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Bloque 2:

La Educación en Francia en la Década de 1880.

La Organización de un Sistema Nacional como Servicio
Público, Laico y Gratuito.
DOCUMENTOS:
B2-1 Prost, Antoine (1968) "De las leyes fundamentales a la guerra" "...que la mujer pertenezca a la ciencia o que
pertenezca a la iglesia" y "Las concepciones y prácticas pedagógicas", en Historia del Pensamiento en Francia 1800 -
1967, Tatiana Sute (trad.) París, Armand Colin, pp. 191 - 204, 268 - 269 y 278 - 282.

B2-2 Prost Antoine (1968). "Unidad y diversidad de la enseñanza secundaria", en Historie de lénseignement en France
1800 - 1967, París, Armand Colín, pp. 245 -257 y 261 - 271

B2-3 Mayeur Francoise, (1997), "La enseñanza secundaria y superior", en Guy Avanzini (comp.), La pedagogía desde
el siglo XVII hasta nuestros días, México, FCE (Obras de educación), pp. 177 -193




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De las leyes fundamentales a la guerra "...que la mujer pertenezca a la ciencia
 o que pertenezca a la iglesia" Las concepciones y las prácticas pedagógicas*
                                                                Antoine Prost
                                             De las leyes fundamentales a la guerra
Los republicanos no fundaron la escuela, la institución escolar se construyó a lo largo de todo el siglo por el
impulso de una evolución social profunda. Cabe decir que los republicanos concibieron una verdadera política
escolar que tuvo éxito porque, al mismo tiempo que respondía a una exigencia popular, constituía su
realización. Si bien ellos no provocaron un cambio en las costumbres, lo reconocieron, se hicieron cargo y lo
condujeron a su término.
En efecto, no se podría comprender la política republicana si se le separara de la corriente de opinión que la
sustenta. En esa época, la instrucción es un ideal colectivo. Así como hoy en día la mayor parte de los
miembros de nuestra sociedad admite que el crecimiento económico es el objetivo esencial de la colectividad,
en la segunda mitad del siglo XIX se creía en la instrucción. La sociedad, sumamente rural aún, casi no había
sido penetrada por el ideal del progreso técnico y de la producción; o, más bien, esos objetivos por sí mismos
estaban subordinados a la difusión de los conocimientos usuales. El progreso capital, que gobierna a todos los
demás, es el de la instrucción. Y las familias en búsqueda del bienestar se vuelcan hacia la escuela.

Esa confianza en la instrucción puede sorprendernos. En nuestros días, por ejemplo, no titularíamos una
conferencia "De la regeneración social por la instrucción". Pero entonces se creía en el progreso mediante las
luces, en la línea correcta del siglo XVIII. Optimistas, los contemporáneos no dudaban ni de la razón, ni de la
naturaleza. La escuela era un remedio para la injusticia social como para la inmoralidad o la delincuencia. Cier-
tamente, dentro del pueblo esa confianza era algo confusa, mezcla de voluntad de promoción social y de
independencia intelectual. Sólo que era real; no se dudaba de que lo escrito en los libros fuera verdadero y útil;
el acceso a la instrucción era, pues, de todas maneras, la promesa de una vida mejor.

Esta convicción es la que suscita los progresos de la escolarización. ella es la que anima el movimiento de
opinión que encarna la liga de la enseñanza y en el cual se apoyarán los republicanos; ella es la que hace de las
leyes escolares de Ferry y de Goblet leyes "fundamentales".

Las leyes fundamentales (1879-1889).
Las realizaciones.

Los republicanos en el poder no son unánimes ni en cuanto a los objetivos ni en cuanto al método. La comisión
nombrada por la Cámara de 1877 y su relator, Paul Bert, deseaban una ley general. Jules Ferry, que fue
ministro del 4 de febrero de 1879 al 14 de noviembre de 1881, más tarde, del 30 de enero al 7 de agosto de
1882 y, finalmente, del 21 de febrero al 20 de noviembre de 1883, logra que triunfe un método más empírico y
ataca sucesivamente cada punto del programa. Sin embargo, este procedimiento no debe ocultar el plan de
conjunto de una obra que atañe a todos los órdenes de enseñanza, así como a todos los problemas.

En la enseñanza superior, tenemos la ley del 8 de marzo de 1880 que suprime los jurados mixtos y prohíbe a
los establecimientos libres tomar el título de universidad. En la enseñanza secundaria, cuyo director es Zévort,
encontramos la gran reforma de los programas de 1880 y la fundación de escuelas abiertas para muchachas
(ley del 21 de diciembre de 1880). En la enseñanza primaria, que dirige Buisson, se fundan las escuelas
normales de Fontenay y Saint Cloud.y se promulga la ley del 9 de agosto de 1879 que instituye en cada
provincia una escuela normal para mujeres. También tenemos las leyes del Io de junio de 1878 y del 20 de
marzo de 1883 que facilitan la construcción de las casas escuela. Se revisa la organización pedagógica y se
transforman los programas.

Pero lo esencial de la obra republicana es constituir la enseñanza primaria en servicio público. En ello está el
sentido de la gratuidad total -establecida por una ley del 16 de junio de 1881—; de la obligatoriedad impuesta al
padre de familia por la ley del 28 de marzo de 1882, de enviar a sus hijos a la escuela de los siete a los 13
años, salvo que antes de esa edad obtuvieran su certificado de estudios; y, sobre todo. de la laicidad de los
programas, corolario de la obligación, instituida por la misma ley y que se traduce en la práctica por la supresión
de la enseñanza del catecismo. Finalmente nos referimos a la laicidad de los locales escolares, prohibidos a los
ministros de los cultos por la ley de 1882, y a la del personal, decretada por la ley del 30 de octubre de 1886.
* En Historia de la enseñanza en Francia 1800-1967 (Histoire de L'enseignement en Frunce 1800-1967), Tatiana Sule (trad.), París, Armand Colin, 1968,
pp. 191-204, 268-269 y 278-282 [Traducción realizada con fines didácticos, no de lucro, para los alumnos de las escuelas normales].
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Todas esas medidas fueron objeto de largos y apasionados debates, aunque con altas miras y respeto
notables. Ya que los diferentes problemas se entrelazan, intentemos resumir la sustancia de las discusiones en
un orden lógico.

El debate ideológico.

Es obvio que el asunto de la Instrucción es capital para los republicanos y sería sencillo multiplicar las citas
convergentes. Pero ahí no está el meollo del debate, ninguno de los adversarios de Ferry se sitúa como
enemigo de la instrucción, ninguno retoma las tesis oscurantistas de un La Mennais. Sin duda, ese terreno no
les es propicio y se entiende que ellos lo rechacen. Sin embargo, las congregaciones femeninas habían hecho
mucho por el desarrollo de la instrucción desde hacía unos treinta años, y vemos, en otro terreno, a los
católicos intentar responder a la liga de la enseñanza mediante bibliotecas parroquiales. Ellos también se
manifiestan como partidarios de la instrucción, y pretenden -lo cual es cierto- que se desarrolle rápidamente en
el marco de la legislación existente, por lo cual no era necesario modificarla. A decir verdad, el centro del
debate no es el desarrollo de la instrucción, sino su constitución en servicio público.

Para justificarla, los republicanos se apoyan en tres ideas principales. En primer lugar, la igualdad entre los
niños: el argumento más fuerte a favor de la gratuidad total es el rechazo a las distinciones introducidas entre
los niños por la gratuidad parcial. Este argumento no tiene réplica, mientras que se puede discutir de buena fe
la eficacia de la gratuidad con respecto a la asistencia a la escuela. En efecto, entonces muchos pensaban que
los padres vigilaban más la asistencia de sus hijos a la escuela si la tenían que pagar. Las otras dos ideas que
animan los republicanos son solidarias: la afirmación de un derecho de los niños a la instrucción, al que
responde un deber del Estado. Desde este momento se fundamentan la obligación, la gratuidad y la laicidad.

Los conservadores rechazan incluso la gratuidad. Sus razones son múltiples; soslayemos el elogio del sacrificio
-"la familia es la escuela del sacrificio, declara Chesnelong en el Senado, déjenle lo que la eleva y lo que la
fortalece, lo que hace su grandeza moral y su eficacia social" (4/4/81, J.O., p. 587). No hablemos, aunque es
muy importante, de la competencia que las escuelas libres temen de las escuelas públicas gratuitas. En el cen-
tro de la posición conservadora encontramos que la educación es una obra de asistencia, de caridad, no un
derecho para los niños. En consecuencia puede ser objeto de un deber moral, no de una obligación jurídica.
Para el padre de familia, es un deber de conciencia dar a sus hijos el pan de la inteligencia como el del cuerpo,
pero ésa es su carga, y no de la colectividad. Volvemos a encontrar aquí la posición central, desarrollada
incansablemente, de los derechos del Estado y los del padre de familia; pero hay que apreciar bien que, para
los conservadores, la afirmación de los derechos del padre es solidaria con la de su deber, mientras que el
rechazo de una intromisión del Estado se apoya en la negación no solamente de sus derechos, sino también de
sus deberes.

Lo que domina el debate es la laicidad. Algunos habrían votado por la gratuidad si no hubieran vislumbrado, en
el futuro, a la escuela pública, laica, sin rival posible, ya que piensan que los padres no querrán pagar la escuela
dos veces, una como contribuyentes y la otra como fieles a la religión. Y ante la obligatoriedad, se rechaza
menos el principio que las modalidades concretas: lo que se quiere es poder escapar de la escuela laica. Tras
la gratuidad y la obligatoriedad lo que da miedo es la laicidad. ¿Cómo la justifican los republicanos?

El argumento decisivo no es el de respetar la voluntad del padre de familia por la instrucción religiosa. De
Broglie afirma en el Senado, sin ser desmentido, que el régimen en vigor, donde los protestantes son
dispensados del catecismo, no da lugar a ningún reclamo. Bastaría con acordar la misma dispensa a los hijos
de los ateos, ¿acaso no es el sistema que se practica en los liceos? Para respetar la libertad de conciencia de
los infantes, no es necesario suprimir la enseñanza del catecismo, basta con volverla optativa.

Ferry, que le responde con uno de sus mejores discursos, invoca la libertad de conciencia del maestro, que no
será respetada si debe hacer repetir un catecismo en el que no cree. Sobre todo, es imposible impedir que el
maestro "si es un profesor de religión, caiga bajo la dependencia del ministro de los cultos". Y no se trata
solamente de voluntad para poner término a una situación de hecho, anacrónica y mal tolerada; es la afirma-
ción de un principio, el de la secularización de la instrucción pública: nuestras instituciones, prosigue Ferry,
están fundadas en el principio de la secularización del Estado, y de los servicios públicos."La Instrucción
pública, que es el primero de los servicios públicos, tarde o temprano debe secularizarse como ha sucedido
desde 1789 con el gobiérnelas instituciones y las leyes" (Senado, IO/06/8l,J.O.,p.809).


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En principio, la secularización no es necesariamente hostil a la Iglesia. Ferry la presenta como una distribución
de competencias y de responsabilidades, una especie de "cada uno en lo suyo". Si se quiere evitar la guerra,
dice, se necesitan "buenas fronteras". Pero no puede evitar que adquiera un giro polémico.

En efecto, por una parte los católicos rechazan la laicidad categóricamente. El triunfo de la secularización no
puede, pues, ser más que su derrota. Fiel a la doctrina del Syllabus, el episcopado nombrado por Pío IX es
intransigente y el clero, cerrado por la lectura de El Universo* en la condena de lo moderno, así como los fieles
manejados por notables legitimistas,** no están dispuestos a una conciliación. La secularización, condenada
por los católicos, sólo puede hacerse sin ellos y contra ellos.

Los republicanos, por otra parte, agravan el carácter polémico de la secularización, dándole un contenido
positivo que rebasa la simple distribución de las competencias. Ellos no pueden admitir, en efecto, que los
católicos continúen educando en la condena al espíritu moderno y a los principios de 1789 a toda una parte de
la juventud. El catolicismo no es solamente una religión, es también, en esa época, una doctrina política y
social. Ahora bien, la unidad nacional no puede fundarse más que en la aceptación de los principios de 1789.
Ferry no lo disimula:

* El más influyente periódico católico de la época.
** Contrarios a la República y partidarios de la restauración de la monarquía de la dinastía Borbón.

Es importante para la seguridad del futuro que la superintendencia de las escuelas y la declaración de las doctrinas que ahí
se enseñan no pertenezcan a los prelados que han declarado que la Revolución Francesa es un deicidio. que han
proclamado, como el eminente prelado que tengo el honor de tener frente a mí lo hizo en Nantes, [...] que los principios de
89 son la negación del pecado original. (Cámara, 23/12/80,J.O.,p. 12 793).

Basta con esto, podemos verlo. Monseñor Freppel no disimula su oposición fundamental a los principios de
1789. Así ninguna conciliación era posible entre católicos y republicanos; ellos no estaban separados por una
diferencia de opinión de alguna manera técnica sobre el régimen político. El asunto es más profundo, el
desacuerdo tiene que ver con una filosofía.

El problema de la enseñanza de la moral permite apreciarlo bien. Los católicos niegan que se pueda concebir
una moral independiente de la religión. Algunos lo hacen de manera categórica: "sin la religión, la inmoralidad
causa estragos"; otros con más matices. El duque de Broglie, por ejemplo, admite la existencia de una moral
natural: la filosofía y la teología se lo enseñan; pero, sin la religión, esa moral "falla en la aplicación, y a fuerza
de debilitarse en la práctica, termina por desnaturalizarse en su principio". Semejantes afirmaciones reflejan,
por una parte, una experiencia del catolicismo en la cual las preocupaciones morales tenían un lugar
considerable. Pero, por otra, cualquier religión pretende ser una regla de vida y prescribe una moral.

En cambio, los republicanos sostienen la posibilidad, o mejor aún, la realidad de una moral autónoma. La
unanimidad, no obstante, no reina entre ellos cuando se trata de definirla. Sobre este punto, Ferry se
contradice: ya admite que no hay moral sin metafísica; ya, contra Jules Simón que en filosofía espiritualista
quiere explicitar sus fundamentos, afirma su autonomía en relación con cualquier filosofía. Cierto es que, como
demostró perfectamente L. Legrand, Ferry se forma una concepción positivista de la moral. La tesis que
defiende de una independencia fundamental de la moral, y de la inherente afectividad de sus raíces, es una
tesis positivista. Para él, la moral no es un especie de residuo social-mente útil y universalmente admisible de la
religión; basta con eso, no es una consecuencia de una metafísica de la razón o del individuo. Un discurso
pronunciado ante la logia Clément-amistad en 1876 es al respecto perfectamente explícita:

La moral es un hecho social que lleva en sí mismo su principio y su fin; y la moral social se vuelve así, por
encima de todo, un asunto de cultura, no sólo de la cultura que da la educación primaria o superior, sino de la
que resulta de las legislaciones bien hechas, y también de la práctica inteligente del espíritu de asociación (In.
L. Legrand, p. 245). La moral conduce así a una religión de la humanidad, y funda la unidad del cuerpo social.
Para Ferry, la secularización de la escuela y de la moral aspira a fundar sobre bases positivas, indiscutibles, la
unidad del espíritu nacional.

Se comprende entonces que subraye con insistencia la unidad de la moral:

La verdadera moral, la gran moral, la moral eterna, es la moral sin epíteto. La moral, gracias a Dios, en nuestra
sociedad francesa, después de tantos siglos de civilización, no tiene necesidad de definirse, la moral es más
grande cuando no se la define, es más grande sin epíteto (Senado, 2/7/81, J.O., p. I 003). Es "la buena vieja
moral de nuestros padres, la nuestra, la de ustedes, ya que sólo tenemos una" (Senado, IO/6/8l,J.O.,p.807).
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Pero esas afirmaciones no convencen. En efecto, otros republicanos oponen la moral cristiana y la moral laica.
Implícita en la crítica que un Lockroy dirige a los congregantes, incapaces de educar a la juventud porque son
solteros.Tolain afirma claramente esta oposición ante el Senado. Cuando los católicos escuchan a Corbon, por
ejemplo, desarrollar una concepción muy elevada de la moral, pero ciertamente opuesta a la moral "terrorista"
del catecismo, cuando lo ven reivindicar la dignidad humana, contra la caída del hombre, la penitencia y el
sacrificio, "nosotros quisiéramos que uno se presentara orgullosamente ante Dios como trabajador" (Senado,
2/6/81 J.O., p. 759), no pueden dejar de sentirse amenazados más profundamente que por una reivindicación
indecente. De modo que temen que la escuela sea no sólo neutra ante las creencias -Ferry prefería este
término al de laico- (Senado 11/6/81, J.O. p. 823), sino incluso hostil a sus principios políticos y sociales; temen
que se ataquen los propios valores de su vida personal.

Los republicanos se defienden y distinguen netamente la lucha antirreligiosa de la lucha anticlerical. La
distinción, que es usual, se encuentra tanto en P. Bert, como en Ferry o parlamentarios más oscuros. Pero no
siempre expresa convicciones idénticas. Para Ferry, y para numerosos juristas, ella traduce la distinción
fundamental del terreno público, donde la ley es soberana, y del terreno privado de las conciencias, que la ley
no tiene que conocer. Para otros, protestantes liberales como Buisson y Pécaut, ella se arraiga en la distinción
filosófica de la religión impulso del espíritu hacia el ideal, lo absoluto e instituciones eclesiásticas, por
consiguiente puede haber una religión sin iglesia. Otros, finalmente los radicales por ejemplo, consideran esta
distinción una forma vacía, ya que no ven lo que podría subsistir del catolicismo si renunciara a su voluntad de
dominación y a los medios que implicaba superstición, el misticismo y la sumisión ciega al clero.

La distinción entre religión y clericalismo no tranquiliza a los católicos. En primer lugar, se sienten implicados en
la lucha contra el clericalismo, y Ferry sigue siendo para ellos el hombre del artículo 7, no le han perdonado la
disolución de las congregaciones religiosas. Sin embargo, ellas se habían negado a ponerse en regla con la ley
y su actitud era la negación misma de los derechos de la sociedad civil. Pero, precisamente, los católicos se
consideran poseedores de la verdad al ser negados en esa materia. Tienen la impresión de que se les priva de
uno de sus derechos esenciales. Lo que sus adversarios denominan clericalismo es para ellos una pretensión
legítima. Por lo tanto, ningún acuerdo es posible: luchar contra el clericalismo es luchar contra su manera de
vivir la religión. Al igual que sus adversarios radicales, no imaginan que la fe sea posible fuera de una sociedad
donde la Iglesia tenga un estatus privilegiado. Es preciso ser un universitario católico y republicano.

Como Wallon o Beaussire, incluso un protestante como Ribot, para imaginar un catolicismo no clerical, lo que
Ribot llama en la Cámara "un catolicismo del sufragio universal" (23/ 12/80), y sostener que es el de la mayoría
de los católicos franceses. Pero esta doctrina, que acepta lealmente las instituciones secularizadas, les parece
herética a la mayor parte de los católicos que hablan y actúan como tales.

Por lo demás, los conservadores acusan a los republicanos de hipocresía, cuando éstos distinguen la religión
del clericalismo. Piensan que disimulan sus verdaderos objetivos y su distinción es habilidad táctica o prudencia
parlamentaria. Simulan que la culpa es del clericalismo; pero, de hecho, lo que quieren es la destrucción, tarde
o temprano, de la propia religión.

Tras este proceso de intención, el problema de la evolución ulterior de la escuela domina el debate.
Jules Ferry y la apuesta radical.

Indiscutiblemente. Jules Ferry da lugar a esta crítica. Librepensador, casado por lo civil, contaba con el
deterioro progresivo de la religión y no había ocultado sus convicciones. Por otra parte, no quería hipotecar el
futuro asignándole a la evolución de la enseñanza límites precisos: rechazaba así con obstinación introducir en
la ley los deberes hacia Dios que se mantenían en el programa de estudio. Era una posición vulnerable: yo no
quiero expulsar a Dios de la escuela, decía sustancialmente, y yo como ministro doy la prueba de que figura en
los programas de 1880.—¿Por qué entonces no meterlo en la ley? -le pregunta Jules Simón, espiritualista no
católico. Nosotros no dudamos de su sinceridad personal, pero los ministros se van: ¿puede usted responder
por sus sucesores? No. Por lo tanto nos toca a nosotros, los legisladores, fijar un límite a las iniciativas. A lo
cual Ferry responde que un gobierno tal como lo temen sus adversarios no se detendría por un texto de la ley.

El breve paso por la Instrucción Pública del gambettista* Paul Bert da consistencia a esos temores.
Efectivamente, ese fisiólogo era un materialista convencido, y mucho menos conciliador que Ferry. ¿Acaso
mañana no veremos en el poder a un radical como Barodet, Lockroy o Clemeceau? Ahora bien, ellos
mostraban intenciones muy diferentes de las de Ferry.


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Como legislador positivista, Ferry considera decisiva la cuestión de las instituciones. Una vez adquirida la
secularización, la religión se deteriorará por sí sola. Inútil hacer de la escuela una máquina de guerra contra
ella: los progresos de la instrucción actuarán con más seguridad y más profundamente que la propaganda
antirreligiosa. Por lo demás, la evolución de la era teológica, y luego metafísica, hacia la era positiva, es un
fenómeno de civilización que tomará tiempo, ya que afecta tanto a las costumbres como a las creencias.

* Partidario de León Gambetta, líder republicano más radical que Ferry.

Finalmente, y esto no es una idea liberal, es una idea positivista, Ferry no piensa que el gobierno de las almas
sea asunto del gobierno, sino de un tipo de magisterio moral e intelectual. De modo que le confiere a la
Universidad una especie de autonomía que le permite seguir o adelantarse a la evolución de las costumbres.
Quiere "poner el gobierno de los estudios en manos de los hombres de estudio", hacer de la Universidad un
"cuerpo vivo, organizado y libre". Es el significado de la reforma del Consejo Superior, compuesto en lo
sucesivo exclusivamente por universitarios, todos competentes, y la mayor parte electos por sus pares (ley del
27 de febrero de 1880). Ferry no quiere atar por adelantado las manos de esta autoridad intelectual y moral con
un texto de ley. Sin esa concepción positivista del papel de la Universidad, no se comprende que rechace con
tanta insistencia poner los deberes hacia Dios en la ley, mientras los inscribe en los programas del Consejo
Superior.

Los radicales tienen más prisa'M religión es para ellos un obstáculo al propio progreso que desea Ferry. Para
avanzar hay que destruirla y no conformarse con dejarla morir. Quieren forzar la evolución que Ferry prevé
natural. Así ni siquiera se ocupan de preservar las posibilidades de un apaciguamiento futuro. Ferry quiere
fundar una escuela lo suficientemente tolerante como para que los católicos de buena fe puedan aceptarla
cuando se hayan aplacado las cóleras de la ruptura institucional. Si insisten entonces en rechazarla, será su
error. Sus precauciones parecen inútiles a los radicales: ¿no es vano esperar esa coalición? Se trata de una
lucha sin cuartel:¿por qué no anticipar inmediatamente las consecuencias? Tal vez Ferry habría estado de
acuerdo si no se tratara del gran problema de la unidad nacional; él quiere dividir lo menos posible a la nación,
realizando lo indispensable. De modo que está listo para probar su buena voluntad. Los radicales, por su parte,
tienen que tomar revancha contra el clericalismo, ahora que el poder no pesa sobre ellos tienen que hacer
sentir a sus viejos adversarios que ya no son los amos. Así es como, en París, precipitan el retiro de los
crucifijos de las escuelas, sin esperar el voto de las leyes, y sin dar prueba de mucho respeto, tacto o
discreción.

Ahora bien, Ferry está obligado a contar con esa izquierda, ya que los republicanos del centro no son seguros.
En el asunto de los crucifijos de las escuelas de París, su correspondencia prueba que el prefecto Hérold, a
quien Reclus califica de sectario, no actuó de acuerdo con él. Interpelado al respecto en el Senado, que le niega
la confianza (diciembre de 1880), Ferry cubre a su subordinado. El incidente es significativo porque, obligado a
tener aliados, Ferry escoge a Hérold en lugar de Jules Simón.

El peso de los radicales y de los gambettistas es, en ciertos momentos, decisivo. Ferry, por ejemplo, proponía
que los ministros de los cultos que lo solicitaran pudieran ser autorizados, bajo ciertas condiciones, a impartir
enseñanza religiosa en los locales escolares fuera de las horas de clase. Dado que ese gesto de buena
voluntad no situaba en absoluto al maestro bajo la tutela del cura, Ferry permanecía fiel a su concepción
tolerante de la laicidad. La comisión, y Paul Bert, rechazan esta disposición, les basta con que las clases se
interrumpan el jueves para que los padres puedan hacer que sus hijos reciban enseñanza religiosa, fuera de los
locales escolares. Finalmente, la comisión admite la propuesta de Ferry, pero limitándola estrictamente al caso en
que la escuela y la iglesia estuvieran alejadas en dos kilómetros o más, lo cual le quitaba todo alcance práctico.
Las dos cláusulas -el principio, la limitación práctica- fueron separadas y la Cámara aprobó la primera para
rechazar enseguida la segunda por 250 votos contra 193. En el voto conjunto, se rechazó el artículo completo
por 220 votos contra 200; los radicales, hostiles a cualquier ingreso de un cura a la escuela, habían mezclado sus
votos con los de la derecha, siempre apegada a la instrucción religiosa obligatoria (23 de diciembre de 1880).

Los católicos, que rechazaban explícitamente la política del todo por el todo, retomaron en el Senado esta disposición
en forma de enmienda. Para defenderla, citan abundantemente al propio Ferry. Éste se desdice de sus propias
palabras y combate la enmienda, sabe que la Cámara no seguirá al Senado y quiere que el proyecto concluya
rápidamente. Pero el Senado, a solicitud de Jules Simón, introduce en el texto de la ley los "deberes hacia Dios y
hacia la patria", así como una disposición que autoriza a los curas a ir a la escuela una vez por semana, fuera de
las horas de clase, para dar el catecismo. La Cámara rechaza esas dos enmiendas; hay que esperar la renovación
parcial del senado para que éste se incline ante la Cámara de Diputados.

                                                                                                                   57
El interés de este debate -que excelentes historiadores como E. Reclus dejan en silencio- es que pone en
evidencia un problema capital. En efecto, una preocupación domina a los católicos, tanto a aquellos que rechazan
la secularización, como a los que la habrían aceptado, como Jouin, Beaussire o Wallon: ¿será posible hacer
cristianos a los alumnos de la escuela laica? Claro que se puede negar el problema, como hicieron los radicales, pero
era normal que los católicos se lo plantearan y su preocupación era legítima. La evolución histórica ha probado
que sus temores eran excesivos, pero en el momento en que ellos los formulaban, ninguna experiencia de la
laicidad permitía tranquilizarlos, era una aventura. Los patronazgos, las obras para escolares, no existían y nadie
les dijo que en la formación del sentimiento religioso la fe de los padres cuenta quizás más que la que ofrece la
escuela. Católicos y radicales están igualmente convencidos de la influencia decisiva de la escuela. Ahora bien, la
enseñanza, en la práctica, no puede ser totalmente neutra; los católicos lo dicen en la tribuna con convicción:
aun cuando el maestro no sea abiertamente hostil, ¿qué hará si el niño le plantea una pregunta sobre Dios? Si se
calla, ¿acaso no siembra la duda y el escepticismo? Si responde, ¿no se sale de la neutralidad? Cuando el niño
pida una explicación, "Con una palabra, un gesto o una sonrisa, ese maestro que no cree en nada, sin quererlo,
sin ni siquiera tener mala voluntad, hará llegar al alma del niño quién sabe qué aliento helado que paralizará los
esfuerzos de los padres y del cura", declara en el Senado M. Jouin, no obstante que era un republicano muy
antiguo, (3/6/81 J.O., p. 777) y veinte años más tarde, los radicales, preocupados por laicizar aún más la enseñanza
laica, desarrollarán el mismo tema: "Basta con un movimiento de cabeza..." dirá, por ejemplo, E. Lintilhac. En ambos
casos, se le atribuye a la escuela una influencia decisiva. Y quizás la cuestión de la laicidad ha perdido una parte
de su carácter crítico por el hecho mismo de que se ha reconocido, por experiencia, que la escuela no lo era todo.

Hacia una solución empírica.

En efecto, tal como estaba planteado teóricamente, este problema central era insoluble. Y la sabiduría de Ferry
consistió precisamente en rechazar el debate en el terreno de las ideas, para resolverlo en el de los hechos.
Los católicos, por otra parte, después de haber dudado entre el boicot a las leyes y la oposición a las
modalidades de aplicación que les parecían sectarias, optaron finalmente por esto último. La primera disputa de
los manuales nos proporciona la prueba de ello.

Los católicos estimaban que algunos manuales de instrucción cívica atacaban a la religión. Cuatro de ellos
fueron puestos en el Index y se produjeron algunos incidentes en ciertas escuelas donde se utilizaban. Ferry se
negó a la vez a aplicar sanciones demasiado graves y a prohibir esos manuales. En el plano de los principios,
retirarlos habría sido reconocerle de manera indirecta un derecho de control a la Iglesia, que la secularización
aspiraba precisamente a quitarle. En el plano de los hechos, esos manuales no eran verdaderamente sectarios.
El de Paul Bert, por ejemplo, decía a los niños que una vez que fueran adultos serían libres de ir o no a misa;
era enunciar el principio mismo de la libertad de conciencia y de culto, que la Iglesia rechazaba, pero que
cualquier Estado moderno profesaba.

La reacción católica no dejó de tener una consecuencia importante. Ferry -se lo había dicho a la Cámara-
estaba convencido de la necesidad de tratar con tino las susceptibilidades religiosas. Nada, en la ley, podía
prescribirlo, ya que era sobre todo una cuestión de tacto en la aplicación de los textos. Al menos era preciso
que los ejecutantes estuvieran igualmente persuadidos de esta necesidad. De ahí la célebre circular a los
maestros del 27 de noviembre de 1883, que, si bien expresa perfectamente el pensamiento de Ferry, no deja de
ser una concesión (su fecha tardía lo prueba) a los católicos, un gesto de apaciguamiento, la verdadera
conclusión de la disputa de los manuales. De un modo muy simple, Ferry propone a los maestros una regla
práctica:

Pregúntense si un padre de familia, uno solo, presente en su clase y que los esté oyendo, podría de buena fe
negar su consentimiento a lo que les escuchará decir. Si es así, absténganse de decírselo; si no, háblenle con
decisión. Por más empírica que haya sido, y precisamente porque lo era, esta regla era la única que podía
fundar una laicidad durable, desechando cualquier sectarismo.

La laicidad, no obstante, no se limita a los programas. En primer lugar, llega a los locales. Grave, por ser simbólica, la
cuestión del crucifijo en las escuelas recibe, por su parte, una solución completamente pragmática: la circular
del 2 de noviembre de 1882, dirigida a los prefectos -y no a las autoridades universitarias- pide no colocar
emblemas religiosos en los locales nuevos o renovados, y, en los otros casos, respetar el deseo de las
poblaciones.

Enseguida llega a los maestros. No era una consecuencia absolutamente necesaria del principio de la
secularización. Buisson, por ejemplo, distinguía claramente las pretensiones de las congregaciones, que rechazaba,
del derecho de los congregantes como ciudadanos iguales a los demás, que admitía. Si ellos se sometían a las
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autoridades universitarias y cumplían con las condiciones legales de capacidad, la ley haría una excepción
difícil de justificar prohibiéndoles el acceso a la función pública de enseñanza.

Sin embargo, precisamente los congregantes que enseñaban en las escuelas públicas estaban sometidos "a la
obligación del diploma", decretada por la ley del 16 de junio de 1881. Ahora bien, radicales y gambettistas
querían eliminarlos. La distinción de Buisson no les parecía viable, por ser demasiado jurídica. ¿En la práctica,
cómo pedirles a los religiosos que hicieran abstracción de sus convicciones? De este lado de la opinión, la
laicidad se había hecho para"expulsar a la religión de la escuela" (Lockroy, Chambre, 17/ 12/ 80J.O., p. 12 480),
mucho más que para establecer buenas fronteras entre el poder civil y el magisterio eclesiástico. No podían
dejar a sus adversarios en sus puestos. La ley del 30 octubre de 1886 obliga al gobierno -Jean Macé, en una
enmienda, proponía otorgarle simplemente la facultad- a remplazar a todos los maestros públicos congregantes
por laicos en un plazo de cinco años, y a las institutrices en la medida de que hubiera puestos vacantes.

En 1889, con el pago a los maestros por el estado, la secularización de la institución escolar había culminado.
Traducción histórica de un principio jurídico que es el mismo del Estado moderno, esta obra lleva la marca de
las circunstancias. El clericalismo de los representantes autorizados del catolicismo, su filosofía, que los
conducía a concepciones políticas inconciliables con la República, impedían realizarla de manera serena. Fue
pues el resultado de un combate violento y apasionado, en el cual tuvieron un peso decisivo los radicales y los
gambettistas, tan antirreligiosos como anticlericales. Tal como los textos que le dan forma, la laicidad no está
exenta de intenciones sectarias; ella aspira también a poner en dificultades la enseñanza de la religión. No
obstante, como verdadero hombre de Estado, Ferry supo asumir todas las dificultades de un combate inevitable
sin jamás perder de vista los principios liberales que lo justificaban. En el mismo momento en que dividía
profundamente a la opinión y se transformaba en jefe de partido, resistió bien tanto a las falsas conciliaciones
como a las medidas partidarias. El rigor del legislador, la preocupación positivista de asegurar la unidad del
espíritu público, la voluntad de conferir a la Universidad autónoma una verdadera rectoría intelectual y moral,
caracterizan la política de Ferry: ahí radica su grandeza y se asegura su permanencia.

De la coalición al régimen de la separación.
Coalición y espíritu nuevo.

La política anticlerical hace una pausa después del voto de las leyes fundamentales. Su paso al poder convence
a los gambettistas de las ventajas del concordato, y aplazan la separación de las Iglesias y del Estado. Entre
muchos de los republicanos prevalece el sentimiento de que se requiere un largo tiempo para que la escuela
laica sea parte de las costumbres. Evitar las disputas de detalles puede contribuir a ello. Pronto, el boulangis-
mo* les da otras preocupaciones. Finalmente a partir de 1890 se da lo que se denomina el nuevo espíritu. En el
poder, junto a los republicanos moderados como Ribot, se encuentran los ferrystas o gambettistas de antaño
que, sorprendidos por la fuerza relativa del catolicismo, en lo sucesivo cuentan con él. En el mismo momento,
León XIII estimula una política de "coalición" con las instituciones. Hay que reconocer que levanta muchas
protestas entre los católicos aún más "veuillotistas";** además, ello no implica ninguna aceptación de las leyes
laicas, explícitamente condenadas. Cabe agregar que los republicanos moderados creen percibir los primeros
signos de una evolución del catolicismo que permitiría al centro gobernar a media distancia del socialismo
creciente y de las monarquías debilitadas.

Por su parte, los católicos dieron prueba de su relativa debilidad. Ninguna elección les dio una mayoría; de
modo que se impone la prudencia, para no reanimar un fuego mal apagado. El justo sentimiento de la fuerza de
los laicos les aconseja sabiduría. Y el Vaticano estimula esta política: la nunciatura, a partir de monseñor
Ferrata, multiplica los consejos en ese sentido. Los católicos temen sobre todo a la separación del Estado, que
haría perder al clero los recursos que obtiene del concordato.*** Se establece entonces una especie de statu
quo , que resulta menos de un acuerdo que del equilibrio de las fuerzas.

La laicidad entra en las costumbres. Poco a poco se define una especie de modus vivendi, muy diferente según
las regiones. En Doubs, por ejemplo, donde las escuelas libres son raras, donde los maestros, a imagen de la
población, son aún bastante católicos -numerosos curas son hijos de maestros, como lo mostró en su tesis del
abate Huot-Pleuroux-, el crucifijo continúa en el muro, el maestro vive en buen entendimiento con el cura y las
leyes de 1881-82 cambian bastante poco las cosas. En regiones más descristianizadas, Loiret por ejemplo, la
laicización de la escuela satisface a la población y a los maestros, y se completa rápidamente, sin que los
incidentes sean numerosos. En regiones más divididas, como el Oeste católico o Aveyron, los pueblos se
dividen en dos: la escuela laica y la escuela congregacional tienen cada una sus seguidores, sus fiestas, sus
ritos. Pero, entre los dos campos, la guerra sigue siendo fría. Cada uno sabe lo que puede y lo que debe
permitirse, el maestro responde en su clase a las homilías del cura, sin que se rebase el intercambio de
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palabras. La laicización no siempre progresa muy rápido. En 1900, en Maine-et-Loire, los maestros públicos a
veces aún hacen recitar el catecismo y no todos los crucifijos desaparecen.


* Intento conservador de golpe de Estado militarista (N. del trad.).
** Ala extrema del catolicismo (N. del trad.).
*** Pacto establecido entre el Estado y el Papa durante el régimen de Napoleón I (N. del trad.).

"... que la mujer pertenezca a la ciencia o que pertenezca a la Iglesia"
¡ules Ferry, Discurso sobre la igualdad de educación (Salle Moliere, 10 de abril de 1870).

...Reclamar la igualdad de educación para todas las clases, sólo es cumplir con la mitad de la obra (...); esta
igualdad,(...) la reivindico para ambos sexos (...). La dificultad, el obstáculo aquí no está en los recursos
económicos, está en las costumbres; está más que cualquier cosa en un indebido sentimiento masculino. En el
mundo existen dos tipos de orgullo: el orgullo de la clase y el orgullo del sexo; este último mucho más malo,
mucho más persistente que el otro; ese orgullo masculino (...) está oculto en los pliegues más profundos de
nuestro corazón. Sí, señores, confesémonos; en el corazón de los mejores de nosotros, hay un sultán (muchas
risas). (...) Se trata verdaderamente de un rasgo del carácter francés, es un no sé qué de fatuidad que hasta los
más civilizados de nosotros llevamos dentro: digámoslo con franqueza. Es el orgullo del macho (risas).

Sé que más de alguna mujer me responderá, por su parte: ¿pero de qué sirven todos esos conocimientos, todo
ese saber, todos esos estudios? ¿Para qué? Yo podría responderle: para educar a sus hijos, y sería una buena
respuesta, pero como es trivial, prefiero decir: para educar a sus maridos (aplausos y risas).

La igualdad de educación, es la unidad reconstituida en la familia.

Hoy hay una barrera entre la mujer y el hombre, entre la esposa y el marido, lo cual provoca que muchos
matrimonios, armoniosos en apariencia, encubran las más profundas diferencias de opinión, de gustos, de
sentimientos; pero entonces, ya no es un verdadero matrimonio, ya que el verdadero matrimonio, señores, es el
de las almas. Y, bien, ¿díganme si es frecuente ese matrimonio de las almas?

Hoy hay una lucha sorda, pero persistente, entre la sociedad de antaño, el Antiguo Régimen con su edificio de
lamentos. de creencias, y de instituciones contrarias a la democracia moderna, y la sociedad que procede de la
Revolución Francesa. Hay entre nosotros un antiguo régimen que siempre persiste y en esa lucha -que es el
fondo mismo de la anarquía moderna- cuando el combate íntimo haya terminado, al mismo tiempo habrá
terminado la lucha política. Ahora bien, en este combate, la mujer no puede ser neutra; los optimistas, que no
quieren ver el fondo de las cosas, pueden figurarse que el papel de la mujer es nulo, que ella no tiene parte en
la batalla, pero no se dan cuenta del secreto y persistente apoyo que ella aporta a esta sociedad que se va y
que nosotros queremos expulsar sin retorno (aplausos).

(...) los obispos lo saben bien: aquel que domina a la mujer, lo tiene todo; en primer lugar porque tiene al hijo,
enseguida porque tiene al marido, no quizás al marido joven, llevado por la tempestad de las pasiones, sino al marido
fatigado o decepcionado por la vida (numerosos aplausos).

Por ello la Iglesia quiere retener a la mujer, por eso también es preciso que la democracia se la arrebate. Es
preciso que la democracia escoja, bajo pena de muerte; es preciso escoger, ciudadanos: que la mujer
pertenezca a la ciencia o que pertenezca a la Iglesia (repetidos aplausos). Fin del discurso.
Las concepciones y las prácticas pedagógicas [...]

La autonomía de la enseñanza primaria justifica la ambición de sus programas. En relación con las pequeñas
escuelas de principios del siglo XIX, que se asignaban modestamente como meta enseñar a leer, escribir y
contar, la escuela primaria de los Gréard y de los Buisson, sin renunciara este objetivo esencial, se propone
enseñar "todo el saber práctico" del que un hombre tiene necesidad durante su vida. Con un enfoque enciclo-
pédico, tiene mucha historia, geografía, ciencias prácticas, para hacer un campesino sagaz y un buen
ciudadano. Desde luego Gréard, retomando las instrucciones de 1887 y 1923, precisa al mismo tiempo que no
se trata de aprender todo lo que es posible saber sino solamente "lo que no está permitido ignorar". La ambición
no deja de ser desmesurada, y encuentra su origen en una sobreestimación del papel de la escuela y en la
convicción implícita de que más tarde no se aprende lo que ella no enseñó. De pronto los dos objetivos de la
enseñanza primaria,"utilitaria y educativa", para citar a P. Lapie, aunque en teoría conciliables, en la práctica
corren el riesgo de incomodarse mutuamente. Para satisfacer a la función práctica, los programas se vuelven
más pesados y los maestros pierden en parte la libertad y la iniciativa que requiere la educación.
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En el siglo XX, sin embargo, se perfila una evolución. Aumenta el número de niños que prosiguen sus estudios
en la enseñanza primaria superior o secundaria. El "curso superior" se vuelve así una "clase de fin de estudios",
especializada en los niños que alcanzan los trece años para hacer cualquier cosa. Se concibe que esta clase
plantea problemas, y hacia ella se dirigen las instrucciones de 1938 y 1947, para acentuar su carácter práctico.
Pero todavía ningún texto ha logrado quitar de los programas del curso elemental y medio los elementos que la
prolongación de la escolaridad vuelve superfluos en ese nivel.

En los métodos, en fin, la continuidad es aún más asombrosa. La doctrina de la enseñanza primaria es, en
efecto, de una perfecta claridad. En un principio se trata de un proceder intuitivo; debe partir de objetos
sensibles, hacer que los niños los vean y los toquen, desprendan evidencias y se remonten poco a poco a los
principios, comparando y generalizando. Desde este punto de vista, la lección de las cosas, ejercicio de
observación, incluso de experimentación científica, recibe un estatuto ejemplar; aunque la enseñanza de todo lo
demás debe imitar su método. Para que los niños capten los números, por ejemplo, es preciso en primer lugar
presentar colecciones concretas de objetos.

En segundo lugar, se trata de un método activo, "que hace un llamado constante al esfuerzo del alumno que lo
liga al maestro en la búsqueda de la verdad". Método "tan clásico'V'tan arraigado en nuestras costumbres", dice
Paul Lapie. que no lo reconocemos cuando nos viene del extranjero; se nos ha vuelto "tan natural", que lo
practicamos sin saberlo. Estas afirmaciones de las instrucciones oficiales sorprenden, pues la imagen tra-
dicional que de sí misma da la enseñanza primaria es muy diferente; los métodos activos aparecen como una
novedad, defendida y propagada por una minoría de partidarios, convencidos, claro está. Todavía con
frecuencia, esos maestros son expulsados de la escuela pública que los persigue: así desplazan al futuro
diputado Raffin Dugens y lo envían a 100 km del lugar donde habita su mujer; e inmediatamente después de la
primera guerra, Célestin Freinet deja la enseñanza pública para poder aplicar en libertad métodos que son
precisamente los que recomiendan las instrucciones oficiales. ¿Cómo entonces explicar esa aparente
contradicción de la doctrina pedagógica y de la práctica?

La práctica pedagógica.

Verifiquemos en primer lugar la realidad de esta contradicción. Si bien la doctrina es clara, en efecto, la práctica
lo es menos, demasiado multiforme como para dejarse reducir a esquemas absolutos. Claro está que hay
maestros fieles a la pedagogía de las instrucciones. Sin embargo, parece que la gran mayoría de los maestros
practica bastante poco ese método intuitivo y activo. El caso de la lección de las cosas, cuyo valor ejemplar es
conocido, resulta significativo: las instrucciones vuelven a la carga sin cesar. "Con mucha frecuencia, las
lecciones de cosas se reducen al estudio de un manual o de un resumen; los alumnos sólo retienen palabras
vacías de sentido para ellos. De modo que ejercicios que podrían contribuir fuertemente a la formación
intelectual de los niños, no tienen valor e incluso son perjudiciales" (instrucciones de 1945). Esta firme
advertencia no tendría ningún sentido si la pedagogía de las instrucciones hubiera penetrado en la práctica; no
cabe duda que la lección de las cosas ha permanecido generalmente, como nos la describe un libro de lectura
de 1880, como un ejercicio de atención y de memoria más que de observación. La práctica contradice la
doctrina.

Por lo demás, la propia doctrina no deja de tener contradicciones. Por un lado presenta al niño como un espíritu
naturalmente dotado de buen sentido y de inteligencia, al cual basta despertar. Dentro de esta tradición
optimista, que es la del siglo XVIII y de la Revolución, se debe tener confianza en los niños. No obstante, las
instrucciones titubean inmediatamente: ¡los niños olvidan tan rápido! Son tierras vírgenes a las que hay que
desbrozar con gran esfuerzo. Algunas líneas después de haber solicitado evitar a los niños el disgusto de lo ya
visto, Paul Lapie usa el vocabulario militar: "sólo se harán nuevas conquistas si estamos seguros de tener
seguro el terreno ya conquistado". La desconfianza sucede aquí al optimismo, y la práctica pedagógica refleja
estas contradicciones: ella yuxtapone la intuición de los números con las tablas de sumar, la observación efectiva de una
cosa con el aprendizaje de memoria del resumen de la lección de cosas, el análisis gramatical con memorización
de listas de excepciones o de reglas de convención.

Por otra parte, varias causas favorecen la pedagogía de la desconfianza. En primer lugar, los Buisson y los Ferry
entregaron a instituciones tradicionales y jerárquicas -las escuelas normales y la inspección la tarea de difundir
una pedagogía innovadora. Así la tradición del magister con palmeta para castigar se había prolongado, aun
cuando la palmeta hubiera desaparecido. Solamente se podía reclutar a los inspectores entre maestros
experimentados; inevitablemente, ellos erigieron su práctica en regla para los principiantes, y se necesitaron
décadas para que los brazos se descruzaran y los rangos se flexibilizaran. Ciertamente que se trataba de laicos.
Sin embargo, y L Legrand lo notó de manera muy penetrante, el positivismo les permite conservar los mismos
                                                                                                               61
métodos que las congregaciones, conformándose con cambiar el objetivo explícito. Como en la pedagogía de
los religiosos, la enseñanza se define en función del adulto por formar, no del niño por desarrollar. Ese adulto es
en lo sucesivo ciudadano libre de una democracia, pero es un adulto, y la escuela se define a partir de esas
exigencias sociales. Mientras que la nueva pedagogía -cuyos partidarios son al mismo tiempo opositores
declarados del sistema social- da confianza al impulso vital, a la espontaneidad infantil y se preocupa por la
felicidad de los alumnos, la pedagogía positivista se preocupa por elevar al niño mediante una pedagogía del
esfuerzo, cuya única motivación es el deseo de crecer hasta el nivel del positivismo adulto. De ahí la relevancia
de la lengua escrita sobre la lengua hablada, del texto de autor sobre el texto libre, del análisis racional sobre el
sondeo experimental. Al exaltar la cultura formal y el esfuerzo, esta pedagogía "prolonga a fondo la tradición
clerical" (L. Legrand). Por su laicismo y su amor a la razón, los cuadros encargados de la enseñanza primaria
innovaban; sin embargo, la pedagogía a la que estaban habituados sobrevivía. Los republicanos consideran
como meta de la escuela al adulto positivo, no ya al adulto creyente. Pero no consideran al niño.

La pedagogía de la desconfianza es por otra parte la que más tranquiliza a los maestros. Hay que asumir que una clase
es una reunión de niños difícil de conducir. El maestro debuta con frecuencia en una escuela de pueblo donde ve
que le confían varias generaciones. Mientras se ocupa de un grupo de alumnos, ¿qué hacer con los otros? O
bien acepta el riesgo mayor del tumulto, constituyendo grupos de trabajo, con necesidades animadas por un
adulto. o bien tiene tranquilos a los alumnos dándoles deberes y lecciones, ejercicios silenciosos y corrección
rápida. En el primer caso, uno escapa rápidamente de la pedagogía autoritaria. es por ello que excelentes
pedagogos se niegan a irse a las ciudades, donde la presión de sus colegas y la autoridad del director les
prohibiría tales métodos. Pero la segunda solución, más segura, es la más frecuente y corresponde al
dogmatismo natural del adulto docente. Por otra parte, el marco escolar difícil de adaptar y ruidoso, como la
ausencia de materiales accesibles a los niños, casi no favorecen una pedagogía de la confianza, que contraría
a los padres. En cambio, ¿qué se le puede reprochar a una lección que sigue el manual o se inspira en los
Consejos de tal o cual inspector? Ahora bien, la emulación que reina entre los autores infla los manuales de
detalles inútiles pero que pesan y los programas de por sí enciclopédicos reciben un interpretación agobiante: la
única salida es la mnemotecnia.

Lo pesado de los programas y de los manuales no es lo único en tela de juicio: su soberbia ignorancia de la edad
de los niños impone a los maestros "machacar". Una encuesta con 10 000 alumnos de los cursos elementales
mostró que un problema en apariencia tan simple como: "Jacques tiene 7 estampas, Paul, 12. Cuántas más
tiene Paul que Jacques?", no lo resuelve la mitad de los alumnos de 7-8 años, y que incluso más de un cuarto
de 8-9 años tampoco lo logran. Es que a esta edad el razonamiento de la sustracción aún no se puede asimilar.
De ahí que sea imposible tener confianza en la inteligencia de los niños, puesto que se les pregunta
precisamente algo que los rebasa. No hay más que recurrir a mecanizaciones, es decir automatizaciones, pero
¿a qué precio? Casi todas las nociones de cálculo figuran en los programas franceses uno o dos años antes
que en los programas extranjeros, lo mismo sucede con la gramática. El arquetipo de esta pedagogía podría ser
la escuela maternal de 1880, ¡que se esforzaba por enseñar a leer a niños que todavía no sabían hablar! Donde
la inteligencia no ha madurado, no se puede contar más que con el hábito y la memoria. Al exigir demasiado y
demasiado temprano, la enseñanza elemental se condenaba a transformar la educación en adiestramiento.

En consecuencia, la evolución pedagógica es muy limitada. Sobre la trama de programas inmutables, cambian
detalles. La imagen, por ejemplo, invade los libros escolares comenzando por los de geografía, y los de
lecciones de cosas -¡manuales de cosas! Al negro lo sucede el color, hacia 1920. La observación de las
imágenes del libro se vuelve una de las recetas pedagógicas eficaces, pero no se trata de una revolución.

No obstante, existe una excepción donde triunfan las ideas modernas: los libros de lectura. Hacia 1870, la
lectura moralizante se había transformado en lectura instructiva -laicización de una tradición orientada hacia el
adulto por "educar". Esta concepción no desaparece, sino que regresa y se acantona en el curso medio y
superior. En el curso elemental, se descubre que los niños leen mejor lo que les interesados cuentos por
ejemplo. Pero ¿cómo hablar de las hadas, mientras se proscribe lo maravilloso cristiano? Al término de un
amplio debate, el racionalismo positivista triunfa. Perrault "laicizado", los cuentos sin hadas invaden las clases:
La pequeña vendedora de fósforos, La cabra del señor Seguin y La caperucita roja adquieren así derecho de
ciudadanía a principios del siglo XX.

Pese a esta concesión parcial a la psicología infantil, la escuela elemental sigue estando dominada por la
preocupación de formar adultos para una sociedad rural, comerciante, ahorradora -¡oh problemas de intereses
compuestos!- y democrática. Por ahí, aparenta ser una escuela "seria", mientras que la escuela maternal
renuncia a esas preocupaciones y adopta del todo otros métodos.

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Unidad y diversidad de la enseñanza secundaria*
Antoine Prost.

En realidad la enseñanza secundaria del siglo XIX yuxtaponía dos formaciones muy diferentes, aunque ambas
adaptadas; por una parte, las humanidades clásicas se bastaban a sí mismas o conducían a los estudios
jurídicos; por otra, las clases preparatorias acogían a los aspirantes en las escuelas de gobierno. Al margen, en
un tiempo más corto, la enseñanza especial preparaba para las profesiones industriales y comerciales.

Aproximadamente a partir de 1880 este sistema sufre una crisis por causas múltiples. La enseñanza clásica es
la más afectada; desde entonces ya no existe el término de estudios literarios, porque existe una enseñanza
superior y su misión es preparar para obtenerla. Además, se pone en duda su valor intrínseco:¿sigue siendo
conveniente para la formación de las clases dirigentes? ¿Puede alguien llamarse culto e ignorar todo lo que se
refiere a las ciencias en pleno desarrollo, a las instituciones y a las lenguas extranjeras? Al mismo tiempo se
complican su función universitaria y su función social; los horizontes del hombre íntegro -que tiene una visión
clara y a quien nada de lo humano le es ajeno- se amplían. De ahí la crisis de las humanidades clásicas.

Así, entre 1880 y 1902 se entabla una larga discusión, que ya había comenzado en 1872 con J. Simón y M.
Breál, sobre las humanidades clásicas y la enseñanza secundaria. Ésta se alimenta de una abundante y, con
frecuencia, notable literatura pedagógica; los poderes públicos contribuyen a ello con estudios muy serios,
como la encuesta de 1885 en las escuelas; otra en 1888 entre los rectores; los trabajos de la comisión
nombrada en 1888, presidida por J. Simón; y los trabajos de la comisión de investigación parlamentaria
presidida por A. Ribot en 1899. Todos estos documentos, por su amplitud y calidad, dan testimonio de la
importancia de esa discusión. Por último, la enseñanza superior que ahora forma a los profesores de
secundaria y por esto influye en su evolución pedagógica, interviene con autoridad en la controversia.

En consecuencia, es comprensible que se elabore una nueva pedagogía que defina la enseñanza secundaria
como tal. Su profunda unidad tiene fundamentos, sin que ello excluya su diversidad interna. La enseñanza
científica y la enseñanza especial, ya modernizada, se integran estrechamente a la secundaria y en 1902
constituyen su estructura casi definitiva. Lejos de desaparecer, las humanidades clásicas, centro del debate,
conservan su primacía tradicional gracias a nuevas justificaciones. Finalmente, la enseñanza femenina, tras una
fase de desarrollo original y autónomo, para 1925 se basa totalmente en la unidad del ciclo secundario. Para
quebrantar este edificio coherente, pero no monolítico, se precisará un crecimiento masivo del número de
alumnos, consecuencia de la gratuidad (1930). Entonces los problemas cambian de naturaleza, pero son los
mismos a los que nos enfrentamos hoy.

* En Historia de la enseñanza en Francia 1800-1967 (Histoire de l'enseignement en France 1800-1967), Tatiana Sule (trad.), París, Armand Colín, 1968, pp.
245-257 y 261-271. [Traducción de la SEP con fines académicos, no de lucro, para los alumnos de las escuelas normales]


Nueva pedagogía y estructura de la enseñanza clásica.
La nueva pedagogía.

Lo esencial de la reforma de la enseñanza de 1880 a 1902 lo constituye la elaboración de una nueva
pedagogía; pero no se puede tomar ninguna medida importante, si no va acompañada por un texto que la
precise. Después de la vana circular de 1872, lo que define el espíritu de los nuevos programas es una nota de
1880, bastante breve, redactada por E. Zévort y E. Manuel. En 1890, copiosos señalamientos provenientes de
los informes de la Comisión J. Simón desarrollan la filosofía de la nueva pedagogía. Finalmente, después de la
reforma de 1902, la inspección general redacta señalamientos oficiales "más escolares" desde el punto de vista
técnico. Sin embargo, todos estos textos se inscriben en la misma dirección evolutiva. Mientras que los
ejercicios de la antigua pedagogía se van quedando atrás, la nueva va tomando cuerpo.

Los reformadores hacían fundamentalmente dos reproches a la antigua pedagogía; por una parte, la excesiva
importancia concedida a la memoria sobre la inteligencia y, por otra, su enorme apego al manejo de las
palabras y no al análisis de los hechos o a la reflexión. El tema "de las reglas" y el discurso, mecánicos o
verbales, en las lenguas latín o francés, ocupaban en la memoria un lugar característico,y sus defensores los
justificaban precisamente como ejercicios de memoria que no requerían un esfuerzo de inteligencia.

La reforma de 1880, sin duda más importante por otros aspectos, marca un sensible retroceso a la antigua
pedagogía. La composición en latín desaparece del bachillerato y el discurso en esa misma lengua se suprime
del examen general. Los versos latinos se vuelven optativos, y se pone mayor acento en la traducción directa
en detrimento de la traducción inversa. Según precisa la nota del 12 de agosto, se trata de ir del ejemplo a la
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regla, de la lengua a la gramática y no a la inversa. La traducción directa también se puede volver un ejercicio
mecánico, para evitarlo se advierte contra el abuso del procedimiento de "palabra por palabra" y el uso
inmoderado del diccionario. La composición en francés, que reemplaza a la composición en latín en el
bachillerato. se separa del discurso:"se evitará el abuso de las materias (dictadas) que favorecen las
ampliaciones estériles y se habituará al alumno a encontrar las ideas principales en sus composiciones".

Los señalamientos de 1890 y de 1902 a 191 I retoman los mismos consejos. En 19021a composición en latín
desaparece del programa; el propio término de retórica se borra de las denominaciones oficiales. Comienza el
reinado de la disertación. Al principio, la introducción de “una composición francés” en el bachillerato tenía a los
profesores perplejos, porque no sabían qué tema impartir. Poco a poco se van imponiendo los temas de historia
literaria, incluso cuando la historia literaria ni siquiera era aceptada; los programas de 1890 le otorgan 15 horas
en segunda y en primera1; las instrucciones de 1902 condenan el curso dogmático y continuo de literatura y el
compendio que permite hablar de autores que se desconocen; proscriben los temas ambiciosos, que repre-
sentan una oportunidad para la "mentira" intelectual. El propio G. Lanson afirma que la historia literaria/'asunto
de la enseñanza superior", es "un azote" en la enseñanza secundaria. Sin embargo, desde 1895 en el examen
de bachillerato se piden temas ules como -y no estamos tomando ejemplos caricaturescos-"comparar a Pascal,
La Bruyére y La Rochefoucauld''mostrar la superioridad de la prosa sobre la poesía en literatura francesa del
siglo XIX y explicar las razones","el Renacimiento ¿fue nocivo para el desarrollo espontáneo de la literatura
francesa?". El gran número de autores del programa multiplica los temas posibles del examen de bachillerato y
condena a los profesores a ser superficiales. Así, la retórica no desaparece por completo y con frecuencia la
composición en francés sigue siendo el arte de estructurar las ideas recibidas. No obstante su ideal es muy
diferente, y su práctica se da en las clases, cuando se utiliza una disertación para concluir el estudio serio de
una obra. Se trata de reflexionar sobre un tema literario, extraer y organizar sus ideas generales. Es una
mutación pedagógica, del discurso a la disertación, el plan prevalece sobre el estilo, la crítica reemplaza a la
retórica.

De esta manera se afirma uno de los rasgos fundamentales de la nueva pedagogía, una voluntad de sumisión a
lo real. C. Falcucci, en su tesis de 1939 a la que tanto le debemos, lo subraya al repetir la fórmula de J. Ferry a
propósito de la reforma de 1880:"la lección de las cosas como base de todo". Se pretende una trayectoria más
empírica que racional -en estos términos se formula en 1890 la oposición en relación con las lenguas muertas.
Es preciso ejercitar la mente en contacto con las realidades. De ahí la importancia ejemplar del método
experimental, al cual Durkheim otorga un lugar privilegiado en su curso de 1904. Por lo demás, las instrucciones
de 1902 insisten en el aspecto experimental de la física y de la geometría, y la misma preocupación explica la
considerable importancia que se les otorga a las ciencias naturales en la primaria, en detrimento del cálculo.

Esta pedagogía empírica conduce a privilegiar la explicación de los textos en la enseñanza literaria, preliminar
lógico de cualquier disertación. "Lo que nos corresponde propiamente, dicen los señalamientos de 1890, es la
lectura y la explicación de los textos: ahí está el fondo y la vida misma de la enseñanza secundaria". Y aún más:
"el centro de gravedad de la enseñanza secundaria está en la explicación". No nos sorprendamos, la
explicación da la espalda al comentario puramente gramatical o de admiración. Se vincula más con las ideas y
los sentimientos que con las palabras y los giros. Aspira a que se reflexione sobre la naturaleza moral del
hombre; es una "verdadera lección de cosas morales profesada por escritores geniales".
1
  Actualmente, la enseñanza en Francia está dividida de la siguiente manera: enseñanza preescolar (de los 3 a los 6 años); enseñanza primaria (curso
preparatorio, curso elemental I, curso elementa] II, curso medio I, curso medio II); enseñanza secundaria, 1er ciclo, colegio (6a, 5a, 4a, 3a); enseñanza
secundaria, 2o ciclo, liceo (segunda, primera, terminal); título de bachiller (examen de bachillerato). N. de la trad.

En este nivel ya aparece un nuevo formalismo. Claro está que la explicación vuelve la espalda al formalismo
retórico y no aspira a constituir una colección de giros... Pero poco importa que sea sobre Platón, Goethe o
Corneille, el objetivo no es conocer a esos autores, sino aprender a leer y a reflexionar sobre el hombre. El
contenido de los estudios cuenta menos que el análisis profundo que de ellos deriva y los ejercicios escolares
deben considerarse sólo como tales, independientemente de los conocimientos que parecen querer transmitir.

Este razonamiento permite justificar la enseñanza de las lenguas antiguas. Las instrucciones de 1890 son
claras: "no se trata de crear latinistas o helenistas profesionales. Simplemente, lo que se pide es que el latín y
el griego, por su parte, contribuyan a la formación general del intelecto" (Falcucci, p. 415). Lo que interesa no es
saber si los bachilleres son muy buenos en latín, sino si ejercitaron su inteligencia y aprovecharon el manejo de
un método. Es indudable que una buena formación de la inteligencia resulta de la práctica de la traducción
directa del latín, aún cuando no conduzca a un entendimiento real del mismo; lo que cuenta no es el resultado,
es el proceso. De igual manera, no se preguntan si el razonamiento que la traducción del latín puede convertir
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en hábito, es claramente aquel que necesitarán los comerciantes y los industriales; la inteligencia es
fundamentalmente una y ciertos ejercicios no tienen rivales. Sea cual fuere el juicio sobre su contenido, las
lenguas antiguas se encuentran destinadas a constituir un ejercicio irremplazable.

Esta pedagogía, que era entonces nueva, que definen tanto el método experimental como la explicación de
textos, la disertación y la traducción directa, no ha dejado de inspirar a nuestra enseñanza secundaria, y más
de un discurso de entrega de premios desarrolla aún hoy sus temas fundamentales. En 1939, C. Falcucci
encuentra acentos simpáticos para comentar los señalamientos de 1890; le parecen profundamente justos. En
la primera mitad del siglo.se establece un consenso pedagógico que prueba el inmenso éxito de la ocurrencia
de Edouard Herriot "la cultura es la que queda cuando se ha olvidado todo". En efecto, por su indiferencia a los
contenidos de la enseñanza, este método vacío definía una cultura verdaderamente general.

Además, esta pedagogía explica la evolución de la enseñanza secundaria. En primer lugar, salva a las
humanidades clásicas que logran conservar su antigua primacía. Permite una diversificación interna de la
enseñanza mediante los contenidos, respetando la unidad fundamental de los métodos. Por último, amplía la
empresa de la enseñanza secundaria; la cultura que pretende dispensar es en efecto lo suficientemente
general a partir de ahora como para exigírsela a todos los alumnos, incluso a los candidatos a las escuelas
especiales. Estas tres consecuencias son claramente visibles en la sucesión de las reformas que modifican la
estructura de la enseñanza secundaria, al mismo tiempo que precisan su pedagogía.

La estructura de la enseñanza secundaria (1880-1902).

En 1880, además de la enseñanza especial de la cual hablaremos más adelante, existían de hecho dos
enseñanzas secundarias; por una parte, una enseñanza literaria cuya sanción normal era el bachillerato en
letras dividido en dos partes a partir de 1874; por otra, las clases "preparatorias" para las grandes escuelas,
adonde se entraba después de 3a o 2a y que conducían o no al bachillerato en ciencias, fundado en 1852 por
Fortoul. De modo que la bifurcación no había desaparecido y, así como hemos intentado mostrarlo, la cultura
general no era más que la cultura especial de los notables.

Con un curioso silencio, los reformadores dejan de lado la enseñanza científica, para tomarla contra las
humanidades tradicionales. Se les hacen dos reproches muy diferentes. Por un lado, los partidarios de un
humanismo moderno discuten radicalmente su adaptación a las necesidades de la época. ¿Cómo decirse culto
e ignorar todo acerca de los progresos recientes de la erudición y de la ciencia? Es preciso recortar los progra-
mas y dar lugar a disciplinas modernas. Otras críticas, más moderadas, las formula "un partido joven, ardiente,
decidido que demanda que se desechen las antiguas rutinas y que se inauguren resueltamente métodos
modernos" (G. Boissier). Son partidarios de las humanidades grecolatinas, pero rechazan la antigua pedagogía.
En la disputa de los "antiguos" y los "modernos", ocupan una posición intermedia: son "antiguos", pero
reformistas. Denunciados por todo un partido conservador, salvan a las humanidades clásicas porque realizan
las reformas necesarias a tiempo.

La reforma de 1880 (disposición del 2 de agosto) es el resultado de un compromiso entre esas dos tendencias
desigualmente innovadoras. A los modernos les aporta nuevos programas y horarios. El latín y el griego pierden
dos años, comenzando respectivamente en 6a y 4a. El francés, las lenguas vivas, la historia y las ciencias
adquieren mayor importancia. De hecho esta victoria de los modernos sigue siendo limitada, las lenguas
antiguas aún ocupan la tercera parte del horario de clases propiamente secundarias, por lo cual. Ferry en su
discurso para el examen general, puede afirmar con razón que: "las lenguas antiguas conservan aún su antigua
primacía. Pero... su estudio se ha podido diferir y concentrar a la vez" (C. Falcucci, p. 347).

A los partidarios de una nueva pedagogía, la reforma les aportaba satisfacciones más sustanciales. En su nota
del 12 de agosto, E. Zévort y E. Manuel retomaban las principales ideas de los innovadores y postulaban
precisamente su pedagogía. Ferry no se equivocó cuando más tarde declaró que lo esencial en la reforma de
1880 no habían sido los programas sino los métodos.

Sin embargo, los programas eran demasiado pesados. Como signo inequívoco de esa sobrecarga, por primera
vez aparecían los cuadros que precisaban exactamente el horario de cada disciplina. Esa aritmética laboriosa
no satisfacía a nadie y muy pronto se asumió que debía revisarse el compromiso de 1880. Esto se llevó a cabo
por primera vez en 1884 (circular del 13 de septiembre sobre los horarios, plan de estudios del 22 de enero de
1885) y luego en 1890 (disposiciones del 28 de enero sobre los programas y del 12 de junio sobre el empleo
del tiempo). En cada ocasión las reducciones tienen que ver con las materias que se habían beneficiado con la
reforma de 1880. En 1884, la enseñanza del griego recupera lugar en 5a, las ciencias, las lenguas vivas, la
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historia y el francés pierden 18 horas. En 1890, desaparecen las mismas disciplinas, con excepción del francés.
El cuadro siguiente, tomado de la tesis de C. Falcucci (p. 41 I), resume esa relativa restauración de las lenguas
antiguas:


                                         1880               1885                         1890                             diferencia
                                                                                                                          1980/1880


      Francés......................      21                  17                            18                                 -3
      Latín y griego...........          59                  59                            59                                  0
      Lenguas vivas...........           18                  15                            10                                 -8
      Historia y geografía..             24                  20                            171/2                              -63/4
      Ciencias....................       28                  13                            161/2                             -111/2
      Dibujo.......................      14                  14                            10                                 -4
      Filosofía....................      8                    8                            63/4                               -11/4


      total...........................   172               154                             1371/2                            -341/2


Nota: Las cifras indicadas resultan de la suma de los horarios semanales en las clases secundarias (3 hrs. en 6° + 3 hrs. en 5o + 3 hrs. en 4o;
etcétera = 18).

Aquí se aprecia con claridad que el latín y el griego fueron los principales beneficiarios de las reformas de 1884
y 1890.

No obstante, en 1890 la idea de una cultura general es ya lo suficientemente precisa para intentar un paso
hacia la unificación de la enseñanza secundaria. El decreto y la disposición del 8 de agosto modifican el
bachillerato. Además de algunas medidas de detalle que denotan la evolución pedagógica, tales como la
notación de 0 a 20 y la aparición del libro escolar aún optativo, esta reforma suprime la distinción de los dos
bachilleratos, en letras y en ciencias. Ya no hay más que un solo bachillerato en la enseñanza secundaria. La
primera parte es común para todos los alumnos, la segunda se divide en dos secciones: la filosófica y la
matemática. La bifurcación de las secciones literarias y científicas se traslada al final de la primera parte,
imponiendo a estas últimas las humanidades, que con frecuencia se descuidaban, si no se hubieran dejado
subsistir paralelamente las clases "preparatorias". M. Berthelot no deja de subrayar este hecho, en los famosos
artículos de la Revive des Deux Mondes, donde aboga por la necesidad de una sección científica, sección que
en realidad ya existía. En 1890, en los liceos de provincia, I 265 alumnos entran a las clases "preparatorias" de
matemáticas elementales, en comparación con I18 que salen de retórica y 189 de filosofía. En Saint Cyr, en
clase de preparación se aprecia el mismo fenómeno; 479 alumnos vienen de las clases "preparatorias", 52 de
retórica y 207 de filosofía. Y para concluir:"la gran mayoría de los alumnos que quieren concursar para las
escuelas de gobierno, hacia el final de sus estudios escapan de los cuadros de la enseñanza clásica" (La
Revue des deux Mondes, 15 de marzo de 1891, p. 362).

En 1902 la unidad de la enseñanza secundaria encuentra su forma contemporánea.2 En efecto, ya era obvio
que las letras antiguas, en su integridad. no eran compatibles con las exigencias de los exámenes de admisión
de los centros universitarios. Se les podía pedir a los candidatos más cultura general, pero no precisamente la
cultura general de las secciones literarias. De ahí la idea de una sección latín-ciencias. Para la unidad de la
enseñanza secundaria, el sacrificio necesario se le pedía al griego, lo cual era natural dentro de la lógica de una
pedagogía indiferente a los contenidos de enseñanza y preocupada ante todo por encontrar ejercicios formales
de inteligencia. Al griego tal vez lo habría podido salvar su literatura, pero al latín lo salvó su sintaxis.

A partir de ese momento, se pueden definir las tres grandes secciones de la enseñanza secundaria. Después
de un primer ciclo clásico, donde el griego se introduce en forma optativa en 4 a y 3a,se distinguen tres secciones
en 2a; una sección latín-griego (A), una sección latín-lenguas B) y una sección latín-ciencias (C). Se agrega una
cuarta, moderna o lenguas-ciencias (D), que sigue a un primer ciclo sin latín. Sin embargo, la enseñanza
secundaria proviene de una larga evolución, la de la enseñanza especial.




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De la enseñanza especial a la enseñanza moderna.
La enseñanza especial en 1880.

Las humanidades clásicas no eran muy convenientes para aquellos niños cuyos padres los destinaban a la
agricultura, al comercio o a la industria. La observación no era nueva y desde hacía ya mucho tiempo en los
colegios y liceos se habían creado cursos especiales para satisfacer a esta clientela particular. V. Duruy había
dado un nuevo impulso a ese tipo de enseñanza, fundando lo que se llamó la enseñanza secundaria especial.

Quince años más tarde, la enseñanza especial era un éxito. Se había desarrollado más rápidamente que la
enseñanza clásica pasando de 16 882 alumnos a 22 708 de 1865 a 1876, es decir un crecimiento del 35%
contra un 23% del número de alumnos en la enseñanza secundaria pública. Además había permanecido fiel a
su vocación: como prueba tenemos un informe de Gréard para la Academia de París (1881). Dos terceras
partes de los alumnos de origen familiar conocido provenían de los medios agrícola, comercial o industrial; 72% de
ellos se dirigían hacia esas ramas de actividad, sólo el II% proseguía sus estudios o ingresaba a escuelas de
gobierno. Así, la enseñanza especial efectivamente desembocaba en la vida activa.
2
  La reforma de 1902 es el resultado de las conclusiones de la Comisión Ribot. Una carta del ministro G. Leygues a Ribot fija los
principios de la reforma en enero. En febrero interviene un voto en la Cámara. El texto decisivo es la disposición del 31 de mayo (plan de
estudios, horarios y examen de bachillerato).

Sin embargo, este cuadro optimista comportaba algunas sombras. La organización de los estudios no parecía
muy buena. V. Duruy la había concebido en forma concéntrica, los cuatro años de escolaridad retomaban el
mismo programa profundizándolo. El sistema favorecía la deserción, sólo el 54% de los alumnos seguía los
cursos por más de dos años y una cuarta parte, toda la escolaridad. De manera que se podía pensar en
reforzar esos estudios sin cambiar su orientación, y se encargó a una comisión la preparación de una reforma.
Como testigo de la continuidad de la empresa se le confió la presidencia a Víctor Duruy (1881). Veinte años
más tarde, la enseñanza especial había desaparecido para dejar su lugar a la sección moderna de la
enseñanza secundaria.
Las etapas de la evolución.

Cuatro fechas marcan la integración progresiva de la enseñanza especial a la enseñanza secundaria: 1881,
1886, 1891 y 1902.

En apariencia, la primera reforma (decretos del 4 de agosto de 1881 y del 28 de julio de 1882) no modifica la
orientación práctica de la enseñanza especial. Los estudios duran cinco años, es decir uno más que en el
pasado; pero se distingue un ciclo medio de tres años y uno superior de dos; así los alumnos más ansiosos por
entrar a la vida activa pueden dejar la enseñanza especial al terminar el ciclo medio, con un certificado de
estudios.

De hecho, las modificaciones son más importantes. En primer lugar, los programas se vuelven progresivos, un
año ya no puede aislarse del ciclo del que forma parte, con lo cual se espera evitar la deserción durante la
escolaridad. De repente, la pedagogía cambia, hay más tiempo, se vislumbra una formación del entendimiento
por sí misma. Dos signos dan prueba de ello: el abandono de los ejercicios prácticos, que tenían un lugar
importante en el sistema de V. Duruy; y la creación de un título de bachiller de la enseñanza secundaria
especial, sanción normal de los estudios, que permite el acceso a las facultades de ciencias y de medicina; se
percibe la atracción del modelo clásico.

En 1886, se da un paso más en esta dirección (disposición del 10 de agosto). Los estudios se alargan un año
más y desaparece la distinción de los dos ciclos; como su modelo clásico, la enseñanza especial se vuelve
continua y progresiva. Por lo demás, numerosas administraciones reconocen en el bachillerato de la enseñanza
especial los mismos derechos que en el de la enseñanza clásica.

En 1891, comienza una nueva etapa (decreto del 4 de junio, disposición del 25 de junio). Las clases de la
enseñanza especial reciben denominaciones tradicionales: 6a, 5a, 4a, etcétera. El bachillerato deja de llamarse
"especial" para tomar el título de "moderno", porque el consejo superior se negó obstinadamente a llamarlo
"clásico francés". No obstante conserva su inferioridad jurídica en relación con el bachillerato de la enseñanza clásica.
Sin embargo, la distinción de dos clases de Ia, una literaria (6 horas de filosofía) y otra científica, acentúa el
parecido de esta clase terminal con las de la enseñanza clásica.


                                                                                                                                       67
La reforma de 1902 acaba la evolución; la enseñanza especial desaparece como tal, ya no hay más que un
sección moderna de la enseñanza secundaria. Aún no lleva esta etiqueta; en la organización en ciclos
sucesivos que entonces prevalece, la sección B del primer ciclo, sin latín y la sección D del segundo (lenguas-
ciencias) recogen la herencia de la enseñanza moderna. Este bachillerato ya no se distingue de los otros
bachilleratos de la enseñanza secundaria y pierde la inferioridad jurídica que todavía lo caracterizaba en 1891.
A la enseñanza especial la sucedía una enseñanza clásica sin latín.

En consecuencia, estamos en presencia de una evolución muy rápida, que lo hubiera sido aún más sin la
oposición que los partidarios de lo clásico establecieron para acabar con ella: la igualdad de sanciones. ¿Cómo
explicar semejante mutación?

Las razones de la evolución.

La transformación de la enseñanza especial en enseñanza moderna no obedece a una lógica interna. Es
preciso buscar las razones del advenimiento de lo moderno sobre todo en su relación con la enseñanza clásica,
en el seno de un solo y mismo sistema educativo, más que en la propia enseñanza especial. En primer lugar,
porque los defensores de las humanidades clásicas favorecieron esta transformación. Efectivamente, la
creación de una secundaria moderna era la única salida a las contradicciones dentro de las cuales se debatía la
enseñanza clásica. Cierto es que, si hubiese sido perfectamente lógica, debería haber rechazado de manera
categórica la constitución de humanidades modernas. Toda su ideología se basa en la afirmación de la unicidad
de la cultura: ya que hay un hombre eterno y los antiguos lo expresaron de manera ejemplar, cualquier for-
mación humanista pasa por las humanidades grecolatinas. La propia idea de una pluralidad de culturas es para
ella escandalosa, ya que pone directamente en duda la afirmación central del humanismo tradicional. Hablar de
humanidades modernas no es completar las humanidades clásicas sino negarlas.

Sin embargo, los defensores de las humanidades tradicionales fomentan la fundación de una enseñanza
moderna, porque ahí ven el medio de escapar de la revisión desgarradora que querrían imponerles los
modernos. Éstos sostienen que el humanismo grecolatino ya no responde a las necesidades del momento. Si
bien la enseñanza clásica sigue siendo fiel a su pretensión de ser la única enseñanza de cultura, no puede
eludir la intimidación. Tiene que revisar sus programas, ampliar sus horizontes, y no solamente amputar el
horario de las lenguas antiguas, sino también cambiar de perspectivas. La reforma de 1880 se internaba en
esta senda; a los alumnos se les impuso una sobrecarga, en tanto que las lenguas antiguas fueron reducidas a
su mínima expresión, con el pesar de sus defensores. Por el contrario, admitir que no son necesarias para todos y que
algunos alumnos pueden recibir una cultura verdadera mediante otra enseñanza, permitía mantener una fuerte
sección grecolatina reservada para los mejores. Así el asunto se ve desplazado, las humanidades tradicionales
siguen siendo la forma superior de la cultura, pero de hecho no tienen a los alumnos que merecen. En 1887 el
ministro E. Spuler elaborará explícitamente el siguiente razonamiento: hay que desarrollar la enseñanza
moderna para los alumnos rezagados en clásica. El proceso de los alumnos sustituye al de las humanidades.
Así, el fortalecimiento del latín y del griego en la sección clásica camina a la par de la transformación de la
enseñanza especial en moderna.

La posición de los defensores de lo clásico es contradictoria. Sostienen que las humanidades tradicionales son
las únicas válidas o, por el contrario, admiten que constituyen otro tipo más de humanidades. De hecho la
contradicción sólo es aparente y se resuelve en la afirmación de una superioridad. Los defensores de las
humanidades clásicas expresamente quieren que otras sean posibles, con tal de que no sean ¡guales a ellas.
Por lo tanto, estimulan la transformación de la enseñanza especial en enseñanza moderna, al tiempo que se
esfuerzan por mantenerla en un rango inferior. Así en 1886, mientras la reforma de 1884 acaba de reforzar el
latín y el griego en las secciones clásicas, el consejo superior constituye la enseñanza especial en enseñanza
continua de seis años pero se niega a llamarla "clásica francesa".

Su Comisión rechaza formalmente la idea de una asimilación de la enseñanza en cuestión con la enseñanza
clásica. Para ella sólo hay una enseñanza clásica, la enseñanza cuya base es el estudio de las lenguas
antiguas.
Cualquier otra enseñanza que tuviera el mismo objetivo a través de otros medios, en su opinión no puede ser
más que un simulacro de enseñanza clásica no necesaria (Revue internationale de l'enseignement, 1886, II, p.
353).
En 1890 encontramos la misma actitud que une tres series de medidas: el fortalecimiento de las lenguas
antiguas en la sección clásica; la acentuación del carácter clásico moderno de la enseñanza especial que
pierde este nombre; y el mantenimiento de un status de segunda categoría de esa enseñanza moderna, cuyo
título de bachillerato sigue siendo jurídicamente inferior al de la enseñanza clásica.
                                                                                                          68
La reforma de 1902 parece poner término a esta desigualdad. La enseñanza moderna desaparece como tal
para dar lugar a secciones sin latín de una sola enseñanza secundaria, a la vez clásica y moderna en todas sus
secciones. Pero el hecho no concuerda con la teoría; las secciones sin latín siguen siendo inferiores. En primer
lugar, debido al reclutamiento; los mejores alumnos son orientados de manera sistemática hacia las secciones
clásicas, práctica inevitable puesto que el desarrollo de la enseñanza moderna se había fomentado
precisamente para permitir que las secciones más nobles se aligeraran y no tuvieran que recibir a los alumnos
menos dotados. Pero además, por su organización pedagógica, la enseñanza moderna reconocía
implícitamente la superioridad de las humanidades tradicionales; había fracasado al querer crear un humanismo
en verdad moderno y ese fracaso estaba inscrito en las propias causas de su evolución.

En efecto, para conservar una originalidad pedagógica, la nueva enseñanza debió haberse defendido de la
atracción que ejercía la enseñanza clásica. Tanto era el prestigio de esta última que el asunto habría sido difícil
aun cuando las escuelas modernas hubiesen sido distintas de las clásicas, como lo deseaba Bréal, casi sólo
inspirándose en la distinción de las reaischulen y los gymnasium de Alemania. En la estructura francesa tener
varias secciones en una misma escuela, con seguridad era imposible. Los profesores se sentían
menospreciados; en los patios de recreo los alumnos se hacían tratar de "francés" o de "no latino" por sus
camaradas de las secciones clásicas. ¿Cómo la enseñanza especial no iba a desear obtener reconocimiento y
consideración imitando a su prestigiado superior?

Por lo demás, ¿acaso se le ofrecía otra vía que no fuera esa imitación para volverse una enseñanza de cultura
general? Aquí nos topamos con una dificultad mayor del pensamiento pedagógico, que aún no se ha resuelto. V
Duruy había intuido la posibilidad de una enseñanza práctica y cultural al mismo tiempo. Aquel hijo de un obrero
de los Gobelinos3 sentía, aunque de manera algo confusa, que de una enseñanza práctica e incluso de los tra-
bajos del taller podía resultar una formación general del entendimiento. De ahí su insistencia por igual para
ambos calificativos de la nueva enseñanza, "secundaria" y "especial".

No obstante, sus sucesores no llegan a entender esa intuición, que V. Duruy jamás desarrolló suficientemente.
Más aún, denuncian una contradicción en ella. Por ejemplo, para León Bourgeois, lo práctico y utilitario se
opone a lo cultural y desinteresado. A falta de una pedagogía que buscara deliberadamente cultivar el espíritu
en la ejecución de ejercicios prácticos y útiles, la enseñanza especial sólo podía realizar su ambición cultural
agregando a sus ejercicios prácticos otros ejercicios reconocidos como culturales, es decir copiados de la
enseñanza clásica: disertaciones, explicaciones de textos, traducciones directas. Como en los hechos no pudo
superar la oposición entre lo cultural y lo práctico, abandonó lo que había sido su razón de ser. Al no poder ser
secundaria por ser especial, se volvió secundaria aunque especial y pronto, simplemente secundaria.

La imposibilidad de concebir ejercicios de cultura diferentes a los de la educación literaria tradicional fue fatal
para la enseñanza especial. En primer lugar, dado que cualquier horario es limitado, inevitablemente los
ejercicios culturales eliminan a los ejercicios prácticos. La enseñanza especial pudo convertirse en el núcleo de
una enseñanza técnica larga -lo que en el fondo defendía Bréal al querer separarla, pero se volvió una
enseñanza clásica de segunda categoría. El fracaso es grave, tanto para la formación profesional que tiene
medio siglo de retraso, como para el humanismo moderno que ya sólo se define como un reflejo del humanismo
clásico. Bréal lo señala con severidad en 1898: "se la ha convertido (a la enseñanza moderna) en un doble de la
enseñanza clásica, al poner alemán donde la otra ponía latín, o inglés donde la otra decía griego". Esa misma
imitación era la confesión inapelable de una inferioridad congénita.
3
    Célebre manufactura de tapices francesa fundada en París por Luis XIV en 1667, a sugerencia de su ministro Colbert. (N.de la trad.)

La enseñanza femenina de la autonomía a la unidad.

Por mucho tiempo el Estado no había sentido la necesidad de organizar una enseñanza femenina.
Efectivamente, la enseñanza secundaria del siglo XIX no aspiraba a dispensar una cultura general sino a
preparar para las funciones públicas o para las escuelas especiales. Éstas no estaban hechas para las mujeres,
cuya "vocación" estaba en el hogar; el poder público no tenía por qué ocuparse de un asunto eminentemente
privado.

Sin embargo, a la mujer no se le privaba de educación. Algunas pensiones, principalmente de religiosas, pero
también instituciones laicas de la primera mitad del siglo, acogían a jovencitas a partir de los 8 años. Por lo
general, permanecían ahí unos cinco o seis años, la mayoría de la veces como internas. Lo primero que hacían
era desarrollar su devoción y su piedad, pero también trataban de convertirlas en buenas amas de casa. Les

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enseñaban a recibir, a mantener una conversación, a redactar cartas correctamente, a llevar las cuentas, lo que
suponía bastante buena ortografía y cálculo, así como gramática y francés. Para ello tenían la necesidad de
llamar a docentes externos, incluso hombres; a finales del Segundo Imperio las instituciones religiosas
contaban con 614 profesores. Finalmente, las artes decorativas ocupaban un lugar importante en esta
pedagogía.

Esta educación se basaba en una concepción de la especificidad femenina propia de las clases dirigentes. La
prueba está en que no se les ocurrió en absoluto inspirarse en ella cuando se trató de fundar la instrucción
primaria de las niñas del pueblo, que se desarrolló más tarde que la de los niños, pero siguiendo las mismas
normas pedagógicas. La campesina está sometida a su marido y casi no tiene tiempo de pensar a en su
"femineidad". En la unidad familiar de producción, el aporte de su rueca. de su oficio como tejedora, su trabajo
en el jardín y el corral sobre los que reina, no es despreciable; con frecuencia ella es la que lleva al hogar el
dinero líquido del mercado vecino.

La burguesa, por el contrario, no se ocupa de su casa, la dirige; el personal doméstico -al menos una empleada
muy eficiente- hace el trabajo. Así ella puede dedicarse a las obras de caridad y a la vida mundana, recibir en
su salón el día correspondiente, hacer visitas el resto de las tardes. Hay pocos intercambios con los hombres,
en la tarde ellos trabajan; en la noche, una vez terminada la cena, platican entre ellos fumando y se con-
sideraría "femenino" interrumpir esta costumbre.

El drama es que esta separación de sexos perturba enormemente sus relaciones. La galantería puede divertir
un tiempo; es preciso que pase la juventud. Pero el matrimonio es un final, un "entierro". ¿Cómo se relacionan
seres tan diferentes? En su gran discurso dé la Sala Moliere (1870), J. Ferry desarrolla ampliamente este tema:
la unión de las almas es imposible, y se sabe que la señora de Ferry fue un ser excepcional. Joseph Caillaux.
en sus memorias, expone sin rodeos que no quiso romper una relación halagüeña para casarse con una
"pequeña oca blanca" que lo habría llevado a misa. Por un lado las cosas serias, los negocios, la política, la
sociedad moderna, y la incredulidad; por otro, la devoción y la frivolidad.

Del mismo modo se planteaba el problema de la enseñanza secundaria de las jóvenes, aunque de manera
ambigua. Por una parte, se quería para ellas una enseñanza diferente a la de los jóvenes, ya que se intenta
respetar su "femineidad". Pero por otra, se pretendía llenar el hueco que separaba intelectualmente a ambos
sexos. En consecuencia, se concebía una enseñanza abiertamente cultural -en el sentido desinteresado- ya
que no se trataba en absoluto de preparar a las jóvenes para ejercer una profesión; pero al mismo tiempo se
quería desarrollar el hábito de razonar de manera positiva, para que hombres y mujeres hablaran un lenguaje
común. Así, la enseñanza femenina aparece como un medio para luchar contra la superstición, el misticismo y
la influencia clerical. "Es preciso escoger, ciudadanos, concluía J. Ferry: es preciso que la mujer pertenezca a la
ciencia o que pertenezca a la Iglesia."

No nos debe sorprender que el primer intento por fundar una enseñanza secundaria para señoritas lo realizara
un libre pensador como V. Duruy, y que suscitara la oposición salvaje de la Iglesia católica. La iniciativa, sin
embargo, era modesta; V. Duruy no deseaba en absoluto crear escuelas especiales para los cuales no habría
créditos. Solamente pedía a las municipalidades instituir en locales dependientes de ellas cursos públicos
pagados, donde las madres podrían conducir a sus hijas y donde los profesores de los liceos de hombres
dictarían conferencias más que propiamente lecciones. La respuesta fue entusiasta. Monseñor Dupanloup
opuso el sexo de los profesores al de los alumnos, y el carácter público de los cursos a la vocación privada de
las mujeres. Su reacción fue tan torpe que, según una obra reciente, el fogoso obispo denunció la cultura
insuficiente de las mujeres. Era obvio que la hostilidad del episcopado, sostenido por monseñor Dupanloup se
explicaba por el temor a una competencia que podría amenazar el monopolio de las instituciones religiosas.

Por lo demás, la empresa de V. Duruy sólo tuvo un éxito limitado. Se abrieron unos cuarenta cursos públicos;
en 1881 se cuentan 101 con 4 206 alumnos. Además fue imposible organizar un ciclo regular de estudios, en
tres o cuatro años, como lo había pensado V Duruy. El curso público tenía más de asociación cultural que de
enseñanza regular.

No obstante, la enseñanza secundaria femenina progresaba. En los cursos privados, prósperos, el nivel de
estudios se elevaba. A falta de un diploma particular que sancionara estos estudios, el certificado superior era
muy solicitado por las jóvenes que no se destinaban en absoluto a las funciones de institutriz. En la Academia
de París, 356 candidatas obtuvieron ese certificado en 1855,570 en 1865, I 356 en 1875 y 3 164 en 1881. Con
respecto a estas últimas cifras, Gréard piensa que al menos I 900 no responden a ningún deseo utilitario. Al
mismo tiempo, en toda Francia, 6000 jóvenes eran recibidos en ambos bachilleratos. Bajo el casi monopolio de
                                                                                                              70
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B4 moisés sáenz y la escuela de los adolescentes
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La educación en Francia en la década de 1880

  • 1. Bloque 2: La Educación en Francia en la Década de 1880. La Organización de un Sistema Nacional como Servicio Público, Laico y Gratuito. DOCUMENTOS: B2-1 Prost, Antoine (1968) "De las leyes fundamentales a la guerra" "...que la mujer pertenezca a la ciencia o que pertenezca a la iglesia" y "Las concepciones y prácticas pedagógicas", en Historia del Pensamiento en Francia 1800 - 1967, Tatiana Sute (trad.) París, Armand Colin, pp. 191 - 204, 268 - 269 y 278 - 282. B2-2 Prost Antoine (1968). "Unidad y diversidad de la enseñanza secundaria", en Historie de lénseignement en France 1800 - 1967, París, Armand Colín, pp. 245 -257 y 261 - 271 B2-3 Mayeur Francoise, (1997), "La enseñanza secundaria y superior", en Guy Avanzini (comp.), La pedagogía desde el siglo XVII hasta nuestros días, México, FCE (Obras de educación), pp. 177 -193 52
  • 2. De las leyes fundamentales a la guerra "...que la mujer pertenezca a la ciencia o que pertenezca a la iglesia" Las concepciones y las prácticas pedagógicas* Antoine Prost De las leyes fundamentales a la guerra Los republicanos no fundaron la escuela, la institución escolar se construyó a lo largo de todo el siglo por el impulso de una evolución social profunda. Cabe decir que los republicanos concibieron una verdadera política escolar que tuvo éxito porque, al mismo tiempo que respondía a una exigencia popular, constituía su realización. Si bien ellos no provocaron un cambio en las costumbres, lo reconocieron, se hicieron cargo y lo condujeron a su término. En efecto, no se podría comprender la política republicana si se le separara de la corriente de opinión que la sustenta. En esa época, la instrucción es un ideal colectivo. Así como hoy en día la mayor parte de los miembros de nuestra sociedad admite que el crecimiento económico es el objetivo esencial de la colectividad, en la segunda mitad del siglo XIX se creía en la instrucción. La sociedad, sumamente rural aún, casi no había sido penetrada por el ideal del progreso técnico y de la producción; o, más bien, esos objetivos por sí mismos estaban subordinados a la difusión de los conocimientos usuales. El progreso capital, que gobierna a todos los demás, es el de la instrucción. Y las familias en búsqueda del bienestar se vuelcan hacia la escuela. Esa confianza en la instrucción puede sorprendernos. En nuestros días, por ejemplo, no titularíamos una conferencia "De la regeneración social por la instrucción". Pero entonces se creía en el progreso mediante las luces, en la línea correcta del siglo XVIII. Optimistas, los contemporáneos no dudaban ni de la razón, ni de la naturaleza. La escuela era un remedio para la injusticia social como para la inmoralidad o la delincuencia. Cier- tamente, dentro del pueblo esa confianza era algo confusa, mezcla de voluntad de promoción social y de independencia intelectual. Sólo que era real; no se dudaba de que lo escrito en los libros fuera verdadero y útil; el acceso a la instrucción era, pues, de todas maneras, la promesa de una vida mejor. Esta convicción es la que suscita los progresos de la escolarización. ella es la que anima el movimiento de opinión que encarna la liga de la enseñanza y en el cual se apoyarán los republicanos; ella es la que hace de las leyes escolares de Ferry y de Goblet leyes "fundamentales". Las leyes fundamentales (1879-1889). Las realizaciones. Los republicanos en el poder no son unánimes ni en cuanto a los objetivos ni en cuanto al método. La comisión nombrada por la Cámara de 1877 y su relator, Paul Bert, deseaban una ley general. Jules Ferry, que fue ministro del 4 de febrero de 1879 al 14 de noviembre de 1881, más tarde, del 30 de enero al 7 de agosto de 1882 y, finalmente, del 21 de febrero al 20 de noviembre de 1883, logra que triunfe un método más empírico y ataca sucesivamente cada punto del programa. Sin embargo, este procedimiento no debe ocultar el plan de conjunto de una obra que atañe a todos los órdenes de enseñanza, así como a todos los problemas. En la enseñanza superior, tenemos la ley del 8 de marzo de 1880 que suprime los jurados mixtos y prohíbe a los establecimientos libres tomar el título de universidad. En la enseñanza secundaria, cuyo director es Zévort, encontramos la gran reforma de los programas de 1880 y la fundación de escuelas abiertas para muchachas (ley del 21 de diciembre de 1880). En la enseñanza primaria, que dirige Buisson, se fundan las escuelas normales de Fontenay y Saint Cloud.y se promulga la ley del 9 de agosto de 1879 que instituye en cada provincia una escuela normal para mujeres. También tenemos las leyes del Io de junio de 1878 y del 20 de marzo de 1883 que facilitan la construcción de las casas escuela. Se revisa la organización pedagógica y se transforman los programas. Pero lo esencial de la obra republicana es constituir la enseñanza primaria en servicio público. En ello está el sentido de la gratuidad total -establecida por una ley del 16 de junio de 1881—; de la obligatoriedad impuesta al padre de familia por la ley del 28 de marzo de 1882, de enviar a sus hijos a la escuela de los siete a los 13 años, salvo que antes de esa edad obtuvieran su certificado de estudios; y, sobre todo. de la laicidad de los programas, corolario de la obligación, instituida por la misma ley y que se traduce en la práctica por la supresión de la enseñanza del catecismo. Finalmente nos referimos a la laicidad de los locales escolares, prohibidos a los ministros de los cultos por la ley de 1882, y a la del personal, decretada por la ley del 30 de octubre de 1886. * En Historia de la enseñanza en Francia 1800-1967 (Histoire de L'enseignement en Frunce 1800-1967), Tatiana Sule (trad.), París, Armand Colin, 1968, pp. 191-204, 268-269 y 278-282 [Traducción realizada con fines didácticos, no de lucro, para los alumnos de las escuelas normales]. 53
  • 3. Todas esas medidas fueron objeto de largos y apasionados debates, aunque con altas miras y respeto notables. Ya que los diferentes problemas se entrelazan, intentemos resumir la sustancia de las discusiones en un orden lógico. El debate ideológico. Es obvio que el asunto de la Instrucción es capital para los republicanos y sería sencillo multiplicar las citas convergentes. Pero ahí no está el meollo del debate, ninguno de los adversarios de Ferry se sitúa como enemigo de la instrucción, ninguno retoma las tesis oscurantistas de un La Mennais. Sin duda, ese terreno no les es propicio y se entiende que ellos lo rechacen. Sin embargo, las congregaciones femeninas habían hecho mucho por el desarrollo de la instrucción desde hacía unos treinta años, y vemos, en otro terreno, a los católicos intentar responder a la liga de la enseñanza mediante bibliotecas parroquiales. Ellos también se manifiestan como partidarios de la instrucción, y pretenden -lo cual es cierto- que se desarrolle rápidamente en el marco de la legislación existente, por lo cual no era necesario modificarla. A decir verdad, el centro del debate no es el desarrollo de la instrucción, sino su constitución en servicio público. Para justificarla, los republicanos se apoyan en tres ideas principales. En primer lugar, la igualdad entre los niños: el argumento más fuerte a favor de la gratuidad total es el rechazo a las distinciones introducidas entre los niños por la gratuidad parcial. Este argumento no tiene réplica, mientras que se puede discutir de buena fe la eficacia de la gratuidad con respecto a la asistencia a la escuela. En efecto, entonces muchos pensaban que los padres vigilaban más la asistencia de sus hijos a la escuela si la tenían que pagar. Las otras dos ideas que animan los republicanos son solidarias: la afirmación de un derecho de los niños a la instrucción, al que responde un deber del Estado. Desde este momento se fundamentan la obligación, la gratuidad y la laicidad. Los conservadores rechazan incluso la gratuidad. Sus razones son múltiples; soslayemos el elogio del sacrificio -"la familia es la escuela del sacrificio, declara Chesnelong en el Senado, déjenle lo que la eleva y lo que la fortalece, lo que hace su grandeza moral y su eficacia social" (4/4/81, J.O., p. 587). No hablemos, aunque es muy importante, de la competencia que las escuelas libres temen de las escuelas públicas gratuitas. En el cen- tro de la posición conservadora encontramos que la educación es una obra de asistencia, de caridad, no un derecho para los niños. En consecuencia puede ser objeto de un deber moral, no de una obligación jurídica. Para el padre de familia, es un deber de conciencia dar a sus hijos el pan de la inteligencia como el del cuerpo, pero ésa es su carga, y no de la colectividad. Volvemos a encontrar aquí la posición central, desarrollada incansablemente, de los derechos del Estado y los del padre de familia; pero hay que apreciar bien que, para los conservadores, la afirmación de los derechos del padre es solidaria con la de su deber, mientras que el rechazo de una intromisión del Estado se apoya en la negación no solamente de sus derechos, sino también de sus deberes. Lo que domina el debate es la laicidad. Algunos habrían votado por la gratuidad si no hubieran vislumbrado, en el futuro, a la escuela pública, laica, sin rival posible, ya que piensan que los padres no querrán pagar la escuela dos veces, una como contribuyentes y la otra como fieles a la religión. Y ante la obligatoriedad, se rechaza menos el principio que las modalidades concretas: lo que se quiere es poder escapar de la escuela laica. Tras la gratuidad y la obligatoriedad lo que da miedo es la laicidad. ¿Cómo la justifican los republicanos? El argumento decisivo no es el de respetar la voluntad del padre de familia por la instrucción religiosa. De Broglie afirma en el Senado, sin ser desmentido, que el régimen en vigor, donde los protestantes son dispensados del catecismo, no da lugar a ningún reclamo. Bastaría con acordar la misma dispensa a los hijos de los ateos, ¿acaso no es el sistema que se practica en los liceos? Para respetar la libertad de conciencia de los infantes, no es necesario suprimir la enseñanza del catecismo, basta con volverla optativa. Ferry, que le responde con uno de sus mejores discursos, invoca la libertad de conciencia del maestro, que no será respetada si debe hacer repetir un catecismo en el que no cree. Sobre todo, es imposible impedir que el maestro "si es un profesor de religión, caiga bajo la dependencia del ministro de los cultos". Y no se trata solamente de voluntad para poner término a una situación de hecho, anacrónica y mal tolerada; es la afirma- ción de un principio, el de la secularización de la instrucción pública: nuestras instituciones, prosigue Ferry, están fundadas en el principio de la secularización del Estado, y de los servicios públicos."La Instrucción pública, que es el primero de los servicios públicos, tarde o temprano debe secularizarse como ha sucedido desde 1789 con el gobiérnelas instituciones y las leyes" (Senado, IO/06/8l,J.O.,p.809). 54
  • 4. En principio, la secularización no es necesariamente hostil a la Iglesia. Ferry la presenta como una distribución de competencias y de responsabilidades, una especie de "cada uno en lo suyo". Si se quiere evitar la guerra, dice, se necesitan "buenas fronteras". Pero no puede evitar que adquiera un giro polémico. En efecto, por una parte los católicos rechazan la laicidad categóricamente. El triunfo de la secularización no puede, pues, ser más que su derrota. Fiel a la doctrina del Syllabus, el episcopado nombrado por Pío IX es intransigente y el clero, cerrado por la lectura de El Universo* en la condena de lo moderno, así como los fieles manejados por notables legitimistas,** no están dispuestos a una conciliación. La secularización, condenada por los católicos, sólo puede hacerse sin ellos y contra ellos. Los republicanos, por otra parte, agravan el carácter polémico de la secularización, dándole un contenido positivo que rebasa la simple distribución de las competencias. Ellos no pueden admitir, en efecto, que los católicos continúen educando en la condena al espíritu moderno y a los principios de 1789 a toda una parte de la juventud. El catolicismo no es solamente una religión, es también, en esa época, una doctrina política y social. Ahora bien, la unidad nacional no puede fundarse más que en la aceptación de los principios de 1789. Ferry no lo disimula: * El más influyente periódico católico de la época. ** Contrarios a la República y partidarios de la restauración de la monarquía de la dinastía Borbón. Es importante para la seguridad del futuro que la superintendencia de las escuelas y la declaración de las doctrinas que ahí se enseñan no pertenezcan a los prelados que han declarado que la Revolución Francesa es un deicidio. que han proclamado, como el eminente prelado que tengo el honor de tener frente a mí lo hizo en Nantes, [...] que los principios de 89 son la negación del pecado original. (Cámara, 23/12/80,J.O.,p. 12 793). Basta con esto, podemos verlo. Monseñor Freppel no disimula su oposición fundamental a los principios de 1789. Así ninguna conciliación era posible entre católicos y republicanos; ellos no estaban separados por una diferencia de opinión de alguna manera técnica sobre el régimen político. El asunto es más profundo, el desacuerdo tiene que ver con una filosofía. El problema de la enseñanza de la moral permite apreciarlo bien. Los católicos niegan que se pueda concebir una moral independiente de la religión. Algunos lo hacen de manera categórica: "sin la religión, la inmoralidad causa estragos"; otros con más matices. El duque de Broglie, por ejemplo, admite la existencia de una moral natural: la filosofía y la teología se lo enseñan; pero, sin la religión, esa moral "falla en la aplicación, y a fuerza de debilitarse en la práctica, termina por desnaturalizarse en su principio". Semejantes afirmaciones reflejan, por una parte, una experiencia del catolicismo en la cual las preocupaciones morales tenían un lugar considerable. Pero, por otra, cualquier religión pretende ser una regla de vida y prescribe una moral. En cambio, los republicanos sostienen la posibilidad, o mejor aún, la realidad de una moral autónoma. La unanimidad, no obstante, no reina entre ellos cuando se trata de definirla. Sobre este punto, Ferry se contradice: ya admite que no hay moral sin metafísica; ya, contra Jules Simón que en filosofía espiritualista quiere explicitar sus fundamentos, afirma su autonomía en relación con cualquier filosofía. Cierto es que, como demostró perfectamente L. Legrand, Ferry se forma una concepción positivista de la moral. La tesis que defiende de una independencia fundamental de la moral, y de la inherente afectividad de sus raíces, es una tesis positivista. Para él, la moral no es un especie de residuo social-mente útil y universalmente admisible de la religión; basta con eso, no es una consecuencia de una metafísica de la razón o del individuo. Un discurso pronunciado ante la logia Clément-amistad en 1876 es al respecto perfectamente explícita: La moral es un hecho social que lleva en sí mismo su principio y su fin; y la moral social se vuelve así, por encima de todo, un asunto de cultura, no sólo de la cultura que da la educación primaria o superior, sino de la que resulta de las legislaciones bien hechas, y también de la práctica inteligente del espíritu de asociación (In. L. Legrand, p. 245). La moral conduce así a una religión de la humanidad, y funda la unidad del cuerpo social. Para Ferry, la secularización de la escuela y de la moral aspira a fundar sobre bases positivas, indiscutibles, la unidad del espíritu nacional. Se comprende entonces que subraye con insistencia la unidad de la moral: La verdadera moral, la gran moral, la moral eterna, es la moral sin epíteto. La moral, gracias a Dios, en nuestra sociedad francesa, después de tantos siglos de civilización, no tiene necesidad de definirse, la moral es más grande cuando no se la define, es más grande sin epíteto (Senado, 2/7/81, J.O., p. I 003). Es "la buena vieja moral de nuestros padres, la nuestra, la de ustedes, ya que sólo tenemos una" (Senado, IO/6/8l,J.O.,p.807). 55
  • 5. Pero esas afirmaciones no convencen. En efecto, otros republicanos oponen la moral cristiana y la moral laica. Implícita en la crítica que un Lockroy dirige a los congregantes, incapaces de educar a la juventud porque son solteros.Tolain afirma claramente esta oposición ante el Senado. Cuando los católicos escuchan a Corbon, por ejemplo, desarrollar una concepción muy elevada de la moral, pero ciertamente opuesta a la moral "terrorista" del catecismo, cuando lo ven reivindicar la dignidad humana, contra la caída del hombre, la penitencia y el sacrificio, "nosotros quisiéramos que uno se presentara orgullosamente ante Dios como trabajador" (Senado, 2/6/81 J.O., p. 759), no pueden dejar de sentirse amenazados más profundamente que por una reivindicación indecente. De modo que temen que la escuela sea no sólo neutra ante las creencias -Ferry prefería este término al de laico- (Senado 11/6/81, J.O. p. 823), sino incluso hostil a sus principios políticos y sociales; temen que se ataquen los propios valores de su vida personal. Los republicanos se defienden y distinguen netamente la lucha antirreligiosa de la lucha anticlerical. La distinción, que es usual, se encuentra tanto en P. Bert, como en Ferry o parlamentarios más oscuros. Pero no siempre expresa convicciones idénticas. Para Ferry, y para numerosos juristas, ella traduce la distinción fundamental del terreno público, donde la ley es soberana, y del terreno privado de las conciencias, que la ley no tiene que conocer. Para otros, protestantes liberales como Buisson y Pécaut, ella se arraiga en la distinción filosófica de la religión impulso del espíritu hacia el ideal, lo absoluto e instituciones eclesiásticas, por consiguiente puede haber una religión sin iglesia. Otros, finalmente los radicales por ejemplo, consideran esta distinción una forma vacía, ya que no ven lo que podría subsistir del catolicismo si renunciara a su voluntad de dominación y a los medios que implicaba superstición, el misticismo y la sumisión ciega al clero. La distinción entre religión y clericalismo no tranquiliza a los católicos. En primer lugar, se sienten implicados en la lucha contra el clericalismo, y Ferry sigue siendo para ellos el hombre del artículo 7, no le han perdonado la disolución de las congregaciones religiosas. Sin embargo, ellas se habían negado a ponerse en regla con la ley y su actitud era la negación misma de los derechos de la sociedad civil. Pero, precisamente, los católicos se consideran poseedores de la verdad al ser negados en esa materia. Tienen la impresión de que se les priva de uno de sus derechos esenciales. Lo que sus adversarios denominan clericalismo es para ellos una pretensión legítima. Por lo tanto, ningún acuerdo es posible: luchar contra el clericalismo es luchar contra su manera de vivir la religión. Al igual que sus adversarios radicales, no imaginan que la fe sea posible fuera de una sociedad donde la Iglesia tenga un estatus privilegiado. Es preciso ser un universitario católico y republicano. Como Wallon o Beaussire, incluso un protestante como Ribot, para imaginar un catolicismo no clerical, lo que Ribot llama en la Cámara "un catolicismo del sufragio universal" (23/ 12/80), y sostener que es el de la mayoría de los católicos franceses. Pero esta doctrina, que acepta lealmente las instituciones secularizadas, les parece herética a la mayor parte de los católicos que hablan y actúan como tales. Por lo demás, los conservadores acusan a los republicanos de hipocresía, cuando éstos distinguen la religión del clericalismo. Piensan que disimulan sus verdaderos objetivos y su distinción es habilidad táctica o prudencia parlamentaria. Simulan que la culpa es del clericalismo; pero, de hecho, lo que quieren es la destrucción, tarde o temprano, de la propia religión. Tras este proceso de intención, el problema de la evolución ulterior de la escuela domina el debate. Jules Ferry y la apuesta radical. Indiscutiblemente. Jules Ferry da lugar a esta crítica. Librepensador, casado por lo civil, contaba con el deterioro progresivo de la religión y no había ocultado sus convicciones. Por otra parte, no quería hipotecar el futuro asignándole a la evolución de la enseñanza límites precisos: rechazaba así con obstinación introducir en la ley los deberes hacia Dios que se mantenían en el programa de estudio. Era una posición vulnerable: yo no quiero expulsar a Dios de la escuela, decía sustancialmente, y yo como ministro doy la prueba de que figura en los programas de 1880.—¿Por qué entonces no meterlo en la ley? -le pregunta Jules Simón, espiritualista no católico. Nosotros no dudamos de su sinceridad personal, pero los ministros se van: ¿puede usted responder por sus sucesores? No. Por lo tanto nos toca a nosotros, los legisladores, fijar un límite a las iniciativas. A lo cual Ferry responde que un gobierno tal como lo temen sus adversarios no se detendría por un texto de la ley. El breve paso por la Instrucción Pública del gambettista* Paul Bert da consistencia a esos temores. Efectivamente, ese fisiólogo era un materialista convencido, y mucho menos conciliador que Ferry. ¿Acaso mañana no veremos en el poder a un radical como Barodet, Lockroy o Clemeceau? Ahora bien, ellos mostraban intenciones muy diferentes de las de Ferry. 56
  • 6. Como legislador positivista, Ferry considera decisiva la cuestión de las instituciones. Una vez adquirida la secularización, la religión se deteriorará por sí sola. Inútil hacer de la escuela una máquina de guerra contra ella: los progresos de la instrucción actuarán con más seguridad y más profundamente que la propaganda antirreligiosa. Por lo demás, la evolución de la era teológica, y luego metafísica, hacia la era positiva, es un fenómeno de civilización que tomará tiempo, ya que afecta tanto a las costumbres como a las creencias. * Partidario de León Gambetta, líder republicano más radical que Ferry. Finalmente, y esto no es una idea liberal, es una idea positivista, Ferry no piensa que el gobierno de las almas sea asunto del gobierno, sino de un tipo de magisterio moral e intelectual. De modo que le confiere a la Universidad una especie de autonomía que le permite seguir o adelantarse a la evolución de las costumbres. Quiere "poner el gobierno de los estudios en manos de los hombres de estudio", hacer de la Universidad un "cuerpo vivo, organizado y libre". Es el significado de la reforma del Consejo Superior, compuesto en lo sucesivo exclusivamente por universitarios, todos competentes, y la mayor parte electos por sus pares (ley del 27 de febrero de 1880). Ferry no quiere atar por adelantado las manos de esta autoridad intelectual y moral con un texto de ley. Sin esa concepción positivista del papel de la Universidad, no se comprende que rechace con tanta insistencia poner los deberes hacia Dios en la ley, mientras los inscribe en los programas del Consejo Superior. Los radicales tienen más prisa'M religión es para ellos un obstáculo al propio progreso que desea Ferry. Para avanzar hay que destruirla y no conformarse con dejarla morir. Quieren forzar la evolución que Ferry prevé natural. Así ni siquiera se ocupan de preservar las posibilidades de un apaciguamiento futuro. Ferry quiere fundar una escuela lo suficientemente tolerante como para que los católicos de buena fe puedan aceptarla cuando se hayan aplacado las cóleras de la ruptura institucional. Si insisten entonces en rechazarla, será su error. Sus precauciones parecen inútiles a los radicales: ¿no es vano esperar esa coalición? Se trata de una lucha sin cuartel:¿por qué no anticipar inmediatamente las consecuencias? Tal vez Ferry habría estado de acuerdo si no se tratara del gran problema de la unidad nacional; él quiere dividir lo menos posible a la nación, realizando lo indispensable. De modo que está listo para probar su buena voluntad. Los radicales, por su parte, tienen que tomar revancha contra el clericalismo, ahora que el poder no pesa sobre ellos tienen que hacer sentir a sus viejos adversarios que ya no son los amos. Así es como, en París, precipitan el retiro de los crucifijos de las escuelas, sin esperar el voto de las leyes, y sin dar prueba de mucho respeto, tacto o discreción. Ahora bien, Ferry está obligado a contar con esa izquierda, ya que los republicanos del centro no son seguros. En el asunto de los crucifijos de las escuelas de París, su correspondencia prueba que el prefecto Hérold, a quien Reclus califica de sectario, no actuó de acuerdo con él. Interpelado al respecto en el Senado, que le niega la confianza (diciembre de 1880), Ferry cubre a su subordinado. El incidente es significativo porque, obligado a tener aliados, Ferry escoge a Hérold en lugar de Jules Simón. El peso de los radicales y de los gambettistas es, en ciertos momentos, decisivo. Ferry, por ejemplo, proponía que los ministros de los cultos que lo solicitaran pudieran ser autorizados, bajo ciertas condiciones, a impartir enseñanza religiosa en los locales escolares fuera de las horas de clase. Dado que ese gesto de buena voluntad no situaba en absoluto al maestro bajo la tutela del cura, Ferry permanecía fiel a su concepción tolerante de la laicidad. La comisión, y Paul Bert, rechazan esta disposición, les basta con que las clases se interrumpan el jueves para que los padres puedan hacer que sus hijos reciban enseñanza religiosa, fuera de los locales escolares. Finalmente, la comisión admite la propuesta de Ferry, pero limitándola estrictamente al caso en que la escuela y la iglesia estuvieran alejadas en dos kilómetros o más, lo cual le quitaba todo alcance práctico. Las dos cláusulas -el principio, la limitación práctica- fueron separadas y la Cámara aprobó la primera para rechazar enseguida la segunda por 250 votos contra 193. En el voto conjunto, se rechazó el artículo completo por 220 votos contra 200; los radicales, hostiles a cualquier ingreso de un cura a la escuela, habían mezclado sus votos con los de la derecha, siempre apegada a la instrucción religiosa obligatoria (23 de diciembre de 1880). Los católicos, que rechazaban explícitamente la política del todo por el todo, retomaron en el Senado esta disposición en forma de enmienda. Para defenderla, citan abundantemente al propio Ferry. Éste se desdice de sus propias palabras y combate la enmienda, sabe que la Cámara no seguirá al Senado y quiere que el proyecto concluya rápidamente. Pero el Senado, a solicitud de Jules Simón, introduce en el texto de la ley los "deberes hacia Dios y hacia la patria", así como una disposición que autoriza a los curas a ir a la escuela una vez por semana, fuera de las horas de clase, para dar el catecismo. La Cámara rechaza esas dos enmiendas; hay que esperar la renovación parcial del senado para que éste se incline ante la Cámara de Diputados. 57
  • 7. El interés de este debate -que excelentes historiadores como E. Reclus dejan en silencio- es que pone en evidencia un problema capital. En efecto, una preocupación domina a los católicos, tanto a aquellos que rechazan la secularización, como a los que la habrían aceptado, como Jouin, Beaussire o Wallon: ¿será posible hacer cristianos a los alumnos de la escuela laica? Claro que se puede negar el problema, como hicieron los radicales, pero era normal que los católicos se lo plantearan y su preocupación era legítima. La evolución histórica ha probado que sus temores eran excesivos, pero en el momento en que ellos los formulaban, ninguna experiencia de la laicidad permitía tranquilizarlos, era una aventura. Los patronazgos, las obras para escolares, no existían y nadie les dijo que en la formación del sentimiento religioso la fe de los padres cuenta quizás más que la que ofrece la escuela. Católicos y radicales están igualmente convencidos de la influencia decisiva de la escuela. Ahora bien, la enseñanza, en la práctica, no puede ser totalmente neutra; los católicos lo dicen en la tribuna con convicción: aun cuando el maestro no sea abiertamente hostil, ¿qué hará si el niño le plantea una pregunta sobre Dios? Si se calla, ¿acaso no siembra la duda y el escepticismo? Si responde, ¿no se sale de la neutralidad? Cuando el niño pida una explicación, "Con una palabra, un gesto o una sonrisa, ese maestro que no cree en nada, sin quererlo, sin ni siquiera tener mala voluntad, hará llegar al alma del niño quién sabe qué aliento helado que paralizará los esfuerzos de los padres y del cura", declara en el Senado M. Jouin, no obstante que era un republicano muy antiguo, (3/6/81 J.O., p. 777) y veinte años más tarde, los radicales, preocupados por laicizar aún más la enseñanza laica, desarrollarán el mismo tema: "Basta con un movimiento de cabeza..." dirá, por ejemplo, E. Lintilhac. En ambos casos, se le atribuye a la escuela una influencia decisiva. Y quizás la cuestión de la laicidad ha perdido una parte de su carácter crítico por el hecho mismo de que se ha reconocido, por experiencia, que la escuela no lo era todo. Hacia una solución empírica. En efecto, tal como estaba planteado teóricamente, este problema central era insoluble. Y la sabiduría de Ferry consistió precisamente en rechazar el debate en el terreno de las ideas, para resolverlo en el de los hechos. Los católicos, por otra parte, después de haber dudado entre el boicot a las leyes y la oposición a las modalidades de aplicación que les parecían sectarias, optaron finalmente por esto último. La primera disputa de los manuales nos proporciona la prueba de ello. Los católicos estimaban que algunos manuales de instrucción cívica atacaban a la religión. Cuatro de ellos fueron puestos en el Index y se produjeron algunos incidentes en ciertas escuelas donde se utilizaban. Ferry se negó a la vez a aplicar sanciones demasiado graves y a prohibir esos manuales. En el plano de los principios, retirarlos habría sido reconocerle de manera indirecta un derecho de control a la Iglesia, que la secularización aspiraba precisamente a quitarle. En el plano de los hechos, esos manuales no eran verdaderamente sectarios. El de Paul Bert, por ejemplo, decía a los niños que una vez que fueran adultos serían libres de ir o no a misa; era enunciar el principio mismo de la libertad de conciencia y de culto, que la Iglesia rechazaba, pero que cualquier Estado moderno profesaba. La reacción católica no dejó de tener una consecuencia importante. Ferry -se lo había dicho a la Cámara- estaba convencido de la necesidad de tratar con tino las susceptibilidades religiosas. Nada, en la ley, podía prescribirlo, ya que era sobre todo una cuestión de tacto en la aplicación de los textos. Al menos era preciso que los ejecutantes estuvieran igualmente persuadidos de esta necesidad. De ahí la célebre circular a los maestros del 27 de noviembre de 1883, que, si bien expresa perfectamente el pensamiento de Ferry, no deja de ser una concesión (su fecha tardía lo prueba) a los católicos, un gesto de apaciguamiento, la verdadera conclusión de la disputa de los manuales. De un modo muy simple, Ferry propone a los maestros una regla práctica: Pregúntense si un padre de familia, uno solo, presente en su clase y que los esté oyendo, podría de buena fe negar su consentimiento a lo que les escuchará decir. Si es así, absténganse de decírselo; si no, háblenle con decisión. Por más empírica que haya sido, y precisamente porque lo era, esta regla era la única que podía fundar una laicidad durable, desechando cualquier sectarismo. La laicidad, no obstante, no se limita a los programas. En primer lugar, llega a los locales. Grave, por ser simbólica, la cuestión del crucifijo en las escuelas recibe, por su parte, una solución completamente pragmática: la circular del 2 de noviembre de 1882, dirigida a los prefectos -y no a las autoridades universitarias- pide no colocar emblemas religiosos en los locales nuevos o renovados, y, en los otros casos, respetar el deseo de las poblaciones. Enseguida llega a los maestros. No era una consecuencia absolutamente necesaria del principio de la secularización. Buisson, por ejemplo, distinguía claramente las pretensiones de las congregaciones, que rechazaba, del derecho de los congregantes como ciudadanos iguales a los demás, que admitía. Si ellos se sometían a las 58
  • 8. autoridades universitarias y cumplían con las condiciones legales de capacidad, la ley haría una excepción difícil de justificar prohibiéndoles el acceso a la función pública de enseñanza. Sin embargo, precisamente los congregantes que enseñaban en las escuelas públicas estaban sometidos "a la obligación del diploma", decretada por la ley del 16 de junio de 1881. Ahora bien, radicales y gambettistas querían eliminarlos. La distinción de Buisson no les parecía viable, por ser demasiado jurídica. ¿En la práctica, cómo pedirles a los religiosos que hicieran abstracción de sus convicciones? De este lado de la opinión, la laicidad se había hecho para"expulsar a la religión de la escuela" (Lockroy, Chambre, 17/ 12/ 80J.O., p. 12 480), mucho más que para establecer buenas fronteras entre el poder civil y el magisterio eclesiástico. No podían dejar a sus adversarios en sus puestos. La ley del 30 octubre de 1886 obliga al gobierno -Jean Macé, en una enmienda, proponía otorgarle simplemente la facultad- a remplazar a todos los maestros públicos congregantes por laicos en un plazo de cinco años, y a las institutrices en la medida de que hubiera puestos vacantes. En 1889, con el pago a los maestros por el estado, la secularización de la institución escolar había culminado. Traducción histórica de un principio jurídico que es el mismo del Estado moderno, esta obra lleva la marca de las circunstancias. El clericalismo de los representantes autorizados del catolicismo, su filosofía, que los conducía a concepciones políticas inconciliables con la República, impedían realizarla de manera serena. Fue pues el resultado de un combate violento y apasionado, en el cual tuvieron un peso decisivo los radicales y los gambettistas, tan antirreligiosos como anticlericales. Tal como los textos que le dan forma, la laicidad no está exenta de intenciones sectarias; ella aspira también a poner en dificultades la enseñanza de la religión. No obstante, como verdadero hombre de Estado, Ferry supo asumir todas las dificultades de un combate inevitable sin jamás perder de vista los principios liberales que lo justificaban. En el mismo momento en que dividía profundamente a la opinión y se transformaba en jefe de partido, resistió bien tanto a las falsas conciliaciones como a las medidas partidarias. El rigor del legislador, la preocupación positivista de asegurar la unidad del espíritu público, la voluntad de conferir a la Universidad autónoma una verdadera rectoría intelectual y moral, caracterizan la política de Ferry: ahí radica su grandeza y se asegura su permanencia. De la coalición al régimen de la separación. Coalición y espíritu nuevo. La política anticlerical hace una pausa después del voto de las leyes fundamentales. Su paso al poder convence a los gambettistas de las ventajas del concordato, y aplazan la separación de las Iglesias y del Estado. Entre muchos de los republicanos prevalece el sentimiento de que se requiere un largo tiempo para que la escuela laica sea parte de las costumbres. Evitar las disputas de detalles puede contribuir a ello. Pronto, el boulangis- mo* les da otras preocupaciones. Finalmente a partir de 1890 se da lo que se denomina el nuevo espíritu. En el poder, junto a los republicanos moderados como Ribot, se encuentran los ferrystas o gambettistas de antaño que, sorprendidos por la fuerza relativa del catolicismo, en lo sucesivo cuentan con él. En el mismo momento, León XIII estimula una política de "coalición" con las instituciones. Hay que reconocer que levanta muchas protestas entre los católicos aún más "veuillotistas";** además, ello no implica ninguna aceptación de las leyes laicas, explícitamente condenadas. Cabe agregar que los republicanos moderados creen percibir los primeros signos de una evolución del catolicismo que permitiría al centro gobernar a media distancia del socialismo creciente y de las monarquías debilitadas. Por su parte, los católicos dieron prueba de su relativa debilidad. Ninguna elección les dio una mayoría; de modo que se impone la prudencia, para no reanimar un fuego mal apagado. El justo sentimiento de la fuerza de los laicos les aconseja sabiduría. Y el Vaticano estimula esta política: la nunciatura, a partir de monseñor Ferrata, multiplica los consejos en ese sentido. Los católicos temen sobre todo a la separación del Estado, que haría perder al clero los recursos que obtiene del concordato.*** Se establece entonces una especie de statu quo , que resulta menos de un acuerdo que del equilibrio de las fuerzas. La laicidad entra en las costumbres. Poco a poco se define una especie de modus vivendi, muy diferente según las regiones. En Doubs, por ejemplo, donde las escuelas libres son raras, donde los maestros, a imagen de la población, son aún bastante católicos -numerosos curas son hijos de maestros, como lo mostró en su tesis del abate Huot-Pleuroux-, el crucifijo continúa en el muro, el maestro vive en buen entendimiento con el cura y las leyes de 1881-82 cambian bastante poco las cosas. En regiones más descristianizadas, Loiret por ejemplo, la laicización de la escuela satisface a la población y a los maestros, y se completa rápidamente, sin que los incidentes sean numerosos. En regiones más divididas, como el Oeste católico o Aveyron, los pueblos se dividen en dos: la escuela laica y la escuela congregacional tienen cada una sus seguidores, sus fiestas, sus ritos. Pero, entre los dos campos, la guerra sigue siendo fría. Cada uno sabe lo que puede y lo que debe permitirse, el maestro responde en su clase a las homilías del cura, sin que se rebase el intercambio de 59
  • 9. palabras. La laicización no siempre progresa muy rápido. En 1900, en Maine-et-Loire, los maestros públicos a veces aún hacen recitar el catecismo y no todos los crucifijos desaparecen. * Intento conservador de golpe de Estado militarista (N. del trad.). ** Ala extrema del catolicismo (N. del trad.). *** Pacto establecido entre el Estado y el Papa durante el régimen de Napoleón I (N. del trad.). "... que la mujer pertenezca a la ciencia o que pertenezca a la Iglesia" ¡ules Ferry, Discurso sobre la igualdad de educación (Salle Moliere, 10 de abril de 1870). ...Reclamar la igualdad de educación para todas las clases, sólo es cumplir con la mitad de la obra (...); esta igualdad,(...) la reivindico para ambos sexos (...). La dificultad, el obstáculo aquí no está en los recursos económicos, está en las costumbres; está más que cualquier cosa en un indebido sentimiento masculino. En el mundo existen dos tipos de orgullo: el orgullo de la clase y el orgullo del sexo; este último mucho más malo, mucho más persistente que el otro; ese orgullo masculino (...) está oculto en los pliegues más profundos de nuestro corazón. Sí, señores, confesémonos; en el corazón de los mejores de nosotros, hay un sultán (muchas risas). (...) Se trata verdaderamente de un rasgo del carácter francés, es un no sé qué de fatuidad que hasta los más civilizados de nosotros llevamos dentro: digámoslo con franqueza. Es el orgullo del macho (risas). Sé que más de alguna mujer me responderá, por su parte: ¿pero de qué sirven todos esos conocimientos, todo ese saber, todos esos estudios? ¿Para qué? Yo podría responderle: para educar a sus hijos, y sería una buena respuesta, pero como es trivial, prefiero decir: para educar a sus maridos (aplausos y risas). La igualdad de educación, es la unidad reconstituida en la familia. Hoy hay una barrera entre la mujer y el hombre, entre la esposa y el marido, lo cual provoca que muchos matrimonios, armoniosos en apariencia, encubran las más profundas diferencias de opinión, de gustos, de sentimientos; pero entonces, ya no es un verdadero matrimonio, ya que el verdadero matrimonio, señores, es el de las almas. Y, bien, ¿díganme si es frecuente ese matrimonio de las almas? Hoy hay una lucha sorda, pero persistente, entre la sociedad de antaño, el Antiguo Régimen con su edificio de lamentos. de creencias, y de instituciones contrarias a la democracia moderna, y la sociedad que procede de la Revolución Francesa. Hay entre nosotros un antiguo régimen que siempre persiste y en esa lucha -que es el fondo mismo de la anarquía moderna- cuando el combate íntimo haya terminado, al mismo tiempo habrá terminado la lucha política. Ahora bien, en este combate, la mujer no puede ser neutra; los optimistas, que no quieren ver el fondo de las cosas, pueden figurarse que el papel de la mujer es nulo, que ella no tiene parte en la batalla, pero no se dan cuenta del secreto y persistente apoyo que ella aporta a esta sociedad que se va y que nosotros queremos expulsar sin retorno (aplausos). (...) los obispos lo saben bien: aquel que domina a la mujer, lo tiene todo; en primer lugar porque tiene al hijo, enseguida porque tiene al marido, no quizás al marido joven, llevado por la tempestad de las pasiones, sino al marido fatigado o decepcionado por la vida (numerosos aplausos). Por ello la Iglesia quiere retener a la mujer, por eso también es preciso que la democracia se la arrebate. Es preciso que la democracia escoja, bajo pena de muerte; es preciso escoger, ciudadanos: que la mujer pertenezca a la ciencia o que pertenezca a la Iglesia (repetidos aplausos). Fin del discurso. Las concepciones y las prácticas pedagógicas [...] La autonomía de la enseñanza primaria justifica la ambición de sus programas. En relación con las pequeñas escuelas de principios del siglo XIX, que se asignaban modestamente como meta enseñar a leer, escribir y contar, la escuela primaria de los Gréard y de los Buisson, sin renunciara este objetivo esencial, se propone enseñar "todo el saber práctico" del que un hombre tiene necesidad durante su vida. Con un enfoque enciclo- pédico, tiene mucha historia, geografía, ciencias prácticas, para hacer un campesino sagaz y un buen ciudadano. Desde luego Gréard, retomando las instrucciones de 1887 y 1923, precisa al mismo tiempo que no se trata de aprender todo lo que es posible saber sino solamente "lo que no está permitido ignorar". La ambición no deja de ser desmesurada, y encuentra su origen en una sobreestimación del papel de la escuela y en la convicción implícita de que más tarde no se aprende lo que ella no enseñó. De pronto los dos objetivos de la enseñanza primaria,"utilitaria y educativa", para citar a P. Lapie, aunque en teoría conciliables, en la práctica corren el riesgo de incomodarse mutuamente. Para satisfacer a la función práctica, los programas se vuelven más pesados y los maestros pierden en parte la libertad y la iniciativa que requiere la educación. 60
  • 10. En el siglo XX, sin embargo, se perfila una evolución. Aumenta el número de niños que prosiguen sus estudios en la enseñanza primaria superior o secundaria. El "curso superior" se vuelve así una "clase de fin de estudios", especializada en los niños que alcanzan los trece años para hacer cualquier cosa. Se concibe que esta clase plantea problemas, y hacia ella se dirigen las instrucciones de 1938 y 1947, para acentuar su carácter práctico. Pero todavía ningún texto ha logrado quitar de los programas del curso elemental y medio los elementos que la prolongación de la escolaridad vuelve superfluos en ese nivel. En los métodos, en fin, la continuidad es aún más asombrosa. La doctrina de la enseñanza primaria es, en efecto, de una perfecta claridad. En un principio se trata de un proceder intuitivo; debe partir de objetos sensibles, hacer que los niños los vean y los toquen, desprendan evidencias y se remonten poco a poco a los principios, comparando y generalizando. Desde este punto de vista, la lección de las cosas, ejercicio de observación, incluso de experimentación científica, recibe un estatuto ejemplar; aunque la enseñanza de todo lo demás debe imitar su método. Para que los niños capten los números, por ejemplo, es preciso en primer lugar presentar colecciones concretas de objetos. En segundo lugar, se trata de un método activo, "que hace un llamado constante al esfuerzo del alumno que lo liga al maestro en la búsqueda de la verdad". Método "tan clásico'V'tan arraigado en nuestras costumbres", dice Paul Lapie. que no lo reconocemos cuando nos viene del extranjero; se nos ha vuelto "tan natural", que lo practicamos sin saberlo. Estas afirmaciones de las instrucciones oficiales sorprenden, pues la imagen tra- dicional que de sí misma da la enseñanza primaria es muy diferente; los métodos activos aparecen como una novedad, defendida y propagada por una minoría de partidarios, convencidos, claro está. Todavía con frecuencia, esos maestros son expulsados de la escuela pública que los persigue: así desplazan al futuro diputado Raffin Dugens y lo envían a 100 km del lugar donde habita su mujer; e inmediatamente después de la primera guerra, Célestin Freinet deja la enseñanza pública para poder aplicar en libertad métodos que son precisamente los que recomiendan las instrucciones oficiales. ¿Cómo entonces explicar esa aparente contradicción de la doctrina pedagógica y de la práctica? La práctica pedagógica. Verifiquemos en primer lugar la realidad de esta contradicción. Si bien la doctrina es clara, en efecto, la práctica lo es menos, demasiado multiforme como para dejarse reducir a esquemas absolutos. Claro está que hay maestros fieles a la pedagogía de las instrucciones. Sin embargo, parece que la gran mayoría de los maestros practica bastante poco ese método intuitivo y activo. El caso de la lección de las cosas, cuyo valor ejemplar es conocido, resulta significativo: las instrucciones vuelven a la carga sin cesar. "Con mucha frecuencia, las lecciones de cosas se reducen al estudio de un manual o de un resumen; los alumnos sólo retienen palabras vacías de sentido para ellos. De modo que ejercicios que podrían contribuir fuertemente a la formación intelectual de los niños, no tienen valor e incluso son perjudiciales" (instrucciones de 1945). Esta firme advertencia no tendría ningún sentido si la pedagogía de las instrucciones hubiera penetrado en la práctica; no cabe duda que la lección de las cosas ha permanecido generalmente, como nos la describe un libro de lectura de 1880, como un ejercicio de atención y de memoria más que de observación. La práctica contradice la doctrina. Por lo demás, la propia doctrina no deja de tener contradicciones. Por un lado presenta al niño como un espíritu naturalmente dotado de buen sentido y de inteligencia, al cual basta despertar. Dentro de esta tradición optimista, que es la del siglo XVIII y de la Revolución, se debe tener confianza en los niños. No obstante, las instrucciones titubean inmediatamente: ¡los niños olvidan tan rápido! Son tierras vírgenes a las que hay que desbrozar con gran esfuerzo. Algunas líneas después de haber solicitado evitar a los niños el disgusto de lo ya visto, Paul Lapie usa el vocabulario militar: "sólo se harán nuevas conquistas si estamos seguros de tener seguro el terreno ya conquistado". La desconfianza sucede aquí al optimismo, y la práctica pedagógica refleja estas contradicciones: ella yuxtapone la intuición de los números con las tablas de sumar, la observación efectiva de una cosa con el aprendizaje de memoria del resumen de la lección de cosas, el análisis gramatical con memorización de listas de excepciones o de reglas de convención. Por otra parte, varias causas favorecen la pedagogía de la desconfianza. En primer lugar, los Buisson y los Ferry entregaron a instituciones tradicionales y jerárquicas -las escuelas normales y la inspección la tarea de difundir una pedagogía innovadora. Así la tradición del magister con palmeta para castigar se había prolongado, aun cuando la palmeta hubiera desaparecido. Solamente se podía reclutar a los inspectores entre maestros experimentados; inevitablemente, ellos erigieron su práctica en regla para los principiantes, y se necesitaron décadas para que los brazos se descruzaran y los rangos se flexibilizaran. Ciertamente que se trataba de laicos. Sin embargo, y L Legrand lo notó de manera muy penetrante, el positivismo les permite conservar los mismos 61
  • 11. métodos que las congregaciones, conformándose con cambiar el objetivo explícito. Como en la pedagogía de los religiosos, la enseñanza se define en función del adulto por formar, no del niño por desarrollar. Ese adulto es en lo sucesivo ciudadano libre de una democracia, pero es un adulto, y la escuela se define a partir de esas exigencias sociales. Mientras que la nueva pedagogía -cuyos partidarios son al mismo tiempo opositores declarados del sistema social- da confianza al impulso vital, a la espontaneidad infantil y se preocupa por la felicidad de los alumnos, la pedagogía positivista se preocupa por elevar al niño mediante una pedagogía del esfuerzo, cuya única motivación es el deseo de crecer hasta el nivel del positivismo adulto. De ahí la relevancia de la lengua escrita sobre la lengua hablada, del texto de autor sobre el texto libre, del análisis racional sobre el sondeo experimental. Al exaltar la cultura formal y el esfuerzo, esta pedagogía "prolonga a fondo la tradición clerical" (L. Legrand). Por su laicismo y su amor a la razón, los cuadros encargados de la enseñanza primaria innovaban; sin embargo, la pedagogía a la que estaban habituados sobrevivía. Los republicanos consideran como meta de la escuela al adulto positivo, no ya al adulto creyente. Pero no consideran al niño. La pedagogía de la desconfianza es por otra parte la que más tranquiliza a los maestros. Hay que asumir que una clase es una reunión de niños difícil de conducir. El maestro debuta con frecuencia en una escuela de pueblo donde ve que le confían varias generaciones. Mientras se ocupa de un grupo de alumnos, ¿qué hacer con los otros? O bien acepta el riesgo mayor del tumulto, constituyendo grupos de trabajo, con necesidades animadas por un adulto. o bien tiene tranquilos a los alumnos dándoles deberes y lecciones, ejercicios silenciosos y corrección rápida. En el primer caso, uno escapa rápidamente de la pedagogía autoritaria. es por ello que excelentes pedagogos se niegan a irse a las ciudades, donde la presión de sus colegas y la autoridad del director les prohibiría tales métodos. Pero la segunda solución, más segura, es la más frecuente y corresponde al dogmatismo natural del adulto docente. Por otra parte, el marco escolar difícil de adaptar y ruidoso, como la ausencia de materiales accesibles a los niños, casi no favorecen una pedagogía de la confianza, que contraría a los padres. En cambio, ¿qué se le puede reprochar a una lección que sigue el manual o se inspira en los Consejos de tal o cual inspector? Ahora bien, la emulación que reina entre los autores infla los manuales de detalles inútiles pero que pesan y los programas de por sí enciclopédicos reciben un interpretación agobiante: la única salida es la mnemotecnia. Lo pesado de los programas y de los manuales no es lo único en tela de juicio: su soberbia ignorancia de la edad de los niños impone a los maestros "machacar". Una encuesta con 10 000 alumnos de los cursos elementales mostró que un problema en apariencia tan simple como: "Jacques tiene 7 estampas, Paul, 12. Cuántas más tiene Paul que Jacques?", no lo resuelve la mitad de los alumnos de 7-8 años, y que incluso más de un cuarto de 8-9 años tampoco lo logran. Es que a esta edad el razonamiento de la sustracción aún no se puede asimilar. De ahí que sea imposible tener confianza en la inteligencia de los niños, puesto que se les pregunta precisamente algo que los rebasa. No hay más que recurrir a mecanizaciones, es decir automatizaciones, pero ¿a qué precio? Casi todas las nociones de cálculo figuran en los programas franceses uno o dos años antes que en los programas extranjeros, lo mismo sucede con la gramática. El arquetipo de esta pedagogía podría ser la escuela maternal de 1880, ¡que se esforzaba por enseñar a leer a niños que todavía no sabían hablar! Donde la inteligencia no ha madurado, no se puede contar más que con el hábito y la memoria. Al exigir demasiado y demasiado temprano, la enseñanza elemental se condenaba a transformar la educación en adiestramiento. En consecuencia, la evolución pedagógica es muy limitada. Sobre la trama de programas inmutables, cambian detalles. La imagen, por ejemplo, invade los libros escolares comenzando por los de geografía, y los de lecciones de cosas -¡manuales de cosas! Al negro lo sucede el color, hacia 1920. La observación de las imágenes del libro se vuelve una de las recetas pedagógicas eficaces, pero no se trata de una revolución. No obstante, existe una excepción donde triunfan las ideas modernas: los libros de lectura. Hacia 1870, la lectura moralizante se había transformado en lectura instructiva -laicización de una tradición orientada hacia el adulto por "educar". Esta concepción no desaparece, sino que regresa y se acantona en el curso medio y superior. En el curso elemental, se descubre que los niños leen mejor lo que les interesados cuentos por ejemplo. Pero ¿cómo hablar de las hadas, mientras se proscribe lo maravilloso cristiano? Al término de un amplio debate, el racionalismo positivista triunfa. Perrault "laicizado", los cuentos sin hadas invaden las clases: La pequeña vendedora de fósforos, La cabra del señor Seguin y La caperucita roja adquieren así derecho de ciudadanía a principios del siglo XX. Pese a esta concesión parcial a la psicología infantil, la escuela elemental sigue estando dominada por la preocupación de formar adultos para una sociedad rural, comerciante, ahorradora -¡oh problemas de intereses compuestos!- y democrática. Por ahí, aparenta ser una escuela "seria", mientras que la escuela maternal renuncia a esas preocupaciones y adopta del todo otros métodos. 62
  • 12. Unidad y diversidad de la enseñanza secundaria* Antoine Prost. En realidad la enseñanza secundaria del siglo XIX yuxtaponía dos formaciones muy diferentes, aunque ambas adaptadas; por una parte, las humanidades clásicas se bastaban a sí mismas o conducían a los estudios jurídicos; por otra, las clases preparatorias acogían a los aspirantes en las escuelas de gobierno. Al margen, en un tiempo más corto, la enseñanza especial preparaba para las profesiones industriales y comerciales. Aproximadamente a partir de 1880 este sistema sufre una crisis por causas múltiples. La enseñanza clásica es la más afectada; desde entonces ya no existe el término de estudios literarios, porque existe una enseñanza superior y su misión es preparar para obtenerla. Además, se pone en duda su valor intrínseco:¿sigue siendo conveniente para la formación de las clases dirigentes? ¿Puede alguien llamarse culto e ignorar todo lo que se refiere a las ciencias en pleno desarrollo, a las instituciones y a las lenguas extranjeras? Al mismo tiempo se complican su función universitaria y su función social; los horizontes del hombre íntegro -que tiene una visión clara y a quien nada de lo humano le es ajeno- se amplían. De ahí la crisis de las humanidades clásicas. Así, entre 1880 y 1902 se entabla una larga discusión, que ya había comenzado en 1872 con J. Simón y M. Breál, sobre las humanidades clásicas y la enseñanza secundaria. Ésta se alimenta de una abundante y, con frecuencia, notable literatura pedagógica; los poderes públicos contribuyen a ello con estudios muy serios, como la encuesta de 1885 en las escuelas; otra en 1888 entre los rectores; los trabajos de la comisión nombrada en 1888, presidida por J. Simón; y los trabajos de la comisión de investigación parlamentaria presidida por A. Ribot en 1899. Todos estos documentos, por su amplitud y calidad, dan testimonio de la importancia de esa discusión. Por último, la enseñanza superior que ahora forma a los profesores de secundaria y por esto influye en su evolución pedagógica, interviene con autoridad en la controversia. En consecuencia, es comprensible que se elabore una nueva pedagogía que defina la enseñanza secundaria como tal. Su profunda unidad tiene fundamentos, sin que ello excluya su diversidad interna. La enseñanza científica y la enseñanza especial, ya modernizada, se integran estrechamente a la secundaria y en 1902 constituyen su estructura casi definitiva. Lejos de desaparecer, las humanidades clásicas, centro del debate, conservan su primacía tradicional gracias a nuevas justificaciones. Finalmente, la enseñanza femenina, tras una fase de desarrollo original y autónomo, para 1925 se basa totalmente en la unidad del ciclo secundario. Para quebrantar este edificio coherente, pero no monolítico, se precisará un crecimiento masivo del número de alumnos, consecuencia de la gratuidad (1930). Entonces los problemas cambian de naturaleza, pero son los mismos a los que nos enfrentamos hoy. * En Historia de la enseñanza en Francia 1800-1967 (Histoire de l'enseignement en France 1800-1967), Tatiana Sule (trad.), París, Armand Colín, 1968, pp. 245-257 y 261-271. [Traducción de la SEP con fines académicos, no de lucro, para los alumnos de las escuelas normales] Nueva pedagogía y estructura de la enseñanza clásica. La nueva pedagogía. Lo esencial de la reforma de la enseñanza de 1880 a 1902 lo constituye la elaboración de una nueva pedagogía; pero no se puede tomar ninguna medida importante, si no va acompañada por un texto que la precise. Después de la vana circular de 1872, lo que define el espíritu de los nuevos programas es una nota de 1880, bastante breve, redactada por E. Zévort y E. Manuel. En 1890, copiosos señalamientos provenientes de los informes de la Comisión J. Simón desarrollan la filosofía de la nueva pedagogía. Finalmente, después de la reforma de 1902, la inspección general redacta señalamientos oficiales "más escolares" desde el punto de vista técnico. Sin embargo, todos estos textos se inscriben en la misma dirección evolutiva. Mientras que los ejercicios de la antigua pedagogía se van quedando atrás, la nueva va tomando cuerpo. Los reformadores hacían fundamentalmente dos reproches a la antigua pedagogía; por una parte, la excesiva importancia concedida a la memoria sobre la inteligencia y, por otra, su enorme apego al manejo de las palabras y no al análisis de los hechos o a la reflexión. El tema "de las reglas" y el discurso, mecánicos o verbales, en las lenguas latín o francés, ocupaban en la memoria un lugar característico,y sus defensores los justificaban precisamente como ejercicios de memoria que no requerían un esfuerzo de inteligencia. La reforma de 1880, sin duda más importante por otros aspectos, marca un sensible retroceso a la antigua pedagogía. La composición en latín desaparece del bachillerato y el discurso en esa misma lengua se suprime del examen general. Los versos latinos se vuelven optativos, y se pone mayor acento en la traducción directa en detrimento de la traducción inversa. Según precisa la nota del 12 de agosto, se trata de ir del ejemplo a la 63
  • 13. regla, de la lengua a la gramática y no a la inversa. La traducción directa también se puede volver un ejercicio mecánico, para evitarlo se advierte contra el abuso del procedimiento de "palabra por palabra" y el uso inmoderado del diccionario. La composición en francés, que reemplaza a la composición en latín en el bachillerato. se separa del discurso:"se evitará el abuso de las materias (dictadas) que favorecen las ampliaciones estériles y se habituará al alumno a encontrar las ideas principales en sus composiciones". Los señalamientos de 1890 y de 1902 a 191 I retoman los mismos consejos. En 19021a composición en latín desaparece del programa; el propio término de retórica se borra de las denominaciones oficiales. Comienza el reinado de la disertación. Al principio, la introducción de “una composición francés” en el bachillerato tenía a los profesores perplejos, porque no sabían qué tema impartir. Poco a poco se van imponiendo los temas de historia literaria, incluso cuando la historia literaria ni siquiera era aceptada; los programas de 1890 le otorgan 15 horas en segunda y en primera1; las instrucciones de 1902 condenan el curso dogmático y continuo de literatura y el compendio que permite hablar de autores que se desconocen; proscriben los temas ambiciosos, que repre- sentan una oportunidad para la "mentira" intelectual. El propio G. Lanson afirma que la historia literaria/'asunto de la enseñanza superior", es "un azote" en la enseñanza secundaria. Sin embargo, desde 1895 en el examen de bachillerato se piden temas ules como -y no estamos tomando ejemplos caricaturescos-"comparar a Pascal, La Bruyére y La Rochefoucauld''mostrar la superioridad de la prosa sobre la poesía en literatura francesa del siglo XIX y explicar las razones","el Renacimiento ¿fue nocivo para el desarrollo espontáneo de la literatura francesa?". El gran número de autores del programa multiplica los temas posibles del examen de bachillerato y condena a los profesores a ser superficiales. Así, la retórica no desaparece por completo y con frecuencia la composición en francés sigue siendo el arte de estructurar las ideas recibidas. No obstante su ideal es muy diferente, y su práctica se da en las clases, cuando se utiliza una disertación para concluir el estudio serio de una obra. Se trata de reflexionar sobre un tema literario, extraer y organizar sus ideas generales. Es una mutación pedagógica, del discurso a la disertación, el plan prevalece sobre el estilo, la crítica reemplaza a la retórica. De esta manera se afirma uno de los rasgos fundamentales de la nueva pedagogía, una voluntad de sumisión a lo real. C. Falcucci, en su tesis de 1939 a la que tanto le debemos, lo subraya al repetir la fórmula de J. Ferry a propósito de la reforma de 1880:"la lección de las cosas como base de todo". Se pretende una trayectoria más empírica que racional -en estos términos se formula en 1890 la oposición en relación con las lenguas muertas. Es preciso ejercitar la mente en contacto con las realidades. De ahí la importancia ejemplar del método experimental, al cual Durkheim otorga un lugar privilegiado en su curso de 1904. Por lo demás, las instrucciones de 1902 insisten en el aspecto experimental de la física y de la geometría, y la misma preocupación explica la considerable importancia que se les otorga a las ciencias naturales en la primaria, en detrimento del cálculo. Esta pedagogía empírica conduce a privilegiar la explicación de los textos en la enseñanza literaria, preliminar lógico de cualquier disertación. "Lo que nos corresponde propiamente, dicen los señalamientos de 1890, es la lectura y la explicación de los textos: ahí está el fondo y la vida misma de la enseñanza secundaria". Y aún más: "el centro de gravedad de la enseñanza secundaria está en la explicación". No nos sorprendamos, la explicación da la espalda al comentario puramente gramatical o de admiración. Se vincula más con las ideas y los sentimientos que con las palabras y los giros. Aspira a que se reflexione sobre la naturaleza moral del hombre; es una "verdadera lección de cosas morales profesada por escritores geniales". 1 Actualmente, la enseñanza en Francia está dividida de la siguiente manera: enseñanza preescolar (de los 3 a los 6 años); enseñanza primaria (curso preparatorio, curso elemental I, curso elementa] II, curso medio I, curso medio II); enseñanza secundaria, 1er ciclo, colegio (6a, 5a, 4a, 3a); enseñanza secundaria, 2o ciclo, liceo (segunda, primera, terminal); título de bachiller (examen de bachillerato). N. de la trad. En este nivel ya aparece un nuevo formalismo. Claro está que la explicación vuelve la espalda al formalismo retórico y no aspira a constituir una colección de giros... Pero poco importa que sea sobre Platón, Goethe o Corneille, el objetivo no es conocer a esos autores, sino aprender a leer y a reflexionar sobre el hombre. El contenido de los estudios cuenta menos que el análisis profundo que de ellos deriva y los ejercicios escolares deben considerarse sólo como tales, independientemente de los conocimientos que parecen querer transmitir. Este razonamiento permite justificar la enseñanza de las lenguas antiguas. Las instrucciones de 1890 son claras: "no se trata de crear latinistas o helenistas profesionales. Simplemente, lo que se pide es que el latín y el griego, por su parte, contribuyan a la formación general del intelecto" (Falcucci, p. 415). Lo que interesa no es saber si los bachilleres son muy buenos en latín, sino si ejercitaron su inteligencia y aprovecharon el manejo de un método. Es indudable que una buena formación de la inteligencia resulta de la práctica de la traducción directa del latín, aún cuando no conduzca a un entendimiento real del mismo; lo que cuenta no es el resultado, es el proceso. De igual manera, no se preguntan si el razonamiento que la traducción del latín puede convertir 64
  • 14. en hábito, es claramente aquel que necesitarán los comerciantes y los industriales; la inteligencia es fundamentalmente una y ciertos ejercicios no tienen rivales. Sea cual fuere el juicio sobre su contenido, las lenguas antiguas se encuentran destinadas a constituir un ejercicio irremplazable. Esta pedagogía, que era entonces nueva, que definen tanto el método experimental como la explicación de textos, la disertación y la traducción directa, no ha dejado de inspirar a nuestra enseñanza secundaria, y más de un discurso de entrega de premios desarrolla aún hoy sus temas fundamentales. En 1939, C. Falcucci encuentra acentos simpáticos para comentar los señalamientos de 1890; le parecen profundamente justos. En la primera mitad del siglo.se establece un consenso pedagógico que prueba el inmenso éxito de la ocurrencia de Edouard Herriot "la cultura es la que queda cuando se ha olvidado todo". En efecto, por su indiferencia a los contenidos de la enseñanza, este método vacío definía una cultura verdaderamente general. Además, esta pedagogía explica la evolución de la enseñanza secundaria. En primer lugar, salva a las humanidades clásicas que logran conservar su antigua primacía. Permite una diversificación interna de la enseñanza mediante los contenidos, respetando la unidad fundamental de los métodos. Por último, amplía la empresa de la enseñanza secundaria; la cultura que pretende dispensar es en efecto lo suficientemente general a partir de ahora como para exigírsela a todos los alumnos, incluso a los candidatos a las escuelas especiales. Estas tres consecuencias son claramente visibles en la sucesión de las reformas que modifican la estructura de la enseñanza secundaria, al mismo tiempo que precisan su pedagogía. La estructura de la enseñanza secundaria (1880-1902). En 1880, además de la enseñanza especial de la cual hablaremos más adelante, existían de hecho dos enseñanzas secundarias; por una parte, una enseñanza literaria cuya sanción normal era el bachillerato en letras dividido en dos partes a partir de 1874; por otra, las clases "preparatorias" para las grandes escuelas, adonde se entraba después de 3a o 2a y que conducían o no al bachillerato en ciencias, fundado en 1852 por Fortoul. De modo que la bifurcación no había desaparecido y, así como hemos intentado mostrarlo, la cultura general no era más que la cultura especial de los notables. Con un curioso silencio, los reformadores dejan de lado la enseñanza científica, para tomarla contra las humanidades tradicionales. Se les hacen dos reproches muy diferentes. Por un lado, los partidarios de un humanismo moderno discuten radicalmente su adaptación a las necesidades de la época. ¿Cómo decirse culto e ignorar todo acerca de los progresos recientes de la erudición y de la ciencia? Es preciso recortar los progra- mas y dar lugar a disciplinas modernas. Otras críticas, más moderadas, las formula "un partido joven, ardiente, decidido que demanda que se desechen las antiguas rutinas y que se inauguren resueltamente métodos modernos" (G. Boissier). Son partidarios de las humanidades grecolatinas, pero rechazan la antigua pedagogía. En la disputa de los "antiguos" y los "modernos", ocupan una posición intermedia: son "antiguos", pero reformistas. Denunciados por todo un partido conservador, salvan a las humanidades clásicas porque realizan las reformas necesarias a tiempo. La reforma de 1880 (disposición del 2 de agosto) es el resultado de un compromiso entre esas dos tendencias desigualmente innovadoras. A los modernos les aporta nuevos programas y horarios. El latín y el griego pierden dos años, comenzando respectivamente en 6a y 4a. El francés, las lenguas vivas, la historia y las ciencias adquieren mayor importancia. De hecho esta victoria de los modernos sigue siendo limitada, las lenguas antiguas aún ocupan la tercera parte del horario de clases propiamente secundarias, por lo cual. Ferry en su discurso para el examen general, puede afirmar con razón que: "las lenguas antiguas conservan aún su antigua primacía. Pero... su estudio se ha podido diferir y concentrar a la vez" (C. Falcucci, p. 347). A los partidarios de una nueva pedagogía, la reforma les aportaba satisfacciones más sustanciales. En su nota del 12 de agosto, E. Zévort y E. Manuel retomaban las principales ideas de los innovadores y postulaban precisamente su pedagogía. Ferry no se equivocó cuando más tarde declaró que lo esencial en la reforma de 1880 no habían sido los programas sino los métodos. Sin embargo, los programas eran demasiado pesados. Como signo inequívoco de esa sobrecarga, por primera vez aparecían los cuadros que precisaban exactamente el horario de cada disciplina. Esa aritmética laboriosa no satisfacía a nadie y muy pronto se asumió que debía revisarse el compromiso de 1880. Esto se llevó a cabo por primera vez en 1884 (circular del 13 de septiembre sobre los horarios, plan de estudios del 22 de enero de 1885) y luego en 1890 (disposiciones del 28 de enero sobre los programas y del 12 de junio sobre el empleo del tiempo). En cada ocasión las reducciones tienen que ver con las materias que se habían beneficiado con la reforma de 1880. En 1884, la enseñanza del griego recupera lugar en 5a, las ciencias, las lenguas vivas, la 65
  • 15. historia y el francés pierden 18 horas. En 1890, desaparecen las mismas disciplinas, con excepción del francés. El cuadro siguiente, tomado de la tesis de C. Falcucci (p. 41 I), resume esa relativa restauración de las lenguas antiguas: 1880 1885 1890 diferencia 1980/1880 Francés...................... 21 17 18 -3 Latín y griego........... 59 59 59 0 Lenguas vivas........... 18 15 10 -8 Historia y geografía.. 24 20 171/2 -63/4 Ciencias.................... 28 13 161/2 -111/2 Dibujo....................... 14 14 10 -4 Filosofía.................... 8 8 63/4 -11/4 total........................... 172 154 1371/2 -341/2 Nota: Las cifras indicadas resultan de la suma de los horarios semanales en las clases secundarias (3 hrs. en 6° + 3 hrs. en 5o + 3 hrs. en 4o; etcétera = 18). Aquí se aprecia con claridad que el latín y el griego fueron los principales beneficiarios de las reformas de 1884 y 1890. No obstante, en 1890 la idea de una cultura general es ya lo suficientemente precisa para intentar un paso hacia la unificación de la enseñanza secundaria. El decreto y la disposición del 8 de agosto modifican el bachillerato. Además de algunas medidas de detalle que denotan la evolución pedagógica, tales como la notación de 0 a 20 y la aparición del libro escolar aún optativo, esta reforma suprime la distinción de los dos bachilleratos, en letras y en ciencias. Ya no hay más que un solo bachillerato en la enseñanza secundaria. La primera parte es común para todos los alumnos, la segunda se divide en dos secciones: la filosófica y la matemática. La bifurcación de las secciones literarias y científicas se traslada al final de la primera parte, imponiendo a estas últimas las humanidades, que con frecuencia se descuidaban, si no se hubieran dejado subsistir paralelamente las clases "preparatorias". M. Berthelot no deja de subrayar este hecho, en los famosos artículos de la Revive des Deux Mondes, donde aboga por la necesidad de una sección científica, sección que en realidad ya existía. En 1890, en los liceos de provincia, I 265 alumnos entran a las clases "preparatorias" de matemáticas elementales, en comparación con I18 que salen de retórica y 189 de filosofía. En Saint Cyr, en clase de preparación se aprecia el mismo fenómeno; 479 alumnos vienen de las clases "preparatorias", 52 de retórica y 207 de filosofía. Y para concluir:"la gran mayoría de los alumnos que quieren concursar para las escuelas de gobierno, hacia el final de sus estudios escapan de los cuadros de la enseñanza clásica" (La Revue des deux Mondes, 15 de marzo de 1891, p. 362). En 1902 la unidad de la enseñanza secundaria encuentra su forma contemporánea.2 En efecto, ya era obvio que las letras antiguas, en su integridad. no eran compatibles con las exigencias de los exámenes de admisión de los centros universitarios. Se les podía pedir a los candidatos más cultura general, pero no precisamente la cultura general de las secciones literarias. De ahí la idea de una sección latín-ciencias. Para la unidad de la enseñanza secundaria, el sacrificio necesario se le pedía al griego, lo cual era natural dentro de la lógica de una pedagogía indiferente a los contenidos de enseñanza y preocupada ante todo por encontrar ejercicios formales de inteligencia. Al griego tal vez lo habría podido salvar su literatura, pero al latín lo salvó su sintaxis. A partir de ese momento, se pueden definir las tres grandes secciones de la enseñanza secundaria. Después de un primer ciclo clásico, donde el griego se introduce en forma optativa en 4 a y 3a,se distinguen tres secciones en 2a; una sección latín-griego (A), una sección latín-lenguas B) y una sección latín-ciencias (C). Se agrega una cuarta, moderna o lenguas-ciencias (D), que sigue a un primer ciclo sin latín. Sin embargo, la enseñanza secundaria proviene de una larga evolución, la de la enseñanza especial. 66
  • 16. De la enseñanza especial a la enseñanza moderna. La enseñanza especial en 1880. Las humanidades clásicas no eran muy convenientes para aquellos niños cuyos padres los destinaban a la agricultura, al comercio o a la industria. La observación no era nueva y desde hacía ya mucho tiempo en los colegios y liceos se habían creado cursos especiales para satisfacer a esta clientela particular. V. Duruy había dado un nuevo impulso a ese tipo de enseñanza, fundando lo que se llamó la enseñanza secundaria especial. Quince años más tarde, la enseñanza especial era un éxito. Se había desarrollado más rápidamente que la enseñanza clásica pasando de 16 882 alumnos a 22 708 de 1865 a 1876, es decir un crecimiento del 35% contra un 23% del número de alumnos en la enseñanza secundaria pública. Además había permanecido fiel a su vocación: como prueba tenemos un informe de Gréard para la Academia de París (1881). Dos terceras partes de los alumnos de origen familiar conocido provenían de los medios agrícola, comercial o industrial; 72% de ellos se dirigían hacia esas ramas de actividad, sólo el II% proseguía sus estudios o ingresaba a escuelas de gobierno. Así, la enseñanza especial efectivamente desembocaba en la vida activa. 2 La reforma de 1902 es el resultado de las conclusiones de la Comisión Ribot. Una carta del ministro G. Leygues a Ribot fija los principios de la reforma en enero. En febrero interviene un voto en la Cámara. El texto decisivo es la disposición del 31 de mayo (plan de estudios, horarios y examen de bachillerato). Sin embargo, este cuadro optimista comportaba algunas sombras. La organización de los estudios no parecía muy buena. V. Duruy la había concebido en forma concéntrica, los cuatro años de escolaridad retomaban el mismo programa profundizándolo. El sistema favorecía la deserción, sólo el 54% de los alumnos seguía los cursos por más de dos años y una cuarta parte, toda la escolaridad. De manera que se podía pensar en reforzar esos estudios sin cambiar su orientación, y se encargó a una comisión la preparación de una reforma. Como testigo de la continuidad de la empresa se le confió la presidencia a Víctor Duruy (1881). Veinte años más tarde, la enseñanza especial había desaparecido para dejar su lugar a la sección moderna de la enseñanza secundaria. Las etapas de la evolución. Cuatro fechas marcan la integración progresiva de la enseñanza especial a la enseñanza secundaria: 1881, 1886, 1891 y 1902. En apariencia, la primera reforma (decretos del 4 de agosto de 1881 y del 28 de julio de 1882) no modifica la orientación práctica de la enseñanza especial. Los estudios duran cinco años, es decir uno más que en el pasado; pero se distingue un ciclo medio de tres años y uno superior de dos; así los alumnos más ansiosos por entrar a la vida activa pueden dejar la enseñanza especial al terminar el ciclo medio, con un certificado de estudios. De hecho, las modificaciones son más importantes. En primer lugar, los programas se vuelven progresivos, un año ya no puede aislarse del ciclo del que forma parte, con lo cual se espera evitar la deserción durante la escolaridad. De repente, la pedagogía cambia, hay más tiempo, se vislumbra una formación del entendimiento por sí misma. Dos signos dan prueba de ello: el abandono de los ejercicios prácticos, que tenían un lugar importante en el sistema de V. Duruy; y la creación de un título de bachiller de la enseñanza secundaria especial, sanción normal de los estudios, que permite el acceso a las facultades de ciencias y de medicina; se percibe la atracción del modelo clásico. En 1886, se da un paso más en esta dirección (disposición del 10 de agosto). Los estudios se alargan un año más y desaparece la distinción de los dos ciclos; como su modelo clásico, la enseñanza especial se vuelve continua y progresiva. Por lo demás, numerosas administraciones reconocen en el bachillerato de la enseñanza especial los mismos derechos que en el de la enseñanza clásica. En 1891, comienza una nueva etapa (decreto del 4 de junio, disposición del 25 de junio). Las clases de la enseñanza especial reciben denominaciones tradicionales: 6a, 5a, 4a, etcétera. El bachillerato deja de llamarse "especial" para tomar el título de "moderno", porque el consejo superior se negó obstinadamente a llamarlo "clásico francés". No obstante conserva su inferioridad jurídica en relación con el bachillerato de la enseñanza clásica. Sin embargo, la distinción de dos clases de Ia, una literaria (6 horas de filosofía) y otra científica, acentúa el parecido de esta clase terminal con las de la enseñanza clásica. 67
  • 17. La reforma de 1902 acaba la evolución; la enseñanza especial desaparece como tal, ya no hay más que un sección moderna de la enseñanza secundaria. Aún no lleva esta etiqueta; en la organización en ciclos sucesivos que entonces prevalece, la sección B del primer ciclo, sin latín y la sección D del segundo (lenguas- ciencias) recogen la herencia de la enseñanza moderna. Este bachillerato ya no se distingue de los otros bachilleratos de la enseñanza secundaria y pierde la inferioridad jurídica que todavía lo caracterizaba en 1891. A la enseñanza especial la sucedía una enseñanza clásica sin latín. En consecuencia, estamos en presencia de una evolución muy rápida, que lo hubiera sido aún más sin la oposición que los partidarios de lo clásico establecieron para acabar con ella: la igualdad de sanciones. ¿Cómo explicar semejante mutación? Las razones de la evolución. La transformación de la enseñanza especial en enseñanza moderna no obedece a una lógica interna. Es preciso buscar las razones del advenimiento de lo moderno sobre todo en su relación con la enseñanza clásica, en el seno de un solo y mismo sistema educativo, más que en la propia enseñanza especial. En primer lugar, porque los defensores de las humanidades clásicas favorecieron esta transformación. Efectivamente, la creación de una secundaria moderna era la única salida a las contradicciones dentro de las cuales se debatía la enseñanza clásica. Cierto es que, si hubiese sido perfectamente lógica, debería haber rechazado de manera categórica la constitución de humanidades modernas. Toda su ideología se basa en la afirmación de la unicidad de la cultura: ya que hay un hombre eterno y los antiguos lo expresaron de manera ejemplar, cualquier for- mación humanista pasa por las humanidades grecolatinas. La propia idea de una pluralidad de culturas es para ella escandalosa, ya que pone directamente en duda la afirmación central del humanismo tradicional. Hablar de humanidades modernas no es completar las humanidades clásicas sino negarlas. Sin embargo, los defensores de las humanidades tradicionales fomentan la fundación de una enseñanza moderna, porque ahí ven el medio de escapar de la revisión desgarradora que querrían imponerles los modernos. Éstos sostienen que el humanismo grecolatino ya no responde a las necesidades del momento. Si bien la enseñanza clásica sigue siendo fiel a su pretensión de ser la única enseñanza de cultura, no puede eludir la intimidación. Tiene que revisar sus programas, ampliar sus horizontes, y no solamente amputar el horario de las lenguas antiguas, sino también cambiar de perspectivas. La reforma de 1880 se internaba en esta senda; a los alumnos se les impuso una sobrecarga, en tanto que las lenguas antiguas fueron reducidas a su mínima expresión, con el pesar de sus defensores. Por el contrario, admitir que no son necesarias para todos y que algunos alumnos pueden recibir una cultura verdadera mediante otra enseñanza, permitía mantener una fuerte sección grecolatina reservada para los mejores. Así el asunto se ve desplazado, las humanidades tradicionales siguen siendo la forma superior de la cultura, pero de hecho no tienen a los alumnos que merecen. En 1887 el ministro E. Spuler elaborará explícitamente el siguiente razonamiento: hay que desarrollar la enseñanza moderna para los alumnos rezagados en clásica. El proceso de los alumnos sustituye al de las humanidades. Así, el fortalecimiento del latín y del griego en la sección clásica camina a la par de la transformación de la enseñanza especial en moderna. La posición de los defensores de lo clásico es contradictoria. Sostienen que las humanidades tradicionales son las únicas válidas o, por el contrario, admiten que constituyen otro tipo más de humanidades. De hecho la contradicción sólo es aparente y se resuelve en la afirmación de una superioridad. Los defensores de las humanidades clásicas expresamente quieren que otras sean posibles, con tal de que no sean ¡guales a ellas. Por lo tanto, estimulan la transformación de la enseñanza especial en enseñanza moderna, al tiempo que se esfuerzan por mantenerla en un rango inferior. Así en 1886, mientras la reforma de 1884 acaba de reforzar el latín y el griego en las secciones clásicas, el consejo superior constituye la enseñanza especial en enseñanza continua de seis años pero se niega a llamarla "clásica francesa". Su Comisión rechaza formalmente la idea de una asimilación de la enseñanza en cuestión con la enseñanza clásica. Para ella sólo hay una enseñanza clásica, la enseñanza cuya base es el estudio de las lenguas antiguas. Cualquier otra enseñanza que tuviera el mismo objetivo a través de otros medios, en su opinión no puede ser más que un simulacro de enseñanza clásica no necesaria (Revue internationale de l'enseignement, 1886, II, p. 353). En 1890 encontramos la misma actitud que une tres series de medidas: el fortalecimiento de las lenguas antiguas en la sección clásica; la acentuación del carácter clásico moderno de la enseñanza especial que pierde este nombre; y el mantenimiento de un status de segunda categoría de esa enseñanza moderna, cuyo título de bachillerato sigue siendo jurídicamente inferior al de la enseñanza clásica. 68
  • 18. La reforma de 1902 parece poner término a esta desigualdad. La enseñanza moderna desaparece como tal para dar lugar a secciones sin latín de una sola enseñanza secundaria, a la vez clásica y moderna en todas sus secciones. Pero el hecho no concuerda con la teoría; las secciones sin latín siguen siendo inferiores. En primer lugar, debido al reclutamiento; los mejores alumnos son orientados de manera sistemática hacia las secciones clásicas, práctica inevitable puesto que el desarrollo de la enseñanza moderna se había fomentado precisamente para permitir que las secciones más nobles se aligeraran y no tuvieran que recibir a los alumnos menos dotados. Pero además, por su organización pedagógica, la enseñanza moderna reconocía implícitamente la superioridad de las humanidades tradicionales; había fracasado al querer crear un humanismo en verdad moderno y ese fracaso estaba inscrito en las propias causas de su evolución. En efecto, para conservar una originalidad pedagógica, la nueva enseñanza debió haberse defendido de la atracción que ejercía la enseñanza clásica. Tanto era el prestigio de esta última que el asunto habría sido difícil aun cuando las escuelas modernas hubiesen sido distintas de las clásicas, como lo deseaba Bréal, casi sólo inspirándose en la distinción de las reaischulen y los gymnasium de Alemania. En la estructura francesa tener varias secciones en una misma escuela, con seguridad era imposible. Los profesores se sentían menospreciados; en los patios de recreo los alumnos se hacían tratar de "francés" o de "no latino" por sus camaradas de las secciones clásicas. ¿Cómo la enseñanza especial no iba a desear obtener reconocimiento y consideración imitando a su prestigiado superior? Por lo demás, ¿acaso se le ofrecía otra vía que no fuera esa imitación para volverse una enseñanza de cultura general? Aquí nos topamos con una dificultad mayor del pensamiento pedagógico, que aún no se ha resuelto. V Duruy había intuido la posibilidad de una enseñanza práctica y cultural al mismo tiempo. Aquel hijo de un obrero de los Gobelinos3 sentía, aunque de manera algo confusa, que de una enseñanza práctica e incluso de los tra- bajos del taller podía resultar una formación general del entendimiento. De ahí su insistencia por igual para ambos calificativos de la nueva enseñanza, "secundaria" y "especial". No obstante, sus sucesores no llegan a entender esa intuición, que V. Duruy jamás desarrolló suficientemente. Más aún, denuncian una contradicción en ella. Por ejemplo, para León Bourgeois, lo práctico y utilitario se opone a lo cultural y desinteresado. A falta de una pedagogía que buscara deliberadamente cultivar el espíritu en la ejecución de ejercicios prácticos y útiles, la enseñanza especial sólo podía realizar su ambición cultural agregando a sus ejercicios prácticos otros ejercicios reconocidos como culturales, es decir copiados de la enseñanza clásica: disertaciones, explicaciones de textos, traducciones directas. Como en los hechos no pudo superar la oposición entre lo cultural y lo práctico, abandonó lo que había sido su razón de ser. Al no poder ser secundaria por ser especial, se volvió secundaria aunque especial y pronto, simplemente secundaria. La imposibilidad de concebir ejercicios de cultura diferentes a los de la educación literaria tradicional fue fatal para la enseñanza especial. En primer lugar, dado que cualquier horario es limitado, inevitablemente los ejercicios culturales eliminan a los ejercicios prácticos. La enseñanza especial pudo convertirse en el núcleo de una enseñanza técnica larga -lo que en el fondo defendía Bréal al querer separarla, pero se volvió una enseñanza clásica de segunda categoría. El fracaso es grave, tanto para la formación profesional que tiene medio siglo de retraso, como para el humanismo moderno que ya sólo se define como un reflejo del humanismo clásico. Bréal lo señala con severidad en 1898: "se la ha convertido (a la enseñanza moderna) en un doble de la enseñanza clásica, al poner alemán donde la otra ponía latín, o inglés donde la otra decía griego". Esa misma imitación era la confesión inapelable de una inferioridad congénita. 3 Célebre manufactura de tapices francesa fundada en París por Luis XIV en 1667, a sugerencia de su ministro Colbert. (N.de la trad.) La enseñanza femenina de la autonomía a la unidad. Por mucho tiempo el Estado no había sentido la necesidad de organizar una enseñanza femenina. Efectivamente, la enseñanza secundaria del siglo XIX no aspiraba a dispensar una cultura general sino a preparar para las funciones públicas o para las escuelas especiales. Éstas no estaban hechas para las mujeres, cuya "vocación" estaba en el hogar; el poder público no tenía por qué ocuparse de un asunto eminentemente privado. Sin embargo, a la mujer no se le privaba de educación. Algunas pensiones, principalmente de religiosas, pero también instituciones laicas de la primera mitad del siglo, acogían a jovencitas a partir de los 8 años. Por lo general, permanecían ahí unos cinco o seis años, la mayoría de la veces como internas. Lo primero que hacían era desarrollar su devoción y su piedad, pero también trataban de convertirlas en buenas amas de casa. Les 69
  • 19. enseñaban a recibir, a mantener una conversación, a redactar cartas correctamente, a llevar las cuentas, lo que suponía bastante buena ortografía y cálculo, así como gramática y francés. Para ello tenían la necesidad de llamar a docentes externos, incluso hombres; a finales del Segundo Imperio las instituciones religiosas contaban con 614 profesores. Finalmente, las artes decorativas ocupaban un lugar importante en esta pedagogía. Esta educación se basaba en una concepción de la especificidad femenina propia de las clases dirigentes. La prueba está en que no se les ocurrió en absoluto inspirarse en ella cuando se trató de fundar la instrucción primaria de las niñas del pueblo, que se desarrolló más tarde que la de los niños, pero siguiendo las mismas normas pedagógicas. La campesina está sometida a su marido y casi no tiene tiempo de pensar a en su "femineidad". En la unidad familiar de producción, el aporte de su rueca. de su oficio como tejedora, su trabajo en el jardín y el corral sobre los que reina, no es despreciable; con frecuencia ella es la que lleva al hogar el dinero líquido del mercado vecino. La burguesa, por el contrario, no se ocupa de su casa, la dirige; el personal doméstico -al menos una empleada muy eficiente- hace el trabajo. Así ella puede dedicarse a las obras de caridad y a la vida mundana, recibir en su salón el día correspondiente, hacer visitas el resto de las tardes. Hay pocos intercambios con los hombres, en la tarde ellos trabajan; en la noche, una vez terminada la cena, platican entre ellos fumando y se con- sideraría "femenino" interrumpir esta costumbre. El drama es que esta separación de sexos perturba enormemente sus relaciones. La galantería puede divertir un tiempo; es preciso que pase la juventud. Pero el matrimonio es un final, un "entierro". ¿Cómo se relacionan seres tan diferentes? En su gran discurso dé la Sala Moliere (1870), J. Ferry desarrolla ampliamente este tema: la unión de las almas es imposible, y se sabe que la señora de Ferry fue un ser excepcional. Joseph Caillaux. en sus memorias, expone sin rodeos que no quiso romper una relación halagüeña para casarse con una "pequeña oca blanca" que lo habría llevado a misa. Por un lado las cosas serias, los negocios, la política, la sociedad moderna, y la incredulidad; por otro, la devoción y la frivolidad. Del mismo modo se planteaba el problema de la enseñanza secundaria de las jóvenes, aunque de manera ambigua. Por una parte, se quería para ellas una enseñanza diferente a la de los jóvenes, ya que se intenta respetar su "femineidad". Pero por otra, se pretendía llenar el hueco que separaba intelectualmente a ambos sexos. En consecuencia, se concebía una enseñanza abiertamente cultural -en el sentido desinteresado- ya que no se trataba en absoluto de preparar a las jóvenes para ejercer una profesión; pero al mismo tiempo se quería desarrollar el hábito de razonar de manera positiva, para que hombres y mujeres hablaran un lenguaje común. Así, la enseñanza femenina aparece como un medio para luchar contra la superstición, el misticismo y la influencia clerical. "Es preciso escoger, ciudadanos, concluía J. Ferry: es preciso que la mujer pertenezca a la ciencia o que pertenezca a la Iglesia." No nos debe sorprender que el primer intento por fundar una enseñanza secundaria para señoritas lo realizara un libre pensador como V. Duruy, y que suscitara la oposición salvaje de la Iglesia católica. La iniciativa, sin embargo, era modesta; V. Duruy no deseaba en absoluto crear escuelas especiales para los cuales no habría créditos. Solamente pedía a las municipalidades instituir en locales dependientes de ellas cursos públicos pagados, donde las madres podrían conducir a sus hijas y donde los profesores de los liceos de hombres dictarían conferencias más que propiamente lecciones. La respuesta fue entusiasta. Monseñor Dupanloup opuso el sexo de los profesores al de los alumnos, y el carácter público de los cursos a la vocación privada de las mujeres. Su reacción fue tan torpe que, según una obra reciente, el fogoso obispo denunció la cultura insuficiente de las mujeres. Era obvio que la hostilidad del episcopado, sostenido por monseñor Dupanloup se explicaba por el temor a una competencia que podría amenazar el monopolio de las instituciones religiosas. Por lo demás, la empresa de V. Duruy sólo tuvo un éxito limitado. Se abrieron unos cuarenta cursos públicos; en 1881 se cuentan 101 con 4 206 alumnos. Además fue imposible organizar un ciclo regular de estudios, en tres o cuatro años, como lo había pensado V Duruy. El curso público tenía más de asociación cultural que de enseñanza regular. No obstante, la enseñanza secundaria femenina progresaba. En los cursos privados, prósperos, el nivel de estudios se elevaba. A falta de un diploma particular que sancionara estos estudios, el certificado superior era muy solicitado por las jóvenes que no se destinaban en absoluto a las funciones de institutriz. En la Academia de París, 356 candidatas obtuvieron ese certificado en 1855,570 en 1865, I 356 en 1875 y 3 164 en 1881. Con respecto a estas últimas cifras, Gréard piensa que al menos I 900 no responden a ningún deseo utilitario. Al mismo tiempo, en toda Francia, 6000 jóvenes eran recibidos en ambos bachilleratos. Bajo el casi monopolio de 70