La empresa sostenible: Principales Características, Barreras para su Avance y...
94. conspiracion contra carrera
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década de 1820
imprimir José Miguel Carrera 18201821
William Yates
Conspiración contra Carrera
[Conspiración contra Carrera en San Luis. Conducta de algunos de sus oficiales. Marcha sobre San
Juan. La travesía. Encuentro con los sanjuaninos. Combate de Punta del Médano y derrota de Carrera por
las fuerzas de Albín Gutiérrez.]
Mientras permanecimos en San Luis se tramaron contra nosotros dos
revoluciones; una dirigida por cuatro oficiales de nuestra división; otra por Aldao
1 y algunos oficiales enemigos, que, habiendo caído prisioneros, fueron puestos
en libertad por el mismo Carrera, pero pidieron seguir bajo nuestra protección,
buscando sin duda la primera oportunidad para traicionarnos.
Para explicar las desavenencias surgidas entre nuestra oficialidad, hay que
tener en cuenta que tres oficiales —comandantes de partidas en la campaña—
habían procedido en forma indigna de su jerarquía militar permitiendo a sus
soldados el pillaje y saqueo de varios pueblos, y aun más, participando del botín,
para deshonra de su cargo y de nuestra causa. Con este motivo fueron acusados
al general por otros oficiales, deseosos de que se deslindaran responsabilidades y
se diera de baja a los culpables. Pero éstos eran muy queridos por la tropa, en
razón de las licencias que permitían, y el general no creyó oportuno el momento
de castigarlos por el temor de provocar deserciones. Eso no obstante, nombró un
tribunal militar, presidido por el coronel. Una vez en San Luis, ese tribunal fue
investido de plenos poderes para investigar la conducta de todos los oficiales en
las pasadas campañas, pudiendo someter a juicio y castigar a los culpables,
según la gravedad de sus delitos, con las penas que impone en esos casos una
corte marcial. La resolución del general debía mantenerse en secreto para la
mayoría de los oficiales, pero fue conocida precisamente por los que podían
esperar el castigo de sus delitos y desde ese momento se dieron a conspirar
incitando a los soldados a desertar con ellos.
Dirigía la conspiración don Manuel Arias, nombrado anteriormente —como
dijimos— comandante de la Sierra de Córdoba. Arias era hombre de unos
cuarenta y cinco años y aunque nunca había sido militar gozaba de gran
ascendiente entre el paisanaje, como que se trataba del caballero más rico y
respetable de la Sierra. Por eso Carrera le considera el más indicado para
comandante de aquel distrito.
Cuando levantamos el sitio de Córdoba, quedó con trescientos milicianos y
en nuestra ausencia fue atacado y derrotado fácilmente. Desde entonces se acogió
a nuestro ejército, como protegido y sin ninguna función ni autoridad. Llegados a
San Luis, fue designado comisario y no se condujo rectamente, por lo que se le
reemplazó con otro ciudadano adepto a la causa. Careciendo de ocupación, dióse
a cortejar a una joven de la ciudad y la sedujo al punto de que la joven se escapó
con él; pero como era casado y padre de numerosa familia, Carrera creyó
conveniente separarlos y hacer conocer a ella los antecedentes de Arias. Este se
había fingido soltero y oficial de Carrera. Dicho queda que no era ni lo uno ni lo
otro. La dama, no obstante su decepción, y como Arias había ganado mucho
ascendiente sobre ella, se manifestó decidida a sacrificarlo todo y seguir en
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compañía del seductor. Pero Carrera la entregó a sus padres con la obligación de
no dejar la casa mientras permaneciéramos en la ciudad. Tales fueron los
agravios que impulsaron a don Manuel Arias para tomar parte en el motín.
Mediaba también la circunstancia de que uno de los oficiales conjurados, Moya,
estaba para casarse con una de las hermanas de Arias, cuando volvieran a la
Sierra. Lo que nunca supimos fue el destino que pensaban dar a las tropas.
La lealtad de nuestros soldados desconcertó a los jefes de una y otra
conspiración. Sus planes no llegaron a conocimiento de Carrera sino más tarde,
cuando dichos jefes lo hicieron prisionero, porque procedían con notable cautela
y es de advertir que ambos bandos conspiradores obraban independientemente,
llevados por distintos móviles y desconociendo recíprocamente tanto sus planes
como sus proyectos futuros.
El general no conocía bien la naturaleza del terreno que debía atravesar y lo
mismo puede decirse de todos sus oficiales. De ahí que viérase obligado a valerse
de mentores y guías que sólo pensaban en traicionarnos y preparar nuestra
ruina. El principal entre ellos era Aldao, hombre asaz astuto para hacer creer a
Carrera en su sinceridad y adhesión. Los guías nos aconsejaban como más
conveniente el camino de San Juan y en ello coincidía Carrera, cuyo plan era
detenerse en San Juan hasta que diera paso la cordillera, organizar un ejército de
dos o tres mil hombres y pasar a Coquimbo, donde recibiría la capitulación de
O’Higgins, sin necesidad de abrir hostilidades en Chile.
Habiéndose decidido el general por la ruta de San Juan, destacó algunas
partidas que debían adelantarse por el camino de Mendoza. Esas partidas
atacaron y derrotaron a las avanzadas mendocinas. Con esta estratagema se
proponía Carrera engañar al enemigo, fingiendo que tomaríamos ese rumbo.
Pero los enemigos tenían informes de nuestros mismos guías sobre la verdadera
ruta y adoptaron medidas para interceptarnos el paso.
El 21 de agosto de 1821 2 nos pusimos en marcha desde San Luis, camino
de San Juan. Jiménez, el gobernador, nos acompañaba con ochenta puntanos
que desertaron en su mayor parte al aproximarse el enemigo. Nuestras
caballadas se habían reducido al último extremo en el campamento de San Luis
por falta de pastos naturales; éstos sólo se logran artificialmente y habían sido
consumidos por los caballos del enemigo antes de que llegáramos a la ciudad.
Ya en marcha hacia San Juan, advertimos —demasiado tarde— que
debíamos atravesar una extensión desierta y arenosa, escasa de agua, sin otra
vegetación que algunos mezquinos malezales cuyos desecados ramajes fueron el
único alimento de los caballos en una distancia de ochenta leguas. Los baquianos
anunciaban de continuo que al día siguiente encontraríamos pastos para los
caballos y así nos llevaron, de un día para otro, insensiblemente, hasta que llegó
el momento en que habíamos avanzado a un extremo que ya nos era imposible
retroceder. Las divisiones enemigas habían ocupado San Luis pocos días después
que dejamos la ciudad y si volvíanlos atrás, dábamos a los contrarios la
oportunidad de unir todas sus fuerzas.
Confiábamos, a pesar de todo, en que podríamos recibir caballos si
llegábamos a San Juan y en ello cifrábamos nuestra esperanza. Continuamos así
el avance y el 28 de agosto descubrimos en las márgenes del Río San Juan un
fuerte destacamento que se disponía a cerrarnos el paso. El río era ancho,
profundo y difícil de atravesar. Con todo, el pasaje se hizo sin mayores pérdidas y
dispersamos al enemigo, siguiendo luego la dirección de San Juan.
Las fuerzas principales de esa provincia acampaban en un llano
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denominado la Ligua, a cierta distancia de la ciudad. Por la noche hicimos alto
muy cerca del campamento, con intención de atacar en la mañana siguiente.
Apenas si llegaban a veinte los caballos de nuestra división aptos para el servicio
y el general había tenido noticias, por un prisionero tomado ese mismo día, de
que en Guanacache, un lugar situado a ocho leguas sobre el camino de Mendoza,
existían caballadas. Supo también que los mendocinos venían en marcha y
esperaban unirse con los sanjuaninos de un momento a otro. Con estas noticias,
Carrera modificó su plan y en lugar de atacar a los sanjuaninos de madrugada,
como se lo proponía, decidió caminar hasta Guanacache, apoderarse de los
caballos e interceptar el paso a las fuerzas de Mendoza, antes de que se unieran a
las de San Juan.
La experiencia había enseñado a nuestros soldados que sus éxitos
dependían tanto de la superioridad en el valor personal como del estado y calidad
de los caballos y aunque no murmuraron, marchaban desalentados, como quien
va a entregarse, víctima indefensa, en manos del enemigo. 3
Desde San Juan, un amigo de Carrera había mandado cuatrocientos
caballos a un potrero cercano a Pie de Palo y al mismo tiempo una carta dirigida
al mismo Carrera, indicándolo dónde los encontraría. También le hacía saber que
toda la ciudad estaba en su favor y que trescientos soldados de infantería que
habían pertenecido al Regimiento Nº 1, se pasarían a nosotros tan pronto como
atacáramos la plaza. Por desgracia, la carta fue interceptada y los enemigos
tomaron las necesarias medidas de seguridad, apoderándose de los caballos que
nos estaban destinados, mientras reducían a prisión a todas las personas
sospechosas.
Los mejor montados de nuestra división, formando una partida de treinta
hombres, se adelantaron hacia Guanacache con orden de recoger todos los
caballos que encontraran y observar a los mendocinos. Otra partida siguió a
retaguardia de nosotros, a considerable distancia para verificar si los sanjuaninos
volvían a San Juan o nos seguían. Caminarnos muy pocas leguas durante ese día
y nos vimos obligados a detenernos en un médano o campo de arena muy
blanda, sin aguadas ni pastos, porque era tal el estado de los caballos que se
hacía imposible continuar la marcha o buscar una posición más conveniente.
La partida de avanzada encontró un destacamento de soldados enemigos
en Guanacache. Se hallaban éstos en un potrero y, sin tiempo para salir, fueron
casi todos acuchillados por los nuestros. Escaparon algunos pocos a Mendoza
con la noticia de lo sucedido. Por un cura que cayó prisionero y que era un espía
del enemigo, supimos que los mendocinos estaban muy próximos. Mandamos
entonces un chasque a Guanacache ordenando que volvieran al instante los de la
partida, con todos los caballos que hubieran podido arrear, y que se unieran a
nosotros. Idéntica orden se despachó a la retaguardia, pero poco a poco
descubrimos al ejército mendocino, que había tomado una posición ventajosa
entre nosotros y la partida de avanzada, cortándonos toda comunicación.
Fue de esta manera como nos encontramos frente al enemigo, mientras
nuestros hombres más valientes y mejor montados andaban lejos de nosotros.
Los soldados ya no mostraban aquella decisión y brío de otras veces. La mayoría
montaba en caballos inútiles; algunos iban en muías, otros a pie, llevando el
caballo del diestro. Tal era nuestra lastimosa situación en la mañana del 31 de
agosto de 1821.
El general no desesperó en trance semejante; por el contrario, adoptó en
seguida las disposiciones para el combate. Sumaban nuestras fuerzas en total
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cuatrocientos setenta hombres, de los cuales se sacaron ciento cincuenta con sus
oficiales para atacar la línea enemiga. Si los caballos de estos hombres iban en
muy mal estado, los restantes eran al extremo inservibles. Así avanzamos en
línea sobre el enemigo, mientras el resto de las fuerzas, incluso las mujeres,
prisioneros, arrieros y bagajes marchaban en columnas con mucha lentitud. 4 El
enemigo ocupaba una fuerte posición: ambos flancos de su ejército, compuestos
de caballería, quedaban protegidos, uno por la laguna de Guanacache y el otro
por un monte cercano donde se apoyaba. El centro estaba formado por
seiscientos hombres de infantería colocados tras un foso corrido que habían
construido fácilmente en aquel terreno arenoso, casi imposible de salvar para
nuestros caballos enflaquecidos. Una guerrilla de la izquierda nos molestó
mucho; sin embargo, la hicimos retroceder hasta colocarse en su línea. El estado
de nuestros caballos no nos permitió intentar un reconocimiento cercano a la
línea enemiga y cerciorarnos de la consistencia de sus posiciones. Cuando
estuvimos a tiro de fusil abrieron el fuego. Benavente hizo alto, preparó sus pocos
soldados para la carga y notándolos algo desalentados, trató de infundirles
ánimo; les recordó todos los riesgos y obstáculos vencidos hasta entonces,
comparó el presente con los peligros pasados y les hizo ver que la felicidad futura
dependía por entero de este combate. Pero como advirtiera que los soldados se
mantenían irresolutos les preguntó perentoriamente y con fiero semblante si iban
a entrar o no en batalla. Respondieron entonces animosamente que seguirían a
su comandante y morirían con él, pero lo hicieron más por temor de aparecer
cobardes que por abrigar ninguna esperanza de triunfo. Tocaron a la carga y
avanzamos bajo el fuego enemigo con la rapidez que permitían las escasas
fuerzas de nuestros caballos. Muy pronto caímos en un pesado arenal; muchos
de los caballos se hundían en la arena sin fuerzas para avanzar; otros
adelantaban pero alejándose del grueso de la tropa; y de esta manera, por
inutilidad de los caballos y por la naturaleza del terreno, vimos rota nuestra línea
antes de ponernos en contacto con el enemigo. Cuando pudimos hacerlo, no
estábamos en condiciones de atacar ni de salvar el foso que defendía su frente. El
coronel y los oficiales se esforzaron por pasarlo, pero los soldados, ante el intenso
fuego que se hacía desde pocos metros, creyeron imposible atravesar el foso y se
retiraron en desorden. Fuimos perseguidos por la caballería enemiga en unos
trescientos metros. En esas circunstancias encontramos al general. La tropa se
sintió reanimada y obligó al enemigo a ganar las trincheras. Se había levantado
un polvo muy fino que nos impedía casi respirar y nos cegaba impidiéndonos ver
y evitar los movimientos que el enemigo pudiera efectuar para rodearnos; de ahí
que no supiéramos mantener la ventaja obtenida. Se tocó a reunión y formamos
muy cerca de las posiciones enemigas esperando el ataque. La nube de polvo se
disipaba poco a poco y pudimos ver a los mendocinos en su campo, al parecer en
la misma incertidumbre que nosotros; pero muy luego destacaron guerrillas
renovando el ataque.
En esta escaramuza nuestros caballos estaban agotados de cansancio, pero
unos cuarenta o cincuenta soldados habían podido por fortuna subir en los
caballos de los enemigos muertos o desmontados en el choque y esos soldados
dispersaron las guerrillas. Durante el furor de la lucha, y antes de que la tropa
considerara el peligro, el coronel decidió renovar el ataque. Éramos como cien
hombres y con ellos Benavente cargó a la caballería sobre el flanco izquierdo,
dejando todo el resto de la línea descubierta y desatendida. Al aproximarnos a la
línea enemiga, Albín Gutiérrez, que era el general, abandonó su caballo
refugiándose en el cuadro de la infantería. 5 El comandante de la caballería de ese
flanco, siguió el ejemplo del general pero a pretexto de que su caballo no obedecía
a la rienda espantado por el ruido de los fusiles. La oficialidad inferior y soldados
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de caballería, abandonados así por sus jefes, se pusieron detrás de la infantería —
lo que no era censurable— y aquella tuvo un fuego oblicuo tan vivo que nos
obligó a retirarnos otra vez, pero en buen orden y sin que se nos persiguiera.
Todavía hicimos alto dando cara al enemigo y mientras el coronel enrostraba a
los soldados su cobardía por haber iniciado la retirada sin esperar sus órdenes,
echamos de ver una gran polvareda que indicaba el avance del ejército de San
Juan. Con esto cundió el terror entre la tropa y a duras penas pudimos evitar que
lo exteriorizara delante de los contrarios que estaban ya sobre nosotros. Los
soldados se mostraban ansiosos de salvarse e intentaban la fuga. Entonces los
oficiales formaron a retaguardia con orden de matar al primer soldado que
retrocediera o mostrara miedo ante el enemigo.