En 1820, José Miguel Carrera lideró una nueva campaña contra Buenos Aires con 600 hombres. El 28 de junio, las fuerzas de Carrera se enfrentaron y derrotaron al ejército de Buenos Aires, liderado por Soler, en la Batalla de Cañada de la Cruz. Como resultado, Alvear fue proclamado como el nuevo Capitán General de Buenos Aires. Sin embargo, las amenazas de Alvear contra la ciudad hicieron que los residentes de Buenos Aires se levantaran en armas contra él para evitar su entrada a la ciudad.
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3. nueva campaña contra b aires
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década de 1820
imprimir José Miguel Carrera 18201821
William Yates
Nueva campaña contra Buenos Aires
[Nueva campaña contra Buenos Aires. Batalla de la Cañada de la Cruz. Alvear y el Cabildo de Buenos
Aires. Se retira el ejército federal. Combate de San Nicolás. Pavón.]
El 14 de junio de 1820, dejamos nuestro campamento y tomamos rumbo a
Buenos Aires. Las tropas nuestras sumaban seiscientos hombres; los dragones
de López eran cuatrocientos. Íbamos mal montados y nos veíamos obligados a
marchar a pie y a caballo, alternativamente, porque las cabalgaduras no
soportaban muchas fatigas. Después de cinco días de camino llegamos a las
inmediaciones de San Nicolás, donde nos hicimos de algunos excelentes caballos.
Soler, que había reconcentrado todas sus fuerzas, resolvió dejarnos acercar
a su campamento, íbamos llegando a San Antonio de Areco, cuando un
escuadrón de doscientos hombres de caballería, destacado como vanguardia del
enemigo para observar nuestras marchas, puso preso a su comandante y se pasó
a nuestra división; estos soldados quedaron en San Antonio de Areco y los
generales Carrera y López siguieron con una avanzada como de doscientos
hombres. En la mañana siguiente, muy temprano, día 28 de junio, avistaron el
campamento enemigo en la Cañada de la Cruz. Estaban formadas las tropas en
tres divisiones: el ala derecha se componía del regimiento llamado los Colorados
y un fuerte destacamento de Blandengues con una pieza de artillería, mandados
por el coronel Pagola; el centro estaba formado por todas las fuerzas de línea con
cuatro piezas de artillería, al mando del mayor general French; la división de la
izquierda se componía de milicias y cívicos mandados por oficiales de línea. A su
frente, y de derecha a izquierda, corría un río. Soler, que comandaba el ejército, se
mantenía, con su estado mayor y un pequeño cuerpo de reserva, a retaguardia de
la división del centro.
Como no esperábamos encontrar al enemigo hasta el día siguiente, se
habían destacado unos trescientos chilenos y santafecinos con una comisión muy
importante, y no estarían de vuelta, según nuestros cálculos, antes de media
noche. El resto de las fuerzas federales se hallaba en San Antonio, a cinco leguas
de la Cañada de la Cruz, cuando López y Carrera entraron en contacto con las
guerrillas enemigas. Al mismo tiempo se mandaron expresos a los
destacamentos distantes y al coronel Benavente, que se hallaba en Areco,
pidiéndoles que llegaran con toda la rapidez posible. Benavente hizo montar
enseguida la división y a eso de las once o las doce, llegamos al campo de batalla,
habiendo galopado durante todo el camino. Mudamos caballos y se tomaron las
disposiciones para el ataque. La milicia de Rosario, con un destacamento de
chilenos, formó nuestra división de la derecha, mandada por el teniente coronel
García; los húsares chilenos ocuparon el centro, bajo las órdenes del coronel
Benavente, y los dragones de Santa Fe, comandados por el general López, se
opusieron a los colorados, contra el ala derecha del enemigo. El general Alvear,
que actuaba como jefe de su compañía de oficiales, rechazó valerosamente todas
las guerrillas enemigas. Nuestras fuerzas eran tan insignificantes que se hizo
imposible apartar algunas para reserva.
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El general Carrera mandaba el total de las tropas y no tenía un puesto fijo
en el campo de batalla. 1 Cuando todo estuvo listo, la acción comenzó con una
carga de López, sobre los colorados del ala derecha enemiga. García, en la
derecha de nuestra línea, atacó también la izquierda enemiga. Durante algún
tiempo, no se echó de ver ninguna ventaja, ni de una ni de otra parte. Los
dragones de Santa Fe fueron al fin rechazados por los colorados y se retiraron
huyendo por espacio de trescientas yardas. Los porteños creyeron con esto que la
batalla estaba ganada y gritaron victoria; su división central, mandada por
French, avanzó para cargar sobre nuestro regimiento. French y Benavente, —que
eran amigos personales—, se saludaron antes de empezar el combate, al frente de
sus respectivas divisiones. Según atacaban, los porteños hacían también un
nutrido fuego sobre nosotros, pero los chilenos no hicieron uso de sus armas de
fuego, sino que, espada en mano, se movieron con tal presteza y coraje, que los
porteños no tuvieron tiempo de afirmar sus carabinas ni desenvainar sus
espadas antes de que llegáramos a sus líneas. Estas no tardaron en romperse y
los soldados huyeron en desorden. En la izquierda de la línea enemiga, cuando
vieron destruido el centro, —y del centro dependían todas las esperanzas—,
huyeron también, y los colorados de la derecha, que habían ganado muchas
ventajas sobre López, viéronse obligados a escapar, antes de ser sorprendidos por
la retaguardia.
La derrota fue completa y los fugitivos se vieron perseguidos a distancia de
seis leguas más o menos. Los santafecinos no daban cuartel; los chilenos
tomaron doscientos cincuenta prisioneros, sin incluir al mayor general French,
Ayudante Mayor Montes la Rea y otros catorce oficiales de alta graduación,
capitanes y subalternos, con cinco piezas de artillería y dos banderas. 2
Las pérdidas de los porteños, entre muertos, heridos y prisioneros sumaban
alrededor de setecientos ochenta hombres. Los heridos fueron recogidos en
carretas esa misma noche, sobre el campo de batalla, y enviados a un hospital
que se había preparado en Lujan.
Durante nuestra marcha a Lujan, capituló la infantería ligera de Vidal, que
no había tenido tiempo de llegar al campo de batalla en el día anterior. Eran
como quinientos hombres que les fueron cedidos a Alvear, como se le entregaron
también los prisioneros tomados en el campo de batalla. Todos estos soldados
prestaron juramento de fidelidad a Alvear, quien a la vez convocó a los alcaldes
de las diversas ciudades y distritos a una reunión en Lujan, donde todos le
proclamaron Capitán General de la Provincia de Buenos Aires.
Este descalabro de Soler, arrojó sombras sobre sus pasados prestigios. No
pudiendo apartar la idea del oprobio que caería sobre su nombre en razón de
haber sido derrotado por una fuerza que no llegaba a la quinta parte de la suya,
Soler huyó a Montevideo y de ahí a los Estados Unidos. Entretanto, el coronel
Pagola llegaba a Buenos Aires y asumía por sí mismo el cargo de Capitán general
de la provincia, del que fue depuesto dos días después por el coronel Dorrego.
Nosotros seguimos marchando a Buenos Aires y en el Puente de Márquez
encontramos a los diputados de la ciudad, quienes adelantaban su asentimiento
para todas las condiciones que Carrera quisiera acordar. Esta disposición tan
humilde, se malogró para nosotros por la imprudencia de Alvear, que así como
era querido por los soldados, era aborrecido por los pobladores de la ciudad.
Alvear, en vez de hacer lo posible por inspirar confianza a la ciudad, dijo a los
diputados, en ausencia de Carrera: “Ustedes me voltearon del gobierno, pero no
lo harán dos veces. Al menor amago contra mí, voy a colgar a medio Buenos
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Aires”.3
Esta arenga del nuevo gobernador produjo una impresión de asombro entre
los diputados y el pueblo, y pensaron que si las ideas de Alvear eran tan
benévolas antes de disponer del gobierno efectivo, sus hechos iban a
sobrepasarlas, una vez investido de autoridad. Los diputados volvieron a Buenos
Aires, y cuando la gente de la ciudad supo que Alvear había sido proclamado
gobernador y se informó, por los diputados, de las palabras que había
pronunciado, acudieron todos a tomar las armas para impedir su entrada.
La protección que Carrera dispensaba a Alvear, la unión que mantenía con
él, la marcha emprendida sobre Buenos Aires, eran muy contrarias a la opinión
de sus oficiales y el mismo Carrera debía haber advertido que tal unión
perjudicaba sus propios intereses y los de sus acompañantes. De ahí que perdiera
también mucha de la buena opinión con que le miraban los vecinos respetables
de Buenos Aires, por empeñarse en proteger a una persona considerada por
aquellos como enemigo. Pero, habían compartido con Alvear los días venturosos
y los desgraciados, habían sido íntimos amigos y creía Carrera que los vínculos
de la amistad le obligaban, no sólo a protegerlo, sino a prestarle su ayuda.
Sacrificó así los dictados de la razón a los sentimientos de una sincera amistad y
ese fue su error que debe considerarse como la causa principal de los infortunios
que tuvo Carrera que soportar después.
Desde Puente de Márquez seguimos hasta los suburbios de Buenos Aires y
sitiamos la ciudad durante diez y ocho o diez y nueve días, cortando toda
comunicación con la campaña. El coronel La Madrid se encontraba en la
Magdalena, reuniendo fuerzas y nos dirigimos a buscarlo hasta ese punto; pero
dejó una fuerte división bien montada, que se batió en retirada a medida que los
perseguíamos. Entretanto, La Madrid, con parte de sus fuerzas, hizo un
movimiento retrógrado hacia la ciudad de Morón, donde estaba nuestra
infantería y persuadió a los oficiales y soldados de que lo acompañaran a Buenos
Aires. Efectuó la maniobra con mucha habilidad y rapidez.
La campaña entera y las ciudades eran nuestras. Buenos Aires únicamente
se mantenía firme en su resolución de permanecer a la defensiva, aunque todavía
impedida de emprender una acción ofensiva contra nosotros. Tomar la ciudad
por asalto con las tropas de Carrera, que nunca excedieron de dos mil hombres,
era imposible; y como los soldados se hallaban muy extenuados por los trabajos
propios del servicio y la rigurosidad de la estación, Carrera levantó el sitio y se
retiró a Lujan con el fin de dar descanso a la tropa por algunos días, antes de
marchar a Entre Ríos. Había determinado evacuar la provincia.
Mientras estábamos en el campamento de Lujan, se avanzó una
considerable fuerza enemiga hasta las ciudades de San Isidro y San Fernando,
sobre la costa del río. Fueron dispersadas en una madrugada, por una partida de
nuestro regimiento y otra de santafecinos; algunos escaparon a bordo de sus
barcos, otros huyeron por la campaña mientras los más decididos se defendieron
desde las azoteas o techos de las casas. Pero fueron obligados a rendirse, y como
se trataba únicamente de cívicos de la ciudad y milicianos de la campaña, los
desarmaron, restituyéndolos a sus hogares.
Dos días después emprendíamos la marcha por el camino de San Pedro. En
esas cercanías recogimos algunos buenos caballos y fue cortada una partida de
los nuestros, compuesta de un sargento y diez y ocho hombres que arreaban una
caballada. Al verse interceptados por una división enemiga, no se creyeron
autorizados para entregar los animales y acometieron a sus numerosos
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contrarios, cayendo todos en el combate, a excepción de tres, que se salvaron.
Continuando nuestro camino, casi por las márgenes del río, llegamos a los
Hermanos, donde supimos, que, en las islas del Paraná, había numerosos
caballos, guardados por soldados de línea y milicianos. Los canales del río no
podían atravesarse sino a nado y esto permitió a los defensores de la isla sostener
con muchas ventajas un fuego graneado contra los soldados que voluntariamente
se ofrecieron para el asalto. A pesar de la defensa, se cruzaron los riachos y los
enemigos fueron empujados de una isla a otra, pero manteniendo siempre en
seguridad los caballos. A eso de las once, se desencadenó una tormenta de
truenos, relámpagos y lluvia que convirtió las armas de fuego en instrumentos
inútiles y embarazosos. Cesó pues el fuego y como ahora el combate iba a
decidirse al arma blanca, desesperaron los enemigos de alcanzar la victoria y se
embarcaron en unas grandes balsas, atravesando el riacho más ancho, rumbo a
una isla próxima. Dejaron sus mujeres, hijos, etc. y dos mil excelentes caballos en
nuestro poder. Las mujeres quedaron en posesión de la isla y nosotros nos
fuimos con los caballos.
Así llegamos a San Nicolás, donde se habían establecido los cuarteles
generales, en espera de un barco de Buenos Aires que traía pertrechos de guerra y
dinero remitido por los amigos de Carrera en la ciudad. Pocos días después llegó
el barco a San Nicolás y entregaron novecientos uniformes, camisas y todo lo
necesario para los soldados. Con los uniformes para la tropa, venían también
uniformes para los oficiales, botas, pistolas, etc., sesenta mil pesos en dinero
contante y varias piezas de paño para capas. Estos equipos se depositaron en la
casa del comandante de San Nicolás, donde se alojaba el general.
Los santafecinos, al mando de López, habían cruzado el Arroyo del Medio, y
acampaban en su propio territorio, a diez leguas de San Nicolás; un
destacamento de chilenos se hallaba también sobre esa margen del arroyo, a
cuatro leguas más o menos de nuestro campamento. 4
Esta dispersión en que se hallaban nuestras fuerzas se explicará teniendo
en cuenta la seguridad absoluta en que creíamos encontrarnos, respecto a los
menguados intentos que pudieran hacer nuestros temerosos enemigos.
Entretanto, se había llevado a cabo una gran leva en Buenos Aires y la
campaña vecina; mientras nos retirábamos, un ejército de tres mil hombres,
mandados por Dorrego, Rodríguez y La Madrid, había seguido nuestros pasos,
manteniéndose siempre a unas treinta leguas a retaguardia de nosotros. El
mismo capitán que había sido enviado por Dorrego al Rincón de Grondona para
llamar a Carrera, y que siguió con Alvear desde que éste revolucionó el ejército de
Buenos Aires, creyó ahora que la mejor manera de obtener el perdón por su
deslealtad, sería constituirse en espía de nuestras operaciones, y comunicarlas de
continuo al enemigo. 5
La situación de nuestro campo y distribución de la tropa, era como sigue: a
cuatro leguas de distancia, en la provincia de Santa Fe, teníamos un fuerte
destacamento; otros se hallaban a una legua de distancia, cuidando las
caballadas, el resto de la caballería acampaba en unas huertas cercadas, como a
una legua de la ciudad; no se les permitía tener los caballos ensillados. Una
compañía de infantería, más todos los oficiales de Alvear y algunos soldados de
artillería con cinco cañones, ocupaban la ciudad.
Para ponerse en condiciones de tomarnos descuidados, los porteños
enviaron comisionados a tratar con nuestros jefes y, quebrantando todas las
leyes de la guerra y del honor, —informados como estaban por su espía de
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nuestra situación— nos sorprendieron mientras se consideraban los tratados y
lograron tan buen éxito en la empresa, que generalizaron el proceder, al punto de
que, en adelante, toda nuestra acción estuvo pendiente de estas celadas del
enemigo.
En la noche del 31 de julio, dieron parte nuestros espías de que en San
Pedro —distante catorce leguas— habían entrado unos ciento cincuenta soldados
enemigos. Se creyó que fuera la retaguardia del ejército contrario; éste, aunque
numeroso, no nos había merecido ninguna prevención, tan menguada idea
teníamos de él.
López había sido informado de que Dorrego tenía intención de atacarnos en
la madrugada siguiente y estaba para despacharnos un expreso, cuando Alvear,
que se hallaba en su campamento, se ofreció para traer la noticia. López le confió
entonces esa comisión, pero Alvear, fuera por olvido, por negligencia, o por
cometer una felonía, cenó en una casa del camino, durmió allí toda la noche y
como consecuencia nos privó del aviso que nos hubiera salvado de una
inesperada y espantosa catástrofe.
El 1° de agosto, antes del día, Carrera con los diputados salieron de San
Nicolás y se dirigieron al campamento de López. Al amanecer, los destacamentos
que cuidaban nuestras caballadas, fueron sorprendidos y pasados a cuchillo: un
soldado, sin embargo, pudo escapar y trajo la noticia al campamento. Los
oficiales y soldados que tenían caballos en el campamento, ensillaron y
montaron, mientras que, los que no los tenían, formaron a pie e iniciaron la
retirada hacia San Nicolás. Los oficiales y tropa que iban montados, no pasaban
de doscientos cincuenta hombres y se organizaron para defender la retirada de
los que iban a pie. Despacharon un oficial a San Nicolás para dar cuenta al
general de lo que ocurría y recibir órdenes, pero como éste había ya cruzado el
Arroyo del Medio, el oficial, cumpliendo órdenes recibidas, siguió hasta el
campamento de López con el objeto de llamar al general para hacer la defensa de
la ciudad. El ejército porteño — constante de unos tres mil hombres—, avanzó al
trote, en cuatro columnas paralelas, llevando al frente una numerosa guerrilla.
Por nuestra parte se destacó una partida de cincuenta hombres a objeto de
entretener al enemigo, y continuamos la retirada, en columnas de división, al
paso natural de nuestros caballos. Se tocó a reunión y nuestra guerrilla vino a
ocupar su lugar en la columna, que se puso al trote. El enemigo nos cerraba por
retaguardia y molestaba mucho la columna con un fuego nutrido. Un oficial
alemán que mandaba la división de retaguardia, viendo que sus hombres
empezaban a caer y juzgando razonablemente que la situación era desesperada,
prefirió morir luchando con el enemigo antes que caer en la retirada: espada en
mano ordenó a sus hombres que prepararan sus carabinas y volvió la cara al
adversario sin esperar órdenes del coronel, o haciéndole saber sus propósitos. Así
se arrojó con su partida de treinta valerosos soldados contra una división
enemiga de ochocientos hombres, arremetiéndolos y provocando entre ellos un
gran desorden. Otra de las columnas enemigas que teníamos sobre el flanco, se
apresuró a interponerse entre nuestra división y la de aquel bravo oficial,
obligando al coronel Benavente a continuar la retirada, y como fue imposible
prestar ayuda alguna a los hombres que se habían comprometido en el ataque,
éstos sucumbieron todos. El oficial que mandaba esa partida se llamaba Abeck y
había servido con Napoleón en Rusia y en varias otras campañas. Era ingeniero y
poseía muchos conocimientos profesionales; personalmente, era de natural
afable y generoso, así como valiente y leal como soldado. Los hombres que iban a
pie, durante ese tiempo, habían entrado en la ciudad que se hallaba fortificada
por un foso profundo con dos únicas entradas defendidas por fuerzas de
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artillería. Nuestra columna empezó a galopar con intención de entrar en la
ciudad, pero como la persecución se hacía de muy cerca, entrábamos mezclados
amigos y enemigos, lo que contribuyó en gran medida a que resultara inútil el
empleo de la artillería. Dos columnas enemigas se abrieron hacia la izquierda y
rodearon la ciudad por medio de una numerosa línea de batalla para que nadie
pudiera escapar. El bravo Benavente reunió a todos sus hombres en la plaza,
donde con ayuda de unos pocos soldados de infantería se mantuvo en desigual
combate por más de dos horas al cabo de las cuales no le quedaban más de
treinta hombres y algunos oficiales a caballo. Con ellos decidió abrirse camino a
través de cualquier obstáculo que pudiera oponérseles. Se colocó al frente de su
partida y salieron todos al galope apresuradamente, atravesando el pueblo;
saltaron el foso y se lanzaron con intrepidez a romper la línea enemiga, que
rodeaba la ciudad. Los pelotones o pequeñas divisiones contra los cuales se lanzó
con furia Benavente rehuyeron el encuentro y le abrieron paso girando sobre
derecha e izquierda, en retroceso, lo que permitió pasar a Benavente con pocas
pérdidas, bajo un fuego oblicuo que le hacían las dos divisiones. Las mayores
dificultades habían sido salvadas. Los porteños iniciaron la persecución con un
vivo fuego de fusilería que resultó ineficaz y esperaban que al llegar los fugitivos a
una barranca que se abría en esa dirección, los alcanzarían fácilmente; sin
embargo, una vez llegados allí, bajaron, o más propiamente rodaron por la
barranca, sin sufrir ningún daño material, Entonces apareció el destacamento del
Arroyo del Medio y los porteños retrocedieron por temor de ser apresados a su
vez. De los treinta hombres que acompañaban a Benavente desde San Nicolás,
sólo quedaban catorce.
Las pérdidas que sufrimos en San Nicolás consistieron en diez y seis
oficiales y unos cuatrocientos soldados —sin incluir cincuenta oficiales y
doscientos hombres de Alvear— seis mil caballos, las tiendas de campaña del
general y el coronel, todos nuestros bagajes y bastimentos, cinco piezas de
artillería, un carro de municiones con doce mil cartuchos y sesenta mil pesos del
regimiento. La señora de Carrera, que había venido de Rosario a ver al general,
algunos días antes, participó del desastre, cayendo prisionera en la iglesia, pero
dos días después, Dorrego la mandó al Arroyo Pavón, adonde nos habíamos
retirado, con una escolta y un mensaje cortés para el general.
La conducta que demostró aquel día nuestro coronel Benavente, fue, —
como en tantas otras ocasiones— digna de los mayores elogios: la sorpresa había
sido completa, y aunque no tenía más de doscientos cincuenta hombres
montados, — incluso los oficiales— se defendió contra tres mil soldados enemigos
desde la salida del sol hasta mediodía, exponiendo su vida honrosamente y
protegiendo la retirada de los soldados que iban a pie, hasta que llegaron a la
ciudad.
No satisfechos los porteños con todo aquello de que nos habían despojado,
entraron a saco en todas las casas de la ciudad, sin excepción, y tres días
después, más de ochocientos hombres desertaron del ejército, cargados de botín.
Todos ellos regresaron a Buenos Aires, dispuestos a no perder aquel honor que
habían ganado, exponiéndolo en otro combate. 6
Esta gran victoria, obtenida por un pueblo acostumbrado siempre a las
derrotas, tuvo resultados muy lisonjeros; se creyó que el viejo espíritu de Buenos
Aires había infundido ánimo a sus hijos, y éstos, no contentos ya con guardar su
propia provincia, empezaron a soñar en conquistas. Pasaron así el Arroyo del
Medio, límite de su territorio, y entraron en Santa Fe, provincia que habían
resuelto anexionar a su jurisdicción.
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Mandaron expresos a todas las provincias anunciando la muerte de Carrera
y la destrucción de sus tropas en el combate de San Nicolás. El capitán que había
estado como espía en nuestro campamento, fue el encargado de llevar a Chile la
noticia, donde sus cuentos debieron causar gran satisfacción, porque lo
obsequiaron con ochocientos pesos y le hicieron miembro honorario de la famosa
Legión del Mérito de Chile. En verdad, no puedo formarme una idea de los
méritos que le hicieron acreedor a tal distinción Si un hombre que traiciona a su
país y luego engaña y vende a sus amigos y compañeros plegándose a las
circunstancias y a los intereses, puede tener algún mérito, entonces esa famosa
Orden, debía colocar una condecoración en el pecho de cada traidor; si una
carrera precipitada conduciendo despachos en el menor tiempo posible, enaltece
tanto a una persona, hemos de convenir en que todos los correos que sobresalen
por su rapidez debieran ser admitidos en esa ilustre y benemérita corporación
chilena.
López y sus dragones se habían unido a los restos de nuestro regimiento,
que sumaban unos ciento treinta hombres, y nos retiramos al Arroyo de Pavón, a
unas nueve leguas de San Nicolás. Alvear había sido arrestado por López que
insistía en quererlo fusilar con los diputados del enemigo, como cómplices de
nuestros desastres, pero Carrera no lo permitió. El le proporcionó un bote a
Alvear, y lo ayudó para que escapara de la furia de los soldados, haciéndole
presente que no creía que la falta en que había incurrido fuera inspirada por la
traición y que seguía considerándolo su amigo, aunque ya su alianza no le
convenía en la presente campaña. Alvear se despidió, por último, del amigo cuya
ruina había ocasionado con su indiscreción; pasando el Paraná se encaminó a
Montevideo donde entró al servicio de los portugueses con el grado de Brigadier
general.7
Los porteños, prosiguiendo en sus ventajas, habían llegado hasta cuatro
leguas de nuestro campamento en el Arroyo de Pavón.8 Dorrego mandó
comisionados secretos a López ofreciéndole la paz y la garantía de que
continuaría en el gobierno como aliado de Buenos Aires siempre que volviera las
armas de su provincia contra Carrera y lo entregara prisionero con su tropa.
López hizo conocer esta proposición al teniente coronel García, segundo
comandante del ejército santafecino, y amigo particular de Carrera. García oyó
las proposiciones con indignación y desprecio y advirtió a sus oficiales de la
bajeza del gobernador López, que pensaba sacrificar sus mejores amigos a sus
más inveterados enemigos, como eran los porteños. 9 Finalmente hizo
comprender a López que su propia seguridad peligraba sino desistía de esa idea,
inmediatamente. La conspiración se puso en conocimiento de Carrera, quien
sospechaba, desde días atrás que algo se urdía, de esa naturaleza. Carrera dictó
entonces una carta que el gobernador se vio obligado a firmar y que se mandó al
enemigo. Por ella se renunciaba a continuar toda negociación secreta y
deshonrosa, pudiendo ver entonces los porteños que sus pérfidos esfuerzos en
contra de Carrera, resultaban desbaratados, y de ahí que decidieron tentar la
suerte con otro combate. Su fuerza constaba de dos mil cien hombres y la
nuestra de unos trescientos ochenta, de los cuales, ciento ochenta eran chilenos.
Pero, apenas habían pasado doce días desde la sorpresa de San Nicolás y la
impresión estaba todavía fresca en el ánimo de la tropa, aunque pocos eran los
soldados que se habían encontrado en la acción; esto, unido a la gran
desproporción numérica, influyó por mucho en la timidez desacostumbrada que
mostraron nuestros soldados en el combate de Pavón.
En un principio, los porteños fueron atacados y obligados a retroceder, pero