La llegada del ferrocarril, si bien no concluyó con los arreos, acortó las
distancias; bastaba con arrear hasta la estación más próxima y allí cargar la
hacienda en los vagones jaula del tren que estaban estacionados en el brete.
A mediados del siglo pasado aparecieron los camiones de transportar
hacienda, que van directamente y a cualquier día y hora a la puerta del
establecimiento donde se encuentra la hacienda que se desea transportar. Esto
concluyó con los arreos, con las tropas y con los troperos.
Ya no se ven pasar más por los caminos rurales las tropas en viaje, ni se oye
el grito de los troperos animando el arreo, ni el tañido de los cencerros de las
madrinas tropilleras que iban a la cabecera.
Hasta no hace muchas décadas, quienes
MAYO 1 PROYECTO día de la madre el amor más grande
Camperadas 11111
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costumbres y tradiciones
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Bernardo Alemán
Arreos de los aborígenes.
Recientemente nos referimos a los arreos que emprendían los aborígenes
con la hacienda robada en las estancias de la pampa, rumbo a Chile.
En estos arreos, a diferencia de los que hemos venido reseñando, era
fundamental la velocidad, después del malón salían de escape con las haciendas
sacadas de las estancias fronterizas, rumbo al desierto donde se hallaban sus
tolderías, procurando poner distancia con sus perseguidores de las fuerzas
fortineras.
Para ello, el planteo era más o menos el siguiente: una vez reunidos los
distintos cortes de hacienda provenientes de las estancias asaltadas, en una sola
tropa, se colocaban a retaguardia del arreo los indios de pelea, para defenderlo de
posibles ataques. Esta fuerza estaba compuesta por lo más aguerrido en calidad
y en cantidad suficiente. Otro grupo menor, acompañado por la “chusma”, que
integraban mujeres, niños y ancianos de la tribu, se ponían en movimiento
apurando la tropa para alejarse lo más rápidamente posible; no se andaba con
cuidados ni miramientos; animal que se cansaba y no podía seguir el ritmo
acelerado impuesto al arreo, se lo dejaba atrás y casi siempre era muerto a
lanzazos para que no lo aprovecharan los perseguidores. Esto ocurría tanto con
los animales grandes como con los pequeños o recién nacidos que no podían
mantener el trote largo de los demás.
Las guarniciones de frontera, alertadas de la invasión, procuraban salirle al
cruce ganándoles la delantera. Si lo obtenían se trababan en combate con los
guerreros que defendían el botín producto del malón. Si estos resultaban
derrotados abandonaban el arreo huyendo en diferentes direcciones para
confundir a los milicos quienes, finalmente regresaban a sus destacamentos
arreando los animales abandonados que sobrevivían.
Hubo circunstancias en que fueran los indios quienes atacaran arreos de los
cristianos para apoderarse de la tropa. Tal lo que relata el Coronel Prudencio
Arnold en su obra “Un soldado argentino”, cuando fue destinado con su dotación
a custodiar un arreo de seis mil vacunos, mulas y caballos con destino a
Mendoza.
Un arreo de la magnitud que refiere Arnold, ocupaba de treinta a cuarenta
cuadras de extensión, de manera que para poder custodiarlo tuvo que fraccionar
su gente colocando una parte cerca de la cabeza, otra a igual distancia del centro
y la restante en la culata para cubrir la retaguardia.
El ataque de los ranqueles se produjo en la oscuridad de la noche al llegar al
Corral de Bustos en la provincia de Córdoba. Los indios cargaron el centro del
arreo tratando de cortarlo en dos para provocar la confusión y sacar la mejor
tajada. Arnold desde la culata, al sentir el tropel ordenó a su trompa de órdenes
tocar a la carga y se lanzó “sobre aquel trobellino, chocando primero con las astas
de las vacas que venían huyendo en montón y luego indios y peones, todos
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mezclados y confundidos por la oscuridad de la noche.” Los ranqueles, que no
contaban con la presencia de Arnold y sus milicianos, “sorprendidos en esta
refriega se declararon en derrota, retirándose precipitadamente, perdiendo sus
caballos y mulas de silla y la mayor parte de sus ropas, que para alivianar sus
caballos habían dejado amontonada para asaltar las haciendas”.
Mientras esto ocurría en la fracción de la retaguardia, en la cabecera ni el
patrón de la tropa, ni los soldados del destacamento, ni los troperos se enteraron
de nada, “tal era la distancia que nos separaba que ni los gritos, pero ni aún las
detonaciones de las armas y los trompas tocando ataque habían sentido.
Evidentemente, si no hubiera estado Arnold con su destacamento militar,
los ranqueles habrían muerto o puesto en fuga a los peones de la tropa y se
habrían marchado con las seis mil cabezas a sus tolderías de la pampa central.
No fue este el único caso en la historia de asaltos cometidos por los
indígenas a tropas o tropillas bajo protección militar; notable fue el caso en que
robaron la caballada del Regimiento 3 de Caballería, los famosos “blancos” del
coronel Villegas en la guarnición de Trenque Lauquen, allá por el año 1877. La
tropilla de los blancos, como seiscientos, estaba encerrada en un corral con zanja
con una sola entrada custodiada por ocho milicos bajo las órdenes del sargento
Carranza. Durante la noche una partida de indios del Cacique Pincén se llegó
hasta el corral, aprovechando que la custodia de guardia dormía en su mayoría,
cavó la zanja rebajando los bordes, agarró las yeguas madrinas silenciando sus
cencerros y salieron por el portillo abierto en la zanja con las madrinas de tiro
seguidas por toda la caballada. Al amanecer, cuando despertaron los centinelas,
los blancos habían desaparecido y estarían ya a muchas leguas de distancia
rumbo al desierto. El Sargento Carranza se armó de coraje y fue a dar parte al
Coronel Villegas, imaginándose el castigo correspondiente que podía llevarlo
incluso al pelotón de fusilamiento. Villegas mandó llamar a su segundo, el Mayor
Sosa y le ordenó que con 50 soldados montados en caballos traídos de un fortín
vecino, marchase en procura de los “blancos”, llevando, por supuesto, consigo al
Sargento responsable del episodio y con la orden de no regresar sin los caballos
robados.
El contingente partió en cuanto estuvo listo y al galope largo se adentró en
el desierto siguiendo la rastrillada dejada por la tropilla y los indios. Marcharon
toda la noche y al amanecer del día divisaron los montes del territorio de la
Pampa. Al llegar a un bajo destacó una descubierta para que inspeccionara dicho
bajo y el monte. Al rato llegó a media rienda uno de la descubierta para anoticiar
que en ese bajo había una toldería y allí estaban los “blancos” sueltos junto con
unos caballos de la tribu. Inmediatamente se ordenó montar los caballos de
reserva y cargar al enemigo. Los indios fueron tomados totalmente de sorpresa.
No tenían más que un caballo agarrado en el que consiguió salvarse sólo el
caballerizo. Los demás indios de pelea fueron muertos en la carga; la chusma fue
tomada y llevada prisionera junto con los blancos y los demás caballos de los
aborígenes. Al día siguiente entraba en el cuartel el Mayor Sosa y desfilaba con su
tropa montada en los blancos frente a la Comandancia de Villegas que observaba
la escena un tanto pálido de emoción.
Una situación similar se dio en la frontera norte de Santa fe, cuando el
Coronel Obligado se disponía a avanzar la línea de fortines desde el río Salado
hasta el arroyo de El Rey. En un lugar a retaguardia de la frontera, conocido
como el Rincón de Avechuco, se hallaba concentrada la caballada de reserva en
ese año de 1872. Esa caballada, más de novecientos yeguarizos, había sido
utilizada en la provincia de Entre Ríos cuando el levantamiento de López Jordán.
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Pertenecía al 6 de Caballería de Línea y se estaba reponiendo de esa agotadora
campaña en la reserva de Avechuco. La misma se hallaba doce leguas a
retaguardia del Fuerte Belgrano, Comandancia de la antigua línea, sobre la
margen izquierda del Salado, en tierras pertenecientes a la Colonia San Justo.
La caballada en cuestión, se encontraba al cuidado de un Capitán, un
Alférez y diez soldados. Un 26 de enero a la una de la tarde, cien y tantos indios
avanzaron la invernada, dieron muerte a uno de los cuatro soldados que
custodiaban en ese momento los yeguarizos, lancearon los caballos que tenían
atados a soga el Capitán para que no pudieran perseguirlos y se alzaron con
quinientos y pico de animales.
Los indígenas entraron a la invernada, provenientes de la otra banda del
río, del llamado Rincón de San Antonio. Producida la sorpresa, volvieron a
vadear el río con el arreo y tomaron rumbo al Oeste en dirección a la Capivara
donde existía un fortín de la antigua línea.
Desde la Comandancia General se mandaron chasques a todos los cantones
para que interceptaran el robo, impidiendo que cruzaran el Salado y se
internaran en el Chaco. Hubo gran movilización en la frontera, por todos lados
salían partidas tratando de alcanzar a los montaraces, o siquiera cortar rastros
del arreo para perseguirlos por detrás. Todo fue inútil, los indios eludieron las
partidas persecutorias y una noche, entre los cantones Hernán Cortés y Francisco
Pizarro consiguieron atravesar el río y ganar el Chaco. “Un chasque que iba de un
fortín al otro, sorpresivamente se encontró con el arreo que estaba vadeando por
el paso de Los Chañares. Perseguido por los indios el chasque consiguió escapar
abandonando su montado y arrojándose al río donde se escondió entre la
maciega, para continuar luego a pie hasta el fortín, dando el aviso
correspondiente. Fue el único que vio a los asaltantes. Varias partidas salieron en
su persecución, creyendo fácil alcanzarlos sabiendo el punto y el momento por
donde vadearon el río, pero todo fue inútil, se habían esfumado como por arte de
magia. Posiblemente, sintiendo cerca de sus perseguidores, se fraccionaron en
grupos reducidos, tomando diferentes rumbos que confundieron a los baqueanos
de las tropas fortineras”.
“En un último intento que efectuó el Coronel Manuel Obligado, envió al
Sargento Mayor Raymundo Oroño al interior del Chaco con sesenta hombres
para recuperar la caballada. El mismo consiguió batir a los montaraces y
quitarles parte del robo que habían llevado”. El encuentro tuvo lugar un mes
después de ocurrido el episodio, en el Estero del Tigre, cerca del Monte
Impenetrable, al norte de Tostado.
“La recuperación de la caballada fue de primordial importancia para la
realización de los proyectos de Obligado: sin ella hubiera quedado inmovilizado
en las posiciones alcanzadas hasta entonces y aun con dificultades para
sostenerse en las mismas, si los indígenas continuaban con sus embates en la
extensa línea de fortines».
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