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2
El Dios de las crisis
L
a rebelión de Lucifer en el cielo fue seguramente la mayor crisis que
jamás se haya desatado en todo el universo. Marcó el surgimiento del
pecado. Sus consecuencias son indescriptibles. El gobierno de Dios fue
desafiado y su carácter impugnado con falsas acusaciones. Ángeles lea­
les al Todopoderoso albergaron la duda en sus mentes, y una tercera parte de
las huestes celestiales decidieron unirse al líder de la rebelión y seguirlo; y lo
harán hasta cosechar las últimas consecuencias del pecado: su destrucción final
en el lago de fuego.
La humanidad también sería víctima del engaño y participaría del mismo
espíritu rebelde hasta que, finalmente, un sector mayoritario fuera destruido
con el diablo a quienes multitudes incontables decidieron dar su lealtad antes
que a Dios (Apoc. 20: 7, 8). El surgimiento del pecado fue una crisis tan grande
que su solución requirió la muerte del Hijo de Dios. Con toda razón hablamos
de «el conflicto de los siglos», y no sin motivo lo denominamos «el gran con­
flicto» de todas las edades. Fue al Dios que llamó a Jeremías a quien le tocó
enfrentar esta crisis. Así pues, el Dios de Jeremías sabe de crisis. Es el Dios de
las crisis. Necesitamos recordarlo al repasar los eventos que rodearon la vida de
Jeremías y su pueblo mientras él cumplía su misión como mensajero a Judá y
como «profeta a las naciones» (Jer. 1: 5, 10).
En los días de Jeremías, el reino de Judá no solo enfrentaba la crisis extema
de la amenaza de una potencia enemiga, Babilonia. También enfrentaba una
gran crisis intema por rehusar arrepentirse de sus pecados, que era lo que Dios
les rogaba que hicieran a fin de librarlos de sí mismos y de sus enemigos. Pero
no quisieron recibir su mensaje, enviado por medio del profeta; se negaron a
reconocer su pecado. Esta crisis, la espiritual, era mucho más seria que el peli­
gro militar que los amenazaba. Era de mayores consecuencias porque al negar­
se a oír ponían en riesgo no solo su vida temporal sino también la eterna.
22 • El D ios de Jeremías
Desde la caída en el pecado hemos vivido en continuas crisis. Es una reali­
dad existencial que no puede ser negada por ningún ser humano, puesto que
todos la conocemos por experiencia. Pero el mensaje del libro de Jeremías es
que Dios está en el control y puede libramos no solo de las crisis nacionales,
institucionales, o familiares, sino también de las más difíciles porque son la
fuente de todas las demás, nuestras crisis personales.
Una breve historia
Después de la muerte de Josué, el pueblo de Israel hizo exactamente lo que
Dios les había dicho que no hicieran: entraron en alianzas con habitantes de la
tierra de Canaán y, en vez de derribar sus altares erigidos para la adoración de
sus dioses paganos, se sirvieron de ellos para sus propias prácticas idólatras
(Juec. 2: 1, 2). Cuando murió toda la generación que había vivido durante el
tiempo de Josué y de los ancianos que le sobrevivieron, los que habían sido
testigos de las grandes obras que el Señor había realizado en favor de Israel, «se
levantó otra generación que no conocía al Señor, ni la obra que él había hecho
por Israel» (vers. 10).
Esta nueva generación hizo lo malo ante los ojos de Dios, y en vez de servir­
lo, sirvieron a los baales. Abandonaron al Dios de sus padres, adoraron a los dio­
ses de los pueblos circunvecinos y provocaron el enojo del Señor. El culto a dioses
falsos llegó a ocupar el lugar del culto a Jehová, el que los había libertado de la
esclavitud egipcia (vers. 11-14). Aun así Dios no los abandonó definitivamen­
te. En vez de eso, se manifestó a ellos como un Dios libertador. El relato bíbli­
co nos dice que «Jehová levantó jueces que los libraran de manos de quienes
los despojaban» (vers. 16).
Desde la muerte de Josué hasta el inicio del reinado de Saúl, primer rey de
Israel, los líderes principales del pueblo fúeron los jueces. Sus actividades no se
limitaban a lo que hoy consideramos funciones judiciales. Nuestra división
actual del gobierno en los poderes legislativo, ejecutivo y judicial es una inno­
vación relativamente reciente. En el contexto bíblico y particularmente el de la
época de los jueces, el término «juez» usualmente es paralelo a «rey» (Sal. 2: 10;
Isa. 33: 22).1
En determinadas circunstancias los jueces, ya fueran los denominados ma­
yores (de los cuales tenemos más información) o los llamados menores (de los
cuales tenemos menos información), aparecían suscitados por Dios como li­
bertadores del pueblo (Otoniel, Aod), o elegidos por sus compatriotas (Jeffé),
o mediante algún anuncio profético (Barac), o a través de alguna otra manifes­
tación especial de la providencia divina (Gedeón, Sansón).2
2. El Dios de las crisis • 23
Época de apostasía
El período de los jueces se caracterizó por la rebelión y la apostasía y, en
consecuencia, por una decadencia nacional progresiva. La situación no era
muy diferente a la que, en cualquier época, suscitaba la reacción de los profe­
tas, que a menudo se quejaban con amargura de que la justicia se corrompía
debido al soborno y al falso testimonio (Isa. 1: 23; 5: 23; Amos 5: 12; Miq. 3:
11; 7: 3, etc.).3
Quienes tomaban el poder en sus manos oprimían a pobres, viudas y huérfa­
nos; amaban el soborno, se iban tras las recompensas y al justo le quitaban su
derecho. El sacerdote enseñaba por precio, el «profeta» adivinaba por dinero, y
el poderoso hablaba según el capricho de su alma. Se nos informa que «en aque­
llos días no había rey en Israel y cada cual hacía lo que bien le parecía» (luec. 17:
6). Y, ¿cuán bueno, recto y justo puede ser el parecer, o el juicio, de quienes han
abandonado los caminos de Dios y, sin embargo, siguen convencidos de que él
está en medio de ellos? «Se preguntan: '¿No está Jehová entre nosotros?"». Y
concluyen: «No vendrá sobre nosotros ningún mal» (ver Miq. 3: 11).
El culto altamente desarrollado al dios masculino Baal, dios de la tormenta,
y a su contraparte femenina, Asera, también conocida como Astoret (o Astar-
té),4apelaba a los instintos humanos más bajos. Asera era la diosa fenicia de la
vegetación, y señora del mar, «la amante [novia] de los dioses [del cielo]», y
madre de setenta deidades.5 Dicho culto incluía rituales en los que mujeres
actuaban como prostitutas sagradas que interactuaban con los adoradores. Esa
forma de fornicación, que incluía ritos de fertilidad, ejercía una atracción casi
irresistible para la gente común incluyendo a los israelitas restringidos por las
estrictas leyes morales que les habían sido transmitidas por medio de Moisés.6
Luego llegó el tiempo de la monarquía. El pueblo, liderado por sus ancia­
nos y acicateado por la pésima conducta de sus últimos jueces, los hijos de
Samuel (1 Sam. 8: 1, 2), que no siguieron el ejemplo de su padre, le exigieron
al anciano profeta que les diera un rey, como tenían todas las demás naciones
(vers. 4, 5). Vino entonces la era de la monarquía unida, que se extendió por
alrededor de cien años, bajo los gobiernos sucesivos de Saúl, David y Salomón.
Y después de la muerte de este último, bajo el gobierno desafortunado de su
hijo Roboam, el reino se dividió en dos: El reino del norte, Israel, con Samaría
como su capital, y el reino del sur, Judá, con su capital Jerusalén.
A lo largo de todo este proceso histórico, y a pesar de las muchas equivoca­
ciones de su pueblo, podemos contemplar al Dios de Jeremías conduciéndo­
los, extendiéndoles su gracia, tratándolos con misericordia y, hasta donde le
fúe posible, condescendiendo con ellos, como cuando exigieron un rey. A pe­
sar de que, como el mismo Dios le dijo a Samuel, «no te han desechado a ti,
24 • El D ios de Jeremías
sino a mí me han desechado, para que no reine sobre ellos» (1 Sam. 8: 7), en
vez de volverles la espalda, Dios instmyó a Samuel para que les hiciera trascen­
dentales advertencias y les dirigiera en el proceso de la selección de su nuevo
gobernante. ¡Qué Dios!
Los dos reinos
En la división del reino, con las tribus de Judá y Benjamín al sur (reino de
Judá) y las diez tribus restantes al norte (reino de Israel), el pueblo de Dios se
vio confrontado con una crisis sin precedentes en su historia. Pasó lo que a
menudo ocurre con las crisis; nos confrontan con resultados inesperados, con
situaciones que no anticipamos, que nos impactan y traen consigo el descon­
cierto. Y lo que nadie había previsto nunca antes, llegó a ocurrir: el reino ante­
riormente unido estaba ahora separado en dos facciones antagonistas.
Las cosas no habrían de mejorar continuamente ni en el norte ni en el sur.
La trayectoria de ambos reinos se vio caracterizada por altas y bajas a lo largo
de su historia, pero una cosa era cierta: las cosas iban siempre de mal en peor y
nunca más verían las glorias que vivieron en los reinados de David y de Salo­
món. El pueblo de Dios avanzaba en una declinación continua; declinación
que era evidentemente más rápida en el norte que en el sur. Con muy pocas
excepciones, los reyes del reino del norte fueron más perversos que los reyes
del reino del sur.
Entre los primeros, sobresale el pésimo ejemplo y liderazgo espiritual del
idólatra rey Jeroboam. Entre muchas otras cosas, construyó dos becerros de oro
para que fueran adorados, y estratégicamente colocó uno en Bet-el y el otro en
Dan a fin de desanimar al pueblo de ir a adorar a Jerusalén; así mantendría su
control sobre las tribus del norte. Construyó santuarios en los lugares altos y
les nombró sacerdotes que no eran de la tribu de Leví. Creó un nuevo mes y, a
mitad del mismo, instituyó una celebración especial para rivalizar con la fiesta
solemne que para la época se celebraba en el reino de Judá. Y él mismo asumió
tareas sacerdotales (ver 1 Rey. 12: 26-31). Los pecados de Jeroboam, como los
de los otros reyes, y los del pueblo, trajeron consecuencias duraderas en el res­
to de la historia de Israel hasta que llegaron al punto sin retomo mediante su
extinción como nación bajo el ataque del imperio Asirio.
Las cosas fueron un tanto diferentes en el reino del sur pero tampoco fueron
ideales. Aun después de la caída de Israel en el 722 a. C., Judá continuó en su
camino descendente, apartándose más y más del Señor hasta que en el año 586
a. C. Dios permitió que fueran finalmente derrotados por los babilonios. «Vino,
pues, la ira de Jehová contra Israel y Judá, hasta que los echó de su presencia»
(2 Rey. 24: 20).
2. El Dios de las crisis • 25
Pero esto no ocurrió sin que Dios, en su longanimidad, les extendiera du­
rante el curso de los años su paciencia a sus hijos. El Dios de Jeremías es pacien­
te y misericordioso. Durante todo el tiempo en que Israel y Judá fueron dirigi­
dos por líderes perversos, Dios les envió sus profetas con su mensaje de amor,
invitándolos a reconsiderar sus caminos, a apartarse del mal, y a volver a él en
arrepentimiento para su salvación (Jer. 7: 25). Jeremías fue uno de ellos.
Dios le dijo a Jeremías: «Ve y proclama estas palabras hacia el norte, y di:
"Vuélvete, rebelde Israel, dice Jehová; no haré caer mi ira sobre ti, porque mi­
sericordioso soy yo, dice Jehová; no guardaré para siempre el enojo. Reconoce,
pues, tu maldad, porque contra Jehová, tu Dios, te has levantado, y no has es­
cuchado mi voz, dice Jehová"» (Jer. 3: 12, 13). El ministerio profético de Jere­
mías fue dedicado, casi exclusivamente, a transmitirle al reino del sur los lla­
mados insistentes de la misericordia divina.
En muchas ocasiones en la historia de Israel pareció que fracasaba el propó­
sito de Dios para con su pueblo. Pero el Dios de lo alto, Rey del universo, es el
Dios de las crisis. Aunque una y otra vez había tenido razones suficientes para
permitir que dejaran de existir como nación, Dios nunca perdió de vista su
propósito para con su pueblo. Ese propósito, que el pueblo no había permitido
que se cristalizara en medio de la bonanza y la paz, se lograría por medio del
sufrimiento y del cautiverio. En uno de los mensajes dirigidos a la capital del
reino del sur, Jemsalén, Dios le expresó así su propósito:
«Esta ciudad me será por nombre de gozo, de alabanza y de gloria entre
todas las naciones de la tierra, cuando oigan todo el bien que yo les hago. Te­
merán y temblarán por todo el bien y toda la paz que yo les daré [...]. He aquí
vienen días, dice Jehová, en que yo confirmaré la buena palabra que he habla­
do a la casa de Israel y a la casa de Judá» (Jer. 33: 9, 14). El Dios de Jeremías es
el Dios redentor.
Dos males del pueblo de Dios
El cumplimiento del propósito de Dios se vio estorbado por dos actitudes de
su pueblo, a las que el Dios de Jeremías llama «males». Notemos sus palabras:
«Porque dos males ha hecho mi pueblo: me dejaron a mí, fuente de agua viva,
y cavaron para sí cisternas, cisternas rotas que no retienen el agua» (Jer. 2: 13).
El primer mal consistió en que se alejaron de Dios, es decir, perdieron la
fidelidad de su juventud (vers. 2). Por lo cual él les preguntó: «¿Qué maldad
hallaron en mí vuestros padres, que se alejaron de mí?» (vers. 5). Lamentable­
mente, los primeros en dar el mal ejemplo en este curso de acción equivocado
26 • El D ios de Jeremías
fueron sus propios líderes: los sacerdotes, los maestros de la ley, los pastores y
los profetas (vers. 8). El segundo mal, resultado natural del primero, fue que
cavaron para sí cisternas rotas, que no pueden retener el agua.
Las cisternas eran reservas artificiales cavadas para almacenar líquidos, espe­
cialmente agua. Por lo general eran tanques subterráneos destinados a recolec­
tar agua en la época de lluvias. Las cisternas eran populares en Palestina. En los
veranos, secos y largos, cerca de medio año de duración (de mayo a septiem­
bre) la lluvia en Palestina, si es que había alguna, era (y todavía es) muy escasa.
Este hecho, sumado a la carencia de fuentes naturales resalta la importancia de
las cisternas, ya que la gente dependía para su subsistencia casi exclusivamente
del agua lluvia que estas contenían. Era, por lo tanto, muy importante que du­
rante la estación lluviosa se almacenara el agua necesaria para satisfacer las
necesidades de los largos meses de la estación seca.7
Además de las privadas, había también cisternas públicas cavadas en las
rocas, localizadas al interior de las murallas de las ciudades de modo que sus
habitantes pudieran resistir cuando estas fueran sitiadas. En el área del templo
en Jemsalén había al menos treinta y siete cisternas grandes, una de ellas de
una gran capacidad, calculada en varios millones de litros.8Por mucho tiempo
las cisternas fueron cavadas en la roca caliza suave común en muchas partes de
Palestina. Debido a su naturaleza porosa estas cisternas a menudo se rompían
volviéndose inadecuadas para retener el precioso líquido.
Dijimos que el segundo mal fue el resultado natural del primero porque
cuando abandonamos a Dios, no nos queda más remedio que buscar sustitu­
tos. Sustitutos que siempre han sido y serán insatisfactorios y vanos. «Se aleja­
ron de mí, y se fueron tras la vanidad y se volvieron vanos», dice el Señor (vers.
5). Al volvemos a los vanos sustitutos de Dios, nosotros mismos nos volvemos
vanos. Al apartamos de la voluntad de Dios para satisfacer nuestros intereses y
seguir nuestro propio camino, cambiamos su gloria por lo que no aprovecha
(vers. 11). ¿Resultados? Quebrantamiento de cabeza (vers. 16, 17). Cosecha­
mos las consecuencias de nuestros desaciertos y luego las consideramos como
castigos de Dios, y, al damos cuenta de nuestra equivocación, vivimos en amar­
gura (vers. 19).
Necesitamos reconocer lo que el pueblo del Dios de Jeremías se negó a re­
conocer: que los sustitutos de Dios se convierten en nuestros dioses, y que ellos
no podrán libramos en tiempo de aflicción. Cuando, presionado por la calami­
dad (no por el amor a él) clamaron a Dios, él les respondió: «¿Y dónde están
tus dioses que hiciste para ti? ¡Levántense ellos, a ver si pueden librarte en el
tiempo de tu aflicción!» (vers. 28).
Necesitamos reconocer que en medio de nuestras crisis Dios es nuestra úni­
ca esperanza, y recordar las palabras de Jeremías: «¡Jehová, esperanza de Israel!,
2. El Dios de las crisis • 27
todos los que te dejan serán avergonzados, y los que se apartan de ti serán
inscritos en el polvo, porque dejaron a Jehová, manantial de aguas vivas» (Jer.
17: 13). Una evidencia de nuestro abandono de Dios por otras fuentes es el
descuido de la oración. Volvamos a ella y con fervor pidámosle a Dios: «Sána­
me, Jehová, y quedaré sano; sálvame, y seré salvo, porque tú eres mi alabanza»
(vers. 14). Si lo hacemos, nos dará agua viva (Juan 4: 10, 14).
La amenaza de los babilonios
El pueblo de los días de Jeremías se negó a volverse a su Dios en el mismo
tiempo en que una remozada potencia político-militar emergía en el horizon­
te, el Imperio neobabilónico.
Las tribus remanentes del Imperio babilónico antiguo habían logrado su
independencia del Imperio asirio en el año 627 a. C. El comandante de los
ejércitos babilónicos, Nabopolasar, fue más tarde coronado rey en el año 626
a. C. Poco tiempo después este renaciente imperio, ahora comandado por el
príncipe Nabucodonosor, venció finalmente a Nínive y la saqueó (612 a. C.),
derrotó a Egipto en Carquemis (605 a. C.) y ganó el dominio de toda la región
Siró-Palestina (2 Rey. 24: 7). En el mismo año Nabucodonosor fue coronado
rey en lugar de su padre. Al año siguiente, todos los reyes de la región llegaron
a ser sus vasallos, incluyendo a Joacim, rey de Judá (2 Rey. 24: 1). Nabucodo­
nosor había llevado a Babilonia mucho botín de la ciudad de Jerusalén (2 Rey.
24: 10-17)9y la amenaza de futuras incursiones se cernía como una densa nube
oscura que no se desvanecía del horizonte de la nación judía.
El pequeño reino de Judá se encontraba atrapado en medio de esta lucha
entre grandes poderes por el control de la región y la hegemonía del mundo
antiguo. Pero su actitud de no rendirse, de no cooperar con Babilonia, era con­
traria al propósito de Dios. El ministerio de Jeremías, centrado en Judá y su
capital, tuvo su fase más intensa precisamente entre los años 606 y 586 a. C.,
cuando ocurrieron la primera y la tercera deportación de Jerusalén.
Los terribles acontecimientos históricos relacionados con el avance de Babi­
lonia parecían depender de la sed de poder de monarcas sin control. Pero no
era así. Notemos lo que el Dios de Jeremías le reveló al profeta: «Y ahora yo he
puesto todas estas tierras en mano de Nabucodonosor, rey de Babilonia, mi
siervo, y aun las bestias del campo le he dado para que le sirvan» (Jer. 27: 6).
Aquí cabe recordar la declaración inspirada de Elena G. de White:
«En los anales de la historia humana, el desarrollo de las naciones, el naci­
miento y la caída de los imperios, parecen depender de la voluntad y proezas
de los hombres; y en cierta medida los acontecimientos se dirían determinados
por el poder, la ambición y los caprichos de ellos. Pero en la Palabra de Dios se
28 • El D ios de Jeremías
descorre el velo, y encima, detrás y a través de todo el juego y contra juego de
los humanos intereses, poder y pasiones, contemplamos a los agentes del que
es todo misericordioso, que cumplen silenciosa y pacientemente los designios
de la voluntad de él».10
En medio de la confusión de acontecimientos socio-políticos, el Dios de
Jeremías, Dios de las crisis, estaba al control. Siempre lo está. Nabucodonosor
era, por el momento, su agente escogido para el sometimiento no solo de Judá
sino de las naciones circunvecinas. Pero después del plazo fijado, setenta años,
Babilonia misma enfrentaría el juicio divino y ella también sería destruida y
desolada (Jer. 25: 8-14). El Dios de Jeremías es soberano. Gobierna supremo
sobre el destino no solo de su pueblo sino de todas las naciones. Él fue quien
creó a todos los seres humanos, y la totalidad de su creación es objeto de su
amor y objetivo de su misión.11
Jeremías sabía cuán grande es el Dios a quien servía, aunque no lo entendie­
ra plenamente. Afirmó: «No hay nadie semejante a ti, Jehová; grande eres tú y
grande en poder es tu nombre. ¿Quién no te temerá, Rey de las naciones? A ti
es debido el temor, porque entre todos los sabios de las naciones y en todos sus
reinos, no hay nadie semejante a ti» (Jer. 10: 6, 7).
Dios le pondría fin a la crisis de su pueblo. Así les dijo Jehová: «Cuando en
Babilonia se cumplan los setenta años, yo os visitaré y despertaré sobre voso­
tros mi buena palabra, para haceros volver a este lugar» (Jer. 29: 10). Y qué
bueno, cuando nosotros mismos estemos atravesando por momentos difíciles,
de prueba y de incertidumbre, que recordemos sus palabras en el versículo si­
guiente: «Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice
Jehová, pensamientos de paz y no de mal, para daros el fin que esperáis» (vers.
11). Esta promesa ha sido especialmente apreciada por quien escribe y su fami­
lia; el versículo fue reencontrado por mi esposa justo cuando acabábamos de
recibir el llamado para ir a la Universidad Linda Vista, México. Nos fue de gran
bendición ante las incertidumbres de nuestro primer período de servicio como
misioneros en el exterior, y lo ha seguido siendo desde entonces.
Querido lector, cuando estemos frente a la crisis en nuestras vidas, no des­
mayemos. En esos momentos recordemos, con Pablo, «que estamos atribula­
dos en todo, pero no angustiados; en apuros, pero no desesperados; persegui­
dos, pero no desamparados; derribados, pero no destmidos» (2 Cor. 4: 8, 9). El
Dios de las crisis sostiene el control en sus manos.
El Dios de Jeremías es bueno y es fiel. Le hizo a su pueblo la siguiente pro­
mesa: «Porque vienen días, dice Jehová, en los que haré volver a los cautivos de
mi pueblo de Israel y de Judá [...] y los traeré a la tierra que di a sus padres, y
la disfrutarán» (Jer. 30: 3). Hagamos nuestra esta promesa hoy.
2. El Dios de las crisis • 29
Juramentos falsos
Antes de cerrar este capítulo es conveniente que toquemos un tema relacio­
nado con una de las actitudes equivocadas del pueblo de Dios de la antigüe­
dad. El pueblo de Jeremías estaba autoengañado, se fiaban de palabras de men­
tira y se tranquilizaban con la falsa seguridad de que eran el pueblo de Dios y
tenían en el templo en medio de ellos (Jer. 7: 4). Pero al mismo tiempo, no
había un solo justo entre ellos; Dios les hizo la siguiente exhortación: «Reco­
rred las calles de Jerusalén, mirad ahora e informaos; buscad en sus plazas a ver
si halláis un solo hombre, si hay alguno que practique la justicia, que busque
la verdad, y yo lo perdonaré. Aunque digan: "Vive Jehová", juran en falso» (Jer.
5: 1, 2). Con sus falsos juramentos, todos profanaban el nombre de Dios (L^v.
19: 12).
El juramento era una solemne apelación a Dios para confirmar un dicho, o
una promesa, o para hacer a Dios testigo de un pacto (Gén. 21: 23; Gál. 1: 20).
Los juramentos jugaban un papel muy importante, no solo en transacciones
legales o estatales sino también en la vida cotidiana. En los tiempos bíblicos se
juraba ante el rey, ante otras personas, o invocando ciertos objetos sagrados
(Mat. 23: 16-22), y actuando de diversas maneras, las cuales incluían:
a. Levantar la mano ante Dios (Apoc. 10: 5, 6),
b. Poner la mano debajo del muslo del otro (Gén. 24: 2; 47: 29),
c. Pasar por en medio de un holocausto dividido (Gén. 15: 17, 18),
d. Orientar el rostro hacia la ubicación del templo de Jerusalén
(1 Rey. 8:31,48).
Para el tiempo de Cristo, las regulaciones del Antiguo Testamento sobre los
juramentos (Éxo. 22: 11) habían sido pervertidas por los escribas, y Jesús con­
denó el juramento indiscriminado y trivial (Mat. 5: 33-37).12 En la Biblia se
considera lícito el juramento judicial (Éxo. 22: 11; Núm. 5: 19; Mat. 26: 63,
64), pero se condena el perjurio, la mención profana del nombre de Dios, la
violación de los juramentos hechos delante de él (2 Crón. 36: 13) y otros ma­
los usos del juramento (Lev. 19: 12; Jos. 23: 7; Mat. 14: 6-9).13
Hoy podríamos caer en una trampa similar. Para evitarlo, sometámonos a
la Palabra de Dios y procuremos cumplir con nuestra palabra y honrar nuestras
promesas. Que nuestro hablar, en vez de ser ambiguo, sea «sí», o «no», y expre­
semos precisamente lo que queremos decir, pues Dios conoce nuestros corazo­
nes (Mat. 5: 37).
30 • El D ios de Jeremías
Vislumbres adicionales del Dios de Jeremías
El Dios de Jeremías, Dios de las crisis, cumple sus promesas. Así lo hizo en
la antigüedad y lo hará también con nosotros. Por tanto, en toda crisis es nues­
tro deber orar. Él nos dice: «Entonces me invocaréis. Vendréis y oraréis a mí, y
yo os escucharé» (Jer. 29: 12). Y nos asegura: «Me buscaréis y me hallaréis,
porque me buscaréis de todo vuestro corazón» (vers. 13).
El Dios de Jeremías es el Dios libertador. Cuando esperamos en él, nos saca
de las crisis predisponiendo a favor nuestro la voluntad de las personas indica­
das en el momento en que más lo necesitamos. Por ejemplo, cuando Jeremías
se encontraba en la cisterna oscura y húmeda a la que fue arrojado para que
muriera, la buena voluntad de un eunuco etíope, y una orden dada por el rey,
fueron la oportuna provisión de su Dios para liberar a su siervo (Jer. 38: 7-10).
Finalmente, el Dios de Jeremías es el Dios de paz. Después de la crisis, esta­
rá siempre dispuesto a proveemos sanidad y paz en abundancia. Nos lo asegu­
ra: «Yo les traeré sanidad y medicina; los curaré y les revelaré abundancia de
paz y de verdad» (Jer. 33: 6).
Referencias
1. NIVCDB, «The judges».
2. DBI, «Jueces».
3. NIVCDB, «The judges».
4. «Diosa semidea del amor, de la fertilidad y de la guerra, adorada por todo el antiguo Oriente:
Como Ishtar en Asiria y Babilonia; como Astarté y Astoret en Egipto, Fenicia y Canaán y como
Afrodita en Grecia. Algunos eruditos creen que "la reina del délo" de Jeremías es la Astoret de
los antiguos» (Jer. 7: 18; 44: 16-19, 25). DBA, s.v. «Astoret».
5. Ibíd., «Asera».
6. ISBE, t. 2, p. 1160.
7. IDB, s.v. «Cistem».
8. NVICDB, «Cistem».
9. D. J. Wiseman, «Babylonia», ISBE, t. 1, p. 395.
10. Elena G. de White, Profetas y reyes, 366.
11. AUB, 943.
12. NVICDB, «Oath»; DBI, «Juramento».
13. DBI, «Juramento».

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Libro complementario | Capitulo 2 | El Dios de la crisis | Escuela Sabática

  • 1. 2 El Dios de las crisis L a rebelión de Lucifer en el cielo fue seguramente la mayor crisis que jamás se haya desatado en todo el universo. Marcó el surgimiento del pecado. Sus consecuencias son indescriptibles. El gobierno de Dios fue desafiado y su carácter impugnado con falsas acusaciones. Ángeles lea­ les al Todopoderoso albergaron la duda en sus mentes, y una tercera parte de las huestes celestiales decidieron unirse al líder de la rebelión y seguirlo; y lo harán hasta cosechar las últimas consecuencias del pecado: su destrucción final en el lago de fuego. La humanidad también sería víctima del engaño y participaría del mismo espíritu rebelde hasta que, finalmente, un sector mayoritario fuera destruido con el diablo a quienes multitudes incontables decidieron dar su lealtad antes que a Dios (Apoc. 20: 7, 8). El surgimiento del pecado fue una crisis tan grande que su solución requirió la muerte del Hijo de Dios. Con toda razón hablamos de «el conflicto de los siglos», y no sin motivo lo denominamos «el gran con­ flicto» de todas las edades. Fue al Dios que llamó a Jeremías a quien le tocó enfrentar esta crisis. Así pues, el Dios de Jeremías sabe de crisis. Es el Dios de las crisis. Necesitamos recordarlo al repasar los eventos que rodearon la vida de Jeremías y su pueblo mientras él cumplía su misión como mensajero a Judá y como «profeta a las naciones» (Jer. 1: 5, 10). En los días de Jeremías, el reino de Judá no solo enfrentaba la crisis extema de la amenaza de una potencia enemiga, Babilonia. También enfrentaba una gran crisis intema por rehusar arrepentirse de sus pecados, que era lo que Dios les rogaba que hicieran a fin de librarlos de sí mismos y de sus enemigos. Pero no quisieron recibir su mensaje, enviado por medio del profeta; se negaron a reconocer su pecado. Esta crisis, la espiritual, era mucho más seria que el peli­ gro militar que los amenazaba. Era de mayores consecuencias porque al negar­ se a oír ponían en riesgo no solo su vida temporal sino también la eterna.
  • 2. 22 • El D ios de Jeremías Desde la caída en el pecado hemos vivido en continuas crisis. Es una reali­ dad existencial que no puede ser negada por ningún ser humano, puesto que todos la conocemos por experiencia. Pero el mensaje del libro de Jeremías es que Dios está en el control y puede libramos no solo de las crisis nacionales, institucionales, o familiares, sino también de las más difíciles porque son la fuente de todas las demás, nuestras crisis personales. Una breve historia Después de la muerte de Josué, el pueblo de Israel hizo exactamente lo que Dios les había dicho que no hicieran: entraron en alianzas con habitantes de la tierra de Canaán y, en vez de derribar sus altares erigidos para la adoración de sus dioses paganos, se sirvieron de ellos para sus propias prácticas idólatras (Juec. 2: 1, 2). Cuando murió toda la generación que había vivido durante el tiempo de Josué y de los ancianos que le sobrevivieron, los que habían sido testigos de las grandes obras que el Señor había realizado en favor de Israel, «se levantó otra generación que no conocía al Señor, ni la obra que él había hecho por Israel» (vers. 10). Esta nueva generación hizo lo malo ante los ojos de Dios, y en vez de servir­ lo, sirvieron a los baales. Abandonaron al Dios de sus padres, adoraron a los dio­ ses de los pueblos circunvecinos y provocaron el enojo del Señor. El culto a dioses falsos llegó a ocupar el lugar del culto a Jehová, el que los había libertado de la esclavitud egipcia (vers. 11-14). Aun así Dios no los abandonó definitivamen­ te. En vez de eso, se manifestó a ellos como un Dios libertador. El relato bíbli­ co nos dice que «Jehová levantó jueces que los libraran de manos de quienes los despojaban» (vers. 16). Desde la muerte de Josué hasta el inicio del reinado de Saúl, primer rey de Israel, los líderes principales del pueblo fúeron los jueces. Sus actividades no se limitaban a lo que hoy consideramos funciones judiciales. Nuestra división actual del gobierno en los poderes legislativo, ejecutivo y judicial es una inno­ vación relativamente reciente. En el contexto bíblico y particularmente el de la época de los jueces, el término «juez» usualmente es paralelo a «rey» (Sal. 2: 10; Isa. 33: 22).1 En determinadas circunstancias los jueces, ya fueran los denominados ma­ yores (de los cuales tenemos más información) o los llamados menores (de los cuales tenemos menos información), aparecían suscitados por Dios como li­ bertadores del pueblo (Otoniel, Aod), o elegidos por sus compatriotas (Jeffé), o mediante algún anuncio profético (Barac), o a través de alguna otra manifes­ tación especial de la providencia divina (Gedeón, Sansón).2
  • 3. 2. El Dios de las crisis • 23 Época de apostasía El período de los jueces se caracterizó por la rebelión y la apostasía y, en consecuencia, por una decadencia nacional progresiva. La situación no era muy diferente a la que, en cualquier época, suscitaba la reacción de los profe­ tas, que a menudo se quejaban con amargura de que la justicia se corrompía debido al soborno y al falso testimonio (Isa. 1: 23; 5: 23; Amos 5: 12; Miq. 3: 11; 7: 3, etc.).3 Quienes tomaban el poder en sus manos oprimían a pobres, viudas y huérfa­ nos; amaban el soborno, se iban tras las recompensas y al justo le quitaban su derecho. El sacerdote enseñaba por precio, el «profeta» adivinaba por dinero, y el poderoso hablaba según el capricho de su alma. Se nos informa que «en aque­ llos días no había rey en Israel y cada cual hacía lo que bien le parecía» (luec. 17: 6). Y, ¿cuán bueno, recto y justo puede ser el parecer, o el juicio, de quienes han abandonado los caminos de Dios y, sin embargo, siguen convencidos de que él está en medio de ellos? «Se preguntan: '¿No está Jehová entre nosotros?"». Y concluyen: «No vendrá sobre nosotros ningún mal» (ver Miq. 3: 11). El culto altamente desarrollado al dios masculino Baal, dios de la tormenta, y a su contraparte femenina, Asera, también conocida como Astoret (o Astar- té),4apelaba a los instintos humanos más bajos. Asera era la diosa fenicia de la vegetación, y señora del mar, «la amante [novia] de los dioses [del cielo]», y madre de setenta deidades.5 Dicho culto incluía rituales en los que mujeres actuaban como prostitutas sagradas que interactuaban con los adoradores. Esa forma de fornicación, que incluía ritos de fertilidad, ejercía una atracción casi irresistible para la gente común incluyendo a los israelitas restringidos por las estrictas leyes morales que les habían sido transmitidas por medio de Moisés.6 Luego llegó el tiempo de la monarquía. El pueblo, liderado por sus ancia­ nos y acicateado por la pésima conducta de sus últimos jueces, los hijos de Samuel (1 Sam. 8: 1, 2), que no siguieron el ejemplo de su padre, le exigieron al anciano profeta que les diera un rey, como tenían todas las demás naciones (vers. 4, 5). Vino entonces la era de la monarquía unida, que se extendió por alrededor de cien años, bajo los gobiernos sucesivos de Saúl, David y Salomón. Y después de la muerte de este último, bajo el gobierno desafortunado de su hijo Roboam, el reino se dividió en dos: El reino del norte, Israel, con Samaría como su capital, y el reino del sur, Judá, con su capital Jerusalén. A lo largo de todo este proceso histórico, y a pesar de las muchas equivoca­ ciones de su pueblo, podemos contemplar al Dios de Jeremías conduciéndo­ los, extendiéndoles su gracia, tratándolos con misericordia y, hasta donde le fúe posible, condescendiendo con ellos, como cuando exigieron un rey. A pe­ sar de que, como el mismo Dios le dijo a Samuel, «no te han desechado a ti,
  • 4. 24 • El D ios de Jeremías sino a mí me han desechado, para que no reine sobre ellos» (1 Sam. 8: 7), en vez de volverles la espalda, Dios instmyó a Samuel para que les hiciera trascen­ dentales advertencias y les dirigiera en el proceso de la selección de su nuevo gobernante. ¡Qué Dios! Los dos reinos En la división del reino, con las tribus de Judá y Benjamín al sur (reino de Judá) y las diez tribus restantes al norte (reino de Israel), el pueblo de Dios se vio confrontado con una crisis sin precedentes en su historia. Pasó lo que a menudo ocurre con las crisis; nos confrontan con resultados inesperados, con situaciones que no anticipamos, que nos impactan y traen consigo el descon­ cierto. Y lo que nadie había previsto nunca antes, llegó a ocurrir: el reino ante­ riormente unido estaba ahora separado en dos facciones antagonistas. Las cosas no habrían de mejorar continuamente ni en el norte ni en el sur. La trayectoria de ambos reinos se vio caracterizada por altas y bajas a lo largo de su historia, pero una cosa era cierta: las cosas iban siempre de mal en peor y nunca más verían las glorias que vivieron en los reinados de David y de Salo­ món. El pueblo de Dios avanzaba en una declinación continua; declinación que era evidentemente más rápida en el norte que en el sur. Con muy pocas excepciones, los reyes del reino del norte fueron más perversos que los reyes del reino del sur. Entre los primeros, sobresale el pésimo ejemplo y liderazgo espiritual del idólatra rey Jeroboam. Entre muchas otras cosas, construyó dos becerros de oro para que fueran adorados, y estratégicamente colocó uno en Bet-el y el otro en Dan a fin de desanimar al pueblo de ir a adorar a Jerusalén; así mantendría su control sobre las tribus del norte. Construyó santuarios en los lugares altos y les nombró sacerdotes que no eran de la tribu de Leví. Creó un nuevo mes y, a mitad del mismo, instituyó una celebración especial para rivalizar con la fiesta solemne que para la época se celebraba en el reino de Judá. Y él mismo asumió tareas sacerdotales (ver 1 Rey. 12: 26-31). Los pecados de Jeroboam, como los de los otros reyes, y los del pueblo, trajeron consecuencias duraderas en el res­ to de la historia de Israel hasta que llegaron al punto sin retomo mediante su extinción como nación bajo el ataque del imperio Asirio. Las cosas fueron un tanto diferentes en el reino del sur pero tampoco fueron ideales. Aun después de la caída de Israel en el 722 a. C., Judá continuó en su camino descendente, apartándose más y más del Señor hasta que en el año 586 a. C. Dios permitió que fueran finalmente derrotados por los babilonios. «Vino, pues, la ira de Jehová contra Israel y Judá, hasta que los echó de su presencia» (2 Rey. 24: 20).
  • 5. 2. El Dios de las crisis • 25 Pero esto no ocurrió sin que Dios, en su longanimidad, les extendiera du­ rante el curso de los años su paciencia a sus hijos. El Dios de Jeremías es pacien­ te y misericordioso. Durante todo el tiempo en que Israel y Judá fueron dirigi­ dos por líderes perversos, Dios les envió sus profetas con su mensaje de amor, invitándolos a reconsiderar sus caminos, a apartarse del mal, y a volver a él en arrepentimiento para su salvación (Jer. 7: 25). Jeremías fue uno de ellos. Dios le dijo a Jeremías: «Ve y proclama estas palabras hacia el norte, y di: "Vuélvete, rebelde Israel, dice Jehová; no haré caer mi ira sobre ti, porque mi­ sericordioso soy yo, dice Jehová; no guardaré para siempre el enojo. Reconoce, pues, tu maldad, porque contra Jehová, tu Dios, te has levantado, y no has es­ cuchado mi voz, dice Jehová"» (Jer. 3: 12, 13). El ministerio profético de Jere­ mías fue dedicado, casi exclusivamente, a transmitirle al reino del sur los lla­ mados insistentes de la misericordia divina. En muchas ocasiones en la historia de Israel pareció que fracasaba el propó­ sito de Dios para con su pueblo. Pero el Dios de lo alto, Rey del universo, es el Dios de las crisis. Aunque una y otra vez había tenido razones suficientes para permitir que dejaran de existir como nación, Dios nunca perdió de vista su propósito para con su pueblo. Ese propósito, que el pueblo no había permitido que se cristalizara en medio de la bonanza y la paz, se lograría por medio del sufrimiento y del cautiverio. En uno de los mensajes dirigidos a la capital del reino del sur, Jemsalén, Dios le expresó así su propósito: «Esta ciudad me será por nombre de gozo, de alabanza y de gloria entre todas las naciones de la tierra, cuando oigan todo el bien que yo les hago. Te­ merán y temblarán por todo el bien y toda la paz que yo les daré [...]. He aquí vienen días, dice Jehová, en que yo confirmaré la buena palabra que he habla­ do a la casa de Israel y a la casa de Judá» (Jer. 33: 9, 14). El Dios de Jeremías es el Dios redentor. Dos males del pueblo de Dios El cumplimiento del propósito de Dios se vio estorbado por dos actitudes de su pueblo, a las que el Dios de Jeremías llama «males». Notemos sus palabras: «Porque dos males ha hecho mi pueblo: me dejaron a mí, fuente de agua viva, y cavaron para sí cisternas, cisternas rotas que no retienen el agua» (Jer. 2: 13). El primer mal consistió en que se alejaron de Dios, es decir, perdieron la fidelidad de su juventud (vers. 2). Por lo cual él les preguntó: «¿Qué maldad hallaron en mí vuestros padres, que se alejaron de mí?» (vers. 5). Lamentable­ mente, los primeros en dar el mal ejemplo en este curso de acción equivocado
  • 6. 26 • El D ios de Jeremías fueron sus propios líderes: los sacerdotes, los maestros de la ley, los pastores y los profetas (vers. 8). El segundo mal, resultado natural del primero, fue que cavaron para sí cisternas rotas, que no pueden retener el agua. Las cisternas eran reservas artificiales cavadas para almacenar líquidos, espe­ cialmente agua. Por lo general eran tanques subterráneos destinados a recolec­ tar agua en la época de lluvias. Las cisternas eran populares en Palestina. En los veranos, secos y largos, cerca de medio año de duración (de mayo a septiem­ bre) la lluvia en Palestina, si es que había alguna, era (y todavía es) muy escasa. Este hecho, sumado a la carencia de fuentes naturales resalta la importancia de las cisternas, ya que la gente dependía para su subsistencia casi exclusivamente del agua lluvia que estas contenían. Era, por lo tanto, muy importante que du­ rante la estación lluviosa se almacenara el agua necesaria para satisfacer las necesidades de los largos meses de la estación seca.7 Además de las privadas, había también cisternas públicas cavadas en las rocas, localizadas al interior de las murallas de las ciudades de modo que sus habitantes pudieran resistir cuando estas fueran sitiadas. En el área del templo en Jemsalén había al menos treinta y siete cisternas grandes, una de ellas de una gran capacidad, calculada en varios millones de litros.8Por mucho tiempo las cisternas fueron cavadas en la roca caliza suave común en muchas partes de Palestina. Debido a su naturaleza porosa estas cisternas a menudo se rompían volviéndose inadecuadas para retener el precioso líquido. Dijimos que el segundo mal fue el resultado natural del primero porque cuando abandonamos a Dios, no nos queda más remedio que buscar sustitu­ tos. Sustitutos que siempre han sido y serán insatisfactorios y vanos. «Se aleja­ ron de mí, y se fueron tras la vanidad y se volvieron vanos», dice el Señor (vers. 5). Al volvemos a los vanos sustitutos de Dios, nosotros mismos nos volvemos vanos. Al apartamos de la voluntad de Dios para satisfacer nuestros intereses y seguir nuestro propio camino, cambiamos su gloria por lo que no aprovecha (vers. 11). ¿Resultados? Quebrantamiento de cabeza (vers. 16, 17). Cosecha­ mos las consecuencias de nuestros desaciertos y luego las consideramos como castigos de Dios, y, al damos cuenta de nuestra equivocación, vivimos en amar­ gura (vers. 19). Necesitamos reconocer lo que el pueblo del Dios de Jeremías se negó a re­ conocer: que los sustitutos de Dios se convierten en nuestros dioses, y que ellos no podrán libramos en tiempo de aflicción. Cuando, presionado por la calami­ dad (no por el amor a él) clamaron a Dios, él les respondió: «¿Y dónde están tus dioses que hiciste para ti? ¡Levántense ellos, a ver si pueden librarte en el tiempo de tu aflicción!» (vers. 28). Necesitamos reconocer que en medio de nuestras crisis Dios es nuestra úni­ ca esperanza, y recordar las palabras de Jeremías: «¡Jehová, esperanza de Israel!,
  • 7. 2. El Dios de las crisis • 27 todos los que te dejan serán avergonzados, y los que se apartan de ti serán inscritos en el polvo, porque dejaron a Jehová, manantial de aguas vivas» (Jer. 17: 13). Una evidencia de nuestro abandono de Dios por otras fuentes es el descuido de la oración. Volvamos a ella y con fervor pidámosle a Dios: «Sána­ me, Jehová, y quedaré sano; sálvame, y seré salvo, porque tú eres mi alabanza» (vers. 14). Si lo hacemos, nos dará agua viva (Juan 4: 10, 14). La amenaza de los babilonios El pueblo de los días de Jeremías se negó a volverse a su Dios en el mismo tiempo en que una remozada potencia político-militar emergía en el horizon­ te, el Imperio neobabilónico. Las tribus remanentes del Imperio babilónico antiguo habían logrado su independencia del Imperio asirio en el año 627 a. C. El comandante de los ejércitos babilónicos, Nabopolasar, fue más tarde coronado rey en el año 626 a. C. Poco tiempo después este renaciente imperio, ahora comandado por el príncipe Nabucodonosor, venció finalmente a Nínive y la saqueó (612 a. C.), derrotó a Egipto en Carquemis (605 a. C.) y ganó el dominio de toda la región Siró-Palestina (2 Rey. 24: 7). En el mismo año Nabucodonosor fue coronado rey en lugar de su padre. Al año siguiente, todos los reyes de la región llegaron a ser sus vasallos, incluyendo a Joacim, rey de Judá (2 Rey. 24: 1). Nabucodo­ nosor había llevado a Babilonia mucho botín de la ciudad de Jerusalén (2 Rey. 24: 10-17)9y la amenaza de futuras incursiones se cernía como una densa nube oscura que no se desvanecía del horizonte de la nación judía. El pequeño reino de Judá se encontraba atrapado en medio de esta lucha entre grandes poderes por el control de la región y la hegemonía del mundo antiguo. Pero su actitud de no rendirse, de no cooperar con Babilonia, era con­ traria al propósito de Dios. El ministerio de Jeremías, centrado en Judá y su capital, tuvo su fase más intensa precisamente entre los años 606 y 586 a. C., cuando ocurrieron la primera y la tercera deportación de Jerusalén. Los terribles acontecimientos históricos relacionados con el avance de Babi­ lonia parecían depender de la sed de poder de monarcas sin control. Pero no era así. Notemos lo que el Dios de Jeremías le reveló al profeta: «Y ahora yo he puesto todas estas tierras en mano de Nabucodonosor, rey de Babilonia, mi siervo, y aun las bestias del campo le he dado para que le sirvan» (Jer. 27: 6). Aquí cabe recordar la declaración inspirada de Elena G. de White: «En los anales de la historia humana, el desarrollo de las naciones, el naci­ miento y la caída de los imperios, parecen depender de la voluntad y proezas de los hombres; y en cierta medida los acontecimientos se dirían determinados por el poder, la ambición y los caprichos de ellos. Pero en la Palabra de Dios se
  • 8. 28 • El D ios de Jeremías descorre el velo, y encima, detrás y a través de todo el juego y contra juego de los humanos intereses, poder y pasiones, contemplamos a los agentes del que es todo misericordioso, que cumplen silenciosa y pacientemente los designios de la voluntad de él».10 En medio de la confusión de acontecimientos socio-políticos, el Dios de Jeremías, Dios de las crisis, estaba al control. Siempre lo está. Nabucodonosor era, por el momento, su agente escogido para el sometimiento no solo de Judá sino de las naciones circunvecinas. Pero después del plazo fijado, setenta años, Babilonia misma enfrentaría el juicio divino y ella también sería destruida y desolada (Jer. 25: 8-14). El Dios de Jeremías es soberano. Gobierna supremo sobre el destino no solo de su pueblo sino de todas las naciones. Él fue quien creó a todos los seres humanos, y la totalidad de su creación es objeto de su amor y objetivo de su misión.11 Jeremías sabía cuán grande es el Dios a quien servía, aunque no lo entendie­ ra plenamente. Afirmó: «No hay nadie semejante a ti, Jehová; grande eres tú y grande en poder es tu nombre. ¿Quién no te temerá, Rey de las naciones? A ti es debido el temor, porque entre todos los sabios de las naciones y en todos sus reinos, no hay nadie semejante a ti» (Jer. 10: 6, 7). Dios le pondría fin a la crisis de su pueblo. Así les dijo Jehová: «Cuando en Babilonia se cumplan los setenta años, yo os visitaré y despertaré sobre voso­ tros mi buena palabra, para haceros volver a este lugar» (Jer. 29: 10). Y qué bueno, cuando nosotros mismos estemos atravesando por momentos difíciles, de prueba y de incertidumbre, que recordemos sus palabras en el versículo si­ guiente: «Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz y no de mal, para daros el fin que esperáis» (vers. 11). Esta promesa ha sido especialmente apreciada por quien escribe y su fami­ lia; el versículo fue reencontrado por mi esposa justo cuando acabábamos de recibir el llamado para ir a la Universidad Linda Vista, México. Nos fue de gran bendición ante las incertidumbres de nuestro primer período de servicio como misioneros en el exterior, y lo ha seguido siendo desde entonces. Querido lector, cuando estemos frente a la crisis en nuestras vidas, no des­ mayemos. En esos momentos recordemos, con Pablo, «que estamos atribula­ dos en todo, pero no angustiados; en apuros, pero no desesperados; persegui­ dos, pero no desamparados; derribados, pero no destmidos» (2 Cor. 4: 8, 9). El Dios de las crisis sostiene el control en sus manos. El Dios de Jeremías es bueno y es fiel. Le hizo a su pueblo la siguiente pro­ mesa: «Porque vienen días, dice Jehová, en los que haré volver a los cautivos de mi pueblo de Israel y de Judá [...] y los traeré a la tierra que di a sus padres, y la disfrutarán» (Jer. 30: 3). Hagamos nuestra esta promesa hoy.
  • 9. 2. El Dios de las crisis • 29 Juramentos falsos Antes de cerrar este capítulo es conveniente que toquemos un tema relacio­ nado con una de las actitudes equivocadas del pueblo de Dios de la antigüe­ dad. El pueblo de Jeremías estaba autoengañado, se fiaban de palabras de men­ tira y se tranquilizaban con la falsa seguridad de que eran el pueblo de Dios y tenían en el templo en medio de ellos (Jer. 7: 4). Pero al mismo tiempo, no había un solo justo entre ellos; Dios les hizo la siguiente exhortación: «Reco­ rred las calles de Jerusalén, mirad ahora e informaos; buscad en sus plazas a ver si halláis un solo hombre, si hay alguno que practique la justicia, que busque la verdad, y yo lo perdonaré. Aunque digan: "Vive Jehová", juran en falso» (Jer. 5: 1, 2). Con sus falsos juramentos, todos profanaban el nombre de Dios (L^v. 19: 12). El juramento era una solemne apelación a Dios para confirmar un dicho, o una promesa, o para hacer a Dios testigo de un pacto (Gén. 21: 23; Gál. 1: 20). Los juramentos jugaban un papel muy importante, no solo en transacciones legales o estatales sino también en la vida cotidiana. En los tiempos bíblicos se juraba ante el rey, ante otras personas, o invocando ciertos objetos sagrados (Mat. 23: 16-22), y actuando de diversas maneras, las cuales incluían: a. Levantar la mano ante Dios (Apoc. 10: 5, 6), b. Poner la mano debajo del muslo del otro (Gén. 24: 2; 47: 29), c. Pasar por en medio de un holocausto dividido (Gén. 15: 17, 18), d. Orientar el rostro hacia la ubicación del templo de Jerusalén (1 Rey. 8:31,48). Para el tiempo de Cristo, las regulaciones del Antiguo Testamento sobre los juramentos (Éxo. 22: 11) habían sido pervertidas por los escribas, y Jesús con­ denó el juramento indiscriminado y trivial (Mat. 5: 33-37).12 En la Biblia se considera lícito el juramento judicial (Éxo. 22: 11; Núm. 5: 19; Mat. 26: 63, 64), pero se condena el perjurio, la mención profana del nombre de Dios, la violación de los juramentos hechos delante de él (2 Crón. 36: 13) y otros ma­ los usos del juramento (Lev. 19: 12; Jos. 23: 7; Mat. 14: 6-9).13 Hoy podríamos caer en una trampa similar. Para evitarlo, sometámonos a la Palabra de Dios y procuremos cumplir con nuestra palabra y honrar nuestras promesas. Que nuestro hablar, en vez de ser ambiguo, sea «sí», o «no», y expre­ semos precisamente lo que queremos decir, pues Dios conoce nuestros corazo­ nes (Mat. 5: 37).
  • 10. 30 • El D ios de Jeremías Vislumbres adicionales del Dios de Jeremías El Dios de Jeremías, Dios de las crisis, cumple sus promesas. Así lo hizo en la antigüedad y lo hará también con nosotros. Por tanto, en toda crisis es nues­ tro deber orar. Él nos dice: «Entonces me invocaréis. Vendréis y oraréis a mí, y yo os escucharé» (Jer. 29: 12). Y nos asegura: «Me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón» (vers. 13). El Dios de Jeremías es el Dios libertador. Cuando esperamos en él, nos saca de las crisis predisponiendo a favor nuestro la voluntad de las personas indica­ das en el momento en que más lo necesitamos. Por ejemplo, cuando Jeremías se encontraba en la cisterna oscura y húmeda a la que fue arrojado para que muriera, la buena voluntad de un eunuco etíope, y una orden dada por el rey, fueron la oportuna provisión de su Dios para liberar a su siervo (Jer. 38: 7-10). Finalmente, el Dios de Jeremías es el Dios de paz. Después de la crisis, esta­ rá siempre dispuesto a proveemos sanidad y paz en abundancia. Nos lo asegu­ ra: «Yo les traeré sanidad y medicina; los curaré y les revelaré abundancia de paz y de verdad» (Jer. 33: 6). Referencias 1. NIVCDB, «The judges». 2. DBI, «Jueces». 3. NIVCDB, «The judges». 4. «Diosa semidea del amor, de la fertilidad y de la guerra, adorada por todo el antiguo Oriente: Como Ishtar en Asiria y Babilonia; como Astarté y Astoret en Egipto, Fenicia y Canaán y como Afrodita en Grecia. Algunos eruditos creen que "la reina del délo" de Jeremías es la Astoret de los antiguos» (Jer. 7: 18; 44: 16-19, 25). DBA, s.v. «Astoret». 5. Ibíd., «Asera». 6. ISBE, t. 2, p. 1160. 7. IDB, s.v. «Cistem». 8. NVICDB, «Cistem». 9. D. J. Wiseman, «Babylonia», ISBE, t. 1, p. 395. 10. Elena G. de White, Profetas y reyes, 366. 11. AUB, 943. 12. NVICDB, «Oath»; DBI, «Juramento». 13. DBI, «Juramento».