pegó el mentón al pecho, bajó la mirada. Ya no brillaba, estaba
nuevamente gris. Y la tierra, con su boca abierta, parecía susurrarle que regrese a sus
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entrañas. Le pesó mucho la cabeza. Se encorvó más y más, hasta que sus patitas
delanteras casi tocaron el suelo. Miró abajo, a la alcantarilla, a su mundo oscuro de
desperdicios y heces. Pero entonces se incorporó de golpe. No, sus patitas delanteras
jamás tocarían el suelo nuevamente para andar. Jamás se arrastraría de nuevo,
encorvada y temerosa por ese mundo hediondo; sólo así la muerte de su amiga no habría
sido en vano y quizá algún día se podría perdonar. Ese mundo ya no era suyo, ahora era
a este, al mundo de la Luna, al que pertenecía.
El viento se calmó y las nubes se marcharon. La Luna blanca le sonrió
nuevamente. Miró por última vez la alcantarilla abierta y se despidió de la cloaca y de la
cáfila. Había sido un día muy intenso y triste, aunque sentía haber vuelto a nacer.
Demasiado cansada ya, encontró refugio y por fin logró reconciliarse con el sueño.
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El Sol
Al día siguiente, cuando la rata despertó, ocurrió un fenómeno extraño y desconocido.
Fue cegada por una enorme bola de fuego dorado, una esfera ígnea gigantesca. Fue raro;
en lugar de acobardarse, se sintió reconfortada, acogida por un calor que la llenaba de
energías.
–¡Luna, Luna!
La Luna parecía haberse convertido en fuego para calentarla, para abolir el frío que
sentía, para iluminar su mundo y permitirle ver con toda claridad su camino y la belleza de
todo cuanto la rodeaba. Aturdida, dando vueltas, tardó algunas horas en recuperar la
visión, y aun entonces no totalmente. La rata había vivido en la oscuridad del subsuelo
tanto tiempo que no estaba acostumbrada a esa intensa claridad. En la cloaca todo era
oscuridad, tinieblas y frío. Para entrar en calor había que tiritar y para ver había que oler,
oír y palpar. Todo se veía tan brillante que apenas podía mantener sus ojos abiertos. De
cada objeto emanaba un resplandor amarillo y todos parecían arder. A medida que
pasaba el tiempo aparecían nuevos colores y los anteriores se intensificaban. Ella nunca
había visto los colores. En su mundo todo era gris, y la única luz que había visto, al final
de su residencia en los vertederos, era la de su hermana Luna, que la protegía.
Vio el rojo de las rosas, el azul del cielo; vio el verde claro de las hojas de los
helechos, y el verde oscuro de los geranios. Vio también toda la gama de marrones de los
troncos de los árboles y los vio a estos, gigantes y fuertes, y quedó impresionada de su
nobleza.
–¡Luna! –dijo expectante.
La volvió a llamar mientras seguía admirada por todo cuanto resplandecía. Le respondió
una voz poderosa, como si entonara un himno solemne ante el cual se encorvó y,
pasmada de terror, sus manitas tocaron el suelo y transformáronse en patas torcidas, con
las cuales corrió a toda velocidad a refugiarse.
14
–Hermana rata.
Resonó la voz poderosa, haciéndole temblar hasta los huesos.
–Buenos días, hermana rata; ya amaneció, y como eres nueva aquí, he venido a
saludarte.
Aunque la voz era amable, su fuerza, su eco poderoso la llenaban de pánico.
–No me tengas miedo, hermana Rata, que ningún mal te voy a hacer. Ven, quiero
conocerte, sal de tu escondrijo.
Más por el miedo que por el tono cálido y protector de estas palabras, la rata salió.
Primero asomó la punta de su nariz, atreviéndose apenas a olfatear, luego apareció
lentamente, encorvada, reducida y diminuta, levemente tullida, hasta que emergió de su
escondrijo. Y mientras ese Dios incandescente la observaba y ella sentía su calor, el
terror la había paralizado tanto que sólo atinaba a doblarse más sobre sí misma y
permanecer inmóvil, en sus cuatro patas, sin despegar la mirada de un punto fijo en el
suelo.
–Por qué me llamaste Luna? ¿Acaso no sabes quién soy? Yo soy el Sol. Alimento a
las plantas con mi luz y soy el regazo que refugia a todos del frío. Soy más grande que la
Tierra y estoy más arriba que la Luna. Tiño al mundo de colores y hago que todos los
puedan ver. Soy la protección y guardia de todo ser viviente; soy el día, soy la vigilia, el
quehacer. En suma, soy la vida.
Al escuchar esto, la rata quedó admirada y se atrevió a preguntar tímidamente:
–¿Y entonces por qué nunca supe de ti?
El Sol le sonrió y ella sintió su calidez.
–Hermana rata, tú siempre has vivido en las cloacas, en las entrañas de la Tierra.
Nunca viste la luz del día, que es mi luz, ni sentiste la calidez de mi calor, que es el
refugio y protección de todos.
15
Entonces, la rata alzó la mirada y lo vio, inmenso, en lo más alto del cielo, en medio de
un resplandor infinito que se extendía por todo el horizonte, hasta llegar más allá de la
vista y los sentidos, habitar en todos lados, ocupar todos los espacios sin quitárselos a
nadie, haciéndolos cálidos para todos, de una luz tan intensa que apenas si podía mirarlo.
–¿Si todo esto a lo que llaman día eres tú, qué es la oscuridad que yo veía desde mi
alcantarilla?
–Esa es la noche, el mundo de la hermana Luna. La región incierta de la penumbra,
del sueño, del frío y las tinieblas, el mundo de los ciegos, sin color, sin refugio, del
embuste y la perfidia, la tierra de la emboscada y la traición. El lugar donde residen los
rastreros, los olvidados. Esa es la puñalada trapera, la zancadilla artera, la palabra
engañosa, donde nada se ve como es ni se hace como se debe. El mundo del desperdicio
y del desecho. Donde el miasma inunda las almas, la rapiña debilita las voluntades, el
terror extingue al individuo y la cáfila reina.
Al oír estas palabras, la rata se incorporó, se irguió en sus dos patitas traseras e,
inflando su pecho, alzó las manos hacia el Sol.
–Oh, hermano Sol, yo no te conocía; tienes toda la razón, eres muy sabio. Yo he
estado ahí, es horrible. No hay día y sólo hay noche. No hay color y todo es gris. No
tenemos el amparo de tu regazo ni la calidez de tu amable fuego. El miedo es lo que
respiramos y la cáfila gobierna sólo para que ninguna de nosotras pueda existir. Vivimos
para comer lo que otros botan sin oler otra cosa que no sea pestilencia. Contigo siento el
calor de tu mirada, todo está lleno de luz y de colores. Delineas claramente las formas
evitando el engaño y distinguiendo lo hermoso de lo feo, lo bueno de lo malo. ¿Sabes?,
yo nunca he pertenecido en realidad a ese mundo de oscuridad e insania, por eso
siempre intenté escapar, pero era sumamente peligroso. Al fin luché con todas mis
fuerzas y lo logré, aunque en el intento perdí a una buena amiga. Ese mundo es pérfido y
cruel como quien lo gobierna: La Luna que nos congela con su débil resplandor, que
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confunde nuestras miradas. La maldigo a ella y a su mundo por haberme mantenido
apresada tanto tiempo.
–Veo que eres una de nosotros, rata; entonces debes tener un nombre, porque todos
los que no pertenecemos a una cáfila tenemos uno.
La rata dudó un momento, masculló algo ininteligible y luego, irguiéndose aún más y
estirando el cuello, le contestó casi gritando:
–¡Óscar, me llamo Óscar!
–Es un buen nombre, Óscar; es un nombre para la guerra ¿Contra quién vas a luchar?
La rata se mantuvo pensativa por un momento.
–Aún no lo sé, no sé contra quién, pero sé para qué. Voy a luchar para encontrar mi
sentido en esta vida y realizar todos mis sueños.
–Me parece muy bien, rata, ¿y cuáles son esos sueños?
–Todavía no los descubro, pero debe haber alguno. Todos tenemos un sentido, una
razón por la cual existimos, eso creo; y esa razón, ese motivo, es el sustento de todos los
sueños.
–Y tú quieres encontrar tu utilidad en esta vida.
–Exacto, y entonces tendré un sueño y haré todo, hasta morir, para realizarlo.
–Te felicito, rata, eres muy valiente, y estoy seguro de que tendrás éxito. Ahora te
tengo que dejar, mi mundo es vasto y de todo él me tengo que ocupar. Pero antes te
bañaré en oro para reluzcas como yo, para que tu brillo aturda a tus enemigos y encandile
a tus adeptos. Diciendo esto, la irradió con su poderosa luz y ella recibió su energía. Pero
cuando el Sol ya se había ido, aunque estaba en todos lados, ya no estaba con ella. Sintió
un enorme dolor. Un dolor que aumentaba a cada instante, que se iba extendiendo por
todo su cuerpo. Se miro las manitas, la panza, las pequeñas patas, los hombros delgados,
y más que bañada en oro parecía burdo hierro levemente enrojecido. Sentía en la piel un
ardor desconocido. Creyó que hasta las entrañas le ardían. Empezó a dar pequeños
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saltos presa de una creciente desesperación y emprendió una corrida tan veloz que
parecía volar. Iba y venía, sin decidirse a ir a algún lado.
¿Y qué haría ahora? ¿Qué era esta sensación que tomaba su cuerpo? Pensó en su
amiga, que había muerto por ella y en medio de su tribulación le pidió perdón. Extrañó el
frescor de la Luna y su fría luz que por tanto tiempo la alegró; extrañó el generoso baño
de plata con el que fue forjada alguna vez, sus primeros pasos sobre el asfalto frío de la
noche. Extrañó también a su cáfila, que la protegía y calentaba, que le lamería las llagas,
curaría las heridas, calmaría el dolor y le prodigaría compañía. Aunque ya poco tiempo le
quedaba, se prometió nunca más traicionar a sus amigos, ni renegar de ellos como hasta
entonces lo había hecho tantas veces. Cayó de rodillas y, sollozando, llamó a la Luna.
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El delfín
Iba dando tumbos y traspiés cuando sintió el estómago en la boca y el alma se le escapó
del cuerpo. Miró hacia abajo: el piso había desaparecido, estaba cayendo, se había
arrodillado en el abismo. Se sintió sola. Sin Luna, sin cáfila, abandonada, y se preparó
para morir. Repentinamente un estallido y se hundió en una corriente pestilente y
cenagosa que la empujaba y a la cual no podía oponerse. Se sumergió por unos
segundos que se hicieron eternos. Y aunque se atragantó un poco, no fue demasiado.
Pronto estaba flotando, agotada, sin saber a dónde había ido a parar. Sólo sabía que algo
la empujaba hacia delante. Se sintió de nuevo en la cáfila por la intensidad del pestilente
olor, arrastrada por una corriente invisible, aunque a veces se daba de golpes con lo que
parecían dos paredes, a su derecha e izquierda, pero igual marchaba velozmente hacia
no sabía dónde. Hasta que pronto se vio en medio de agua, tanta, que se perdía en el
horizonte, tanta, que sus ondas parecían montañas. Nunca había probado agua salada,
tanto, que no se podía beber. Sin embargo, esa gigantesca masa de agua le calmaba el
ardor de su oscura piel quemada por el Sol, la arrullaba con su menear, la consolaba con
su respiración prolongada. Era el agua más limpia que jamás había visto. No era como el
agua de las cloacas, espesa y opaca. Su olor fresco la reconfortaba y en su liviandad se
sentía ingrávida. A lo lejos, largas ondulaciones se extendían y movían con coreografía
sincronizada, hasta terminar en tubos de agua que se sumergían en sí mismos.
El agua amable la condujo suavemente mientras ella se dejaba envolver extasiada.
Después, cuando la rata tocó suelo, aún seguía hipnotizada por la belleza del mar.
Alrededor de ella, larguísimas líneas ondulantes de espuma muy blanca la acompañaron
hasta la orilla, diluyéndose en la arenosa orilla. Atrás quedaron sus huellas, que iban
siendo devoradas por el agua con paciencia. La tierra era tan blanda y fina que por un
instante creyó estar recorriendo la piel de algún animal enorme. Se sentía tan agotada
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que se tendió en el límite del agua, sobre esa piel húmeda que tomó la forma de su
cuerpo, y quedó dormida.
Cuando despertó, la marea había subido y la rata, casi flotando, se sintió sobre nubes
tibias. El agua cálida de la tarde la reconfortó, y el cielo, que empezaba a ofrecer sus
múltiples colores, la llenó de esperanzas. Contempló el horizonte largo rato, viendo cómo
el Sol se sumergía en la gran masa de agua que parecía extinguir su fuego poco a poco.
De pronto se asustó. El Sol se estaba ahogando en la inmensidad acuática, echando
vapores de colores que se perdían a lo lejos, tiñendo el cielo con su sangre. Se incorporó
súbitamente; el agua le llegaba a la panza. Veía con desesperación cómo el Sol estaba
muriendo, y con él morirían los colores de las cosas, se difuminarían los contornos en la
oscuridad y se confundiría lo bello con lo feo, lo bueno con lo malo. Vio cómo el agua se
enfurecía y cómo las ondas, antes sincronizadas en una hermosa danza, ahora
conformaban un caos frenético y agresivo. Escuchó ahora la respiración violenta y
entrecortada del agua. Y en medio de toda esa barahúnda, divisó un gran animal que
surcaba el mar con despreocupada alegría, jugueteando en el fin del mundo, y se
acercaba a ella. Temerosa, retrocedió hasta la orilla.
El animal se detuvo a unos metros de la rata y asomó la cabeza. Era grande, lustroso
y por su expresión parecía siempre sonreír. Con voz juguetona le dijo:
–Hola, amiga, ¿tú quién eres?
Ella se paró, se limpió la tierra en el agua y le respondió con preguntas.
–¿Cómo puedes estar tan tranquilo? ¿No ves que el Sol se ahoga, y con él la luz que
tiñe al mundo de colores, y el calor que nos abraza, y la claridad para el correcto
discernir?
Aquel extraño animal, más grande y hermoso de lo que ella creyó distinguir a lo lejos,
quedó confundido por su reproche.
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–¿Qué el sol se ahoga? ¿Cómo puede ser? ¿Dónde? –le preguntó buscando la
tragedia en el horizonte.
–¿Que no lo ves? ¿No ves cómo tiñe el cielo de rojo con su sangre? ¿No ves el humo
gris que poco a poco va invadiendo el horizonte?
El extraño entendió; aquel gracioso animalillo nunca había estado en el mar.
Sonriendo le respondió:
–No, amiga, no te alarmes; ni el Sol se ahoga ni se acaba el mundo.
–Y entonces toda esa agua en la que se está hundiendo...
–Esa agua, como tú la llamas, tiene un nombre, es el mar. Y el Sol no se está
ahogando, sólo va a tomar una siesta. También él necesita descansar.
La rata, un poco más tranquila, quedó en silencio por un rato, viendo hacia el
horizonte, pensativa.
–¿Y las aguas, que antes bailaban tranquilas y ahora saltan con violencia?
–Es el mar, que se prepara para el frío de la noche; él también quiere calentarse.
La rata estaba sorprendida. El mar, el Sol y ahora este extraordinario animal que
parecía saberlo todo. Agobiada por muchas interrogantes, pero mucho más tranquila, la
rata se sentó en la tierra y, contemplando el sueño del Sol, preguntó:
–¿Y dónde duerme el Sol?
–El Sol duerme muy lejos, nadie sabe dónde, en el ocaso.
–¿Y el mar se molesta por eso?
–No, ya te he dicho, no está molesto, sólo se calienta.
–¿Y esta tierra tan suave?
–Esta tierra es la arena, y es donde descansa el mar.
–¿Y esas aves que vuelan bajo el agua?
–No son aves, se llaman peces, y no vuelan, nadan.
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–¿Y esas ondas de agua que vi en la mañana, esas que luego formaban tubos y
avanzaban hasta hundirse?
–Esas son las olas; es el regalo más hermoso del mar, mi sueño.
Al escucharlo hablar sobre su sueño, la rata se irguió y redobló su atención. Él ya tenía
un sueño, eso que ella tanto anhelaba. El momento que vivía era tan hermoso, algo que
nunca había experimentado.
–Tú pareces saber mucho sobre el Mar.
–Por supuesto, este es mi mundo, yo vivo aquí. Mi nombre es Daniel, y soy un delfín.
¿Cuál es tu nombre?
–El mío es Óscar y soy una rata. Me he escapado de las entrañas de la Tierra en
busca de un sueño.
La eterna sonrisa del delfín pareció curvarse aún más.
–¡Es maravilloso, Óscar, maravilloso encontrar a alguien en busca de un sueño!
–Cuéntame del tuyo, ¿lo encontraste?
Entonces, Daniel se sentó junto a la rata y, abrazándola por el hombro, contemplando
ambos el horizonte carmesí, empezó su relato.
–Por mucho tiempo, como tú, yo viví con mi manada. Y como tú, vivía bajo sus reglas,
las cuales no admitían diferencias ni para los sueños. La vida era pescar para comer y
comer para pescar. Así transcurrían los días, y con ellos los años, y con los años la vida
se iba perdiendo en el horizonte arrastrada por cada marea. Pero yo siempre tuve un
sueño, desde muy pequeño. Mi sueño era salir de mi atolón en busca de la ola perfecta.
Por mucho tiempo estuve practicando mis técnicas para deslizarme por las olas y entrar
en perfecta armonía con el mar. Poco a poco mis amigos me fueron abandonando.
Dedicados únicamente a la pesca, con sus sueños perdidos u olvidados, siempre
desaprobaron mi búsqueda. Llegó un día, entonces, en el que decidí marchar, sin decir
nada a nadie, en busca de mi sueño.
22
–¿Y no tuviste miedo? –interrumpió la rata, intrigada por el relato de Daniel.
–Claro que lo tuve, y mucho. Pero ya no podía dar marcha atrás, no viviría más una
vida sin sentido, esclavizada por la necesidad y la rutina. Decidí que dedicaría, desde
entonces, todos mis días a la búsqueda de mi sueño, porque los sueños han sido hechos
para volverse realidad.
Mientras más prestaba oídos a los pensamientos de Daniel, más reconocía la rata, en
el Delfín, la profunda sabiduría de quien había tenido la magnífica experiencia de llevar a
cabo su sueño.
–Muchas aguas transité y distancias recorrí. Vi muchas cosas extrañas y nuevos
animales. Al fin, entendí que no debía temer a lo desconocido, porque cuando deseas
algo con todo tu corazón, nada puede impedir que lo consigas, salvo tus temores.
La rata, emocionada, no pudo contenerse y ya estaba parada, saltando, brincando de
entusiasmo, aplaudiendo con sus manitas las sabias palabras del delfín, haciendo hurras
y gritando barras. Este Daniel era un gran tipo, un sabio que le enseñaría cómo realizar su
sueño. Viejo amigo, viejo sabio, se dijo la rata, este Daniel sí que sabe vivir.
–Al fin, después de mucho buscar, y no sin correr muchos riesgos y vencer tantos
peligros, llegué a un mar donde, más allá de la orilla, tierra adentro, refulgían pequeñas
lucecitas dispuestas desordenadamente. Fue allí donde encontré la ola perfecta.
–¿Y por qué la abandonaste? –preguntó la rata desconcertada.
–Porque decidí regresar a mi atolón para alentar a mis compañeros a que busquen
sus sueños.
Vaya con este Daniel, si no sólo es sabio, sino también bondadoso y pródigo,
pensó Óscar.
–Pero eso sí, Óscar, no conseguirás tus sueños si no escuchas a tu corazón.
–¿Y cómo haré para escucharlo?
–Sólo sigue tu sueño con todo esmero y llegará un momento en que tu corazón te
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hablará.
La rata ya no podía más con su alegría y, desatada de entusiasmo, empezó a entrar
en el mar, a sumergirse en clavado, a perseguir a las olas, deslizarse sobre ellas, hacer
mil piruetas, saltar por los aires hasta tocar el cielo, seguir los pasos de su mentor.
–¡Espera, Óscar, con calma, tenemos mucho tiempo! Primero debes descansar;
estarás agotada luego de tu larga travesía y de todas las cosas nuevas que has conocido
hoy.
La rata se calmo, lo miró de aleta a hocico admirada. Qué animal tan noble y sabio era
el delfín. Daniel le devolvió una mirada comprensiva y paciente, la mirada de un sabio.
–Hoy descansaremos. Mañana nos espera un arduo día. Hay que ser pacientes.
La rata asintió, como lo hacen los buenos pupilos, y se dispuso a compartir con el mar
aquel suave lecho de piel llamado arena, que era donde empezaba a nacer por primera
vez su sueño.
No apareció la Luna para importunar su reposo con palabras vanas, ni su compañera
muerta inquietó su corazón. En el cielo negro sólo parpadeaban minúsculas estrellas cuyo
brillo no era sometido por el presuntuoso resplandor de la Luna. El viento, si bien era
fresco, no enfriaba, y la arena tibia que le había regalado el Sol le daba abrigo. El mar se
había calmado y con voz suave y tranquila la arrulló hasta que sus ojos se cerraron. Esa
noche durmió bien.
–¡Óscar! –escuchó la rata en sueños; una voz lo llamaba a lo lejos, desde la
bruma.
–¡Óscar, Óscar!
La rata soñó que caía nuevamente hasta terminar en la corriente pestilente y se
despertó de un salto. A lo lejos vio a Daniel, que le había lanzado agua de un coletazo.
Era muy temprano y apenas había amanecido. Buscó al Sol en el horizonte, no lo
encontró. El cielo estaba teñido ahora con una gama continua de azules que se aclaraba
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hacia lo alto hasta brillar en un resplandor amarillo, casi blanco. Bostezó e instintivamente
empezó a girar en busca del Sol. Del lado opuesto del mar, tras las montañas, asomaba
el Sol apenas, como un bostezo, tras el cielo incandescente, desplegando sus millones de
finos tentáculos, casi blancos, sobre los picos luminosos de los cerros, que parecían
querer estallar. Absorta quedó la rata al ver tal despliegue de belleza. Y con los brazos
extendidos, sintiendo el cálido abrazo solar, se dijo: así se despereza el Sol.
–¡Óscar! –le dijo Daniel.
Salió la rata de su ensimismamiento y saludó a Daniel, haciéndole señas para que se
acerque a ella.
–Vamos, ven conmigo a correr olas, te enseñaré.
La rata no podía más con su felicidad. Y dando brincos de alegría se empezó a hundir
en el mar. A lo lejos se podía ver las grandes paredes de agua avanzando
sincronizadamente, formando cilindros verdosos, cerrándose en largas barbas blancas y
burbujeantes que se extendían a todo lo largo del atolón, creando una trama de cintas
sinuosas, un ejército de espuma.
Mientras la rata veía a Daniel atravesar las barreras blancas como una lanza, dando
brincos y piruetas, ella luchaba por mantener la respiración y tragar la menor cantidad de
agua posible, moviendo desesperadamente sus patitas para poder remontar la espuma.
Pero el agua se escurría entre sus dedos y la corriente le empezaba a ganar la partida. La
rata no se desanimó. Estaba demasiado entusiasmada para echar su sueño por la borda
ante la primera dificultad y le imprimió más fuerza a su desesperado pataleo. Más y más
hasta que realmente se sintió surcar los mares como un delfín. Soy un delfín, soy un
delfín, chillaba atorándose mientras tragaba enormes cantidades de agua. Ahora su
pataleo era un frenesí que la llevaba al borde del delirio. Daniel, Daniel, mírame, soy un
delfín, soy un delfín, mientras su panza no dejaba de hincharse hasta casi reventar. Pero
Daniel no la escuchaba, demasiado ensimismado como estaba jugueteando con las olas.
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Pero la escuchó un tramboyo que pasaba por ahí con su cardumen y avisó a sus
compañeros, quienes quedaron atónitos ante tan insólito espectáculo. Un erizo alargado y
de piel parda chapaleaba desesperado, levantando tanta espuma que más parecía un
bote a punto de naufragar, y más que avanzar retrocedía. La risa fue unánime. “Este erizo
es increíble, sí que tiene talento, se decían los tramboyos”. “Daniel”, gritaba entre
gárgaras, “Daniel, soy un delfín”. Y el auditorio marino no paraba de ovacionar, tomados
por la risa. El arduo desempeño de la rata tuvo un final accidentado: a punto de reventar
por lo hinchada, vio acercarse velozmente un inmenso muro de agua coronado por un
ejército de soldados de espuma que se cernió sobre ella, machacándola, haciéndola
rodar, lanzándola por el aire, estrellándola contra el fondo marino y, por fin, revolcándola
contra la arena hasta dejarla desmadejada sobre la playa. Sin embargo, pronto llegó otro
ejército de espuma para levarla y arrastrarla algunos metros mar adentro, repitiéndose
entonces la violenta rutina de machacones, rodaderas, lanzamientos aéreos, estrellones y
revolcones. Así anduvo la rata, en tal indisposición y trámite, durante algún rato, hasta
que, pareciera que harto el mar de cebarse en ella, la arrastró hasta el fondo y, como
estocada final, la alzó y acabó estrellándola en la arena de la playa.
La rata, casi muerta, tosía convulsa y lívida mientras vomitaba y echaba tanta agua
que parecía haberse agujereado. Tirada sobre la arena, oyó a lo lejos a los tramboyos
que celebraban su desgracia y, ahítos de risa, le lanzaban hilarantes diatribas. Por fin se
fueron y la rata quedó sola.
Tirada bajo el Sol que laceraba su piel y la sal que martirizaba su carne, ya no le
importó nada; por primera vez, la rata deseó morir. Para qué tantos sueños, para qué
tantas convicciones y sacrificios, si al final siempre iba a terminar de hazmerreír, siempre
obtendría sólo burlas y desprecio. Tal vez ella era una rata y sólo eso. Qué ridícula, qué
necia, qué seso achicharrado, se dijo. Ser un delfín, pensó soltando una carcajada hecha
lamento, un delfín, mientras se atragantaba con sus lágrimas, que a pesar de tanta sal
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eran muy amargas; un delfín, quiso reír cuando sólo le salía llanto. Y, tirada boca arriba,
vio con tristeza sus manitas acalambradas por el esfuerzo, su pancita hinchada por el mar
y su alma hecha añicos. Nunca se había sentido tan ridícula, tan minúscula, insignificante.
Deseó perderse en el mar hasta ahogarse en sus aguas, pero ya estaba muy cansada.
Miró hacia lo alto al Sol que la cegaba, y sin tener ya más fuerzas sus ojos se cerraron.
Pero despertó. Estaba flotando, arrullada por las aguas mansas de la orilla, acariciada
por la espuma, bajo la tenue luz del alba. Las heridas del día anterior habían cerrado y
sus músculos habían sido tonificados por el agua salada. Desde la lejanía la adormecía el
ronquido sereno del mar. Sintió el contacto de una piel lisa pero cálida que la reconfortó.
Vio sobre ella unos ojos pequeños y amables y un gesto que parecía siempre sonreír.
Incluso con el corazón embargado de aflicción, quiso darle una sonrisa que nunca salió.
Era su amigo, Daniel, que no la había abandonado. Se le oprimió el corazón aún más por
la alegría generosa de poseer un buen amigo, un amigo sincero. Entonces, recordó lo
sucedido el día anterior; recordó la espuma, su pataleo frenético, su ridícula esperanza de
ser un delfín, sus gritos de triunfo mientras en realidad estaba construyendo su derrota,
los tramboyos, el ridículo. Sintió vergüenza y lástima por sí misma. Miró a su amigo con
melancolía y le susurró un perdón, una disculpa. Pero él no pareció escucharlo.
–¡A levantarse! –le dijo con entusiasmo, como si nada hubiera pasado, como si el día
anterior no hubiera recibido la peor humillación de su vida–. Vamos, vamos, que ayer no
fue un buen día para mi pupila y hoy hay que recuperar el tiempo perdido.
La ayudó a incorporarse. Le sorprendió sentirse tan bien. Aunque estaba lacerada y llena
de cicatrices y cayos, sentía haberse recuperado bien durante la noche.
–Ayer recibiste una verdadera golpiza. Nunca había visto algo así, y que se
sobreviviera para contarlo. Te felicito, has demostrado una fortaleza sin precedentes. Vas
a ser una estupenda alumna.
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Al oír esto, la rata se entusiasmó mucho, recobró sus ganas de vivir. Estas mágicas
palabras le habían devuelto el deseo de soñar y las fuerzas para realizar todos sus
anhelos. Sin duda, Daniel era un verdadero maestro, todo un soñador.
–¿De verdad piensas eso? –le dijo.
Por supuesto, mi querida rata. Ayer fuiste vapuleada por las olas, pisoteada por el mar,
estrellada contra el fondo una y mil veces, revolcada en la arena, inflada y desinflada,
retorcida, maltratada de toda forma imaginable, arrojada en un verdadero portento de
lanzamiento hasta quedar incrustada en la arena. Cosa maravillosa que yo nunca había
visto realizar, y menos aún sobrevivir para contarlo. Si a eso no le llamas un milagro, o un
don extraordinario, la verdad no sé qué es. Tú sí que estás hecha para el mar pupila mía.
Ya nada de él podrá dañarte.
Estas palabras insuflaron un fervor casi religioso en la rata por su nuevo amigo. Óscar
quedó admirado de esa paradoja de la vida, de cómo aquello que para ella había sido un
terrible maltrato era un portento de la naturaleza en la mirada de Daniel. Y aunque quedó
un tanto confundida por no entender del todo las palabras de su amigo y mentor, estaba
convencida de la razón que las asistía, y quedó perpleja ante el poder de tal sabiduría,
que era capaz de encontrar beneficio en la contrariedad y el escollo. Le quedó como
lección no dejarse engañar por la peor paliza, detrás de la cual podría hallarse tal vez el
mayor don.
–Es verdad, maestro, no me había dado cuenta –afirmó, devota, la rata.
–Es verdad, amiga rata, pero para eso estoy aquí, para ayudarte en tu camino. Y,
recuerda, es fácil defender algo que no entraña riesgo alguno, lo difícil es luchar contra las
adversidades. Ahora sígueme.
Dichas estas palabras, la rata sintió aún más devoción y respeto por el delfín. Es fácil
defender algo que no entraña riesgo alguno, lo difícil es luchar contra las adversidades, se
dijo la rata intentando retener la frase para siempre en su memoria: es fácil defender algo
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que no entraña riesgo alguno, lo difícil es luchar contra las adversidades, repetía para sí
misma. El maestro era una inmensa fuente de sabiduría y de conocimiento sobre la vida.
Caminó la rata y nadó Daniel hasta llegar a pocos metros de donde se proyectaba, casi
horizontal sobre el mar, un acantilado contra el que se estrellaban las olas y se deshacían
en espuma. Era una mole de piedra estriada por la erosión marina. La roca, vencida por
mareas milenarias, había dejado paso al Mar en su interior, a un vientre que de día estaba
casi vacío y silencioso, pero que por la noche resonaba con la furia de aguas ofuscadas.
La rata alzó la mirada y no alcanzó a divisar la cumbre. Le pareció la cabeza de un
gigante que intentaba tragarse al Mar. Ambos lo contemplaron por un rato, hasta que
Daniel la miró y le dijo:
–Ya llegamos, rata. Como ves, el gigante detiene la espuma del Mar con su enorme
cabeza y con la boca muy abierta ha tratado de beberse toda su agua durante tantos años
como tiene el mar, la Tierra, la Luna y el Sol. Si trepas hasta su coronilla y te lanzas
desde su borde, podrás evitar las espumas que tantas dificultades te han opuesto, podrás
llegar directamente a la ola y ahí correrla siguiéndome y aprendiendo de mí. Siempre
existe una solución simple para un problema complejo, es cuestión de buscarla con el
corazón.
La rata reconoció tan elevado ingenio. Siempre existe una solución simple para un
problema complejo, es cuestión de buscarla con el corazón. Ella, como buen aprendiz,
estudiaría todo cuanto pronunciara el maestro y lo retendría por siempre en su cabeza.
Siempre existe una solución simple para un problema complejo, es cuestión de buscarla
con el corazón, se repitió la rata y, sin esperar más, se aprestó a aplicar los secretos que
su maestro le había revelado. Riesgo y simplicidad, resumió la rata para sí, mientras
corría hacia el acantilado como un guerrero dispuesto a todo. Rápidamente escrutó la
tremenda roca con ojos inquisitivos, frunció el seño, abrevió el rictus, se mordió los labios,
bufó, pero nunca se detuvo. Riesgo y simplicidad, repitió, riesgo y simplicidad. Desde hoy
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esa sería su sentencia. Pronto diseñó una estrategia basada en esos dos nuevos
principios fundamentales de su existencia, su nuevo método de vida consagrado al éxito,
a la realización de sus sueños. Sin perder un segundo, elaboró un detallado mapa
topográfico del coloso en su mente. Riesgo y simplicidad. Sorteó las primeras erupciones
rocosas de la falda del coloso de piedra. Todo estaba bajo control, ahora sí, su destino
estaba trazado, realizaría su sueño. A medida que avanzaba la ladera se inclinaba más y
las rocas eran más numerosas, hasta que por fin todo fue piedra. Pero no había problema
alguno, el mapa que había trazado en su cabeza le ayudaría a encontrar el camino
correcto hasta la cima. Riesgo y simplicidad. A unos metros del suelo la arena
desapareció y el cerro se hizo de una sola roca, tomando una inclinación casi recta. Pero
la rata ya lo tenía todo previsto. Tomando como guías ciertas salientes de tonos distintivos
se orientaba con fina precisión. Siguió así, y aunque un poco agitada, no disminuyó la
marcha. El ascenso fue constante hasta unos metros más. A esa altura, las cosas le
fueron más fáciles. La roca, ya fuera del ámbito del agua, estaba casi seca, mucho menos
resbalosa, y la rata, con sus pequeñas uñas, se podía adherir mejor. Ahora aceleraba el
ascenso con breves brinquitos. Riesgo y simplicidad. Se confió. Siempre hay
imponderables. Para una mejor escalada, siempre hay que hacer análisis de suelos. Una
saliente se desprendió sin aviso y la tomó por sorpresa. No le dejó tiempo para enmendar
su comprensible error. Tampoco tuvo tiempo para mirar hacia abajo. Nunca hay que
subestimar una cuesta. Se le desorbitaron los ojos de terror y el corazón casi se le escapa
por la boca. Lo primero fue un pinchazo: una roca la había recibido con su filo más agudo.
Pero no había soltado todavía un chillido de dolor cuando recibió otro golpe en el codo,
que le electrificó el espinazo y culminó con una punzada en la nuca. Eso era sólo el
principio, faltaban aún varios metros de caída. Rodó pinchándose, raspándose,
chancándose por todos los lados de su cuerpo. Más abajo en su descenso, una saliente la
recibió con tal fuerza que le voló uno de los dientes delanteros y le distorsionó para
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siempre su original rostro de rata. La boca ensangrentada dejó su rastro, un graffiti rojo
que parecía decir “Aquí estuve yo, Óscar, la rata que nunca renuncia a sus sueños”. Unos
metros todavía más abajo, después de más pinchazos y raspones, rebotó contra una
saliente aún mayor y fue expelida lejos de la cuesta. Llegó finalmente al suelo y se dio de
cara con una roca solitaria, como puesta allí para la ocasión. Perdió la conciencia,
aplastada sobre la roca, sin que Daniel pudiera hacer algo para ayudarla. Esta vez la rata
no tuvo oportunidad de lamentarse, ni de extrañar a la Luna ni a su mundo, ni de sentir
vergüenza. No se arrepintió de nada ni deseó morir. No podía, estaba casi muerta.
A la mañana siguiente, al despertar, Daniel contemplaba una pocita formada por la
crecida del mar, sobre la que se había formado un lecho de algas y juncos que dejó allí la
marejada de la tarde anterior, adornado con doradas estrellas marinas. En medio de aquel
regazo verde y marino yacía, sombría, la oscura masa de la rata, que empezaba a
despertar. Sumamente adolorida, la comenzaron a atormentar los accidentes del día
anterior. Pero el delfín la aplaudía entusiasmado con sus aletas y no la dejó ni recordar.
–Rata, simplemente eres increíble. Estabas subiendo con tal maestría que cualquiera
hubiera dicho que eras una experta escaladora. Y luego caíste con tanta excelencia que
estoy seguro de que eres una consumada caedora. Te felicito, rata. Ya me enseñaste tus
habilidades en el arte de precipitarte por una cuesta rodando y estrellarte contra cuanta
roca fuere posible y luego lanzarte en una caída libre de siete metros para intentar con
éxito un clavado contra el suelo más sólido que pudieras encontrar. Todo eso está muy
bien, pero ahora a lo nuestro. No descuides tus sueños por diversiones vanas.
Apurémonos, que ya hemos derrochado un día entero y no tenemos tiempo que perder.
La rata quedó boquiabierta. Jamás había sospechado que poseía tales habilidades.
Nunca podría agradecerle al delfín el haber descubierto tantas virtudes en ella misma. Sin
duda todo este aprendizaje le ayudaría a encontrar el propósito de su vida. Cansada pero
con entusiasmo se incorporó, y aunque le faltaba uno de sus dientes roedores se sintió
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contenta y con fuerzas para subir hasta la cima. El delfín alzó la mirada hacia la montaña
y le dijo:
–Recuerda, rata, cuando deseas algo con todo tu corazón nada puede impedir que lo
consigas, salvo tus temores.
Estas palabras, sabias y mágicas, ejercieron en la rata la influencia de un hechizo de
poder. De un salto se elevó sobre aquel lecho de algas y estrellas marinas en donde yacía
derrotada, y convertida en una estrella fugaz partió disparada esquivando salientes,
evitando trampas, superando escollos, de brinco en brinco. No paró hasta la cima. El
delfín la miraba con las aletas cruzadas y asintiendo con la cabeza. Así se hace, rata.
Desde ahí arriba todo era distinto. El viento corría libre y fuerte, sin tropezar con
obstáculos ni perderse en vericuetos que detuvieran su marcha poderosa. Desde ahí
nada hacía sombra al cielo, que se veía más puro e infinito que nunca. Desde ahí, el mar
se aplanaba bajo su mirada y sus grandes olas no eran más que un par de rizos ralos
sobre una cabeza calva. Desde ahí, el delfín era minúsculo, insignificante. Ella estaba en
la cima del mundo, coronaba la cabeza del gigante de roca, lo dominaba todo y
empequeñecía hasta al mar. Corrió libre, tan libre que por momentos se elevaba sobre el
viento y flotaba. Aceleró y, encarando el precipicio, saltó más allá de la roca, con los
brazos extendidos, abrazando al cielo. Bajo ella veía pasar la saliente donde se estrellaba
la espuma de las olas reventadas; vio la inmensa boca abierta con que el gigante
intentaba devorar al mar; vio las curvas blancas de espuma quedar atrás y delante de ella,
abajo, el gran sueño, la ola perfecta. Sintió la liviandad de las aves, la frescura del viento;
sintió hermanarse con el cielo y volverse parte de él; se sintió estrella fugaz surcando el
horizonte cuando, sin darse cuenta, ya estaba en definitiva caída libre y acelerada. Fue a
dar al mar justo antes de la explosión de la gran ola que, de un solo golpe y enviándola
hasta el fondo, se propuso convertir sus sueños en añicos.
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Dicen que cuando uno percibe la cercanía de la muerte el caudal de todos los
recuerdos lo anegan a uno con su vendaval furioso de imágenes intensas y una multitud
de sonidos. Aunque la rata fue estrellada y vapuleada como nunca por la ola perfecta,
parecía que no estuvo nunca cerca de la muerte, porque no la asaltó ninguna larga y
veloz ráfaga de recuerdos e imágenes nítidas, sino, más bien, la sensación de un tiempo
cíclico en el cual todo daba vueltas para llegar a un mismo momento: el tiempo del
fracaso. Aterrada, al dolor que ejercía sobre ella la perfección hecha ola se le sumaba, o
más bien, multiplicaba, el recuerdo del primer revolcón que le fue infligido por la espuma
del Mar, intensificando el miedo y el sufrimiento. Pero aquella vez fue sólo espuma, ahora
era ola y, por si fuera poco, ola perfecta. Lo peor estaba por venir. Durante todo ese
tiempo, desde que había caído a la cloaca hasta dar con el Mar, y luego de ser varada en
la playa, Daniel le había hablado mucho del sueño, de la ola perfecta. Pero nunca le dijo
que había un pelotón de olas perfectas, un ejército. Así, cayendo sobre ella una tras otra,
las olas perfectas repitieron su procedimiento una y otra vez, hasta que por fin, quizá
cansadas, se retiraron, dejando al mar sosegado.
Al abrir los ojos todo estaba tan oscuro que pensó estar muerta. Se oía un ruido
constante y fuerte, murmullo de entrañas, miles de ecos. Respiró profundamente y tanto
resonó su aliento que temió estar en el vientre de un monstruo terrible. ¿Se la habría
devorado el mar? Poco a poco recordó la golpiza propinada por el mar y sus olas, pero el
miedo no le dejó tiempo para el lamento. Pronto cesó el murmullo y quedó casi en
completo silencio. Miró hacia arriba en busca del cielo estrellado pero sólo encontró
negrura. Se incorporó, medio mareada dio unos pasos y cayó al agua. Era salada y
calma. Debía estar en el mar, debía estar en su entraña. Las olas la habían masticado,
sus muelas de espuma molido y su lengua de arena ablandado hasta tragársela. Le ardía
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la piel, y al tocarse notó que estaba pelada por algunas partes. Seguro ya la estaba
digiriendo.
–¿Rata? –la aterró una voz convertida en multitud–. ¿Rata, estas ahí? Soy Daniel.
La rata, aunque sorprendida, sintió un gran alivio y su suspiro se multiplicó hasta irse
apagando en silenciosas reverberaciones.
–¿Daniel?
–Sí, rata, soy yo.
–¿Dónde estamos, amigo Daniel?
–Estamos en la boca del gigante de roca.
–¿En su boca? ¿Y cómo llegué aquí?
–Fue después de volar como un halcón contra las rocas en busca de presa. Fuiste
tragada por el gigante. Estuviste magnífica, portentosa. Nunca había visto correr a alguien
olas como tú lo has hecho. Y no una, decenas de ellas, olas inmensas, haciendo toda
clase de piruetas, casi sin moverte de tu sitio, yendo y viniendo, tomándoles el pulso,
siguiéndoles el ritmo, sumergiéndote y saliendo disparada hacia el aire, surcando el cielo
como un pez volador y volviendo a entrar en picada sobre sus crestas, haciendo giros
múltiples en sus tubos, retando a la espuma y volviendo a entrar en ellas sin cesar. Eres
una alumna muy rápida. Les has perdido el miedo. Ahora sólo te falta aprender todo lo
relativo a la velocidad.
La rata, aunque un tanto confundida, estaba feliz, no quería perder más tiempo. Había
pensado que nuevamente fracasaba. Qué ingenua e ignorante. Nunca más debía dudar
de la sabiduría de Daniel, el maestro de las olas.
–Sígueme –le dijo el delfín.
La rata estaba renga y tullida, y aunque algunas vértebras se le habían movido
ligeramente de su sitio y otras aplastado un tanto, por su contextura naturalmente elástica,
nada tenía roto ni dislocado. Caminaba de medio lado, tambaleándose con gran equilibrio,
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como un bailarín tropical. Avanzó hasta que sus patitas ya no tocaban el suelo rocoso y
empezó a nadar siguiendo el sonido y la estela que dejaba el delfín en el agua.
Al salir, el mar estaba tranquilo y el cielo invadido por estrellas. Nadaron algunos metros
paralelos a la playa hasta que Daniel se detuvo.
–Rata, he notado que tienes aletas muy cortas y no adecuadas a la velocidad.
Mientras tú descansabas he estado estudiando ese problema y obtuve una solución. ¿Ves
ahí en la playa, tiradas en la arena, esas algas y juncos? Los usaremos para fabricarte
aletas, para que te desplaces con gran velocidad sobre el agua.
Sin preguntar, la rata nadó hasta la orilla, tomó las algas y los juncos y se dispuso a
regresar.
–Espera, rata, quédate ahí. Separa las algas de los juncos y los juncos de las algas y
obsérvame con detenimiento. Debemos fabricar cuatro aletas, una como mi aleta
posterior, otras dos como mis dorsales y, por último, una como mi aleta superior. Pero pon
mucho cuidado en que sean proporcionales a tu tamaño. Primero arma las estructuras
con los juncos y luego rellénalas de algas hasta que queden suficientemente sólidas, pero
también elásticas.
La rata asintió moviendo cavilosa su cabecita y echó manos a la obra. Durante horas
estuvo armando industriosamente las estructuras inspiradas en las aletas del delfín. La
arena ya empezaba a enfriar mientras el deseo de su corazón se transformaba en cuatro
hermosas aletas de juncos engarzadas con algas. Rengueaba alrededor de ellas
acomodando, amarrando y retocando. Aparecían los primeros resplandores del día en el
horizonte y tras las montañas se levantaba el Sol cuando las aletas por fin estuvieron
listas. Le hizo una seña a Daniel, quien le respondió con algunas piruetas de alegría. La
rata tomó distancia y contempló la obra de su ingenio. Tomó las aletas y una a una se las
fue atando al cuerpo con sogas hechas de algas trenzadas. Cogió la última y, casi en el
agua, se sentó, alzó sus patitas juntas y las encajó en la aleta posterior. Sentía la
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suavidad de las algas, que reconfortaban sus maltrechas patitas, torcidas por tantos
golpes. Rodeó sus piernas con los amarres y los ató a la altura de la rodilla. Convertida en
una extraña sirena, se retorció hasta que el agua fue suficientemente profunda como para
nadar.
–Ahora espera ahí un momento y mírame nadar.
El delfín nadó suavemente a su alrededor haciendo lentos giros para que la rata
pudiera estudiar el movimiento, uso y función de cada una de sus nuevas aletas.
–Estudia y comprende la función de cada aleta que ahora tienes. Cada una es una
herramienta indispensable para el nado a alta velocidad.
La rata frunció el seño e intentó retener hasta el mínimo detalle de cada movimiento y
posición de las aletas de Daniel. Estuvieron así por al menos una hora, la rata con dudas
y Daniel con respuestas, hasta que el delfín se detuvo.
–¿Has entendido cómo funcionan las aletas?
La rata asintió con gran decisión. Ya estaba lista para surcar los mares a altas
velocidades y remontar las olas. Se tendió horizontal e inició su nuevo nado con todo el
cuerpo. Pronto cogió gran velocidad, una velocidad que jamás había soñado. Se sentía
feliz, libre por fin de las ataduras terrenales. Intentó con éxito un par de giros, atravesó la
espuma con facilidad y se dirigió hacia donde nacen las olas.
–Mírame, Daniel, mírame, por fin puedo nadar a gran velocidad, por fin soy un delfín.
Daniel pronto estuvo a su lado sonriéndole, con esa sonrisa perenne que sólo saben
tener los delfines. La rata, al verlo cruzar las aguas junto a ella como una saeta, supo por
qué siempre sonreía. Los que realizan sus sueños obtienen la felicidad.
–¡Soy un delfín, soy un delfín! –gritaba exultante la rata.
Mientras celebraba a su compañero, la rata saltaba junto a él sobre la espuma de las
olas. Su nado era muy singular. Por todas las golpizas recibidas, la rata había quedado
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muy maltrecha, y aunque sus ondulaciones se atascaban e interrumpían de vez en
cuando en un tronar de vértebras retorcidas, no lo hacía mal. Unos metros más y ya había
llegado a donde nacían las olas. Juntos tomaron la primera que apareció. Era tan solo un
retoño, pero la acompañaron hasta que fue madurando. Cuando ya asomaba una cresta
la adelantaron y empezaron un nado casi paralelo a ella. La ola crecía y crecía y ambos
tomaban más velocidad, sintiendo la fortaleza de su cuerpo acuático y la suavidad de su
textura.
–¡Muy bien, rata, muy bien! –la alentó Daniel.
–Ya empiezas a dominar la velocidad.
La rata no cabía en sí de gozo. La felicidad la abrumaba.
–¡Soy un delfín, soy un delfín! –chillaba mientras emprendía un gran salto con pirueta
sobre la ola y volvía a entrar al tubo.
De pronto, perdiendo la estabilidad, la rata entró en un ciclo sin fin de volteretas, se
hundió en el agua como un tirabuzón y no paró hasta penetrar la arena; pero fue
expulsada rápidamente y arrojada a la playa. Esta vez no hubo revolcones y machacones,
sólo un gran susto y un fuerte golpe. Aún atontada, pero sin magulladuras y con las aletas
destrozadas, la rata se incorporó. Estuvo petrificada por algunos minutos hasta que se
recuperó. Vio al delfín acercarse a la orilla y un poco molesta le preguntó:
–¿Y ahora qué pasó? ¿No es que ya dominaba la velocidad?
–Tú sí, pero no tus aletas. Parece que las dorsales estaban demasiado pequeñas, por
eso perdiste la estabilidad a tan alta velocidad, entraste en un trompo y no pudiste salir de
él. Pero tú ya estás lista. Ahora hay que hacer las aletas perfectas con el corazón.
Claro, tan sencillo, riesgo y simplicidad. Si buscaba sus sueños con el corazón lo único
que podría detenerla eran sus miedos. ¡Qué sabio era Daniel! Y, sin perder más tiempo,
se aprestó a fabricar nuevas aletas. Ya conocía la estructura general, ahora sólo debía
darles las dimensiones todavía más ajustadas a su tamaño. Recorrió toda la playa, a
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saltitos, balanceos y tropezones, crujientes sus vértebras y coyunturas, en busca de las
mejores algas y los juncos más flexibles. No podía dejar nada al azar, usaría materiales
perfectos para realizar su sueño. Al fin obtuvo lo suficiente para empezar. Esta vez,
primero planificaría y luego armaría. Se hincó e inició la planificación de su trabajo
dibujando diagramas en la arena. Rayó la arena y escribió en el suelo por horas sin
detenerse. Por momentos, cuando el mar insaciable lanzaba sus aguas sobre sus
jeroglíficos para tragárselos y dejar nada más que montoncitos ininteligibles de arena,
parecía rendirse. Pero luego, pataleando iracunda, se trasladaba a otro pedazo de playa
que parecía más seguro y empezaba nuevamente. Cuando terminó su tratado sobre la
dinámica de los fluidos, alzó la mirada y, sorprendida, vio la magnitud de su obra. Todo
tipo de símbolos crípticos y complicados cálculos se extendían por una vasta porción de
playa. Terminada la tarea se dijo: “Duro trabajo el de ser delfín, duro trabajo”. Entonces
partió en busca de todo aquello que le permitiría surcar el mar, convertirse en delfín,
jamás dejar de sonreír. Deambuló por la playa haciendo círculos, sin que se le escapara
ni un centímetro de arena, recolectando algas y juncos. Luego fue al bosque en busca de
resina para usarla de pegamento, caminando a trompicones con su ritmo tropical. Iba
reuniendo a su paso algas, juncos, grasa, resina. Así, por fin, equipada y planificada, puso
manos a la obra. Esa noche no durmió, trabajó hasta el alba, mientras Daniel pirueteaba
sobre las olas, acercándose con curiosidad para ver cómo avanzaba su discípula. Al alba
la rata ya había terminado dos aletas: la posterior y la superior. Le faltaban las dos
dorsales, para las cuales tendría especial cuidado y dedicaría extrema atención. Revisó
sus cálculos nuevamente, hizo algunas correcciones, o, más bien, precisiones, y por fin se
decidió a construirlas. Con empeño y mucho tesón las terminó ya entrado el día. El Sol se
posó en lo alto del cielo y ahí se mantuvo quieto por un tiempo, como a la espera del
resultado de los afanes de rata.
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Azul, verde, blanco, el mar tronó a lo lejos. Ella tomó distancia. Miró tiernamente a sus
prótesis. Parecían tener vida, respirar. El rocío del mar las refrescaba dándoles un
aspecto lustroso y terso. La suave brisa les comunicó sutil movimiento. Estaba orgullosa
de su trabajo porque lo había hecho con el corazón. Se ató las aletas. Eran más suaves y
flexibles que las anteriores, pero también más resistentes y livianas. No había usado nada
en exceso y no parecía faltarles nada. Frías y húmedas, la reconfortaron y la resina de
árbol las mantuvo herméticamente pegadas a su cuerpito. Las sintió adherirse a sus
carnes e insuflarle nuevas fuerzas. Ahora eran parte de ella y nadie se las arrancaría.
Jugó con los músculos de su espalda y sintió cómo respondía su aleta superior. Sus
nuevos apéndices reaccionaban a cada impulso de su cuerpo, dándole control absoluto
de ellos.
La rata se retorció revolcándose hasta el mar, donde emprendió su carrera hasta las
olas. Tal era su soltura y velocidad que el crujido de sus vértebras quedaba atrás sin darle
alcance. Remontó con facilidad la espuma penetrándola de frente, y al ver que una gran
ola se le acercaba se sumergió rápidamente y de un gran salto voló sobre ella, hizo un
giro y se clavó en el agua de nuevo. Con un poderoso aleteo posterior salió a la superficie
sin perder velocidad, un sutil movimiento de sus aletas dorsales la estabilizó y la dirigió en
línea recta al regazo donde nacían las olas. Surcaba las aguas, ondulante, dejando una
huella blanca tras ella. Se deslizó sobre el reflejo del mar realizando todo tipo de figuras
hasta que alcanzó la cresta de una ola y jugueteó ahí como un verdadero delfín. Junto a
ella festejaba su maestro Daniel con su sonrisa sempiterna.
–¿Ves, rata?, si buscas tus sueños con el corazón nada te puede detener, salvo tus
propios miedos.
“Nada me podrá detener, soy un delfín; ahora nada me podrá detener”, se repetía la
rata. Y siguió jugueteando con el mar hasta que llegó la noche, y con ella el agradable
reposo que otorgan los sueños realizados.
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Se despertaron tarde a la mañana siguiente, cuando ya el Sol estaba sobre ellos y el
mar agitaba sus aguas. Esa noche, por primera vez, la rata durmió en el mar, tras la
superficie tersa donde nacían las olas. Se desperezaron juntos y juntos pescaron por un
rato, hasta que salieron a la superficie y el delfín le dijo:
–Rata, ya has aprendido todo sobre las olas, ya estás lista para entender el sentido de
correrlas.
Aunque la rata no entendió bien lo que Daniel le quería decir, la alegraron sus
palabras: ya lo sabía todo sobre las olas, ya estaba preparada.
–Ahora ya podemos partir en busca de tu ola perfecta; al correrla encontrarás el
sentido de tu vida.
Diciendo esto con mucha ceremonia, el delfín emprendió la marcha y la rata, en
silencio, la siguió.
–Recuerda, verás muchas cosas nuevas, pero no debes temer a lo que no conoces.
Nadaron juntos por largo tiempo en el mar, que parecía nunca terminar. Las mareas
cambiaron su rumbo y las aguas, su color; el viento, su temperatura y la brisa, su aroma,
pero nada los detenía, guiados por sus corazones. La rata sintió su alma inmensa diluirse
en las aguas y formar parte del gran mar, una parte especial de él, y recordó las palabras
que alguna vez le había dicho el delfín: todos somos especiales y todos tenemos un
sueño, que al realizarlo nos hará parte de un todo magnífico, parte del mar. A lo lejos, con
emoción, divisó un inmenso pez, un pez que relucía como ningún otro del mar, más aún
que el delfín, una montaña flotante que nadaba hacia ellos echando vapores de su lomo,
vapores de diversos colores.
–¡Mira, mira, el gran pez! –gritó la rata deslumbrada por el gran animal, y, recordando
las sabias palabras del delfín, se acercó raudamente a saludarlo: no le temas a lo que no
conoces.
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Escuchó al delfín que le gritaba algo, con voz emocionada que parecía de
desesperación, pero ella ya estaba demasiado lejos y frenética para entenderlo.
–Soy un delfín, soy un delfín –chillaba la rata.
Mientras se acercaba, el pez se hacía inconmensurablemente grande, un pez que
parecía de metal. El fuerte hedor a muerte le hizo recordar a su cloaca. Se detuvo, pero
ya era muy tarde, una maraña de tentáculos la atrapó junto a miles de peces que
intentaban desesperadamente huir del monstruo. Todo era sacudidas y caos.
Apretujados, fueron forzados a conformar una masa informe que crecía
desmesuradamente a medida que el gran pulpo refulgente se movía parsimonioso.
Muchos murieron ahí, aplastados. La masa de animales se sacudía desesperada
intentando escapar. Un caos de espinazos rotos y aletas arrancadas enturbió el agua que
ya no era agua sino una masa gelatinosa de despojos. La rata tragó, ahogándose, esa
podredumbre de escamas y mutilaciones. Al final, la sangre.
Cuando los tentáculos del gran pulpo alzaron la masa, sacándola del agua, la rata se
sentía al borde mismo de la muerte, atragantada por el miasma marino y apachurrada por
toneladas de cadáveres. Algunos aún se retorcían, emitían estertores, sudaban sangre.
En medio de esos cadáveres, atrapada por los tentáculos, ya casi no podía respirar,
cuando sintió un fuerte remezón y la masa se desparramó contra el lomo del pulpo
formando una ruma inmensa. Se oyó un vocerío y mucha actividad. Iban, traían, llevaban,
volvían. Seguro habían cazado al monstruo, seguro pronto la rescatarían. Aplastada boca
arriba sintió cómo, poco a poco, se iba descargando del peso que la aplastaba, hasta
divisar, arriba, muy arriba, por un resquicio, un débil rayito de luz. Ya estaban llegando.
Aquí estoy, intentó gritar, pero aún había tantos cadáveres sobre ella que sus pulmones,
comprimidos, no pudieron inhalar suficiente aire. Se sintió desfallecer, tuvo mucho miedo,
y recordó las sabias palabras de Daniel: no le temas a lo desconocido. Tenía razón, todo
saldría bien, sólo debía resistir, resistir hasta que la rescataran. Un tiempo después, no
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sabía si fue poco o mucho, ya el peso no la agobiaba tanto y podía respirar con
comodidad. Se tomó un tiempo para hacerlo, para reponer sus fuerzas. Riesgo y
simplicidad, recordó, sólo mis temores me pueden vencer, y con gran esfuerzo empezó a
escarbar hacia arriba a través de los cadáveres y trepó sobre los cuerpos viscosos que
resbalaban bajo sus patas. Así anduvo hasta que se sintió capaz de alzar lo que quedaba
sobre ella. Nuevamente la luz solar. Asomó su nariz, luego su cabeza, su cuerpo. La
masa parecía no querer dejarla salir. Era tan viscosa que se pegaba formando un vacío
que la succionaba hacia abajo. Utilizando las últimas fuerzas que le quedaban, al fin logró
liberarse y quedar parada sobre aquella interminable ruma de cadáveres deshechos,
aplastados, triturados por sus propios pesos, que yacían sobre el lomo ensangrentado del
pulpo gigante. Era una visión estremecedora.
–¡Dios mío, qué es eso!
–¡Cuidado!
Gran barullo y espanto se armaron en la cubierta. Gritos, sustos, sobresaltos. Hasta el
capitán subió a ver qué sucedía. Decían por ahí que había aparecido entre los peces un
pequeño monstruo de las profundidades marinas. Otros, al ver aquella rata despellejada e
hirsuta con esos rudimentos de aletas ahora convertidos en cuernos descarnados que
nacían de su espalda, creyeron ver al demonio mismo.
–¡Maldición! –rugió el capitán al ver la cobardía que mostraba su tripulación ante el
espectáculo de ese ser descoyuntado y maltrecho que coronaba el montón de cadáveres
como una aparición siniestra y desconocida–. Es nada más que un erizo rata. Échenlo por
la cubierta –sentenció con seguridad.
Un rumor de voces temblorosas se extendió por todo el barco. Nadie se atrevía a
acercarse. Entonces, el capitán, blandiendo un remo entre manos, se acercó a la rata,
que permanecía anonadada, y le propinó un rudo golpe que le aplastó lo que le restaba
de aletas y la hizo sumirse en un torbellino de lucecitas que brillaban ante sus ojos. Tal
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hilaridad causó el furibundo palazo, que todos se unieron al chiste, propinándole
manazos. Alguien quiso aplicarle el golpe definitivo, pero el infortunado resbaló al pisar un
pez que aún se retorcía moribundo y fue a darle tal patada que el resto de sus
compañeros sólo alcanzó a ver una bala gris cortando el viento a lo lejos, y el festejo se
acabó.
–¡Bueno, bueno, todos a su trabajo! –gritó el capitán con la respiración entrecortada.
Luego de alcanzar cierta altitud, la rata empezó a caer en picada. Mientras emprendía
su camino hacia el mar, se fue deshojando poco a poco, dejando una estela de algas y
juncos que flotaban como vestigios de algún vegetal aéreo, verdura o fruta. Sin mayores
preludios, a gran velocidad, la rata tocó agua.
Milagrosamente, aunque con el cuerpo molido, quizá ya inmune a los golpes, la rata sólo
quedó un tanto aturdida.
–¡Increíble, alucinante, has enfrentado al monstruo y has vivido! –exclamó Daniel.
La rata flotaba boca abajo. Hecha añicos, con las pequeñas aletas destrozadas, alzó
la mirada hacia el delfín. Ya no sentía dolor, ni pena. Tampoco quería morir. Sus ojos
enrojecidos por la ira estuvieron a punto de saltarle de las cuencas.
–Ves, nunca temas a lo desconocido. Sigue tu corazón –le decía Daniel.
Un chillido infernal se propagó por todo aquel mar, un loco chillido de rabia y odio. Un
chillido que no le pudo borrar esa sonrisa idiota y perenne al feliz delfín.
–Estúpido infeliz, que use mi corazón. Si hubiese usado mi cabeza desde un principio
nunca hubiera hecho caso a tus insensateces. Que soy increíble y alucinante, que he
enfrentado al monstruo, que no le tema a lo desconocido. Me acaban de machucar,
apalear, moler por última vez. Desde que estoy contigo no dejo de recibir golpizas en
nombre de los sueños, la esperanza y las ilusiones. ¿Y qué hay de la realidad y sus
peligros? ¿Qué hay de las limitaciones de la rata? No soy un delfín y nunca lo seré. Y no
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existe ola perfecta para mí –alzó la mirada al cielo sin esperar respuesta alguna–. Soy
una rata, y nací para vivir en la cloaca, para andar en cuatro patas, reptando, comiendo
los desechos y las heces del resto. Tú con tus frases hechas y pensamientos fáciles, tú
con tu pueril entusiasmo crees que todos debemos tener sueños y un sentido de vida –se
le quebró la voz–. Y qué hay de las ratas sin aletas, sin piel lisa, sin cuerpo de torpedo.
Para qué servimos, dime, para qué servimos, sino para comer desechos y mierda, para
vivir subterráneos en la oscuridad, para huir, para ser cobardes y ocultarnos.
El delfín quedó callado. Pensó por largo rato, pero no pudo responder. Así
permanecieron, perdiendo en el horizonte todos sus sueños y esperanzas. Y aunque en
sus almas crecía un pesado lastre de tristeza, el delfín no podía dejar de sonreír. Tanto
tiempo había llevado esa máscara que ya no le era posible despegarla de su rostro,
condenado a vivir con el corazón demolido y con la cara feliz. Cuando el cielo empezó a
apagarse, despojado incluso de estrellas, la rata, lentamente, trepó al lomo del delfín.
–Llévame a casa –le dijo a Daniel.
Enrumbaron a la costa silenciosos y así permanecieron largo rato. Todo se había
detenido. No se oía nada. Ni el viento, ni el mar, ni los habitantes de las aguas. Sólo el
suave discurrir del surco de agua dejado por el delfín, trazando un camino que iba siendo
tragado lentamente, una senda perdida por la cual ya no se podía regresar. Hacia donde
uno dirigiera la mirada, sólo hallaba horizonte. Ahora el mar parecía un inmenso vacío en
el cual, en lugar de avanzar, uno iba cayendo, un abismo oscuro que se confundía con la
noche misma, una noche sin estrellas que guiaran a los dos viajeros.
De pronto, inadvertidamente, un chasquido heló la sangre del delfín. Al mirar atrás,
sobre la senda devorada por el agua, a lo lejos, varias estelas de espuma brillante se
acercaban rápidamente hacia ellos. Aunque nadie dijo nada, la rata sintió el abrupto
estremecimiento de su compañero, que de pronto emprendió desesperada marcha. La
rata tuvo que asirse fuertemente de su aleta para no caer. Al mirar atrás, las estelas de
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espuma ya habían desaparecido y no se escuchaba más que el chapaleo desesperado de
Daniel.
–Ya no hay nada, se han ido –las palabras de la rata produjeron resuellos en el delfín,
que parecía atragantarse intentando acelerar la marcha. Por primera vez Óscar lo sintió
angustiado.
–Es demasiado tarde –suspiró el delfín con su absurda voz contenta y su sonrisa
perenne. La rata no preguntó, sólo contuvo la respiración y se aferró con más fuerza a su
amigo, que en vano intentaba acelerar más.
–Tiburones –dijo Daniel con una exhalación.
Como si hubieran escuchado a Daniel mencionar sus nombres, dos grandes
dentaduras aserradas saltaron del agua. Eran bestias gigantes de narices puntiagudas,
con ojos sin expresión, ojos de alguien sumido en su inmensidad blanca. Cayeron sobre
el delfín lanzando dentelladas a diestra y siniestra, una y otra vez, atacando y retirándose.
El agua se llenó de sangre que la corriente llevó lentamente al horizonte. El delfín,
seriamente herido, había dejado de luchar. Transformado en un bulto de músculos
colgantes fue engullido lentamente como una fruta madura. Luego los tiburones ya no
lanzaban fuertes ataques punzocortantes. Ahora se prendían con sus mandíbulas y
zarandeaban con violencia a ese amasijo se carnes retaceadas que luchaban por no
desprenderse de algo que alguna vez fue el cuerpo de un delfín.
–¡A él, a él, a mí no, a mí no, yo soy una rata, vivo en las alcantarillas y me alimento
de desperdicios! –chilló la rata aterrada.
Pero las bestias no parecían escuchar razones ni motivos; enajenadas por el olor a
sangre, sólo masticaban, retorcían y tiraban enfurecidos. De pronto aparecieron más de
ellos. Y más. Ya no era uno, ni dos, eran una multitud lanzando mordiscos por aquí y por
allá, desgarrándose incluso entre ellos. Era una locura, una orgía de sangre y carne. Todo
se tornó confusión y barbarie hasta que se apagó la luz. La rata ya no veía nada, estaba
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inmersa en un agujero negro y pestilente. Sus gritos resonaban en aquella profunda
caverna que no paraba de moverse. El hedor rancio que emanaba de ella la empezaba a
marear. Intentó atravesar el agujero, soñando con refugiarse en la cloaca, ahí estaría a
salvo.
El tiburón, atorado, ya no podía respirar. Con gran esfuerzo contrajo su garganta,
tensó sus tripas y de un gran vomitón arrojó a la rata por los aires.
Estaba libre, expelida como tantas otras veces desde que se empeñó tozudamente en
alcanzar su sueño. Se fue alejando de la horda de bestias blancas y de su amigo, que iba
desapareciendo lentamente desintegrado por sus fauces, hasta que estuvo tan lejos que
ya no lo pudo distinguir.
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La gaviota
Al caer al agua aún tiritaba de miedo, aunque las imágenes de la carnicería ya se habían
esfumado. En lo único que pensaba era en regresar a su cloaca. Convertida nuevamente
en una rata, había recuperado su olfato y su agudo sentido de la ubicación le indicó al
instante hacia dónde debía ir. Sin aletas, la marcha se hacía lenta y agotadora.
Chapaleaba desesperada, lanzando más agua que la horda de tiburones que acababa de
devorar a su amigo Daniel. Sabía que la tierra aún estaba muy lejos. Estuvo así,
avanzando lentamente en su chapoteo agotador hasta que por fin divisó, oculta en la
bruma de la mañana, una playa. Más y más rápido iba la rata extenuada, con lo último
que le queda de fuerza para llegar hasta la siguiente ola, soportar un par de revolcones y
golpizas y estar en la arena. Sin embargo, una corriente la atrapó y la llevó nuevamente
mar adentro mientras veía con angustia cómo iba desapareciendo la playa.
–¡No, no quiero morir, ningún sueño es tan valioso como para morir por él! –se dijo
angustiada.
“Ahora sé”, lloraba la rata, “ahora sé que lo mejor de la vida es estar vivo”. Cerró los
ojos y se dispuso a morir. Su muerte no fue lenta. En ese momento abandonó su cuerpo y
se elevó. Se había convertido en pájaro para dejar este mundo de sufrimiento, y volaba a
un mundo mejor. El viento golpeaba suavemente su carita de rata, que por primera vez
desde hacía mucho sonreía. Era una increíble paz. Al abrir los ojos todo a su alrededor
era sutil algodón blanco. Estaba en el cielo, por fin libre de sus lastres y sus cloacas, libre
de ser una rata sin ningún sentido de vida. Ahora sería un ángel y podría cumplir sus
sueños.
De pronto empezó a bajar, luego a caer, alcanzando una enorme velocidad, en picada,
atravesando el lecho de algodón blanco. Como hacía tiempo que no comía y su barriga
estaba vacía, sintió que el estómago se le escapaba por la boca y que los ojos se le
salían de sus cuencas. Iba tan rápido que casi terminaba de despellejarse. No podía ser,
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no había lugar para ella ni en el mar ni en el cielo ni en la tierra. ¿Acaso alguien la
querría? La velocidad aumentaba sin cesar. Ya había pasado el lecho blanco y, muy
pequeña, se veía la playa perdiéndose en el mar. Poco a poco todo se fue haciendo más
grande hasta que pudo distinguir los árboles, las formas de la playa, las líneas de
espuma, las grandes rocas, los cangrejos, las conchas, las piedras, los granos de arena.
Con todas sus fuerzas, luchando contra el viento, que mantenía abiertos sus párpados, la
rata pudo cerrar sus ojos. De golpe se detuvo, sintió un fuerte tirón en la espalda, un
desgarrón y luego se estampó contra la arena.
–¿Estás bien? Disculpa. Pesas mucho y te me escapaste de las garras.
Era una voz que parecía salir de su propio vientre. La rata alzó la mirada y vio un ser
grande, blanco, casi transparente que no daba sombra sino luz.
–¿Eres un ángel? –dijo la rata.
La gran ave sonrió.
–No, todos piensan lo mismo, pero no. Soy una gaviota. Escuché tus gritos a lo lejos,
cuando te estabas ahogando, cuando te diste por vencida, cuando renunciaste a tus
sueños.
Hablaba sin abrir el pico y su voz estaba en todos lados. Era una voz de paz y aliento
que reconfortaba más que las aguas del mar.
–Entonces, ¿no estoy muerta? –se sorprendió la rata.
Sin dejar de sonreír y con la mirada llena de compasión, la gaviota le respondió:
–No, claro que no, estás sana y salva.
El arrullo de la presencia de ese ángel maravilloso la transportó a aguas calmas,
donde se mecía suavemente. Su sonrisa no llevaba el estúpido rictus del delfín; era una
sonrisa sutil que apenas podía percibirse con los ojos, pero que calaba hondo en el
espíritu.
–¿Y quién eres tú? –preguntó la rata.
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–Yo soy Juan Salvador Gaviota. ¿Y tú, gracioso animalillo, tú quién eres?
La rata se incorporó e irguió en sus dos patitas posteriores todo lo que pudo; tronaron
sus vértebras y quedó medio torcida. Estaba deformada por tanto golpe y avatar, y
cargaba una gran hinchazón que coronaba su espalda, adornada con finos listones de
sangre. Todo tipo de porquerías se habían incorporado a la piel en las heridas cerradas,
formando un oscuro pellejo de desechos. Las patitas se le habían torcido por las caídas y
la columna vertebral se le descoyuntaba a cada salto. Además de un diente, había dejado
una oreja en las fauces de un tiburón.
–Yo, Óscar, la rata que ha abandonado las cloacas en busca de un sentido para su
vida –dijo, sintiendo los ojos cálidos de Juan que se posaban sobre ella compasivos.
–Esa es una tarea muy ardua, Óscar. La mayoría de animales necesita muchas vidas
para tan sólo empezar el camino que tú ya has emprendido… pero yo te puedo guiar.
La rata quedó emocionada ante tan generosa propuesta. No sabía qué decir, cómo
agradecerle. Este pájaro sagrado había venido del cielo cuando más lo necesitaba, la
había salvado la vida, y ahora le ofrecía guiarla hacia sus sueños. Seguro que ahora todo
lo que había sufrido iría adquiriendo sentido. Pobre delfín, solo, buscando sus sueños sin
rumbo ni brújula. Qué suerte tenía ella de haber sido escogida por la gaviota. Claro, el
mar era como una cloaca interminable plagada de bestias hambrientas y el delfín… el
delfín, una rata de aguas salobres. Por qué querer embarrarse en el fango que reposa
bajo las olas cuando ella podía aspirar a posarse sobre las nubes transformada en ángel.
Qué insensata y ciega había sido al seguir a tan abominable espejismo marino, a tan
decadente gusano atrapado en aguas tan ponzoñosas que ni siquiera se podían beber.
Pobre delfín, engañado por su propia ignorancia y encadenado a los confines de su
miasma sin poder superar sus límites. Qué pena le daba. Ya no le guardaba encono
alguno por su monserga vana.
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–Dígame, maestro, haré lo que diga –más que respuesta le salió una genuflexión, una
humillación pía, un besamanos.
–Primero, rata, tendrás que entender muchas cosas, porque el que emprende un
sueño sin el uso de su comprensión no llegará lejos.
Estas palabras produjeron en la rata un violento espasmo de felicidad: claro, no era
cosa de usar sólo el corazón, lo sabía, había que comprender. La gaviota siguió su
discurso, inmutable.
–Entender qué somos realmente y hacia dónde vamos, comprender al universo, sus
fuerzas y secretos. Convencernos de que las únicas ataduras que nos ligan a estos
límites materiales son nuestros miedos y nuestra estrechez de mente. Todo cuanto
vemos, oímos y sentimos es sólo pensamiento; el espacio y el tiempo no existen sino en
nuestro pensamiento. Somos y no somos, estamos y no estamos. Existimos pero
debemos destruirnos, desaparecer para fundirnos con el universo, ser parte indivisible de
él, una expresión sublime del todo. Todos somos divinos porque formamos parte del gran
ser, pero para tener plena consciencia de ello debemos evolucionar y superar diversas
etapas de pensamiento hasta llegar al estado de perfección. Superar nuestros
pensamientos aprendiendo a meditar, aniquilando las ideas, poniendo nuestras mentes en
blanco, sintonizando nuestro espíritu con el universo. El pensamiento es una energía de
caos que interfiere con nuestros espíritus, los opaca, los individualiza y separa del todo.
Cuando nuestro espíritu se hace libre del pensamiento, nos liberamos con ello de
nuestras limitaciones espaciales y temporales. Yo, por ejemplo, he venido desde otro
tiempo y otro espacio, un tiempo y un espacio muy diferentes a los tuyos, tiempo y
espacio donde no hay límites materiales, lo que ustedes llaman cielo. Pero hay varios
cielos, cada uno con un nivel distinto de perfección. Este, por ejemplo, es un cielo muy
primitivo. Cuando los seres mueren, si han aprendido lo suficiente, se elevan a vidas en
cielos superiores, si no, deben repetir su misma vida nuevamente. Por eso, nuestro
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sentido de vida es aprender sobre el universo y sus secretos, estar en conjunción con el
todo y acercarnos a su perfección.
La rata no pudo oponer resistencia a la elocuente sabiduría de su nuevo compañero.
Ser y no ser, ni verdadero ni falso sino todo lo contrario, estar sin estar, a la vez uno y
todo. Armoniosa negación de todo axioma lógico. ¡La gaviota echó de un plumazo el
principio de no contradicción! ¡Se deshizo por siempre del tercio excluido! La mente de la
rata fue remecida desde su base. ¡Sabias palabras! Cayó de rodillas y lloró. Sus gemidos
agonizaron por buen rato entre los árboles que limitaban la playa. Sus ojos se entornaron
y sus manitas temblorosas asieron las patas peladas de la gaviota para lavarlas con sus
lágrimas y secarlas con lo que le quedaba de piel. Sentía que su llanto la redimía de todos
sus vicios y debilidades. Sentía que su corazón hinchado de dolor quería reventar, salir
volando de su pecho convertido en gaviota. Atragantándose con su llanto hizo un gran
esfuerzo para alzar la mirada hacia ese extraordinario ser enviado por el cielo a
rehabilitarla.
–Entonces, entonces… –se atoraba la rata–. Entonces eres un ángel.
La gaviota le sonrió piadosa, extendiendo sus alas al cielo.
–No, sólo soy alguien que ha venido a compartir sus conocimientos sobre el espíritu
contigo.
La rata continuó besándole las patas, lavándoselas y secándoselas con ahínco. Juan
retrocedió.
–No tienes que hacer eso, rata, ya te he dicho que sólo soy alguien que ha venido a
ayudarte sin pedir nada a cambio –con sus alas la puso de pie y continuó–. Ahora
descansarás de todas las peripecias que has pasado y meditarás toda la noche sobre el
universo y sus secretos. Recuerda, siente las energías positivas fluir por tu ser interior. No
dejes que tus pensamientos interrumpan tu meditación con sus energías negativas,
aléjalos de tu mente.
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Juan le dio la espalda y quedó contemplando el mar y las estrellas, que ya empezaban
a brillar. Se sentó con las patas cruzadas y las alas entrelazadas.
–Siéntate a mi lado y meditemos –le dijo a su nueva amiga.
La rata lo obedeció. Sentada a su lado vio cómo cerraba sus ojos y su respiración se
hacía lenta y pesada hasta casi extinguirse. Vio cómo opacaba a las estrellas con su brillo
y parecía flotar en un aura blanca. Qué maravilloso ese pájaro. Ella sería igual. En
armonía con el universo se volvería una estrella, se tornaría viento y surcaría los cielos
por senderos desconocidos, hasta tierras aún no vistas; se liberaría de su dañado cuerpo
material y su alma volaría libre por el tiempo y el espacio. Cruzó las patitas y entrelazó las
manitas. Cerró los ojos e intentó respirar profundamente como su maestro. Sintió cómo
todas las energías positivas del universo confluían en su espíritu. Se elevó en un aura
blanca hasta los confines de un mundo desconocido. Estaba extenuada. Quedó boca
arriba bajo las estrellas.
Cuando la rata se despertó empezaba a salir el Sol. Esa noche había dormido
profundamente. “Meditar te llena de energías y reconforta el alma”, reflexionaba. “Es algo
que se lo agradeceré a Juan por toda la vida. Es el principio del verdadero camino”, se
dijo y se incorporó ávida de empezar su nuevo entrenamiento.
–Ya estoy lista, maestro, disculpa que sea tan dormilona.
Juan, que parecía haberse quedado dormido en la misma posición en que inició su
meditación, se sobresaltó.
–¿Qué, qué pasa?
–Perdón si lo desperté maestro –dijo, contrita, la rata.
–¡Despertarme! –bostezó Juan–. Nada de despertarme, yo nunca duermo, cuando
llegues a la perfección lo entenderás, yo sólo medito. Dejé mi cuerpo junto a ti para que
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estuvieras en compañía, pero estaba volando por otro lugar, en otro tiempo. La rata quedó
maravillada.
–¿Y yo también podré hacer eso, maestro? –interrogó ansiosa.
–Claro, por supuesto, con mucho entrenamiento lo podrás conseguir.
La gaviota, aún mareada por el prolongado viaje onírico, a duras penas se incorporó y,
tomando unas conchas que yacían cerca a ella, se dirigió al mar y las llenó con agua.
–Siéntate a mi lado mientras me desentumezco con las sales marinas.
Observó largo rato cómo el maestro humectaba una a una sus plumas inmaculadas y
las peinaba con su pico mirando su hermosa figura reflejada en el agua inmóvil de una de
las conchas. Para poder volar hacia el infinito, le explicó, cada una de sus plumas, sin
excepción, debía ser perfecta. La rata quedó extasiada por la belleza de aquel plumaje sin
mancha que era capaz de llevar a la gaviota a mundos superiores.
–¿Puedo tocarlo? –pregunto la rata con timidez.
–Por supuesto, rata amiga, toma –le alcanzó una concha con agua–, con el agua
purificadora del mar sentirás toda la energía.
Y así fue. Mientras lavaba aquellas plumas blancas, la rata cerró los ojos para sentir
su tersura, sutileza y la energía que le recorría todo el cuerpo al contacto con aquel pelaje
propio de un personaje celeste.
–Bueno, ahora empecemos tu entrenamiento; te enseñaré a volar, que es la forma en
la que entrarás en contacto íntimo con el universo. Observa hasta el mínimo detalle de
mis movimientos con sumo cuidado.
La gaviota empezó a elevar sus alas lentamente, mostrándole al detalle cada uno de
los movimientos necesarios para volar. Arriba, abajo, al lado. Extender, flexionar, juntar.
Adelante, al medio, atrás. Una brisa suave ondulaba sus plumas, llenándolas de
imperceptibles partículas de sal que las hacían brillar bajo la luz del Sol. Uno a uno se
iban turnando los destellos que fascinaban a la rata, sumergiéndola en un trance
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hipnótico. Al terminar aquella danza fantástica con una fórmula circular, la rata, alelada,
casi se había ido de sí.
–Estos son los pinitos del vuelo. Lo exclusivamente necesario para poder desplazarte
en el aire. Aunque a eso aún no lo llamaría volar, es lo primero que debes aprender. A la
vez que haces eso, como aún no tienes experiencia, deberás tomar un poco de carrera
para darte un buen impulso.
A duras penas la rata volvió en sí, y, cuando iba a emprender furibunda carrera, Juan
la detuvo.
–Con paciencia, mi querida amiga, con paciencia, todo a su tiempo. Antes de elevarte
por los aires deberás memorizar el correcto movimiento de las alas. Practica tu aleteo ahí,
donde te pueda ver, y siempre ten en cuenta que cualquier ejercicio que realices, hazlo
meditando, pues la meditación es la base de todo aprendizaje trascendental.
Señalándole un montículo cercano a la orilla, el maestro se sentó a meditar. La rata
corrió a la duna, trepó sobre ella, aspiró hasta llenar por completo sus pulmones y
empezó sus ejercicios. Zarandeó sus brazos frenéticamente, sin ton ni son.
–Un momento, rata, detente un momento.
La rata se detuvo ante la sonrisa compasiva de Juan.
–Tómalo con calma, no hay apuro. Empieza por meditar y en tu meditación intenta
recordar al detalle la clase magistral de vuelo que te acabo de impartir.
La rata cerró los ojos y durante largo rato intentó reproducir en su mente los
movimientos de su maestro. Poco a poco su mente fue poniéndose en blanco, sumida en
el lejano murmullo del mar. Los recuerdos y sus imágenes se esfumaron, se sumergió en
lo profundo de su mente, incorporándose a su auténtico ser. Abrió los ojos y sus brazos
se empezaron a mover por sí solos. Lentamente primero, pesados, un poco torpes.
–Muy bien, rata, estamos mejorando. Ahora el movimiento más fluido –aleccionó el
maestro.
54
Las coyunturas de la rata empezaron a crujir. Un concierto de extraños ronquidos
óseos salía de su cuerpo, deformado por los avatares de su accidentada vida reciente.
–Eso es, ahora un poco más rápido.
Intentó aumentar la velocidad de su aleteo, pero el dolor de los huesos se hacía
insoportable. Las coyunturas se atoraban y saltaban, haciéndola retorcerse, quebrarse,
enderezarse.
–Ya casi lo tienes rata, ya casi...
Una oreja le temblaba, algún ojo parecía saltársele, una pierna se retorcía, la boca se
contraía; todo producto del desconcierto de sus coyunturas maltrechas y desordenadas.
–¡Así, así, tú puedes! –la alentaba la gaviota.
El dolor le iba cerrando los caminos y al fin una clara combinación de movimientos
quedó para la posteridad. Retorciéndose como una serpiente acorralada, su cuerpo
terminó por acomodarse a sus múltiples desperfectos.
Una, dos horas. Perdió la noción del tiempo. Estuvo aleteando por largo rato mientras
Juan Salvador le corregía la posición del cuerpo, comentaba sus aleteos, detalles,
minucias, le contaba sobre los otros mundos que había visitado y sus maravillas. Su
cuerpo se había acomodado a aquel concierto de frotaciones óseas. La rata había
elaborado un intrincado estilo de aleteo, en el que coordinaba cada hueso y coyuntura en
un patético baile rengo y saltarín para dejar toda ella de crujir. La voz del maestro se
apagaba lentamente hasta que su espíritu partió en busca de la luz, en un viaje a lo
desconocido a través de la meditación onírica. ¿Dónde estaría ahora?, ¿de qué prodigios
estaría gozando? Los músculos le ardían acalambrados, pero con afán incansable la rata
continuó así, por horas, a baile y brinco rengo, aleteando hasta el límite en que el dolor
desaparece.
Al regresar el espíritu de la gaviota de su viaje astral, fue testigo de un espectáculo
que le sacó el alma del cuerpo. Anonadada quedó, admirada de aquel siniestro animalito
55
tullido que se retorcía en un grotesco calco de vuelo con increíble agilidad. Estuvo
pasmada hasta que por fin reaccionó sacudiendo violentamente su cabeza. La rata estaba
totalmente ida, surcando los aires de su imaginación, un contorsionista disparado por el
impulso de un sueño desquiciado. De pronto un estruendo resonó en toda la playa y la
rata salió de su ensimismamiento. El vientre de Juan exigía ya alimento.
–Dios, ¿qué fue eso? –exclamó alarmada la rata.
–No fue nada, mi querida rata, es que ya es hora de almorzar.
Juan se paró haciéndole una señal con el ala. La rata abandonó el montículo y se
acercó.
–Has practicado intensamente durante horas, rata, eso es muy bueno, muestra tu
temple y tenacidad, pero ahora tienes que reponer tus fuerzas.
La rata, que había escapado del dolor por la intensa concentración a la que se había
sometido, recobrada plenamente la conciencia, y de regreso en la realidad, empezó a
sentir los estragos de tan dura actividad. Los músculos se le empezaron a acalambrar y
sus coyunturas se quejaban por tanta fricción. Aun así, le sobraban ánimos para seguir
trabajando en perfeccionar su técnica de aleteo.
–Te he estado observando desde el tercer nivel celeste –le dijo Juan Salvador–, en
donde anduve hoy ayudando a otra pupila, y te puedo decir con seguridad que lo has
hecho muy bien. Ahora necesitas alimentarte. No es que sea necesario comer cuando
uno llegue a la perfección, pero mientras estemos en este nivel primitivo y terrenal del
espíritu, debemos alimentar el cuerpo al cual estamos encadenados. Ahora descansa,
que debes estar extenuada, pupila mía, reposa mientras yo consigo algún alimento para
ti.
La gaviota alzó vuelo y, tras un breve reconocimiento sobre el mar, se lanzó en picada
unas cuantas veces y regresó con algunos peces todavía retorciéndose en su agonía.
–Comamos, pupila mía –invitó el maestro.
56
Hambrienta, la rata se arrojó sobre los peces que aún se movían. ¡Qué infinita
humildad y bondad la de su maestro! Servirla a ella, una rata miserable, un aprendiz de
gaviota. ¡Qué sabiduría y corazón tan grandes los de aquel ángel hecho ave! Ella no
merecía tal suerte. La gaviota apenas había probado bocado.
–¿Y usted no come, maestro? –preguntó solícita la rata.
–Los seres celestes como yo comemos lo mínimo necesario para mantener en pie
nuestras sutiles encarnaciones.
La rata atacó con avidez los peces y vio cómo, con estas palabras insondables, la
gaviota se sentó y reanudó el ritual de su aseo. Luego de comer, un llanto quebrado
inundó el espíritu de la rata, a quien nadie jamás había tratado de esa manera. Tomando
una concha se abalanzó sobre la gaviota, pero un rugido aterrador retumbó por toda la
playa.
–¡Jamás!
Se erizaron los pelos y aflojaron los esfínteres de la rata, pero nuevamente aquella voz
ventrílocua le arrulló el espíritu.
–Mi querida pupila rata, recuerda que para volar hasta los mundos superiores hay que
mantener la perfección del plumaje. No puedes tocarlo así no más, sin asearte las patas.
Pero era obvio, qué idiota era, qué absurda y minúscula, necia, cómo se le ocurría
siquiera rozar aquella herramienta divina con sus manos, ensuciadas por el terreno acto
de comer.
Cuando el maestro retomó su meditación, roncando a todo pulmón, la rata a duras
penas pudo calmar su llanto emocionado y continuar con sus ejercicios. ¡Qué magnánimo,
qué caritativo, qué noble era su maestro¡ Preocuparse así por un ser tan ínfimo como ella,
una rata de alcantarilla. ¿Cómo podría pagárselo? Cuánto haría para mostrarle su infinito
agradecimiento por haber compartido con ella toda su sabiduría, por encaminarla al
camino de la verdad. Ya sabría su maestro cuánto devoción le profesaba. ¡Qué
57
exaltación, qué felicidad sentía! Por horas practicó sus técnicas de vuelo hasta que la
gaviota regresó de su viaje astral. Entonces, sin esperar a que se recomponga de la
agotadora travesía, corrió a recoger agua con las conchas .
–Maestro, permíteme limpiar tu cuerpo puro –exclamó la rata con devoción. La gaviota
no pareció sorprenderse.
–Así sea, hija mía.
Extendiendo sus alas para que la rata tuviera el privilegio de limpiar cada una de sus
plumas. Al terminar el aseo, la gaviota se incorporó e hizo una finta.
–Ahora voy por peces, para que tu esforzado cuerpo recupere sus energías.
Pero tal perfección no debía ensuciarse con labores mundanas.
–No, maestro, déjeme ir a mí, un espíritu como el suyo no debe perderse en
quehaceres vanos.
–Cuánta razón tienes, querida rata; en este mundo hay muchos seres que, como tú,
necesitan de mi ayuda. Además, ahora que ya estás aprendiendo a aletear, aprenderás
también a pescar. No es que sea necesario comer cuando uno llega a la perfección, pero
mientras estemos en este nivel primitivo y terrenal del espíritu debemos alimentar el
cuerpo al cual estamos encadenados. Además, de ese modo, asumirás mejor tu nueva
condición de gaviota. Así que ahora haremos una prueba de tus habilidades pesqueras.
Tienes diez minutos para traer todo el pescado que puedas.
La rata se dirigió a la orilla y se detuvo. Aún tenía temor a que aparecieran los
tiburones. Recordó además al monstruo de metal con sus enormes tentáculos atrapando
la multitud de peces. Pero se sobrepuso. Recolectó rápidamente algas de la playa, se
construyó una red de tentáculos y se la amarró a la cintura. Había obtenido cierta
experiencia marina en sus peripecias con el delfín. Corrió lo más rápido que pudo hasta el
agua y brincando las primeras líneas de espuma se sumergió para salir deslizándose
sobre las olas hasta pasarlas. Tras ellas algunos pequeños cardúmenes se agitaban
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La Rata, un libro de verdadera autoayuda

  • 1. 1
  • 2. 2
  • 3. 3 Copyright @ 2008 Oscar Freyre Guerrero. Todos los derechos reservados. Está prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o formato, para uso comercial, no así para su distribución gratuita. Cualquier comunicación con el autor, hágase a: ofreyreg@gmail.com
  • 5. 5 "Cíclope, ¿me preguntas mi célebre nombre? Te lo voy a decir, mas dame tú el don de la hospitalidad como me has prometido. Nadie es mi nombre, y Nadie me llaman mi madre y mi padre y todos mis compañeros". La Odisea
  • 6. 6 La fiesta de las ratas Con gran esfuerzo alzó la cabeza y, como muchas noches, desde hacía tanto que ya había perdido la cuenta, la rata contempló la Luna gorda que tanto la hacía soñar, escondida en las sombras de aquella alcantarilla abierta que encontró por error. Pronto le empezó a doler el cuello y, con cierta opresión en el corazón, tuvo que dejar escapar otra noche, otra Luna. Era enana, encorvada y, como para todo cuadrúpedo y rastrero, el cielo y las ilusiones le estaban vedados, sometida a mantener la cerviz baja, la mirada sumisa y el espíritu apagado. Naturalmente constituida para vivir de los desechos, oler las heces, beber los orines y comer toda clase de porquerías que yacieran bajo su nariz. La rata era una sobreviviente. Retrocedió lentamente, sin dejar de ver la Luna, y, como una sombra entre las sombras, se sumergió en su cloaca. Tras ella, acurrucada en la oscuridad, alejada de la luz que se filtraba por la alcantarilla destapada, su amiga no dejaba de temblar. –No deberíamos estar aquí... –dijo su amiga temerosa. –Ah, no pasa nada –alardeó, sin dejarla terminar–. Vamos de una vez si tanto miedo tienes. Se apresuró para no ser descubierta. Nadie podía salir a la superficie, ni asomarse, ni ver lo que existía bajo la Luna. Se decía que había monstruos enormes que las cazaban, las recluían en cárceles y, luego de engordarlas por un tiempo, les inoculaban venenos diversos, o, vivas, les abrían las entrañas para divertirse con ellas. Se decía que, como resultado de estos suplicios, se había visto ratas que, además de su propia cabeza, cargaban a cuestas otra en las espaldas, que no les dejaba de hablar y se devoraba su comida hasta que desfallecían por inanición y morían de locura. Corrió lo más rápido que pudo, saltando escombros y osamentas gigantescas. El camino era muy accidentado, pero ya lo conocía de memoria, y como nadie más que ella
  • 7. 7 había transitado por ahí durante décadas, no se había modificado más que por sus huellas. Sus patitas pequeñas y torcidas casi no tocaban el suelo, y su contextura elástica se adaptaba con increíble facilidad a todos los agujeros y cavidades. Escuchó a lo lejos un sonido sordo, multitudinario, sonido de mar o de viento que ella no conocía, pero que soñaba con vivir. En su mundo subterráneo nada se movía por sí solo; nada más que las ratas y los bichos daban vida a los objetos con su paso presuroso. Se detuvo para calmar la respiración, jadeaba con ritmo frenético, extenuada. A medida que recobraba el aliento, empezaba a escuchar con mayor claridad ese rumor tan familiar: era su cáfila, royendo y cortando los desechos que, nadie sabe cómo, llegaban de la superficie, y que ellas llamaban alimento. Con mucho sigilo se acercó, intentando no ser notada hasta estar en medio del colosal festín. Sabía que era muy grave lo que había hecho y que el castigo sería severo. Había escuchado de ratas que, comidas vivas por la cáfila, desaparecieron en cuestión de segundos en los estómagos satisfechos de algunas de las ansiosas compañeras que habían alcanzado a tragar una que otra pequeña lonja de sus carnes. Decían también que nada dejaban de ellas: ni la piel, ni los dientes, ni las uñas, ni los huesos. Pero a pesar del riesgo de ser devorada hasta la total extinción y de siempre jurarse nunca más volver, desde que vio a la Luna por primera vez, siempre regresó. Al principio transcurrían largos periodos de sufrimiento, asaltada en las noches por imágenes alucinantes, por voces que la llamaban, hasta que no podía resistir el deseo de verla. Luego, más por costumbre que por valor, las incursiones se fueron haciendo más frecuentes. Por último, haciendo caso omiso de su instinto, abatida por el terror y acicateada por el deseo, dejó su suerte al azar. Quién sabe qué ocurrió esa noche. Un paso en falso, una piedra nueva en el camino, un jadeo descuidado, las impredecibles reglas de la fortuna, el inconsciente afán de alardear ante su amiga. Al fin y al cabo, los motivos de la vida son casi siempre inescrutables. –¡Rata! –se oyó un grito.
  • 8. 8 Las ratas tienen una aguda percepción y un gran instinto, buen oído y mejor olfato, sienten las vibraciones del piso y las oscilaciones del viento. –¡Rata! –se oyó otro grito. Cientos de narices infalibles que husmean el aire y nunca perdonan una falta. –¡Rata, rata! –dos, tres gritos. Y no por malicia ni crueldad, sino por necesidad. –¡Rata, rata, rata! Sino sólo por supervivencia. –¡Rata, rata, rata, rata! De pronto eran decenas de ratas en éxtasis enajenado. –¡Rata, rata, rata, rata, rata! Los ahora centenares de chillidos eran el de una sola rata inmensa. El rumor de la especie. –¡Rata, rata, rata, rata, rata, rata! Voz descomunal, ensordecedora. –¡Rata, rata, rata, rata, rata, rata! Le empezaron a temblar las patas y sólo pudo controlarlas ajustando fuertemente su vientre; tuvo incontinentes ganas de defecar, pero ajustó el ano; los ojos empezaron a desorbitársele y entonces se erizó, inhaló aire, llenó sus pulmones y, con furia inusitada hasta para ella, empezó a chillar con más fuerza que ninguna. –¡Rata, rata, rata, rata, rata, rata, rata! Apuntando con la nariz a su joven e inexperta amiga que, por azar y para su buena fortuna, había quedado inmóvil y confundida, sin entender aún lo que sucedía. –¡Rata, rata, rata, rata, rata, rata, rata! Sin perder un segundo, la rata, enajenada en la multitud, una rata más entre las ratas, una sola todas, se lanzó sobre su compañera y le arrancó el hocico de un mordisco. Esta,
  • 9. 9 sorprendida, no atinó a nada, sólo escuchaba a lo lejos el fragor, y adivinaba miles de caras de ratas frenéticas, furibundas. Y mientras la joven compañera miraba a la rata con tristeza, antes de ser arrancados, sus ojos parecieron preguntarle desconsolada ¿por qué tú? Pero no había tiempo que perder, era cuestión de vida o muerte, y siguió royéndola hasta los huesos como una mínima parte, insignificante, de la gigantesca rata engendrada del miedo y la rabia mientras el corazón se le encogía de dolor y desprecio por su propia cobardía. Con tal voracidad se atragantó la canalla de su amiga, que ni una gota de sangre pudo encontrar su libertad fugándose a través de los poros del suelo, o mezclándose con la corriente de orines y emociones que surcaban las tierras del olvido. Al final, nada; nada de esa fiesta para el recuerdo, sólo su vientre saciado y dichoso. Lo que restó de la noche la rata no tuvo atisbo de sueño. Recordar a su joven compañera, muerta por su culpa, le rompía el corazón. Es terrible, pero una rata no puede oponerse a su instinto de supervivencia. El miedo la paraliza, le confunde el entendimiento y toda su mente y pensamiento se concentran en no morir, en seguir viviendo, y la hace capaz de traicionar a sus propios amigos. Tampoco pudo consolarse con la marina frescura de sus propias lágrimas, pues no debía levantar sospechas. Anegada de dolor y martirizada por el cansancio, llegó el amanecer sin poder concilliar el sueño, porque en tal estado se encontraba su alma que no se permitía conciliaciones. Finalmente fue derrotada por el agotamiento. Pero poco duró su descanso. Había que amanecer con todas las demás, y hacer primero lo que todas las ratas hacen al despertar: gruñir, babear, darse pellizcos con los dientes, amontonarse sin sentido, apachurrarse, olisquearse, gruñirse, chillarse, roer y roer. Esa era la vida de la rata. Sentía que los días huían de ella como los bichos que perseguía, como el agua de los desagües; y como las carnes de su compañera devorada desaparecieran, eran los dientes de un tiempo que inflexible devoraba su vida. Durante todo el día no dejó de pensar en su amiga. ¿Y si no la hubiese traicionado? Ahora
  • 10. 10 también ella estaría muerta. Pero ¿acaso no era ella la que la había obligado a ir, no era ella la que soñaba con la Luna y su mundo? Cerca estuvo de confesar, pero el tiempo le ganó nuevamente la partida y la noche llegó. Deambuló durante horas por su fétido laberinto subterráneo hasta que, sin saber cómo ni por qué, se encontró en el pequeño recinto secreto, el pasaje al mundo lunar, como ella se refería a él cuando estaba con su amiga. Venía a su mente su gesto sorprendido, su carita triste. Recordaba en su mirada una gran sorpresa, y la pregunta silenciosa ¿por qué tú? Evocó sus años de infancia, cuando a escondidas compartían sus intimidades, y ella, que era la mayor, le enseñaba a su amiguita los secretos del rastreo de aguas podridas en qué solazarse, de los olores hediondos, los lugares recónditos de las miasmas, la persecución de bichos. Ocultas edificaban una amistad con esmero, prohibida por las leyes de la cáfila, pues sólo aquellas actividades concernientes a unificar al grupo y fortalecer el tumulto se podían ejercer.
  • 11. 11 La Luna De pronto un intenso resplandor la hizo volver en sí. No podía ver nada, sólo la fuerte luz blanca que la cegaba. Mareada, casi perdió el conocimiento. Cerró los ojos, pero el resplandor seguía ahí. Apretó los párpados para protegerse de la luz, pero nada, persistía. Opuso sus manos y no fue suficiente. Al fin, bajó la mirada y, al abrir sus ojos, vio sus manos blancas, luminosas; vio sus patitas que brillaban con intensidad, vio su pequeño vientre bañado en plata. –¡Estoy ciega! Entonces se vio lejos del suelo. Estaba erguida, parada en sus dos patas posteriores, con la cabeza en alto. Alzó la mirada nuevamente y recuperó la visión. Ahora, su nariz y sus ojos se convirtieron en tres estrellas que resplandecían sobre las aceras, donde refulgía la Luna, ahora sí hermanada con ella. Se sentía no una estrella fugaz, sino una constelación en busca de su destino, inmensa, noble, en armonía con el universo y dispuesta a todo. Ya no era más una rata entre las ratas, ya no era parte de una grey; empezaba a existir por sí misma, había abandonado su cáfila para ser única e indivisible; lucharía por sus sueños como nadie lo había hecho antes, cortaría sus cadenas con filo veloz y agudo, destazaría al miedo y arrojaría de sus entrañas todos sus temores. Necesitaba un nombre, y lo tenía, se llamaría Óscar, que en alemán significa “la lanza de los dioses”. Las nubes avanzaron y taparon a la Luna, y la rata por primera vez quedó totalmente sola. La esperó por largo tiempo, ahí, parada en la oscuridad, con la cabeza en alto, intentando encontrarla entre las nubes, llamándola con su voz chillona, tratando de ganarle al viento, que empezaba a silbar fuerte. La noche comenzó a enfriar y los murmullos de la oscuridad congelaron su alma. Tuvo miedo, y mucho. Cruzó los brazos entumecidos, se encorvó, pegó el mentón al pecho, bajó la mirada. Ya no brillaba, estaba nuevamente gris. Y la tierra, con su boca abierta, parecía susurrarle que regrese a sus
  • 12. 12 entrañas. Le pesó mucho la cabeza. Se encorvó más y más, hasta que sus patitas delanteras casi tocaron el suelo. Miró abajo, a la alcantarilla, a su mundo oscuro de desperdicios y heces. Pero entonces se incorporó de golpe. No, sus patitas delanteras jamás tocarían el suelo nuevamente para andar. Jamás se arrastraría de nuevo, encorvada y temerosa por ese mundo hediondo; sólo así la muerte de su amiga no habría sido en vano y quizá algún día se podría perdonar. Ese mundo ya no era suyo, ahora era a este, al mundo de la Luna, al que pertenecía. El viento se calmó y las nubes se marcharon. La Luna blanca le sonrió nuevamente. Miró por última vez la alcantarilla abierta y se despidió de la cloaca y de la cáfila. Había sido un día muy intenso y triste, aunque sentía haber vuelto a nacer. Demasiado cansada ya, encontró refugio y por fin logró reconciliarse con el sueño.
  • 13. 13 El Sol Al día siguiente, cuando la rata despertó, ocurrió un fenómeno extraño y desconocido. Fue cegada por una enorme bola de fuego dorado, una esfera ígnea gigantesca. Fue raro; en lugar de acobardarse, se sintió reconfortada, acogida por un calor que la llenaba de energías. –¡Luna, Luna! La Luna parecía haberse convertido en fuego para calentarla, para abolir el frío que sentía, para iluminar su mundo y permitirle ver con toda claridad su camino y la belleza de todo cuanto la rodeaba. Aturdida, dando vueltas, tardó algunas horas en recuperar la visión, y aun entonces no totalmente. La rata había vivido en la oscuridad del subsuelo tanto tiempo que no estaba acostumbrada a esa intensa claridad. En la cloaca todo era oscuridad, tinieblas y frío. Para entrar en calor había que tiritar y para ver había que oler, oír y palpar. Todo se veía tan brillante que apenas podía mantener sus ojos abiertos. De cada objeto emanaba un resplandor amarillo y todos parecían arder. A medida que pasaba el tiempo aparecían nuevos colores y los anteriores se intensificaban. Ella nunca había visto los colores. En su mundo todo era gris, y la única luz que había visto, al final de su residencia en los vertederos, era la de su hermana Luna, que la protegía. Vio el rojo de las rosas, el azul del cielo; vio el verde claro de las hojas de los helechos, y el verde oscuro de los geranios. Vio también toda la gama de marrones de los troncos de los árboles y los vio a estos, gigantes y fuertes, y quedó impresionada de su nobleza. –¡Luna! –dijo expectante. La volvió a llamar mientras seguía admirada por todo cuanto resplandecía. Le respondió una voz poderosa, como si entonara un himno solemne ante el cual se encorvó y, pasmada de terror, sus manitas tocaron el suelo y transformáronse en patas torcidas, con las cuales corrió a toda velocidad a refugiarse.
  • 14. 14 –Hermana rata. Resonó la voz poderosa, haciéndole temblar hasta los huesos. –Buenos días, hermana rata; ya amaneció, y como eres nueva aquí, he venido a saludarte. Aunque la voz era amable, su fuerza, su eco poderoso la llenaban de pánico. –No me tengas miedo, hermana Rata, que ningún mal te voy a hacer. Ven, quiero conocerte, sal de tu escondrijo. Más por el miedo que por el tono cálido y protector de estas palabras, la rata salió. Primero asomó la punta de su nariz, atreviéndose apenas a olfatear, luego apareció lentamente, encorvada, reducida y diminuta, levemente tullida, hasta que emergió de su escondrijo. Y mientras ese Dios incandescente la observaba y ella sentía su calor, el terror la había paralizado tanto que sólo atinaba a doblarse más sobre sí misma y permanecer inmóvil, en sus cuatro patas, sin despegar la mirada de un punto fijo en el suelo. –Por qué me llamaste Luna? ¿Acaso no sabes quién soy? Yo soy el Sol. Alimento a las plantas con mi luz y soy el regazo que refugia a todos del frío. Soy más grande que la Tierra y estoy más arriba que la Luna. Tiño al mundo de colores y hago que todos los puedan ver. Soy la protección y guardia de todo ser viviente; soy el día, soy la vigilia, el quehacer. En suma, soy la vida. Al escuchar esto, la rata quedó admirada y se atrevió a preguntar tímidamente: –¿Y entonces por qué nunca supe de ti? El Sol le sonrió y ella sintió su calidez. –Hermana rata, tú siempre has vivido en las cloacas, en las entrañas de la Tierra. Nunca viste la luz del día, que es mi luz, ni sentiste la calidez de mi calor, que es el refugio y protección de todos.
  • 15. 15 Entonces, la rata alzó la mirada y lo vio, inmenso, en lo más alto del cielo, en medio de un resplandor infinito que se extendía por todo el horizonte, hasta llegar más allá de la vista y los sentidos, habitar en todos lados, ocupar todos los espacios sin quitárselos a nadie, haciéndolos cálidos para todos, de una luz tan intensa que apenas si podía mirarlo. –¿Si todo esto a lo que llaman día eres tú, qué es la oscuridad que yo veía desde mi alcantarilla? –Esa es la noche, el mundo de la hermana Luna. La región incierta de la penumbra, del sueño, del frío y las tinieblas, el mundo de los ciegos, sin color, sin refugio, del embuste y la perfidia, la tierra de la emboscada y la traición. El lugar donde residen los rastreros, los olvidados. Esa es la puñalada trapera, la zancadilla artera, la palabra engañosa, donde nada se ve como es ni se hace como se debe. El mundo del desperdicio y del desecho. Donde el miasma inunda las almas, la rapiña debilita las voluntades, el terror extingue al individuo y la cáfila reina. Al oír estas palabras, la rata se incorporó, se irguió en sus dos patitas traseras e, inflando su pecho, alzó las manos hacia el Sol. –Oh, hermano Sol, yo no te conocía; tienes toda la razón, eres muy sabio. Yo he estado ahí, es horrible. No hay día y sólo hay noche. No hay color y todo es gris. No tenemos el amparo de tu regazo ni la calidez de tu amable fuego. El miedo es lo que respiramos y la cáfila gobierna sólo para que ninguna de nosotras pueda existir. Vivimos para comer lo que otros botan sin oler otra cosa que no sea pestilencia. Contigo siento el calor de tu mirada, todo está lleno de luz y de colores. Delineas claramente las formas evitando el engaño y distinguiendo lo hermoso de lo feo, lo bueno de lo malo. ¿Sabes?, yo nunca he pertenecido en realidad a ese mundo de oscuridad e insania, por eso siempre intenté escapar, pero era sumamente peligroso. Al fin luché con todas mis fuerzas y lo logré, aunque en el intento perdí a una buena amiga. Ese mundo es pérfido y cruel como quien lo gobierna: La Luna que nos congela con su débil resplandor, que
  • 16. 16 confunde nuestras miradas. La maldigo a ella y a su mundo por haberme mantenido apresada tanto tiempo. –Veo que eres una de nosotros, rata; entonces debes tener un nombre, porque todos los que no pertenecemos a una cáfila tenemos uno. La rata dudó un momento, masculló algo ininteligible y luego, irguiéndose aún más y estirando el cuello, le contestó casi gritando: –¡Óscar, me llamo Óscar! –Es un buen nombre, Óscar; es un nombre para la guerra ¿Contra quién vas a luchar? La rata se mantuvo pensativa por un momento. –Aún no lo sé, no sé contra quién, pero sé para qué. Voy a luchar para encontrar mi sentido en esta vida y realizar todos mis sueños. –Me parece muy bien, rata, ¿y cuáles son esos sueños? –Todavía no los descubro, pero debe haber alguno. Todos tenemos un sentido, una razón por la cual existimos, eso creo; y esa razón, ese motivo, es el sustento de todos los sueños. –Y tú quieres encontrar tu utilidad en esta vida. –Exacto, y entonces tendré un sueño y haré todo, hasta morir, para realizarlo. –Te felicito, rata, eres muy valiente, y estoy seguro de que tendrás éxito. Ahora te tengo que dejar, mi mundo es vasto y de todo él me tengo que ocupar. Pero antes te bañaré en oro para reluzcas como yo, para que tu brillo aturda a tus enemigos y encandile a tus adeptos. Diciendo esto, la irradió con su poderosa luz y ella recibió su energía. Pero cuando el Sol ya se había ido, aunque estaba en todos lados, ya no estaba con ella. Sintió un enorme dolor. Un dolor que aumentaba a cada instante, que se iba extendiendo por todo su cuerpo. Se miro las manitas, la panza, las pequeñas patas, los hombros delgados, y más que bañada en oro parecía burdo hierro levemente enrojecido. Sentía en la piel un ardor desconocido. Creyó que hasta las entrañas le ardían. Empezó a dar pequeños
  • 17. 17 saltos presa de una creciente desesperación y emprendió una corrida tan veloz que parecía volar. Iba y venía, sin decidirse a ir a algún lado. ¿Y qué haría ahora? ¿Qué era esta sensación que tomaba su cuerpo? Pensó en su amiga, que había muerto por ella y en medio de su tribulación le pidió perdón. Extrañó el frescor de la Luna y su fría luz que por tanto tiempo la alegró; extrañó el generoso baño de plata con el que fue forjada alguna vez, sus primeros pasos sobre el asfalto frío de la noche. Extrañó también a su cáfila, que la protegía y calentaba, que le lamería las llagas, curaría las heridas, calmaría el dolor y le prodigaría compañía. Aunque ya poco tiempo le quedaba, se prometió nunca más traicionar a sus amigos, ni renegar de ellos como hasta entonces lo había hecho tantas veces. Cayó de rodillas y, sollozando, llamó a la Luna.
  • 18. 18 El delfín Iba dando tumbos y traspiés cuando sintió el estómago en la boca y el alma se le escapó del cuerpo. Miró hacia abajo: el piso había desaparecido, estaba cayendo, se había arrodillado en el abismo. Se sintió sola. Sin Luna, sin cáfila, abandonada, y se preparó para morir. Repentinamente un estallido y se hundió en una corriente pestilente y cenagosa que la empujaba y a la cual no podía oponerse. Se sumergió por unos segundos que se hicieron eternos. Y aunque se atragantó un poco, no fue demasiado. Pronto estaba flotando, agotada, sin saber a dónde había ido a parar. Sólo sabía que algo la empujaba hacia delante. Se sintió de nuevo en la cáfila por la intensidad del pestilente olor, arrastrada por una corriente invisible, aunque a veces se daba de golpes con lo que parecían dos paredes, a su derecha e izquierda, pero igual marchaba velozmente hacia no sabía dónde. Hasta que pronto se vio en medio de agua, tanta, que se perdía en el horizonte, tanta, que sus ondas parecían montañas. Nunca había probado agua salada, tanto, que no se podía beber. Sin embargo, esa gigantesca masa de agua le calmaba el ardor de su oscura piel quemada por el Sol, la arrullaba con su menear, la consolaba con su respiración prolongada. Era el agua más limpia que jamás había visto. No era como el agua de las cloacas, espesa y opaca. Su olor fresco la reconfortaba y en su liviandad se sentía ingrávida. A lo lejos, largas ondulaciones se extendían y movían con coreografía sincronizada, hasta terminar en tubos de agua que se sumergían en sí mismos. El agua amable la condujo suavemente mientras ella se dejaba envolver extasiada. Después, cuando la rata tocó suelo, aún seguía hipnotizada por la belleza del mar. Alrededor de ella, larguísimas líneas ondulantes de espuma muy blanca la acompañaron hasta la orilla, diluyéndose en la arenosa orilla. Atrás quedaron sus huellas, que iban siendo devoradas por el agua con paciencia. La tierra era tan blanda y fina que por un instante creyó estar recorriendo la piel de algún animal enorme. Se sentía tan agotada
  • 19. 19 que se tendió en el límite del agua, sobre esa piel húmeda que tomó la forma de su cuerpo, y quedó dormida. Cuando despertó, la marea había subido y la rata, casi flotando, se sintió sobre nubes tibias. El agua cálida de la tarde la reconfortó, y el cielo, que empezaba a ofrecer sus múltiples colores, la llenó de esperanzas. Contempló el horizonte largo rato, viendo cómo el Sol se sumergía en la gran masa de agua que parecía extinguir su fuego poco a poco. De pronto se asustó. El Sol se estaba ahogando en la inmensidad acuática, echando vapores de colores que se perdían a lo lejos, tiñendo el cielo con su sangre. Se incorporó súbitamente; el agua le llegaba a la panza. Veía con desesperación cómo el Sol estaba muriendo, y con él morirían los colores de las cosas, se difuminarían los contornos en la oscuridad y se confundiría lo bello con lo feo, lo bueno con lo malo. Vio cómo el agua se enfurecía y cómo las ondas, antes sincronizadas en una hermosa danza, ahora conformaban un caos frenético y agresivo. Escuchó ahora la respiración violenta y entrecortada del agua. Y en medio de toda esa barahúnda, divisó un gran animal que surcaba el mar con despreocupada alegría, jugueteando en el fin del mundo, y se acercaba a ella. Temerosa, retrocedió hasta la orilla. El animal se detuvo a unos metros de la rata y asomó la cabeza. Era grande, lustroso y por su expresión parecía siempre sonreír. Con voz juguetona le dijo: –Hola, amiga, ¿tú quién eres? Ella se paró, se limpió la tierra en el agua y le respondió con preguntas. –¿Cómo puedes estar tan tranquilo? ¿No ves que el Sol se ahoga, y con él la luz que tiñe al mundo de colores, y el calor que nos abraza, y la claridad para el correcto discernir? Aquel extraño animal, más grande y hermoso de lo que ella creyó distinguir a lo lejos, quedó confundido por su reproche.
  • 20. 20 –¿Qué el sol se ahoga? ¿Cómo puede ser? ¿Dónde? –le preguntó buscando la tragedia en el horizonte. –¿Que no lo ves? ¿No ves cómo tiñe el cielo de rojo con su sangre? ¿No ves el humo gris que poco a poco va invadiendo el horizonte? El extraño entendió; aquel gracioso animalillo nunca había estado en el mar. Sonriendo le respondió: –No, amiga, no te alarmes; ni el Sol se ahoga ni se acaba el mundo. –Y entonces toda esa agua en la que se está hundiendo... –Esa agua, como tú la llamas, tiene un nombre, es el mar. Y el Sol no se está ahogando, sólo va a tomar una siesta. También él necesita descansar. La rata, un poco más tranquila, quedó en silencio por un rato, viendo hacia el horizonte, pensativa. –¿Y las aguas, que antes bailaban tranquilas y ahora saltan con violencia? –Es el mar, que se prepara para el frío de la noche; él también quiere calentarse. La rata estaba sorprendida. El mar, el Sol y ahora este extraordinario animal que parecía saberlo todo. Agobiada por muchas interrogantes, pero mucho más tranquila, la rata se sentó en la tierra y, contemplando el sueño del Sol, preguntó: –¿Y dónde duerme el Sol? –El Sol duerme muy lejos, nadie sabe dónde, en el ocaso. –¿Y el mar se molesta por eso? –No, ya te he dicho, no está molesto, sólo se calienta. –¿Y esta tierra tan suave? –Esta tierra es la arena, y es donde descansa el mar. –¿Y esas aves que vuelan bajo el agua? –No son aves, se llaman peces, y no vuelan, nadan.
  • 21. 21 –¿Y esas ondas de agua que vi en la mañana, esas que luego formaban tubos y avanzaban hasta hundirse? –Esas son las olas; es el regalo más hermoso del mar, mi sueño. Al escucharlo hablar sobre su sueño, la rata se irguió y redobló su atención. Él ya tenía un sueño, eso que ella tanto anhelaba. El momento que vivía era tan hermoso, algo que nunca había experimentado. –Tú pareces saber mucho sobre el Mar. –Por supuesto, este es mi mundo, yo vivo aquí. Mi nombre es Daniel, y soy un delfín. ¿Cuál es tu nombre? –El mío es Óscar y soy una rata. Me he escapado de las entrañas de la Tierra en busca de un sueño. La eterna sonrisa del delfín pareció curvarse aún más. –¡Es maravilloso, Óscar, maravilloso encontrar a alguien en busca de un sueño! –Cuéntame del tuyo, ¿lo encontraste? Entonces, Daniel se sentó junto a la rata y, abrazándola por el hombro, contemplando ambos el horizonte carmesí, empezó su relato. –Por mucho tiempo, como tú, yo viví con mi manada. Y como tú, vivía bajo sus reglas, las cuales no admitían diferencias ni para los sueños. La vida era pescar para comer y comer para pescar. Así transcurrían los días, y con ellos los años, y con los años la vida se iba perdiendo en el horizonte arrastrada por cada marea. Pero yo siempre tuve un sueño, desde muy pequeño. Mi sueño era salir de mi atolón en busca de la ola perfecta. Por mucho tiempo estuve practicando mis técnicas para deslizarme por las olas y entrar en perfecta armonía con el mar. Poco a poco mis amigos me fueron abandonando. Dedicados únicamente a la pesca, con sus sueños perdidos u olvidados, siempre desaprobaron mi búsqueda. Llegó un día, entonces, en el que decidí marchar, sin decir nada a nadie, en busca de mi sueño.
  • 22. 22 –¿Y no tuviste miedo? –interrumpió la rata, intrigada por el relato de Daniel. –Claro que lo tuve, y mucho. Pero ya no podía dar marcha atrás, no viviría más una vida sin sentido, esclavizada por la necesidad y la rutina. Decidí que dedicaría, desde entonces, todos mis días a la búsqueda de mi sueño, porque los sueños han sido hechos para volverse realidad. Mientras más prestaba oídos a los pensamientos de Daniel, más reconocía la rata, en el Delfín, la profunda sabiduría de quien había tenido la magnífica experiencia de llevar a cabo su sueño. –Muchas aguas transité y distancias recorrí. Vi muchas cosas extrañas y nuevos animales. Al fin, entendí que no debía temer a lo desconocido, porque cuando deseas algo con todo tu corazón, nada puede impedir que lo consigas, salvo tus temores. La rata, emocionada, no pudo contenerse y ya estaba parada, saltando, brincando de entusiasmo, aplaudiendo con sus manitas las sabias palabras del delfín, haciendo hurras y gritando barras. Este Daniel era un gran tipo, un sabio que le enseñaría cómo realizar su sueño. Viejo amigo, viejo sabio, se dijo la rata, este Daniel sí que sabe vivir. –Al fin, después de mucho buscar, y no sin correr muchos riesgos y vencer tantos peligros, llegué a un mar donde, más allá de la orilla, tierra adentro, refulgían pequeñas lucecitas dispuestas desordenadamente. Fue allí donde encontré la ola perfecta. –¿Y por qué la abandonaste? –preguntó la rata desconcertada. –Porque decidí regresar a mi atolón para alentar a mis compañeros a que busquen sus sueños. Vaya con este Daniel, si no sólo es sabio, sino también bondadoso y pródigo, pensó Óscar. –Pero eso sí, Óscar, no conseguirás tus sueños si no escuchas a tu corazón. –¿Y cómo haré para escucharlo? –Sólo sigue tu sueño con todo esmero y llegará un momento en que tu corazón te
  • 23. 23 hablará. La rata ya no podía más con su alegría y, desatada de entusiasmo, empezó a entrar en el mar, a sumergirse en clavado, a perseguir a las olas, deslizarse sobre ellas, hacer mil piruetas, saltar por los aires hasta tocar el cielo, seguir los pasos de su mentor. –¡Espera, Óscar, con calma, tenemos mucho tiempo! Primero debes descansar; estarás agotada luego de tu larga travesía y de todas las cosas nuevas que has conocido hoy. La rata se calmo, lo miró de aleta a hocico admirada. Qué animal tan noble y sabio era el delfín. Daniel le devolvió una mirada comprensiva y paciente, la mirada de un sabio. –Hoy descansaremos. Mañana nos espera un arduo día. Hay que ser pacientes. La rata asintió, como lo hacen los buenos pupilos, y se dispuso a compartir con el mar aquel suave lecho de piel llamado arena, que era donde empezaba a nacer por primera vez su sueño. No apareció la Luna para importunar su reposo con palabras vanas, ni su compañera muerta inquietó su corazón. En el cielo negro sólo parpadeaban minúsculas estrellas cuyo brillo no era sometido por el presuntuoso resplandor de la Luna. El viento, si bien era fresco, no enfriaba, y la arena tibia que le había regalado el Sol le daba abrigo. El mar se había calmado y con voz suave y tranquila la arrulló hasta que sus ojos se cerraron. Esa noche durmió bien. –¡Óscar! –escuchó la rata en sueños; una voz lo llamaba a lo lejos, desde la bruma. –¡Óscar, Óscar! La rata soñó que caía nuevamente hasta terminar en la corriente pestilente y se despertó de un salto. A lo lejos vio a Daniel, que le había lanzado agua de un coletazo. Era muy temprano y apenas había amanecido. Buscó al Sol en el horizonte, no lo encontró. El cielo estaba teñido ahora con una gama continua de azules que se aclaraba
  • 24. 24 hacia lo alto hasta brillar en un resplandor amarillo, casi blanco. Bostezó e instintivamente empezó a girar en busca del Sol. Del lado opuesto del mar, tras las montañas, asomaba el Sol apenas, como un bostezo, tras el cielo incandescente, desplegando sus millones de finos tentáculos, casi blancos, sobre los picos luminosos de los cerros, que parecían querer estallar. Absorta quedó la rata al ver tal despliegue de belleza. Y con los brazos extendidos, sintiendo el cálido abrazo solar, se dijo: así se despereza el Sol. –¡Óscar! –le dijo Daniel. Salió la rata de su ensimismamiento y saludó a Daniel, haciéndole señas para que se acerque a ella. –Vamos, ven conmigo a correr olas, te enseñaré. La rata no podía más con su felicidad. Y dando brincos de alegría se empezó a hundir en el mar. A lo lejos se podía ver las grandes paredes de agua avanzando sincronizadamente, formando cilindros verdosos, cerrándose en largas barbas blancas y burbujeantes que se extendían a todo lo largo del atolón, creando una trama de cintas sinuosas, un ejército de espuma. Mientras la rata veía a Daniel atravesar las barreras blancas como una lanza, dando brincos y piruetas, ella luchaba por mantener la respiración y tragar la menor cantidad de agua posible, moviendo desesperadamente sus patitas para poder remontar la espuma. Pero el agua se escurría entre sus dedos y la corriente le empezaba a ganar la partida. La rata no se desanimó. Estaba demasiado entusiasmada para echar su sueño por la borda ante la primera dificultad y le imprimió más fuerza a su desesperado pataleo. Más y más hasta que realmente se sintió surcar los mares como un delfín. Soy un delfín, soy un delfín, chillaba atorándose mientras tragaba enormes cantidades de agua. Ahora su pataleo era un frenesí que la llevaba al borde del delirio. Daniel, Daniel, mírame, soy un delfín, soy un delfín, mientras su panza no dejaba de hincharse hasta casi reventar. Pero Daniel no la escuchaba, demasiado ensimismado como estaba jugueteando con las olas.
  • 25. 25 Pero la escuchó un tramboyo que pasaba por ahí con su cardumen y avisó a sus compañeros, quienes quedaron atónitos ante tan insólito espectáculo. Un erizo alargado y de piel parda chapaleaba desesperado, levantando tanta espuma que más parecía un bote a punto de naufragar, y más que avanzar retrocedía. La risa fue unánime. “Este erizo es increíble, sí que tiene talento, se decían los tramboyos”. “Daniel”, gritaba entre gárgaras, “Daniel, soy un delfín”. Y el auditorio marino no paraba de ovacionar, tomados por la risa. El arduo desempeño de la rata tuvo un final accidentado: a punto de reventar por lo hinchada, vio acercarse velozmente un inmenso muro de agua coronado por un ejército de soldados de espuma que se cernió sobre ella, machacándola, haciéndola rodar, lanzándola por el aire, estrellándola contra el fondo marino y, por fin, revolcándola contra la arena hasta dejarla desmadejada sobre la playa. Sin embargo, pronto llegó otro ejército de espuma para levarla y arrastrarla algunos metros mar adentro, repitiéndose entonces la violenta rutina de machacones, rodaderas, lanzamientos aéreos, estrellones y revolcones. Así anduvo la rata, en tal indisposición y trámite, durante algún rato, hasta que, pareciera que harto el mar de cebarse en ella, la arrastró hasta el fondo y, como estocada final, la alzó y acabó estrellándola en la arena de la playa. La rata, casi muerta, tosía convulsa y lívida mientras vomitaba y echaba tanta agua que parecía haberse agujereado. Tirada sobre la arena, oyó a lo lejos a los tramboyos que celebraban su desgracia y, ahítos de risa, le lanzaban hilarantes diatribas. Por fin se fueron y la rata quedó sola. Tirada bajo el Sol que laceraba su piel y la sal que martirizaba su carne, ya no le importó nada; por primera vez, la rata deseó morir. Para qué tantos sueños, para qué tantas convicciones y sacrificios, si al final siempre iba a terminar de hazmerreír, siempre obtendría sólo burlas y desprecio. Tal vez ella era una rata y sólo eso. Qué ridícula, qué necia, qué seso achicharrado, se dijo. Ser un delfín, pensó soltando una carcajada hecha lamento, un delfín, mientras se atragantaba con sus lágrimas, que a pesar de tanta sal
  • 26. 26 eran muy amargas; un delfín, quiso reír cuando sólo le salía llanto. Y, tirada boca arriba, vio con tristeza sus manitas acalambradas por el esfuerzo, su pancita hinchada por el mar y su alma hecha añicos. Nunca se había sentido tan ridícula, tan minúscula, insignificante. Deseó perderse en el mar hasta ahogarse en sus aguas, pero ya estaba muy cansada. Miró hacia lo alto al Sol que la cegaba, y sin tener ya más fuerzas sus ojos se cerraron. Pero despertó. Estaba flotando, arrullada por las aguas mansas de la orilla, acariciada por la espuma, bajo la tenue luz del alba. Las heridas del día anterior habían cerrado y sus músculos habían sido tonificados por el agua salada. Desde la lejanía la adormecía el ronquido sereno del mar. Sintió el contacto de una piel lisa pero cálida que la reconfortó. Vio sobre ella unos ojos pequeños y amables y un gesto que parecía siempre sonreír. Incluso con el corazón embargado de aflicción, quiso darle una sonrisa que nunca salió. Era su amigo, Daniel, que no la había abandonado. Se le oprimió el corazón aún más por la alegría generosa de poseer un buen amigo, un amigo sincero. Entonces, recordó lo sucedido el día anterior; recordó la espuma, su pataleo frenético, su ridícula esperanza de ser un delfín, sus gritos de triunfo mientras en realidad estaba construyendo su derrota, los tramboyos, el ridículo. Sintió vergüenza y lástima por sí misma. Miró a su amigo con melancolía y le susurró un perdón, una disculpa. Pero él no pareció escucharlo. –¡A levantarse! –le dijo con entusiasmo, como si nada hubiera pasado, como si el día anterior no hubiera recibido la peor humillación de su vida–. Vamos, vamos, que ayer no fue un buen día para mi pupila y hoy hay que recuperar el tiempo perdido. La ayudó a incorporarse. Le sorprendió sentirse tan bien. Aunque estaba lacerada y llena de cicatrices y cayos, sentía haberse recuperado bien durante la noche. –Ayer recibiste una verdadera golpiza. Nunca había visto algo así, y que se sobreviviera para contarlo. Te felicito, has demostrado una fortaleza sin precedentes. Vas a ser una estupenda alumna.
  • 27. 27 Al oír esto, la rata se entusiasmó mucho, recobró sus ganas de vivir. Estas mágicas palabras le habían devuelto el deseo de soñar y las fuerzas para realizar todos sus anhelos. Sin duda, Daniel era un verdadero maestro, todo un soñador. –¿De verdad piensas eso? –le dijo. Por supuesto, mi querida rata. Ayer fuiste vapuleada por las olas, pisoteada por el mar, estrellada contra el fondo una y mil veces, revolcada en la arena, inflada y desinflada, retorcida, maltratada de toda forma imaginable, arrojada en un verdadero portento de lanzamiento hasta quedar incrustada en la arena. Cosa maravillosa que yo nunca había visto realizar, y menos aún sobrevivir para contarlo. Si a eso no le llamas un milagro, o un don extraordinario, la verdad no sé qué es. Tú sí que estás hecha para el mar pupila mía. Ya nada de él podrá dañarte. Estas palabras insuflaron un fervor casi religioso en la rata por su nuevo amigo. Óscar quedó admirado de esa paradoja de la vida, de cómo aquello que para ella había sido un terrible maltrato era un portento de la naturaleza en la mirada de Daniel. Y aunque quedó un tanto confundida por no entender del todo las palabras de su amigo y mentor, estaba convencida de la razón que las asistía, y quedó perpleja ante el poder de tal sabiduría, que era capaz de encontrar beneficio en la contrariedad y el escollo. Le quedó como lección no dejarse engañar por la peor paliza, detrás de la cual podría hallarse tal vez el mayor don. –Es verdad, maestro, no me había dado cuenta –afirmó, devota, la rata. –Es verdad, amiga rata, pero para eso estoy aquí, para ayudarte en tu camino. Y, recuerda, es fácil defender algo que no entraña riesgo alguno, lo difícil es luchar contra las adversidades. Ahora sígueme. Dichas estas palabras, la rata sintió aún más devoción y respeto por el delfín. Es fácil defender algo que no entraña riesgo alguno, lo difícil es luchar contra las adversidades, se dijo la rata intentando retener la frase para siempre en su memoria: es fácil defender algo
  • 28. 28 que no entraña riesgo alguno, lo difícil es luchar contra las adversidades, repetía para sí misma. El maestro era una inmensa fuente de sabiduría y de conocimiento sobre la vida. Caminó la rata y nadó Daniel hasta llegar a pocos metros de donde se proyectaba, casi horizontal sobre el mar, un acantilado contra el que se estrellaban las olas y se deshacían en espuma. Era una mole de piedra estriada por la erosión marina. La roca, vencida por mareas milenarias, había dejado paso al Mar en su interior, a un vientre que de día estaba casi vacío y silencioso, pero que por la noche resonaba con la furia de aguas ofuscadas. La rata alzó la mirada y no alcanzó a divisar la cumbre. Le pareció la cabeza de un gigante que intentaba tragarse al Mar. Ambos lo contemplaron por un rato, hasta que Daniel la miró y le dijo: –Ya llegamos, rata. Como ves, el gigante detiene la espuma del Mar con su enorme cabeza y con la boca muy abierta ha tratado de beberse toda su agua durante tantos años como tiene el mar, la Tierra, la Luna y el Sol. Si trepas hasta su coronilla y te lanzas desde su borde, podrás evitar las espumas que tantas dificultades te han opuesto, podrás llegar directamente a la ola y ahí correrla siguiéndome y aprendiendo de mí. Siempre existe una solución simple para un problema complejo, es cuestión de buscarla con el corazón. La rata reconoció tan elevado ingenio. Siempre existe una solución simple para un problema complejo, es cuestión de buscarla con el corazón. Ella, como buen aprendiz, estudiaría todo cuanto pronunciara el maestro y lo retendría por siempre en su cabeza. Siempre existe una solución simple para un problema complejo, es cuestión de buscarla con el corazón, se repitió la rata y, sin esperar más, se aprestó a aplicar los secretos que su maestro le había revelado. Riesgo y simplicidad, resumió la rata para sí, mientras corría hacia el acantilado como un guerrero dispuesto a todo. Rápidamente escrutó la tremenda roca con ojos inquisitivos, frunció el seño, abrevió el rictus, se mordió los labios, bufó, pero nunca se detuvo. Riesgo y simplicidad, repitió, riesgo y simplicidad. Desde hoy
  • 29. 29 esa sería su sentencia. Pronto diseñó una estrategia basada en esos dos nuevos principios fundamentales de su existencia, su nuevo método de vida consagrado al éxito, a la realización de sus sueños. Sin perder un segundo, elaboró un detallado mapa topográfico del coloso en su mente. Riesgo y simplicidad. Sorteó las primeras erupciones rocosas de la falda del coloso de piedra. Todo estaba bajo control, ahora sí, su destino estaba trazado, realizaría su sueño. A medida que avanzaba la ladera se inclinaba más y las rocas eran más numerosas, hasta que por fin todo fue piedra. Pero no había problema alguno, el mapa que había trazado en su cabeza le ayudaría a encontrar el camino correcto hasta la cima. Riesgo y simplicidad. A unos metros del suelo la arena desapareció y el cerro se hizo de una sola roca, tomando una inclinación casi recta. Pero la rata ya lo tenía todo previsto. Tomando como guías ciertas salientes de tonos distintivos se orientaba con fina precisión. Siguió así, y aunque un poco agitada, no disminuyó la marcha. El ascenso fue constante hasta unos metros más. A esa altura, las cosas le fueron más fáciles. La roca, ya fuera del ámbito del agua, estaba casi seca, mucho menos resbalosa, y la rata, con sus pequeñas uñas, se podía adherir mejor. Ahora aceleraba el ascenso con breves brinquitos. Riesgo y simplicidad. Se confió. Siempre hay imponderables. Para una mejor escalada, siempre hay que hacer análisis de suelos. Una saliente se desprendió sin aviso y la tomó por sorpresa. No le dejó tiempo para enmendar su comprensible error. Tampoco tuvo tiempo para mirar hacia abajo. Nunca hay que subestimar una cuesta. Se le desorbitaron los ojos de terror y el corazón casi se le escapa por la boca. Lo primero fue un pinchazo: una roca la había recibido con su filo más agudo. Pero no había soltado todavía un chillido de dolor cuando recibió otro golpe en el codo, que le electrificó el espinazo y culminó con una punzada en la nuca. Eso era sólo el principio, faltaban aún varios metros de caída. Rodó pinchándose, raspándose, chancándose por todos los lados de su cuerpo. Más abajo en su descenso, una saliente la recibió con tal fuerza que le voló uno de los dientes delanteros y le distorsionó para
  • 30. 30 siempre su original rostro de rata. La boca ensangrentada dejó su rastro, un graffiti rojo que parecía decir “Aquí estuve yo, Óscar, la rata que nunca renuncia a sus sueños”. Unos metros todavía más abajo, después de más pinchazos y raspones, rebotó contra una saliente aún mayor y fue expelida lejos de la cuesta. Llegó finalmente al suelo y se dio de cara con una roca solitaria, como puesta allí para la ocasión. Perdió la conciencia, aplastada sobre la roca, sin que Daniel pudiera hacer algo para ayudarla. Esta vez la rata no tuvo oportunidad de lamentarse, ni de extrañar a la Luna ni a su mundo, ni de sentir vergüenza. No se arrepintió de nada ni deseó morir. No podía, estaba casi muerta. A la mañana siguiente, al despertar, Daniel contemplaba una pocita formada por la crecida del mar, sobre la que se había formado un lecho de algas y juncos que dejó allí la marejada de la tarde anterior, adornado con doradas estrellas marinas. En medio de aquel regazo verde y marino yacía, sombría, la oscura masa de la rata, que empezaba a despertar. Sumamente adolorida, la comenzaron a atormentar los accidentes del día anterior. Pero el delfín la aplaudía entusiasmado con sus aletas y no la dejó ni recordar. –Rata, simplemente eres increíble. Estabas subiendo con tal maestría que cualquiera hubiera dicho que eras una experta escaladora. Y luego caíste con tanta excelencia que estoy seguro de que eres una consumada caedora. Te felicito, rata. Ya me enseñaste tus habilidades en el arte de precipitarte por una cuesta rodando y estrellarte contra cuanta roca fuere posible y luego lanzarte en una caída libre de siete metros para intentar con éxito un clavado contra el suelo más sólido que pudieras encontrar. Todo eso está muy bien, pero ahora a lo nuestro. No descuides tus sueños por diversiones vanas. Apurémonos, que ya hemos derrochado un día entero y no tenemos tiempo que perder. La rata quedó boquiabierta. Jamás había sospechado que poseía tales habilidades. Nunca podría agradecerle al delfín el haber descubierto tantas virtudes en ella misma. Sin duda todo este aprendizaje le ayudaría a encontrar el propósito de su vida. Cansada pero con entusiasmo se incorporó, y aunque le faltaba uno de sus dientes roedores se sintió
  • 31. 31 contenta y con fuerzas para subir hasta la cima. El delfín alzó la mirada hacia la montaña y le dijo: –Recuerda, rata, cuando deseas algo con todo tu corazón nada puede impedir que lo consigas, salvo tus temores. Estas palabras, sabias y mágicas, ejercieron en la rata la influencia de un hechizo de poder. De un salto se elevó sobre aquel lecho de algas y estrellas marinas en donde yacía derrotada, y convertida en una estrella fugaz partió disparada esquivando salientes, evitando trampas, superando escollos, de brinco en brinco. No paró hasta la cima. El delfín la miraba con las aletas cruzadas y asintiendo con la cabeza. Así se hace, rata. Desde ahí arriba todo era distinto. El viento corría libre y fuerte, sin tropezar con obstáculos ni perderse en vericuetos que detuvieran su marcha poderosa. Desde ahí nada hacía sombra al cielo, que se veía más puro e infinito que nunca. Desde ahí, el mar se aplanaba bajo su mirada y sus grandes olas no eran más que un par de rizos ralos sobre una cabeza calva. Desde ahí, el delfín era minúsculo, insignificante. Ella estaba en la cima del mundo, coronaba la cabeza del gigante de roca, lo dominaba todo y empequeñecía hasta al mar. Corrió libre, tan libre que por momentos se elevaba sobre el viento y flotaba. Aceleró y, encarando el precipicio, saltó más allá de la roca, con los brazos extendidos, abrazando al cielo. Bajo ella veía pasar la saliente donde se estrellaba la espuma de las olas reventadas; vio la inmensa boca abierta con que el gigante intentaba devorar al mar; vio las curvas blancas de espuma quedar atrás y delante de ella, abajo, el gran sueño, la ola perfecta. Sintió la liviandad de las aves, la frescura del viento; sintió hermanarse con el cielo y volverse parte de él; se sintió estrella fugaz surcando el horizonte cuando, sin darse cuenta, ya estaba en definitiva caída libre y acelerada. Fue a dar al mar justo antes de la explosión de la gran ola que, de un solo golpe y enviándola hasta el fondo, se propuso convertir sus sueños en añicos.
  • 32. 32 Dicen que cuando uno percibe la cercanía de la muerte el caudal de todos los recuerdos lo anegan a uno con su vendaval furioso de imágenes intensas y una multitud de sonidos. Aunque la rata fue estrellada y vapuleada como nunca por la ola perfecta, parecía que no estuvo nunca cerca de la muerte, porque no la asaltó ninguna larga y veloz ráfaga de recuerdos e imágenes nítidas, sino, más bien, la sensación de un tiempo cíclico en el cual todo daba vueltas para llegar a un mismo momento: el tiempo del fracaso. Aterrada, al dolor que ejercía sobre ella la perfección hecha ola se le sumaba, o más bien, multiplicaba, el recuerdo del primer revolcón que le fue infligido por la espuma del Mar, intensificando el miedo y el sufrimiento. Pero aquella vez fue sólo espuma, ahora era ola y, por si fuera poco, ola perfecta. Lo peor estaba por venir. Durante todo ese tiempo, desde que había caído a la cloaca hasta dar con el Mar, y luego de ser varada en la playa, Daniel le había hablado mucho del sueño, de la ola perfecta. Pero nunca le dijo que había un pelotón de olas perfectas, un ejército. Así, cayendo sobre ella una tras otra, las olas perfectas repitieron su procedimiento una y otra vez, hasta que por fin, quizá cansadas, se retiraron, dejando al mar sosegado. Al abrir los ojos todo estaba tan oscuro que pensó estar muerta. Se oía un ruido constante y fuerte, murmullo de entrañas, miles de ecos. Respiró profundamente y tanto resonó su aliento que temió estar en el vientre de un monstruo terrible. ¿Se la habría devorado el mar? Poco a poco recordó la golpiza propinada por el mar y sus olas, pero el miedo no le dejó tiempo para el lamento. Pronto cesó el murmullo y quedó casi en completo silencio. Miró hacia arriba en busca del cielo estrellado pero sólo encontró negrura. Se incorporó, medio mareada dio unos pasos y cayó al agua. Era salada y calma. Debía estar en el mar, debía estar en su entraña. Las olas la habían masticado, sus muelas de espuma molido y su lengua de arena ablandado hasta tragársela. Le ardía
  • 33. 33 la piel, y al tocarse notó que estaba pelada por algunas partes. Seguro ya la estaba digiriendo. –¿Rata? –la aterró una voz convertida en multitud–. ¿Rata, estas ahí? Soy Daniel. La rata, aunque sorprendida, sintió un gran alivio y su suspiro se multiplicó hasta irse apagando en silenciosas reverberaciones. –¿Daniel? –Sí, rata, soy yo. –¿Dónde estamos, amigo Daniel? –Estamos en la boca del gigante de roca. –¿En su boca? ¿Y cómo llegué aquí? –Fue después de volar como un halcón contra las rocas en busca de presa. Fuiste tragada por el gigante. Estuviste magnífica, portentosa. Nunca había visto correr a alguien olas como tú lo has hecho. Y no una, decenas de ellas, olas inmensas, haciendo toda clase de piruetas, casi sin moverte de tu sitio, yendo y viniendo, tomándoles el pulso, siguiéndoles el ritmo, sumergiéndote y saliendo disparada hacia el aire, surcando el cielo como un pez volador y volviendo a entrar en picada sobre sus crestas, haciendo giros múltiples en sus tubos, retando a la espuma y volviendo a entrar en ellas sin cesar. Eres una alumna muy rápida. Les has perdido el miedo. Ahora sólo te falta aprender todo lo relativo a la velocidad. La rata, aunque un tanto confundida, estaba feliz, no quería perder más tiempo. Había pensado que nuevamente fracasaba. Qué ingenua e ignorante. Nunca más debía dudar de la sabiduría de Daniel, el maestro de las olas. –Sígueme –le dijo el delfín. La rata estaba renga y tullida, y aunque algunas vértebras se le habían movido ligeramente de su sitio y otras aplastado un tanto, por su contextura naturalmente elástica, nada tenía roto ni dislocado. Caminaba de medio lado, tambaleándose con gran equilibrio,
  • 34. 34 como un bailarín tropical. Avanzó hasta que sus patitas ya no tocaban el suelo rocoso y empezó a nadar siguiendo el sonido y la estela que dejaba el delfín en el agua. Al salir, el mar estaba tranquilo y el cielo invadido por estrellas. Nadaron algunos metros paralelos a la playa hasta que Daniel se detuvo. –Rata, he notado que tienes aletas muy cortas y no adecuadas a la velocidad. Mientras tú descansabas he estado estudiando ese problema y obtuve una solución. ¿Ves ahí en la playa, tiradas en la arena, esas algas y juncos? Los usaremos para fabricarte aletas, para que te desplaces con gran velocidad sobre el agua. Sin preguntar, la rata nadó hasta la orilla, tomó las algas y los juncos y se dispuso a regresar. –Espera, rata, quédate ahí. Separa las algas de los juncos y los juncos de las algas y obsérvame con detenimiento. Debemos fabricar cuatro aletas, una como mi aleta posterior, otras dos como mis dorsales y, por último, una como mi aleta superior. Pero pon mucho cuidado en que sean proporcionales a tu tamaño. Primero arma las estructuras con los juncos y luego rellénalas de algas hasta que queden suficientemente sólidas, pero también elásticas. La rata asintió moviendo cavilosa su cabecita y echó manos a la obra. Durante horas estuvo armando industriosamente las estructuras inspiradas en las aletas del delfín. La arena ya empezaba a enfriar mientras el deseo de su corazón se transformaba en cuatro hermosas aletas de juncos engarzadas con algas. Rengueaba alrededor de ellas acomodando, amarrando y retocando. Aparecían los primeros resplandores del día en el horizonte y tras las montañas se levantaba el Sol cuando las aletas por fin estuvieron listas. Le hizo una seña a Daniel, quien le respondió con algunas piruetas de alegría. La rata tomó distancia y contempló la obra de su ingenio. Tomó las aletas y una a una se las fue atando al cuerpo con sogas hechas de algas trenzadas. Cogió la última y, casi en el agua, se sentó, alzó sus patitas juntas y las encajó en la aleta posterior. Sentía la
  • 35. 35 suavidad de las algas, que reconfortaban sus maltrechas patitas, torcidas por tantos golpes. Rodeó sus piernas con los amarres y los ató a la altura de la rodilla. Convertida en una extraña sirena, se retorció hasta que el agua fue suficientemente profunda como para nadar. –Ahora espera ahí un momento y mírame nadar. El delfín nadó suavemente a su alrededor haciendo lentos giros para que la rata pudiera estudiar el movimiento, uso y función de cada una de sus nuevas aletas. –Estudia y comprende la función de cada aleta que ahora tienes. Cada una es una herramienta indispensable para el nado a alta velocidad. La rata frunció el seño e intentó retener hasta el mínimo detalle de cada movimiento y posición de las aletas de Daniel. Estuvieron así por al menos una hora, la rata con dudas y Daniel con respuestas, hasta que el delfín se detuvo. –¿Has entendido cómo funcionan las aletas? La rata asintió con gran decisión. Ya estaba lista para surcar los mares a altas velocidades y remontar las olas. Se tendió horizontal e inició su nuevo nado con todo el cuerpo. Pronto cogió gran velocidad, una velocidad que jamás había soñado. Se sentía feliz, libre por fin de las ataduras terrenales. Intentó con éxito un par de giros, atravesó la espuma con facilidad y se dirigió hacia donde nacen las olas. –Mírame, Daniel, mírame, por fin puedo nadar a gran velocidad, por fin soy un delfín. Daniel pronto estuvo a su lado sonriéndole, con esa sonrisa perenne que sólo saben tener los delfines. La rata, al verlo cruzar las aguas junto a ella como una saeta, supo por qué siempre sonreía. Los que realizan sus sueños obtienen la felicidad. –¡Soy un delfín, soy un delfín! –gritaba exultante la rata. Mientras celebraba a su compañero, la rata saltaba junto a él sobre la espuma de las olas. Su nado era muy singular. Por todas las golpizas recibidas, la rata había quedado
  • 36. 36 muy maltrecha, y aunque sus ondulaciones se atascaban e interrumpían de vez en cuando en un tronar de vértebras retorcidas, no lo hacía mal. Unos metros más y ya había llegado a donde nacían las olas. Juntos tomaron la primera que apareció. Era tan solo un retoño, pero la acompañaron hasta que fue madurando. Cuando ya asomaba una cresta la adelantaron y empezaron un nado casi paralelo a ella. La ola crecía y crecía y ambos tomaban más velocidad, sintiendo la fortaleza de su cuerpo acuático y la suavidad de su textura. –¡Muy bien, rata, muy bien! –la alentó Daniel. –Ya empiezas a dominar la velocidad. La rata no cabía en sí de gozo. La felicidad la abrumaba. –¡Soy un delfín, soy un delfín! –chillaba mientras emprendía un gran salto con pirueta sobre la ola y volvía a entrar al tubo. De pronto, perdiendo la estabilidad, la rata entró en un ciclo sin fin de volteretas, se hundió en el agua como un tirabuzón y no paró hasta penetrar la arena; pero fue expulsada rápidamente y arrojada a la playa. Esta vez no hubo revolcones y machacones, sólo un gran susto y un fuerte golpe. Aún atontada, pero sin magulladuras y con las aletas destrozadas, la rata se incorporó. Estuvo petrificada por algunos minutos hasta que se recuperó. Vio al delfín acercarse a la orilla y un poco molesta le preguntó: –¿Y ahora qué pasó? ¿No es que ya dominaba la velocidad? –Tú sí, pero no tus aletas. Parece que las dorsales estaban demasiado pequeñas, por eso perdiste la estabilidad a tan alta velocidad, entraste en un trompo y no pudiste salir de él. Pero tú ya estás lista. Ahora hay que hacer las aletas perfectas con el corazón. Claro, tan sencillo, riesgo y simplicidad. Si buscaba sus sueños con el corazón lo único que podría detenerla eran sus miedos. ¡Qué sabio era Daniel! Y, sin perder más tiempo, se aprestó a fabricar nuevas aletas. Ya conocía la estructura general, ahora sólo debía darles las dimensiones todavía más ajustadas a su tamaño. Recorrió toda la playa, a
  • 37. 37 saltitos, balanceos y tropezones, crujientes sus vértebras y coyunturas, en busca de las mejores algas y los juncos más flexibles. No podía dejar nada al azar, usaría materiales perfectos para realizar su sueño. Al fin obtuvo lo suficiente para empezar. Esta vez, primero planificaría y luego armaría. Se hincó e inició la planificación de su trabajo dibujando diagramas en la arena. Rayó la arena y escribió en el suelo por horas sin detenerse. Por momentos, cuando el mar insaciable lanzaba sus aguas sobre sus jeroglíficos para tragárselos y dejar nada más que montoncitos ininteligibles de arena, parecía rendirse. Pero luego, pataleando iracunda, se trasladaba a otro pedazo de playa que parecía más seguro y empezaba nuevamente. Cuando terminó su tratado sobre la dinámica de los fluidos, alzó la mirada y, sorprendida, vio la magnitud de su obra. Todo tipo de símbolos crípticos y complicados cálculos se extendían por una vasta porción de playa. Terminada la tarea se dijo: “Duro trabajo el de ser delfín, duro trabajo”. Entonces partió en busca de todo aquello que le permitiría surcar el mar, convertirse en delfín, jamás dejar de sonreír. Deambuló por la playa haciendo círculos, sin que se le escapara ni un centímetro de arena, recolectando algas y juncos. Luego fue al bosque en busca de resina para usarla de pegamento, caminando a trompicones con su ritmo tropical. Iba reuniendo a su paso algas, juncos, grasa, resina. Así, por fin, equipada y planificada, puso manos a la obra. Esa noche no durmió, trabajó hasta el alba, mientras Daniel pirueteaba sobre las olas, acercándose con curiosidad para ver cómo avanzaba su discípula. Al alba la rata ya había terminado dos aletas: la posterior y la superior. Le faltaban las dos dorsales, para las cuales tendría especial cuidado y dedicaría extrema atención. Revisó sus cálculos nuevamente, hizo algunas correcciones, o, más bien, precisiones, y por fin se decidió a construirlas. Con empeño y mucho tesón las terminó ya entrado el día. El Sol se posó en lo alto del cielo y ahí se mantuvo quieto por un tiempo, como a la espera del resultado de los afanes de rata.
  • 38. 38 Azul, verde, blanco, el mar tronó a lo lejos. Ella tomó distancia. Miró tiernamente a sus prótesis. Parecían tener vida, respirar. El rocío del mar las refrescaba dándoles un aspecto lustroso y terso. La suave brisa les comunicó sutil movimiento. Estaba orgullosa de su trabajo porque lo había hecho con el corazón. Se ató las aletas. Eran más suaves y flexibles que las anteriores, pero también más resistentes y livianas. No había usado nada en exceso y no parecía faltarles nada. Frías y húmedas, la reconfortaron y la resina de árbol las mantuvo herméticamente pegadas a su cuerpito. Las sintió adherirse a sus carnes e insuflarle nuevas fuerzas. Ahora eran parte de ella y nadie se las arrancaría. Jugó con los músculos de su espalda y sintió cómo respondía su aleta superior. Sus nuevos apéndices reaccionaban a cada impulso de su cuerpo, dándole control absoluto de ellos. La rata se retorció revolcándose hasta el mar, donde emprendió su carrera hasta las olas. Tal era su soltura y velocidad que el crujido de sus vértebras quedaba atrás sin darle alcance. Remontó con facilidad la espuma penetrándola de frente, y al ver que una gran ola se le acercaba se sumergió rápidamente y de un gran salto voló sobre ella, hizo un giro y se clavó en el agua de nuevo. Con un poderoso aleteo posterior salió a la superficie sin perder velocidad, un sutil movimiento de sus aletas dorsales la estabilizó y la dirigió en línea recta al regazo donde nacían las olas. Surcaba las aguas, ondulante, dejando una huella blanca tras ella. Se deslizó sobre el reflejo del mar realizando todo tipo de figuras hasta que alcanzó la cresta de una ola y jugueteó ahí como un verdadero delfín. Junto a ella festejaba su maestro Daniel con su sonrisa sempiterna. –¿Ves, rata?, si buscas tus sueños con el corazón nada te puede detener, salvo tus propios miedos. “Nada me podrá detener, soy un delfín; ahora nada me podrá detener”, se repetía la rata. Y siguió jugueteando con el mar hasta que llegó la noche, y con ella el agradable reposo que otorgan los sueños realizados.
  • 39. 39 Se despertaron tarde a la mañana siguiente, cuando ya el Sol estaba sobre ellos y el mar agitaba sus aguas. Esa noche, por primera vez, la rata durmió en el mar, tras la superficie tersa donde nacían las olas. Se desperezaron juntos y juntos pescaron por un rato, hasta que salieron a la superficie y el delfín le dijo: –Rata, ya has aprendido todo sobre las olas, ya estás lista para entender el sentido de correrlas. Aunque la rata no entendió bien lo que Daniel le quería decir, la alegraron sus palabras: ya lo sabía todo sobre las olas, ya estaba preparada. –Ahora ya podemos partir en busca de tu ola perfecta; al correrla encontrarás el sentido de tu vida. Diciendo esto con mucha ceremonia, el delfín emprendió la marcha y la rata, en silencio, la siguió. –Recuerda, verás muchas cosas nuevas, pero no debes temer a lo que no conoces. Nadaron juntos por largo tiempo en el mar, que parecía nunca terminar. Las mareas cambiaron su rumbo y las aguas, su color; el viento, su temperatura y la brisa, su aroma, pero nada los detenía, guiados por sus corazones. La rata sintió su alma inmensa diluirse en las aguas y formar parte del gran mar, una parte especial de él, y recordó las palabras que alguna vez le había dicho el delfín: todos somos especiales y todos tenemos un sueño, que al realizarlo nos hará parte de un todo magnífico, parte del mar. A lo lejos, con emoción, divisó un inmenso pez, un pez que relucía como ningún otro del mar, más aún que el delfín, una montaña flotante que nadaba hacia ellos echando vapores de su lomo, vapores de diversos colores. –¡Mira, mira, el gran pez! –gritó la rata deslumbrada por el gran animal, y, recordando las sabias palabras del delfín, se acercó raudamente a saludarlo: no le temas a lo que no conoces.
  • 40. 40 Escuchó al delfín que le gritaba algo, con voz emocionada que parecía de desesperación, pero ella ya estaba demasiado lejos y frenética para entenderlo. –Soy un delfín, soy un delfín –chillaba la rata. Mientras se acercaba, el pez se hacía inconmensurablemente grande, un pez que parecía de metal. El fuerte hedor a muerte le hizo recordar a su cloaca. Se detuvo, pero ya era muy tarde, una maraña de tentáculos la atrapó junto a miles de peces que intentaban desesperadamente huir del monstruo. Todo era sacudidas y caos. Apretujados, fueron forzados a conformar una masa informe que crecía desmesuradamente a medida que el gran pulpo refulgente se movía parsimonioso. Muchos murieron ahí, aplastados. La masa de animales se sacudía desesperada intentando escapar. Un caos de espinazos rotos y aletas arrancadas enturbió el agua que ya no era agua sino una masa gelatinosa de despojos. La rata tragó, ahogándose, esa podredumbre de escamas y mutilaciones. Al final, la sangre. Cuando los tentáculos del gran pulpo alzaron la masa, sacándola del agua, la rata se sentía al borde mismo de la muerte, atragantada por el miasma marino y apachurrada por toneladas de cadáveres. Algunos aún se retorcían, emitían estertores, sudaban sangre. En medio de esos cadáveres, atrapada por los tentáculos, ya casi no podía respirar, cuando sintió un fuerte remezón y la masa se desparramó contra el lomo del pulpo formando una ruma inmensa. Se oyó un vocerío y mucha actividad. Iban, traían, llevaban, volvían. Seguro habían cazado al monstruo, seguro pronto la rescatarían. Aplastada boca arriba sintió cómo, poco a poco, se iba descargando del peso que la aplastaba, hasta divisar, arriba, muy arriba, por un resquicio, un débil rayito de luz. Ya estaban llegando. Aquí estoy, intentó gritar, pero aún había tantos cadáveres sobre ella que sus pulmones, comprimidos, no pudieron inhalar suficiente aire. Se sintió desfallecer, tuvo mucho miedo, y recordó las sabias palabras de Daniel: no le temas a lo desconocido. Tenía razón, todo saldría bien, sólo debía resistir, resistir hasta que la rescataran. Un tiempo después, no
  • 41. 41 sabía si fue poco o mucho, ya el peso no la agobiaba tanto y podía respirar con comodidad. Se tomó un tiempo para hacerlo, para reponer sus fuerzas. Riesgo y simplicidad, recordó, sólo mis temores me pueden vencer, y con gran esfuerzo empezó a escarbar hacia arriba a través de los cadáveres y trepó sobre los cuerpos viscosos que resbalaban bajo sus patas. Así anduvo hasta que se sintió capaz de alzar lo que quedaba sobre ella. Nuevamente la luz solar. Asomó su nariz, luego su cabeza, su cuerpo. La masa parecía no querer dejarla salir. Era tan viscosa que se pegaba formando un vacío que la succionaba hacia abajo. Utilizando las últimas fuerzas que le quedaban, al fin logró liberarse y quedar parada sobre aquella interminable ruma de cadáveres deshechos, aplastados, triturados por sus propios pesos, que yacían sobre el lomo ensangrentado del pulpo gigante. Era una visión estremecedora. –¡Dios mío, qué es eso! –¡Cuidado! Gran barullo y espanto se armaron en la cubierta. Gritos, sustos, sobresaltos. Hasta el capitán subió a ver qué sucedía. Decían por ahí que había aparecido entre los peces un pequeño monstruo de las profundidades marinas. Otros, al ver aquella rata despellejada e hirsuta con esos rudimentos de aletas ahora convertidos en cuernos descarnados que nacían de su espalda, creyeron ver al demonio mismo. –¡Maldición! –rugió el capitán al ver la cobardía que mostraba su tripulación ante el espectáculo de ese ser descoyuntado y maltrecho que coronaba el montón de cadáveres como una aparición siniestra y desconocida–. Es nada más que un erizo rata. Échenlo por la cubierta –sentenció con seguridad. Un rumor de voces temblorosas se extendió por todo el barco. Nadie se atrevía a acercarse. Entonces, el capitán, blandiendo un remo entre manos, se acercó a la rata, que permanecía anonadada, y le propinó un rudo golpe que le aplastó lo que le restaba de aletas y la hizo sumirse en un torbellino de lucecitas que brillaban ante sus ojos. Tal
  • 42. 42 hilaridad causó el furibundo palazo, que todos se unieron al chiste, propinándole manazos. Alguien quiso aplicarle el golpe definitivo, pero el infortunado resbaló al pisar un pez que aún se retorcía moribundo y fue a darle tal patada que el resto de sus compañeros sólo alcanzó a ver una bala gris cortando el viento a lo lejos, y el festejo se acabó. –¡Bueno, bueno, todos a su trabajo! –gritó el capitán con la respiración entrecortada. Luego de alcanzar cierta altitud, la rata empezó a caer en picada. Mientras emprendía su camino hacia el mar, se fue deshojando poco a poco, dejando una estela de algas y juncos que flotaban como vestigios de algún vegetal aéreo, verdura o fruta. Sin mayores preludios, a gran velocidad, la rata tocó agua. Milagrosamente, aunque con el cuerpo molido, quizá ya inmune a los golpes, la rata sólo quedó un tanto aturdida. –¡Increíble, alucinante, has enfrentado al monstruo y has vivido! –exclamó Daniel. La rata flotaba boca abajo. Hecha añicos, con las pequeñas aletas destrozadas, alzó la mirada hacia el delfín. Ya no sentía dolor, ni pena. Tampoco quería morir. Sus ojos enrojecidos por la ira estuvieron a punto de saltarle de las cuencas. –Ves, nunca temas a lo desconocido. Sigue tu corazón –le decía Daniel. Un chillido infernal se propagó por todo aquel mar, un loco chillido de rabia y odio. Un chillido que no le pudo borrar esa sonrisa idiota y perenne al feliz delfín. –Estúpido infeliz, que use mi corazón. Si hubiese usado mi cabeza desde un principio nunca hubiera hecho caso a tus insensateces. Que soy increíble y alucinante, que he enfrentado al monstruo, que no le tema a lo desconocido. Me acaban de machucar, apalear, moler por última vez. Desde que estoy contigo no dejo de recibir golpizas en nombre de los sueños, la esperanza y las ilusiones. ¿Y qué hay de la realidad y sus peligros? ¿Qué hay de las limitaciones de la rata? No soy un delfín y nunca lo seré. Y no
  • 43. 43 existe ola perfecta para mí –alzó la mirada al cielo sin esperar respuesta alguna–. Soy una rata, y nací para vivir en la cloaca, para andar en cuatro patas, reptando, comiendo los desechos y las heces del resto. Tú con tus frases hechas y pensamientos fáciles, tú con tu pueril entusiasmo crees que todos debemos tener sueños y un sentido de vida –se le quebró la voz–. Y qué hay de las ratas sin aletas, sin piel lisa, sin cuerpo de torpedo. Para qué servimos, dime, para qué servimos, sino para comer desechos y mierda, para vivir subterráneos en la oscuridad, para huir, para ser cobardes y ocultarnos. El delfín quedó callado. Pensó por largo rato, pero no pudo responder. Así permanecieron, perdiendo en el horizonte todos sus sueños y esperanzas. Y aunque en sus almas crecía un pesado lastre de tristeza, el delfín no podía dejar de sonreír. Tanto tiempo había llevado esa máscara que ya no le era posible despegarla de su rostro, condenado a vivir con el corazón demolido y con la cara feliz. Cuando el cielo empezó a apagarse, despojado incluso de estrellas, la rata, lentamente, trepó al lomo del delfín. –Llévame a casa –le dijo a Daniel. Enrumbaron a la costa silenciosos y así permanecieron largo rato. Todo se había detenido. No se oía nada. Ni el viento, ni el mar, ni los habitantes de las aguas. Sólo el suave discurrir del surco de agua dejado por el delfín, trazando un camino que iba siendo tragado lentamente, una senda perdida por la cual ya no se podía regresar. Hacia donde uno dirigiera la mirada, sólo hallaba horizonte. Ahora el mar parecía un inmenso vacío en el cual, en lugar de avanzar, uno iba cayendo, un abismo oscuro que se confundía con la noche misma, una noche sin estrellas que guiaran a los dos viajeros. De pronto, inadvertidamente, un chasquido heló la sangre del delfín. Al mirar atrás, sobre la senda devorada por el agua, a lo lejos, varias estelas de espuma brillante se acercaban rápidamente hacia ellos. Aunque nadie dijo nada, la rata sintió el abrupto estremecimiento de su compañero, que de pronto emprendió desesperada marcha. La rata tuvo que asirse fuertemente de su aleta para no caer. Al mirar atrás, las estelas de
  • 44. 44 espuma ya habían desaparecido y no se escuchaba más que el chapaleo desesperado de Daniel. –Ya no hay nada, se han ido –las palabras de la rata produjeron resuellos en el delfín, que parecía atragantarse intentando acelerar la marcha. Por primera vez Óscar lo sintió angustiado. –Es demasiado tarde –suspiró el delfín con su absurda voz contenta y su sonrisa perenne. La rata no preguntó, sólo contuvo la respiración y se aferró con más fuerza a su amigo, que en vano intentaba acelerar más. –Tiburones –dijo Daniel con una exhalación. Como si hubieran escuchado a Daniel mencionar sus nombres, dos grandes dentaduras aserradas saltaron del agua. Eran bestias gigantes de narices puntiagudas, con ojos sin expresión, ojos de alguien sumido en su inmensidad blanca. Cayeron sobre el delfín lanzando dentelladas a diestra y siniestra, una y otra vez, atacando y retirándose. El agua se llenó de sangre que la corriente llevó lentamente al horizonte. El delfín, seriamente herido, había dejado de luchar. Transformado en un bulto de músculos colgantes fue engullido lentamente como una fruta madura. Luego los tiburones ya no lanzaban fuertes ataques punzocortantes. Ahora se prendían con sus mandíbulas y zarandeaban con violencia a ese amasijo se carnes retaceadas que luchaban por no desprenderse de algo que alguna vez fue el cuerpo de un delfín. –¡A él, a él, a mí no, a mí no, yo soy una rata, vivo en las alcantarillas y me alimento de desperdicios! –chilló la rata aterrada. Pero las bestias no parecían escuchar razones ni motivos; enajenadas por el olor a sangre, sólo masticaban, retorcían y tiraban enfurecidos. De pronto aparecieron más de ellos. Y más. Ya no era uno, ni dos, eran una multitud lanzando mordiscos por aquí y por allá, desgarrándose incluso entre ellos. Era una locura, una orgía de sangre y carne. Todo se tornó confusión y barbarie hasta que se apagó la luz. La rata ya no veía nada, estaba
  • 45. 45 inmersa en un agujero negro y pestilente. Sus gritos resonaban en aquella profunda caverna que no paraba de moverse. El hedor rancio que emanaba de ella la empezaba a marear. Intentó atravesar el agujero, soñando con refugiarse en la cloaca, ahí estaría a salvo. El tiburón, atorado, ya no podía respirar. Con gran esfuerzo contrajo su garganta, tensó sus tripas y de un gran vomitón arrojó a la rata por los aires. Estaba libre, expelida como tantas otras veces desde que se empeñó tozudamente en alcanzar su sueño. Se fue alejando de la horda de bestias blancas y de su amigo, que iba desapareciendo lentamente desintegrado por sus fauces, hasta que estuvo tan lejos que ya no lo pudo distinguir.
  • 46. 46 La gaviota Al caer al agua aún tiritaba de miedo, aunque las imágenes de la carnicería ya se habían esfumado. En lo único que pensaba era en regresar a su cloaca. Convertida nuevamente en una rata, había recuperado su olfato y su agudo sentido de la ubicación le indicó al instante hacia dónde debía ir. Sin aletas, la marcha se hacía lenta y agotadora. Chapaleaba desesperada, lanzando más agua que la horda de tiburones que acababa de devorar a su amigo Daniel. Sabía que la tierra aún estaba muy lejos. Estuvo así, avanzando lentamente en su chapoteo agotador hasta que por fin divisó, oculta en la bruma de la mañana, una playa. Más y más rápido iba la rata extenuada, con lo último que le queda de fuerza para llegar hasta la siguiente ola, soportar un par de revolcones y golpizas y estar en la arena. Sin embargo, una corriente la atrapó y la llevó nuevamente mar adentro mientras veía con angustia cómo iba desapareciendo la playa. –¡No, no quiero morir, ningún sueño es tan valioso como para morir por él! –se dijo angustiada. “Ahora sé”, lloraba la rata, “ahora sé que lo mejor de la vida es estar vivo”. Cerró los ojos y se dispuso a morir. Su muerte no fue lenta. En ese momento abandonó su cuerpo y se elevó. Se había convertido en pájaro para dejar este mundo de sufrimiento, y volaba a un mundo mejor. El viento golpeaba suavemente su carita de rata, que por primera vez desde hacía mucho sonreía. Era una increíble paz. Al abrir los ojos todo a su alrededor era sutil algodón blanco. Estaba en el cielo, por fin libre de sus lastres y sus cloacas, libre de ser una rata sin ningún sentido de vida. Ahora sería un ángel y podría cumplir sus sueños. De pronto empezó a bajar, luego a caer, alcanzando una enorme velocidad, en picada, atravesando el lecho de algodón blanco. Como hacía tiempo que no comía y su barriga estaba vacía, sintió que el estómago se le escapaba por la boca y que los ojos se le salían de sus cuencas. Iba tan rápido que casi terminaba de despellejarse. No podía ser,
  • 47. 47 no había lugar para ella ni en el mar ni en el cielo ni en la tierra. ¿Acaso alguien la querría? La velocidad aumentaba sin cesar. Ya había pasado el lecho blanco y, muy pequeña, se veía la playa perdiéndose en el mar. Poco a poco todo se fue haciendo más grande hasta que pudo distinguir los árboles, las formas de la playa, las líneas de espuma, las grandes rocas, los cangrejos, las conchas, las piedras, los granos de arena. Con todas sus fuerzas, luchando contra el viento, que mantenía abiertos sus párpados, la rata pudo cerrar sus ojos. De golpe se detuvo, sintió un fuerte tirón en la espalda, un desgarrón y luego se estampó contra la arena. –¿Estás bien? Disculpa. Pesas mucho y te me escapaste de las garras. Era una voz que parecía salir de su propio vientre. La rata alzó la mirada y vio un ser grande, blanco, casi transparente que no daba sombra sino luz. –¿Eres un ángel? –dijo la rata. La gran ave sonrió. –No, todos piensan lo mismo, pero no. Soy una gaviota. Escuché tus gritos a lo lejos, cuando te estabas ahogando, cuando te diste por vencida, cuando renunciaste a tus sueños. Hablaba sin abrir el pico y su voz estaba en todos lados. Era una voz de paz y aliento que reconfortaba más que las aguas del mar. –Entonces, ¿no estoy muerta? –se sorprendió la rata. Sin dejar de sonreír y con la mirada llena de compasión, la gaviota le respondió: –No, claro que no, estás sana y salva. El arrullo de la presencia de ese ángel maravilloso la transportó a aguas calmas, donde se mecía suavemente. Su sonrisa no llevaba el estúpido rictus del delfín; era una sonrisa sutil que apenas podía percibirse con los ojos, pero que calaba hondo en el espíritu. –¿Y quién eres tú? –preguntó la rata.
  • 48. 48 –Yo soy Juan Salvador Gaviota. ¿Y tú, gracioso animalillo, tú quién eres? La rata se incorporó e irguió en sus dos patitas posteriores todo lo que pudo; tronaron sus vértebras y quedó medio torcida. Estaba deformada por tanto golpe y avatar, y cargaba una gran hinchazón que coronaba su espalda, adornada con finos listones de sangre. Todo tipo de porquerías se habían incorporado a la piel en las heridas cerradas, formando un oscuro pellejo de desechos. Las patitas se le habían torcido por las caídas y la columna vertebral se le descoyuntaba a cada salto. Además de un diente, había dejado una oreja en las fauces de un tiburón. –Yo, Óscar, la rata que ha abandonado las cloacas en busca de un sentido para su vida –dijo, sintiendo los ojos cálidos de Juan que se posaban sobre ella compasivos. –Esa es una tarea muy ardua, Óscar. La mayoría de animales necesita muchas vidas para tan sólo empezar el camino que tú ya has emprendido… pero yo te puedo guiar. La rata quedó emocionada ante tan generosa propuesta. No sabía qué decir, cómo agradecerle. Este pájaro sagrado había venido del cielo cuando más lo necesitaba, la había salvado la vida, y ahora le ofrecía guiarla hacia sus sueños. Seguro que ahora todo lo que había sufrido iría adquiriendo sentido. Pobre delfín, solo, buscando sus sueños sin rumbo ni brújula. Qué suerte tenía ella de haber sido escogida por la gaviota. Claro, el mar era como una cloaca interminable plagada de bestias hambrientas y el delfín… el delfín, una rata de aguas salobres. Por qué querer embarrarse en el fango que reposa bajo las olas cuando ella podía aspirar a posarse sobre las nubes transformada en ángel. Qué insensata y ciega había sido al seguir a tan abominable espejismo marino, a tan decadente gusano atrapado en aguas tan ponzoñosas que ni siquiera se podían beber. Pobre delfín, engañado por su propia ignorancia y encadenado a los confines de su miasma sin poder superar sus límites. Qué pena le daba. Ya no le guardaba encono alguno por su monserga vana.
  • 49. 49 –Dígame, maestro, haré lo que diga –más que respuesta le salió una genuflexión, una humillación pía, un besamanos. –Primero, rata, tendrás que entender muchas cosas, porque el que emprende un sueño sin el uso de su comprensión no llegará lejos. Estas palabras produjeron en la rata un violento espasmo de felicidad: claro, no era cosa de usar sólo el corazón, lo sabía, había que comprender. La gaviota siguió su discurso, inmutable. –Entender qué somos realmente y hacia dónde vamos, comprender al universo, sus fuerzas y secretos. Convencernos de que las únicas ataduras que nos ligan a estos límites materiales son nuestros miedos y nuestra estrechez de mente. Todo cuanto vemos, oímos y sentimos es sólo pensamiento; el espacio y el tiempo no existen sino en nuestro pensamiento. Somos y no somos, estamos y no estamos. Existimos pero debemos destruirnos, desaparecer para fundirnos con el universo, ser parte indivisible de él, una expresión sublime del todo. Todos somos divinos porque formamos parte del gran ser, pero para tener plena consciencia de ello debemos evolucionar y superar diversas etapas de pensamiento hasta llegar al estado de perfección. Superar nuestros pensamientos aprendiendo a meditar, aniquilando las ideas, poniendo nuestras mentes en blanco, sintonizando nuestro espíritu con el universo. El pensamiento es una energía de caos que interfiere con nuestros espíritus, los opaca, los individualiza y separa del todo. Cuando nuestro espíritu se hace libre del pensamiento, nos liberamos con ello de nuestras limitaciones espaciales y temporales. Yo, por ejemplo, he venido desde otro tiempo y otro espacio, un tiempo y un espacio muy diferentes a los tuyos, tiempo y espacio donde no hay límites materiales, lo que ustedes llaman cielo. Pero hay varios cielos, cada uno con un nivel distinto de perfección. Este, por ejemplo, es un cielo muy primitivo. Cuando los seres mueren, si han aprendido lo suficiente, se elevan a vidas en cielos superiores, si no, deben repetir su misma vida nuevamente. Por eso, nuestro
  • 50. 50 sentido de vida es aprender sobre el universo y sus secretos, estar en conjunción con el todo y acercarnos a su perfección. La rata no pudo oponer resistencia a la elocuente sabiduría de su nuevo compañero. Ser y no ser, ni verdadero ni falso sino todo lo contrario, estar sin estar, a la vez uno y todo. Armoniosa negación de todo axioma lógico. ¡La gaviota echó de un plumazo el principio de no contradicción! ¡Se deshizo por siempre del tercio excluido! La mente de la rata fue remecida desde su base. ¡Sabias palabras! Cayó de rodillas y lloró. Sus gemidos agonizaron por buen rato entre los árboles que limitaban la playa. Sus ojos se entornaron y sus manitas temblorosas asieron las patas peladas de la gaviota para lavarlas con sus lágrimas y secarlas con lo que le quedaba de piel. Sentía que su llanto la redimía de todos sus vicios y debilidades. Sentía que su corazón hinchado de dolor quería reventar, salir volando de su pecho convertido en gaviota. Atragantándose con su llanto hizo un gran esfuerzo para alzar la mirada hacia ese extraordinario ser enviado por el cielo a rehabilitarla. –Entonces, entonces… –se atoraba la rata–. Entonces eres un ángel. La gaviota le sonrió piadosa, extendiendo sus alas al cielo. –No, sólo soy alguien que ha venido a compartir sus conocimientos sobre el espíritu contigo. La rata continuó besándole las patas, lavándoselas y secándoselas con ahínco. Juan retrocedió. –No tienes que hacer eso, rata, ya te he dicho que sólo soy alguien que ha venido a ayudarte sin pedir nada a cambio –con sus alas la puso de pie y continuó–. Ahora descansarás de todas las peripecias que has pasado y meditarás toda la noche sobre el universo y sus secretos. Recuerda, siente las energías positivas fluir por tu ser interior. No dejes que tus pensamientos interrumpan tu meditación con sus energías negativas, aléjalos de tu mente.
  • 51. 51 Juan le dio la espalda y quedó contemplando el mar y las estrellas, que ya empezaban a brillar. Se sentó con las patas cruzadas y las alas entrelazadas. –Siéntate a mi lado y meditemos –le dijo a su nueva amiga. La rata lo obedeció. Sentada a su lado vio cómo cerraba sus ojos y su respiración se hacía lenta y pesada hasta casi extinguirse. Vio cómo opacaba a las estrellas con su brillo y parecía flotar en un aura blanca. Qué maravilloso ese pájaro. Ella sería igual. En armonía con el universo se volvería una estrella, se tornaría viento y surcaría los cielos por senderos desconocidos, hasta tierras aún no vistas; se liberaría de su dañado cuerpo material y su alma volaría libre por el tiempo y el espacio. Cruzó las patitas y entrelazó las manitas. Cerró los ojos e intentó respirar profundamente como su maestro. Sintió cómo todas las energías positivas del universo confluían en su espíritu. Se elevó en un aura blanca hasta los confines de un mundo desconocido. Estaba extenuada. Quedó boca arriba bajo las estrellas. Cuando la rata se despertó empezaba a salir el Sol. Esa noche había dormido profundamente. “Meditar te llena de energías y reconforta el alma”, reflexionaba. “Es algo que se lo agradeceré a Juan por toda la vida. Es el principio del verdadero camino”, se dijo y se incorporó ávida de empezar su nuevo entrenamiento. –Ya estoy lista, maestro, disculpa que sea tan dormilona. Juan, que parecía haberse quedado dormido en la misma posición en que inició su meditación, se sobresaltó. –¿Qué, qué pasa? –Perdón si lo desperté maestro –dijo, contrita, la rata. –¡Despertarme! –bostezó Juan–. Nada de despertarme, yo nunca duermo, cuando llegues a la perfección lo entenderás, yo sólo medito. Dejé mi cuerpo junto a ti para que
  • 52. 52 estuvieras en compañía, pero estaba volando por otro lugar, en otro tiempo. La rata quedó maravillada. –¿Y yo también podré hacer eso, maestro? –interrogó ansiosa. –Claro, por supuesto, con mucho entrenamiento lo podrás conseguir. La gaviota, aún mareada por el prolongado viaje onírico, a duras penas se incorporó y, tomando unas conchas que yacían cerca a ella, se dirigió al mar y las llenó con agua. –Siéntate a mi lado mientras me desentumezco con las sales marinas. Observó largo rato cómo el maestro humectaba una a una sus plumas inmaculadas y las peinaba con su pico mirando su hermosa figura reflejada en el agua inmóvil de una de las conchas. Para poder volar hacia el infinito, le explicó, cada una de sus plumas, sin excepción, debía ser perfecta. La rata quedó extasiada por la belleza de aquel plumaje sin mancha que era capaz de llevar a la gaviota a mundos superiores. –¿Puedo tocarlo? –pregunto la rata con timidez. –Por supuesto, rata amiga, toma –le alcanzó una concha con agua–, con el agua purificadora del mar sentirás toda la energía. Y así fue. Mientras lavaba aquellas plumas blancas, la rata cerró los ojos para sentir su tersura, sutileza y la energía que le recorría todo el cuerpo al contacto con aquel pelaje propio de un personaje celeste. –Bueno, ahora empecemos tu entrenamiento; te enseñaré a volar, que es la forma en la que entrarás en contacto íntimo con el universo. Observa hasta el mínimo detalle de mis movimientos con sumo cuidado. La gaviota empezó a elevar sus alas lentamente, mostrándole al detalle cada uno de los movimientos necesarios para volar. Arriba, abajo, al lado. Extender, flexionar, juntar. Adelante, al medio, atrás. Una brisa suave ondulaba sus plumas, llenándolas de imperceptibles partículas de sal que las hacían brillar bajo la luz del Sol. Uno a uno se iban turnando los destellos que fascinaban a la rata, sumergiéndola en un trance
  • 53. 53 hipnótico. Al terminar aquella danza fantástica con una fórmula circular, la rata, alelada, casi se había ido de sí. –Estos son los pinitos del vuelo. Lo exclusivamente necesario para poder desplazarte en el aire. Aunque a eso aún no lo llamaría volar, es lo primero que debes aprender. A la vez que haces eso, como aún no tienes experiencia, deberás tomar un poco de carrera para darte un buen impulso. A duras penas la rata volvió en sí, y, cuando iba a emprender furibunda carrera, Juan la detuvo. –Con paciencia, mi querida amiga, con paciencia, todo a su tiempo. Antes de elevarte por los aires deberás memorizar el correcto movimiento de las alas. Practica tu aleteo ahí, donde te pueda ver, y siempre ten en cuenta que cualquier ejercicio que realices, hazlo meditando, pues la meditación es la base de todo aprendizaje trascendental. Señalándole un montículo cercano a la orilla, el maestro se sentó a meditar. La rata corrió a la duna, trepó sobre ella, aspiró hasta llenar por completo sus pulmones y empezó sus ejercicios. Zarandeó sus brazos frenéticamente, sin ton ni son. –Un momento, rata, detente un momento. La rata se detuvo ante la sonrisa compasiva de Juan. –Tómalo con calma, no hay apuro. Empieza por meditar y en tu meditación intenta recordar al detalle la clase magistral de vuelo que te acabo de impartir. La rata cerró los ojos y durante largo rato intentó reproducir en su mente los movimientos de su maestro. Poco a poco su mente fue poniéndose en blanco, sumida en el lejano murmullo del mar. Los recuerdos y sus imágenes se esfumaron, se sumergió en lo profundo de su mente, incorporándose a su auténtico ser. Abrió los ojos y sus brazos se empezaron a mover por sí solos. Lentamente primero, pesados, un poco torpes. –Muy bien, rata, estamos mejorando. Ahora el movimiento más fluido –aleccionó el maestro.
  • 54. 54 Las coyunturas de la rata empezaron a crujir. Un concierto de extraños ronquidos óseos salía de su cuerpo, deformado por los avatares de su accidentada vida reciente. –Eso es, ahora un poco más rápido. Intentó aumentar la velocidad de su aleteo, pero el dolor de los huesos se hacía insoportable. Las coyunturas se atoraban y saltaban, haciéndola retorcerse, quebrarse, enderezarse. –Ya casi lo tienes rata, ya casi... Una oreja le temblaba, algún ojo parecía saltársele, una pierna se retorcía, la boca se contraía; todo producto del desconcierto de sus coyunturas maltrechas y desordenadas. –¡Así, así, tú puedes! –la alentaba la gaviota. El dolor le iba cerrando los caminos y al fin una clara combinación de movimientos quedó para la posteridad. Retorciéndose como una serpiente acorralada, su cuerpo terminó por acomodarse a sus múltiples desperfectos. Una, dos horas. Perdió la noción del tiempo. Estuvo aleteando por largo rato mientras Juan Salvador le corregía la posición del cuerpo, comentaba sus aleteos, detalles, minucias, le contaba sobre los otros mundos que había visitado y sus maravillas. Su cuerpo se había acomodado a aquel concierto de frotaciones óseas. La rata había elaborado un intrincado estilo de aleteo, en el que coordinaba cada hueso y coyuntura en un patético baile rengo y saltarín para dejar toda ella de crujir. La voz del maestro se apagaba lentamente hasta que su espíritu partió en busca de la luz, en un viaje a lo desconocido a través de la meditación onírica. ¿Dónde estaría ahora?, ¿de qué prodigios estaría gozando? Los músculos le ardían acalambrados, pero con afán incansable la rata continuó así, por horas, a baile y brinco rengo, aleteando hasta el límite en que el dolor desaparece. Al regresar el espíritu de la gaviota de su viaje astral, fue testigo de un espectáculo que le sacó el alma del cuerpo. Anonadada quedó, admirada de aquel siniestro animalito
  • 55. 55 tullido que se retorcía en un grotesco calco de vuelo con increíble agilidad. Estuvo pasmada hasta que por fin reaccionó sacudiendo violentamente su cabeza. La rata estaba totalmente ida, surcando los aires de su imaginación, un contorsionista disparado por el impulso de un sueño desquiciado. De pronto un estruendo resonó en toda la playa y la rata salió de su ensimismamiento. El vientre de Juan exigía ya alimento. –Dios, ¿qué fue eso? –exclamó alarmada la rata. –No fue nada, mi querida rata, es que ya es hora de almorzar. Juan se paró haciéndole una señal con el ala. La rata abandonó el montículo y se acercó. –Has practicado intensamente durante horas, rata, eso es muy bueno, muestra tu temple y tenacidad, pero ahora tienes que reponer tus fuerzas. La rata, que había escapado del dolor por la intensa concentración a la que se había sometido, recobrada plenamente la conciencia, y de regreso en la realidad, empezó a sentir los estragos de tan dura actividad. Los músculos se le empezaron a acalambrar y sus coyunturas se quejaban por tanta fricción. Aun así, le sobraban ánimos para seguir trabajando en perfeccionar su técnica de aleteo. –Te he estado observando desde el tercer nivel celeste –le dijo Juan Salvador–, en donde anduve hoy ayudando a otra pupila, y te puedo decir con seguridad que lo has hecho muy bien. Ahora necesitas alimentarte. No es que sea necesario comer cuando uno llegue a la perfección, pero mientras estemos en este nivel primitivo y terrenal del espíritu, debemos alimentar el cuerpo al cual estamos encadenados. Ahora descansa, que debes estar extenuada, pupila mía, reposa mientras yo consigo algún alimento para ti. La gaviota alzó vuelo y, tras un breve reconocimiento sobre el mar, se lanzó en picada unas cuantas veces y regresó con algunos peces todavía retorciéndose en su agonía. –Comamos, pupila mía –invitó el maestro.
  • 56. 56 Hambrienta, la rata se arrojó sobre los peces que aún se movían. ¡Qué infinita humildad y bondad la de su maestro! Servirla a ella, una rata miserable, un aprendiz de gaviota. ¡Qué sabiduría y corazón tan grandes los de aquel ángel hecho ave! Ella no merecía tal suerte. La gaviota apenas había probado bocado. –¿Y usted no come, maestro? –preguntó solícita la rata. –Los seres celestes como yo comemos lo mínimo necesario para mantener en pie nuestras sutiles encarnaciones. La rata atacó con avidez los peces y vio cómo, con estas palabras insondables, la gaviota se sentó y reanudó el ritual de su aseo. Luego de comer, un llanto quebrado inundó el espíritu de la rata, a quien nadie jamás había tratado de esa manera. Tomando una concha se abalanzó sobre la gaviota, pero un rugido aterrador retumbó por toda la playa. –¡Jamás! Se erizaron los pelos y aflojaron los esfínteres de la rata, pero nuevamente aquella voz ventrílocua le arrulló el espíritu. –Mi querida pupila rata, recuerda que para volar hasta los mundos superiores hay que mantener la perfección del plumaje. No puedes tocarlo así no más, sin asearte las patas. Pero era obvio, qué idiota era, qué absurda y minúscula, necia, cómo se le ocurría siquiera rozar aquella herramienta divina con sus manos, ensuciadas por el terreno acto de comer. Cuando el maestro retomó su meditación, roncando a todo pulmón, la rata a duras penas pudo calmar su llanto emocionado y continuar con sus ejercicios. ¡Qué magnánimo, qué caritativo, qué noble era su maestro¡ Preocuparse así por un ser tan ínfimo como ella, una rata de alcantarilla. ¿Cómo podría pagárselo? Cuánto haría para mostrarle su infinito agradecimiento por haber compartido con ella toda su sabiduría, por encaminarla al camino de la verdad. Ya sabría su maestro cuánto devoción le profesaba. ¡Qué
  • 57. 57 exaltación, qué felicidad sentía! Por horas practicó sus técnicas de vuelo hasta que la gaviota regresó de su viaje astral. Entonces, sin esperar a que se recomponga de la agotadora travesía, corrió a recoger agua con las conchas . –Maestro, permíteme limpiar tu cuerpo puro –exclamó la rata con devoción. La gaviota no pareció sorprenderse. –Así sea, hija mía. Extendiendo sus alas para que la rata tuviera el privilegio de limpiar cada una de sus plumas. Al terminar el aseo, la gaviota se incorporó e hizo una finta. –Ahora voy por peces, para que tu esforzado cuerpo recupere sus energías. Pero tal perfección no debía ensuciarse con labores mundanas. –No, maestro, déjeme ir a mí, un espíritu como el suyo no debe perderse en quehaceres vanos. –Cuánta razón tienes, querida rata; en este mundo hay muchos seres que, como tú, necesitan de mi ayuda. Además, ahora que ya estás aprendiendo a aletear, aprenderás también a pescar. No es que sea necesario comer cuando uno llega a la perfección, pero mientras estemos en este nivel primitivo y terrenal del espíritu debemos alimentar el cuerpo al cual estamos encadenados. Además, de ese modo, asumirás mejor tu nueva condición de gaviota. Así que ahora haremos una prueba de tus habilidades pesqueras. Tienes diez minutos para traer todo el pescado que puedas. La rata se dirigió a la orilla y se detuvo. Aún tenía temor a que aparecieran los tiburones. Recordó además al monstruo de metal con sus enormes tentáculos atrapando la multitud de peces. Pero se sobrepuso. Recolectó rápidamente algas de la playa, se construyó una red de tentáculos y se la amarró a la cintura. Había obtenido cierta experiencia marina en sus peripecias con el delfín. Corrió lo más rápido que pudo hasta el agua y brincando las primeras líneas de espuma se sumergió para salir deslizándose sobre las olas hasta pasarlas. Tras ellas algunos pequeños cardúmenes se agitaban