1. EL CAFE EN PUERTO RICO EN EL SIGLO XIX
Por Francisco M. Berroa Ubiera, Historiador
El inicio y desarrollo de la caficultora
La introducción del café en Puerto Rico data del año de 1736, y a partir de ese momento,
esta planta de cultivo permanente conocida por los botánicos con el nombre científico de
Cafea Arábiga comenzará a ser producida en las zonas altas de la cordillera central
borinqueña, aprovechando las excelentes condiciones agro-ecológicas existentes y la
espléndida orografía insular.
La existencia de pequeños valles intra-montanos y la gran variedad de microclimas de
montaña son condiciones del medio físico que van a permitir el progreso de algunas
variedades de café. En 1768, el entonces gobernador don Antonio de Muesas, mediante
diversos incentivos logra fomentar la producción cafetalera.
En la segunda mitad del siglo XIX, se incrementó considerablemente el cultivo del café. El
inicio y posterior desarrollo de la agricultura del café en los municipios de Puerto Rico
entre 1870 a 1914, de acuerdo con padre Picó,[1] se pueden dividir en cuatro etapas: 1) la
que se caracteriza por un crecimiento económico acelerado experimentado por la
caficultora de la Isla; 2) un segundo momento de franco auge, como resultado de la
elevación de los precios en el mercado europeo, principal destino de la producción, a fines
del siglo XIX; 3) la caracterizada por una crisis de la producción, y, por último, 4) la cuarta
etapa, que es de lenta recuperación y de prosperidad en el periodo de entreguerras.
Causas de la recesión productiva
Sobre las causas de la recesión cafetalera fueron múltiples, pero en sentido general se
deben tomar en consideración:
1º) las causas económicas: a) la relativa descapitalización de los productores, lo cual
provoca el "regreso a España de los peninsulares y mallorquines",[2] b) la reentrada de
Brasil en la producción cafetalera y de otros productores, inclusive en las Antillas; c) la
concentración de las inversiones norteamericanas en los llanos costeros en plantaciones
cañeras y en ingenios azucareros, con la consecuente fuga del crédito agrícola a las zonas
costeras, lo que demuestra que el capital se invierte, no donde se necesita, sino donde deja
ganancias; y, 2º) las extraeconómicas: a) la guerra de 1898; b) las actividades de los
Tiznados; c) los daños provocados a los cultivos por los huracanes San Ciriaco (1899) y
San Felipe (1928); d) la Gran Guerra europea o Primera Guerra Mundial (1914-1918).
2. El crecimiento cafetalero
La producción de café aumenta considerablemente en Puerto Rico a partir de 1870, a éste
respecto: "El crecimiento de los centros cafetaleros propició a su vez el desarrollo de
actividades complementarias en los municipios de la montaña. Artesanos y jornaleros de la
costa fluyeron a la zona cafetalera para aprovechar las oportunidades que el auge
brindaba".[3]
Cuadro Número 1
Producción de Café (1830-1896)
Año Cantidad de cuerdas cultivadas de café
1830 11,965 cuerdas
1862 33,965 cuerdas
1896 122,000 cuerdas
Las exportaciones de café fueron como sigue:
Cuadro Número 2
Exportación de café (1765-1850)
Año Cantidad exportada (Millones de libras)
1765 No registro; mucho contrabando
1783 1,000,000
1828 11,000,000
1850 13,000,000
La situación de los trabajadores y el sistema del "agrego"
En cuanto a los trabajadores, estos se hallaban económicamente explotados y no
disfrutaban de sus derechos políticos, sociales y laborales. Cafetal adentro hombres, niños,
y mujeres compartían por igual los sufrimientos y penurias propias del entorno hacendista.
En el plano laboral las huelgas estaban prohibidas y se consideraban ilegales, y el despido
era una institución aceptada por la administración colonial, por lo cual, los hacendados
comúnmente hacían despidos arbitrarios de sus trabajadores jornaleros, o de sus peones o
agregados, también conocidos como “agregaos” o “arrimaos”, quienes constituían el grueso
o la mayoría de la población campesina de la isla en el siglo XIX, y aunque no eran los
dueños de la tierra, usaron ésta a través de distintos arreglos que se hacían con los grandes
3. propietarios. De 1750 a 1849 existió un sistema de agrego basado en "..partir a medias
crianzas y cosechas",[4] luego existió otro tipo de agrego, mediante el cual los trabajadores
agrícolas,
"...para poder tener un sitio donde vivir, estos campesinos que no tenían tierra tuvieron
que hacer otro tipo de arreglo con los hacendados. Se comprometían a trabajar los
cultivos comerciales de éste a cambio de que los dejaran construir sus casas en alguna
parte de sus tierras. Los hacendados lo que harían era darles a cambio comida y ropa "fiá"
en las tienditas de sus fincas, usualmente en su propiedad."[5]
Según avanzó el siglo y debido al desarrollo de las siembras comerciales del café y de la
caña de azúcar, los arreglos con los grandes propietarios se hicieron más difíciles.[6]
De 1887 a 1896 aumentan los precios del café, y su exportación tiene como destino el
mercado europeo, preferentemente se destinaba a los puertos de Hamburgo, Bremen, Le
Havre, y Southampton. Los productores del grano aromático confrontan algunas
dificultades para la obtención de crédito agrícola, y además, se hallan geográficamente
ubicados en áreas montañosas aisladas de las zonas urbanas, virtualmente incomunicadas
por la ausencia de adecuadas vías de comunicación. Los principales centros productores de
café son Utuado (Jayuya), Las Marías, Maricao, Lares, Yauco, Adjuntas, Ciales, San
Sebastián y Juana Díaz (Villalba).[7]
Las condiciones materiales e inversión para el cultivo
En sentido general, el desarrollo de una hacienda cafetalera en la Isla durante segunda
mitad del siglo XIX requería de una férrea voluntad de parte de los cultivadores, pequeños,
medianos o grandes.
Ello así, porque en primer lugar, había que obtener las tierras apropiadas en las zonas
montañosas. Por lo regular, lo preferido era idealmente ocupar terrenos realengos, escasos
para la época; en caso contrario había que comprar las tierras, representando esto la primera
inversión. Luego, había que contratar peones para hacer el desmonte y realizar la siembra
de la planta Cafea Arábiga, un árbol frutal de cultivo permanente. Por lo regular, una pieza
de café tiene una larga vida productiva, pero para que comience a producir
significativamente hay que esperar aproximadamente cinco años. Transcurrido este tiempo,
la planta debe ser cuidada y las superficies en que se localiza deben ser desyerbadas, y la
planta podada con cierta frecuencia para poder obtener el mayor rendimiento productivo.
Además, siendo la Cafea arábiga un árbol que no se puede exponer directamente a las
radiaciones solares intensas en este clima tropical propio de la Isla y del trópico, también se
necesitaban árboles de sombra para cubrir y proteger las plantaciones.
4. Un aspecto básico para desarrollar el cultivo es contar con recursos de financiamiento
suficientes, motivo por el cual, casi necesariamente se debe recurrir al crédito agrícola, es
decir, del financiamiento de los refactores. Sólo disponiendo de fuentes blandas de
financiamiento es posible impulsar una hacienda cafetalera.
El dinero obtenido por esta vía se invierte en jornales, en gastos fijos de mantenimiento de
la finca, en la extensión de los cultivos, en la construcción de los edificios gláciles, y en la
compra de diversos instrumentos y herramientas de trabajo, incluyendo la compra de las
maquinarias, y en fin se deben "buscar las facilidades para lavar y secar el grano, conseguir
implementos para descascararlo y pilarlo, separar espacio adecuado para almacenaje y
asegurar el acarreo del producto al mercado. Todo esto requería inversión en jornales y
gastos afines".[8]
Los refactores cafetaleros
Como revela el estudio de Fernando Picó, en el caso concreto de Utuado, y de Puerto Rico:
"En su época de crecimiento, la zona cafetalera dependerá del crédito de la costa hacia la
montaña, dotando a ésta del brío suficiente como para lograr su despegue económico".[9]
Las sociedades comerciales que actuaban como entidades refactoras, por lo regular se
hallaban establecidas en las zonas costeras, y principalmente en las ciudades portuarias de
Arecibo, Ponce y Mayagüez.[10]
Estas sociedades comerciales de la costa habían logrado una alta tasa de ganancias, y una
rápida y segura acumulación de capitales financiando también las haciendas cañeras, y en
cambio, los refactores de la montaña, exclusivamente del café, casi siempre comerciantes
locales, dependían del volumen de sus ventas y de sus clientes naturales: la población de la
montaña.
Muchos hacendados ricos llegaron a ser refactores de sus vecinos menos pudientes,
suministrándoles a los necesitados, como se decía entonces: "Caldos, víveres, efectos y
efectivo".
Se distinguen tres modalidades de refacciones: 1) la que cubría el financiamiento original,
que eran los fondos para comprar la tierra y sembrar las plantas, hasta que se alcanzaba el
momento de producción, lo cual suponía, que durante ese largo tiempo -más o menos cinco
años-, el prestatario realizara algún tipo de pago de intereses y capital, ya fuese en forma de
una renta en trabajo, ya fuere mediante el pago con otro tipo de producción agrícola
(alimentos agrícolas) o con ganado; 2) el segundo tipo consistía en mantenerle al productor
de café una línea de crédito abierta para cubrir gastos de producción; 3) la tercera vía era la
compra anticipada de la producción o compra a la flor, lo cual implicaba ciertos riesgos,
que el comerciante prestamista debía asumir, aunque casi siempre, éste tipo de préstamo se
5. hacía mediante un contrato que se instrumentaba ante un Notario Público, y el prestamista
contaba asimismo con el asesoramiento del letrado o abogado del pueblo, o con el apoyo
político del Alcalde y de la guardia rural, que en el Puerto Rico de aquella época, tenía las
funciones de "brazo importante de las autoridades municipales, disciplina a los
trabajadores, amedrenta a los díscolos y garantiza el orden establecido en la ruralía".[11]
Durante el segundo cuarto del siglo XIX, imperaba una situación distinta a la descrita
anteriormente, debido a que para ese momento histórico todos los préstamos que se
obtenían para entonces se debían pagar al tiempo de la cosecha, casi siempre en especie,
tomando en cuenta el precio del café en el pueblo del lugar de su producción, lo cual
constituyó una práctica generalizada en toda la isla de Puerto Rico. Ello debido a que: "En
una sociedad sin bancos, el comerciante era por necesidad prestamista. Tenía que proveer
mercancías a crédito a sus clientes", razón por la cual el comerciante se encargaba de estar
presente en todos los momentos de la producción, "financiaba la roturación de la tierra y
mercadeaba el producto cosechado".[12]
Esclavitud tardía
Todavía en casi todo el tercer cuarto del siglo XIX en Puerto Rico se mantenía la
esclavitud, institución social decadente que impedía el surgimiento de un mercado de
trabajo libre y constituía un verdadero estanco para el crecimiento de las fuerzas
económicas en toda la Isla. Estas atrasadas relaciones de producción se mantuvieron hasta
1873, y el peso específico de la esclavitud, aún no fuese determinante en el marco del
conjunto de las relaciones de producción socialmente vigentes, constituía un freno para el
ansiado progreso económico.
No fue sino en 1873 cuando se abolió legalmente la esclavitud, conjuntamente con el
denominado régimen de la libreta. De acuerdo con el censo de 1870 Puerto Rico tenía
600,233 habitantes, y en 1877 contaba con 731,648 habitantes. En el año de la abolición de
la esclavitud (1873) la población insular se puede estimar en aproximadamente 665,940
habitantes, suma que representa un promedio numérico de las poblaciones censadas para la
Isla en 1870 y 1877.
El régimen de La Libreta
El Bando que estableció en 1838 el Reglamento de la Libreta fue derogado en 1839.
Asimismo, el 11 de junio de 1849, Don Juan de Pezuela, Gobernador español, mediante un
Reglamento especial de Jornaleros, ordenó que todos los varones, mayores de 16 y menores
de 60 años, que no fueran dueños de cuatro o más cuerdas de terrenos o no tuvieran otra
entrada de dinero, tenían que trabajar como jornaleros, a cambio de un salario o jornal.
Se estableció que debían tener y siempre portar consigo una Libreta o Pasaporte, y en este
documento los hacendados y patronos debían hacer las correspondientes anotaciones
relativas al tiempo trabajado y decir si el jornalero era cumplidor o no en el desempeño de
6. sus funciones laborales. Una vez al mes, el Alcalde o sus representantes, debían hacer una
revisión y examen de las libretas expedidas a los jornaleros. Si se encontraban quejas o el
jornalero no había trabajado recibía un regaño o amonestación pública en la Asamblea
Municipal, en calidad de amonestación, y se le advertía que si llegaba a acumular dos
amonestaciones consecutivas, y posteriormente lo encontraban sin trabajar, se le enviaba a
guardar a prisión a la cárcel pública de Puntilla del Mangle en San Juan,[13] que para esa
época el gobierno tumbaba y rellenaba el terreno y necesitaba personal laboral no
remunerado para realizar la obra.
La orden de 1849 obligaba al Jornalero a portar la Libreta y a residir en el pueblo de su
lugar de empleo. El reglamento de Pezuela se eliminó en 1873 conjuntamente con la
esclavitud, y en abril de 1874, un nuevo decreto del gobernador español Laureano Sanz
reglamenta sobre la vagancia.
Las clases trabajadoras en el cultivo de café se hallaban literalmente "amarradas" a los
hacendados, ya fuese por el sistema de las libretas, ya fuese porque el peón fuese deudor
del hacendado. La Libreta consistía en un mecanismo legalizado e institucionalizado en la
Isla desde el año de 1838 por disposición reglamentaria impuesta en toda la Isla por el
Gobernador de turno, López de Baños -denominada oficialmente Bando de Policía y Buen
Gobierno-, quién creó un Registro de Jornaleros, mediante el cual todos los jíbaros
(campesinos) pobres, y los jornaleros sin tierra estaban obligados a inscribirse en los
registros abiertos en los municipios correspondientes a los lugares de su residencia, y en
caso de que no se registrasen, esta falta se consideraba un delito por omisión en el
cumplimiento del reglamento, sancionado con la pena de reclusión en la cárcel de La
Puntilla o cárcel de La Princesa en la isleta de San Juan, si no acreditaban para estar
colocados como jornaleros en una hacienda. Este Bando o régimen laboral obligatorio fue
derogado en 1839.
Asimismo, Don Juan de Pezuela, Gobernador español, mediante un reglamento especial de
Jornaleros, ordenó el 11 de junio de 1849, que todos los varones, mayores de 16 y menores
de 60 años, no propietarios de cuatro o más cuerdas de terrenos, o que no dispusieran de
otra entrada de dinero, tenían que trabajar como jornaleros a cambio de un salario o jornal.
Por medio de la disposición de 1849 se estableció la obligación de que los jornaleros debían
tener y siempre portar consigo una Libreta o Pasaporte, y en este documento los
hacendados y patronos debían hacer las correspondientes anotaciones relativas al tiempo
trabajado, y decir por escrito en el documento sí el jornalero cumplía o no sus obligaciones
laborales.
En consecuencia, una vez al mes, el Alcalde o sus representantes, debían hacer una revisión
y examen de las libretas. Si se encontraban quejas, o si el jornalero no había trabajado lo
suficiente, según el criterio unilateral de la autoridad municipal o de los hacendados que lo
habían empleado, se procedía a hacerle al trabajador una amonestación pública consistente
en un regaño que recibía ante todos los miembros del Consejo o Asamblea Municipal, en
7. calidad de amonestación, y, hecha la primera amonestación se le advertía que si llegaba a
acumular dos regaños, y luego lo encontraban sin trabajar, se le enviaría a prisión, a la
cárcel pública de La Puntilla del Mangle de San Juan, en donde para esa época el gobierno
tumbaba la vegetación y los árboles de mayor tamaño, y rellenaba el terreno, por lo cual
necesitaba personal laboral no remunerado para realizar la obra. La orden de 1849 no tan
sólo obligaba al Jornalero a portar la Libreta, sino a residir en el pueblo de su lugar de
empleo. Cinco años después del Grito de Lares el reglamento de Pezuela quedó eliminado
(en 1873) conjuntamente con la esclavitud, sin embargo, en abril de 1874, un decreto del
gobernador español Laureano Sanz reglamenta sobre la vagancia.
Las mujeres y la libreta
También las mujeres campesinas estaban sometidas al régimen de la libreta. El reglamento
de Registro de 1838 del gobernador López de Baños establecía sobre éstas que si "vivían en
sus bohíos, sin que se les conozca ocupación honrada de qué subsistir, serán también
obligadas por la Autoridad a contratarse en una hacienda",[14] y por aplicación de la
anterior disposición, las mujeres del campo de la isla fueron forzadas a trabajar tanto o más
que los hombres, siendo empleadas en las labores de campo, o en los quehaceres
domésticos de las tiendas y casas de los hacendados.
Otros mecanismos de explotación
Otra forma que se empleó para hacer el "amarre" fue ofrecerle al peón un poco de tierra en
calidad de posesión temporal, para que en este cuadro de terreno, casi siempre próximo a la
vivienda del hacendado, levantara un pequeño bohío.
Para que el amarre fuese más fuerte, el hacendado le hacía al peón pequeños préstamos
personales, los cuales obligaban al "agregao" a permanecer casi perpetuamente al lado de
su amo y señor. Los peones en esta situación se exponían a una triple explotación: 1)
debían pagar al hacendado altos intereses usurarios por el préstamo que se les había
otorgado, lo cual representaba una obligación financiera del peón ante su patrono; 2) al
peón establecerse con su familia en las tierras de su amo, sí la tenía alojada en un bohío
próximo a la vivienda del hacendado, éste periódicamente empleaba al trabajador o a su
mujer, en distintos oficios u ocupaciones de su finca, es decir, en diversas labores fuera de
su jornada obligatoria de trabajo en el cafetal, o usándolo como mandadero, o
aprovechándose gratuitamente del trabajo de los hijos y de la mujer del agregado, que era
empleaba casi siempre en los oficios domésticos de la vivienda del hacendado; y, 3) la
explotación que afectaba al “agregao” en el desempeño de sus funciones de peón o
jornalero, en sus rutinarias labores propias del trabajo de campo: podas regulares de los
árboles, desyerbo, recolección de café, etc..
Uso de fichas y vales
8. Regularmente a los recolectores de café se les pagaba con fichas y vales, y en algunos
casos, los propios hacendados recurrieron a la práctica de hacer ellos mismos, actuando por
cuenta propia, emisiones de letras de cambio o fichas que hacían la función de unidades
monetarias. Por ejemplo, el señor Jaime Iglesias y otros vecinos del municipio de Utuado
recurrieron a éste ejercicio de emisión de letras de distintas denominaciones con
determinado valor metálico, para ellos emplearlas en sustitución de las monedas. Por lo
tanto, pretendieron darle a su emisión de fichas un valor de cambio universal en el ámbito
de ese municipio. Aparentemente el señor Iglesias tenía un gran poder económico, y tenía
fuertes palas[15] en la administración colonial española, y en el mismo municipio en que
residía, lo cual se deduce del hecho de que el Alcalde de Utuado, don Marcelino Andino,
una vez fue enterado por Iglesias y otros vecinos de la emisión de letras con valor en
metálico, les pidió a los responsables de la emisión que le hicieran entrega de un ejemplar
de cada una de las letras. Ya antes el Gobierno insular había dispuesto prohibir el uso de las
fichas, por lo cual, el Alcalde, enterado de la emisión decide enviar, por el conducto oficial,
las muestras de las fichas a la gobernación general para obtener el parecer del Gobierno
Central. Y a tales fines, le fue remitida al jefe del municipio una circular por medio de la
cual se ordenaba la prohibición de las letras de cambio o fichas que se habían emitido. El
Alcalde don Marcelino Andino así se lo comunicó, por medio de un oficio de fecha 19 de
diciembre de 1884, al señor Iglesias, informándole que:
“Pero para á fin de que V.E. tenga conocimiento ocular de dichas letras, y se cerciore que
esas no representan valor determinado, hice entrega de un ejemplar de cada una para que
V.E. le releve de la obligación de inutilizarlas, toda vez que no determinan valor, y poder
en ese caso utilizarlas en la finca particular para con el peonaje (sic.), no como moneda
circulante y si como vales al portador en defecto de órdenes escritas.”[16]
Iglesias reaccionó de inmediato, todo parece indicar que se fue a San Juan, la capital de la
colonia, e hizo allí sus gestiones ante la burocracia para desarticular la prohibición, aunque
infructuosamente. De regreso al pueblo trajo consigo una comunicación de la Secretaría del
Gobierno General de la Isla de Puerto Rico, con la referencia Negociado 60, Número 1530,
la cual estaba dirigida al Alcalde de Utuado, y la misma fue recibida en dicha alcaldía el 28
de diciembre de 1884, y asentada en el Registro de referencia de V.E. bajo el número 455.
Esta comunicación se refería a las fichas que sin valor metálico expidiera don Jaime
Iglesias, y se le dice al Alcalde que el señor Iglesias podía usar las fichas para hacer el pago
del peonaje de su hacienda cafetalera. Textualmente la comunicación dice:
“El Excmo. Sor. Gobernador General a decidido a bien resolver que puede el sr. Iglesias
utilizar las indicadas fichas dentro de su referida hacienda y caso de que fuera de ella
lleguen a circular proceda en alcaldía desde luego a recogerlas dando cuenta a este
9. gobierno para lo que haya lugar.
Lo que de orden de V.E. [vuestra excelencia] digo a U. [Usted] para su conocimiento y
efectos consiguientes.”[17]
La comunicación anterior la firmaba el Secretario de la gobernación, el señor Cardiseti.
Por lo tanto, fue una práctica común el uso de las fichas o vales para pagar el trabajo de los
peones, jornaleros o agregados, y su salario diario dependía de la cantidad de café
recolectado. La medida de capacidad universalmente conocida en la sierra puertorriqueña
era el Almud, equivalente a una lata grande de galletas llena del grano, limpio de hojas y
otros desperdicios sólidos. Un Almud se pagaba a $0.14 centavos, y en una jornada de 10 a
12 horas de trabajo diario, el jornalero podía llenar cinco o seis almudes, por lo cual, su
salario diario dependía de la destreza del jornalero en el proceso de recolección. Los más
diestros en el oficio devengaban un sueldo de $0.84 centavos por día. Otros trabajos y
actividades se pagaban a $0.25 centavos por día y demandaban de una extensa jornada
laboral.
El costo de la vida en la hacienda
Con los reducidos ingresos percibidos por los agregados y las agregadas, había que
subsistir en medio de la vorágine de la hacienda cafetalera y su entorno. En la población de
Lares, en 1860, los precios de los productos de primera necesidad[18] en las tiendas de raya
eran los siguientes:
Cuadro No. 3
Precios de productos de primera necesidad en 1860
PRODUCTOS DE PRIMERA NECESIDAD PRECIO POR LIBRA
Arroz descascarado $0.10
Azúcar mascabado $0.05
Bacalao $0.08
Tasajo argentino $0.07
Manteca de Estados Unidos $0.24
TOTAL: $0.54
Los precios de los artículos de primera necesidad eran los siguientes en 1864.
Cuadro No. 4
Precios de los artículos de primera necesidad en 1864
Artículo Precio por libra
Arroz $0.10
Azúcar $0.05
Bacalao $0.08
10. Tasajo de Argentina $0.07
Manteca $0.24
Chocolate $0.20
Total: $0.74
Con un ingreso promedio diario de unos $0.55 centavos, o menos, los jornaleros debían
hacer frente a los apremios cotidianos de la alimentación de su familia, muchas veces
numerosas. Carroll informa que a fines del siglo el salario de un jornalero oscilaba entre
$0.35 a $0.50 centavos por día, y que por lo regular el trabajador y su familia hacían una
sola comida diaria, casi siempre consistente en una dieta básica de arroz, manteca, bacalao
y habichuelas.
La muerte y los peones del café
El sacerdote jesuita e investigador Fernando Picó,[19] escogió una muestra al azar de las
defunciones ocurridas en Utuado durante los primeros tres días del mes de julio del año
1882, e hizo un registro de las causas de estas defunciones, estableciendo que de siete
defunciones registradas, una fue la de un labrador con más 60 años a causa de la fiebre
amarilla; Otra fue la de una niña con menos de un año, a causa del tétanos; y cinco de los
difuntos eran jornaleros, y murieron a causa de anemia, quienes tenían una edad promedio
de 35 años. La anemia estaba determinada por la excesiva frugalidad de la comida del
jíbaro jornalero, determinada por los bajos niveles saláriales existentes para entonces. La
carne era un artículo completamente extraño a la dieta de los agregados y sus familias. De
1850 a 1890 imperan en el campo puertorriqueño unas condiciones de vida horribles, el
hambre y la muerte estuvieron por doquier, y la población trabajadora, esclava y libre, vivía
en medio de la pobreza extrema. Eran tiempos de profunda miseria material.
La hacienda y los niños
La población infantil también era explotada por los estancieros cañeros y los hacendados
del café. El niño jornalero trabajaba con sus padres en la recolección cafetalera, y por lo
regular no asistía a la escuela. Permanecían siempre descalzos y desnudos, y vivían en
completo hacinamiento en los bohíos hechos con retazos de maderas, techados de yaguas y
con pisos de tierra. Sus padres buscaban mejorar su existencia por la vía del padrinazgo y
de las lealtades primordiales. El jornalero y el campesino pequeño propietario entendían
que conseguir un padrino rico podía constituirse en un mecanismo de ascenso o movilidad
social, y le podía asegurar al agregadito un apoyo económico futuro. En 1887 menos del 20
por ciento de la población insular estaba alfabetizada, por lo tanto, más del 80 por ciento de
la población de Puerto Rico no sabía leer ni escribir, y a fines de siglo, en 1890, "más de la
mitad de los niños bautizados habían nacido fuera de matrimonio".[20]
11. Los "correcostas" y la familia campesina
Avanzado el siglo XIX, los jornaleros se convirtieron en "correcostas", trabajando de
manera alterna en la costa y en la cordillera. Vivían del cañaveral al cafetal, y así eran sus
vidas, un día dulce como la caña, y muchos otros días amargos como el café. Otros
cultivadores de café, por lo regular con mediana y pequeña propiedad rural, dependían para
realizar las labores agrícolas de la fuerza de trabajo familiar. Constituían la familia
campesina típica, en la cual la división del trabajo se establecía sobre la base de la manera
natural. La división natural del trabajo es la que toma en cuenta el sexo y la edad de los
miembros del grupo familiar extendido. En este tipo de unidad de producción cafetalera que
dependía del trabajo familiar, necesariamente el fundo quedaba dividido en parcelas, las
cuales se destinaban a producir distintos bienes agrícolas que eran imprescindibles para el
sostenimiento de sus miembros. Los padres les asignaban a los hijos mayores sus parcelas
en el fundo familiar para evitar perder fuerza de trabajo gratuita. También, para evitar que
la descendencia abandonara el fundo paterno, en algunos casos, se ofrecían a los hijos otros
estímulos pecuniarios, en forma de regalos, y las bodas de las hijas e hijos se retrasaban lo
más posible. Lo importante era mantener a la familia unida alrededor de la producción. Esto
ocurría porque cuando un
“...terrateniente, pequeño o mediano, que decide intensificar su cultivo de café puede
acudir a reclutar mano de obra suplementaria. Sin embargo, el pequeño terrateniente por
lo general no puede competir con el hacendado para contratar su mano de obra en
temporadas de cosecha, y puede inclusive perder la que tiene, ante ofertas más ventajosas
del gran propietario”.[21]
Se sabe que tanto Puerto Rico como Cuba son obligados a partir de 1865 a pagar los
intereses de la Deuda Pública de España, para lo cual el Gobierno Central de la Isla tomaba
préstamos a los ayuntamientos (de $12,000.00 a $50,000.00 pesos mensuales); en julio de
1865 el Gobierno tomó al municipio de San Juan la suma de $103.000.00 pesos reservados
para un acueducto para la ciudad. Los impuestos que afectaban a los habitantes de la Isla
eran de tres tipos: estatales, municipales y eclesiásticos. En 1865 las contribuciones al fisco
ascendieron a la suma de $900,000.00, de los cuales, $300,000.00 fueron aportados por los
jornaleros y $600,000.00 por los propietarios.