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FASES DEL DUELO

La primera reacción ante el fallecimiento suele ser de INCREDULIDAD o

de NEGACIÓN. Aunque no es lo mismo un fallecimiento tras una larga

enfermedad que uno repentino, ni es lo mismo que el difunto sea un

anciano que un niño o un joven, en todos los casos algo en nuestro interior

trata de rebelarse contra la cruda realidad, siendo expresiones de la

misma frases muy corrientes como “esto no puede ser verdad, se han

confundido” o “no es posible, si ayer estaba perfectamente cuando le vi”.

En esta fase existe una cierta incapacidad de mostrar sufrimiento ya que

nuestra mente da prioridad a los aspectos sociales y administrativos,

como la preparación del funeral, la comunicación del fallecimiento a los

familiares, vecinos o amigos.

La segunda fase es de RABIA y AGRESIVIDAD. Incapaces para volver

atrás   y   resucitar   al   fallecido,   respondemos   con   emociones   de

disconformidad dirigida contra todo y contra todos. Nos sentimos

víctimas de una injusticia (¿por qué me ha tenido que tocar precisamente

a mí?) y vemos a los demás como unos privilegiados por el simple hecho de

estar vivos. Clamamos contra la fatalidad y el destino y nos enfadamos
con nuestros dioses, si somos creyentes, o, en ocasiones, contra nosotros

mismos u otros familiares que nos parece que se han implicado poco en el

cuidado del difunto. Es el momento en que nos preguntamos por nuestra

conducta ante el difunto y surgen dudas sobre si le habremos atendido

correctamente, sobre si no hubiera sido mejor hacer tal cosa en lugar de

lo que se hizo, sobre si le manifestamos todo nuestro cariño por encima

de las diferencias, o sobre si hemos sido capaces de perdonarle por

decisiones que nos enfrentaron, o al menos nos distanciaron, de él en el

pasado.

La tercera etapa es de NEGOCIACIÓN. En ella la cabeza nos dice que lo

hemos perdido definitivamente, pero nuestro corazón se resiste a

aceptar la pérdida. En un intento de que la falta no sea tan dolorosa,

podemos sentir la necesidad de acudir a visitar con periodicidad al

difunto al cementerio, de hablar con su imagen plasmada en una foto o de

sentir su presencia en diferentes sitios del domicilio (la cama, su silla…).

Por otra parte, en esta fase la soledad se hace patente y manifiesta

porque las ayudas del resto de la familia, las visitas de acompañamiento…

se van distanciando cada vez más y debe ser uno el que poco a poco vaya

enfrentándose de nuevo y solo a la vida. En ocasiones en un intento de no
perder todos los lazos con el difunto las personas se quedan con objetos

del difunto (anillos, prendas de vestir…) o reliquias que tratan de que

persista, a pesar del paso del tiempo, sensación de unión con el fallecido,

es decir, de que sigue con nosotros.

La cuarta fase es de TRISTEZA. Admitir que la pérdida es definitiva, que

se debe seguir viviendo pero sin el difunto, provoca tristeza y falta de

interés por las cosas y por el futuro, apatía y sensación de empeoramiento

de la salud propia. Sin embargo, estos síntomas de tristeza son normales

que aparezcan y en ningún caso son signo de debilidad, sino al contrario,

nos dicen que somos personas de buen corazón y que sentimos de verdad

el fallecimiento del ser querido. Por tanto, estar triste es inseparable del

duelo y no debe alarmar salvo que se manifieste de forma excesivamente

acentuada o produzca pensamientos autodestructivos.

La quinta fase es de ACEPTACIÓN serena DE LA PÉRDIDA. En esta fase

somos conscientes de que, a pesar de la pérdida, aceptamos que la vida

sigue   y   somos   capaces    de      reintegrarnos   a   ella   recuperando

progresivamente las capacidades física y mental alteradas en las fases

anteriores. Como es lógico se siguen teniendo recuerdos del fallecido,

pero no son atenazantes ni limitantes, ni causan ansiedad o dolor,
predominando en el recuerdo lo que de grato tuvo la convivencia mientras

duró.

No todas las personas pasan todas las fases ni todas las personas las

viven con la misma intensidad. Existe, por tanto, una amplia variabilidad en

la forma de vivir el duelo habiendo un amplio margen para que la mayoría

de las conductas sean consideradas como “normales”. Lo que sí es cierto

es que para evitar la prolongación innecesaria de sus dolorosas

consecuencias es necesario realizar un intenso trabajo interior de

asimilación no siempre fácil y para el que puede ser necesaria la ayuda de

profesionales conocedores del tema, como médicos, psicólogos… Esto es

especialmente relevante cuando alguien se queda estancado en alguna de

las fases mencionadas sin dar pasos hacia la resolución y reincorporación

a la normalidad. Esto se complica porque, como se ha dicho, establecer la

diferencia entre lo normal y lo anormal es en ocasiones francamente

difícil, incluso para quienes están acostumbrados a atender a las personas

que han sufrido la muerte de un ser cercano.




¿Podría usted situarse en alguno de los periodos del duelo?, ¿En cuál?

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  • 1. FASES DEL DUELO La primera reacción ante el fallecimiento suele ser de INCREDULIDAD o de NEGACIÓN. Aunque no es lo mismo un fallecimiento tras una larga enfermedad que uno repentino, ni es lo mismo que el difunto sea un anciano que un niño o un joven, en todos los casos algo en nuestro interior trata de rebelarse contra la cruda realidad, siendo expresiones de la misma frases muy corrientes como “esto no puede ser verdad, se han confundido” o “no es posible, si ayer estaba perfectamente cuando le vi”. En esta fase existe una cierta incapacidad de mostrar sufrimiento ya que nuestra mente da prioridad a los aspectos sociales y administrativos, como la preparación del funeral, la comunicación del fallecimiento a los familiares, vecinos o amigos. La segunda fase es de RABIA y AGRESIVIDAD. Incapaces para volver atrás y resucitar al fallecido, respondemos con emociones de disconformidad dirigida contra todo y contra todos. Nos sentimos víctimas de una injusticia (¿por qué me ha tenido que tocar precisamente a mí?) y vemos a los demás como unos privilegiados por el simple hecho de estar vivos. Clamamos contra la fatalidad y el destino y nos enfadamos
  • 2. con nuestros dioses, si somos creyentes, o, en ocasiones, contra nosotros mismos u otros familiares que nos parece que se han implicado poco en el cuidado del difunto. Es el momento en que nos preguntamos por nuestra conducta ante el difunto y surgen dudas sobre si le habremos atendido correctamente, sobre si no hubiera sido mejor hacer tal cosa en lugar de lo que se hizo, sobre si le manifestamos todo nuestro cariño por encima de las diferencias, o sobre si hemos sido capaces de perdonarle por decisiones que nos enfrentaron, o al menos nos distanciaron, de él en el pasado. La tercera etapa es de NEGOCIACIÓN. En ella la cabeza nos dice que lo hemos perdido definitivamente, pero nuestro corazón se resiste a aceptar la pérdida. En un intento de que la falta no sea tan dolorosa, podemos sentir la necesidad de acudir a visitar con periodicidad al difunto al cementerio, de hablar con su imagen plasmada en una foto o de sentir su presencia en diferentes sitios del domicilio (la cama, su silla…). Por otra parte, en esta fase la soledad se hace patente y manifiesta porque las ayudas del resto de la familia, las visitas de acompañamiento… se van distanciando cada vez más y debe ser uno el que poco a poco vaya enfrentándose de nuevo y solo a la vida. En ocasiones en un intento de no
  • 3. perder todos los lazos con el difunto las personas se quedan con objetos del difunto (anillos, prendas de vestir…) o reliquias que tratan de que persista, a pesar del paso del tiempo, sensación de unión con el fallecido, es decir, de que sigue con nosotros. La cuarta fase es de TRISTEZA. Admitir que la pérdida es definitiva, que se debe seguir viviendo pero sin el difunto, provoca tristeza y falta de interés por las cosas y por el futuro, apatía y sensación de empeoramiento de la salud propia. Sin embargo, estos síntomas de tristeza son normales que aparezcan y en ningún caso son signo de debilidad, sino al contrario, nos dicen que somos personas de buen corazón y que sentimos de verdad el fallecimiento del ser querido. Por tanto, estar triste es inseparable del duelo y no debe alarmar salvo que se manifieste de forma excesivamente acentuada o produzca pensamientos autodestructivos. La quinta fase es de ACEPTACIÓN serena DE LA PÉRDIDA. En esta fase somos conscientes de que, a pesar de la pérdida, aceptamos que la vida sigue y somos capaces de reintegrarnos a ella recuperando progresivamente las capacidades física y mental alteradas en las fases anteriores. Como es lógico se siguen teniendo recuerdos del fallecido, pero no son atenazantes ni limitantes, ni causan ansiedad o dolor,
  • 4. predominando en el recuerdo lo que de grato tuvo la convivencia mientras duró. No todas las personas pasan todas las fases ni todas las personas las viven con la misma intensidad. Existe, por tanto, una amplia variabilidad en la forma de vivir el duelo habiendo un amplio margen para que la mayoría de las conductas sean consideradas como “normales”. Lo que sí es cierto es que para evitar la prolongación innecesaria de sus dolorosas consecuencias es necesario realizar un intenso trabajo interior de asimilación no siempre fácil y para el que puede ser necesaria la ayuda de profesionales conocedores del tema, como médicos, psicólogos… Esto es especialmente relevante cuando alguien se queda estancado en alguna de las fases mencionadas sin dar pasos hacia la resolución y reincorporación a la normalidad. Esto se complica porque, como se ha dicho, establecer la diferencia entre lo normal y lo anormal es en ocasiones francamente difícil, incluso para quienes están acostumbrados a atender a las personas que han sufrido la muerte de un ser cercano. ¿Podría usted situarse en alguno de los periodos del duelo?, ¿En cuál?