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Capítulo I: El jazz de la fragancia del café
“Cuando se tiene una gran convicción acerca de lo que se cree, a veces se cree que se
hace lo correcto cuando en realidad no es así. En el mundo real las cosas no son ni
buenas ni malas, sino de una gran mezcla. Lo bueno para uno puede resultar malo para
otro y viceversa. Es así por lo que…” No, no, no. Esto está mal. Dejo pulsado
Retroceso, así borro lo que escribí. Me echo para atrás, el respaldo de mi asiento evita
mi caída. Miro hacia el techo y al movimiento hipnótico del ventilador. Exhalo el humo
de mi cigarrillo, y cojo la taza de café. Soy consciente que tengo que beberla despacio,
apenas tengo para pagarme dos; así que doy sorbos poco a poco.
Respiro hondo, no se me ocurre nada con lo que empezar a escribir; por lo que decido
cerrar el portátil e irme de ese café. Quito el cargador despacio, ya que está muy
delicado (notable el aguante de la cinta de carrocero) y cuando ya lo he guardado todo,
me acerco a la barra. Cuando voy a pagar la cuenta (mi café y el croissant) recuerdo el
por qué vengo diariamente a este sitio: la camarera. Siempre he sido contrario al método
de creación artístico con eso de las musas y tal, pero con ella parece que es algo distinto,
algo especial, algo…a quién pretendo engañar. Está buena y punto.
Cuando me da la vuelta, siempre pago con un poco de dinero más, para que se quede
con ella. Hoy me despide con un “Hasta mañana, guapo”. Estos hosteleros saben cómo
captar clientes…en fin. Salgo y me encuentro con el panorama del exterior. Una
bocanada de aire me da en la cara y me despeja las ideas. “Pero qué coño” digo en voz
alta, el frío me entra por toda la laringe.
Con las ideas más que despejadas, intento hacer lo mismo con mi garganta tomando un
caramelo de menta. Trato de abrir el papel teniendo como resultado a un hombre adulto
intentando abrir un caramelo con los dientes. Después de esa patética escena que me
deja en evidencia delante del tipo que reparte los frutos secos en su camión y la señora
que pasea a su perrito, entro otra vez en el bar para pedirle a la atractiva camarera su
número para que podamos relacionarnos más allá del contrato de compra-venta y el
servicio prestado.
Avanzo con delicadeza, el corazón parece salírseme de la caja torácica. Creo que me
estoy poniendo colorado pero una cosa es segura: sé exactamente que en un sitio
concreto de mi bajo vientre se está concentrando gran cantidad de sangre. Banalidades
aparte, llego a la barra, justo donde están expuestos los periódicos y debajo está la
cristalera con los dulces (mis amados croissant…) y allí está ella, sirviendo al tipo que
reparte cupones. “Viejo, vete ya con tu puto anís” pienso mientras intento desnudarla a
ella con mi mirada. Superpoderes aparte, intento llamar su atención de algún modo que
no parezca absurdo como pasó con el caramelo envuelto concienzudamente.
Guarda la botella de anís y se dirige hacia mí. No creo que pueda. Siempre he sido un
poco idiota con las mujeres, acabo haciendo lo que no quiero con tal de complacerlas o,
de otro modo, que no se den cuenta de lo que pasa por mi cabeza.
“¿Otra vez aquí, guapo? ¿Quieres algo más?” me dice ella, mientras no sabe que me
pasan como mil pensamientos por la cabeza. Decido que pasados unos veinte segundos
es momento apropiado para reaccionar; así que respondo: “Sí, ponme otro café que
ahora estoy inspirado”
Siempre igual…
Capítulo II: El blues del nicho vacío
Cuando todos se reúnen en un cementerio a las tantas de la noche suele ser por dos
cosas: o se trata de un grupo de jóvenes que buscan un poco de adrenalina espiritista, o
cotizas en la Seguridad Social en calidad de salteador de tumbas.
Resulta curioso que a los muertos se les vista de traje y sus tumbas y ataúdes se adornen
con todo tipo de parafernalia religiosa…y valiosa. En un momento en el que el oro vale
más que el descanso eterno, Ramón Ibáñez Piedra, alias Feiz, busca con su linterna y su
palanca algún crucifijo de oro o un traje italiano que pueda vender.
Los hombros los tiene cargados, lleva trabajando en el agro desde que amaneció, y
ahora son las 3 de la madrugada según su reloj sacado de ultratumba. Tiene en la mano
izquierda varias piezas de oro y un par de trajes en una bolsa, agarrada con su diestra.
La palanca la lleva en el bolsillo derecho del pantalón (ni que decir tiene que está roto
por dentro) y le golpea continuamente en la pierna derecha. La linterna, en la boca.
Como ya está bastante cargado, este será el último nicho que abra. Busca uno, arriba del
todo, más o menos en el centro de la pared.
“Aquí yace José Luis Roldán Reina, 1993-2013. Tus familiares y amigos no te olvidan,
que Dios te guarde”
Feiz dibuja una sonrisa en su rostro, se da cuenta que el tal José Luis lleva la inscripción
estándar, nadie se ha preocupado por inventarse algo más original. Feiz prefiere robarles
a los muertos jóvenes, este en concreto tiene 20 años; puede que incluso esté fresco.
Deja la bolsa y las piezas de oro, coge la escalera que se encuentra en el cementerio y
vuelve corriendo a donde se encuentra el señor Roldán.
Allí entre la oscuridad, en el barrio más tranquilo, se escucha un ruido constante y
sordo. Feiz con su palanca rompe los ladrillos del nicho, los cuales caen pesadamente al
suelo. Pero es raro…se escucha a lo lejos otro sonido aparte del de los ladrillos y la
palanca. “Serán los muertos, que buscan lo que es suyo” ríe. Nada más lejos de la
realidad, La cara de Feiz palidece al escuchar ese sonido más nítidamente. No son
muertos vivientes, son vivos que van a rescatar a los muertos. Policía.
Alguien ha escuchado a Feiz hacer de las suyas y los ha llamado; Ramón tiene que salir
corriendo de allí con todo lo que pueda llevarse.
Es algo digno de mención el hecho de que los cementerios se hayan convertido en
castillos fortificados llenos de cipreses. En ese momento, Feiz se lamenta de ello.
Corriendo como no lo ha hecho nunca y habiendo dejado la palanca cerca de la tumba
de José Luis Roldán Bachmann, busca por las calles mortuorias una salida, o a unas
malas, donde él había entrado. Sin darse cuenta que la escalera la podría usar para subir,
sigue corriendo por allí sin saber dónde ir, hasta que llega a una pequeña plaza circular,
donde se pone a dar vueltas en círculos corriendo, buscando una salida óptima para salir
con su oro. Los sonidos de la justicia se acercan al cementerio; no tiene a dónde ir.
Cuando ya llegan, Feiz se encuentra aún buscando un sitio donde salir. La policía abre
las grandes puertas y entra. Feiz está escondido: él puede verlos pero ellos no ven a
nadie. Cuenta dos, tres y cuatro miembros del orden, cada uno con una linterna y una
pistola reglamentaria. Es irónico que se intente detener al que roba a los muertos
matándolo, pero para Feiz así era.
Al perderse los cuatro en las tranquilas calles fortificadas, Feiz se da cuenta que la
puerta la habían abierto. Sale corriendo como alma que lleva el diablo y, cómo no, los
policías se dan cuenta de que un hombre cargado de oro está huyendo por la puerta
principal. Sin más remedio, o eso dijeron después, tuvieron que dispararle.
Feiz no tuvo que viajar mucho desde donde cayó abatido hasta donde estuvo por toda la
eternidad. No tardaron en robar el crucifijo de su ataúd.

Capítulo III: Sonata de la inventiva nocturna
Siempre me he considerado un chaval bastante imaginativo, pero lo que pasó hace dos
noches fue algo que sobrepasa los límites de la realidad. El caso es que estaba en la
cama, tan tranquilo contando las manchas de baba de mi cama en la oscuridad, las
cuales se notan al tacto (serán corrosivas, no te pongas a preguntarte tonterías) cuando
me surgió la imperiosa necesidad que hace que incluso los niños de piedra de alrededor
de las estatuas se pongan a moverse. Era obligado, no tenía opción; tenía que ir a mear.
Era vida o muerte, y decidí vivir.
Total, que me puse las zapatillas (las cuales eran macabras cabezas de cocodrilo de
peluche), bostecé y acto seguido me dispuse a aventurarme hacia lo desconocido, un
terrible pasillo lleno de peligros tales como armarios y puertas entreabiertas. No pasaba
un momento en el que no pensara "voy a morir mientras voy al baño, que situación más
lamentabe", pero era consciente que mi destino era morir convertido en piedra (no me
preguntes cómo, eso lo decidirá el tiempo) en una postura chula. La cosa era que allí
estaba yo, en un pasillo como alguno del castillo de Drácula y haciendo esquí de fondo
con unos animales disecados en lamentable estado. La sensación de orinarse encima era
dura e inclemente. Además de eso tenía que soportar las horrendas miradas de girasoles
impresos en cuadros producidos en serie. Cuando pase el salón ya estaré a mitad de
camino, pero allí se encuentran los peores obstáculos. La mesa camilla acechaba para
pillarme desprevenido y así hacerme la zancadilla, pero yo no se lo pondría fácil. Una
gota de sudor frío me recorría la mejilla mientras la pasaba, pero aún me quedaba mi
peor enemigo, las sillas del comedor habían preparado un campamento alrededor de la
única ruta posible hasta mi destino. O al menos era lo que ellas pensaban. Pero yo me
dispuse a hacer una estrategia arriesgada.
Como Aníbal cruzando los Alpes, me dispuse a hacer un plan que me podía salvar,
pero no estaba exento de riesgo. Debía cruzar el sofá por encima. Era un riesgo que
debía correr. Cogí impulso, salté y fui todo lo rápido que pude por aquella estructura tan
inestable. Las tablas crujían y yo no me podía permitir el lujo de caer en la última
prueba. A los pocos segundos, por fin terminé esa agonía, pero me esperaba otra peor.
Justo cuando terminé de cruzarlo, escuché un ruido. Un escalofrío me recorrió por el
cuerpo. Lo primero que pensé fue en la reorganización de las sillas, pero no, ellas actúan
de un modo anárquico que les impide tener una estrategia. Entonces me volví y... sólo
se había caído un cojín. Me sentí momentáneamente aliviado, pero aún tenía una misión
que cumplir, pero no tenía tiempo. Corrí todo lo que pude hacia el cuarto de baño, me
bajé los pantalones, subí la tapa y cumplí mi objetivo, por fin estaba a salvo. Todo
volvía a ser seguro pero, cuando me las estaba secando recordé algo: Tenía que volver a
cruzar. El miedo se apoderó de mí, todo volvía a empezar.
Mal escrito por Luis Felipe Caracuel Espinar

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  • 1. Capítulo I: El jazz de la fragancia del café “Cuando se tiene una gran convicción acerca de lo que se cree, a veces se cree que se hace lo correcto cuando en realidad no es así. En el mundo real las cosas no son ni buenas ni malas, sino de una gran mezcla. Lo bueno para uno puede resultar malo para otro y viceversa. Es así por lo que…” No, no, no. Esto está mal. Dejo pulsado Retroceso, así borro lo que escribí. Me echo para atrás, el respaldo de mi asiento evita mi caída. Miro hacia el techo y al movimiento hipnótico del ventilador. Exhalo el humo de mi cigarrillo, y cojo la taza de café. Soy consciente que tengo que beberla despacio, apenas tengo para pagarme dos; así que doy sorbos poco a poco. Respiro hondo, no se me ocurre nada con lo que empezar a escribir; por lo que decido cerrar el portátil e irme de ese café. Quito el cargador despacio, ya que está muy delicado (notable el aguante de la cinta de carrocero) y cuando ya lo he guardado todo, me acerco a la barra. Cuando voy a pagar la cuenta (mi café y el croissant) recuerdo el por qué vengo diariamente a este sitio: la camarera. Siempre he sido contrario al método de creación artístico con eso de las musas y tal, pero con ella parece que es algo distinto, algo especial, algo…a quién pretendo engañar. Está buena y punto. Cuando me da la vuelta, siempre pago con un poco de dinero más, para que se quede con ella. Hoy me despide con un “Hasta mañana, guapo”. Estos hosteleros saben cómo captar clientes…en fin. Salgo y me encuentro con el panorama del exterior. Una bocanada de aire me da en la cara y me despeja las ideas. “Pero qué coño” digo en voz alta, el frío me entra por toda la laringe. Con las ideas más que despejadas, intento hacer lo mismo con mi garganta tomando un caramelo de menta. Trato de abrir el papel teniendo como resultado a un hombre adulto intentando abrir un caramelo con los dientes. Después de esa patética escena que me deja en evidencia delante del tipo que reparte los frutos secos en su camión y la señora que pasea a su perrito, entro otra vez en el bar para pedirle a la atractiva camarera su número para que podamos relacionarnos más allá del contrato de compra-venta y el servicio prestado. Avanzo con delicadeza, el corazón parece salírseme de la caja torácica. Creo que me estoy poniendo colorado pero una cosa es segura: sé exactamente que en un sitio concreto de mi bajo vientre se está concentrando gran cantidad de sangre. Banalidades aparte, llego a la barra, justo donde están expuestos los periódicos y debajo está la cristalera con los dulces (mis amados croissant…) y allí está ella, sirviendo al tipo que reparte cupones. “Viejo, vete ya con tu puto anís” pienso mientras intento desnudarla a ella con mi mirada. Superpoderes aparte, intento llamar su atención de algún modo que no parezca absurdo como pasó con el caramelo envuelto concienzudamente. Guarda la botella de anís y se dirige hacia mí. No creo que pueda. Siempre he sido un poco idiota con las mujeres, acabo haciendo lo que no quiero con tal de complacerlas o, de otro modo, que no se den cuenta de lo que pasa por mi cabeza. “¿Otra vez aquí, guapo? ¿Quieres algo más?” me dice ella, mientras no sabe que me pasan como mil pensamientos por la cabeza. Decido que pasados unos veinte segundos es momento apropiado para reaccionar; así que respondo: “Sí, ponme otro café que ahora estoy inspirado” Siempre igual…
  • 2. Capítulo II: El blues del nicho vacío Cuando todos se reúnen en un cementerio a las tantas de la noche suele ser por dos cosas: o se trata de un grupo de jóvenes que buscan un poco de adrenalina espiritista, o cotizas en la Seguridad Social en calidad de salteador de tumbas. Resulta curioso que a los muertos se les vista de traje y sus tumbas y ataúdes se adornen con todo tipo de parafernalia religiosa…y valiosa. En un momento en el que el oro vale más que el descanso eterno, Ramón Ibáñez Piedra, alias Feiz, busca con su linterna y su palanca algún crucifijo de oro o un traje italiano que pueda vender. Los hombros los tiene cargados, lleva trabajando en el agro desde que amaneció, y ahora son las 3 de la madrugada según su reloj sacado de ultratumba. Tiene en la mano izquierda varias piezas de oro y un par de trajes en una bolsa, agarrada con su diestra. La palanca la lleva en el bolsillo derecho del pantalón (ni que decir tiene que está roto por dentro) y le golpea continuamente en la pierna derecha. La linterna, en la boca. Como ya está bastante cargado, este será el último nicho que abra. Busca uno, arriba del todo, más o menos en el centro de la pared. “Aquí yace José Luis Roldán Reina, 1993-2013. Tus familiares y amigos no te olvidan, que Dios te guarde” Feiz dibuja una sonrisa en su rostro, se da cuenta que el tal José Luis lleva la inscripción estándar, nadie se ha preocupado por inventarse algo más original. Feiz prefiere robarles a los muertos jóvenes, este en concreto tiene 20 años; puede que incluso esté fresco. Deja la bolsa y las piezas de oro, coge la escalera que se encuentra en el cementerio y vuelve corriendo a donde se encuentra el señor Roldán. Allí entre la oscuridad, en el barrio más tranquilo, se escucha un ruido constante y sordo. Feiz con su palanca rompe los ladrillos del nicho, los cuales caen pesadamente al suelo. Pero es raro…se escucha a lo lejos otro sonido aparte del de los ladrillos y la palanca. “Serán los muertos, que buscan lo que es suyo” ríe. Nada más lejos de la realidad, La cara de Feiz palidece al escuchar ese sonido más nítidamente. No son muertos vivientes, son vivos que van a rescatar a los muertos. Policía. Alguien ha escuchado a Feiz hacer de las suyas y los ha llamado; Ramón tiene que salir corriendo de allí con todo lo que pueda llevarse. Es algo digno de mención el hecho de que los cementerios se hayan convertido en castillos fortificados llenos de cipreses. En ese momento, Feiz se lamenta de ello. Corriendo como no lo ha hecho nunca y habiendo dejado la palanca cerca de la tumba de José Luis Roldán Bachmann, busca por las calles mortuorias una salida, o a unas malas, donde él había entrado. Sin darse cuenta que la escalera la podría usar para subir, sigue corriendo por allí sin saber dónde ir, hasta que llega a una pequeña plaza circular, donde se pone a dar vueltas en círculos corriendo, buscando una salida óptima para salir con su oro. Los sonidos de la justicia se acercan al cementerio; no tiene a dónde ir. Cuando ya llegan, Feiz se encuentra aún buscando un sitio donde salir. La policía abre las grandes puertas y entra. Feiz está escondido: él puede verlos pero ellos no ven a nadie. Cuenta dos, tres y cuatro miembros del orden, cada uno con una linterna y una pistola reglamentaria. Es irónico que se intente detener al que roba a los muertos matándolo, pero para Feiz así era. Al perderse los cuatro en las tranquilas calles fortificadas, Feiz se da cuenta que la puerta la habían abierto. Sale corriendo como alma que lleva el diablo y, cómo no, los policías se dan cuenta de que un hombre cargado de oro está huyendo por la puerta principal. Sin más remedio, o eso dijeron después, tuvieron que dispararle.
  • 3. Feiz no tuvo que viajar mucho desde donde cayó abatido hasta donde estuvo por toda la eternidad. No tardaron en robar el crucifijo de su ataúd. Capítulo III: Sonata de la inventiva nocturna Siempre me he considerado un chaval bastante imaginativo, pero lo que pasó hace dos noches fue algo que sobrepasa los límites de la realidad. El caso es que estaba en la cama, tan tranquilo contando las manchas de baba de mi cama en la oscuridad, las cuales se notan al tacto (serán corrosivas, no te pongas a preguntarte tonterías) cuando me surgió la imperiosa necesidad que hace que incluso los niños de piedra de alrededor de las estatuas se pongan a moverse. Era obligado, no tenía opción; tenía que ir a mear. Era vida o muerte, y decidí vivir. Total, que me puse las zapatillas (las cuales eran macabras cabezas de cocodrilo de peluche), bostecé y acto seguido me dispuse a aventurarme hacia lo desconocido, un terrible pasillo lleno de peligros tales como armarios y puertas entreabiertas. No pasaba un momento en el que no pensara "voy a morir mientras voy al baño, que situación más lamentabe", pero era consciente que mi destino era morir convertido en piedra (no me preguntes cómo, eso lo decidirá el tiempo) en una postura chula. La cosa era que allí estaba yo, en un pasillo como alguno del castillo de Drácula y haciendo esquí de fondo con unos animales disecados en lamentable estado. La sensación de orinarse encima era dura e inclemente. Además de eso tenía que soportar las horrendas miradas de girasoles impresos en cuadros producidos en serie. Cuando pase el salón ya estaré a mitad de camino, pero allí se encuentran los peores obstáculos. La mesa camilla acechaba para pillarme desprevenido y así hacerme la zancadilla, pero yo no se lo pondría fácil. Una gota de sudor frío me recorría la mejilla mientras la pasaba, pero aún me quedaba mi peor enemigo, las sillas del comedor habían preparado un campamento alrededor de la única ruta posible hasta mi destino. O al menos era lo que ellas pensaban. Pero yo me dispuse a hacer una estrategia arriesgada. Como Aníbal cruzando los Alpes, me dispuse a hacer un plan que me podía salvar, pero no estaba exento de riesgo. Debía cruzar el sofá por encima. Era un riesgo que debía correr. Cogí impulso, salté y fui todo lo rápido que pude por aquella estructura tan inestable. Las tablas crujían y yo no me podía permitir el lujo de caer en la última prueba. A los pocos segundos, por fin terminé esa agonía, pero me esperaba otra peor. Justo cuando terminé de cruzarlo, escuché un ruido. Un escalofrío me recorrió por el cuerpo. Lo primero que pensé fue en la reorganización de las sillas, pero no, ellas actúan de un modo anárquico que les impide tener una estrategia. Entonces me volví y... sólo se había caído un cojín. Me sentí momentáneamente aliviado, pero aún tenía una misión que cumplir, pero no tenía tiempo. Corrí todo lo que pude hacia el cuarto de baño, me bajé los pantalones, subí la tapa y cumplí mi objetivo, por fin estaba a salvo. Todo volvía a ser seguro pero, cuando me las estaba secando recordé algo: Tenía que volver a cruzar. El miedo se apoderó de mí, todo volvía a empezar. Mal escrito por Luis Felipe Caracuel Espinar