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década de 1820
imprimir José Miguel Carrera 18201821
William Yates
Batalla de Cepeda Tratado del Pilar
[Batalla de Cepeda. El tratado del Pilar. Sarratea. Alvear. Carrera se retira a Santa Fe.]
Ya era muy entrada la tarde cuando se echaron de ver, uno a otro, los dos
ejércitos. Por lo avanzado de la hora, y como los soldados federales se hallaran
fatigados de la marcha, se resolvió aplazar el ataque hasta la mañana siguiente,
pero, no bien llegada la noche, los porteños, pese a la gran superioridad del
número, emprendieron nuevamente la marcha con el objeto de retirarse a San
Nicolás. Los federales iniciaron entonces la persecución, hostilizando la
retaguardia enemiga, que avanzaba con dificultad, por causa de las carretas y los
bagajes que hacían casi imposible la retirada. Con todo, sostuvieron sus
guerrillas y continuaron la marcha con intención de ocupar una posición
ventajosa en la Cañada de Cepeda. Llegados allí, hicieron alto. La infantería, que
llegaba a unos mil quinientos hombres, formó en cuadro, cubriendo el frente con
numerosas carretas y piezas de artillería, colocadas a intervalos convenientes; los
flancos, o sea los lados derecho e izquierdo del cuadrado, se hallaban reforzados
por la caballería, y la cara posterior del cuadro estaba protegida por la cañada
sobre la cual se había formado. En esa posición, los porteños permanecieron
hasta que amaneció. Ramírez en persona reconoció el campo, y poco después de
salir el sol, todo estaba listo para un ataque general. Cuando sonó el toque de
carga, ¡os federales avanzaron, espada en mano, con denuedo inaudito, a todo
correr de sus caballos, entre un nutrido fuego de mosquetería y artillería. La
caballería porteña, más confiada en las patas de sus caballos que en el filo de sus
espadas, no pudiendo resistir la carga, huyó desordenadamente, abandonando
su infantería. El mismo Rondeau fue uno de los primeros en huir. La caballería
fugitiva fue perseguida, ocasionándosele grandes pérdidas mientras un cuerpo de
reserva de ciento cincuenta hombres quedaba en observación de la infantería.
El pasto, muy abundante, y seco por el intenso calor de la estación, tomó
fuego con los disparos de la artillería y en pocos minutos se extendió por el
campo todo, un pavoroso incendio. La pérdida de las carretas, de la artillería y
demás, del enemigo, era inminente. Entonces atravesaron los pantanos, a
retaguardia, y ganaron una laguna próxima donde se mantuvieron mientras el
fuego continuaba más recio, cosa de tres horas. El viento había disminuido ya, y
los federales volvieron de perseguir a una parte de los enemigos fugitivos,
logrando con sus esfuerzos hacer cesar el tiroteo casi completamente.
La situación de la infantería enemiga era la más lastimosa que pueda
imaginarse: no tenía caballería que la protegiera, estaba sin refuerzos de ninguna
clase, ante la inminencia de ser atacada por sus adversarios victoriosos y a siete
leguas por lo menos de San Nicolás, que era la única posición en que podían
tener esperanza de una posible defensa. A pesar de todo, eran todavía muy
superiores en número a los federales y la decisión y coraje de los tres oficiales que
mandaban, estaba a la altura de las dificultades y peligros de la situación.
Balcarce fue intimado a rendirse pero rechazó la intimación con mucha energía y
formó a sus hombres en columnas cerradas, con partidas de infantería ligera en
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los flancos, iniciando en esa actitud defensiva la marcha hacia San Nicolás.
Ramírez formó su caballería en columnas de divisiones con el fin de
atacarlos, y los hubiera concluido, de no haberse negado Carrera a tomar parte
en el ataque. Esta actitud de Carrera obedeció a dos motivos: primero, que entre
la infantería enemiga, formaban, según pudo advertirlo, seiscientos chilenos, que,
por ser los más valerosos, hubieran caído antes que los demás; esperaba Carrera
que esos soldados, en pocos días más estarían a sus órdenes, y, destruyéndolos,
se hubiera privado él mismo de los contingentes con que después intimidó a sus
enemigos. En segundo lugar, pensó que, tratándose de soldados veteranos,
mandados por jefes valientes, disputarían palmo a palmo el terreno, causando
muchas bajas entre los federales si éstos se obstinaban en reducirlos, y tal
circunstancia obligaría a retardar por algún tiempo las operaciones, puesto que
no podría rehacerse el ejército sin retrogradar a Santa Fe o Entre Ríos, dando
tiempo a que se preparara nuevamente el gobierno de Buenos Aires. Por este
motivo Carrera pensó que una victoria ganada sobre esa infantería se pagaría
demasiado cara.
Fue así que hostilizaron la retaguardia de la columna por algunas pocas
leguas. Muchos soldados, a causa de la extrema fatiga en que se hallaban, se
dejaban caer al suelo, entregándose a las partidas que los amenazaban por
retaguardia. La infantería iba al mando del coronel mayor Balcarce y de los
coroneles Rolón y Vidal. La disposición con que se defendieron y el ánimo
resuelto que mostraron, les valió mucho crédito, así como fue deshonrosa para el
Director Rondeau la fuga vergonzosa con que abandonó el campo.1
Como solamente entraron en San Nicolás novecientos hombres de
infantería, la pérdida total, entre muertos, heridos y prisioneros, puede calcularse
en trescientos hombres. Los federales prosiguieron su marcha en dirección a
Buenos Aires, dejando una escasa fuerza en las vecindades de San Nicolás y San
Pedro, para observar las operaciones del enemigo. Rondeau escapó del campo de
batalla con uno de sus ayudantes y llegó a Buenos Aires a eso de las cuatro de la
mañana del día siguiente. Creíanse los únicos sobrevivientes de la expedición y de
ahí que dieran cuenta al Congreso del espantoso desastre sufrido por la
caballería, diciendo que consideraban imposible que hubiera salvado de la
derrota la infantería. Como a las siete de la mañana se publicó por las calles un
bando en que se anunciaba al pueblo el funesto desastre que la patria acababa de
sufrir, con la pérdida total de su infantería y caballería en la batalla de Cepeda,
“del que había escapado únicamente el gobernador para traer el parte”.
Este bando era más a propósito para preparar el ánimo a la resignación
cristiana, en el trance que se atravesaba, que para exhortar al esfuerzo y a la
defensa de la Capital. Ningún preparativo inmediato se hacía en ese sentido por
el gobierno. La consternación y el espanto reinaban en la ciudad. Se llegó al
absurdo de creer que el grueso del ejército federal podría avanzar con la rapidez
de un chasque y entrar esa misma noche en la ciudad.
Es de notar que fue esta la primera y casi única vez que el gobierno de
Buenos Aires reconoció la derrota de sus fuerzas, aunque sus ejércitos habían
sufrido una serie ininterrumpida de desastres, debido a la inepcia y cobardía de
sus jefes. No obstante haber perdido la Banda Oriental, Entre Ríos, Santa Fe y
todas las ciudades del Alto Perú, todavía las gacetas aparecían llenos de
pormenores falsos e imaginarios sobre las victorias obtenidas y se daban
pretextos al público hablando de la necesidad de enviar inmediatos refuerzos. Sin
embargo, esta última calamidad dio lugar a una descripción, más que completa,
exagerada, de las pérdidas sufridas.
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He aquí que dos días después, llega un expreso de San Nicolás con
despachos de Balcarce. La infantería veterana existía! Inmediatamente se dio a la
publicidad una proclama, desmintiendo de plano los informes de Rondeau. Era
verdad que el Director y su Ayudante con toda la caballería habían sido
perseguidos por espacio de cinco leguas, pero, eso no obstante, el ejército estaba
reorganizado y, en rigor, “sus conciudadanos y soldados se habían cubierto de
laureles inmortales y derrotado al enemigo”.
Pero ya la primera confesión se había aceptado como verídica, y nunca
como entonces el pueblo había creído en una noticia oficial. Acostumbrado a las
falsedades e imposturas de la prensa, ahora veía la necesidad de aprender a
juzgar por sí mismo. Sabíase que el ejército avanzaba en dirección a la ciudad y
no era concebible que un enemigo derrotado en la forma anunciada por el
congreso, pudiera todavía continuar su avance. Esta última proclama se expidió
con el fin de levantar una contribución de guerra y pagar a los cívicos,
constituyéndolos en defensores del congreso que peligraba; este propósito
fracasó, porque el pueblo tenía formada idea exacta sobre sus imbéciles y
corrompidos gobernantes. Esperaba con ansiedad la hora en que todos se vieran
libres de su opresión.
En esta situación tan desfavorable, el gobierno recordó los servicios y las
aptitudes de don Estanislao Soler, a quien había postergado por largo tiempo,
prescindiendo de sus servicios. Soler vivía ahora en su quinta, en el campo,
olvidado y oscuro, aunque había sido Brigadier General y merecido la gratitud del
país por su campaña en la Banda Oriental y en el sitio de Montevideo.
En tiempo en que no se ofrecían esta clase de honores, abundaban en
Buenos Aires los candidatos al poder, pero ahora, el temor al peligro se
sobreponía a la ambición de gloria, y no había un hombre que se ofreciera para
salvar al país.
El congreso llamó a Soler, y habiéndose presentado inmediatamente, le
pidieron que se pusiera al frente de todas las fuerzas que pudiera reunir. Soler
aceptó lo que se le proponía, —recordando acaso las anteriores injusticias—, pero
no hizo ninguna alusión a ellas. La opinión pública de Buenos Aires estaba por
completo en favor de Soler y éste fue congratulado por todos al reincorporarse al
servicio. En pocos días reunió sobre tres mil hombres para llevarlos al combate y
estableció su cuartel general en Puente de Márquez, a siete leguas de Buenos
Aires. El ejército federal acampaba en el Pilar, distante ocho leguas de Puente de
Márquez. Se concluyó un armisticio por el término de catorce días, pero los
federales, antes de adelantar ninguna proposición de paz, exigieron la disolución
del congreso. Soler intimó esa orden y la ciudad vio complacida la disolución de
la Asamblea. 2
Las provincias de Tucumán, Salta, Santiago del Estero, Catamarca, La
Rioja y San Luis, se declararon independientes de Buenos Aires.3
Después que fue disuelto el congreso de Buenos Aires, el poder supremo
recayó en el Cabildo, presidido por don Pedro Aguirre, Alcalde de Primer Voto.
Abriéronse las negociaciones para un tratado de paz y tras algunos días de
conferencias, fueron aceptadas las propuestas firmándose por ambas partes los
artículos del tratado del Pilar, en la forma siguiente:
“Que la guerra sostenida por los federales contra el gobierno de Buenos
Aires y sus aliados en las Provincias Unidas, era justa en toda la extensión de la
palabra y tenía por único fin y objeto, la emancipación general de América, no
solamente del extranjero, sino también del opresivo yugo doméstico, todavía más
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mezquino e irritante.
“Que la subsistencia de muchos pequeños estados independientes y
colindantes entre sí, era contrario al orden, a la paz y a la prosperidad de la
Nación, siendo inevitable la guerra, mientras un gobernador mantuviera
pretensiones exorbitantes y una fuerza militar bajo su mando.
“Que el preventivo más eficaz contra esos desórdenes, era la instauración de
un gobierno federal porque concentraría las finanzas y las fuerzas de la Nación
bajo un Director o Presidente, elegido en la forma más constitucional y Justa.
“Que en cada una de las provincias federales sería elegida una asamblea
por los votos imparciales de sus electores. De entre cada una de esas asambleas,
se elegirían uno o dos diputados, (según la población de la provincia
representada), como miembros de un congreso general a reunirse en el convento
de San Lorenzo, provincia de Santa Fe, —dada su situación más central—, setenta
días después de firmado el tratado y entonces sería el caso de elegir entre sus
miembros el dicho presidente y dictar las leyes generales que se estimaran
necesarias al bien público. Que no debería subsistir ni sombra de opresión en ese
congreso y toda fuerza militar se retiraría a veinte leguas de distancia, por lo
menos.
''Que vista la gran extensión de los territorios que involucraba el tratado,
serían consideradas las características locales y particularismos de cada
provincia, que pudieran influir en sus leyes y costumbres, por lo que se hacía
menester que cada estado se gobernara según leyes dictadas por sus propias
asambleas y que las leyes dictadas por el congreso tendrían por finalidad la
utilidad general de las provincias, colectivamente.
“Que únicamente podrían disponer del tesoro y las fuerzas de la Nación, el
Presidente y el Congreso. Ninguna provincia en particular, podría organizar,
reunir o disciplinar soldados o milicias, sino por orden del gobierno general y
cuando tales soldados o milicias se reunieran y organizaran, debían estar sujetas
a presentarse allí donde se considerase necesaria su presencia.
“Que don Manuel de Sarratea, sería nombrado por ahora gobernador de
Buenos Aires, hasta que más adelante fuera conocida la voluntad de la asamblea
de la provincia.
“Que el ejército federal se retiraría de la provincia de Buenos Aires por
divisiones que no excedieran de doscientos hombres cada una, por la mayor
comodidad para provisionarlas durante su regreso; la primera división se
pondría en marcha tres días después de esa fecha y las subsiguientes divisiones
partirían con intervalos que no excedieran de ocho días”.4
Sarratea tomó posesión de su cargo tranquilamente, de acuerdo a los
términos del tratado y se despacharon circulares a las provincias solicitando el
envío de diputados para la fecha convenida.
Carrera fue instado por los más respetables ciudadanos de Buenos Aires a
que aceptara el gobierno. Ramírez también hizo presente que no podía tenerse
ninguna confianza en un pueblo que había sido enemigo por tanto tiempo,
mientras estuviera gobernado por un porteño, y le aconsejó que se proclamara
gobernador, apoyándose en las tropas dignas de confianza, vengando los
agravios e indignidades de que había sido víctima. Si Carrera hubiera sido
movido por la ambición, en vez de inspirarse en el bien de su patria, no habría
perdido tan excelente oportunidad de encumbrarse, pero él no aspiraba a un
poder sin control ni limites sobre sus compatriotas; sus esfuerzos se dirigían
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solamente a Chile y a su felicidad; nada deseaba fuera de sus límites.5
Carrera confiaba en ver establecida una forma más liberal de gobierno
representativo y esperaba con impaciencia la reunión del congreso de San
Lorenzo, donde con su elocuencia, sus aptitudes y la rectitud de su conducta, se
hubiera allanado el camino para reparar sus errores y castigar a quienes lo
difamaban, tiranizando a su patria. De haberse reunido el congreso, es de
suponer que hubiera suministrado a Carrera todo lo necesario para su expedición
a Chile, el cual una vez regenerado se hubiera reunido a la Confederación.
La América, unida de este modo, bajo el mando de algún jefe capaz de
dirigir las operaciones, hubiera cambiado muy pronto su aspecto anárquico, y al
caos político hubiera sucedido un gobierno organizado, si bien imperfecto en sus
primeros pasos, por lo menos bajo una forma favorable, susceptible de servir
como base a la futura grandeza de América.
Balcarce, que se había procurado transportes en San Nicolás, embarcó sus
tropas y vino río abajo hasta Buenos Aires. Ya era muy entrada la noche cuando
desembarcó, y marchando de inmediato a la plaza, formó sus tropas, reunió en el
centro a los coroneles y capitanes y les dirigió una arenga sobre la ominosa
sumisión a que había sido reducida la ciudad y su territorio, tan gloriosos otrora.
Protestó que estaba todavía en condiciones de rescatar con sus fuerzas a sus
habitantes de las manos de sus enemigos y restaurarlos a su antiguo poder.
Soler, French, Pagola y varios otros oficiales del nuevo gobierno se hallaban
presentes, pero consideraron inoportuno el momento, e inadecuado el lugar, para
defender las últimas medidas adoptadas o para discutir sus ventajas, y así, se
retiraron tan pronto como se los permitió su decoro. La elocuencia del general
Balcarce logró el efecto deseado en aquella reunión militar. Estaban todos muy
orgullosos de su comportamiento anterior y conscientes de sus méritos, lo que les
hacía considerarse acreedores a mucho más, por la conducta demostrada en
Cepeda. Después de algunas especiosas promesas de pago, etc., oficiales y
soldados consintieron en acompañar a Balcarce y en la mañana siguiente éste fue
reconocido en el Cabildo como capitán general de la provincia, etc.6 La
corporación del Cabildo no pudo resistirse a Balcarce, los votos emitidos fueron
todos forzados porque el vestíbulo estaba lleno de oficiales y frente al Cabildo,
como en toda la plaza, se hallaban filas de soldados, listos para entrar en acción,
caso de surgir una dificultad cualquiera contra su jefe.
Sarratea, Soler, Bellino, French, Pagola, Martínez y todos los oficiales de
Buenos Aires, excepto los pertenecientes a los dos batallones de Balcarce, se
trasladaron al Pilar, donde Ramírez todavía permanecía con doscientos hombres.
Yo me contaba entre esos oficiales.7 Estuvimos dos días en el Pilar y durante ese
tiempo se nos reunió un gran número de ciudadanos de Buenos Aires, que
habían seguido a Sarratea y sus oficiales, demostrando de ese modo su adhesión
al gobierno.
Con un cuerpo de doscientos soldados, muchos oficiales y un grupo
heterogéneo de ciudadanos, nos pusimos en marcha hacia Buenos Aires y en dos
días llegamos a los suburbios de la ciudad. Esa misma noche, Carrera y Ramírez,
con una guardia de cuarenta hombres, entraron en Buenos Aires e
inmediatamente se les reunieron la artillería, los dragones y los regimientos de
granaderos. Los cívicos y la mayor parte de los ciudadanos se unieron a nosotros
en los corrales de Miserere, esa misma noche.
Balcarce, viendo que todos los ciudadanos y soldados —menos los
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batallones que le pertenecían—, le abandonaban, se encerró en el Fuerte; sus
soldados, que dos días antes habían jurado sostenerlo, vieron ahora que era
totalmente imposible hacerlo y pensaron en rendir la fortaleza. Sin embargo, los
muros estaban defendidos por algunas partidas que hicieron fuego sobre unos
pocos soldados que se divertían en galopar frente a ellos. Balcarce, Rolón, Vidal y
unos pocos más escaparon por una puerta privada que daba sobre el río, y allí se
embarcaron en un bote, después de apoderarse de $ 14.000 que estaban en las
cajas del Estado, a fin de costear sus gastos en Montevideo, o dondequiera los
llevara su mala fortuna.
Tan pronto como se supo en el Fuerte la fuga del gobernador y de sus
principales oficiales, enviaron desde allí un parlamentario a los jefes federales,
proponiendo la rendición y solicitando el indulto, lo que se les garantizó. Se
abrieron entonces las puertas de la fortaleza, de par en par, salieron las tropas, y
formaron en las filas de Soler.
Todos los asuntos de gobierno se organizaron nuevamente según lo
determinado en la Convención del Pilar. Una vez la ciudad tranquila, Ramírez se
retiro a los Santos Lugares, donde acampó durante seis o siete días. Carrera
permaneció en Buenos Aires con Sarratea, lo que le permitió sacar todos los
soldados chilenos de los regimientos en que servían, y con ellos y unos pocos
oficiales, el coronel Benavente formó un regimiento de húsares que tuvo como
cuartel una espaciosa casa de campo, situada como a una legua de la capital.
Alvear, que había precedido a Pueyrredón en el gobierno de Buenos Aires,
consideró oportuno el momento para volver de su destierro, pero a su llegada a
Buenos Aires fue arrestado por Soler. 8 Alvear había servido con Carrera en
Europa, donde vivieron juntos, en términos de amistad íntima y esa intimidad se
había renovado cuando residieron en Montevideo. Este fue el motivo de que
Carrera le hiciera poner en libertad, haciendo valer su influencia para
encumbrarlo en Buenos Aires.
Por otra parte, como Alvear fue el primero en formar el ejército de Buenos
Aires sobre una base respetable y el único director que pagó siempre los
soldados, no halló muchas dificultades para tramar una revolución. Todas las
tropas se congregaron en el Retiro, en los suburbios, y proclamaron general a
Alvear, deponiendo a Soler.
Entonces los cívicos, bajo el mando de Soler, su jefe favorito, tomaron
armas contra Alvear y el ejército de línea, que abandonó la ciudad viniendo a
nuestro campamento con la esperanza de que Carrera tomara partido en su
favor, o le prestara algún apoyo en la revolución. Ramírez iba en marcha rumbo
a Entre Ríos, donde se hacía necesaria su presencia y su ejército, porque Artigas
dirigía sus marchas a la frontera de la provincia. 9 Nosotros estábamos también
para marchar, al día siguiente, con destino a Santa Fe, donde Carrera había
resuelto acampar durante el invierno.
Alvear pidió a Carrera que retornara a la ciudad y le hiciera reconocer como
jefe del ejército porteño. Carrera se rehusó a tomar parte alguna en esa
revolución, pero le hizo presente que, en caso de verse obligado a huir, él podría
retroceder a prestarle auxilio. Las tropas de Alvear, viendo que Carrera no les
prestaba apoyo, pensaron en abandonar a su jefe y entregarse a Soler que
marchaba tras ellas con sus cívicos.
Algunos pocos subalternos encabezaron a los soldados, y en la mañana
siguiente, al pasarse revista, usurparon el mando, diciendo a los oficiales
restantes de Alvear, que podían optar entre seguir con sus respectivos batallones
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o permanecer al lado de Alvear. Con esto, iniciaron el regreso a Buenos Aires.
Alvear pidió a Carrera que les cortara la retirada, pero éste insistió en no
comprometerse por cuestiones ajenas y de esa manera, los batallones de Alvear
se retiraron sin ser molestados. Alvear, con siete coroneles y cuarenta y siete
oficiales, incluyendo tenientes coroneles y mayores, siguieron nuestro regimiento
con sus asistentes y unos pocos soldados que no quisieron volver a Buenos Aires.
Ramírez prosiguió sus marchas a Entre Ríos y nosotros nos dirigimos a
Santa Fe. Nada ocurrió en la marcha digno de mencionarse. Acampamos en el
Rincón de Grondona, ángulo de tierra formado por la confluencia de los ríos
Carcarañá y Paraná, cubierto de bosques, y con muy buenos pastos para nuestro
ganado y caballadas. Los oficiales de Alvear, que se hallaban bajo nuestra
protección, formaron su campamento como a una legua más abajo de nosotros,
en la costa del río Paraná. Ramírez atravesó el río, hacia la Bajada, donde fue
recibido con toda clase de demostraciones de alegría por sus convecinos.
Permanecimos dos meses en nuestro campamento, y durante ese tiempo,
los soldados hacían ejercicios de caballería y se ensayaban en las cargas y otras
maniobras. Subieron por el río dos bergantines y algunos botes armados,
conduciendo armas, municiones, vestuarios y dinero, que venían dirigidos a
Carrera y destinados a nuestro regimiento. Las armas, municiones y vestuarios
que sobraron, fueron obsequiados a Ramírez por Carrera, y los oficiales y
marineros quedaron en los barcos para auxiliar a Ramírez en el río.
Mientras estábamos en ese paraje, vino a nuestro campamento un capitán,
de Buenos Aires, con cartas del coronel Dorrego, informando a Carrera de que
Soler había depuesto a Sarratea por medio de una revolución y los habitantes de
la ciudad se veían reducidos al estado más miserable que hasta entonces habían
soportado. 10 Soler se había proclamado Capitán General de la provincia,
marchando a Lujan, con nuevas tropas organizadas, había formado un
campamento, a una legua más o menos de la ciudad, donde ejercitaba sus
tropas, y había obligado al Cabildo de Buenos Aires a imponer al pueblo una
contribución semanal para pago y sostén de su base militar. Llegó también un
oficial francés, con correspondencia de Chile, solicitando inmediato auxilio de
Carrera en favor de ese país para apoyar una revolución que había de estallar tan
pronto como se supiera que él se encontraba al frente de una fuerza cualquiera.
Como la estación estaba muy avanzada para cruzar los Andes, los
revolucionarios se vieron obligados a desistir y un pariente lejano de Carrera
denunció el plan a O’Higgins, lo que trajo como consecuencia que varias personas
de las más espectables fueran desterradas a diferentes sitios, y cuarenta de los
principales oficiales comprometidos, cargados de grillos, fueran llevados a Nueva
Granada, con cartas para Bolívar, dándole cuenta de los delitos que habían
cometido. Ofrecíasele a Bolívar una indemnización por parte de Chile, por todos
los gastos que se hicieran para guardar los reos en prisiones seguras. Los dichos
oficiales eran adictos a las libertades de su patria, y si bien esto en Chile
constituía delito, en Colombia era la mejor recomendación que pudieran
presentar. De manera que, no sólo no continuaron engrillados, sino que de
inmediato se vieron libres de la carga que soportaban y se les proveyó de todo lo
necesario. Los oficiales que quisieron entrar al servicio de Colombia, obtuvieron
un destino, inmediatamente. Bolívar respondió, como contestación al oficio de
O’Higgins, que proveería de todo lo necesario a la seguridad y comodidad de los
infortunados oficiales en todo lo que estuviera a sus alcances, sin aceptar de Chile
ninguna indemnización, agregando que todos aquellos americanos de mérito que
Chile considerase como una amenaza o una carga, pedía que se mandaran a
Colombia, donde encontrarían siempre seguro asilo. A esto añadía que, el suelo
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de los Provincias Unidas y Chile, ya se había manchado bastante con la sangre
de ciudadanos y soldados dignos. Esta contestación de Bolívar, pareció sonar
muy mal en los oídos de un gobierno acostumbrado únicamente a la lisonja y
aunque salieron, después, muchos exilados de Chile, ninguno fue mandado a
Colombia porque este país perdió todo crédito para el gobierno chileno, como
lugar de destierro.
El regimiento N.° 1, de los Andes, cuyo coronel era Alvarado, había sido
dejado en San Juan, a don Juan Rosas, 11 gobernador de la ciudad. Se componía
de cuatrocientos dragones y quinientos hombres de infantería ligera. Estos se
declararon independientes de San Martín, depusieron al gobernador Rosas, y, a
pedido de la ciudad, colocaron en su lugar a don Mariano Mendizábal que se
declaró inmediatamente en favor de Carrera, enviando al Teniente Coronel
Morillo con despachos en los que le invitaba a establecer sus cuarteles de invierno
en San Juan y le ofrecía alojamiento, provisiones, dinero y fuerzas auxiliares para
cruzar los Andes en la primavera próxima, siempre que tales auxilios le fueran
necesarios.
Ramírez también mandó un Ayudante a nuestro campamento, pidiéndole a
Carrera que cruzara el Paraná, porque Artigas había iniciado las hostilidades 12.
De esta suerte, Carrera tenía en su campamento cuatro embajadas al mismo
tiempo, todas las cuales solicitaban su ayuda en sitios diferentes: Buenos Aires,
Chile, San Juan y Entre Ríos.
A Chile no podría pasar hasta la primavera, en San Juan su presencia no
era necesaria, y además no parecía bien marcharse a pasar el tiempo en el ocio y
la inacción, dejando a su amigo Ramírez envuelto en una guerra peligrosa. Su
experiencia le decía que en Buenos Aires le sería fácil restaurar las cosas a su
estado anterior en poco tiempo, porque los porteños se mostraban dóciles en
extremo cuando los amenazaba de cerca el enemigo. Por el contrario, creía que la
guerra entre Ramírez y Artigas sería larga y cruenta. En consecuencia, se dispuso
a marchar en ayuda de Buenos Aires, donde esperaba dejar todo pacificado en el
plazo de un mes, a lo más, y después cruzaría el Paraná, con todas las fuerzas
que pudiera reunir para auxiliar a Ramírez. Don Estanislao López, gobernador de
la provincia de Santa Fe, entró también en la empresa y acompañó a Carrera con
cuatrocientos hombres.13 Antes de marchar a Buenos Aires se mandaron algunos
pertrechos a nuestros aliados de San Juan, porque se hallaban en peligro de ser
atacados por una fuerza que se estaba levantando en Mendoza.