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EL REALISMO
LITERARIO
ÉPOCA DE CAMBIOS
CARACTERÍSTICAS DE LA
LITERATURA REALISTA (I)
CARACTERÍSTICAS DE LA
LITERATURA REALISTA (II)
CARACTERÍSTICAS DE LA
LITERATURA REALISTA (III)
RASGOS DE LA NOVELA REALISTA
EL NATURALISMO
NOVELISTAS REALISTAS
BENITO PÉREZ
GALDÓS
BIOGRAFÍA (I)
• Nace en las Palmas de Gran Canaria el 10 de mayo de 1843.
• Décimo hijo de un coronel del ejército, Sebastián Pérez, y de Dolores Galdós,
una dama de fuerte carácter. El padre inculcó en el hijo el gusto por las
narraciones históricas contándole asiduamente historias de la Guerra de la
Independencia, en la que había participado.
• Llegó a Madrid en septiembre de 1862 para estudiar Derecho.
• Frecuentar los teatros y a crear con otros escritores paisanos suyos la «Tertulia
Canaria» en Madrid, mientras acudía a leer al Ateneo a los principales
narradores europeos en inglés y francés.
• En 1865 asistió a los hechos de la Noche de San Daniel, que le impresionaron
vivamente:
• “Presencié, confundido con la turba estudiantil, el escandaloso motín de la noche de San Daniel
—10 de abril del 65—, y en la Puerta del Sol me alcanzaron algunos linternazos de la Guardia
Veterana”.
• Redactor en los periódicos La Nación y El Debate, así como en la Revista del
Movimiento Intelectual de Europa.
• Era un descuidado en el vestir y se conformaba siempre con ir de tonos
sombríos para pasar desapercibido. En invierno llevaba enrollada al cuello una
bufanda de lana blanca, con un cabo colgando del pecho y otro a la espalda, un
puro a medio fumar en la mano y, cuando estaba sentado, a los pies su perro
alsaciano. Se cortaba el pelo al rape y padecía horribles migrañas.
BIOGRAFÍA (II)
• Era proverbial su timidez: sufría al hablar en público. Entre sus dotes estaba el poseer
una memoria visual portentosa y una retentiva increíble que le permitía recordar
capítulos enteros del Quijote y detalles minúsculos de paisajes. De ello nacía también su
gran facilidad para el dibujo. Todas estas cualidades desarrollaron en él una de las
facultades más importantes en un novelista: el poder de observación.
• En 1867 hizo su primer viaje al extranjero, como corresponsal en París, para dar cuenta
de la Exposición Universal. Volvió con las obras de Balzac y de Dickens y tradujo de este,
a partir de una versión francesa, su obra más cervantina, Los papeles póstumos del Club
Pickwick. Toda esta actividad supone su inasistencia a las clases de Derecho y le borran
definitivamente de la matrícula en 1868.
• Galdós asistía con regularidad al viejo Ateneo de la Calle de la Montera y trabó amistad
con personajes de ideología nada afín a la suya: José María de Pereda, Antonio Cánovas
del Castillo, Francisco Silvela y Marcelino Menéndez Pelayo.
• Hizo viajes por Francia, Inglaterra e Italia varias veces, pero por su amistad con Pereda
se aficionó a Santander (Cantabria), ciudad a la que estuvo estrechamente vinculado y
donde tomó la costumbre de veranear en El Sardinero junto a Pereda y Menéndez
Pelayo. Allí se construyó su célebre casa de San Quintín.
• Se independizó de su primer editor Miguel de la Cámara tras ganar un pleito en 1897 y
editó sus propias obras hasta 1904, en que se adscribió a la editorial Hernando.
BIOGRAFÍA (III)
• Durante sus últimos años se consagró fundamentalmente al teatro, para el que entregó 22
piezas. Algunas de ellas eran adaptaciones de sus novelas, cuya evolución le iba
reclamando además la forma dialogada.
• Se levantaba con el sol y escribía regularmente hasta las diez de la mañana a lápiz, porque
la pluma le hacía perder el tiempo. Después salía a pasear por Madrid a espiar
conversaciones ajenas (de ahí la enorme frescura y variedad de sus diálogos) y a observar
detalles para sus novelas. No bebía, pero fumaba sin cesar cigarros de hoja. A primera tarde
leía en español, inglés o francés; prefería los clásicos ingleses, castellanos y griegos, en
particular Shakespeare, Dickens, Cervantes, Lope de Vega y Eurípides, a los que se
conocía al dedillo. En su madurez empezó a frecuentar a León Tolstói. Después volvía a sus
paseos si no había un concierto, pues adoraba la música y durante mucho tiempo hizo
crítica musical. Se acostaba temprano y casi nunca iba al teatro. Cada trimestre acuñaba un
volumen de trescientas páginas.
• Ingresó en la Real Academia Española en 1897.
• En 1890 y 1891 fue reelegido diputado por Puerto Rico. Habiéndose unido a las fuerzas
políticas republicanas, Madrid lo eligió representante en las Cortes de 1907. En 1909 fue
jefe, junto a Pablo Iglesias, de la coalición republicano-socialista, pero él, que «no se sentía
político», se apartó enseguida de las luchas «por el acta y la farsa» y se dedicó de nuevo a
la novela y al teatro.
• En 1919 se realizó una escultura suya, reconociendo su éxito en vida. A pesar de su
ceguera, pidió ser alzado para palpar la obra y lloró emocionado al comprobar la fidelidad de
la escultura. Cargado de laureles, el indiscutido gran novelista español del siglo XIX murió
en su casa de la calle Hilarión Eslava de Madrid el 4 de enero de 1920. El día de su
entierro, unos 20.000 madrileños acompañaron su ataúd hacia el cementerio de la
Almudena.
DISCURSO DE INGRESO EN LA RAE
• "... Imagen de la vida es la Novela, y el arte de
componerla estriba en reproducir los caracteres
humanos, las pasiones, las debilidades, lo grande y lo
pequeño, las almas y las fisonomías, todo lo espiritual y
lo físico que nos constituye y nos rodea, y el lenguaje,
que es la marca de raza, y las viviendas, que son el signo
de familia, y la vestidura, que diseña los últimos trazos
externos de la personalidad: todo esto sin olvidar que
debe existir perfecto fiel de balanza entre la exactitud y la
belleza de la reproducción..."
• "La sociedad presente como materia novelable".
Benito Pérez Galdós, 1897."
PRIMERAS NOVELAS
• NOVELAS DE TESIS
• La sombra (1870)
• La Fontana de Oro (1870)
• El audaz (1871)
• Doña Perfecta (1876)
• Gloria (1877)
• La familia de León Roch (1878)
• Marianela (1878)
NOVELAS ESPAÑOLAS
CONTEMPORÁNEAS
• La desheredada (1881)
• El doctor Centeno (1883)
• Tormento (1884)
• La de Bringas (1884)
• El amigo Manso (1882)
• Lo prohibido (1884–85)
• Fortunata y Jacinta (1886–87)
• Celín, Tropiquillos y Theros (1887)
• Miau (1888)
• La incógnita (1889)
• Torquemada en la hoguera (1889)
• Realidad (1889)
NOVELAS ESPIRITUALISTAS
• Ángel Guerra (1890–91)
• Tristana (1892)
• La loca de la casa (1892)
• Torquemada en la cruz (1893)
• Torquemada en el purgatorio (1894)
• Torquemada y San Pedro (1895)
• Nazarín (1895)
• Halma (1895)
• Misericordia (1897)
• El abuelo (1897)
• La estafeta romántica (1899)
• Casandra (1905)
• El caballero encantado (1909)
• La razón de la sinrazón (1909)
FORTUNATA Y JACINTA
JUANITO SANTA CRUZ
FORTUNATA JACINTA
Al pasar junto a la puerta de una de las habitaciones del
entresuelo, Juanito la vio abierta, y lo que es natural, miró
hacia dentro, pues todos los accidentes de aquel recinto
despertaban en sumo grado su curiosidad. Pensó no ver
nada, y vio algo que, de pronto, le impresionó: una mujer
bonita, joven, alta…
Parecía estar en acecho, movida de una curiosidad
semejante a la de Santa Cruz, deseando saber quién
demonios subía a tales horas por aquella endiablada
escalera. La moza tenía pañuelo azul claro por la cabeza y
un mantón sobre los hombros, y en el momento de ver al
Delfín se infló con él, quiero decir que hizo ese
característico arqueo de brazos y alzamiento de hombros
con que las madrileñas del pueblo se agasajan dentro del
mantón, movimiento que les da cierta semejanza con una
gallina que esponja su plumaje y se ahueca para volver
luego a su volumen natural.
Juanito no pecaba de corto, y al ver a la chica, y al
observar lo linda que era y lo bien calzada que estaba,
diéronle ganas de tomarse confianzas con ella.
-¿Vive aquí –le preguntó- el señor Estupiñá?
FORTUNATA Y JACINTA
-¿Don Plácido? En lo más último de arriba- contestó la joven dando algunos paso hacia fuera.
Y Juanito pensó: ”Tú sales para que te vea el pie. Buena bota…”. Pensando esto, advirtió que la muchacha
sacaba del mantón una mano con mitón encarnado y que se la llevaba a la boca. La confianza se
desbordaba del pecho del joven Santa Cruz, y no pudo menos de decir:
-¿Qué come usted, criatura?
-¿No lo ve usted, -replicó mostrándoselo-. Un huevo.
-¡Un huevo crudo!
Con mucho donaire, la muchacha se llevó a la boca, por segunda vez, el huevo roto, y se atizó otro sorbo.
-No sé cómo puede usted comer esas babas crudas-dijo Santa Cruz, no hallando mejor modo de trabar
conversación.
-Mejor que guisadas. ¿Quiere usted?- replicó ella, ofreciendo al Delfín lo que en el cascarón quedaba.
Por entre los dedos de la chica se escurrían aquellas babas gelatinosas y
transparentes. Tuvo tentaciones Juanito de aceptar la oferta; pero no, le repugnaban los huevos crudos.
-No, gracias.
Ella entonces se lo acabó de sorber, y arrojó el cascarón, que fue a estrellarse contra la pared del tramo
inferior. Estaba limpiándose los dedos con el pañuelo y Juanito discurriendo por dónde pegaría la hebra,
cuando sonó abajo una voz terrible que dijo:
-¡Fortunaaá!
Entonces la chica se inclinó en el pasamanos y soltó un yiá voy, con chillido tan penetrante, que Juanito
creyó se le desgarraba el tímpano. […] Y al soltar aquel sonido, digno canto de tal ave, la moza se arrojó
con tanta presteza por las escaleras abajo, que parecía rodar por ellas. Juanito la vio desaparecer, oía el
ruido de su ropa azotando los peldaños de piedra, y creyó que se mataba.
MISERICORDIA (I)
MISERICORDIA (II)
• Tenía la Benina voz dulce, modos hasta cierto punto finos y de buena
educación, y su rostro moreno no carecía de cierta gracia interesante
que, manoseada ya por la vejez, era una gracia borrosa y apenas
perceptible. Más de la mitad de la dentadura conservaba. Sus ojos,
grandes y oscuros, apenas tenían el ribete rojo que imponen la edad
y los fríos matinales. Su nariz destilaba menos que las de sus
compañeras de oficio, y sus dedos, rugosos y de abultadas
coyunturas, no terminaban en uñas de cernícalo. Eran sus manos
como de lavandera y aún conservaban hábitos de aseo. Usaba una
venda negra bien ceñida sobre la frente; sobre ella, pañuelo negro, y
negros el manto y vestido, algo mejor apañaditos que los de las otras
ancianas. Con este pergeño y la expresión sentimental y dulce de su
rostro, todavía bien compuesta de líneas, parecía una Santa Rita de
Casia que andaba por el mundo en penitencia. Faltábanle sólo el
crucifijo y la llaga en la frente, si bien podía creerse que hacía las
veces de ésta el lobanillo del tamaño de un garbanzo, redondo,
cárdeno, situado como a media pulgada más arriba del entrecejo.
TÉCNICAS NARRATIVAS DE GALDÓS (I)
• CICLOS NARRATIVOS: Novelas ambientadas en la misma época con personajes
comunes.
• El doctor Centeno (1883), Tormento (1884) y La de Bringas (1884).
• PERSONAJES RECURRENTES: microcosmos
• Don Ramón de Villaamil
• LA METAFICCIÓN
• Realidad y El abuelo (novelas dialogadas).
• NARRACIÓN EN PRIMERA PERSONA
• El amigo Manso
• “Yo no existo... Y por si algún desconfiado o terco o maliciosillo no creyese lo que tan
llanamente digo, o exigiese algo de juramento para creerlo, juro y perjuro que no existo; y al
mismo tiempo protesto contra toda inclinación o tendencia a suponerme investido de los
inequívocos atributos de la existencia real. Declaro que ni siquiera soy el retrato de alguien, y
prometo que si alguno de estos profundizadores del día se mete a buscar semejanzas entre mi
yo sin carne ni hueso y cualquier individuo susceptible de ser sometido a un ensayo de
vivisección, he de salir a la defensa de mis fueros de mito, probando con testigos, traídos de
donde me convenga, que no soy, ni he sido, ni seré nunca nadie.
• Soy (diciéndolo en lenguaje oscuro para que lo entiendan mejor), una condenación artística,
diabólica hechura del pensamiento humano (ximia Dei), el cual, si coge entre sus dedos algo de
estilo, se pone a imitar con él las obras que con la materia ha hecho Dios en el mundo físico;
soy un ejemplar nuevo de estas falsificaciones del hombre que desde que el mundo es mundo
andan por ahí vendidas en tabla por aquellos que yo llamo holgazanes, faltando a todo deber
filial, y que el bondadoso vulgo denomina artistas, poetas o cosa así. Quimera soy, sueño de
sueño y sombra de sombra, sospecha de una posibilidad”.
TÉCNICAS NARRATIVAS DE GALDÓS (II)
• Lo prohibido
• ¿A que no aciertan lo que se me ocurrió para pasar el rato? Pues emprender
un trabajo que a la vez me entretuviera y aleccionara. Sí, de aquel anhelo de
distracción nacieron estas Memorias, que empezadas como pasatiempo,
pararon pronto en verdadera lección que me daba a mí mismo [...]
Proponíame hacer un esfuerzo de sinceridad, y contar todo como realmente
era [...] pues así podía ser mi confesión no sólo provechosa para mí, sino
también para los demás [...]
• De acuerdo con Ido remití el manuscrito [...] a un amigo suyo y mío que se
ocupa de estas cosas y aun vive de ellas, para que lo viese y examinara,
disponiendo su publicación [...] Después de mi muerte puede darse mi amigo
toda la prisa que quiera [...] y así la publicación del libro será la fúnebre
esquela que vaya diciendo por el mundo a cuantos quieran saberlo que ya el
infelicísimo autor de estas confesiones habrá dejado de padecer.
• NOVELAS DIALOGADAS
• Capítulos de La desheredada
• NOVELADAS PRESENTADAS POR NARRADOR
EXTRADIEGÉTICO
• Capítulos de La desheredada: “Final de otra novela” y “Últimos consejos de mi
tío el canónigo”.
TÉCNICAS NARRATIVAS DE GALDÓS (III)
• INTERTEXTUALIDAD:
• Obras literarias:
• El Quijote
• «¡Leoncitos a mí!» (LD, I, 1009), como don Quijote en el capítulo XVII de la
Segunda Parte.
• La desheredada: el tío de Isidora, residente en Tomelloso y gran lector de novelas, lleva el
muy quijotesco nombre de don Santiago Quijano Quijada.
• Protagonista de Nazarín
• El Lazarillo
• Rinconete y Cortadillo: Zarapicos y Gonzalete
• La Biblia
• Textos no literarios
• Efemérides: “1873. 1 de marzo,- Instalación de Isidora en su casa de la calle de
Hortaleza, no se sabe si con propios recursos o a expensas del marqués viudo
de Saldeoro. Escándalo. [...] Disturbios en Barcelona; cunde la indisciplina
militar”.
• Anagnórisis: encuentro de Isidora con la Marquesa de Aransis.
CONFLICTOS GALDOSIANOS
• INDIVIDUO (DIONISOS) VS. SOCIEDAD (APOLO)
• En Galdós, a partir de las novelas naturalistas, el papel
del individuo será el de la intuición, la imaginación, el
poder de creación y, sobre todo, el amor. El papel de la
sociedad irá ligado, por el contrario, a la razón, la
capacidad de organización y estabilización.
• REALISMO VS. SUBJETIVISMO DEL PERSONAJE:
PROTAGONISTAS REBELDES Y MARGINADOS
(HÉROES ESPIRITUALISTAS).
• IMAGINACIÓN NO COMO EVASIÓN, SINO PARA
INVENTAR LA REALIDAD.
EPISODIOS NACIONALES
EPISODIOS NACIONALES
• En 1873 comenzó a publicar los Episodios nacionales un intento de entender la memoria
histórica reciente de los españoles, y donde se refleja la vida íntima de estos en el siglo XIX,
así como su contacto con los hechos de la historia nacional que marcaron el destino
colectivo del país.
• Se trata de 46 episodios en cinco series de diez novelas cada una, salvo la última, que
quedó inconclusa. Arrancan con la batalla de Trafalgar y concluyen con la Restauración
borbónica en España.
• La primera serie (1873–1875) trata de la Guerra de la Independencia (1808–1814) y tiene
por protagonista a Gabriel Araceli, «que se dio a conocer como pillete de playa y terminó su
existencia histórica como caballeroso y valiente oficial del ejército español» (Memorias de un
desmemoriado, p. 202).
• La segunda serie (1875–1879) trata de las luchas entre absolutistas y liberales hasta la
muerte de Fernando VII en 1833. Su protagonista es el liberal Salvador Monsalud, que
encarna, en gran parte, las ideas de Galdós y en quien «prevalece sobre lo heroico lo
político, signo característico de aquellos turbados tiempos» (id.).
• Tras un paréntesis de veinte años vuelve a escribir la tercera serie (1898–1900), tras
recuperar los derechos sobre sus obras que detentaba su editor, con el que había pleiteado
interminablemente. Esta serie cubre la Primera Guerra Carlista.
• La cuarta serie (1902–1907) se desarrolla entre la Revolución de 1848 y la caída de Isabel
II en 1868.
• La quinta (1907–1912), incompleta, acaba con la Restauración de Alfonso XII.
• INTRAHISTORIA en las dos últimas series.
LEOPOLDO ALAS, CLARÍN
• Nace en Zamora en 1852 y muere en Oviedo en 1901. Era de
familia asturiana y a partir de los siete años vivió en Oviedo,
ciudad a la que le uniría una estrecha relación y que se
convertiría, de alguna manera, en la protagonista de su obra
maestra, La Regenta.
• Estudió en Oviedo, con brillantes calificaciones, tanto en el
colegio como en la universidad. Muy joven manifestó una
exaltada afición por la literatura y una notable aptitud para el
teatro y el periodismo satírico.
• Con el seudónimo de Clarín, se convirtió, a partir de 1875, en
uno de los colaboradores más activos de la prensa
«democrática». En 1883 contrajo matrimonio y obtuvo la
cátedra de economía y estadística en la Universidad de
Zaragoza. Al año siguiente logró su traslado a la Universidad
de Oviedo, donde enseñó derecho romano, actividad que
alternó con las de articulista y escritor.
OBRAS
LA REGENTA (I)
ESTRUCTURA
• Primera parte: los quince primeros capítulos de la novela
se desarrollan durante tres días; en ellos se presentan los
personajes, se explican y narran sus antecedentes y se
describe Vetusta.
• Segunda parte: los quince últimos capítulos finales de la
obra comprenden tres años de la historia y en ellos tiene
lugar verdaderamente el desarrollo de la trama narrativa.
LA REGENTA (II)
ANA OZORES
D. FERMÍN DE PAS ÁLVARO DE MESÍA
EL MAGISTRAL
COMIENZO DE LA NOVELA
La heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que
se rasgaban al correr hacia el Norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los
remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en
esquina revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus
pliegues invisibles. Cual turbas de pilluelos, aquellas migajas de la basura, aquellas sobras de todo se
juntaban en un montón, parábanse como dormidas un momento y brincaban de nuevo sobresaltadas,
dispersándose, trepando unas por las paredes hasta los cristales temblorosos de los faroles, otras hasta los
carteles de papel mal pegado a las esquinas, y había pluma que llegaba a un tercer piso, y arenilla que se
incrustaba para días, o para años, en la vidriera de un escaparate, agarrada a un plomo.
Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla podrida, y
descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro, que retumbaba
allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica. La torre de la catedral, poema romántico de piedra,
delicado himno, de dulces líneas de belleza muda y perenne, era obra del siglo diez y seis, aunque antes
comenzada, de estilo gótico, pero, cabe decir, moderado por un instinto de prudencia y armonía que
modificaba las vulgares exageraciones de esta arquitectura. La vista no se fatigaba contemplando horas y
horas aquel índice de piedra que señalaba al cielo; no era una de esas torres cuya aguja se quiebra de sutil,
más flacas que esbeltas, amaneradas, como señoritas cursis que aprietan demasiado el corsé; era maciza
sin perder nada de su espiritual grandeza, y hasta sus segundos corredores, elegante balaustrada, subía
como fuerte castillo, lanzándose desde allí en pirámide de ángulo gracioso, inimitable en sus medidas y
proporciones. Como haz de músculos y nervios la piedra enroscándose en la piedra trepaba a la altura,
haciendo equilibrios de acróbata en el aire; y como prodigio de juegos malabares, en una punta de caliza se
mantenía, cual imantada, una bola grande de bronce dorado, y encima otra más pequeña, y sobre esta una
cruz de hierro que acababa en pararrayos.
DON FERMÍN DE PAS
Uno de los recreos solitarios de don Fermín de Pas consistía en subir a las alturas. Era montañés, y por instinto buscaba las
cumbres de los montes y los campanarios de las iglesias. En todos los países que había visitado había subido a la montaña más
alta, y si no las había, a la más soberbia torre. No se daba por enterado de cosa que no viese a vista de pájaro, abarcándola por
completo y desde arriba. Cuando iba a las aldeas acompañando al Obispo en su visita, siempre había de emprender, a pie o a
caballo, como se pudiera, una excursión a lo más empingorotado. En la provincia, cuya capital era Vetusta, abundaban por todas
partes montes de los que se pierden entre nubes; pues a los más arduos y elevados ascendía el Magistral, dejando atrás al más
robusto andarín, al más experto montañés. Cuanto más subía más ansiaba subir; en vez de fatiga sentía fiebre que les daba vigor
de acero a las piernas y aliento de fragua a los pulmones. Llegar a lo más alto era un triunfo voluptuoso para De Pas. Ver muchas
leguas de tierra, columbrar el mar lejano, contemplar a sus pies los pueblos como si fueran juguetes, imaginarse a los hombres
como infusorios, ver pasar un águila o un milano, según los parajes, debajo de sus ojos, enseñándole el dorso dorado por el sol,
mirar las nubes desde arriba, eran intensos placeres de su espíritu altanero, que De Pas se procuraba siempre que podía.
Entonces sí que en sus mejillas había fuego y en sus ojos dardos. En Vetusta no podía saciar esta pasión; tenía que contentarse
con subir algunas veces a la torre de la catedral. Solía hacerlo a la hora del coro, por la mañana o por la tarde, según le
convenía. Celedonio que en alguna ocasión, aprovechando un descuido, había mirado por el anteojo del Provisor, sabía que era
de poderosa atracción; desde los segundos corredores, mucho más altos que el campanario, había él visto perfectamente a la
Regenta, una guapísima señora, pasearse, leyendo un libro, por su huerta que se llamaba el Parque de los Ozores; sí, señor, la
había visto como si pudiera tocarla con la mano, y eso que su palacio estaba en la rinconada de la Plaza Nueva, bastante lejos de
la torre, pues tenía en medio de la plazuela de la catedral, la calle de la Rúa y la de San Pelayo. ¿Qué más? Con aquel anteojo
se veía un poco del billar del casino, que estaba junto a la iglesia de Santa María; y él, Celedonio, había visto pasar las bolas de
marfil rodando por la mesa. Y sin el anteojo ¡quiá! en cuanto se veía el balcón como un ventanillo de una grillera. Mientras el
acólito hablaba así, en voz baja, a Bismarck que se había atrevido a acercarse, seguro de que no había peligro, el Magistral,
olvidado de los campaneros, paseaba lentamente sus miradas por la ciudad escudriñando sus rincones, levantando con la
imaginación los techos, aplicando su espíritu a aquella inspección minuciosa, como el naturalista estudia con poderoso
microscopio las pequeñeces de los cuerpos. No miraba a los campos, no contemplaba la lontananza de montes y nubes; sus
miradas no salían de la ciudad.
Vetusta era su pasión y su presa. Mientras los demás le tenían por sabio teólogo, filósofo y jurisconsulto, él estimaba sobre todas
su ciencia de Vetusta. La conocía palmo a palmo, por dentro y por fuera, por el alma y por el cuerpo, había escudriñado los
rincones de las conciencias y los rincones de las casas. Lo que sentía en presencia de la heroica ciudad era gula; hacía su
anatomía, no como el fisiólogo que sólo quiere estudiar, sino como el gastrónomo que busca los bocados apetitosos; no aplicaba
el escalpelo sino el trinchante.
ANA OZORES
Se acordó de que no había conocido a su madre. Tal vez de esta desgracia nacían sus mayores pecados.
«Ni madre ni hijos».
Esta costumbre de acariciar la sábana con la mejilla la había conservado desde la niñez. -Una mujer seca,
delgada, fría, ceremoniosa, la obligaba a acostarse todas las noches antes de tener sueño. Apagaba la luz
y se iba. Anita lloraba sobre la almohada, después saltaba del lecho; pero no se atrevía a andar en
la obscuridad y pegada a la cama seguía llorando, tendida así, de bruces, como ahora, acariciando con el
rostro la sábana que mojaba con lágrimas también. Aquella blandura de los colchones era todo
lo maternal con que ella podía contar; no había más suavidad para la pobre niña. Entonces debía de tener,
según sus vagos recuerdos, cuatro años. Veintitrés habían pasado, y aquel dolor aún la enternecía.
Después, casi siempre, había tenido grandes contrariedades en la vida, pero ya despreciaba su memoria;
una porción de necios se habían conjurado contra ella; todo aquello le repugnaba recordarlo; pero su pena
de niña, la injusticia de acostarla sin sueño, sin cuentos, sin caricias, sin luz, la sublevaba todavía y le
inspiraba una dulcísima lástima de sí misma. Como aquel a quien, antes de descansar en su lecho el
tiempo que necesita, obligan a levantarse, siente sensación extraña que podría llamarse nostalgia de
blandura y del calor de su sueño, así, con parecida sensación, había Ana sentido toda su vida nostalgia
del regazo de su madre. Nunca habían oprimido su cabeza de niña contra un seno blando y caliente; y
ella, la chiquilla, buscaba algo parecido donde quiera. Recordaba vagamente un perro negro de lanas,
noble y hermoso; debía de ser un terranova. -¿Qué habría sido de él?-. El perro se tendía al sol, con la
cabeza entre las patas, y ella se acostaba a su lado y apoyaba la mejilla sobre el lomo rizado, ocultando
casi todo el rostro en la lana suave y caliente. En los prados se arrojaba de espaldas o de bruces sobre los
montones de yerba segada. Como nadie la consolaba al dormirse llorando, acababa por buscar consuelo
en sí misma, contándose cuentos llenos de luz y de caricias.
DON VÍCTOR QUINTANARSu marido era botánico, ornitólogo, floricultor, arboricultor, cazador, crítico de comedias, cómico, jurisconsulto; todo menos un
marido. Quería más a Frígilis que a su mujer. ¿Y quién era Frígilis? Un loco; simpático años atrás, pero ahora completamente ido,
intratable; un hombre que tenía la manía de la aclimatación, que todo lo quería armonizar, mezclar y confundir; que injertaba
perales en manzanos y creía que todo era uno y lo mismo, y pretendía que el caso era «adaptarse al medio». Un hombre que
había llegado en su orgía de disparates a injertar gallos ingleses en gallos españoles: ¡Lo había visto ella! Unos pobrecitos
animales con la cresta despedazada, y encima, sujeto con trapos un muñón de carne cruda, sanguinolenta ¡qué asco! Aquel
Herodes era el Pílades de su marido. Y hacía tres años que ella vivía entre aquel par de sonámbulos, sin más relaciones íntimas.
Bastaba, bastaba, no podía más; aquello era la gota de agua que hace desbordar... ¡caer en una trampa que un marido coloca en
su despacho como si fuera el monte! ¡no era esto el colmo de lo ridículo!».
[…] «Pero no importaba; ella se moría de hastío. Tenía veintisiete años, la juventud huía; veintisiete años de mujer eran la puerta
de la vejez a que ya estaba llamando... y no había gozado una sola vez esas delicias del amor de que hablan todos, que son el
asunto de comedias, novelas y hasta de la historia. El amor es lo único que vale la pena de vivir, había ella oído y leído muchas
veces. Pero ¿qué amor? ¿Dónde estaba ese amor? Ella no lo conocía. Y recordaba entre avergonzada y furiosa que su luna de
miel había sido una excitación inútil, una alarma de los sentidos, un sarcasmo en el fondo; sí, sí, ¿para qué ocultárselo a sí
misma si a voces se lo estaba diciendo el recuerdo?: (…) Don Víctor no era pesado, eso es verdad. Se había cansado pronto de
hacer el galán y paulatinamente había pasado al papel de barba que le sentaba mejor. ¡Oh, y lo que es como un padre se había
hecho querer, eso sí!; no podía ella acostarse sin un beso de su marido en la frente. Pero llegaba la primavera y ella misma, ella
le buscaba los besos en la boca; le remordía la conciencia de no quererle como marido, de no desear sus caricias; y además
tenía miedo a los sentidos excitados en vano. De todo aquello resultaba una gran injusticia no sabía de quién, un dolor
irremediable que ni siquiera tenía el atractivo de los dolores poéticos; era un dolor vergonzoso, como las enfermedades que ella
había visto en Madrid anunciadas en faroles verdes y encarnados. ¿Cómo había de confesar aquello, sobre todo así, como lo
pensaba? y otra cosa no era confesarlo».
«Y la juventud huía, como aquellas nubecillas de plata rizada que pasaban con alas rápidas delante de la luna... ahora estaban
plateadas, pero corrían, volaban, se alejaban de aquel baño de luz argentina y caían en las tinieblas que eran la vejez, la vejez
triste, sin esperanzas de amor. Detrás de los vellones de plata que, como bandadas de aves cruzaban el cielo, venía una gran
nube negra que llegaba hasta el horizonte. Las imágenes entonces se invirtieron; Ana vio que la luna era la que corría a caer en
aquella sima de obscuridad, a extinguir su luz en aquel mar de tinieblas».
«Lo mismo era ella; como la luna, corría solitaria por el mundo a abismarse en la vejez, en la obscuridad del alma, sin amor, sin
esperanza de él... ¡oh, no, no, eso no!».
Sentía en las entrañas gritos de protesta, que le parecía que reclamaban con suprema elocuencia, inspirados por la justicia,
derechos de la carne, derechos de la hermosura.
LA REGENTA CAE
Las primeras palabras de amor que Ana, ya vencida, se atrevió a murmurar con voz apasionada y tierna al oído de su vencedor,
no el día de la rendición, mucho después, fueron para pedirle el juramento de la constancia...
«Para siempre, Álvaro, para siempre, júramelo; si no es para siempre, esto es un bochorno, es un crimen infame, villano...».
Mesía había jurado, y seguía jurando todos los días, una eternidad de amores.
La idea de la soledad después de aquello, le parecía a la Regenta más horrorosa que en un tiempo se le antojara la imagen del
Infierno.
Con amor se podía vivir donde quiera, como quiera, sin pensar más que en el amor mismo...; pero sin él... volverían los
fantasmas negros que ella a veces sentía rebullir allá en el fondo de su cabeza, como si asomaran en un horizonte muy lejano,
cual primeras sombras de una noche eterna, vacía, espantosa. Ana sentía que acabarse el amor, aquella pasión absorbente,
fuerte, nueva, que gozaba por la primera vez en la vida, sería para ella comenzar la locura.
«Sí, Álvaro; si tú me dejaras me volvería loca de fijo; tengo miedo a mi cerebro cuando estoy sin ti, cuando no pienso en ti.
Contigo no pienso más que en quererte».
Esto solía decir ella en brazos de su amante, gozando sin hipocresía, sin la timidez, que fue al principio real, grande, molesta
para Mesía, pero que al desaparecer no dejó en su lugar fingimiento. Ana se entregaba al amor para sentir con toda la
vehemencia de su temperamento, y con una especie de furor que groseramente llamaba Mesía, para sí, hambre atrasada.
Él estuvo el primer mes asustado. Si los primeros días renegaba del miedo, de la ignorancia y de los escrúpulos (absurdos en una
mujer casada de treinta años, según la filosofía del Presidente del Casino), pronto vio tan colmada la medida de sus deseos, que
llegó a inquietarle «otro aspecto» de sus amores. Nunca había sido más feliz. ¿Quería satisfacer el amor propio a quien la edad
empezaba a dar algunos disgustos? Pues Ana, la mujer más hermosa de Vetusta, le adoraba; y le adoraba por él, por su persona,
por su cuerpo, por el físico. Muchas veces, si a él le daba por hablar largo, y tendido, ella le tapaba la boca con la mano y le decía
en éxtasis de amor: «No hables». Mesía no echaba esto a mala parte; también él reconocía que lo mejor era callar, dejarse
adorar por buen mozo. ¿Quería satisfacer caprichos de la carne ahíta, gozar delicias delicadas de los sentidos? Pues la misma
ignorancia de Ana y la fuerza de su pasión y las circunstancias de su vida anterior y las condiciones de su temperamento y la de
su hermosura facilitaban estos alambicados goces del gallo, corrido y gastado, pero capaz de morir de placer sin miedo. Y a
pesar de tanta felicidad, Mesía estaba intranquilo.
FINAL
El Magistral se detuvo, cruzó los brazos sobre el vientre. No podía hablar, ni
quería. Temblábale todo el cuerpo, volvió a extender los brazos hacia Ana... dio otro paso
adelante... y después clavándose las uñas en el cuello, dio media vuelta, como si fuera a
caer desplomado, y con piernas débiles y temblonas salió de la capilla. Cuando estuvo en el
trascoro, sacó fuerzas de flaqueza, y aunque iba ciego, procuró no tropezar con los pilares y
llegó a la sacristía sin caer ni vacilar siquiera.
Ana, vencida por el terror, cayó de bruces sobre el pavimento de mármol blanco y negro;
cayó sin sentido.
La catedral estaba sola. Las sombras de los pilares y de las bóvedas se iban juntando y
dejaban el templo en tinieblas.
Celedonio, el acólito afeminado, alto y escuálido, con la sotana corta y sucia, venía de
capilla en capilla cerrando verjas. Las llaves del manojo sonaban chocando.
Llegó a la capilla del Magistral y cerró con estrépito.
Después de cerrar tuvo aprensión de haber oído algo allí dentro; pegó el rostro a la verja y
miró hacia el fondo de la capilla, escudriñando en la obscuridad. Debajo de la lámpara se le
figuró ver una sombra mayor que otras veces...
Y entonces redobló la atención y oyó un rumor como un quejido débil, como un suspiro.
Abrió, entró y reconoció a la Regenta desmayada.
Celedonio sintió un deseo miserable, una perversión de la perversión de su lascivia: y por
gozar un placer extraño, o por probar si lo gozaba, inclinó el rostro asqueroso sobre el de la
Regenta y le besó los labios.
Ana volvió a la vida rasgando las nieblas de un delirio que le causaba náuseas.
Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo.

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  • 5.
  • 10. RASGOS DE LA NOVELA REALISTA
  • 11.
  • 15. BIOGRAFÍA (I) • Nace en las Palmas de Gran Canaria el 10 de mayo de 1843. • Décimo hijo de un coronel del ejército, Sebastián Pérez, y de Dolores Galdós, una dama de fuerte carácter. El padre inculcó en el hijo el gusto por las narraciones históricas contándole asiduamente historias de la Guerra de la Independencia, en la que había participado. • Llegó a Madrid en septiembre de 1862 para estudiar Derecho. • Frecuentar los teatros y a crear con otros escritores paisanos suyos la «Tertulia Canaria» en Madrid, mientras acudía a leer al Ateneo a los principales narradores europeos en inglés y francés. • En 1865 asistió a los hechos de la Noche de San Daniel, que le impresionaron vivamente: • “Presencié, confundido con la turba estudiantil, el escandaloso motín de la noche de San Daniel —10 de abril del 65—, y en la Puerta del Sol me alcanzaron algunos linternazos de la Guardia Veterana”. • Redactor en los periódicos La Nación y El Debate, así como en la Revista del Movimiento Intelectual de Europa. • Era un descuidado en el vestir y se conformaba siempre con ir de tonos sombríos para pasar desapercibido. En invierno llevaba enrollada al cuello una bufanda de lana blanca, con un cabo colgando del pecho y otro a la espalda, un puro a medio fumar en la mano y, cuando estaba sentado, a los pies su perro alsaciano. Se cortaba el pelo al rape y padecía horribles migrañas.
  • 16. BIOGRAFÍA (II) • Era proverbial su timidez: sufría al hablar en público. Entre sus dotes estaba el poseer una memoria visual portentosa y una retentiva increíble que le permitía recordar capítulos enteros del Quijote y detalles minúsculos de paisajes. De ello nacía también su gran facilidad para el dibujo. Todas estas cualidades desarrollaron en él una de las facultades más importantes en un novelista: el poder de observación. • En 1867 hizo su primer viaje al extranjero, como corresponsal en París, para dar cuenta de la Exposición Universal. Volvió con las obras de Balzac y de Dickens y tradujo de este, a partir de una versión francesa, su obra más cervantina, Los papeles póstumos del Club Pickwick. Toda esta actividad supone su inasistencia a las clases de Derecho y le borran definitivamente de la matrícula en 1868. • Galdós asistía con regularidad al viejo Ateneo de la Calle de la Montera y trabó amistad con personajes de ideología nada afín a la suya: José María de Pereda, Antonio Cánovas del Castillo, Francisco Silvela y Marcelino Menéndez Pelayo. • Hizo viajes por Francia, Inglaterra e Italia varias veces, pero por su amistad con Pereda se aficionó a Santander (Cantabria), ciudad a la que estuvo estrechamente vinculado y donde tomó la costumbre de veranear en El Sardinero junto a Pereda y Menéndez Pelayo. Allí se construyó su célebre casa de San Quintín. • Se independizó de su primer editor Miguel de la Cámara tras ganar un pleito en 1897 y editó sus propias obras hasta 1904, en que se adscribió a la editorial Hernando.
  • 17. BIOGRAFÍA (III) • Durante sus últimos años se consagró fundamentalmente al teatro, para el que entregó 22 piezas. Algunas de ellas eran adaptaciones de sus novelas, cuya evolución le iba reclamando además la forma dialogada. • Se levantaba con el sol y escribía regularmente hasta las diez de la mañana a lápiz, porque la pluma le hacía perder el tiempo. Después salía a pasear por Madrid a espiar conversaciones ajenas (de ahí la enorme frescura y variedad de sus diálogos) y a observar detalles para sus novelas. No bebía, pero fumaba sin cesar cigarros de hoja. A primera tarde leía en español, inglés o francés; prefería los clásicos ingleses, castellanos y griegos, en particular Shakespeare, Dickens, Cervantes, Lope de Vega y Eurípides, a los que se conocía al dedillo. En su madurez empezó a frecuentar a León Tolstói. Después volvía a sus paseos si no había un concierto, pues adoraba la música y durante mucho tiempo hizo crítica musical. Se acostaba temprano y casi nunca iba al teatro. Cada trimestre acuñaba un volumen de trescientas páginas. • Ingresó en la Real Academia Española en 1897. • En 1890 y 1891 fue reelegido diputado por Puerto Rico. Habiéndose unido a las fuerzas políticas republicanas, Madrid lo eligió representante en las Cortes de 1907. En 1909 fue jefe, junto a Pablo Iglesias, de la coalición republicano-socialista, pero él, que «no se sentía político», se apartó enseguida de las luchas «por el acta y la farsa» y se dedicó de nuevo a la novela y al teatro. • En 1919 se realizó una escultura suya, reconociendo su éxito en vida. A pesar de su ceguera, pidió ser alzado para palpar la obra y lloró emocionado al comprobar la fidelidad de la escultura. Cargado de laureles, el indiscutido gran novelista español del siglo XIX murió en su casa de la calle Hilarión Eslava de Madrid el 4 de enero de 1920. El día de su entierro, unos 20.000 madrileños acompañaron su ataúd hacia el cementerio de la Almudena.
  • 18. DISCURSO DE INGRESO EN LA RAE • "... Imagen de la vida es la Novela, y el arte de componerla estriba en reproducir los caracteres humanos, las pasiones, las debilidades, lo grande y lo pequeño, las almas y las fisonomías, todo lo espiritual y lo físico que nos constituye y nos rodea, y el lenguaje, que es la marca de raza, y las viviendas, que son el signo de familia, y la vestidura, que diseña los últimos trazos externos de la personalidad: todo esto sin olvidar que debe existir perfecto fiel de balanza entre la exactitud y la belleza de la reproducción..." • "La sociedad presente como materia novelable". Benito Pérez Galdós, 1897."
  • 19. PRIMERAS NOVELAS • NOVELAS DE TESIS • La sombra (1870) • La Fontana de Oro (1870) • El audaz (1871) • Doña Perfecta (1876) • Gloria (1877) • La familia de León Roch (1878) • Marianela (1878)
  • 20. NOVELAS ESPAÑOLAS CONTEMPORÁNEAS • La desheredada (1881) • El doctor Centeno (1883) • Tormento (1884) • La de Bringas (1884) • El amigo Manso (1882) • Lo prohibido (1884–85) • Fortunata y Jacinta (1886–87) • Celín, Tropiquillos y Theros (1887) • Miau (1888) • La incógnita (1889) • Torquemada en la hoguera (1889) • Realidad (1889)
  • 21. NOVELAS ESPIRITUALISTAS • Ángel Guerra (1890–91) • Tristana (1892) • La loca de la casa (1892) • Torquemada en la cruz (1893) • Torquemada en el purgatorio (1894) • Torquemada y San Pedro (1895) • Nazarín (1895) • Halma (1895) • Misericordia (1897) • El abuelo (1897) • La estafeta romántica (1899) • Casandra (1905) • El caballero encantado (1909) • La razón de la sinrazón (1909)
  • 22. FORTUNATA Y JACINTA JUANITO SANTA CRUZ FORTUNATA JACINTA Al pasar junto a la puerta de una de las habitaciones del entresuelo, Juanito la vio abierta, y lo que es natural, miró hacia dentro, pues todos los accidentes de aquel recinto despertaban en sumo grado su curiosidad. Pensó no ver nada, y vio algo que, de pronto, le impresionó: una mujer bonita, joven, alta… Parecía estar en acecho, movida de una curiosidad semejante a la de Santa Cruz, deseando saber quién demonios subía a tales horas por aquella endiablada escalera. La moza tenía pañuelo azul claro por la cabeza y un mantón sobre los hombros, y en el momento de ver al Delfín se infló con él, quiero decir que hizo ese característico arqueo de brazos y alzamiento de hombros con que las madrileñas del pueblo se agasajan dentro del mantón, movimiento que les da cierta semejanza con una gallina que esponja su plumaje y se ahueca para volver luego a su volumen natural. Juanito no pecaba de corto, y al ver a la chica, y al observar lo linda que era y lo bien calzada que estaba, diéronle ganas de tomarse confianzas con ella. -¿Vive aquí –le preguntó- el señor Estupiñá?
  • 23. FORTUNATA Y JACINTA -¿Don Plácido? En lo más último de arriba- contestó la joven dando algunos paso hacia fuera. Y Juanito pensó: ”Tú sales para que te vea el pie. Buena bota…”. Pensando esto, advirtió que la muchacha sacaba del mantón una mano con mitón encarnado y que se la llevaba a la boca. La confianza se desbordaba del pecho del joven Santa Cruz, y no pudo menos de decir: -¿Qué come usted, criatura? -¿No lo ve usted, -replicó mostrándoselo-. Un huevo. -¡Un huevo crudo! Con mucho donaire, la muchacha se llevó a la boca, por segunda vez, el huevo roto, y se atizó otro sorbo. -No sé cómo puede usted comer esas babas crudas-dijo Santa Cruz, no hallando mejor modo de trabar conversación. -Mejor que guisadas. ¿Quiere usted?- replicó ella, ofreciendo al Delfín lo que en el cascarón quedaba. Por entre los dedos de la chica se escurrían aquellas babas gelatinosas y transparentes. Tuvo tentaciones Juanito de aceptar la oferta; pero no, le repugnaban los huevos crudos. -No, gracias. Ella entonces se lo acabó de sorber, y arrojó el cascarón, que fue a estrellarse contra la pared del tramo inferior. Estaba limpiándose los dedos con el pañuelo y Juanito discurriendo por dónde pegaría la hebra, cuando sonó abajo una voz terrible que dijo: -¡Fortunaaá! Entonces la chica se inclinó en el pasamanos y soltó un yiá voy, con chillido tan penetrante, que Juanito creyó se le desgarraba el tímpano. […] Y al soltar aquel sonido, digno canto de tal ave, la moza se arrojó con tanta presteza por las escaleras abajo, que parecía rodar por ellas. Juanito la vio desaparecer, oía el ruido de su ropa azotando los peldaños de piedra, y creyó que se mataba.
  • 25. MISERICORDIA (II) • Tenía la Benina voz dulce, modos hasta cierto punto finos y de buena educación, y su rostro moreno no carecía de cierta gracia interesante que, manoseada ya por la vejez, era una gracia borrosa y apenas perceptible. Más de la mitad de la dentadura conservaba. Sus ojos, grandes y oscuros, apenas tenían el ribete rojo que imponen la edad y los fríos matinales. Su nariz destilaba menos que las de sus compañeras de oficio, y sus dedos, rugosos y de abultadas coyunturas, no terminaban en uñas de cernícalo. Eran sus manos como de lavandera y aún conservaban hábitos de aseo. Usaba una venda negra bien ceñida sobre la frente; sobre ella, pañuelo negro, y negros el manto y vestido, algo mejor apañaditos que los de las otras ancianas. Con este pergeño y la expresión sentimental y dulce de su rostro, todavía bien compuesta de líneas, parecía una Santa Rita de Casia que andaba por el mundo en penitencia. Faltábanle sólo el crucifijo y la llaga en la frente, si bien podía creerse que hacía las veces de ésta el lobanillo del tamaño de un garbanzo, redondo, cárdeno, situado como a media pulgada más arriba del entrecejo.
  • 26. TÉCNICAS NARRATIVAS DE GALDÓS (I) • CICLOS NARRATIVOS: Novelas ambientadas en la misma época con personajes comunes. • El doctor Centeno (1883), Tormento (1884) y La de Bringas (1884). • PERSONAJES RECURRENTES: microcosmos • Don Ramón de Villaamil • LA METAFICCIÓN • Realidad y El abuelo (novelas dialogadas). • NARRACIÓN EN PRIMERA PERSONA • El amigo Manso • “Yo no existo... Y por si algún desconfiado o terco o maliciosillo no creyese lo que tan llanamente digo, o exigiese algo de juramento para creerlo, juro y perjuro que no existo; y al mismo tiempo protesto contra toda inclinación o tendencia a suponerme investido de los inequívocos atributos de la existencia real. Declaro que ni siquiera soy el retrato de alguien, y prometo que si alguno de estos profundizadores del día se mete a buscar semejanzas entre mi yo sin carne ni hueso y cualquier individuo susceptible de ser sometido a un ensayo de vivisección, he de salir a la defensa de mis fueros de mito, probando con testigos, traídos de donde me convenga, que no soy, ni he sido, ni seré nunca nadie. • Soy (diciéndolo en lenguaje oscuro para que lo entiendan mejor), una condenación artística, diabólica hechura del pensamiento humano (ximia Dei), el cual, si coge entre sus dedos algo de estilo, se pone a imitar con él las obras que con la materia ha hecho Dios en el mundo físico; soy un ejemplar nuevo de estas falsificaciones del hombre que desde que el mundo es mundo andan por ahí vendidas en tabla por aquellos que yo llamo holgazanes, faltando a todo deber filial, y que el bondadoso vulgo denomina artistas, poetas o cosa así. Quimera soy, sueño de sueño y sombra de sombra, sospecha de una posibilidad”.
  • 27. TÉCNICAS NARRATIVAS DE GALDÓS (II) • Lo prohibido • ¿A que no aciertan lo que se me ocurrió para pasar el rato? Pues emprender un trabajo que a la vez me entretuviera y aleccionara. Sí, de aquel anhelo de distracción nacieron estas Memorias, que empezadas como pasatiempo, pararon pronto en verdadera lección que me daba a mí mismo [...] Proponíame hacer un esfuerzo de sinceridad, y contar todo como realmente era [...] pues así podía ser mi confesión no sólo provechosa para mí, sino también para los demás [...] • De acuerdo con Ido remití el manuscrito [...] a un amigo suyo y mío que se ocupa de estas cosas y aun vive de ellas, para que lo viese y examinara, disponiendo su publicación [...] Después de mi muerte puede darse mi amigo toda la prisa que quiera [...] y así la publicación del libro será la fúnebre esquela que vaya diciendo por el mundo a cuantos quieran saberlo que ya el infelicísimo autor de estas confesiones habrá dejado de padecer. • NOVELAS DIALOGADAS • Capítulos de La desheredada • NOVELADAS PRESENTADAS POR NARRADOR EXTRADIEGÉTICO • Capítulos de La desheredada: “Final de otra novela” y “Últimos consejos de mi tío el canónigo”.
  • 28. TÉCNICAS NARRATIVAS DE GALDÓS (III) • INTERTEXTUALIDAD: • Obras literarias: • El Quijote • «¡Leoncitos a mí!» (LD, I, 1009), como don Quijote en el capítulo XVII de la Segunda Parte. • La desheredada: el tío de Isidora, residente en Tomelloso y gran lector de novelas, lleva el muy quijotesco nombre de don Santiago Quijano Quijada. • Protagonista de Nazarín • El Lazarillo • Rinconete y Cortadillo: Zarapicos y Gonzalete • La Biblia • Textos no literarios • Efemérides: “1873. 1 de marzo,- Instalación de Isidora en su casa de la calle de Hortaleza, no se sabe si con propios recursos o a expensas del marqués viudo de Saldeoro. Escándalo. [...] Disturbios en Barcelona; cunde la indisciplina militar”. • Anagnórisis: encuentro de Isidora con la Marquesa de Aransis.
  • 29. CONFLICTOS GALDOSIANOS • INDIVIDUO (DIONISOS) VS. SOCIEDAD (APOLO) • En Galdós, a partir de las novelas naturalistas, el papel del individuo será el de la intuición, la imaginación, el poder de creación y, sobre todo, el amor. El papel de la sociedad irá ligado, por el contrario, a la razón, la capacidad de organización y estabilización. • REALISMO VS. SUBJETIVISMO DEL PERSONAJE: PROTAGONISTAS REBELDES Y MARGINADOS (HÉROES ESPIRITUALISTAS). • IMAGINACIÓN NO COMO EVASIÓN, SINO PARA INVENTAR LA REALIDAD.
  • 31. EPISODIOS NACIONALES • En 1873 comenzó a publicar los Episodios nacionales un intento de entender la memoria histórica reciente de los españoles, y donde se refleja la vida íntima de estos en el siglo XIX, así como su contacto con los hechos de la historia nacional que marcaron el destino colectivo del país. • Se trata de 46 episodios en cinco series de diez novelas cada una, salvo la última, que quedó inconclusa. Arrancan con la batalla de Trafalgar y concluyen con la Restauración borbónica en España. • La primera serie (1873–1875) trata de la Guerra de la Independencia (1808–1814) y tiene por protagonista a Gabriel Araceli, «que se dio a conocer como pillete de playa y terminó su existencia histórica como caballeroso y valiente oficial del ejército español» (Memorias de un desmemoriado, p. 202). • La segunda serie (1875–1879) trata de las luchas entre absolutistas y liberales hasta la muerte de Fernando VII en 1833. Su protagonista es el liberal Salvador Monsalud, que encarna, en gran parte, las ideas de Galdós y en quien «prevalece sobre lo heroico lo político, signo característico de aquellos turbados tiempos» (id.). • Tras un paréntesis de veinte años vuelve a escribir la tercera serie (1898–1900), tras recuperar los derechos sobre sus obras que detentaba su editor, con el que había pleiteado interminablemente. Esta serie cubre la Primera Guerra Carlista. • La cuarta serie (1902–1907) se desarrolla entre la Revolución de 1848 y la caída de Isabel II en 1868. • La quinta (1907–1912), incompleta, acaba con la Restauración de Alfonso XII. • INTRAHISTORIA en las dos últimas series.
  • 32. LEOPOLDO ALAS, CLARÍN • Nace en Zamora en 1852 y muere en Oviedo en 1901. Era de familia asturiana y a partir de los siete años vivió en Oviedo, ciudad a la que le uniría una estrecha relación y que se convertiría, de alguna manera, en la protagonista de su obra maestra, La Regenta. • Estudió en Oviedo, con brillantes calificaciones, tanto en el colegio como en la universidad. Muy joven manifestó una exaltada afición por la literatura y una notable aptitud para el teatro y el periodismo satírico. • Con el seudónimo de Clarín, se convirtió, a partir de 1875, en uno de los colaboradores más activos de la prensa «democrática». En 1883 contrajo matrimonio y obtuvo la cátedra de economía y estadística en la Universidad de Zaragoza. Al año siguiente logró su traslado a la Universidad de Oviedo, donde enseñó derecho romano, actividad que alternó con las de articulista y escritor.
  • 33. OBRAS
  • 34. LA REGENTA (I) ESTRUCTURA • Primera parte: los quince primeros capítulos de la novela se desarrollan durante tres días; en ellos se presentan los personajes, se explican y narran sus antecedentes y se describe Vetusta. • Segunda parte: los quince últimos capítulos finales de la obra comprenden tres años de la historia y en ellos tiene lugar verdaderamente el desarrollo de la trama narrativa.
  • 35. LA REGENTA (II) ANA OZORES D. FERMÍN DE PAS ÁLVARO DE MESÍA EL MAGISTRAL
  • 36. COMIENZO DE LA NOVELA La heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el Norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles. Cual turbas de pilluelos, aquellas migajas de la basura, aquellas sobras de todo se juntaban en un montón, parábanse como dormidas un momento y brincaban de nuevo sobresaltadas, dispersándose, trepando unas por las paredes hasta los cristales temblorosos de los faroles, otras hasta los carteles de papel mal pegado a las esquinas, y había pluma que llegaba a un tercer piso, y arenilla que se incrustaba para días, o para años, en la vidriera de un escaparate, agarrada a un plomo. Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica. La torre de la catedral, poema romántico de piedra, delicado himno, de dulces líneas de belleza muda y perenne, era obra del siglo diez y seis, aunque antes comenzada, de estilo gótico, pero, cabe decir, moderado por un instinto de prudencia y armonía que modificaba las vulgares exageraciones de esta arquitectura. La vista no se fatigaba contemplando horas y horas aquel índice de piedra que señalaba al cielo; no era una de esas torres cuya aguja se quiebra de sutil, más flacas que esbeltas, amaneradas, como señoritas cursis que aprietan demasiado el corsé; era maciza sin perder nada de su espiritual grandeza, y hasta sus segundos corredores, elegante balaustrada, subía como fuerte castillo, lanzándose desde allí en pirámide de ángulo gracioso, inimitable en sus medidas y proporciones. Como haz de músculos y nervios la piedra enroscándose en la piedra trepaba a la altura, haciendo equilibrios de acróbata en el aire; y como prodigio de juegos malabares, en una punta de caliza se mantenía, cual imantada, una bola grande de bronce dorado, y encima otra más pequeña, y sobre esta una cruz de hierro que acababa en pararrayos.
  • 37. DON FERMÍN DE PAS Uno de los recreos solitarios de don Fermín de Pas consistía en subir a las alturas. Era montañés, y por instinto buscaba las cumbres de los montes y los campanarios de las iglesias. En todos los países que había visitado había subido a la montaña más alta, y si no las había, a la más soberbia torre. No se daba por enterado de cosa que no viese a vista de pájaro, abarcándola por completo y desde arriba. Cuando iba a las aldeas acompañando al Obispo en su visita, siempre había de emprender, a pie o a caballo, como se pudiera, una excursión a lo más empingorotado. En la provincia, cuya capital era Vetusta, abundaban por todas partes montes de los que se pierden entre nubes; pues a los más arduos y elevados ascendía el Magistral, dejando atrás al más robusto andarín, al más experto montañés. Cuanto más subía más ansiaba subir; en vez de fatiga sentía fiebre que les daba vigor de acero a las piernas y aliento de fragua a los pulmones. Llegar a lo más alto era un triunfo voluptuoso para De Pas. Ver muchas leguas de tierra, columbrar el mar lejano, contemplar a sus pies los pueblos como si fueran juguetes, imaginarse a los hombres como infusorios, ver pasar un águila o un milano, según los parajes, debajo de sus ojos, enseñándole el dorso dorado por el sol, mirar las nubes desde arriba, eran intensos placeres de su espíritu altanero, que De Pas se procuraba siempre que podía. Entonces sí que en sus mejillas había fuego y en sus ojos dardos. En Vetusta no podía saciar esta pasión; tenía que contentarse con subir algunas veces a la torre de la catedral. Solía hacerlo a la hora del coro, por la mañana o por la tarde, según le convenía. Celedonio que en alguna ocasión, aprovechando un descuido, había mirado por el anteojo del Provisor, sabía que era de poderosa atracción; desde los segundos corredores, mucho más altos que el campanario, había él visto perfectamente a la Regenta, una guapísima señora, pasearse, leyendo un libro, por su huerta que se llamaba el Parque de los Ozores; sí, señor, la había visto como si pudiera tocarla con la mano, y eso que su palacio estaba en la rinconada de la Plaza Nueva, bastante lejos de la torre, pues tenía en medio de la plazuela de la catedral, la calle de la Rúa y la de San Pelayo. ¿Qué más? Con aquel anteojo se veía un poco del billar del casino, que estaba junto a la iglesia de Santa María; y él, Celedonio, había visto pasar las bolas de marfil rodando por la mesa. Y sin el anteojo ¡quiá! en cuanto se veía el balcón como un ventanillo de una grillera. Mientras el acólito hablaba así, en voz baja, a Bismarck que se había atrevido a acercarse, seguro de que no había peligro, el Magistral, olvidado de los campaneros, paseaba lentamente sus miradas por la ciudad escudriñando sus rincones, levantando con la imaginación los techos, aplicando su espíritu a aquella inspección minuciosa, como el naturalista estudia con poderoso microscopio las pequeñeces de los cuerpos. No miraba a los campos, no contemplaba la lontananza de montes y nubes; sus miradas no salían de la ciudad. Vetusta era su pasión y su presa. Mientras los demás le tenían por sabio teólogo, filósofo y jurisconsulto, él estimaba sobre todas su ciencia de Vetusta. La conocía palmo a palmo, por dentro y por fuera, por el alma y por el cuerpo, había escudriñado los rincones de las conciencias y los rincones de las casas. Lo que sentía en presencia de la heroica ciudad era gula; hacía su anatomía, no como el fisiólogo que sólo quiere estudiar, sino como el gastrónomo que busca los bocados apetitosos; no aplicaba el escalpelo sino el trinchante.
  • 38. ANA OZORES Se acordó de que no había conocido a su madre. Tal vez de esta desgracia nacían sus mayores pecados. «Ni madre ni hijos». Esta costumbre de acariciar la sábana con la mejilla la había conservado desde la niñez. -Una mujer seca, delgada, fría, ceremoniosa, la obligaba a acostarse todas las noches antes de tener sueño. Apagaba la luz y se iba. Anita lloraba sobre la almohada, después saltaba del lecho; pero no se atrevía a andar en la obscuridad y pegada a la cama seguía llorando, tendida así, de bruces, como ahora, acariciando con el rostro la sábana que mojaba con lágrimas también. Aquella blandura de los colchones era todo lo maternal con que ella podía contar; no había más suavidad para la pobre niña. Entonces debía de tener, según sus vagos recuerdos, cuatro años. Veintitrés habían pasado, y aquel dolor aún la enternecía. Después, casi siempre, había tenido grandes contrariedades en la vida, pero ya despreciaba su memoria; una porción de necios se habían conjurado contra ella; todo aquello le repugnaba recordarlo; pero su pena de niña, la injusticia de acostarla sin sueño, sin cuentos, sin caricias, sin luz, la sublevaba todavía y le inspiraba una dulcísima lástima de sí misma. Como aquel a quien, antes de descansar en su lecho el tiempo que necesita, obligan a levantarse, siente sensación extraña que podría llamarse nostalgia de blandura y del calor de su sueño, así, con parecida sensación, había Ana sentido toda su vida nostalgia del regazo de su madre. Nunca habían oprimido su cabeza de niña contra un seno blando y caliente; y ella, la chiquilla, buscaba algo parecido donde quiera. Recordaba vagamente un perro negro de lanas, noble y hermoso; debía de ser un terranova. -¿Qué habría sido de él?-. El perro se tendía al sol, con la cabeza entre las patas, y ella se acostaba a su lado y apoyaba la mejilla sobre el lomo rizado, ocultando casi todo el rostro en la lana suave y caliente. En los prados se arrojaba de espaldas o de bruces sobre los montones de yerba segada. Como nadie la consolaba al dormirse llorando, acababa por buscar consuelo en sí misma, contándose cuentos llenos de luz y de caricias.
  • 39. DON VÍCTOR QUINTANARSu marido era botánico, ornitólogo, floricultor, arboricultor, cazador, crítico de comedias, cómico, jurisconsulto; todo menos un marido. Quería más a Frígilis que a su mujer. ¿Y quién era Frígilis? Un loco; simpático años atrás, pero ahora completamente ido, intratable; un hombre que tenía la manía de la aclimatación, que todo lo quería armonizar, mezclar y confundir; que injertaba perales en manzanos y creía que todo era uno y lo mismo, y pretendía que el caso era «adaptarse al medio». Un hombre que había llegado en su orgía de disparates a injertar gallos ingleses en gallos españoles: ¡Lo había visto ella! Unos pobrecitos animales con la cresta despedazada, y encima, sujeto con trapos un muñón de carne cruda, sanguinolenta ¡qué asco! Aquel Herodes era el Pílades de su marido. Y hacía tres años que ella vivía entre aquel par de sonámbulos, sin más relaciones íntimas. Bastaba, bastaba, no podía más; aquello era la gota de agua que hace desbordar... ¡caer en una trampa que un marido coloca en su despacho como si fuera el monte! ¡no era esto el colmo de lo ridículo!». […] «Pero no importaba; ella se moría de hastío. Tenía veintisiete años, la juventud huía; veintisiete años de mujer eran la puerta de la vejez a que ya estaba llamando... y no había gozado una sola vez esas delicias del amor de que hablan todos, que son el asunto de comedias, novelas y hasta de la historia. El amor es lo único que vale la pena de vivir, había ella oído y leído muchas veces. Pero ¿qué amor? ¿Dónde estaba ese amor? Ella no lo conocía. Y recordaba entre avergonzada y furiosa que su luna de miel había sido una excitación inútil, una alarma de los sentidos, un sarcasmo en el fondo; sí, sí, ¿para qué ocultárselo a sí misma si a voces se lo estaba diciendo el recuerdo?: (…) Don Víctor no era pesado, eso es verdad. Se había cansado pronto de hacer el galán y paulatinamente había pasado al papel de barba que le sentaba mejor. ¡Oh, y lo que es como un padre se había hecho querer, eso sí!; no podía ella acostarse sin un beso de su marido en la frente. Pero llegaba la primavera y ella misma, ella le buscaba los besos en la boca; le remordía la conciencia de no quererle como marido, de no desear sus caricias; y además tenía miedo a los sentidos excitados en vano. De todo aquello resultaba una gran injusticia no sabía de quién, un dolor irremediable que ni siquiera tenía el atractivo de los dolores poéticos; era un dolor vergonzoso, como las enfermedades que ella había visto en Madrid anunciadas en faroles verdes y encarnados. ¿Cómo había de confesar aquello, sobre todo así, como lo pensaba? y otra cosa no era confesarlo». «Y la juventud huía, como aquellas nubecillas de plata rizada que pasaban con alas rápidas delante de la luna... ahora estaban plateadas, pero corrían, volaban, se alejaban de aquel baño de luz argentina y caían en las tinieblas que eran la vejez, la vejez triste, sin esperanzas de amor. Detrás de los vellones de plata que, como bandadas de aves cruzaban el cielo, venía una gran nube negra que llegaba hasta el horizonte. Las imágenes entonces se invirtieron; Ana vio que la luna era la que corría a caer en aquella sima de obscuridad, a extinguir su luz en aquel mar de tinieblas». «Lo mismo era ella; como la luna, corría solitaria por el mundo a abismarse en la vejez, en la obscuridad del alma, sin amor, sin esperanza de él... ¡oh, no, no, eso no!». Sentía en las entrañas gritos de protesta, que le parecía que reclamaban con suprema elocuencia, inspirados por la justicia, derechos de la carne, derechos de la hermosura.
  • 40. LA REGENTA CAE Las primeras palabras de amor que Ana, ya vencida, se atrevió a murmurar con voz apasionada y tierna al oído de su vencedor, no el día de la rendición, mucho después, fueron para pedirle el juramento de la constancia... «Para siempre, Álvaro, para siempre, júramelo; si no es para siempre, esto es un bochorno, es un crimen infame, villano...». Mesía había jurado, y seguía jurando todos los días, una eternidad de amores. La idea de la soledad después de aquello, le parecía a la Regenta más horrorosa que en un tiempo se le antojara la imagen del Infierno. Con amor se podía vivir donde quiera, como quiera, sin pensar más que en el amor mismo...; pero sin él... volverían los fantasmas negros que ella a veces sentía rebullir allá en el fondo de su cabeza, como si asomaran en un horizonte muy lejano, cual primeras sombras de una noche eterna, vacía, espantosa. Ana sentía que acabarse el amor, aquella pasión absorbente, fuerte, nueva, que gozaba por la primera vez en la vida, sería para ella comenzar la locura. «Sí, Álvaro; si tú me dejaras me volvería loca de fijo; tengo miedo a mi cerebro cuando estoy sin ti, cuando no pienso en ti. Contigo no pienso más que en quererte». Esto solía decir ella en brazos de su amante, gozando sin hipocresía, sin la timidez, que fue al principio real, grande, molesta para Mesía, pero que al desaparecer no dejó en su lugar fingimiento. Ana se entregaba al amor para sentir con toda la vehemencia de su temperamento, y con una especie de furor que groseramente llamaba Mesía, para sí, hambre atrasada. Él estuvo el primer mes asustado. Si los primeros días renegaba del miedo, de la ignorancia y de los escrúpulos (absurdos en una mujer casada de treinta años, según la filosofía del Presidente del Casino), pronto vio tan colmada la medida de sus deseos, que llegó a inquietarle «otro aspecto» de sus amores. Nunca había sido más feliz. ¿Quería satisfacer el amor propio a quien la edad empezaba a dar algunos disgustos? Pues Ana, la mujer más hermosa de Vetusta, le adoraba; y le adoraba por él, por su persona, por su cuerpo, por el físico. Muchas veces, si a él le daba por hablar largo, y tendido, ella le tapaba la boca con la mano y le decía en éxtasis de amor: «No hables». Mesía no echaba esto a mala parte; también él reconocía que lo mejor era callar, dejarse adorar por buen mozo. ¿Quería satisfacer caprichos de la carne ahíta, gozar delicias delicadas de los sentidos? Pues la misma ignorancia de Ana y la fuerza de su pasión y las circunstancias de su vida anterior y las condiciones de su temperamento y la de su hermosura facilitaban estos alambicados goces del gallo, corrido y gastado, pero capaz de morir de placer sin miedo. Y a pesar de tanta felicidad, Mesía estaba intranquilo.
  • 41. FINAL El Magistral se detuvo, cruzó los brazos sobre el vientre. No podía hablar, ni quería. Temblábale todo el cuerpo, volvió a extender los brazos hacia Ana... dio otro paso adelante... y después clavándose las uñas en el cuello, dio media vuelta, como si fuera a caer desplomado, y con piernas débiles y temblonas salió de la capilla. Cuando estuvo en el trascoro, sacó fuerzas de flaqueza, y aunque iba ciego, procuró no tropezar con los pilares y llegó a la sacristía sin caer ni vacilar siquiera. Ana, vencida por el terror, cayó de bruces sobre el pavimento de mármol blanco y negro; cayó sin sentido. La catedral estaba sola. Las sombras de los pilares y de las bóvedas se iban juntando y dejaban el templo en tinieblas. Celedonio, el acólito afeminado, alto y escuálido, con la sotana corta y sucia, venía de capilla en capilla cerrando verjas. Las llaves del manojo sonaban chocando. Llegó a la capilla del Magistral y cerró con estrépito. Después de cerrar tuvo aprensión de haber oído algo allí dentro; pegó el rostro a la verja y miró hacia el fondo de la capilla, escudriñando en la obscuridad. Debajo de la lámpara se le figuró ver una sombra mayor que otras veces... Y entonces redobló la atención y oyó un rumor como un quejido débil, como un suspiro. Abrió, entró y reconoció a la Regenta desmayada. Celedonio sintió un deseo miserable, una perversión de la perversión de su lascivia: y por gozar un placer extraño, o por probar si lo gozaba, inclinó el rostro asqueroso sobre el de la Regenta y le besó los labios. Ana volvió a la vida rasgando las nieblas de un delirio que le causaba náuseas. Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo.