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década de 1820
imprimir José Miguel Carrera 18201821
William Yates
Marcha hacia la frontera
[Marcha hacia la frontera. Penurias y privaciones. La llegada. Primer encuentro con los cordobeses.
Consideraciones sobre la política de O’Higgins. Combate del Chajá. Combate en la ensenada de las Pulgas.
Triunfo de Carrera. Entrada en San Luis].
Al fin se señaló el día de nuestra marcha despachándose emisarios a los
caciques circundantes para informarles, que, por imperiosa necesidad, debíamos
partir de inmediato. Les agradeció Carrera la hospitalidad que nos habían
brindado y les comunicó asimismo que por el momento no necesitaba de sus
auxilios pero que los aceptaría en la primera ocasión y en cuanto las
circunstancias lo exigieran. Eso no obstante, hizo presente que admitiría un
capitán de cada tribu como acompañante porque necesitaba de guías para el
caso de tener que emprender nueva retirada hacia los toldos. De esta manera no
rechazaba por completo la ayuda que se le ofrecía. Fue así como nos
acompañaron cuarenta capitanejos indios que formaban la escolta del general. 1
Después de algunos días de marcha, nos encontramos perdidos en un
desierto, donde los mismos indios se sintieron desorientados. Entonces el general
resolvió guiarnos él en persona valiéndose de una brújula de bolsillo y un mapa
pequeño que llevaba consigo. Nos vimos reducidos a un estado miserable. Las
provisiones se habían agotado en un territorio donde el agua es en extremo
escasa y no se encuentra bicho viviente sino son víboras y otras alimañas
venenosas. A pesar de todo, continuamos la marcha. Matamos, para
alimentarnos, algunos caballos que ya no podían caminar, y dos días después
llegamos a un lago de aguas tan saladas como las del mar. Ni los hombres ni los
caballos estaban en condiciones de continuar camino, tanto habían sufrido con el
calor y la falta de agua. Entonces el general ordenó que cada escuadrón se
dividiera en grupos de cinco hombres y cada grupo se dedicara a cavar un pozo a
bastante distancia del lago. Se emprendió la tarea con empeño y cuando se hubo
llegado a una profundidad de cinco pies, el agua empezó a brotar: era salobre y
nauseabunda; pero así mismo, resultaba un regalo; bebimos tanta que nos
enfermamos y pasamos una noche angustiosa. Del agua de los pozos bebieron
también mil quinientos caballos y muchos murieron esa misma noche.
En la mañana siguiente recogimos agua suficiente en barriles, para nuestro
uso, dimos de beber otra vez a la caballada y reanudamos el camino, guiándonos
siempre por la brújula.
Como no existen ríos en toda esa comarca, y los lagos —casi todos salados
— están a enormes distancias uno de otro, no disminuyeron nuestras penurias, si
bien a fuerza de sufrirlas nos íbamos connaturalizando con ellas y las
sobrellevábamos mejor. Por fin, después de treinta y tres días llegamos a la
frontera. Habíamos avanzado una legua más de lo que creíamos. Nos acercamos
a una estancia2 del límite de Córdoba, donde encontramos ganado en
abundancia y una chacra con muchas hortalizas. Esto no pudo ser más oportuno
porque nos hubiera resultado imposible continuar dos días más nuestra marcha,
después de las privaciones y fatigas soportadas.
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Estábamos cenando cuando se presentó una partida de cordobeses. Los
dejamos acercar porque nuestros caballos iban en muy malas condiciones, y
llegado el momento, un escuadrón, reforzado con algunos indios, salió a
recibirlos. Los enemigos fueron derrotados y perseguidos. Ocho indios que
tomaron la delantera en la persecución lograron apresar a uno de los contrarios
— cuya vida respetaron según las órdenes recibidas del general que quería que no
se matara a nadie y se le llevaran con vida al campamento todos los prisioneros
que se hicieran. El que tomaron los indios nos fue de mucha utilidad, porque no
sólo nos dio informes exactos sobre el lugar en que nos encontrábamos —en
realidad desconocido para nosotros— sino que nos sirvió de baquiano y nos guió
adonde el enemigo ocultaba sus caballadas, brindándonos la oportunidad de una
buena remonta.
O’Higgins había mandado armas, dinero y municiones a los gobernadores
de San Juan, Mendoza, San Luis y Córdoba a fin de comprometer esas
provincias como mercenarias para que nos hicieran la guerra y nos impidieran
pasar a Chile. El Regimiento chileno llamado Guardia de Honor, así como
algunos soldados y oficiales de otros regimientos, que el Director consideraba de
confianza, recibieron órdenes de partir de Santiago y cruzar los Andes para
ayudar a los mercenarios en la empresa de exterminarnos. Pero cuando esas
tropas llegaban a Chacabuco se les ordenó retroceder. Era que O’Higgins,
pensando mejor, se había convencido de que ningún chileno pelearía contra
nosotros, y, por el contrario, muchos de los que se enviaran para hacerlo,
pasarían a engrosar nuestras filas. O’Higgins no había podido decidir a los
chilenos a que combatieran contra el hombre que los había dirigido, el primero,
en sus luchas contra sus opresores, que había libertado el país y gastado una
fortuna en sostener su independencia, que por su rango, su carácter, su bondad,
ganara el amor y el respeto de sus conciudadanos. Por eso ahora, el Director
Supremo, que sólo era obedecido de unos pocos tiranuelos y usurpadores
detestados en el país sobre el que ejercían su despótica autoridad, creyó que el
oro chileno sería de más eficacia para terminar con Carrera. De ahí que llegaran a
las provincias nuevas remesas de dinero destinadas a levantar fuerzas que
suplirían a los contingentes chilenos vueltos a Santiago. Mendoza recibió treinta
mil pesos de ese dinero, la misma suma San Juan y Córdoba, respectivamente, y
doce mil San Luis.
Nuestros efectivos ascendían a ciento cuarenta hombres, que con los
cuarenta indios de la escolta del general, componían una fuerza de ciento ochenta
soldados, excluidos los oficiales. 3 Y para destruir esa pequeña pero temible
división, se pusieron en campaña miles de soldados.
Los peligros y privaciones de que habíamos triunfado nos enseñaron a
esperar con paciencia todas las desventuras que pudieran acaecemos en
adelante. La tropa iba bien montada y tenía conciencia de su superioridad sobre
cualquier fuerza que pudiera atacarla. Con su escasa pero entusiasta hueste,
siguió Carrera la marcha, sabiendo que el enemigo avanzaba para cortarnos el
paso.4 Envió comunicaciones a los gobernadores de Córdoba y San Luis,
informándoles que continuaría camino a Chile, con su asentimiento y de lo
contrario, por la fuerza. Que en caso de permitirle pasar esos gobiernos, todo
cuanto consumieran los soldados se pagaría y que por su parte, pondría el mayor
cuidado en que nadie diera motivo a hostilidades. Seguimos avanzando sin
recibir ninguna contestación, y en el Chajá 5, ignorantes del peligro en que nos
encontrábamos, nos vimos sorprendidos por Bustos, gobernador de Córdoba, al
frente de seiscientos veteranos, mientras a retaguardia, doscientos milicianos nos
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tendían una emboscada. Habíamos acampado en un vallecito rodeado de altas
lomas por todos lados. El sol estaba muy fuerte. Tres centinelas que se habían
apostado en alturas estratégicas, desmontaron para protegerse del sol a la
sombra de sus caballos y fueron vencidos por el sueño. Por eso no advertimos el
avance del enemigo hasta que le vimos aparecer en lo alto de un cerro,
disponiéndose a la carga, formado en dos líneas. Los soldados quedaron más que
sorprendidos ante aquel inesperado ataque. Los pocos que tenían caballos
ensillados, montaron enseguida. Otros sólo tuvieron tiempo de enfrenarlos y
saltaron en pelo. El general, apenas si pudo tomar su espada y montar en el
caballo de una mujer, dejándose el sombrero y la chaqueta. Todo fue confusión y
desorden; no hubo tampoco tiempo de organizar ninguna formación. Nuestros
hombres empezaron a dispersarse en retirada hacia un desfiladero que quedaba
a nuestra espalda y donde Bustos había emplazado una partida en emboscada.
Pero unos cuarenta soldados con algunos pocos indios permanecieron firmes y
resueltos a vender caras sus vidas. En medio de una salvaje gritería se lanzaron
de súbito al ataque sin considerar el peligro. Los fugitivos, cuando vieron aquella
escena y a sus compañeros que luchaban, se sintieron avergonzados de su terror
y por un impulso común, volvieron sobre sus pasos en desorden y se arrojaron
sobre los enemigos con ímpetu furioso. Estos no pudieron resistir la violencia de
la acometida. El segundo comandante y los principales oficiales de la primera
línea fueron muertos. En consecuencia esa lineo cedió, y retrocediendo sobre la
segunda, comenzaron ambas a replegarse. Pero el empuje de nuestros soldados e
indios no les permitió resistir. Rotas ya las líneas, los enemigos volvieron grupas
y buscaron la salvación en la huida. Fueron perseguidos en distancia de seis
leguas sin que se les diera cuartel. Los indios, con sus largas lanzas, se vengaron
hasta el exceso de sus enemigos. Ya casi de noche cesó la carnicería y cincuenta
soldados con siete oficiales se trajeron prisioneros 6. Pasamos la noche
recogiendo los heridos graves y los trasladamos a nuestro campamento donde
recibieron los pocos auxilios que podíamos prestarles. En la mañana siguiente se
recorrió nuevamente el campo y se recogieron las armas. Algunos desgraciados,
que desfallecían víctimas de heridas incurables, fueron ultimados a tiros por
razones de humanidad; otros heridos, horriblemente mutilados, pero todavía
curables, se remitieron a San Luis con una guardia de paisanos y una carta para
el gobernador Ortiz, recomendándolos a su misericordia. Ortiz, aunque no había
respondido a la primera carta de Carrera, contestó esta última en forma tan
cortés que nos indujo a esperar una pronta autorización para cruzar la provincia,
sino quería correr el riesgo de oponérsenos.
Continuamos el camino y cuando marchábamos en dirección a San Luis,
pudimos advertir, a mano derecha, una luz débil y vacilante que aparecía y
desaparecía por momentos. Se adelantó una partida para reconocerla y resultó
ser una guardia de avanzada enemiga. Nuestros soldados la obligaron a huir y
una vez que los fugitivos llegaron a sus líneas, corrió la voz de alarma y se
hicieron algunas descargas porque se creyó en un ataque. Los fogonazos de los
fusiles en la oscuridad de la noche descubrieron perfectamente la posición y
extensión de la línea. Como se encontraban sobre un terreno arbolado, casi
desconocido para nosotros, resolvimos mantener nuestra posición durante la
noche y llevar el ataque en la mañana siguiente. La partida nuestra volvió,
habiendo perdido algunos pocos hombres. El enemigo, no obstante la oscuridad
de la noche, emprendió la retirada. Uno de los baquianos desertó y llegó a
nuestro campo en la mañana siguiente. Por él supimos que las fuerzas eran de
San Luis y sumaban ochocientos hombres, mandados por el coronel Videla y el
teniente coronel Suasti. Esperaban de un momento a otro grandes refuerzos de
San Juan, Mendoza y La Rioja, e infantería de San Luis. Al amanecer avanzamos
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sobre el enemigo pero había desaparecido y no pudimos darle alcance pues nos
habían sacado ventaja en la retirada. Eso no obstante, después de quince leguas
de camino, llegamos a las márgenes del río 5°, en cuyos bosques espesos e
impenetrables los púntanos habían ocupado posiciones para impedirnos que
tomáramos agua y abreváramos las caballadas.7 Destacaron un parlamentario
informando al general que tenían órdenes de no atacarle porque el gobernador
Ortiz venía en marcha, a tratar personalmente con él, pero que no debíamos
continuar el avance. Carrera contestó que estaba dispuesto a suspender las
hostilidades por veinticuatro horas, siempre que ellos abandonaran la posición
ocupada sobre la barranca del río. Suasti, que era el parlamentario, se rehusó a
librarnos esa posición, que nos era necesaria porque nos daba acceso al agua y
forzosamente debíamos ocupar. Carrera pidió entonces al parlamentario que se
volviese a su campamento y ordenó al coronel Benavente los preparativos del
ataque a las posiciones enemigas. Suasti, que vio la resolución del general, pidió
algunos minutos para deliberar con los oficiales de su ejército y poco después
prefirieron retirarse antes que combatir, abandonándonos las posiciones
disputadas. Pudimos oír el sonido de los clarines y las cornetas ordenando la
marcha, pero ni vimos las tropas ni supimos adonde se habían retirado. Suasti
nos acompañó al sitio donde acamparíamos esa noche, lo que le dio oportunidad
de apreciar los efectivos de nuestra fuerza. Ya muy tarde llegó un oficial con una
carta del gobernador Ortiz para el general Carrera, que fue contestada en la
mañana siguiente.
El campo que ocupábamos era un espacio cuadrangular de ciento
cincuenta yardas por cada lado, aproximadamente. Hacia el río se extendía una
larga playa de arena; por el lado opuesto un caserío, corrales, huertas y
palizadas. En las otras dos direcciones corrían espesas arboledas.
Muy de mañana, mientras el general se ocupaba en contestar la carta de
Ortiz, oyéronse los clarines enemigos. Sonaban en distintas direcciones. Poco
después nuestras avanzadas hacían saber que el enemigo se acercaba desde
puntos diversos.
Carrera no podía suponer que ese ataque fuera autorizado por Ortiz y creyó
que se trataba de alguna confusión. En consecuencia, mandó un oficial de
parlamento para inquirir la causa de tan desleal proceder. Fue recibido a balazos
y esto nos probó suficientemente los ruines propósitos del adversario. Nuestras
avanzadas se replegaron al cuadrado que ocupábamos, en momentos en que ya
disponíamos la defensa. Algunos oficiales pidieron al general la entrega del
parlamentario que condujera los despachos de Ortiz, asegurando que se trataba
de un espía. Querían fusilarlo delante de nuestra tropa y a vista de sus propios
soldados. Pero el oficial se mostró tan pesaroso e hizo tales protestas de ignorar la
felonía de sus comprovincianos, que el general, lejos de sacrificarlo, lo hizo
conducir con otro oficial fuera del alcance de la tropa. Así pudo salvarse y volver
a su ejército. Entretanto el enemigo aparecía, rodeándonos completamente.
Comenzó el despliegue de guerrillas y las rechazamos, desde el primer momento.
Sobre la orilla opuesta del río aparecieron las partidas más numerosas y
esperábamos el ataque desde esa dirección porque allí se iban concentrando
muchas otras partidas.
Mientras esto ocurría, el general se informó por uno de los baquianos, de
que a una legua de distancia, en medio del monte, existía un terreno llano y
abierto donde podríamos operar con mucha ventaja. Ordenó entonces formar en
columna y emprendimos la marcha en procura de ese lugar. No nos opusieron
resistencia a través del bosque tal vez considerando imposible un movimiento de
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conjunto. Pero se anticiparon a nuestro plan y cuando llegamos a la Pampa del
Pulgar 8, encontramos que nos esperaban allí para presentarnos combate a
orillas del monte. El general ordenó una conversión simulando la retirada, todo
con el fin de atraerlos al medio del campo y evitar que pudieran encontrar apoyo
en sitios que les eran familiares. No comprendieron la maniobra y envanecidos
por la superioridad del número, nos creyeron acobardados y dispuestos a eludir
el ataque. Fue así que emprendieron la persecución, confiados en un fácil triunfo,
como el que obtuvieron sobre los españoles cuando los masacraron en San Luis
9. Pero una vez que estuvieron en medio del campo, nos volvimos y les
presentamos batalla. Al ver nuestra actitud se detuvieron como sorprendidos
ante tan súbito e inesperado cambio de frente y hubo confusión en las filas
cuando advirtieron que la retirada obedecía al único propósito de alejarlos del
monte. Recordarían también la suerte que corrieron los cordobeses en el Chajá y
esto debió de impresionarlos porque habían visto los heridos mandados a San
Luis y oído los relatos de aquella acción. Con todo, la superioridad del número les
infundió esperanzas. En verdad, las fuerzas que presentaban eran excelentes.
Formaban el flanco derecho doscientos soldados de caballería en línea de batalla,
apoyados por una columna de reserva de doscientos hombres que se mantenían
cincuenta yardas a retaguardia. El flanco izquierdo estaba compuesto por un
número igual de fuerzas idénticamente formadas. Ocupaban el centro cien
hombres de infantería disimulados a nuestra vista por soldados de caballería que
se movían a derecha e izquierda y que dejaron al descubierto a los infantes tan
pronto como se inició el ataque. Como a cien yardas hacia la derecha de la línea
se hallaba una partida, destinada, al parecer, a cargarnos de flanco así que
empezara el combate. Frente a esa partida, sobre la derecha enemiga habíamos
emplazado veinte hombres con un oficial. Al flanco derecho se le opusieron
cincuenta soldados y diez indios formados en una sola línea y colocados de dos
en dos, guardando una distancia de dos yardas, a la manera de escaramuzadores
o tiradores. Al flanco izquierdo le opusimos el mismo número de hombres, con
una formación igualmente insegura. A la infantería del centro nada pudimos
oponerle en nuestra línea y lo que es más, la carencia de soldados no nos
permitió siquiera cubrir todo el frente de la caballería enemiga. Los soldados
nuestros que entraron en acción fueron ciento cuarenta; los enemigos pasaban de
mil. 10 Empero, si nuestra línea de batalla parecía despreciable, la reserva lo
compensaba todo, porque era algo más numerosa e impuso respeto a los
púntanos. Consistía en ochenta mujeres que habíamos comprado a los indios,
otras quince o veinte mujeres chilenas, viudas de soldados, cincuenta y cuatro
prisioneros cordobeses tomados en el Chajá y cierto número de soldados heridos.
Comandaban esta reserva siete oficiales cordobeses, también prisioneros de
guerra. Esta reserva fue emplazada cincuenta yardas a retaguardia de nosotros, y
presentaba con su excelente formación, un imponente aspecto.
Dispuestas ambas líneas, nuestros soldados e indios se lanzaron a la carga
con su acostumbrada intrepidez. La caballería enemiga, aunque en proporción de
uno a ocho (o nueve) vaciló y perdiendo toda esperanza de triunfo terminó por
huir. Fueron perseguidos con tanta saña que el campo quedó cubierto de heridos
y muertos. Algunos fugitivos fueron empujados hasta las márgenes del Río 5º y
se precipitaron desde las barrancas para evitar el castigo de sus perseguidores. Al
mismo tiempo la infantería enemiga que se había mantenido en el centro del
campo, hacía fuego sobre nuestra reserva de mujeres. Estas lo resistieron con
admirable serenidad sin demostrar temor ni intentar siquiera la retirada. Algunos
pocos soldados que habían quedado en observación de la infantería contestaron
el fuego y la contuvieron hasta que el resto de nuestra fuerza volvió de perseguir a
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la caballería y se formó nuevamente disponiendo el ataque a la infantería. Antes,
intimaron la rendición. Fuera por verdadera valentía o porque esperaban la
reunión de los dispersos y el auxilio que estos pudieran prestarles, la infantería se
negó a rendirse. Sonó entonces el toque de carga y pese al nutrido fuego que
recibíamos, embistió la caballería a toda carrera con tanto ímpetu que logró
romper el cuadro. Cesó el fuego y en pocos minutos más, aquellos valerosos
asesinos quedaron destrozados y amontonados sin que un solo soldado u oficial
pudiera salvarse.
Así murieron los principales sostenedores de Dupuy y asesinos de los
españoles en San Luis. Eran los hombres más bravos que habíamos encontrado
hasta entonces y pelearon todos hasta caer el último soldado. El oficial que los
mandaba demostró la mayor bizarría y hubiera merecido una suerte mejor. Era
el coronel don Luis Videla; su segundo comandante, el Teniente Coronel Suasti,
ambos oficiales de fama en el ejército de San Martín. El último pertenecía a la
Legión del Mérito de Chile y en verdad que un carácter como el suyo es el que
hace falta, por lo general, a los miembros de esa institución.
Después de estos sucesos nos hicimos de armas, municiones y caballos en
tal número que tuvimos que destruir elementos que sobraban. Los cincuenta y
cuatro prisioneros cordobeses fueron, a su pedido, admitidos en el ejército y los
siete oficiales que hicieron de jefes en la reserva, obtuvieron la libertad con
pasaporte para restituirse a Córdoba después de una permanencia de cinco días
como prisioneros.
Desde el mismo campo de batalla rompimos la marcha con el fin de
asegurar ventajas entrando en la ciudad de San Luis. Allí pensábamos organizar
un gobierno que favoreciera nuestros proyectos. Acampamos en los Chorrillos, a
una legua de San Luis 11 y se adelantó una guardia de prevención a la ciudad
para evitar desórdenes de cualquier naturaleza.