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Juan sin miedo
Erase una vez, en una pequeña aldea, un anciano padre con sus dos hijos. El mayor
era trabajador y llenaba de alegría y de satisfacción el corazón de su padre, mientras
el más joven sólo le daba disgustos. Un día el padre le llamó y le dijo:
- Hijo mío, sabes que no tengo mucho que dejaros a tu hermano y a ti, y sin embargo
aún no has aprendido ningún oficio que te sirva para ganarte el pan. ¿Qué te gustaría
aprender?
Y le contestó Juan:
- Muchas veces oigo relatos que hablan de monstruos, fantasmas,… y al contrario de la
gente, no siento miedo. Padre, quiero aprender a sentir miedo.
El padre, enfadado, le gritó:
- Estoy hablando de tu porvenir, y ¿tú quieres aprender a tener miedo? Si es lo que
quieres, pues márchate a aprenderlo.
Juan recogió sus cosas, se despidió de su hermano y de su padre, y emprendió su
camino.

Cerca de un molino encontró a un sacristán con el que entabló conversación. Se
presentó como Juan Sin Miedo.
- ¿Juan Sin Miedo? ¡Extraño nombre! - Se admiró el sacristán.
- Verás, nunca he conocido el miedo, he partido de mi casa con la intención de que
alguien me pueda mostrar lo que es, - dijo Juan
- Quizá pueda ayudarte: Cuentan que más allá del valle, muy lejos, hay un castillo
encantado por un malvado mago. El monarca que allí gobierna ha prometido la mano
de su linda hija a aquel que consiga recuperar el castillo y el tesoro. Hasta ahora,
todos los que lo intentaron huyeron asustados o murieron de miedo.
- Quizá, quizá allí pueda sentir el miedo, se animó Juan.

Juan decidió caminar, vislumbró a lo lejos las torres más altas de un castillo en el que
no ondeaban banderas. Se acercó y se dirigió a la residencia del rey. Dos guardias
reales cuidaban la puerta principal. Juan se acercó y dijo:
- Soy Juan Sin Miedo, y deseo ver a vuestro Rey. Quizá me permita entrar en su
castillo y sentir a lo que llaman miedo.

El más fuerte le acompañó al Salón del Trono. El monarca expuso las condiciones que
ya habían escuchado otros candidatos: Si consigues pasar tres noches seguidas en el
castillo, derrotar a los espíritus y devolverme mi tesoro, te concederé la mano de mi
amada y bella hija, y la mitad de mi reino como dote.
- Se lo agradezco, Su Majestad, pero yo sólo he venido para saber lo que es el miedo,
le dijo Juan.
"Qué hombre tan valiente, qué honesto", pensó el rey, "pero ya guardo pocas
esperanzas de recuperar mis dominios,...tantos han sido los que lo han intentado
hasta ahora..."
Juan sin Miedo se dispuso a pasar la primera noche en el castillo. Le despertó un
alarido impresionante.
- ¡Uhhhhhhhhh! Un espectro tenebroso se deslizaba sobre el suelo sin tocarlo.
- ¿Quién eres tú, que te atreves a despertarme? Preguntó Juan.
Un nuevo alarido por respuesta, y Juan Sin Miedo le tapó la boca con una bandeja que
adornaba la mesa. El espectro quedó mudo y se deshizo en el aire.

A la mañana siguiente el soberano visitó a Juan Sin Miedo y pensó: "Es sólo una
pequeña batalla. Aún quedan dos noches". Pasó el día y se fue el sol. Como la noche
anterior, Juan Sin Miedo se disponía a dormir, pero esta vez apareció un fantasma
espantoso que lanzó un bramido: ¡Uhhhhhhhhhh! Juan Sin Miedo cogió un hacha que
colgaba de la pared, y cortó la cadena que el fantasma arrastraba la bola. Al no estar
sujeto, el fantasma se elevó y desapareció.
El rey le visitó al amanecer y pensó: "Nada de esto habrá servido si no repite la hazaña
una vez más". Llegó el tercer atardecer, y después, la noche. Juan Sin Miedo ya
dormía cuando escuchó acercarse a una momia espeluznante. Y preguntó:
- Dime qué motivo tienes para interrumpir mi sueño.
Como no contestara, agarró un extremo de la venda y tiró. Retiró todas las vendas y
encontró a un mago:
- Mi magia no vale contra ti. Déjame libre y romperé el encantamiento.

La ciudad en pleno se había reunido a las puertas del castillo, y cuando apareció Juan
Sin Miedo el soberano dijo: "¡Cumpliré mi promesa!" Pero no acabó aquí la historia:
Cierto día en que el ahora príncipe dormía, la princesa decidió sorprenderle regalándole
una pecera. Pero tropezó al inclinarse, y el contenido, agua y peces cayeron sobre el
lecho que ocupaba Juan.
- ¡Ahhhhhh! - Exclamó Juan al sentir los peces en su cara - ¡Qué miedo! La princesa
reía viendo cómo unos simples peces de colores habían asustado al que permaneció
impasible ante espectros y aparecidos: Te guardaré el secreto, dijo la princesa. Y así
fue, y aún se le conoce como Juan Sin Miedo.



                           El caracol y el rosal
Había una vez...

... Una amplia llanura donde pastaban las ovejas y las vacas. Y del otro lado de la
extensa pradera, se hallaba el hermoso jardín rodeado de avellanos.

El centro del jardín era dominado por un rosal totalmente cubierto de flores durante
todo el año. Y allí, en ese aromático mundo de color, vivía un caracol, con todo lo que
representaba su mundo, a cuestas, pues sobre sus espaldas llevaba su casa y sus
pertenencias.

Y se hablaba a sí mismo sobre su momento de ser útil en la vida: –¡Paciencia! –decía
el caracol–. Ya llegará mi hora. Haré mucho más que dar rosas o avellanas, muchísimo
más que dar leche como las vacas y las ovejas.

–Esperamos mucho de ti –dijo el rosal–. ¿Podría saberse cuándo me enseñarás lo que
eres capaz de hacer?

–Necesito tiempo para pensar –dijo el caracol–; ustedes siempre están de prisa. No,
así no se preparan las sorpresas.

Un año más tarde el caracol se hallaba tomando el sol casi en el mismo sitio que antes,
mientras el rosal se afanaba en echar capullos y mantener la lozanía de sus rosas,
siempre frescas, siempre nuevas. El caracol sacó medio cuerpo afuera, estiró sus
cuernecillos y los encogió de nuevo.

–Nada ha cambiado –dijo–. No se advierte el más insignificante progreso. El rosal
sigue con sus rosas, y eso es todo lo que hace.

Pasó el verano y vino el otoño, y el rosal continuó dando capullos y rosas hasta que
llegó la nieve. El tiempo se hizo húmedo y hosco. El rosal se inclinó hacia la tierra; el
caracol se escondió bajo el suelo.

Luego comenzó una nueva estación, y las rosas salieron al aire y el caracol hizo lo
mismo.

–Ahora ya eres un rosal viejo –dijo el caracol–. Pronto tendrás que ir pensando en
morirte. Ya has dado al mundo cuanto tenías dentro de ti. Si era o no de mucho valor,
es cosa que no he tenido tiempo de pensar con calma. Pero está claro que no has
hecho nada por tu desarrollo interno, pues en ese caso tendrías frutos muy distintos
que ofrecernos. ¿Qué dices a esto? Pronto no serás más que un palo seco... ¿Te das
cuenta de lo que quiero decirte?

–Me asustas –dijo el rosal–. Nunca he pensado en ello.

–Claro, nunca te has molestado en pensar en nada. ¿Te preguntaste alguna vez por
qué florecías y cómo florecías, por qué lo hacías de esa manera y de no de otra?

–No –contestó el caracol–. Florecía de puro contento, porque no podía evitarlo. ¡El sol
era tan cálido, el aire tan refrescante!... Me bebía el límpido rocío y la lluvia generosa;
respiraba, estaba vivo. De la tierra, allá abajo, me subía la fuerza, que descendía
también sobre mí desde lo alto. Sentía una felicidad que era siempre nueva, profunda
siempre, y así tenía que florecer sin remedio. Esa era mi vida; no podía hacer otra
cosa.

–Tu vida fue demasiado fácil –dijo el caracol (Sin detenerse a observarse a sí mismo).

–Cierto –dijo el rosal–. Me lo daban todo. Pero tú tuviste más suerte aún. Tú eres una
de esas criaturas que piensan mucho, uno de esos seres de gran inteligencia que se
proponen asombrar al mundo algún día... algún día.... ¿Pero, ... de qué te sirve el
pasar los años pensando sin hacer nada útil por el mundo?

–No, no, de ningún modo –dijo el caracol–. El mundo no existe para mí. ¿Qué tengo yo
que ver con el mundo? Bastante es que me ocupe de mí mismo y en mí mismo.

–¿Pero no deberíamos todos dar a los demás lo mejor de nosotros, no deberíamos
ofrecerles cuanto pudiéramos? Es cierto que no te he dado sino rosas; pero tú, en
cambio, que posees tantos dones, ¿qué has dado tú al mundo? ¿Qué puedes darle?

–¿Darle? ¿Darle yo al mundo? Yo lo escupo. ¿Para qué sirve el mundo? No significa
nada para mí. Anda, sigue cultivando tus rosas; es para lo único que sirves. Deja que
los avellanos produzcan sus frutos, deja que las vacas y las ovejas den su leche; cada
uno tiene su público, y yo también tengo el mío dentro de mí mismo. ¡Me recojo en mi
interior, y en él voy a quedarme! El mundo no me interesa.

Y con estas palabras, el caracol se metió dentro de su casa y la selló.

–¡Qué pena! –dijo el rosal–. Yo no tengo modo de esconderme, por mucho que lo
intente. Siempre he de volver otra vez, siempre he de mostrarme otra vez en mis
rosas. Sus pétalos caen y los arrastra el viento, aunque cierta vez vi cómo una madre
guardaba una de mis flores en su libro de oraciones, y cómo una bonita muchacha se
prendía otra al pecho, y cómo un niño besaba otra en la primera alegría de su vida.
Aquello me hizo bien, fue una verdadera bendición. Tales son mis recuerdos, mi vida.

Y el rosal continuó floreciendo en toda su inocencia, mientras el caracol dormía allá
dentro de su casa. El mundo nada significaba para él.

Y pasaron los años.

El caracol se había vuelto tierra en la tierra, y el rosal tierra en la tierra, y la
memorable rosa del libro de oraciones había desaparecido... Pero en el jardín brotaban
los rosales nuevos, y los nuevos caracoles seguían con la misma filosofía que aquél, se
arrastraban dentro de sus casas y escupían al mundo, que no significaba nada para
ellos.

Y a través del tiempo, la misma historia se continuó repitiendo...



                         El duende de la tienda
Érase una vez un estudiante, un estudiante de verdad, que vivía en una buhardilla y
nada poseía; y érase también un tendero, un tendero de verdad, que habitaba en la
trastienda y era dueño de toda la casa; y en su habitación moraba un duendecillo, al
que todos los años, por Nochebuena, obsequiaba aquél con un tazón de papas y un
buen trozo de mantequilla dentro. Bien podía hacerlo; y el duende continuaba en la
tienda, y esto explica muchas cosas.

Un atardecer entró el estudiante por la puerta trasera, a comprarse una vela y el
queso para su cena; no tenía a quien enviar, por lo que iba él mismo. Le dieron lo que
pedía, lo pagó, y el tendero y su mujer le desearon las buenas noches con un gesto de
la cabeza. La mujer sabía hacer algo más que gesticular con la cabeza; era un pico de
oro.

El estudiante les correspondió de la misma manera y luego se quedó parado, leyendo
la hoja de papel que envolvía el queso. Era una hoja arrancada de un libro viejo, que
jamás hubiera pensado que lo tratasen así, pues era un libro de poesía.

-Todavía nos queda más -dijo el tendero-; lo compré a una vieja por unos granos de
café; por ocho chelines se lo cedo entero.

-Muchas gracias -repuso el estudiante-. Démelo a cambio del queso. Puedo comer pan
solo; pero sería pecado destrozar este libro. Es usted un hombre espléndido, un
hombre práctico, pero lo que es de poesía, entiende menos que esa cuba.

La verdad es que fue un tanto descortés al decirlo, especialmente por la cuba; pero
tendero y estudiante se echaron a reír, pues el segundo había hablado en broma. Con
todo, el duende se picó al oír semejante comparación, aplicada a un tendero que era
dueño de una casa y encima vendía una mantequilla excelente.

Cerrado que hubo la noche, y con ella la tienda, y cuando todo el mundo estaba
acostado, excepto el estudiante, entró el duende en busca del pico de la dueña, pues
no lo utilizaba mientras dormía; fue aplicándolo a todos los objetos de la tienda, con lo
cual éstos adquirían voz y habla. Y podían expresar sus pensamientos y sentimientos
tan bien como la propia señora de la casa; pero, claro está, sólo podía aplicarlo a un
solo objeto a la vez; y era una suerte, pues de otro modo, ¡menudo barullo!

El duende puso el pico en la cuba que contenía los diarios viejos.

-¿Es verdad que usted no sabe lo que es la poesía?

-Claro que lo sé -respondió la cuba-. Es una cosa que ponen en la parte inferior de los
periódicos y que la gente recorta; tengo motivos para creer que hay más en mí que en
el estudiante, y esto que comparado con el tendero no soy sino una cuba de poco más
o menos.

Luego el duende colocó el pico en el molinillo de café. ¡Dios mío, y cómo se soltó éste!
Y después lo aplicó al barrilito de manteca y al cajón del dinero; y todos compartieron
la opinión de la cuba. Y cuando la mayoría coincide en una cosa, no queda más
remedio que respetarla y darla por buena.

-¡Y ahora, al estudiante! -pensó; y subió calladito a la buhardilla, por la escalera de la
cocina. Había luz en el cuarto, y el duendecillo miró por el ojo de la cerradura y vio al
estudiante que estaba leyendo el libro roto adquirido en la tienda. Pero, ¡qué claridad
irradiaba de él!

De las páginas emergía un vivísimo rayo de luz, que iba transformándose en un tronco,
en un poderoso árbol, que desplegaba sus ramas y cobijaba al estudiante. Cada una de
sus hojas era tierna y de un verde jugoso, y cada flor, una hermosa cabeza de
doncella, de ojos ya oscuros y llameantes, ya azules y maravillosamente límpidos. Los
frutos eran otras tantas rutilantes estrellas, y un canto y una música deliciosos
resonaban en la destartalada habitación.

Jamás había imaginado el duendecillo una magnificencia como aquélla, jamás había
oído hablar de cosa semejante. Por eso permaneció de puntillas, mirando hasta que se
apagó la luz. Seguramente el estudiante había soplado la vela para acostarse; pero el
duende seguía en su sitio, pues continuaba oyéndose el canto, dulce y solemne, una
deliciosa canción de cuna para el estudiante, que se entregaba al descanso.

-¡Asombroso! -se dijo el duende-. ¡Nunca lo hubiera pensado! A lo mejor me quedo
con el estudiante... -

Y se lo estuvo rumiando buen rato, hasta que, al fin, venció la sensatez y suspiró. -
¡Pero el estudiante no tiene papillas, ni mantequilla!-. Y se volvió; se volvió abajo, a
casa del tendero. Fue una suerte que no tardase más, pues la cuba había gastado casi
todo el pico de la dueña, a fuerza de pregonar todo lo que encerraba en su interior,
echada siempre de un lado; y se disponía justamente a volverse para empezar a
contar por el lado opuesto, cuando entró el duende y le quitó el pico; pero en adelante
toda la tienda, desde el cajón del dinero hasta la leña de abajo, formaron sus
opiniones calcándolas sobre las de la cuba; todos la ponían tan alta y le otorgaban tal
confianza, que cuando el tendero leía en el periódico de la tarde las noticias de arte y
teatrales, ellos creían firmemente que procedían de la cuba.
En cambio, el duendecillo ya no podía estarse quieto como antes, escuchando toda
aquella erudición y sabihondura de la planta baja, sino que en cuanto veía brillar la luz
en la buhardilla, era como si sus rayos fuesen unos potentes cables que lo remontaban
a las alturas; tenía que subir a mirar por el ojo de la cerradura, y siempre se sentía
rodeado de una grandiosidad como la que experimentamos en el mar tempestuoso,
cuando Dios levanta sus olas; y rompía a llorar, sin saber él mismo por qué, pero las
lágrimas le hacían un gran bien. ¡Qué magnífico debía de ser estarse sentado bajo el
árbol, junto al estudiante! Pero no había que pensar en ello, y se daba por satisfecho
contemplándolo desde el ojo de la cerradura. Y allí seguía, en el frío rellano, cuando ya
el viento otoñal se filtraba por los tragaluces, y el frío iba arreciando. Sólo que el
duendecillo no lo notaba hasta que se apagaba la luz de la buhardilla, y los melodiosos
sones eran dominados por el silbar del viento. ¡Ujú, cómo temblaba entonces, y bajaba
corriendo las escaleras para refugiarse en su caliente rincón, donde tan bien se estaba!
Y cuando volvió la Nochebuena, con sus papillas y su buena bola de manteca, se
declaró resueltamente en favor del tendero.

Pero a media noche despertó al duendecillo un alboroto horrible, un gran estrépito en
los escaparates, y gentes que iban y venían agitadas, mientras el sereno no cesaba de
tocar el pito. Había estallado un incendio, y toda la calle aparecía iluminada. ¿Sería su
casa o la del vecino? ¿Dónde? ¡Había una alarma espantosa, una confusión terrible! La
mujer del tendero estaba tan consternada, que se quitó los pendientes de oro de las
orejas y se los guardó en el bolsillo, para salvar algo. El tendero recogió sus láminas
de fondos públicos, y la criada, su mantilla de seda, que se había podido comprar a
fuerza de ahorros. Cada cual quería salvar lo mejor, y también el duendecillo; y de un
salto subió las escaleras y se metió en la habitación del estudiante, quien, de pie junto
a la ventana, contemplaba tranquilamente el fuego, que ardía en la casa de enfrente.
El duendecillo cogió el libro maravilloso que estaba sobre la mesa y, metiéndoselo en
el gorro rojo lo sujetó convulsivamente con ambas manos: el más precioso tesoro de la
casa estaba a salvo. Luego se dirigió, corriendo por el tejado, a la punta de la
chimenea, y allí se estuvo, iluminado por la casa en llamas, apretando con ambas
manos el gorro que contenía el tesoro. Sólo entonces se dio cuenta de dónde tenía
puesto su corazón; comprendió a quién pertenecía en realidad. Pero cuando el incendio
estuvo apagado y el duendecillo hubo vuelto a sus ideas normales, dijo:

-Me he de repartir entre los dos. No puedo separarme del todo del tendero, por causa
de las papillas.

Y en esto se comportó como un auténtico ser humano. Todos procuramos estar bien
con el tendero... por las papillas.



                          El genio y el pescador
Había una vez un pescador de bastante edad y tan pobre que apenas ganaba lo
necesario para alimentarse con su esposa y sus tres hijos. Todas las mañanas, muy
temprano, se iba a pescar y tenía por costumbre echar sus redes no más de cuatro
veces al día. Un día, antes de que la luna desapareciera totalmente, se dirigió a la
playa y, por tres veces, arrojó sus redes al agua. Cada vez sacó un bulto pesado. Su
desagrado y desesperación fueron grandes: la primera vez sacó un asno; la segunda,
un canasto lleno de piedras; y la tercera, una masa de barro y conchas.
En cuanto la luz del día empezó a clarear dijo sus oraciones, como buen musulmán; y
se encomendó a sí mismo y sus necesidades al Creador. Hecho esto, lanzó sus redes al
agua por cuarta vez y, como antes, las sacó con gran dificultad. Pero, en vez de peces,
no encontró otra cosa que un jarrón de cobre dorado, con un sello de plomo por
cubierta. Este golpe de fortuna regocijó al pescador.

—Lo venderé al fundidor —dijo—, y con el dinero compraré un almud de trigo.

Examinó el jarrón por todos lados y lo sacudió, para ver si su contenido hacía algún
ruido, pero nada oyó. Esto y el sello grabado sobre la cubierta de cobre le hicieron
pensar que encerraba algo precioso. Para satisfacer su curiosidad, tomó su cuchillo y
abrió la tapa. Puso el jarrón boca abajo, pero, con gran sorpresa suya, nada salió de su
interior. Lo colocó junto a sí y mientras se sentó a mirarlo atentamente, empezó a
surgir un humo muy espeso, que lo obligó a retirarse dos o tres pasos. El humo
ascendió hacia las nubes y, extendiéndose sobre el mar y la playa, formó una gran
niebla, con extremado asombro del pescador. Cuando el humo salió enteramente del
jarrón, se reconcentró y se transformó en una masa sólida: y ésta se convirtió en un
Genio dos veces más alto que el mayor de los gigantes.

A la vista de tal monstruo, el pescador hubiera querido escapar volando, pero se
asustó tanto que no pudo moverse.

El Genio lo observó con mirada fiera y, con voz terrible, exclamó:
—Prepárate a morir, pues con seguridad te mataré.
—¡Ay! —respondió el pescador—, ¿por qué razón me matarías?
Acabo de ponerte en libertad, ¿tan pronto has olvidado mi bondad?
—Sí, lo recuerdo —dijo el Genio—, pero eso no salvará tu vida. Sólo un favor puedo
concederte.
—¿Y cuál es? —preguntó el pescador.
—Es —contestó el Genio— darte a elegir la manera como te gustaría que te matase.
—Mas, ¿en qué te he ofendido? —preguntó el pescador—.
¿Esa es tu recompensa por el servicio que te he hecho? —No puedo tratarte de otro
modo —dijo el Genio—. Y si quieres saber la razón de ello, escucha mi historia:

―Soy uno de esos espíritus rebeldes que se opusieron a la voluntad de los cielos.
Salomón, hijo de David, me ordenó reconocer su poder y someterme a sus órdenes.
Rehusé hacerlo y le dije que más bien me expondría a su enojo que jurar la lealtad por
él exigida. Para castigarme, me encerró en este jarrón de cobre.

―Y a fin de que yo no rompiera mi prisión, él mismo estampó sobre esta etapa de
plomo su sello, con el gran nombre de Dios sobre él. Luego dio el jarrón a otro Genio,
con instrucciones de arrojarme al mar.

―Durante los primeros cien años de mi prisión, prometí que si alguien me liberaba
antes de ese período, lo haría rico. Durante el segundo, hice juramento de que
otorgaría todos los tesoros de la tierra a quien pudiera liberarme. Durante el tercero,
prometí hacer de mi libertador un poderoso monarca, estar siempre espiritualmente a
su lado y concederle cada día tres peticiones, cualquiera que fuese su naturaleza. Por
último, irritado por encontrarme bajo tan largo cautiverio, juré que, si alguien me
liberaba, lo mataría sin misericordia, sin concederle otro favor que darle a elegir la
manera de morir.‖

—Por lo tanto —concluyó el Genio—, dado que tú me has liberado hoy, te ofrezco esa
elección.

El pescador estaba extremadamente afligido, no tanto por sí mismo, como a causa de
sus tres hijos ,y la forma de mi muerte, te conjuro, por el gran nombre que estaba
grabado sobre el sello del profeta Salomón, hijo de David, a contestarme verazmente
la pregunta que voy a hacerte.

El Genio, encontrándose obligado a dar una respuesta afirmativa a este conjuro,
tembló. Luego, respondió al pescador:
—Pregunta lo que quieras, pero hazlo pronto.
—Deseo saber —consultó el pescador—, si efectivamente estabas en este jarrón. ¿Te
atreves a jurarlo por el gran nombre de Dios?
—Sí —replicó el Genio—, me atrevo a jurar, por ese gran nombre, que así era.
—De buena e —contestó el pescador— no te puedo creer. El jarrón no es capaz de
contener ninguno de tus miembros. ¿Cómo es posible que todo tu cuerpo pudiera
yacer en él?
—¿Es posible —replicó el Genio— que tú no me creas después del solemne juramento
que acabo de hacer?
—En verdad, no puedo creerte —dijo el pescador—. Ni podré creerte, a menos que tú
entres en el jarrón otra vez.

De inmediato, el cuerpo del Genio se disolvió y se cambio a sí mismo en humo,
extendiéndose como antes sobre la playa. Y, por último, recogiéndose, empezó a
entrar de nuevo en el jarrón, en lo cual continuó hasta que ninguna porción quedó
afuera. Apresuradamente, el pescador cogió la cubierta de plomo y con gran rapidez la
volvió a colocar sobre el ron.

—Genio —gritó—, ahora es tu turno de rogar mi favor y ayuda. Pero yo te arrojaré al
mar, d encontrabas. Después, construiré una casa playa, donde residiré y advertiré a
todos los pescadores que vengan a arrojar sus redes, para que se de un Genio tan
malvado como tú, que has hecho juramento de matar a la persona que te ponga e
libertad.

El Genio empezó a implorar al pescador —Abre el jarrón —decía—; dame la libertad te
prometo satisfacerte a tu entero agrado.
Eres un traidor —respondió el pescado. volvería a estar en peligro de perder mi vida,
tan loco como para confiar en ti.



                       El lobo y las 7 cabritillas
Érase una vez una vieja cabra que tenía siete cabritas, a las que quería tan
tiernamente como una madre puede querer a sus hijos. Un día quiso salir al bosque a
buscar comida y llamó a sus pequeñuelas. ―Hijas mías,‖ les dijo, ―me voy al bosque;
mucho ojo con el lobo, pues si entra en la casa os devorará a todas sin dejar ni un
pelo. El muy bribón suele disfrazarse, pero lo conoceréis enseguida por su bronca voz
y sus negras patas.‖ Las cabritas respondieron: ―Tendremos mucho cuidado,
madrecita. Podéis marcharos tranquila.‖ Despidióse la vieja con un balido y, confiada,
emprendió su camino.

No había transcurrido mucho tiempo cuando llamaron a la puerta y una voz dijo:
―Abrid, hijitas. Soy vuestra madre, que estoy de vuelta y os traigo algo para cada
una.‖ Pero las cabritas comprendieron, por lo rudo de la voz, que era el lobo. ―No te
abriremos,‖ exclamaron, ―no eres nuestra madre. Ella tiene una voz suave y cariñosa,
y la tuya es bronca: eres el lobo.‖ Fuese éste a la tienda y se compró un buen trozo de
yeso. Se lo comió para suavizarse la voz y volvió a la casita. Llamando nuevamente a
la puerta: ―Abrid hijitas,‖ dijo, ―vuestra madre os trae algo a cada una.‖ Pero el lobo
había puesto una negra pata en la ventana, y al verla las cabritas, exclamaron: ―No,
no te abriremos; nuestra madre no tiene las patas negras como tú. ¡Eres el lobo!‖
Corrió entonces el muy bribón a un tahonero y le dijo: ―Mira, me he lastimado un pie;
úntamelo con un poco de pasta.‖ Untada que tuvo ya la pata, fue al encuentro del
molinero: ―Échame harina blanca en el pie,‖ díjole. El molinero, comprendiendo que el
lobo tramaba alguna tropelía, negóse al principio, pero la fiera lo amenazó: ―Si no lo
haces, te devoro.‖ El hombre, asustado, le blanqueó la pata. Sí, así es la gente.

Volvió el rufián por tercera vez a la puerta y, llamando, dijo: ―Abrid, pequeñas; es
vuestra madrecita querida, que está de regreso y os trae buenas cosas del bosque.‖
Las cabritas replicaron: ―Enséñanos la pata; queremos asegurarnos de que eres
nuestra madre.‖ La fiera puso la pata en la ventana, y, al ver ellas que era blanca,
creyeron que eran verdad sus palabras y se apresuraron a abrir. Pero fue el lobo quien
entró. ¡Qué sobresalto, Dios mío! ¡Y qué prisas por esconderse todas! Metióse una
debajo de la mesa; la otra, en la cama; la tercera, en el horno; la cuarta, en la cocina;
la quinta, en el armario; la sexta, debajo de la fregadera, y la más pequeña, en la caja
del reloj. Pero el lobo fue descubriéndolas una tras otra y, sin gastar cumplidos, se las
engulló a todas menos a la más pequeñita que, oculta en la caja del reloj, pudo
escapar a sus pesquisas. Ya ahíto y satisfecho, el lobo se alejó a un trote ligero y,
llegado a un verde prado, tumbóse a dormir a la sombra de un árbol.

Al cabo de poco regresó a casa la vieja cabra. ¡Santo Dios, lo que vio! La puerta,
abierta de par en par; la mesa, las sillas y bancos, todo volcado y revuelto; la jofaina,
rota en mil pedazos; las mantas y almohadas, por el suelo. Buscó a sus hijitas, pero no
aparecieron por ninguna parte; llamólas a todas por sus nombres, pero ninguna
contestó. Hasta que llególe la vez a la última, la cual, con vocecita queda, dijo: ―Madre
querida, estoy en la caja del reloj.‖ Sacóla la cabra, y entonces la pequeña le explicó
que había venido el lobo y se había comido a las demás. ¡Imaginad con qué
desconsuelo lloraba la madre la pérdida de sus hijitas!

Cuando ya no le quedaban más lágrimas, salió al campo en compañía de su pequeña,
y, al llegar al prado, vio al lobo dormido debajo del árbol, roncando tan fuertemente
que hacía temblar las ramas. Al observarlo de cerca, parecióle que algo se movía y
agitaba en su abultada barriga. ¡Válgame Dios! pensó, ¿si serán mis pobres hijitas, que
se las ha merendado y que están vivas aún? Y envió a la pequeña a casa, a toda prisa,
en busca de tijeras, aguja e hilo. Abrió la panza al monstruo, y apenas había
empezado a cortar cuando una de las cabritas asomó la cabeza. Al seguir cortando
saltaron las seis afuera, una tras otra, todas vivitas y sin daño alguno, pues la bestia,
en su glotonería, las había engullido enteras. ¡Allí era de ver su regocijo! ¡Con cuánto
cariño abrazaron a su mamaíta, brincando como sastre en bodas! Pero la cabra dijo:
―Traedme ahora piedras; llenaremos con ellas la panza de esta condenada bestia,
aprovechando que duerme.‖ Las siete cabritas corrieron en busca de piedras y las
fueron metiendo en la barriga, hasta que ya no cupieron más. La madre cosió la piel
con tanta presteza y suavidad, que la fiera no se dio cuenta de nada ni hizo el menor
movimiento.

Terminada ya su siesta, el lobo se levantó, y, como los guijarros que le llenaban el
estómago le diesen mucha sed, encaminóse a un pozo para beber. Mientras andaba,
moviéndose de un lado a otro, los guijarros de su panza chocaban entre sí con gran
ruido, por lo que exclamó:
―¿Qué será este ruido
que suena en mi barriga?
Creí que eran seis cabritas,
mas ahora me parecen chinitas.‖
Al llegar al pozo e inclinarse sobre el brocal, el peso de las piedras lo arrastró y lo hizo
caer al fondo, donde se ahogó miserablemente. Viéndolo las cabritas, acudieron
corriendo y gritando jubilosas: ―¡Muerto está el lobo! ¡Muerto está el lobo!‖ Y, con su
madre, pusiéronse a bailar en corro en torno al pozo.



                              El gigante egoísta
Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era
un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y
suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y
había doce albaricoqueros que durante la Primavera se cubrían con delicadas flores
color rosa y nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los
pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura que
los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.
―¡Qué felices somos aquí!‖, -se decían unos a otros.
Pero un día el Gigante regresó. Había ido a visitar a su amigo el Ogro de Cornish, y se
había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían
dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante
sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños
jugando en el jardín.
―¿Qué hacéis aquí?‖, surgió con su voz retumbante.
Los niños escaparon corriendo en desbandada.
―Este jardín es mío. Es mi jardín propio‖, dijo el Gigante; ―todo el mundo debe
entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.‖
Y, de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:

ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA
BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES

Era un Gigante egoísta…
Los pobres niños se quedaron sin tener dónde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar a
la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó.
A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y
recordaban nostálgicamente lo que había detrás.
―¡Qué dichosos éramos allí!‖, se decían unos a otros.
―La Primavera se olvidó de este jardín‖, se dijeron, ―así que nos quedaremos aquí el
resto del año.‖

Cuando la primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin
embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el invierno. Como no había
niños, los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una
lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste
por los niños que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.
Los únicos que se sentían a gusto allí eran la Nieve y la Escarcha.
La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los
árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara
con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles
y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y
derribando las chimeneas.

―¡Qué lugar más agradable‖, dijo. ―Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar
con nosotros también.‖
Y vino el Granizo. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de
la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar
vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era
como el hielo.
―No entiendo porqué la Primavera tarda tanto en llegar aquí‖, decía el Gigante Egoísta
cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco, ―espero que
pronto cambie el tiempo.‖
Pero la Primavera no llegó nunca, ni tampoco el Verano. El Otoño dio frutos dorados en
todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.
―Es un gigante demasiado egoísta‖ decían los frutales.
De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el Invierno, y el
Viento del Norte, el Granizo, la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los
árboles.

Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy
hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía
que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que
estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no
escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más
bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de
rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.
―¡Qué bien! Parece que por fin llegó la Primavera‖ dijo el Gigante, y saltó de la cama
para correr a la ventana.
¿Y qué es lo que vio?

Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro
habían entrado los niños, y habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño,
y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían
cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles.
Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era
realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un rincón se mantenía el Invierno. Era el
rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niño, pero era tan pequeño
que no lograba alcanzar las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo
tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto
de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las
ramas, que parecían a punto de quebrarse.
―¡Súbete a mí, niñito!‖, decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el
niño era demasiado pequeño.

El Gigante sintió que el corazón se le derretía.
―¡Cuán egoísta he sido!‖ exclamó. Ahora sé porqué la Primavera no quería venir hasta
aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a tirar el muro. Desde hoy mi
jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.
Estaba realmente arrepentido por lo que había hecho.
Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el
jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín
quedó en Invierno otra vez. Sólo quedó aquel pequeñín del rincón más alejado, porque
tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante
se le acercó por detrás, lo cogió suavemente entre sus manos y lo subió al árbol. Y el
árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño se
abrazó al cuello del Gigante y le besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante
ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la Primavera volvió al
jardín.
―Desde ahora el jardín será para vosotros, hijos míos‖, dijo el Gigante, y asiendo un
hacha enorme, echó abajo el muro.

Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante
jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás.
Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse
del Gigante.
―Pero, ¿dónde está el más pequeñito?‖, preguntó el Gigante, ―¿ese niño que subí al
árbol del rincón?‖
El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.
―No lo sabemos‖ respondieron los niños, ―se marchó solito.‖
―Decidle que vuelva mañana‖ dijo el Gigante.
Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto
antes. Y el Gigante se quedó muy triste.

Todas las tardes, al salir de la escuela, los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al
más pequeñito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El
Gigante era muy bueno con todos los niños, pero echaba de menos a su primer
amiguito y muy a menudo se acordaba de él.
―¡Cómo me gustaría volverlo a ver!‖ repetía.
Fueron pasando los años, y el Gigante envejeció y sus fuerzas se debilitaron. Ya no
podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba
su jardín.
―Tengo muchas flores hermosas‖, decía, ―pero los niños son las flores más hermosas
de todas.‖
Una mañana de Invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el
Invierno, pues sabía que el Invierno era simplemente la Primavera dormida, y que las
flores estaban descansando.
Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró…
Lo que estaba viendo era realmente maravilloso. En el rincón más alejado del jardín
había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas,
y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a
quien tanto había echado de menos.
Lleno de alegría, el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero
cuando llegó junto al niño, su rostro enrojeció de ira, y dijo:
―¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?‖ Porque en la palma de las manos del niño
había huellas de clavos, y también había huellas de clavos en sus pies.
―¿Pero, quién se atrevió a herirte?‖, gritó el Gigante. ―Dímelo, para coger mi espada y
matarlo.‖
―¡No!‖, respondió el niño. ―Estas son las heridas del Amor.‖
―¿Quién eres tú, mi pequeño niñito?‖, preguntó el Gigante, y un extraño temor lo
invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño.
Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:
―Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en mi jardín, que es el
Paraíso.‖
Y cuando los niños llegaron esa tarde, encontraron al Gigante muerto debajo del árbol.
Parecía dormir, y estaba enteramente cubierto de flores blancas…



                                  El patito feo
¡Qué lindos eran los días de verano!, ¡qué agradable resultaba pasear por e campo y
ver el trigo amarillo, la verde avena y las parvas de heno apilado en las llanuras! Sobre
sus largas patas rojas iba la cigüeña junto a algunos flamencos, que se paraban un
rato sobre cada pata. Alrededor de los campos había grandes bosques, en medio de los
cuales se abrían hermosísimos lagos.

Sí, era realmente encantador estar en el campo. Bañada de sol se alzaba allí una vieja
mansión solariega a la que rodeaba un profundo foso; desde sus paredes hasta el
borde del agua crecían unas plantas de hojas gigantescas, las mayores de las cuales
eran lo suficientemente grandes para que un niño pequeño pudiese pararse debajo de
ellas. Aquel lugar resultaba tan enmarañado y agreste como el más denso de los
bosques, y era allí donde cierta pata había hecho su nido. Ya era tiempo de sobra para
que naciesen los patitos, pero se demoraban tanto, que la mamá comenzaba a perder
la paciencia, pues casi nadie venía a visitarla. A los otros patos les interesaba más
nadar por el foso que llegarse a conversar con ella.

Al fin los huevos se abrieron uno tras otro. "¡Pip, pip!", decían los patitos conforme
iban asomando sus cabezas a través del cascarón.

—¡Cuac, cuac! —dijo la mamá pata, y todos los patitos se apresuraron a salir tan
rápido como pudieron, dedicándose enseguida a escudriñar entre las verdes hojas. La
mamá los dejó hacer, pues el verde es muy bueno para los ojos.

—¡Oh, qué grande es el mundo! —dijeron los patitos. Y ciertamente disponían de un
espacio mayor que el que tenían dentro del huevo.

—¿Creen acaso que esto es el mundo entero? —preguntó la pata—. Pues sepan que se
extiende mucho más allá del jardín, hasta el prado mismo del pastor, aunque yo nunca
me he alejado tanto. Bueno, espero que ya estén todos —agregó, levantándose del
nido—. ¡Ah, pero si todavía falta el más grande! ¿Cuánto tardará aún? No puedo
entretenerme con él mucho tiempo.

Y fue a sentarse de nuevo en su sitio.

—¡Vaya, vaya! ¿Cómo anda eso? —preguntó una pata vieja que venía de visita.

—Ya no queda más que este huevo, pero tarda tanto… —dijo la pata echada—. No hay
forma de que rompa. Pero fíjate en los otros, y dime si no son los patitos más lindos
que se hayan visto nunca. Todos se parecen a su padre, el muy bandido. ¿Por qué no
vendrá a verme?
—Déjame echar un vistazo a ese huevo que no acaba de romper —dijo la anciana—. Te
apuesto a que es un huevo de pava. Así fue como me engatusaron cierta vez a mí. ¡El
trabajo que me dieron aquellos pavitos¡ ¡Imagínate! Le tenían miedo al agua y no
había forma de hacerlos entrar en ella. Yo graznaba y los picoteaba, pero de nada me
servía… Pero, vamos a ver ese huevo… ¡Ah, ése es un huevo de pava, puedes estar
segura! Déjalo y enseña a nadar a los otros.

—Creo que me quedaré sobre él un ratito aún —dijo la pata—. He estado tanto tiempo
aquí sentada, que un poco más no me hará daño.

—Como quieras —dijo la pata vieja, y se alejó contoneándose.

Por fin se rompió el huevo. "¡Pip, pip!",, dijo el pequeño, volcándose del cascarón. La
pata vio lo grande y feo que era, y exclamó:

—¡Dios mío, qué patito tan enorme! No se parece a ninguno de los otros. Y, sin
embargo, me atrevo a asegurar que no es ningún crío de pavos. Habrá de meterse en
el agua, aunque tenga que empujarlo yo misma.

Al otro día hizo un tiempo maravilloso. El sol resplandecía en las verdes hojas
gigantescas. La mamá pata se acercó al foso con toda su familia y, ¡plaf!, saltó al
agua.

—¡Cuac, cuac! —llamaba. Y uno tras otro los patitos se fueron abalanzando tras ella. El
agua se cerraba sobre sus cabezas, pero enseguida resurgían flotando
magníficamente. Movíanse sus patas sin el menor esfuerzo, y a poco estuvieron todos
en el agua. Hasta el patito feo y gris nadaba con los otros.

—No es un pavo, por cierto —dijo la pata—. Fíjense en la elegancia con que nada, y en
lo derecho que se mantiene. Sin duda que es uno de mis pequeñitos. Y si uno lo mira
bien, se da cuenta enseguida de que es realmente muy guapo. ¡Cuac, cuac! Vamos,
vengan conmigo y déjenme enseñarles el mundo y presentarlos al corral entero. Pero
no se separen mucho de mí, no sea que los pisoteen. Y anden con los ojos muy
abiertos, por si viene el gato.

Y con esto se encaminaron al corral. Había allí un escándalo espantoso, pues dos
familias se estaban peleando por una cabeza de anguila, que, a fin de cuentas, fue a
parar al estómago del gato.

—¡Vean! ¡Así anda el mundo! —dijo la mamá relamiéndose el pico, pues también a ella
la entusiasmaban las cabezas de anguila—. ¡A ver! ¿Qué pasa con esas piernas? Anden
ligeros y no dejen de hacerle una bonita reverencia a esa anciana pata que está allí. Es
la más fina de todos nosotros. Tiene en las venas sangre española; por eso es tan
regordeta. Fíjense, además, en que lleva una cinta roja atada a una pierna: es la más
alta distinción que se puede alcanzar. Es tanto como decir que nadie piensa en
deshacerse de ella, y que deben respetarla todos, los animales y los hombres.
¡Anímense y no metan los dedos hacia adentro! Los patitos bien educados los sacan
hacia afuera, como mamá y papá… Eso es. Ahora hagan una reverencia y digan ¡cuac!

Todos obedecieron, pero los otros patos que estaban allí los miraron con desprecio y
exclamaron en alta voz:

—¡Vaya! ¡Como si ya no fuésemos bastantes! Ahora tendremos que rozarnos también
con esa gentuza. ¡Uf!… ¡Qué patito tan feo! No podemos soportarlo.

Y uno de los patos salió enseguida corriendo y le dio un picotazo en el cuello.

—¡Déjenlo tranquilo! —dijo la mamá—. No le está haciendo daño a nadie.

—Sí, pero es tan desgarbado y extraño —dijo el que lo había picoteado—, que no
quedará más remedio que despachurrarlo.

—¡Qué lindos niños tienes, muchacha! —dijo la vieja pata de la cinta roja—. Todos son
muy hermosos, excepto uno, al que le noto algo raro. Me gustaría que pudieras
hacerlo de nuevo.

—Eso ni pensarlo, señora —dijo la mamá de los patitos—. No es hermoso, pero tiene
muy buen carácter y nada tan bien como los otros, y me atrevería a decir que hasta un
poco mejor. Espero que tome mejor aspecto cuando crezca y que, con el tiempo, no se
le vea tan grande. Estuvo dentro del cascarón más de lo necesario, por eso no salió
tan bello como los otros.

Y con el pico le acarició el cuello y le alisó las plumas. —De todos modos, es macho y
no importa tanto —añadió—, Estoy segura de que será muy fuerte y se abrirá camino
en la vida.

—Estos otros patitos son encantadores —dijo la vieja pata—. Quiero que se sientan
como en su casa. Y si por casualidad encuentran algo así como una cabeza de anguila,
pueden tráermela sin pena.

Con esta invitación todos se sintieron allí a sus anchas. Pero el pobre patito que había
salido el último del cascarón, y que tan feo les parecía a todos, no recibió más que
picotazos, empujones y burlas, lo mismo de los patos que de las gallinas.

—¡Qué feo es! —decían.

Y el pavo, que había nacido con las espuelas puestas y que se consideraba por ello casi
un emperador, infló sus plumas como un barco a toda vela y se le fue encima con un
cacareo, tan estrepitoso que toda la cara se le puso roja. El pobre patito no sabía
dónde meterse. Sentíase terriblemente abatido, por ser tan feo y porque todo el
mundo se burlaba de él en el corral.

Así pasó el primer día. En los días siguientes, las cosas fueron de mal en peor. El pobre
patito se vio acosado por todos. Incluso sus hermanos y hermanas lo maltrataban de
vez en cuando y le decían:

—¡Ojalá te agarre el gato, grandulón!

Hasta su misma mamá, deseaba que estuviese lejos del corral. Los patos lo
pellizcaban, las gallinas lo picoteaban y, un día, la muchacha que traía la comida a las
aves le asestó un puntapié.

Entonces el patito huyó del corral. De un revuelo, saltó por encima de la cerca, con
gran susto de los pajaritos que estaban en los arbustos, que se echaron a volar por los
aires.

"¡Es porque soy tan feo!" —pensó el patito, cerrando los ojos. Pero así y todo siguió
corriendo hasta que, por fin, llegó a los grandes pantanos donde viven los patos
salvajes, y allí se pasó toda la noche abrumado de cansancio y tristeza.

A la mañana siguiente, los patos salvajes remontaron el vuelo y miraron a su nuevo
compañero.

—¿Y tú qué cosa eres? —le preguntaron, mientras el patito les hacía reverencias en
todas direcciones, lo mejor que sabía.

—¡Eres más feo que un espantapájaros! —dijeron los patos salvajes—. Pero eso nos
importa, con tal que no quieras casarte con una de nuestras hermanas.

¡Pobre patito! Ni soñaba él con el matrimonio. Sólo quería que lo dejasen estar
tranquilo entre los juncos y tomar un poquito de agua del pantano.

Unos días más tarde aparecieron por allí dos gansos salvajes. No hacía mucho que
habían dejado el nido: por eso eran tan impertinentes.

—Mira, muchacho —comenzaron diciéndole—, eres tan feo que nos caes simpático.
¿Quieres emigrar con nosotros? No muy lejos, en otro pantano, viven unas gansitas
salvajes muy presentables, todas solteras, que saben graznar espléndidamente. Es la
oportunidad de tu vida, feo y todo como eres.

—¡Bang, bang! —se escuchó en ese instante por encima de ellos, y los dos gansos
cayeron muertos entre los juncos, tiñendo el agua con su sangre. Al eco de nuevos
disparos se alzaron del pantano las bandadas de gansos salvajes, con lo que
menudearon los tiros. Se había organizado una importante cacería y los tiradores
rodeaban los pantanos; algunos hasta se habían sentado en las ramas de los árboles
que se extendían sobre los juncos. Nubes de humo azul se esparcieron por el oscuro
boscaje, y fueron a perderse lejos, sobre el agua.

Los perros de caza aparecieron chapaleando entre el agua, y, a su avance, doblándose
aquí y allá las cañas y los juncos. Aquello aterrorizó al pobre patito feo, que ya se
disponía a ocultar la cabeza bajo el ala cuando apareció junto a él un enorme y
espantoso perro: la lengua le colgaba fuera de la boca y sus ojos miraban con brillo
temible. Le acercó el hocico, le enseñó sus agudos dientes, y de pronto… ¡plaf!… ¡allá
se fue otra vez sin tocarlo!

El patito dio un suspiro de alivio.

—Por suerte, soy tan feo, que ni los perros tienen ganas de comerme —se dijo. Y se
tendió allí muy quieto, mientras los perdigones repiqueteaban sobre los juncos, y las
descargas, una tras otra, atronaban los aires.
Era muy tarde cuando las cosas se calmaron, y aún entonces el pobre no se atrevía a
levantarse. Esperó todavía varias horas antes de arriesgarse a echar un vistazo, y, en
cuanto lo hizo, enseguida se escapó de los pantanos tan rápido como pudo. Echó a
correr por campos y praderas; pero hacía tanto viento, que le costaba no poco trabajo
mantenerse sobre sus pies.

Hacia el crepúsculo llegó a una pobre cabaña campesina. Se sentía en tan mal estado
que no sabía de qué parte caerse, y, en la duda, permanecía de pie. El viento soplaba
tan ferozmente alrededor del patitoo, que éste tuvo que sentarse sobre su propia cola,
para no ser arrastrado. En eso notó que una de las bisagras de la puerta se había
caído, y que la hoja colgaba con una inclinación tal que le sería fácil filtrarse por la
estrecha abertura. Y así lo hizo.

En la cabaña vivía una anciana con su gato y su gallina. El gato, a quien la anciana
llamaba "Hijito", sabía arquear el lomo y ronronear; hasta era capaz de echar chispas
si lo frotaban a contrapelo. La gallina tenía unas patas tan cortas que le habían puesto
por nombre "Chiquitita Piernascortas". Era una gran ponedora y la anciana la quería
como a su propia hija.

Cuando llegó la mañana, el gato y la gallina no tardaron en descubrir al extraño patito.
El gato lo saludó ronroneando y la gallina con su cacareo.

—Pero, ¿qué pasa? —preguntó la vieja, mirando a su alrededor. No andaba muy bien
de la vista, así que se creyó que el patito feo era una pata regordeta que se había
perdido—. ¡Qué suerte! —dijo—. Ahora tendremos huevos de pata. ¡Con tal que no sea
macho! Le daremos unos días de prueba.

Así que al patito le dieron tres semanas de plazo para poner, al término de las cuales,
por supuesto, no había ni rastros de huevo. Ahora bien, en aquella casa el gato era el
dueño y la gallina la dueña, y siempre que hablaban de sí mismos solían decir:
"nosotros y el mundo", porque opinaban que ellos solos formaban la mitad del mundo ,
y lo que es más, la mitad más importante. Al patito le parecía que sobre esto podía
haber otras opiniones, pero la gallina ni siquiera quiso oírlo.

—¿Puedes poner huevos? —le preguntó.

—No.

—Pues entonces, ¡cállate!

Y el gato le preguntó:

—¿Puedes arquear el lomo, o ronronear, o echar chispas?

—No.

—Pues entonces, guárdate tus opiniones cuando hablan las personas sensatas.

Con lo que el patito fue a sentarse en un rincón, muy desanimado. Pero de pronto
recordó el aire fresco y el sol, y sintió una nostalgia tan grande de irse a nadar en el
agua que —¡no pudo evitarlo!— fue y se lo contó a la gallina.

—¡Vamos! ¿Qué te pasa? —le dijo ella—. Bien se ve que no tienes nada que hacer; por
eso piensas tantas tonterías. Te las sacudirías muy pronto si te dedicaras a poner
huevos o a ronronear.

—¡Pero es tan sabroso nadar en el agua! —dijo el patito feo—. ¡Tan sabroso zambullir
la cabeza y bucear hasta el mismo fondo!

—Sí, muy agradable —dijo la gallina—. Me parece que te has vuelto loco. Pregúntale al
gato, ¡no hay nadie tan listo como él! ¡Pregúntale a nuestra vieja ama, la mujer más
sabia del mundo! ¿Crees que a ella le gusta nadar y zambullirse?

—No me comprendes —dijo el patito.

—Pues si yo no te comprendo, me gustaría saber quién podrá comprenderte. De
seguro que no pretenderás ser más sabio que el gato y la señora, para no
mencionarme a mí misma. ¡No seas tonto, muchacho! ¿No te has encontrado un cuarto
cálido y confortable, donde te hacen compañía quienes pueden enseñarte? Pero no
eres más que un tonto, y a nadie le hace gracia tenerte aquí. Te doy mi palabra de que
si te digo cosas desagradables es por tu propio bien: sólo los buenos amigos nos dicen
las verdades. Haz ahora tu parte y aprende a poner huevos o a ronronear y echar
chispas.

—Creo que me voy a recorrer el ancho mundo —dijo el patito.

—Sí, vete —dijo la gallina.

Y así fue como el patito se marchó. Nadó y se zambulló; pero ningún ser viviente
quería tratarse con él por lo feo que era.

Pronto llegó el otoño. Las hojas en el bosque se tornaron amarillas o pardas; el viento
las arrancó y las hizo girar en remolinos, y los cielos tomaron un aspecto hosco y frío.
Las nubes colgaban bajas, cargadas de granizo y nieve, y el cuervo, que solía posarse
en la tapia, graznaba "¡cau, cau!", de frío que tenía. Sólo de pensarlo le daban a uno
escalofríos. Sí, el pobre patito feo no lo estaba pasando muy bien.

Cierta tarde, mientras el sol se ponía en un maravilloso crepúsculo, emergió de entre
los arbustos una bandada de grandes y hermosas aves. El patito no había visto nunca
unos animales tan espléndidos. Eran de una blancura resplandeciente, y tenían largos
y esbeltos cuellos. Eran cisnes. A la vez que lanzaban un fantástico grito, extendieron
sus largas, sus magníficas alas, y remontaron el vuelo, alejándose de aquel frío hacia
los lagos abiertos y las tierras cálidas.

Se elevaron muy alto, muy alto, allá entre los aires, y el patito feo se sintió lleno de
una rara inquietud. Comenzó a dar vueltas y vueltas en el agua lo mismo que una
rueda, estirando el cuello en la dirección que seguían, que él mismo se asustó al oírlo.
¡Ah, jamás podría olvidar aquellos hermosos y afortunados pájaros! En cuanto los
perdió de vista, se sumergió derecho hasta el fondo, y se hallaba como fuera de sí
cuando regresó a la superficie. No tenía idea de cuál podría ser el nombre de aquellas
aves, ni de adónde se dirigían, y, sin embargo, eran más importantes para él que
todas las que había conocido hasta entonces. No las envidiaba en modo alguno: ¿cómo
se atrevería siquiera a soñar que aquel esplendor pudiera pertenecerle? Ya se daría por
satisfecho con que los patos lo tolerasen, ¡pobre criatura estrafalaria que era!

¡Cuán frío se presentaba aquel invierno! El patito se veía forzado a nadar
incesantemente para impedir que el agua se congelase en torno suyo. Pero cada noche
el hueco en que nadaba se hacía más y más pequeño. Vino luego una helada tan
fuerte, que el patito, para que el agua no se cerrase definitivamente, ya tenía que
mover las patas todo el tiempo en el hielo crujiente. Por fin, debilitado por el esfuerzo,
quedóse muy quieto y comenzó a congelarse rápidamente sobre el hielo.

A la mañana siguiente, muy temprano, lo encontró un campesino. Rompió el hielo con
uno de sus zuecos de madera, lo recogió y lo llevó a casa, donde su mujer se encargó
de revivirlo.

Los niños querían jugar con él, pero el patito feo tenía terror de sus travesuras y, con
el miedo, fue a meterse revoloteando en la paila de la leche, que se derramó por todo
el piso. Gritó la mujer y dio unas palmadas en el aire, y él, más asustado, metióse de
un vuelo en el barril de la mantequilla, y desde allí lanzóse de cabeza al cajón de la
harina, de donde salió hecho una lástima. ¡Había que verlo! Chillaba la mujer y quería
darle con la escoba, y los niños tropezaban unos con otros tratando de echarle mano.
¡Cómo gritaban y se reían!… Fue una suerte que la puerta estuviese abierta. El patito
se precipitó afuera, entre los arbustos, y se hundió, atolondrado, entre la nieve recién
caída.

Pero sería demasiado cruel describir todas las miserias y trabajos que el patito tuvo
que pasar durante aquel crudo invierno. Había buscado refugio entre los juncos cuando
las alondras comenzaron a cantar y el sol a calentar de nuevo: llegaba la hermosa
primavera.

Entonces, de repente, probó sus alas: el zumbido que hicieron fue mucho más fuerte
que otras veces, y lo arrastraron rápidamente a lo alto. Casi sin darse cuenta, se halló
en un vasto jardín con manzanos en flor y fragantes lilas, que colgaban de las verdes
ramas sobre un sinuoso arroyo. ¡Oh, qué agradable era estar allí, en la frescura de la
primavera! Y en eso surgieron frente a él de la espesura tres hermosos cisnes blancos,
rizando sus plumas y dejándose llevar con suavidad por la corriente. El patito feo
reconoció a aquellas espléndidas criaturas que una vez había visto levantar el vuelo, y
se sintió sobrecogido por un extraño sentimiento de melancolía.

—¡Volaré hasta esas regias aves! —se dijo—. Me darán de picotazos hasta matarme,
por haberme atrevido, feo como soy, a aproximarme a ellas. Pero, ¡qué importa! Mejor
es que ellas me maten, a sufrir los pellizcos de los patos, los picotazos de las gallinas,
los golpes de la muchacha que cuida las aves y los rigores del invierno.

Y así, voló hasta el agua y nadó hacia los hermosos cisnes. En cuanto lo vieron, se le
acercaron con las plumas encrespadas.

—¡Sí, mátenme, mátenme! —gritó la desventurada criatura, inclinando la cabeza hacia
el agua en espera de la muerte. Pero, ¿qué es lo que vio allí en la límpida corriente?
¡Era un reflejo de sí mismo, pero no ya el reflejo de un pájaro torpe y gris, feo y
repugnante, no, sino el reflejo de un cisne!

Poco importa que se nazca en el corral de los patos, siempre que uno salga de un
huevo de cisne. Se sentía realmente feliz de haber pasado tantos trabajos y
desgracias, pues esto lo ayudaba a apreciar mejor la alegría y la belleza que le
esperaban… Y los tres cisnes nadaban y nadaban a su alrededor y lo acariciaban con
sus picos.

En el jardín habían entrado unos niños que lanzaban al agua pedazos de pan y
semillas. El más pequeño exclamó:

—¡Ahí va un nuevo cisne!

Y los otros niños corearon con gritos de alegría:

—¡Sí, hay un cisne nuevo!

Y batieron palmas y bailaron, y corrieron a buscar a sus padres. Había pedacitos de
pan y de pasteles en el agua, y todo el mundo decía:

—¡El nuevo es el más hermoso! ¡Qué joven y esbelto es!

Y los cisnes viejos se inclinaron ante él. Esto lo llenó de timidez, y escondió la cabeza
bajo el ala, sin que supiese explicarse la razón. Era muy, pero muy feliz, aunque no
había en él ni una pizca de orgullo, pues este no cabe en los corazones bondadosos. Y
mientras recordaba los desprecios y humillaciones del pasado, oía como todos decían
ahora que era el más hermoso de los cisnes. Las lilas inclinaron sus ramas ante él,
bajándolas hasta el agua misma, y los rayos del sol eran cálidos y amables. Rizó
entonces sus alas, alzó el esbelto cuello y se alegró desde lo hondo de su corazón:

—Jamás soñé que podría haber tanta felicidad, allá en los tiempos en que era sólo un
patito feo.



                                   El rey rana
En aquellos remotos tiempos, en que bastaba desear una cosa para tenerla, vivía un
rey que tenía unas hijas lindísimas, especialmente la menor, la cual era tan hermosa
que hasta el sol, que tantas cosas había visto, se maravillaba cada vez que sus rayos
se posaban en el rostro de la muchacha. Junto al palacio real extendíase un bosque
grande y oscuro, y en él, bajo un viejo tilo, fluía un manantial. En las horas de más
calor, la princesita solía ir al bosque y sentarse a la orilla de la fuente. Cuando se
aburría, poníase a jugar con una pelota de oro, arrojándola al aire y recogiéndola, con
la mano, al caer; era su juguete favorito.

Ocurrió una vez que la pelota, en lugar de caer en la manita que la niña tenía
levantada, hízolo en el suelo y, rodando, fue a parar dentro del agua. La princesita la
siguió con la mirada, pero la pelota desapareció, pues el manantial era tan profundo,
tan profundo, que no se podía ver su fondo. La niña se echó a llorar; y lo hacía cada
vez más fuerte, sin poder consolarse, cuando, en medio de sus lamentaciones, oyó una
voz que decía: ―¿Qué te ocurre, princesita? ¡Lloras como para ablandar las piedras!‖ La
niña miró en torno suyo, buscando la procedencia de aquella voz, y descubrió una rana
que asomaba su gruesa y fea cabezota por la superficie del agua. ―¡Ah!, ¿eres tú, viejo
chapoteador?‖ dijo, ―pues lloro por mi pelota de oro, que se me cayó en la fuente.‖ -
―Cálmate y no llores más,‖ replicó la rana, ―yo puedo arreglarlo. Pero, ¿qué me darás
si te devuelvo tu juguete?‖ - ―Lo que quieras, mi buena rana,‖ respondió la niña, ―mis
vestidos, mis perlas y piedras preciosas; hasta la corona de oro que llevo.‖ Mas la rana
contestó: ―No me interesan tus vestidos, ni tus perlas y piedras preciosas, ni tu corona
de oro; pero si estás dispuesta a quererme, si me aceptas por tu amiga y compañera
de juegos; si dejas que me siente a la mesa a tu lado y coma de tu platito de oro y
beba de tu vasito y duerma en tu camita; si me prometes todo esto, bajaré al fondo y
te traeré la pelota de oro.‖ – ―¡Oh, sí!‖ exclamó ella, ―te prometo cuanto quieras con
tal que me devuelvas la pelota.‖ Mas pensaba para sus adentros: ¡Qué tonterías se le
ocurren a este animalejo! Tiene que estarse en el agua con sus semejantes, croa que
te croa. ¿Cómo puede ser compañera de las personas?

Obtenida la promesa, la rana se zambulló en el agua, y al poco rato volvió a salir,
nadando a grandes zancadas, con la pelota en la boca. Soltóla en la hierba, y la
princesita, loca de alegría al ver nuevamente su hermoso juguete, lo recogió y echó a
correr con él. ―¡Aguarda, aguarda!‖ gritóle la rana, ―llévame contigo; no puedo
alcanzarte; no puedo correr tanto como tú!‖ Pero de nada le sirvió desgañitarse y
gritar ‗crocro‘ con todas sus fuerzas. La niña, sin atender a sus gritos, seguía corriendo
hacia el palacio, y no tardó en olvidarse de la pobre rana, la cual no tuvo más remedio
que volver a zambullirse en su charca.

Al día siguiente, estando la princesita a la mesa junto con el Rey y todos los
cortesanos, comiendo en su platito de oro, he aquí que plis, plas, plis, plas se oyó que
algo subía fatigosamente las escaleras de mármol de palacio y, una vez arriba, llamaba
a la puerta: ―¡Princesita, la menor de las princesitas, ábreme!‖ Ella corrió a la puerta
para ver quién llamaba y, al abrir, encontrase con la rana allí plantada. Cerró de un
portazo y volviese a la mesa, llena de zozobra. Al observar el Rey cómo le latía el
corazón, le dijo: ―Hija mía, ¿de qué tienes miedo? ¿Acaso hay a la puerta algún gigante
que quiere llevarte?‖ - ―No,‖ respondió ella, ―no es un gigante, sino una rana
asquerosa.‖ - ―Y ¿qué quiere de ti esa rana?‖ - ―¡Ay, padre querido! Ayer estaba en el
bosque jugando junto a la fuente, y se me cayó al agua la pelota de oro. Y mientras yo
lloraba, la rana me la trajo. Yo le prometí, pues me lo exigió, que sería mi compañera;
pero jamás pensé que pudiese alejarse de su charca. Ahora está ahí afuera y quiere
entrar.‖ Entretanto, llamaron por segunda vez y se oyó una voz que decía:

―¡Princesita, la más niña, Ábreme! ¿No sabes lo que Ayer me dijiste Junto a la fresca
fuente? ¡Princesita, la más niña, Ábreme!‖

Dijo entonces el Rey: ―Lo que prometiste debes cumplirlo. Ve y ábrele la puerta.‖ La
niña fue a abrir, y la rana saltó dentro y la siguió hasta su silla. Al sentarse la princesa,
la rana se plantó ante sus pies y le gritó: ―¡Súbeme a tu silla!‖ La princesita vacilaba,
pero el Rey le ordenó que lo hiciese. De la silla, el animalito quiso pasar a la mesa, y,
ya acomodado en ella, dijo: ―Ahora acércame tu platito de oro para que podamos
comer juntas.‖ La niña la complació, pero veíase a las claras que obedecía a
regañadientes. La rana engullía muy a gusto, mientras a la princesa se le atragantaban
todos los bocados. Finalmente, dijo la bestezuela: ―¡Ay! Estoy ahíta y me siento
cansada; llévame a tu cuartito y arregla tu camita de seda: dormiremos juntas.‖ La
princesita se echó a llorar; le repugnaba aquel bicho frío, que ni siquiera se atrevía a
tocar; y he aquí que ahora se empeñaba en dormir en su cama. Pero el Rey, enojado,
le dijo: ―No debes despreciar a quien te ayudó cuando te encontrabas necesitada.‖
Cogióla, pues, con dos dedos, llevóla arriba y la depositó en un rincón. Mas cuando ya
se había acostado, acercóse la rana a saltitos y exclamó: ―Estoy cansada y quiero
dormir tan bien como tú; conque súbeme a tu cama, o se lo diré a tu padre.‖ La
princesita acabó la paciencia, cogió a la rana del suelo y, con toda su fuerza, la arrojó
contra la pared: ―¡Ahora descansarás, asquerosa!‖

Pero en cuanto la rana cayó al suelo, dejó de ser rana, y convirtióse en un príncipe, un
apuesto príncipe de bellos ojos y dulce mirada. Y el Rey lo aceptó como compañero y
esposo de su hija. Contóle entonces que una bruja malvada lo había encantado, y que
nadie sino ella podía desencantarlo y sacarlo de la charca; díjole que al día siguiente se
marcharían a su reino. Durmiéron se, y a la mañana, al despertarlos el sol, llegó una
carroza tirada por ocho caballos blancos, adornados con penachos de blancas plumas
de avestruz y cadenas de oro. Detrás iba, de pie, el criado del joven Rey, el fiel
Enrique. Este leal servidor había sentido tal pena al ver a su señor transformado en
rana, que se mandó colocar tres aros de hierro en tomo al corazón para evitar que le
estallase de dolor y de tristeza. La carroza debía conducir al joven Rey a su reino. El
fiel Enrique acomodó en ella a la pareja y volvió a montar en el pescante posterior; no
cabía en sí de gozo por la liberación de su señor.

Cuando ya habían recorrido una parte del camino, oyó el príncipe un estallido a su
espalda, como si algo se rompiese. Volviéndose, dijo:

―¡Enrique, que el coche estalla!‖ ―No, no es el coche lo que falla, Es un aro de mi
corazón, Que ha estado lleno de aflicción Mientras viviste en la fontana Convertido en
rana.‖

Por segunda y tercera vez oyóse aquel chasquido durante el camino, y siempre creyó
el príncipe que la carroza se rompía; pero no eran sino los aros que saltaban del
corazón del fiel Enrique al ver a su amo redimido y feliz.



                          El sastrecillo valiente
No hace mucho tiempo que existía un humilde sastrecillo que se ganaba la vida
trabajando con sus hilos y su costura, sentado sobre su mesa, junto a la ventana;
risueño y de buen humor, se había puesto a coser a todo trapo. En esto pasó par la
calle una campesina que gritaba:

—¡Rica mermeladaaaa... Barataaaa! ¡Rica mermeladaaa, barataaa.

Este pregón sonó a gloria en sus oídos. Asomando el sastrecito su fina cabeza por la
ventana, llamó:

—¡Eh, mi amiga! ¡Sube, que aquí te aliviaremos de tu mercancía!

Subió la campesina los tres tramos de escalera con su pesada cesta a cuestas, y el
sastrecito le hizo abrir todos y cada uno de sus pomos. Los inspeccionó uno por uno
acercándoles la nariz y, por fin, dijo:

—Esta mermelada no me parece mala; así que pásame cuatro onzas, muchacha, y si
te pasas del cuarto de libra, no vamos a pelearnos por eso.

La mujer, que esperaba una mejor venta, se marchó malhumorada y refunfuñando:

—¡Vaya! —exclamo el sastrecito, frotándose las manos—. ¡Que Dios me bendiga esta
mermelada y me de salud y fuerza!

Y, sacando el pan del armario, cortó una gran rebanada y la untó a su gusto. «Parece
que no sabrá mal», se dijo. «Pero antes de probarla, terminaré esta chaqueta.»

Dejó el pan sobre la mesa y reanudó la costura; y tan contento estaba, que las
puntadas le salían cada vez mas largas.

Mientras tanto, el dulce aroma que se desprendía del pan subía hasta donde estaban
las moscas sentadas en gran número y éstas, sintiéndose atraídas por el olor, bajaron
en verdaderas legiones.

—¡Eh, quién las invitó a ustedes! —dijo el sastrecito, tratando de espantar a tan
indeseables huéspedes. Pero las moscas, que no entendían su idioma, lejos de hacerle
caso, volvían a la carga en bandadas cada vez más numerosas.

Por fin el sastrecito perdió la paciencia, sacó un pedazo de paño del hueco que había
bajo su mesa, y exclamando: «¡Esperen, que yo mismo voy a servirles!», descargó sin
misericordia un gran golpe sobre ellas, y otro y otro. Al retirar el paño y contarlas, vio
que por lo menos había aniquilado a veinte.

«¡De lo que soy capaz!», se dijo, admirado de su propia audacia. «La ciudad entera
tendrá que enterarse de esto» y, de prisa y corriendo, el sastrecito se cortó un
cinturón a su medida, lo cosió y luego le bordó en grandes letras el siguiente letrero:
SIETE DE UN GOLPE.

«¡Qué digo la ciudad!», añadió. «¡El mundo entero se enterará de esto!»

Y de puro contento, el corazón le temblaba como el rabo al corderito.

Luego se ciñó el cinturón y se dispuso a salir por el mundo, convencido de que su taller
era demasiado pequeño para su valentía. Antes de marcharse, estuvo rebuscando por
toda la casa a ver si encontraba algo que le sirviera para el viaje; pero sólo encontró
un queso viejo que se guardó en el bolsillo. Frente a la puerta vio un pájaro que se
había enredado en un matorral, y también se lo guardó en el bolsillo para que
acompañara al queso. Luego se puso animosamente en camino, y como era ágil y
ligero de pies, no se cansaba nunca.

El camino lo llevó por una montaña arriba. Cuando llegó a lo mas alto, se encontró con
un gigante que estaba allí sentado, mirando pacíficamente el paisaje. El sastrecito se le
acercó animoso y le dijo:

—¡Buenos días, camarada! ¿Qué, contemplando el ancho mundo? Por él me voy yo,
precisamente, a correr fortuna. ¿Te decides a venir conmigo?
El gigante lo miró con desprecio y dijo:

—¡Quítate de mi vista, monigote, miserable criatura!

—¿Ah, sí? —contestó el sastrecito, y, desabrochándose la chaqueta, le enseñó el
cinturón—-¡Aquí puedes leer qué clase de hombre soy!

El gigante leyó: SIETE DE UN GOLPE, y pensando que se tratara de hombres
derribados por el sastre, empezó a tenerle un poco de respeto. De todos modos decidió
ponerlo a prueba. Agarró una piedra y la exprimió hasta sacarle unas gotas de agua.

—¡A ver si lo haces —dijo—, ya que eres tan fuerte!

—¿Nada más que eso? —contestó el sastrecito—. ¡Es un juego de niños!

Y metiendo la mano en el bolsillo sacó el queso y lo apretó hasta sacarle todo el jugo.

—¿Qué me dices? Un poquito mejor, ¿no te parece?

El gigante no supo qué contestar, y apenas podía creer que hiciera tal cosa aquel
hombrecito. Tomando entonces otra piedra, la arrojó tan alto que la vista apenas podía
seguirla.

—Anda, pedazo de hombre, a ver si haces algo parecido.

—Un buen tiro —dijo el sastre—, aunque la piedra volvió a caer a tierra. Ahora verás —
y sacando al pájaro del bolsillo, lo arrojó al aire. El pájaro, encantado con su libertad,
alzó rápido el vuelo y se perdió de vista.

—¿Qué te pareció este tiro, camarada? —preguntó el sastrecito.

—Tirar, sabes —admitió el gigante—. Ahora veremos si puedes soportar alguna carga
digna de este nombre—y llevando al sastrecito hasta un inmenso roble que estaba
derribado en el suelo, le dijo—: Ya que te las das de forzudo, ayúdame a sacar este
árbol del bosque.

—Con gusto —respondió el sastrecito—. Tú cárgate el tronco al hombro y yo me
encargaré del ramaje, que es lo más pesado .

En cuanto estuvo el tronco en su puesto, el sastrecito se acomodó sobre una rama, de
modo que el gigante, que no podía volverse, tuvo de cargar también con él, además de
todo el peso del árbol. El sastrecito iba de lo más contento allí detrás, silbando aquella
tonadilla que dice: «A caballo salieron los tres sastres», como si la tarea de cargar
árboles fuese un juego de niños.

El gigante, después de arrastrar un buen trecho la pesada carga, no pudo más y gritó:

—¡Eh, tú! ¡Cuidado, que tengo que soltar el árbol!

El sastre saltó ágilmente al suelo, sujetó el roble con los dos brazos, como si lo hubiese
sostenido así todo el tiempo, y dijo:

—¡Un grandullón como tú y ni siquiera eres capaz de cargar un árbol!

Siguieron andando y, al pasar junto a un cerezo, el gigante, echando mano a la copa,
donde colgaban las frutas maduras, inclinó el árbol hacia abajo y lo puso en manos del
sastre, invitándolo a comer las cerezas. Pero el hombrecito era demasiado débil para
sujetar el árbol, y en cuanto lo soltó el gigante, volvió la copa a su primera posición,
arrastrando consigo al sastrecito por los aires. Cayó al suelo sin hacerse daño, y el
gigante le dijo:

—¿Qué es eso? ¿No tienes fuerza para sujetar este tallito enclenque?

—No es que me falte fuerza —respondió el sastrecito—. ¿Crees que semejante minucia
es para un hombre que mató a siete de un golpe? Es que salté por encima del árbol,
porque hay unos cazadores allá abajo disparando contra los matorrales. ¡Haz tú lo
mismo, si puedes!

El gigante lo intentó, pero se quedó colgando entre las ramas; de modo que también
esta vez el sastrecito se llevó la victoria. Dijo entonces el gigante:

—Ya que eres tan valiente, ven conmigo a nuestra casa y pasa la noche con nosotros.

El sastrecito aceptó la invitación y lo siguió. Cuando llegaron a la caverna, encontraron
a varios gigantes sentados junto al fuego: cada uno tenía en la mano un cordero asado
y se lo estaba comiendo. El sastrecito miró a su alrededor y pensó: «Esto es mucho
más espacioso que mi taller.»

El gigante le enseñó una cama y lo invitó a acostarse y dormir. La cama, sin embargo,
era demasiado grande para el hombrecito; así que, en vez de acomodarse en ella, se
acurrucó en un rincón. A medianoche, creyendo el gigante que su invitado estaría
profundamente dormido, se levantó y, empuñando una enorme barra de hierro,
descargó un formidable golpe sobre la cama. Luego volvió a acostarse, en la certeza de
que había despachado para siempre a tan impertinente grillo. A la madrugada, los
gigantes, sin acordarse ya del sastrecito, se disponían a marcharse al bosque cuando,
de pronto, lo vieron tan alegre y tranquilo como de costumbre. Aquello fue más de lo
que podían soportar, y pensando que iba a matarlos a todos, salieron corriendo, cada
uno por su lado.

El sastrecito prosiguió su camino, siempre con su puntiaguda nariz por delante. Tras
mucho caminar, llegó al jardín de un palacio real, y como se sentía muy cansado, se
echó a dormir sobre la hierba. Mientras estaba así durmiendo, se le acercaron varios
cortesanos, lo examinaron par todas partes y leyeron la inscripción: SIETE DE UN
GOLPE.

—¡Ah! —exclamaron—. ¿Qué hace aquí tan terrible hombre de guerra, ahora que
estamos en paz? Sin duda, será algún poderoso caballero.

Y corrieron a dar la noticia al rey, diciéndole que en su opinión sería un hombre
extremadamente valioso en caso de guerra y que en modo alguno debía perder la
oportunidad de ponerlo a su servicio. Al rey le complació el consejo, y envió a uno de
sus nobles para que le hiciese una oferta tan pronto despertara. El emisario
permaneció en guardia junto al durmiente, y cuando vio que éste se estiraba y abría
los ojos, le comunicó la proposición del rey.

—Justamente he venido con ese propósito —contestó el sastrecito—. Estoy dispuesto a
servir al rey —así que lo recibieron honrosamente y le prepararon toda una residencia
para él solo.

Pero los soldados del rey lo miraban con malos ojos y, en realidad, deseaban tenerlo a
mil millas de distancia.

—¿En qué parará todo esto? —comentaban entre sí—. Si nos peleamos con él y la
emprende con nosotros, a cada golpe derribará a siete. No hay aquí quien pueda
enfrentársele.

Tomaron, pues, la decisión de presentarse al rey y pedirle que los licenciase del
ejército.

—No estamos preparados —le dijeron— para luchar al lado de un hombre capaz de
matar a siete de un golpe.

El rey se disgustó mucho cuando vio que por culpa de uno iba a perder tan fieles
servidores: ya se lamentaba hasta de haber visto al sastrecito y de muy buena gana se
habría deshecho de él. Pero no se atrevía a despedirlo, por miedo a que acabara con él
y todos los suyos, y luego se instalara en el trono. Estuvo pensándolo por horas y
horas y, al fin, encontró una solución.

Mandó decir al sastrecito que, siendo tan poderoso hombre de armas como era, tenía
una oferta que hacerle. En un bosque del país vivían dos gigantes que causaban
enormes daños con sus robos, asesinatos, incendios y otras atrocidades; nadie podía
acercárseles sin correr peligro de muerte. Si el sastrecito lograba vencer y exterminar
a estos gigantes, recibiría la mano de su hija y la mitad del reino como recompensa.
Además, cien soldados de caballería lo auxiliarían en la empresa.

«¡No está mal para un hombre como tú!» se dijo el sastrecito. «Que a uno le ofrezcan
una bella princesa y la mitad de un reino es cosa que no sucede todos los días.» Así
que contestó:

—Claro que acepto. Acabaré muy pronto con los dos gigantes. Y no me hacen falta los
cien jinetes. El que derriba a siete de un golpe no tiene por qué asustarse con dos.

Así, pues, el sastrecito se puso en camino, seguido por cien jinetes. Cuando llegó a las
afueras del bosque, dijo a sus seguidores:

—Esperen aquí. Yo solo acabaré con los gigantes.

Y de un salto se internó en el bosque, donde empezó a buscar a diestro y siniestro. Al
cabo de un rato descubrió a los dos gigantes. Estaban durmiendo al pie de un árbol y
roncaban tan fuerte, que las ramas se balanceaban arriba y abajo. El sastrecito, ni
corto ni perezoso, eligió especialmente dos grandes piedras que guardó en los bolsillos
y trepó al árbol. A medio camino se deslizó por una rama hasta situarse justo encima
de los durmientes, y, acto seguido, hizo muy buena puntería (pues no podía fallar)
pues de lo contrario estaría perdido.

Los gigantes, al recibir cada uno un fuerte golpe con la piedra, despertaron echándose
entre ellos las culpas de los golpes. Uno dio un empujón a su compañero y le dijo:

—¿Por qué me pegas?

—Estás soñando —respondió el otro—. Yo no te he pegado.

Se volvieron a dormir, y entonces el sastrecito le tiró una piedra al segundo.

—¿Qué significa esto? —gruñó el gigante—. ¿Por qué me tiras piedras?

—Yo no te he tirado nada —gruñó el primero.

Discutieron todavía un rato; pero como los dos estaban cansados, dejaron las cosas
como estaban y cerraron otra vez los ojos. El sastrecito volvió a las andadas.
Escogiendo la más grande de sus piedras, la tiró con toda su fuerza al pecho del primer
gigante.

—¡Esto ya es demasiado! —vociferó furioso. Y saltando como un loco, arremetió contra
su compañero y lo empujó con tal fuerza contra el árbol, que lo hizo estremecerse
hasta la copa. El segundo gigante le pagó con la misma moneda, y los dos se
enfurecieron tanto que arrancaron de cuajo dos árboles enteros y estuvieron
aporreándose el uno al otro hasta que los dos cayeron muertos. Entonces bajó del
árbol el sastrecito.

«Suerte que no arrancaron el árbol en que yo estaba», se dijo, «pues habría tenido
que saltar a otro como una ardilla. Menos mal que nosotros los sastres somos
livianos.»

Y desenvainando la espada, dio un par de tajos a cada uno en el pecho. Enseguida se
presentó donde estaban los caballeros y les dijo:

—Se acabaron los gigantes, aunque debo confesar que la faena fue dura. Se pusieron
a arrancar árboles para defenderse. ¡Venirle con tronquitos a un hombre como yo, que
mata a siete de un golpe!

—¿Y no estás herido? —preguntaron los jinetes.

—No piensen tal cosa —dijo el sastrecito—. Ni siquiera, despeinado.

Los jinetes no podían creerlo. Se internaron con él en el bosque y allí encontraron a los
dos gigantes flotando en su propia sangre y, a su alrededor, los árboles arrancados de
cuajo.

El sastrecito se presentó al rey para pedirle la recompensa ofrecida; pero el rey se hizo
el remolón y maquinó otra manera de deshacerse del héroe.
—Antes de que recibas la mano de mi hija y la mitad de mi reino —le dijo—, tendrás
que llevar a cabo una nueva hazaña. Por el bosque corre un unicornio que hace
grandes destrozos, y debes capturarlo primero.

—Menos temo yo a un unicornio que a dos gigantes —respondió el sastrecito—-Siete
de un golpe: ésa es mi especialidad.

Y se internó en el bosque con un hacha y una cuerda, después de haber rogado a sus
seguidores que lo aguardasen afuera.

No tuvo que buscar mucho. El unicornio se presentó de pronto y lo embistió
ferozmente, decidido a ensartarlo de una vez con su único cuerno.

—Poco a poco; la cosa no es tan fácil como piensas —dijo el sastrecito.

Plantándose muy quieto delante de un árbol, esperó a que el unicornio estuviese cerca
y, entonces, saltó ágilmente detrás del árbol. Como el unicornio había embestido con
fuerza, el cuerno se clavó en el tronco tan profundamente, que por más que hizo no
pudo sacarlo, y quedó prisionero.

«¡Ya cayó el pajarito!», dijo el sastre, saliendo de detrás del árbol. Ató la cuerda al
cuello de la bestia, cortó el cuerno de un hachazo y llevó su presa al rey.

Pero éste aún no quiso entregarle el premio ofrecido y le exigió un tercer trabajo.
Antes de que la boda se celebrase, el sastrecito tendría que cazar un feroz jabalí que
rondaba por el bosque causando enormes daños. Para ello contaría con la ayuda de los
cazadores.

—¡No faltaba más! —dijo el sastrecito—. ¡Si es un juego de niños!

Dejó a los cazadores a la entrada del bosque, con gran alegría de ellos, pues de tal
modo los había recibido el feroz jabalí en otras ocasiones, que no les quedaban ganas
de enfrentarse con él de nuevo.

Tan pronto vio al sastrecito, el jabalí lo acometió con los agudos colmillos de su boca
espumeante, y ya estaba a punto de derribarlo, cuando el héroe huyó a todo correr, se
precipitó dentro de una capilla que se levantaba por aquellas cercanías. subió de un
salto a la ventana del fondo y, de otro salto, estuvo enseguida afuera. El jabalí se
abalanzó tras él en la capilla; pero ya el sastrecito había dado la vuelta y le cerraba la
puerta de un golpe, con lo que la enfurecida bestia quedó prisionera, pues era
demasiado torpe y pesada para saltar a su vez por la ventana. El sastrecito se
apresuró a llamar a los cazadores, para que la contemplasen con su propios ojos.

El rey tuvo ahora que cumplir su promesa y le dio la mano de su hija y la mitad del
reino, agregándole: «Ya eres mi heredero al trono».

Se celebró la boda con gran esplendor, y allí fue que se convirtió en todo un rey el
sastrecito valiente.
El soldadito de plomo
Había una vez veinticinco soldaditos de plomo, hermanos todos, ya que los habían
fundido en la misma vieja cuchara. Fusil al hombro y la mirada al frente, así era como
estaban, con sus espléndidas guerreras rojas y sus pantalones azules. Lo primero que
oyeron en su vida, cuando se levantó la tapa de la caja en que venían, fue:
"¡Soldaditos de plomo!" Había sido un niño pequeño quien gritó esto, batiendo palmas,
pues eran su regalo de cumpleaños. Enseguida los puso en fila sobre la mesa.

Cada soldadito era la viva imagen de los otros, con excepción de uno que mostraba
una pequeña diferencia. Tenía una sola pierna, pues al fundirlos, había sido el último y
el plomo no alcanzó para terminarlo. Así y todo, allí estaba él, tan firme sobre su única
pierna como los otros sobre las dos. Y es de este soldadito de quien vamos a contar la
historia.

En la mesa donde el niño los acababa de alinear había otros muchos juguetes, pero el
que más interés despertaba era un espléndido castillo de papel. Por sus diminutas
ventanas podían verse los salones que tenía en su interior. Al frente había unos
arbolitos que rodeaban un pequeño espejo. Este espejo hacía las veces de lago, en el
que se reflejaban, nadando, unos blancos cisnes de cera. El conjunto resultaba muy
hermoso, pero lo más bonito de todo era una damisela que estaba de pie a la puerta
del castillo. Ella también estaba hecha de papel, vestida con un vestido de clara y
vaporosa muselina, con una estrecha cinta azul anudada sobre el hombro, a manera
de banda, en la que lucía una brillante lentejuela tan grande como su cara. La
damisela tenía los dos brazos en alto, pues han de saber ustedes que era bailarina, y
había alzado tanto una de sus piernas que el soldadito de plomo no podía ver dónde
estaba, y creyó que, como él, sólo tenía una.

―Ésta es la mujer que me conviene para esposa‖, se dijo. ―¡Pero qué fina es; si hasta
vive en un castillo! Yo, en cambio, sólo tengo una caja de cartón en la que ya
habitamos veinticinco: no es un lugar propio para ella. De todos modos, pase lo que
pase trataré de conocerla.‖

Y se acostó cuan largo era detrás de una caja de tabaco que estaba sobre la mesa.
Desde allí podía mirar a la elegante damisela, que seguía parada sobre una sola pierna
sin perder el equilibrio.

Ya avanzada la noche, a los otros soldaditos de plomo los recogieron en su caja y toda
la gente de la casa se fue a dormir. A esa hora, los juguetes comenzaron sus juegos,
recibiendo visitas, peleándose y bailando. Los soldaditos de plomo, que también
querían participar de aquel alboroto, se esforzaron ruidosamente dentro de su caja,
pero no consiguieron levantar la tapa. Los cascanueces daban saltos mortales, y la tiza
se divertía escribiendo bromas en la pizarra. Tanto ruido hicieron los juguetes, que el
canario se despertó y contribuyó al escándalo con unos trinos en verso. Los únicos que
ni pestañearon siquiera fueron el soldadito de plomo y la bailarina. Ella permanecía
erguida sobre la punta del pie, con los dos brazos al aire; él no estaba menos firme
sobre su única pierna, y sin apartar un solo instante de ella sus ojos.

De pronto el reloj dio las doce campanadas de la medianoche y —¡crac!— abrióse la
tapa de la caja de rapé... Mas, ¿creen ustedes que contenía tabaco? No, lo que allí
había era un duende negro, algo así como un muñeco de resorte.

—¡Soldadito de plomo! —gritó el duende—. ¿Quieres hacerme el favor de no mirar más
a la bailarina?

Pero el soldadito se hizo el sordo.

—Está bien, espera a mañana y verás —dijo el duende negro.

Al otro día, cuando los niños se levantaron, alguien puso al soldadito de plomo en la
ventana; y ya fuese obra del duende o de la corriente de aire, la ventana se abrió de
repente y el soldadito se precipitó de cabeza desde el tercer piso. Fue una caída
terrible. Quedó con su única pierna en alto, descansando sobre el casco y con la
bayoneta clavada entre dos adoquines de la calle.

La sirvienta y el niño bajaron apresuradamente a buscarlo; pero aun cuando faltó poco
para que lo aplastasen, no pudieron encontrarlo. Si el soldadito hubiera gritado: "¡Aquí
estoy!", lo habrían visto. Pero él creyó que no estaba bien dar gritos, porque vestía
uniforme militar.

Luego empezó a llover, cada vez más y más fuerte, hasta que la lluvia se convirtió en
un aguacero torrencial. Cuando escampó, pasaron dos muchachos por la calle.

—¡Qué suerte! —exclamó uno—. ¡Aquí hay un soldadito de plomo! Vamos a hacerlo
navegar.

Y construyendo un barco con un periódico, colocaron al soldadito en el centro, y allá se
fue por el agua de la cuneta abajo, mientras los dos muchachos corrían a su lado
dando palmadas. ¡Santo cielo, cómo se arremolinaban las olas en la cuneta y qué
corriente tan fuerte había! Bueno, después de todo ya le había caído un buen remojón.
El barquito de papel saltaba arriba y abajo y, a veces, giraba con tanta rapidez que el
soldadito sentía vértigos. Pero continuaba firme y sin mover un músculo, mirando
hacia adelante, siempre con el fusil al hombro.

De buenas a primeras el barquichuelo se adentró por una ancha alcantarilla, tan oscura
como su propia caja de cartón.

"Me gustaría saber adónde iré a parar‖, pensó. ―Apostaría a que el duende tiene la
culpa. Si al menos la pequeña bailarina estuviera aquí en el bote conmigo, no me
importaría que esto fuese dos veces más oscuro."

Precisamente en ese momento apareció una enorme rata que vivía en el túnel de la
alcantarilla.

—¿Dónde está tu pasaporte? —preguntó la rata—. ¡A ver, enséñame tu pasaporte!

Pero el soldadito de plomo no respondió una palabra, sino que apretó su fusil con más
fuerza que nunca. El barco se precipitó adelante, perseguido de cerca por la rata. ¡Ah!
había que ver cómo rechinaba los dientes y cómo les gritaba a las estaquitas y pajas
que pasaban por allí.
—¡Deténgalo! ¡Deténgalo! ¡No ha pagado el peaje! ¡No ha enseñado el pasaporte!

La corriente se hacía más fuerte y más fuerte y el soldadito de plomo podía ya percibir
la luz del día allá, en el sitio donde acababa el túnel. Pero a la vez escuchó un sonido
atronador, capaz de desanimar al más valiente de los hombres. ¡Imagínense ustedes!
Justamente donde terminaba la alcantarilla, el agua se precipitaba en un inmenso
canal. Aquello era tan peligroso para el soldadito de plomo como para nosotros el
arriesgarnos en un bote por una gigantesca catarata.

Por entonces estaba ya tan cerca, que no logró detenerse, y el barco se abalanzó al
canal. El pobre soldadito de plomo se mantuvo tan derecho como pudo; nadie diría
nunca de él que había pestañeado siquiera. El barco dio dos o tres vueltas y se llenó de
agua hasta los bordes; hallábase a punto de zozobrar. El soldadito tenía ya el agua al
cuello; el barquito se hundía más y más; el papel, de tan empapado, comenzaba a
deshacerse. El agua se iba cerrando sobre la cabeza del soldadito de plomo… Y éste
pensó en la linda bailarina, a la que no vería más, y una antigua canción resonó en sus
oídos:

¡Adelante, guerrero valiente!

¡Adelante, te aguarda la muerte!

En ese momento el papel acabó de deshacerse en pedazos y el soldadito se hundió,
sólo para que al instante un gran pez se lo tragara. ¡Oh, y qué oscuridad había allí
dentro! Era peor aún que el túnel, y terriblemente incómodo por lo estrecho. Pero el
soldadito de plomo se mantuvo firme, siempre con su fusil al hombro, aunque estaba
tendido cuan largo era.

Súbitamente el pez se agitó, haciendo las más extrañas contorsiones y dando unas
vueltas terribles. Por fin quedó inmóvil. Al poco rato, un haz de luz que parecía un
relámpago lo atravesó todo; brilló de nuevo la luz del día y se oyó que alguien gritaba:

—¡Un soldadito de plomo!

El pez había sido pescado, llevado al mercado y vendido, y se encontraba ahora en la
cocina, donde la sirvienta lo había abierto con un cuchillo. Cogió con dos dedos al
soldadito por la cintura y lo condujo a la sala, donde todo el mundo quería ver a aquel
hombre extraordinario que se dedicaba a viajar dentro de un pez. Pero el soldadito no
le daba la menor importancia a todo aquello.

Lo colocaron sobre la mesa y allí… en fin, ¡cuántas cosas maravillosas pueden ocurrir
en esta vida! El soldadito de plomo se encontró en el mismo salón donde había estado
antes. Allí estaban todos: los mismos niños, los mismos juguetes sobre la mesa y el
mismo hermoso castillo con la linda y pequeña bailarina, que permanecía aún sobre
una sola pierna y mantenía la otra extendida, muy alto, en los aires, pues ella había
sido tan firme como él. Esto conmovió tanto al soldadito, que estuvo a punto de llorar
lágrimas de plomo, pero no lo hizo porque no habría estado bien que un soldado
llorase. La contempló y ella le devolvió la mirada; pero ninguno dijo una palabra.

De pronto, uno de los niños agarró al soldadito de plomo y lo arrojó de cabeza a la
chimenea. No tuvo motivo alguno para hacerlo; era, por supuesto, aquel muñeco de
resorte el que lo había movido a ello.

El soldadito se halló en medio de intensos resplandores. Sintió un calor terrible,
aunque no supo si era a causa del fuego o del amor. Había perdido todos sus brillantes
colores, sin que nadie pudiese afirmar si a consecuencia del viaje o de sus
sufrimientos. Miró a la bailarina, lo miró ella, y el soldadito sintió que se derretía, pero
continuó impávido con su fusil al hombro. Se abrió una puerta y la corriente de aire se
apoderó de la bailarina, que voló como una sílfide hasta la chimenea y fue a caer junto
al soldadito de plomo, donde ardió en una repentina llamarada y desapareció. Poco
después el soldadito se acabó de derretir. Cuando a la mañana siguiente la sirvienta
removió las cenizas lo encontró en forma de un pequeño corazón de plomo; pero de la
bailarina no había quedado sino su lentejuela, y ésta era ahora negra como el carbón



                               El tesoro perdido
El sol poniente se hundía de los picos helados de las montañas y éstos se tornaban
rojos como ascuas. En las azoteas de las casas de Lhasa, los niños hacían volar
cometas de brillantes colores sujetas a hilos espolvoreados con el polvo de vidrio. Los
niños corrían y brincaban entrelazándose —con las cometas siguiendo sus
movimientos—, mientras reían alborotadamente tratando de cortarse mutuamente los
hilos de las cometas. Un niño de unos seis años estaba sentado junto a su tío, un
monje vestido con hábitos de color marrón. Observaban a la cometa del niño elevarse
cada vez más en el cielo. Sostenida por el viento, estaba tan alta, que parecía que no
se movía. Sin dejar de mirar a la cometa, el niño dijo:

—Cuéntame un cuento, tío.

El monje sonrió entre dientes.

—Una historia antigua, pues

―Un padre le dijo a su hijo —empezó el monje—: `Voy a morir pronto, hijo mío.
Llévate mi oro a tu casa. Es tuyo. Pero recuerda que no has de fiarte de nadie. Ni
siquiera de tu esposa´. El padre confiaba en que su hijo, Sonam, tendría presente su
consejo y comprendería cómo se estilan las cosas en el mundo.

―Pero Sonam tenía un gran amigo, de nombre Tamchu. De niños habían ido a la
escuela juntos, y por las tardes habían jugado al juego del volante con el pie. Tamchu
vivía en la aldea próxima con su mujer y sus dos hijos pequeños.

―Un día Sonam decidió salir de peregrinaje al monasterio santo y pensó: `Cuando mi
padre estaba vivo, me dijo que no me fiara de nadie´. Pero cuando pensó en su amigo
Tamchu, no podía admitir que estas palabras debieran aplicarse también a éste. No a
Tamchu. Así pues, llevó sus dos bolsas de pepitas de oro a casa de su amigo y le dijo:
`Tamchu, por favor, guárdame el oro mientras esté fuera. Este es el oro que mi padre
me dio al morir´.

Tamchu dijo: `Oh, sí, naturalmente. Guardaré tu oro con mucho cuidado, y cuando
vuelvas de tu peregrinaje, aquí lo encontrarás. No tienes por qué preocuparte. Somos
buenos amigos´.

―Así —continuó el monje—, pasó un año y Sonam volvió de su peregrinaje. Fue a casa
de Tamchu y le pidió a su amigo: `¿Puedes devolverme mi oro, Tamchu?´.

`¡Oh, lo siento muchísimo, Sonam!, ¡Qué desgracia, qué desgracia! ¡El oro se ha
convertido en arena!´, contestó Tamchu, mirando a su amigo con cara de estar muy
asombrado. Pero Sonam, mientras su amigo le contaba este singular acontecimiento,
no pareció sorprendido y, después de unos minutos de silencio, dijo: `Está bien,
Tamchu, no te preocupes; hiciste todo lo que pudiste para vigilar mi oro´.

―Los dos hombres comieron juntos y pareció como si la pérdida del oro hubiera sido
olvidada por completo. Al atardecer, Sonam dijo a su amigo: `Tamchu, me gustaría
cuidar de tus hijos durante unos meses, ya que no tengo familia propia. Me gustaría
darles buena comida y buena ropa. Serían muy felices en mi casa´.

`¡Muy buena idea, Sonam!´, dijo Tamchu, quien pensó: `Aunque ha perdido todo su
oro a mis manos, quiere cuidar de mis hijos. Ciertamente, es muy buena persona´. Y
así, añadió: `Desde luego, Sonam. Llévate a mis hijos todo el tiempo que quieras´.

Sonam se llevó a los niños a su casa y los cuidó muy bien. Pero compró dos monos
pequeños y les puso los nombres de los niños. Durante los días que siguieron, adiestró
a los monos para que cuando él llamase `¡Tendxin, ven aquí!´, el mono mayor corriera
hacia él, y que cuando llamase `¡Thupten, ven aquí!´, el mono más joven fuera hacia
él. Los monos comprendieron muy bien y aprendieron muy rápido.

Cuando Tamchu fue a ver a sus hijos, Sonam mostró un triste semblante a su amigo:
`¡Oh lo siento muchísimo, Tamchu! —dijo— ¡Qué desgracia!, ¡qué desgracia! ¡Tus hijos
se han convertido en monos!´.

Tamchu quedó agobiado y llamó a sus hijos por sus nombres. Al instante, aparecieron
los dos monitos y corrieron hacia él. Cogieron de la mano a Tamchu y bailaron a su
alrededor como si fuesen chiquillos. Tamchu quedó muy apenado y preguntó a su
amigo: `Sonam, ¿qué podemos hacer?¿Cómo podemos hacer que estos monos se
conviertan de nuevo en mis hijos?´.

Sonam estuvo pensativo unos instantes y luego le dijo a su amigo:

—Eso es fácil, pero para ello necesitamos mucho oro.

—¿Cuánto oro bastaría? —preguntó Tamchu.

—Unas dos bolsas de pepitas de oro, por lo menos.

—Tan pronto como pueda traeré las bolsas de oro —dijo Tamchu, que salió corriendo
hacia su casa.

Más tarde, volvió y le dio el oro a su amigo. Sonam lo cogió y le dijo a Tamchu que
esperase mientras él subía al piso de arriba. Al cabo de unos momentos, volvió a
bajar.
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Cuentos y mas cuentos 1

  • 1. Juan sin miedo Erase una vez, en una pequeña aldea, un anciano padre con sus dos hijos. El mayor era trabajador y llenaba de alegría y de satisfacción el corazón de su padre, mientras el más joven sólo le daba disgustos. Un día el padre le llamó y le dijo: - Hijo mío, sabes que no tengo mucho que dejaros a tu hermano y a ti, y sin embargo aún no has aprendido ningún oficio que te sirva para ganarte el pan. ¿Qué te gustaría aprender? Y le contestó Juan: - Muchas veces oigo relatos que hablan de monstruos, fantasmas,… y al contrario de la gente, no siento miedo. Padre, quiero aprender a sentir miedo. El padre, enfadado, le gritó: - Estoy hablando de tu porvenir, y ¿tú quieres aprender a tener miedo? Si es lo que quieres, pues márchate a aprenderlo. Juan recogió sus cosas, se despidió de su hermano y de su padre, y emprendió su camino. Cerca de un molino encontró a un sacristán con el que entabló conversación. Se presentó como Juan Sin Miedo. - ¿Juan Sin Miedo? ¡Extraño nombre! - Se admiró el sacristán. - Verás, nunca he conocido el miedo, he partido de mi casa con la intención de que alguien me pueda mostrar lo que es, - dijo Juan - Quizá pueda ayudarte: Cuentan que más allá del valle, muy lejos, hay un castillo encantado por un malvado mago. El monarca que allí gobierna ha prometido la mano de su linda hija a aquel que consiga recuperar el castillo y el tesoro. Hasta ahora, todos los que lo intentaron huyeron asustados o murieron de miedo. - Quizá, quizá allí pueda sentir el miedo, se animó Juan. Juan decidió caminar, vislumbró a lo lejos las torres más altas de un castillo en el que no ondeaban banderas. Se acercó y se dirigió a la residencia del rey. Dos guardias reales cuidaban la puerta principal. Juan se acercó y dijo: - Soy Juan Sin Miedo, y deseo ver a vuestro Rey. Quizá me permita entrar en su castillo y sentir a lo que llaman miedo. El más fuerte le acompañó al Salón del Trono. El monarca expuso las condiciones que ya habían escuchado otros candidatos: Si consigues pasar tres noches seguidas en el castillo, derrotar a los espíritus y devolverme mi tesoro, te concederé la mano de mi amada y bella hija, y la mitad de mi reino como dote. - Se lo agradezco, Su Majestad, pero yo sólo he venido para saber lo que es el miedo, le dijo Juan. "Qué hombre tan valiente, qué honesto", pensó el rey, "pero ya guardo pocas esperanzas de recuperar mis dominios,...tantos han sido los que lo han intentado hasta ahora..." Juan sin Miedo se dispuso a pasar la primera noche en el castillo. Le despertó un alarido impresionante. - ¡Uhhhhhhhhh! Un espectro tenebroso se deslizaba sobre el suelo sin tocarlo. - ¿Quién eres tú, que te atreves a despertarme? Preguntó Juan. Un nuevo alarido por respuesta, y Juan Sin Miedo le tapó la boca con una bandeja que adornaba la mesa. El espectro quedó mudo y se deshizo en el aire. A la mañana siguiente el soberano visitó a Juan Sin Miedo y pensó: "Es sólo una pequeña batalla. Aún quedan dos noches". Pasó el día y se fue el sol. Como la noche
  • 2. anterior, Juan Sin Miedo se disponía a dormir, pero esta vez apareció un fantasma espantoso que lanzó un bramido: ¡Uhhhhhhhhhh! Juan Sin Miedo cogió un hacha que colgaba de la pared, y cortó la cadena que el fantasma arrastraba la bola. Al no estar sujeto, el fantasma se elevó y desapareció. El rey le visitó al amanecer y pensó: "Nada de esto habrá servido si no repite la hazaña una vez más". Llegó el tercer atardecer, y después, la noche. Juan Sin Miedo ya dormía cuando escuchó acercarse a una momia espeluznante. Y preguntó: - Dime qué motivo tienes para interrumpir mi sueño. Como no contestara, agarró un extremo de la venda y tiró. Retiró todas las vendas y encontró a un mago: - Mi magia no vale contra ti. Déjame libre y romperé el encantamiento. La ciudad en pleno se había reunido a las puertas del castillo, y cuando apareció Juan Sin Miedo el soberano dijo: "¡Cumpliré mi promesa!" Pero no acabó aquí la historia: Cierto día en que el ahora príncipe dormía, la princesa decidió sorprenderle regalándole una pecera. Pero tropezó al inclinarse, y el contenido, agua y peces cayeron sobre el lecho que ocupaba Juan. - ¡Ahhhhhh! - Exclamó Juan al sentir los peces en su cara - ¡Qué miedo! La princesa reía viendo cómo unos simples peces de colores habían asustado al que permaneció impasible ante espectros y aparecidos: Te guardaré el secreto, dijo la princesa. Y así fue, y aún se le conoce como Juan Sin Miedo. El caracol y el rosal Había una vez... ... Una amplia llanura donde pastaban las ovejas y las vacas. Y del otro lado de la extensa pradera, se hallaba el hermoso jardín rodeado de avellanos. El centro del jardín era dominado por un rosal totalmente cubierto de flores durante todo el año. Y allí, en ese aromático mundo de color, vivía un caracol, con todo lo que representaba su mundo, a cuestas, pues sobre sus espaldas llevaba su casa y sus pertenencias. Y se hablaba a sí mismo sobre su momento de ser útil en la vida: –¡Paciencia! –decía el caracol–. Ya llegará mi hora. Haré mucho más que dar rosas o avellanas, muchísimo más que dar leche como las vacas y las ovejas. –Esperamos mucho de ti –dijo el rosal–. ¿Podría saberse cuándo me enseñarás lo que eres capaz de hacer? –Necesito tiempo para pensar –dijo el caracol–; ustedes siempre están de prisa. No, así no se preparan las sorpresas. Un año más tarde el caracol se hallaba tomando el sol casi en el mismo sitio que antes, mientras el rosal se afanaba en echar capullos y mantener la lozanía de sus rosas, siempre frescas, siempre nuevas. El caracol sacó medio cuerpo afuera, estiró sus cuernecillos y los encogió de nuevo. –Nada ha cambiado –dijo–. No se advierte el más insignificante progreso. El rosal
  • 3. sigue con sus rosas, y eso es todo lo que hace. Pasó el verano y vino el otoño, y el rosal continuó dando capullos y rosas hasta que llegó la nieve. El tiempo se hizo húmedo y hosco. El rosal se inclinó hacia la tierra; el caracol se escondió bajo el suelo. Luego comenzó una nueva estación, y las rosas salieron al aire y el caracol hizo lo mismo. –Ahora ya eres un rosal viejo –dijo el caracol–. Pronto tendrás que ir pensando en morirte. Ya has dado al mundo cuanto tenías dentro de ti. Si era o no de mucho valor, es cosa que no he tenido tiempo de pensar con calma. Pero está claro que no has hecho nada por tu desarrollo interno, pues en ese caso tendrías frutos muy distintos que ofrecernos. ¿Qué dices a esto? Pronto no serás más que un palo seco... ¿Te das cuenta de lo que quiero decirte? –Me asustas –dijo el rosal–. Nunca he pensado en ello. –Claro, nunca te has molestado en pensar en nada. ¿Te preguntaste alguna vez por qué florecías y cómo florecías, por qué lo hacías de esa manera y de no de otra? –No –contestó el caracol–. Florecía de puro contento, porque no podía evitarlo. ¡El sol era tan cálido, el aire tan refrescante!... Me bebía el límpido rocío y la lluvia generosa; respiraba, estaba vivo. De la tierra, allá abajo, me subía la fuerza, que descendía también sobre mí desde lo alto. Sentía una felicidad que era siempre nueva, profunda siempre, y así tenía que florecer sin remedio. Esa era mi vida; no podía hacer otra cosa. –Tu vida fue demasiado fácil –dijo el caracol (Sin detenerse a observarse a sí mismo). –Cierto –dijo el rosal–. Me lo daban todo. Pero tú tuviste más suerte aún. Tú eres una de esas criaturas que piensan mucho, uno de esos seres de gran inteligencia que se proponen asombrar al mundo algún día... algún día.... ¿Pero, ... de qué te sirve el pasar los años pensando sin hacer nada útil por el mundo? –No, no, de ningún modo –dijo el caracol–. El mundo no existe para mí. ¿Qué tengo yo que ver con el mundo? Bastante es que me ocupe de mí mismo y en mí mismo. –¿Pero no deberíamos todos dar a los demás lo mejor de nosotros, no deberíamos ofrecerles cuanto pudiéramos? Es cierto que no te he dado sino rosas; pero tú, en cambio, que posees tantos dones, ¿qué has dado tú al mundo? ¿Qué puedes darle? –¿Darle? ¿Darle yo al mundo? Yo lo escupo. ¿Para qué sirve el mundo? No significa nada para mí. Anda, sigue cultivando tus rosas; es para lo único que sirves. Deja que los avellanos produzcan sus frutos, deja que las vacas y las ovejas den su leche; cada uno tiene su público, y yo también tengo el mío dentro de mí mismo. ¡Me recojo en mi interior, y en él voy a quedarme! El mundo no me interesa. Y con estas palabras, el caracol se metió dentro de su casa y la selló. –¡Qué pena! –dijo el rosal–. Yo no tengo modo de esconderme, por mucho que lo intente. Siempre he de volver otra vez, siempre he de mostrarme otra vez en mis rosas. Sus pétalos caen y los arrastra el viento, aunque cierta vez vi cómo una madre
  • 4. guardaba una de mis flores en su libro de oraciones, y cómo una bonita muchacha se prendía otra al pecho, y cómo un niño besaba otra en la primera alegría de su vida. Aquello me hizo bien, fue una verdadera bendición. Tales son mis recuerdos, mi vida. Y el rosal continuó floreciendo en toda su inocencia, mientras el caracol dormía allá dentro de su casa. El mundo nada significaba para él. Y pasaron los años. El caracol se había vuelto tierra en la tierra, y el rosal tierra en la tierra, y la memorable rosa del libro de oraciones había desaparecido... Pero en el jardín brotaban los rosales nuevos, y los nuevos caracoles seguían con la misma filosofía que aquél, se arrastraban dentro de sus casas y escupían al mundo, que no significaba nada para ellos. Y a través del tiempo, la misma historia se continuó repitiendo... El duende de la tienda Érase una vez un estudiante, un estudiante de verdad, que vivía en una buhardilla y nada poseía; y érase también un tendero, un tendero de verdad, que habitaba en la trastienda y era dueño de toda la casa; y en su habitación moraba un duendecillo, al que todos los años, por Nochebuena, obsequiaba aquél con un tazón de papas y un buen trozo de mantequilla dentro. Bien podía hacerlo; y el duende continuaba en la tienda, y esto explica muchas cosas. Un atardecer entró el estudiante por la puerta trasera, a comprarse una vela y el queso para su cena; no tenía a quien enviar, por lo que iba él mismo. Le dieron lo que pedía, lo pagó, y el tendero y su mujer le desearon las buenas noches con un gesto de la cabeza. La mujer sabía hacer algo más que gesticular con la cabeza; era un pico de oro. El estudiante les correspondió de la misma manera y luego se quedó parado, leyendo la hoja de papel que envolvía el queso. Era una hoja arrancada de un libro viejo, que jamás hubiera pensado que lo tratasen así, pues era un libro de poesía. -Todavía nos queda más -dijo el tendero-; lo compré a una vieja por unos granos de café; por ocho chelines se lo cedo entero. -Muchas gracias -repuso el estudiante-. Démelo a cambio del queso. Puedo comer pan solo; pero sería pecado destrozar este libro. Es usted un hombre espléndido, un hombre práctico, pero lo que es de poesía, entiende menos que esa cuba. La verdad es que fue un tanto descortés al decirlo, especialmente por la cuba; pero tendero y estudiante se echaron a reír, pues el segundo había hablado en broma. Con todo, el duende se picó al oír semejante comparación, aplicada a un tendero que era dueño de una casa y encima vendía una mantequilla excelente. Cerrado que hubo la noche, y con ella la tienda, y cuando todo el mundo estaba acostado, excepto el estudiante, entró el duende en busca del pico de la dueña, pues
  • 5. no lo utilizaba mientras dormía; fue aplicándolo a todos los objetos de la tienda, con lo cual éstos adquirían voz y habla. Y podían expresar sus pensamientos y sentimientos tan bien como la propia señora de la casa; pero, claro está, sólo podía aplicarlo a un solo objeto a la vez; y era una suerte, pues de otro modo, ¡menudo barullo! El duende puso el pico en la cuba que contenía los diarios viejos. -¿Es verdad que usted no sabe lo que es la poesía? -Claro que lo sé -respondió la cuba-. Es una cosa que ponen en la parte inferior de los periódicos y que la gente recorta; tengo motivos para creer que hay más en mí que en el estudiante, y esto que comparado con el tendero no soy sino una cuba de poco más o menos. Luego el duende colocó el pico en el molinillo de café. ¡Dios mío, y cómo se soltó éste! Y después lo aplicó al barrilito de manteca y al cajón del dinero; y todos compartieron la opinión de la cuba. Y cuando la mayoría coincide en una cosa, no queda más remedio que respetarla y darla por buena. -¡Y ahora, al estudiante! -pensó; y subió calladito a la buhardilla, por la escalera de la cocina. Había luz en el cuarto, y el duendecillo miró por el ojo de la cerradura y vio al estudiante que estaba leyendo el libro roto adquirido en la tienda. Pero, ¡qué claridad irradiaba de él! De las páginas emergía un vivísimo rayo de luz, que iba transformándose en un tronco, en un poderoso árbol, que desplegaba sus ramas y cobijaba al estudiante. Cada una de sus hojas era tierna y de un verde jugoso, y cada flor, una hermosa cabeza de doncella, de ojos ya oscuros y llameantes, ya azules y maravillosamente límpidos. Los frutos eran otras tantas rutilantes estrellas, y un canto y una música deliciosos resonaban en la destartalada habitación. Jamás había imaginado el duendecillo una magnificencia como aquélla, jamás había oído hablar de cosa semejante. Por eso permaneció de puntillas, mirando hasta que se apagó la luz. Seguramente el estudiante había soplado la vela para acostarse; pero el duende seguía en su sitio, pues continuaba oyéndose el canto, dulce y solemne, una deliciosa canción de cuna para el estudiante, que se entregaba al descanso. -¡Asombroso! -se dijo el duende-. ¡Nunca lo hubiera pensado! A lo mejor me quedo con el estudiante... - Y se lo estuvo rumiando buen rato, hasta que, al fin, venció la sensatez y suspiró. - ¡Pero el estudiante no tiene papillas, ni mantequilla!-. Y se volvió; se volvió abajo, a casa del tendero. Fue una suerte que no tardase más, pues la cuba había gastado casi todo el pico de la dueña, a fuerza de pregonar todo lo que encerraba en su interior, echada siempre de un lado; y se disponía justamente a volverse para empezar a contar por el lado opuesto, cuando entró el duende y le quitó el pico; pero en adelante toda la tienda, desde el cajón del dinero hasta la leña de abajo, formaron sus opiniones calcándolas sobre las de la cuba; todos la ponían tan alta y le otorgaban tal confianza, que cuando el tendero leía en el periódico de la tarde las noticias de arte y teatrales, ellos creían firmemente que procedían de la cuba.
  • 6. En cambio, el duendecillo ya no podía estarse quieto como antes, escuchando toda aquella erudición y sabihondura de la planta baja, sino que en cuanto veía brillar la luz en la buhardilla, era como si sus rayos fuesen unos potentes cables que lo remontaban a las alturas; tenía que subir a mirar por el ojo de la cerradura, y siempre se sentía rodeado de una grandiosidad como la que experimentamos en el mar tempestuoso, cuando Dios levanta sus olas; y rompía a llorar, sin saber él mismo por qué, pero las lágrimas le hacían un gran bien. ¡Qué magnífico debía de ser estarse sentado bajo el árbol, junto al estudiante! Pero no había que pensar en ello, y se daba por satisfecho contemplándolo desde el ojo de la cerradura. Y allí seguía, en el frío rellano, cuando ya el viento otoñal se filtraba por los tragaluces, y el frío iba arreciando. Sólo que el duendecillo no lo notaba hasta que se apagaba la luz de la buhardilla, y los melodiosos sones eran dominados por el silbar del viento. ¡Ujú, cómo temblaba entonces, y bajaba corriendo las escaleras para refugiarse en su caliente rincón, donde tan bien se estaba! Y cuando volvió la Nochebuena, con sus papillas y su buena bola de manteca, se declaró resueltamente en favor del tendero. Pero a media noche despertó al duendecillo un alboroto horrible, un gran estrépito en los escaparates, y gentes que iban y venían agitadas, mientras el sereno no cesaba de tocar el pito. Había estallado un incendio, y toda la calle aparecía iluminada. ¿Sería su casa o la del vecino? ¿Dónde? ¡Había una alarma espantosa, una confusión terrible! La mujer del tendero estaba tan consternada, que se quitó los pendientes de oro de las orejas y se los guardó en el bolsillo, para salvar algo. El tendero recogió sus láminas de fondos públicos, y la criada, su mantilla de seda, que se había podido comprar a fuerza de ahorros. Cada cual quería salvar lo mejor, y también el duendecillo; y de un salto subió las escaleras y se metió en la habitación del estudiante, quien, de pie junto a la ventana, contemplaba tranquilamente el fuego, que ardía en la casa de enfrente. El duendecillo cogió el libro maravilloso que estaba sobre la mesa y, metiéndoselo en el gorro rojo lo sujetó convulsivamente con ambas manos: el más precioso tesoro de la casa estaba a salvo. Luego se dirigió, corriendo por el tejado, a la punta de la chimenea, y allí se estuvo, iluminado por la casa en llamas, apretando con ambas manos el gorro que contenía el tesoro. Sólo entonces se dio cuenta de dónde tenía puesto su corazón; comprendió a quién pertenecía en realidad. Pero cuando el incendio estuvo apagado y el duendecillo hubo vuelto a sus ideas normales, dijo: -Me he de repartir entre los dos. No puedo separarme del todo del tendero, por causa de las papillas. Y en esto se comportó como un auténtico ser humano. Todos procuramos estar bien con el tendero... por las papillas. El genio y el pescador Había una vez un pescador de bastante edad y tan pobre que apenas ganaba lo necesario para alimentarse con su esposa y sus tres hijos. Todas las mañanas, muy temprano, se iba a pescar y tenía por costumbre echar sus redes no más de cuatro veces al día. Un día, antes de que la luna desapareciera totalmente, se dirigió a la playa y, por tres veces, arrojó sus redes al agua. Cada vez sacó un bulto pesado. Su desagrado y desesperación fueron grandes: la primera vez sacó un asno; la segunda, un canasto lleno de piedras; y la tercera, una masa de barro y conchas.
  • 7. En cuanto la luz del día empezó a clarear dijo sus oraciones, como buen musulmán; y se encomendó a sí mismo y sus necesidades al Creador. Hecho esto, lanzó sus redes al agua por cuarta vez y, como antes, las sacó con gran dificultad. Pero, en vez de peces, no encontró otra cosa que un jarrón de cobre dorado, con un sello de plomo por cubierta. Este golpe de fortuna regocijó al pescador. —Lo venderé al fundidor —dijo—, y con el dinero compraré un almud de trigo. Examinó el jarrón por todos lados y lo sacudió, para ver si su contenido hacía algún ruido, pero nada oyó. Esto y el sello grabado sobre la cubierta de cobre le hicieron pensar que encerraba algo precioso. Para satisfacer su curiosidad, tomó su cuchillo y abrió la tapa. Puso el jarrón boca abajo, pero, con gran sorpresa suya, nada salió de su interior. Lo colocó junto a sí y mientras se sentó a mirarlo atentamente, empezó a surgir un humo muy espeso, que lo obligó a retirarse dos o tres pasos. El humo ascendió hacia las nubes y, extendiéndose sobre el mar y la playa, formó una gran niebla, con extremado asombro del pescador. Cuando el humo salió enteramente del jarrón, se reconcentró y se transformó en una masa sólida: y ésta se convirtió en un Genio dos veces más alto que el mayor de los gigantes. A la vista de tal monstruo, el pescador hubiera querido escapar volando, pero se asustó tanto que no pudo moverse. El Genio lo observó con mirada fiera y, con voz terrible, exclamó: —Prepárate a morir, pues con seguridad te mataré. —¡Ay! —respondió el pescador—, ¿por qué razón me matarías? Acabo de ponerte en libertad, ¿tan pronto has olvidado mi bondad? —Sí, lo recuerdo —dijo el Genio—, pero eso no salvará tu vida. Sólo un favor puedo concederte. —¿Y cuál es? —preguntó el pescador. —Es —contestó el Genio— darte a elegir la manera como te gustaría que te matase. —Mas, ¿en qué te he ofendido? —preguntó el pescador—. ¿Esa es tu recompensa por el servicio que te he hecho? —No puedo tratarte de otro modo —dijo el Genio—. Y si quieres saber la razón de ello, escucha mi historia: ―Soy uno de esos espíritus rebeldes que se opusieron a la voluntad de los cielos. Salomón, hijo de David, me ordenó reconocer su poder y someterme a sus órdenes. Rehusé hacerlo y le dije que más bien me expondría a su enojo que jurar la lealtad por él exigida. Para castigarme, me encerró en este jarrón de cobre. ―Y a fin de que yo no rompiera mi prisión, él mismo estampó sobre esta etapa de plomo su sello, con el gran nombre de Dios sobre él. Luego dio el jarrón a otro Genio, con instrucciones de arrojarme al mar. ―Durante los primeros cien años de mi prisión, prometí que si alguien me liberaba antes de ese período, lo haría rico. Durante el segundo, hice juramento de que otorgaría todos los tesoros de la tierra a quien pudiera liberarme. Durante el tercero, prometí hacer de mi libertador un poderoso monarca, estar siempre espiritualmente a su lado y concederle cada día tres peticiones, cualquiera que fuese su naturaleza. Por último, irritado por encontrarme bajo tan largo cautiverio, juré que, si alguien me liberaba, lo mataría sin misericordia, sin concederle otro favor que darle a elegir la manera de morir.‖ —Por lo tanto —concluyó el Genio—, dado que tú me has liberado hoy, te ofrezco esa
  • 8. elección. El pescador estaba extremadamente afligido, no tanto por sí mismo, como a causa de sus tres hijos ,y la forma de mi muerte, te conjuro, por el gran nombre que estaba grabado sobre el sello del profeta Salomón, hijo de David, a contestarme verazmente la pregunta que voy a hacerte. El Genio, encontrándose obligado a dar una respuesta afirmativa a este conjuro, tembló. Luego, respondió al pescador: —Pregunta lo que quieras, pero hazlo pronto. —Deseo saber —consultó el pescador—, si efectivamente estabas en este jarrón. ¿Te atreves a jurarlo por el gran nombre de Dios? —Sí —replicó el Genio—, me atrevo a jurar, por ese gran nombre, que así era. —De buena e —contestó el pescador— no te puedo creer. El jarrón no es capaz de contener ninguno de tus miembros. ¿Cómo es posible que todo tu cuerpo pudiera yacer en él? —¿Es posible —replicó el Genio— que tú no me creas después del solemne juramento que acabo de hacer? —En verdad, no puedo creerte —dijo el pescador—. Ni podré creerte, a menos que tú entres en el jarrón otra vez. De inmediato, el cuerpo del Genio se disolvió y se cambio a sí mismo en humo, extendiéndose como antes sobre la playa. Y, por último, recogiéndose, empezó a entrar de nuevo en el jarrón, en lo cual continuó hasta que ninguna porción quedó afuera. Apresuradamente, el pescador cogió la cubierta de plomo y con gran rapidez la volvió a colocar sobre el ron. —Genio —gritó—, ahora es tu turno de rogar mi favor y ayuda. Pero yo te arrojaré al mar, d encontrabas. Después, construiré una casa playa, donde residiré y advertiré a todos los pescadores que vengan a arrojar sus redes, para que se de un Genio tan malvado como tú, que has hecho juramento de matar a la persona que te ponga e libertad. El Genio empezó a implorar al pescador —Abre el jarrón —decía—; dame la libertad te prometo satisfacerte a tu entero agrado. Eres un traidor —respondió el pescado. volvería a estar en peligro de perder mi vida, tan loco como para confiar en ti. El lobo y las 7 cabritillas Érase una vez una vieja cabra que tenía siete cabritas, a las que quería tan tiernamente como una madre puede querer a sus hijos. Un día quiso salir al bosque a buscar comida y llamó a sus pequeñuelas. ―Hijas mías,‖ les dijo, ―me voy al bosque; mucho ojo con el lobo, pues si entra en la casa os devorará a todas sin dejar ni un pelo. El muy bribón suele disfrazarse, pero lo conoceréis enseguida por su bronca voz y sus negras patas.‖ Las cabritas respondieron: ―Tendremos mucho cuidado, madrecita. Podéis marcharos tranquila.‖ Despidióse la vieja con un balido y, confiada, emprendió su camino. No había transcurrido mucho tiempo cuando llamaron a la puerta y una voz dijo:
  • 9. ―Abrid, hijitas. Soy vuestra madre, que estoy de vuelta y os traigo algo para cada una.‖ Pero las cabritas comprendieron, por lo rudo de la voz, que era el lobo. ―No te abriremos,‖ exclamaron, ―no eres nuestra madre. Ella tiene una voz suave y cariñosa, y la tuya es bronca: eres el lobo.‖ Fuese éste a la tienda y se compró un buen trozo de yeso. Se lo comió para suavizarse la voz y volvió a la casita. Llamando nuevamente a la puerta: ―Abrid hijitas,‖ dijo, ―vuestra madre os trae algo a cada una.‖ Pero el lobo había puesto una negra pata en la ventana, y al verla las cabritas, exclamaron: ―No, no te abriremos; nuestra madre no tiene las patas negras como tú. ¡Eres el lobo!‖ Corrió entonces el muy bribón a un tahonero y le dijo: ―Mira, me he lastimado un pie; úntamelo con un poco de pasta.‖ Untada que tuvo ya la pata, fue al encuentro del molinero: ―Échame harina blanca en el pie,‖ díjole. El molinero, comprendiendo que el lobo tramaba alguna tropelía, negóse al principio, pero la fiera lo amenazó: ―Si no lo haces, te devoro.‖ El hombre, asustado, le blanqueó la pata. Sí, así es la gente. Volvió el rufián por tercera vez a la puerta y, llamando, dijo: ―Abrid, pequeñas; es vuestra madrecita querida, que está de regreso y os trae buenas cosas del bosque.‖ Las cabritas replicaron: ―Enséñanos la pata; queremos asegurarnos de que eres nuestra madre.‖ La fiera puso la pata en la ventana, y, al ver ellas que era blanca, creyeron que eran verdad sus palabras y se apresuraron a abrir. Pero fue el lobo quien entró. ¡Qué sobresalto, Dios mío! ¡Y qué prisas por esconderse todas! Metióse una debajo de la mesa; la otra, en la cama; la tercera, en el horno; la cuarta, en la cocina; la quinta, en el armario; la sexta, debajo de la fregadera, y la más pequeña, en la caja del reloj. Pero el lobo fue descubriéndolas una tras otra y, sin gastar cumplidos, se las engulló a todas menos a la más pequeñita que, oculta en la caja del reloj, pudo escapar a sus pesquisas. Ya ahíto y satisfecho, el lobo se alejó a un trote ligero y, llegado a un verde prado, tumbóse a dormir a la sombra de un árbol. Al cabo de poco regresó a casa la vieja cabra. ¡Santo Dios, lo que vio! La puerta, abierta de par en par; la mesa, las sillas y bancos, todo volcado y revuelto; la jofaina, rota en mil pedazos; las mantas y almohadas, por el suelo. Buscó a sus hijitas, pero no aparecieron por ninguna parte; llamólas a todas por sus nombres, pero ninguna contestó. Hasta que llególe la vez a la última, la cual, con vocecita queda, dijo: ―Madre querida, estoy en la caja del reloj.‖ Sacóla la cabra, y entonces la pequeña le explicó que había venido el lobo y se había comido a las demás. ¡Imaginad con qué desconsuelo lloraba la madre la pérdida de sus hijitas! Cuando ya no le quedaban más lágrimas, salió al campo en compañía de su pequeña, y, al llegar al prado, vio al lobo dormido debajo del árbol, roncando tan fuertemente que hacía temblar las ramas. Al observarlo de cerca, parecióle que algo se movía y agitaba en su abultada barriga. ¡Válgame Dios! pensó, ¿si serán mis pobres hijitas, que se las ha merendado y que están vivas aún? Y envió a la pequeña a casa, a toda prisa, en busca de tijeras, aguja e hilo. Abrió la panza al monstruo, y apenas había empezado a cortar cuando una de las cabritas asomó la cabeza. Al seguir cortando saltaron las seis afuera, una tras otra, todas vivitas y sin daño alguno, pues la bestia, en su glotonería, las había engullido enteras. ¡Allí era de ver su regocijo! ¡Con cuánto cariño abrazaron a su mamaíta, brincando como sastre en bodas! Pero la cabra dijo: ―Traedme ahora piedras; llenaremos con ellas la panza de esta condenada bestia, aprovechando que duerme.‖ Las siete cabritas corrieron en busca de piedras y las fueron metiendo en la barriga, hasta que ya no cupieron más. La madre cosió la piel con tanta presteza y suavidad, que la fiera no se dio cuenta de nada ni hizo el menor movimiento. Terminada ya su siesta, el lobo se levantó, y, como los guijarros que le llenaban el
  • 10. estómago le diesen mucha sed, encaminóse a un pozo para beber. Mientras andaba, moviéndose de un lado a otro, los guijarros de su panza chocaban entre sí con gran ruido, por lo que exclamó: ―¿Qué será este ruido que suena en mi barriga? Creí que eran seis cabritas, mas ahora me parecen chinitas.‖ Al llegar al pozo e inclinarse sobre el brocal, el peso de las piedras lo arrastró y lo hizo caer al fondo, donde se ahogó miserablemente. Viéndolo las cabritas, acudieron corriendo y gritando jubilosas: ―¡Muerto está el lobo! ¡Muerto está el lobo!‖ Y, con su madre, pusiéronse a bailar en corro en torno al pozo. El gigante egoísta Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la Primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos. ―¡Qué felices somos aquí!‖, -se decían unos a otros. Pero un día el Gigante regresó. Había ido a visitar a su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín. ―¿Qué hacéis aquí?‖, surgió con su voz retumbante. Los niños escaparon corriendo en desbandada. ―Este jardín es mío. Es mi jardín propio‖, dijo el Gigante; ―todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.‖ Y, de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía: ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES Era un Gigante egoísta… Los pobres niños se quedaron sin tener dónde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar a la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás. ―¡Qué dichosos éramos allí!‖, se decían unos a otros. ―La Primavera se olvidó de este jardín‖, se dijeron, ―así que nos quedaremos aquí el resto del año.‖ Cuando la primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el invierno. Como no había niños, los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.
  • 11. Los únicos que se sentían a gusto allí eran la Nieve y la Escarcha. La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas. ―¡Qué lugar más agradable‖, dijo. ―Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros también.‖ Y vino el Granizo. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo. ―No entiendo porqué la Primavera tarda tanto en llegar aquí‖, decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco, ―espero que pronto cambie el tiempo.‖ Pero la Primavera no llegó nunca, ni tampoco el Verano. El Otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno. ―Es un gigante demasiado egoísta‖ decían los frutales. De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el Invierno, y el Viento del Norte, el Granizo, la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles. Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas. ―¡Qué bien! Parece que por fin llegó la Primavera‖ dijo el Gigante, y saltó de la cama para correr a la ventana. ¿Y qué es lo que vio? Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un rincón se mantenía el Invierno. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niño, pero era tan pequeño que no lograba alcanzar las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas, que parecían a punto de quebrarse. ―¡Súbete a mí, niñito!‖, decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado pequeño. El Gigante sintió que el corazón se le derretía. ―¡Cuán egoísta he sido!‖ exclamó. Ahora sé porqué la Primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a tirar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.
  • 12. Estaba realmente arrepentido por lo que había hecho. Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en Invierno otra vez. Sólo quedó aquel pequeñín del rincón más alejado, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo cogió suavemente entre sus manos y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño se abrazó al cuello del Gigante y le besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la Primavera volvió al jardín. ―Desde ahora el jardín será para vosotros, hijos míos‖, dijo el Gigante, y asiendo un hacha enorme, echó abajo el muro. Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás. Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante. ―Pero, ¿dónde está el más pequeñito?‖, preguntó el Gigante, ―¿ese niño que subí al árbol del rincón?‖ El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso. ―No lo sabemos‖ respondieron los niños, ―se marchó solito.‖ ―Decidle que vuelva mañana‖ dijo el Gigante. Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste. Todas las tardes, al salir de la escuela, los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más pequeñito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños, pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él. ―¡Cómo me gustaría volverlo a ver!‖ repetía. Fueron pasando los años, y el Gigante envejeció y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín. ―Tengo muchas flores hermosas‖, decía, ―pero los niños son las flores más hermosas de todas.‖ Una mañana de Invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el Invierno, pues sabía que el Invierno era simplemente la Primavera dormida, y que las flores estaban descansando. Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró… Lo que estaba viendo era realmente maravilloso. En el rincón más alejado del jardín había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos. Lleno de alegría, el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño, su rostro enrojeció de ira, y dijo: ―¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?‖ Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de clavos en sus pies. ―¿Pero, quién se atrevió a herirte?‖, gritó el Gigante. ―Dímelo, para coger mi espada y matarlo.‖ ―¡No!‖, respondió el niño. ―Estas son las heridas del Amor.‖ ―¿Quién eres tú, mi pequeño niñito?‖, preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño.
  • 13. Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo: ―Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en mi jardín, que es el Paraíso.‖ Y cuando los niños llegaron esa tarde, encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba enteramente cubierto de flores blancas… El patito feo ¡Qué lindos eran los días de verano!, ¡qué agradable resultaba pasear por e campo y ver el trigo amarillo, la verde avena y las parvas de heno apilado en las llanuras! Sobre sus largas patas rojas iba la cigüeña junto a algunos flamencos, que se paraban un rato sobre cada pata. Alrededor de los campos había grandes bosques, en medio de los cuales se abrían hermosísimos lagos. Sí, era realmente encantador estar en el campo. Bañada de sol se alzaba allí una vieja mansión solariega a la que rodeaba un profundo foso; desde sus paredes hasta el borde del agua crecían unas plantas de hojas gigantescas, las mayores de las cuales eran lo suficientemente grandes para que un niño pequeño pudiese pararse debajo de ellas. Aquel lugar resultaba tan enmarañado y agreste como el más denso de los bosques, y era allí donde cierta pata había hecho su nido. Ya era tiempo de sobra para que naciesen los patitos, pero se demoraban tanto, que la mamá comenzaba a perder la paciencia, pues casi nadie venía a visitarla. A los otros patos les interesaba más nadar por el foso que llegarse a conversar con ella. Al fin los huevos se abrieron uno tras otro. "¡Pip, pip!", decían los patitos conforme iban asomando sus cabezas a través del cascarón. —¡Cuac, cuac! —dijo la mamá pata, y todos los patitos se apresuraron a salir tan rápido como pudieron, dedicándose enseguida a escudriñar entre las verdes hojas. La mamá los dejó hacer, pues el verde es muy bueno para los ojos. —¡Oh, qué grande es el mundo! —dijeron los patitos. Y ciertamente disponían de un espacio mayor que el que tenían dentro del huevo. —¿Creen acaso que esto es el mundo entero? —preguntó la pata—. Pues sepan que se extiende mucho más allá del jardín, hasta el prado mismo del pastor, aunque yo nunca me he alejado tanto. Bueno, espero que ya estén todos —agregó, levantándose del nido—. ¡Ah, pero si todavía falta el más grande! ¿Cuánto tardará aún? No puedo entretenerme con él mucho tiempo. Y fue a sentarse de nuevo en su sitio. —¡Vaya, vaya! ¿Cómo anda eso? —preguntó una pata vieja que venía de visita. —Ya no queda más que este huevo, pero tarda tanto… —dijo la pata echada—. No hay forma de que rompa. Pero fíjate en los otros, y dime si no son los patitos más lindos que se hayan visto nunca. Todos se parecen a su padre, el muy bandido. ¿Por qué no vendrá a verme?
  • 14. —Déjame echar un vistazo a ese huevo que no acaba de romper —dijo la anciana—. Te apuesto a que es un huevo de pava. Así fue como me engatusaron cierta vez a mí. ¡El trabajo que me dieron aquellos pavitos¡ ¡Imagínate! Le tenían miedo al agua y no había forma de hacerlos entrar en ella. Yo graznaba y los picoteaba, pero de nada me servía… Pero, vamos a ver ese huevo… ¡Ah, ése es un huevo de pava, puedes estar segura! Déjalo y enseña a nadar a los otros. —Creo que me quedaré sobre él un ratito aún —dijo la pata—. He estado tanto tiempo aquí sentada, que un poco más no me hará daño. —Como quieras —dijo la pata vieja, y se alejó contoneándose. Por fin se rompió el huevo. "¡Pip, pip!",, dijo el pequeño, volcándose del cascarón. La pata vio lo grande y feo que era, y exclamó: —¡Dios mío, qué patito tan enorme! No se parece a ninguno de los otros. Y, sin embargo, me atrevo a asegurar que no es ningún crío de pavos. Habrá de meterse en el agua, aunque tenga que empujarlo yo misma. Al otro día hizo un tiempo maravilloso. El sol resplandecía en las verdes hojas gigantescas. La mamá pata se acercó al foso con toda su familia y, ¡plaf!, saltó al agua. —¡Cuac, cuac! —llamaba. Y uno tras otro los patitos se fueron abalanzando tras ella. El agua se cerraba sobre sus cabezas, pero enseguida resurgían flotando magníficamente. Movíanse sus patas sin el menor esfuerzo, y a poco estuvieron todos en el agua. Hasta el patito feo y gris nadaba con los otros. —No es un pavo, por cierto —dijo la pata—. Fíjense en la elegancia con que nada, y en lo derecho que se mantiene. Sin duda que es uno de mis pequeñitos. Y si uno lo mira bien, se da cuenta enseguida de que es realmente muy guapo. ¡Cuac, cuac! Vamos, vengan conmigo y déjenme enseñarles el mundo y presentarlos al corral entero. Pero no se separen mucho de mí, no sea que los pisoteen. Y anden con los ojos muy abiertos, por si viene el gato. Y con esto se encaminaron al corral. Había allí un escándalo espantoso, pues dos familias se estaban peleando por una cabeza de anguila, que, a fin de cuentas, fue a parar al estómago del gato. —¡Vean! ¡Así anda el mundo! —dijo la mamá relamiéndose el pico, pues también a ella la entusiasmaban las cabezas de anguila—. ¡A ver! ¿Qué pasa con esas piernas? Anden ligeros y no dejen de hacerle una bonita reverencia a esa anciana pata que está allí. Es la más fina de todos nosotros. Tiene en las venas sangre española; por eso es tan regordeta. Fíjense, además, en que lleva una cinta roja atada a una pierna: es la más alta distinción que se puede alcanzar. Es tanto como decir que nadie piensa en deshacerse de ella, y que deben respetarla todos, los animales y los hombres. ¡Anímense y no metan los dedos hacia adentro! Los patitos bien educados los sacan hacia afuera, como mamá y papá… Eso es. Ahora hagan una reverencia y digan ¡cuac! Todos obedecieron, pero los otros patos que estaban allí los miraron con desprecio y
  • 15. exclamaron en alta voz: —¡Vaya! ¡Como si ya no fuésemos bastantes! Ahora tendremos que rozarnos también con esa gentuza. ¡Uf!… ¡Qué patito tan feo! No podemos soportarlo. Y uno de los patos salió enseguida corriendo y le dio un picotazo en el cuello. —¡Déjenlo tranquilo! —dijo la mamá—. No le está haciendo daño a nadie. —Sí, pero es tan desgarbado y extraño —dijo el que lo había picoteado—, que no quedará más remedio que despachurrarlo. —¡Qué lindos niños tienes, muchacha! —dijo la vieja pata de la cinta roja—. Todos son muy hermosos, excepto uno, al que le noto algo raro. Me gustaría que pudieras hacerlo de nuevo. —Eso ni pensarlo, señora —dijo la mamá de los patitos—. No es hermoso, pero tiene muy buen carácter y nada tan bien como los otros, y me atrevería a decir que hasta un poco mejor. Espero que tome mejor aspecto cuando crezca y que, con el tiempo, no se le vea tan grande. Estuvo dentro del cascarón más de lo necesario, por eso no salió tan bello como los otros. Y con el pico le acarició el cuello y le alisó las plumas. —De todos modos, es macho y no importa tanto —añadió—, Estoy segura de que será muy fuerte y se abrirá camino en la vida. —Estos otros patitos son encantadores —dijo la vieja pata—. Quiero que se sientan como en su casa. Y si por casualidad encuentran algo así como una cabeza de anguila, pueden tráermela sin pena. Con esta invitación todos se sintieron allí a sus anchas. Pero el pobre patito que había salido el último del cascarón, y que tan feo les parecía a todos, no recibió más que picotazos, empujones y burlas, lo mismo de los patos que de las gallinas. —¡Qué feo es! —decían. Y el pavo, que había nacido con las espuelas puestas y que se consideraba por ello casi un emperador, infló sus plumas como un barco a toda vela y se le fue encima con un cacareo, tan estrepitoso que toda la cara se le puso roja. El pobre patito no sabía dónde meterse. Sentíase terriblemente abatido, por ser tan feo y porque todo el mundo se burlaba de él en el corral. Así pasó el primer día. En los días siguientes, las cosas fueron de mal en peor. El pobre patito se vio acosado por todos. Incluso sus hermanos y hermanas lo maltrataban de vez en cuando y le decían: —¡Ojalá te agarre el gato, grandulón! Hasta su misma mamá, deseaba que estuviese lejos del corral. Los patos lo pellizcaban, las gallinas lo picoteaban y, un día, la muchacha que traía la comida a las
  • 16. aves le asestó un puntapié. Entonces el patito huyó del corral. De un revuelo, saltó por encima de la cerca, con gran susto de los pajaritos que estaban en los arbustos, que se echaron a volar por los aires. "¡Es porque soy tan feo!" —pensó el patito, cerrando los ojos. Pero así y todo siguió corriendo hasta que, por fin, llegó a los grandes pantanos donde viven los patos salvajes, y allí se pasó toda la noche abrumado de cansancio y tristeza. A la mañana siguiente, los patos salvajes remontaron el vuelo y miraron a su nuevo compañero. —¿Y tú qué cosa eres? —le preguntaron, mientras el patito les hacía reverencias en todas direcciones, lo mejor que sabía. —¡Eres más feo que un espantapájaros! —dijeron los patos salvajes—. Pero eso nos importa, con tal que no quieras casarte con una de nuestras hermanas. ¡Pobre patito! Ni soñaba él con el matrimonio. Sólo quería que lo dejasen estar tranquilo entre los juncos y tomar un poquito de agua del pantano. Unos días más tarde aparecieron por allí dos gansos salvajes. No hacía mucho que habían dejado el nido: por eso eran tan impertinentes. —Mira, muchacho —comenzaron diciéndole—, eres tan feo que nos caes simpático. ¿Quieres emigrar con nosotros? No muy lejos, en otro pantano, viven unas gansitas salvajes muy presentables, todas solteras, que saben graznar espléndidamente. Es la oportunidad de tu vida, feo y todo como eres. —¡Bang, bang! —se escuchó en ese instante por encima de ellos, y los dos gansos cayeron muertos entre los juncos, tiñendo el agua con su sangre. Al eco de nuevos disparos se alzaron del pantano las bandadas de gansos salvajes, con lo que menudearon los tiros. Se había organizado una importante cacería y los tiradores rodeaban los pantanos; algunos hasta se habían sentado en las ramas de los árboles que se extendían sobre los juncos. Nubes de humo azul se esparcieron por el oscuro boscaje, y fueron a perderse lejos, sobre el agua. Los perros de caza aparecieron chapaleando entre el agua, y, a su avance, doblándose aquí y allá las cañas y los juncos. Aquello aterrorizó al pobre patito feo, que ya se disponía a ocultar la cabeza bajo el ala cuando apareció junto a él un enorme y espantoso perro: la lengua le colgaba fuera de la boca y sus ojos miraban con brillo temible. Le acercó el hocico, le enseñó sus agudos dientes, y de pronto… ¡plaf!… ¡allá se fue otra vez sin tocarlo! El patito dio un suspiro de alivio. —Por suerte, soy tan feo, que ni los perros tienen ganas de comerme —se dijo. Y se tendió allí muy quieto, mientras los perdigones repiqueteaban sobre los juncos, y las descargas, una tras otra, atronaban los aires.
  • 17. Era muy tarde cuando las cosas se calmaron, y aún entonces el pobre no se atrevía a levantarse. Esperó todavía varias horas antes de arriesgarse a echar un vistazo, y, en cuanto lo hizo, enseguida se escapó de los pantanos tan rápido como pudo. Echó a correr por campos y praderas; pero hacía tanto viento, que le costaba no poco trabajo mantenerse sobre sus pies. Hacia el crepúsculo llegó a una pobre cabaña campesina. Se sentía en tan mal estado que no sabía de qué parte caerse, y, en la duda, permanecía de pie. El viento soplaba tan ferozmente alrededor del patitoo, que éste tuvo que sentarse sobre su propia cola, para no ser arrastrado. En eso notó que una de las bisagras de la puerta se había caído, y que la hoja colgaba con una inclinación tal que le sería fácil filtrarse por la estrecha abertura. Y así lo hizo. En la cabaña vivía una anciana con su gato y su gallina. El gato, a quien la anciana llamaba "Hijito", sabía arquear el lomo y ronronear; hasta era capaz de echar chispas si lo frotaban a contrapelo. La gallina tenía unas patas tan cortas que le habían puesto por nombre "Chiquitita Piernascortas". Era una gran ponedora y la anciana la quería como a su propia hija. Cuando llegó la mañana, el gato y la gallina no tardaron en descubrir al extraño patito. El gato lo saludó ronroneando y la gallina con su cacareo. —Pero, ¿qué pasa? —preguntó la vieja, mirando a su alrededor. No andaba muy bien de la vista, así que se creyó que el patito feo era una pata regordeta que se había perdido—. ¡Qué suerte! —dijo—. Ahora tendremos huevos de pata. ¡Con tal que no sea macho! Le daremos unos días de prueba. Así que al patito le dieron tres semanas de plazo para poner, al término de las cuales, por supuesto, no había ni rastros de huevo. Ahora bien, en aquella casa el gato era el dueño y la gallina la dueña, y siempre que hablaban de sí mismos solían decir: "nosotros y el mundo", porque opinaban que ellos solos formaban la mitad del mundo , y lo que es más, la mitad más importante. Al patito le parecía que sobre esto podía haber otras opiniones, pero la gallina ni siquiera quiso oírlo. —¿Puedes poner huevos? —le preguntó. —No. —Pues entonces, ¡cállate! Y el gato le preguntó: —¿Puedes arquear el lomo, o ronronear, o echar chispas? —No. —Pues entonces, guárdate tus opiniones cuando hablan las personas sensatas. Con lo que el patito fue a sentarse en un rincón, muy desanimado. Pero de pronto recordó el aire fresco y el sol, y sintió una nostalgia tan grande de irse a nadar en el
  • 18. agua que —¡no pudo evitarlo!— fue y se lo contó a la gallina. —¡Vamos! ¿Qué te pasa? —le dijo ella—. Bien se ve que no tienes nada que hacer; por eso piensas tantas tonterías. Te las sacudirías muy pronto si te dedicaras a poner huevos o a ronronear. —¡Pero es tan sabroso nadar en el agua! —dijo el patito feo—. ¡Tan sabroso zambullir la cabeza y bucear hasta el mismo fondo! —Sí, muy agradable —dijo la gallina—. Me parece que te has vuelto loco. Pregúntale al gato, ¡no hay nadie tan listo como él! ¡Pregúntale a nuestra vieja ama, la mujer más sabia del mundo! ¿Crees que a ella le gusta nadar y zambullirse? —No me comprendes —dijo el patito. —Pues si yo no te comprendo, me gustaría saber quién podrá comprenderte. De seguro que no pretenderás ser más sabio que el gato y la señora, para no mencionarme a mí misma. ¡No seas tonto, muchacho! ¿No te has encontrado un cuarto cálido y confortable, donde te hacen compañía quienes pueden enseñarte? Pero no eres más que un tonto, y a nadie le hace gracia tenerte aquí. Te doy mi palabra de que si te digo cosas desagradables es por tu propio bien: sólo los buenos amigos nos dicen las verdades. Haz ahora tu parte y aprende a poner huevos o a ronronear y echar chispas. —Creo que me voy a recorrer el ancho mundo —dijo el patito. —Sí, vete —dijo la gallina. Y así fue como el patito se marchó. Nadó y se zambulló; pero ningún ser viviente quería tratarse con él por lo feo que era. Pronto llegó el otoño. Las hojas en el bosque se tornaron amarillas o pardas; el viento las arrancó y las hizo girar en remolinos, y los cielos tomaron un aspecto hosco y frío. Las nubes colgaban bajas, cargadas de granizo y nieve, y el cuervo, que solía posarse en la tapia, graznaba "¡cau, cau!", de frío que tenía. Sólo de pensarlo le daban a uno escalofríos. Sí, el pobre patito feo no lo estaba pasando muy bien. Cierta tarde, mientras el sol se ponía en un maravilloso crepúsculo, emergió de entre los arbustos una bandada de grandes y hermosas aves. El patito no había visto nunca unos animales tan espléndidos. Eran de una blancura resplandeciente, y tenían largos y esbeltos cuellos. Eran cisnes. A la vez que lanzaban un fantástico grito, extendieron sus largas, sus magníficas alas, y remontaron el vuelo, alejándose de aquel frío hacia los lagos abiertos y las tierras cálidas. Se elevaron muy alto, muy alto, allá entre los aires, y el patito feo se sintió lleno de una rara inquietud. Comenzó a dar vueltas y vueltas en el agua lo mismo que una rueda, estirando el cuello en la dirección que seguían, que él mismo se asustó al oírlo. ¡Ah, jamás podría olvidar aquellos hermosos y afortunados pájaros! En cuanto los perdió de vista, se sumergió derecho hasta el fondo, y se hallaba como fuera de sí cuando regresó a la superficie. No tenía idea de cuál podría ser el nombre de aquellas aves, ni de adónde se dirigían, y, sin embargo, eran más importantes para él que
  • 19. todas las que había conocido hasta entonces. No las envidiaba en modo alguno: ¿cómo se atrevería siquiera a soñar que aquel esplendor pudiera pertenecerle? Ya se daría por satisfecho con que los patos lo tolerasen, ¡pobre criatura estrafalaria que era! ¡Cuán frío se presentaba aquel invierno! El patito se veía forzado a nadar incesantemente para impedir que el agua se congelase en torno suyo. Pero cada noche el hueco en que nadaba se hacía más y más pequeño. Vino luego una helada tan fuerte, que el patito, para que el agua no se cerrase definitivamente, ya tenía que mover las patas todo el tiempo en el hielo crujiente. Por fin, debilitado por el esfuerzo, quedóse muy quieto y comenzó a congelarse rápidamente sobre el hielo. A la mañana siguiente, muy temprano, lo encontró un campesino. Rompió el hielo con uno de sus zuecos de madera, lo recogió y lo llevó a casa, donde su mujer se encargó de revivirlo. Los niños querían jugar con él, pero el patito feo tenía terror de sus travesuras y, con el miedo, fue a meterse revoloteando en la paila de la leche, que se derramó por todo el piso. Gritó la mujer y dio unas palmadas en el aire, y él, más asustado, metióse de un vuelo en el barril de la mantequilla, y desde allí lanzóse de cabeza al cajón de la harina, de donde salió hecho una lástima. ¡Había que verlo! Chillaba la mujer y quería darle con la escoba, y los niños tropezaban unos con otros tratando de echarle mano. ¡Cómo gritaban y se reían!… Fue una suerte que la puerta estuviese abierta. El patito se precipitó afuera, entre los arbustos, y se hundió, atolondrado, entre la nieve recién caída. Pero sería demasiado cruel describir todas las miserias y trabajos que el patito tuvo que pasar durante aquel crudo invierno. Había buscado refugio entre los juncos cuando las alondras comenzaron a cantar y el sol a calentar de nuevo: llegaba la hermosa primavera. Entonces, de repente, probó sus alas: el zumbido que hicieron fue mucho más fuerte que otras veces, y lo arrastraron rápidamente a lo alto. Casi sin darse cuenta, se halló en un vasto jardín con manzanos en flor y fragantes lilas, que colgaban de las verdes ramas sobre un sinuoso arroyo. ¡Oh, qué agradable era estar allí, en la frescura de la primavera! Y en eso surgieron frente a él de la espesura tres hermosos cisnes blancos, rizando sus plumas y dejándose llevar con suavidad por la corriente. El patito feo reconoció a aquellas espléndidas criaturas que una vez había visto levantar el vuelo, y se sintió sobrecogido por un extraño sentimiento de melancolía. —¡Volaré hasta esas regias aves! —se dijo—. Me darán de picotazos hasta matarme, por haberme atrevido, feo como soy, a aproximarme a ellas. Pero, ¡qué importa! Mejor es que ellas me maten, a sufrir los pellizcos de los patos, los picotazos de las gallinas, los golpes de la muchacha que cuida las aves y los rigores del invierno. Y así, voló hasta el agua y nadó hacia los hermosos cisnes. En cuanto lo vieron, se le acercaron con las plumas encrespadas. —¡Sí, mátenme, mátenme! —gritó la desventurada criatura, inclinando la cabeza hacia el agua en espera de la muerte. Pero, ¿qué es lo que vio allí en la límpida corriente? ¡Era un reflejo de sí mismo, pero no ya el reflejo de un pájaro torpe y gris, feo y
  • 20. repugnante, no, sino el reflejo de un cisne! Poco importa que se nazca en el corral de los patos, siempre que uno salga de un huevo de cisne. Se sentía realmente feliz de haber pasado tantos trabajos y desgracias, pues esto lo ayudaba a apreciar mejor la alegría y la belleza que le esperaban… Y los tres cisnes nadaban y nadaban a su alrededor y lo acariciaban con sus picos. En el jardín habían entrado unos niños que lanzaban al agua pedazos de pan y semillas. El más pequeño exclamó: —¡Ahí va un nuevo cisne! Y los otros niños corearon con gritos de alegría: —¡Sí, hay un cisne nuevo! Y batieron palmas y bailaron, y corrieron a buscar a sus padres. Había pedacitos de pan y de pasteles en el agua, y todo el mundo decía: —¡El nuevo es el más hermoso! ¡Qué joven y esbelto es! Y los cisnes viejos se inclinaron ante él. Esto lo llenó de timidez, y escondió la cabeza bajo el ala, sin que supiese explicarse la razón. Era muy, pero muy feliz, aunque no había en él ni una pizca de orgullo, pues este no cabe en los corazones bondadosos. Y mientras recordaba los desprecios y humillaciones del pasado, oía como todos decían ahora que era el más hermoso de los cisnes. Las lilas inclinaron sus ramas ante él, bajándolas hasta el agua misma, y los rayos del sol eran cálidos y amables. Rizó entonces sus alas, alzó el esbelto cuello y se alegró desde lo hondo de su corazón: —Jamás soñé que podría haber tanta felicidad, allá en los tiempos en que era sólo un patito feo. El rey rana En aquellos remotos tiempos, en que bastaba desear una cosa para tenerla, vivía un rey que tenía unas hijas lindísimas, especialmente la menor, la cual era tan hermosa que hasta el sol, que tantas cosas había visto, se maravillaba cada vez que sus rayos se posaban en el rostro de la muchacha. Junto al palacio real extendíase un bosque grande y oscuro, y en él, bajo un viejo tilo, fluía un manantial. En las horas de más calor, la princesita solía ir al bosque y sentarse a la orilla de la fuente. Cuando se aburría, poníase a jugar con una pelota de oro, arrojándola al aire y recogiéndola, con la mano, al caer; era su juguete favorito. Ocurrió una vez que la pelota, en lugar de caer en la manita que la niña tenía levantada, hízolo en el suelo y, rodando, fue a parar dentro del agua. La princesita la siguió con la mirada, pero la pelota desapareció, pues el manantial era tan profundo, tan profundo, que no se podía ver su fondo. La niña se echó a llorar; y lo hacía cada vez más fuerte, sin poder consolarse, cuando, en medio de sus lamentaciones, oyó una
  • 21. voz que decía: ―¿Qué te ocurre, princesita? ¡Lloras como para ablandar las piedras!‖ La niña miró en torno suyo, buscando la procedencia de aquella voz, y descubrió una rana que asomaba su gruesa y fea cabezota por la superficie del agua. ―¡Ah!, ¿eres tú, viejo chapoteador?‖ dijo, ―pues lloro por mi pelota de oro, que se me cayó en la fuente.‖ - ―Cálmate y no llores más,‖ replicó la rana, ―yo puedo arreglarlo. Pero, ¿qué me darás si te devuelvo tu juguete?‖ - ―Lo que quieras, mi buena rana,‖ respondió la niña, ―mis vestidos, mis perlas y piedras preciosas; hasta la corona de oro que llevo.‖ Mas la rana contestó: ―No me interesan tus vestidos, ni tus perlas y piedras preciosas, ni tu corona de oro; pero si estás dispuesta a quererme, si me aceptas por tu amiga y compañera de juegos; si dejas que me siente a la mesa a tu lado y coma de tu platito de oro y beba de tu vasito y duerma en tu camita; si me prometes todo esto, bajaré al fondo y te traeré la pelota de oro.‖ – ―¡Oh, sí!‖ exclamó ella, ―te prometo cuanto quieras con tal que me devuelvas la pelota.‖ Mas pensaba para sus adentros: ¡Qué tonterías se le ocurren a este animalejo! Tiene que estarse en el agua con sus semejantes, croa que te croa. ¿Cómo puede ser compañera de las personas? Obtenida la promesa, la rana se zambulló en el agua, y al poco rato volvió a salir, nadando a grandes zancadas, con la pelota en la boca. Soltóla en la hierba, y la princesita, loca de alegría al ver nuevamente su hermoso juguete, lo recogió y echó a correr con él. ―¡Aguarda, aguarda!‖ gritóle la rana, ―llévame contigo; no puedo alcanzarte; no puedo correr tanto como tú!‖ Pero de nada le sirvió desgañitarse y gritar ‗crocro‘ con todas sus fuerzas. La niña, sin atender a sus gritos, seguía corriendo hacia el palacio, y no tardó en olvidarse de la pobre rana, la cual no tuvo más remedio que volver a zambullirse en su charca. Al día siguiente, estando la princesita a la mesa junto con el Rey y todos los cortesanos, comiendo en su platito de oro, he aquí que plis, plas, plis, plas se oyó que algo subía fatigosamente las escaleras de mármol de palacio y, una vez arriba, llamaba a la puerta: ―¡Princesita, la menor de las princesitas, ábreme!‖ Ella corrió a la puerta para ver quién llamaba y, al abrir, encontrase con la rana allí plantada. Cerró de un portazo y volviese a la mesa, llena de zozobra. Al observar el Rey cómo le latía el corazón, le dijo: ―Hija mía, ¿de qué tienes miedo? ¿Acaso hay a la puerta algún gigante que quiere llevarte?‖ - ―No,‖ respondió ella, ―no es un gigante, sino una rana asquerosa.‖ - ―Y ¿qué quiere de ti esa rana?‖ - ―¡Ay, padre querido! Ayer estaba en el bosque jugando junto a la fuente, y se me cayó al agua la pelota de oro. Y mientras yo lloraba, la rana me la trajo. Yo le prometí, pues me lo exigió, que sería mi compañera; pero jamás pensé que pudiese alejarse de su charca. Ahora está ahí afuera y quiere entrar.‖ Entretanto, llamaron por segunda vez y se oyó una voz que decía: ―¡Princesita, la más niña, Ábreme! ¿No sabes lo que Ayer me dijiste Junto a la fresca fuente? ¡Princesita, la más niña, Ábreme!‖ Dijo entonces el Rey: ―Lo que prometiste debes cumplirlo. Ve y ábrele la puerta.‖ La niña fue a abrir, y la rana saltó dentro y la siguió hasta su silla. Al sentarse la princesa, la rana se plantó ante sus pies y le gritó: ―¡Súbeme a tu silla!‖ La princesita vacilaba, pero el Rey le ordenó que lo hiciese. De la silla, el animalito quiso pasar a la mesa, y, ya acomodado en ella, dijo: ―Ahora acércame tu platito de oro para que podamos comer juntas.‖ La niña la complació, pero veíase a las claras que obedecía a regañadientes. La rana engullía muy a gusto, mientras a la princesa se le atragantaban todos los bocados. Finalmente, dijo la bestezuela: ―¡Ay! Estoy ahíta y me siento cansada; llévame a tu cuartito y arregla tu camita de seda: dormiremos juntas.‖ La princesita se echó a llorar; le repugnaba aquel bicho frío, que ni siquiera se atrevía a tocar; y he aquí que ahora se empeñaba en dormir en su cama. Pero el Rey, enojado,
  • 22. le dijo: ―No debes despreciar a quien te ayudó cuando te encontrabas necesitada.‖ Cogióla, pues, con dos dedos, llevóla arriba y la depositó en un rincón. Mas cuando ya se había acostado, acercóse la rana a saltitos y exclamó: ―Estoy cansada y quiero dormir tan bien como tú; conque súbeme a tu cama, o se lo diré a tu padre.‖ La princesita acabó la paciencia, cogió a la rana del suelo y, con toda su fuerza, la arrojó contra la pared: ―¡Ahora descansarás, asquerosa!‖ Pero en cuanto la rana cayó al suelo, dejó de ser rana, y convirtióse en un príncipe, un apuesto príncipe de bellos ojos y dulce mirada. Y el Rey lo aceptó como compañero y esposo de su hija. Contóle entonces que una bruja malvada lo había encantado, y que nadie sino ella podía desencantarlo y sacarlo de la charca; díjole que al día siguiente se marcharían a su reino. Durmiéron se, y a la mañana, al despertarlos el sol, llegó una carroza tirada por ocho caballos blancos, adornados con penachos de blancas plumas de avestruz y cadenas de oro. Detrás iba, de pie, el criado del joven Rey, el fiel Enrique. Este leal servidor había sentido tal pena al ver a su señor transformado en rana, que se mandó colocar tres aros de hierro en tomo al corazón para evitar que le estallase de dolor y de tristeza. La carroza debía conducir al joven Rey a su reino. El fiel Enrique acomodó en ella a la pareja y volvió a montar en el pescante posterior; no cabía en sí de gozo por la liberación de su señor. Cuando ya habían recorrido una parte del camino, oyó el príncipe un estallido a su espalda, como si algo se rompiese. Volviéndose, dijo: ―¡Enrique, que el coche estalla!‖ ―No, no es el coche lo que falla, Es un aro de mi corazón, Que ha estado lleno de aflicción Mientras viviste en la fontana Convertido en rana.‖ Por segunda y tercera vez oyóse aquel chasquido durante el camino, y siempre creyó el príncipe que la carroza se rompía; pero no eran sino los aros que saltaban del corazón del fiel Enrique al ver a su amo redimido y feliz. El sastrecillo valiente No hace mucho tiempo que existía un humilde sastrecillo que se ganaba la vida trabajando con sus hilos y su costura, sentado sobre su mesa, junto a la ventana; risueño y de buen humor, se había puesto a coser a todo trapo. En esto pasó par la calle una campesina que gritaba: —¡Rica mermeladaaaa... Barataaaa! ¡Rica mermeladaaa, barataaa. Este pregón sonó a gloria en sus oídos. Asomando el sastrecito su fina cabeza por la ventana, llamó: —¡Eh, mi amiga! ¡Sube, que aquí te aliviaremos de tu mercancía! Subió la campesina los tres tramos de escalera con su pesada cesta a cuestas, y el sastrecito le hizo abrir todos y cada uno de sus pomos. Los inspeccionó uno por uno acercándoles la nariz y, por fin, dijo: —Esta mermelada no me parece mala; así que pásame cuatro onzas, muchacha, y si
  • 23. te pasas del cuarto de libra, no vamos a pelearnos por eso. La mujer, que esperaba una mejor venta, se marchó malhumorada y refunfuñando: —¡Vaya! —exclamo el sastrecito, frotándose las manos—. ¡Que Dios me bendiga esta mermelada y me de salud y fuerza! Y, sacando el pan del armario, cortó una gran rebanada y la untó a su gusto. «Parece que no sabrá mal», se dijo. «Pero antes de probarla, terminaré esta chaqueta.» Dejó el pan sobre la mesa y reanudó la costura; y tan contento estaba, que las puntadas le salían cada vez mas largas. Mientras tanto, el dulce aroma que se desprendía del pan subía hasta donde estaban las moscas sentadas en gran número y éstas, sintiéndose atraídas por el olor, bajaron en verdaderas legiones. —¡Eh, quién las invitó a ustedes! —dijo el sastrecito, tratando de espantar a tan indeseables huéspedes. Pero las moscas, que no entendían su idioma, lejos de hacerle caso, volvían a la carga en bandadas cada vez más numerosas. Por fin el sastrecito perdió la paciencia, sacó un pedazo de paño del hueco que había bajo su mesa, y exclamando: «¡Esperen, que yo mismo voy a servirles!», descargó sin misericordia un gran golpe sobre ellas, y otro y otro. Al retirar el paño y contarlas, vio que por lo menos había aniquilado a veinte. «¡De lo que soy capaz!», se dijo, admirado de su propia audacia. «La ciudad entera tendrá que enterarse de esto» y, de prisa y corriendo, el sastrecito se cortó un cinturón a su medida, lo cosió y luego le bordó en grandes letras el siguiente letrero: SIETE DE UN GOLPE. «¡Qué digo la ciudad!», añadió. «¡El mundo entero se enterará de esto!» Y de puro contento, el corazón le temblaba como el rabo al corderito. Luego se ciñó el cinturón y se dispuso a salir por el mundo, convencido de que su taller era demasiado pequeño para su valentía. Antes de marcharse, estuvo rebuscando por toda la casa a ver si encontraba algo que le sirviera para el viaje; pero sólo encontró un queso viejo que se guardó en el bolsillo. Frente a la puerta vio un pájaro que se había enredado en un matorral, y también se lo guardó en el bolsillo para que acompañara al queso. Luego se puso animosamente en camino, y como era ágil y ligero de pies, no se cansaba nunca. El camino lo llevó por una montaña arriba. Cuando llegó a lo mas alto, se encontró con un gigante que estaba allí sentado, mirando pacíficamente el paisaje. El sastrecito se le acercó animoso y le dijo: —¡Buenos días, camarada! ¿Qué, contemplando el ancho mundo? Por él me voy yo, precisamente, a correr fortuna. ¿Te decides a venir conmigo?
  • 24. El gigante lo miró con desprecio y dijo: —¡Quítate de mi vista, monigote, miserable criatura! —¿Ah, sí? —contestó el sastrecito, y, desabrochándose la chaqueta, le enseñó el cinturón—-¡Aquí puedes leer qué clase de hombre soy! El gigante leyó: SIETE DE UN GOLPE, y pensando que se tratara de hombres derribados por el sastre, empezó a tenerle un poco de respeto. De todos modos decidió ponerlo a prueba. Agarró una piedra y la exprimió hasta sacarle unas gotas de agua. —¡A ver si lo haces —dijo—, ya que eres tan fuerte! —¿Nada más que eso? —contestó el sastrecito—. ¡Es un juego de niños! Y metiendo la mano en el bolsillo sacó el queso y lo apretó hasta sacarle todo el jugo. —¿Qué me dices? Un poquito mejor, ¿no te parece? El gigante no supo qué contestar, y apenas podía creer que hiciera tal cosa aquel hombrecito. Tomando entonces otra piedra, la arrojó tan alto que la vista apenas podía seguirla. —Anda, pedazo de hombre, a ver si haces algo parecido. —Un buen tiro —dijo el sastre—, aunque la piedra volvió a caer a tierra. Ahora verás — y sacando al pájaro del bolsillo, lo arrojó al aire. El pájaro, encantado con su libertad, alzó rápido el vuelo y se perdió de vista. —¿Qué te pareció este tiro, camarada? —preguntó el sastrecito. —Tirar, sabes —admitió el gigante—. Ahora veremos si puedes soportar alguna carga digna de este nombre—y llevando al sastrecito hasta un inmenso roble que estaba derribado en el suelo, le dijo—: Ya que te las das de forzudo, ayúdame a sacar este árbol del bosque. —Con gusto —respondió el sastrecito—. Tú cárgate el tronco al hombro y yo me encargaré del ramaje, que es lo más pesado . En cuanto estuvo el tronco en su puesto, el sastrecito se acomodó sobre una rama, de modo que el gigante, que no podía volverse, tuvo de cargar también con él, además de todo el peso del árbol. El sastrecito iba de lo más contento allí detrás, silbando aquella tonadilla que dice: «A caballo salieron los tres sastres», como si la tarea de cargar árboles fuese un juego de niños. El gigante, después de arrastrar un buen trecho la pesada carga, no pudo más y gritó: —¡Eh, tú! ¡Cuidado, que tengo que soltar el árbol! El sastre saltó ágilmente al suelo, sujetó el roble con los dos brazos, como si lo hubiese
  • 25. sostenido así todo el tiempo, y dijo: —¡Un grandullón como tú y ni siquiera eres capaz de cargar un árbol! Siguieron andando y, al pasar junto a un cerezo, el gigante, echando mano a la copa, donde colgaban las frutas maduras, inclinó el árbol hacia abajo y lo puso en manos del sastre, invitándolo a comer las cerezas. Pero el hombrecito era demasiado débil para sujetar el árbol, y en cuanto lo soltó el gigante, volvió la copa a su primera posición, arrastrando consigo al sastrecito por los aires. Cayó al suelo sin hacerse daño, y el gigante le dijo: —¿Qué es eso? ¿No tienes fuerza para sujetar este tallito enclenque? —No es que me falte fuerza —respondió el sastrecito—. ¿Crees que semejante minucia es para un hombre que mató a siete de un golpe? Es que salté por encima del árbol, porque hay unos cazadores allá abajo disparando contra los matorrales. ¡Haz tú lo mismo, si puedes! El gigante lo intentó, pero se quedó colgando entre las ramas; de modo que también esta vez el sastrecito se llevó la victoria. Dijo entonces el gigante: —Ya que eres tan valiente, ven conmigo a nuestra casa y pasa la noche con nosotros. El sastrecito aceptó la invitación y lo siguió. Cuando llegaron a la caverna, encontraron a varios gigantes sentados junto al fuego: cada uno tenía en la mano un cordero asado y se lo estaba comiendo. El sastrecito miró a su alrededor y pensó: «Esto es mucho más espacioso que mi taller.» El gigante le enseñó una cama y lo invitó a acostarse y dormir. La cama, sin embargo, era demasiado grande para el hombrecito; así que, en vez de acomodarse en ella, se acurrucó en un rincón. A medianoche, creyendo el gigante que su invitado estaría profundamente dormido, se levantó y, empuñando una enorme barra de hierro, descargó un formidable golpe sobre la cama. Luego volvió a acostarse, en la certeza de que había despachado para siempre a tan impertinente grillo. A la madrugada, los gigantes, sin acordarse ya del sastrecito, se disponían a marcharse al bosque cuando, de pronto, lo vieron tan alegre y tranquilo como de costumbre. Aquello fue más de lo que podían soportar, y pensando que iba a matarlos a todos, salieron corriendo, cada uno por su lado. El sastrecito prosiguió su camino, siempre con su puntiaguda nariz por delante. Tras mucho caminar, llegó al jardín de un palacio real, y como se sentía muy cansado, se echó a dormir sobre la hierba. Mientras estaba así durmiendo, se le acercaron varios cortesanos, lo examinaron par todas partes y leyeron la inscripción: SIETE DE UN GOLPE. —¡Ah! —exclamaron—. ¿Qué hace aquí tan terrible hombre de guerra, ahora que estamos en paz? Sin duda, será algún poderoso caballero. Y corrieron a dar la noticia al rey, diciéndole que en su opinión sería un hombre extremadamente valioso en caso de guerra y que en modo alguno debía perder la oportunidad de ponerlo a su servicio. Al rey le complació el consejo, y envió a uno de
  • 26. sus nobles para que le hiciese una oferta tan pronto despertara. El emisario permaneció en guardia junto al durmiente, y cuando vio que éste se estiraba y abría los ojos, le comunicó la proposición del rey. —Justamente he venido con ese propósito —contestó el sastrecito—. Estoy dispuesto a servir al rey —así que lo recibieron honrosamente y le prepararon toda una residencia para él solo. Pero los soldados del rey lo miraban con malos ojos y, en realidad, deseaban tenerlo a mil millas de distancia. —¿En qué parará todo esto? —comentaban entre sí—. Si nos peleamos con él y la emprende con nosotros, a cada golpe derribará a siete. No hay aquí quien pueda enfrentársele. Tomaron, pues, la decisión de presentarse al rey y pedirle que los licenciase del ejército. —No estamos preparados —le dijeron— para luchar al lado de un hombre capaz de matar a siete de un golpe. El rey se disgustó mucho cuando vio que por culpa de uno iba a perder tan fieles servidores: ya se lamentaba hasta de haber visto al sastrecito y de muy buena gana se habría deshecho de él. Pero no se atrevía a despedirlo, por miedo a que acabara con él y todos los suyos, y luego se instalara en el trono. Estuvo pensándolo por horas y horas y, al fin, encontró una solución. Mandó decir al sastrecito que, siendo tan poderoso hombre de armas como era, tenía una oferta que hacerle. En un bosque del país vivían dos gigantes que causaban enormes daños con sus robos, asesinatos, incendios y otras atrocidades; nadie podía acercárseles sin correr peligro de muerte. Si el sastrecito lograba vencer y exterminar a estos gigantes, recibiría la mano de su hija y la mitad del reino como recompensa. Además, cien soldados de caballería lo auxiliarían en la empresa. «¡No está mal para un hombre como tú!» se dijo el sastrecito. «Que a uno le ofrezcan una bella princesa y la mitad de un reino es cosa que no sucede todos los días.» Así que contestó: —Claro que acepto. Acabaré muy pronto con los dos gigantes. Y no me hacen falta los cien jinetes. El que derriba a siete de un golpe no tiene por qué asustarse con dos. Así, pues, el sastrecito se puso en camino, seguido por cien jinetes. Cuando llegó a las afueras del bosque, dijo a sus seguidores: —Esperen aquí. Yo solo acabaré con los gigantes. Y de un salto se internó en el bosque, donde empezó a buscar a diestro y siniestro. Al cabo de un rato descubrió a los dos gigantes. Estaban durmiendo al pie de un árbol y roncaban tan fuerte, que las ramas se balanceaban arriba y abajo. El sastrecito, ni corto ni perezoso, eligió especialmente dos grandes piedras que guardó en los bolsillos y trepó al árbol. A medio camino se deslizó por una rama hasta situarse justo encima
  • 27. de los durmientes, y, acto seguido, hizo muy buena puntería (pues no podía fallar) pues de lo contrario estaría perdido. Los gigantes, al recibir cada uno un fuerte golpe con la piedra, despertaron echándose entre ellos las culpas de los golpes. Uno dio un empujón a su compañero y le dijo: —¿Por qué me pegas? —Estás soñando —respondió el otro—. Yo no te he pegado. Se volvieron a dormir, y entonces el sastrecito le tiró una piedra al segundo. —¿Qué significa esto? —gruñó el gigante—. ¿Por qué me tiras piedras? —Yo no te he tirado nada —gruñó el primero. Discutieron todavía un rato; pero como los dos estaban cansados, dejaron las cosas como estaban y cerraron otra vez los ojos. El sastrecito volvió a las andadas. Escogiendo la más grande de sus piedras, la tiró con toda su fuerza al pecho del primer gigante. —¡Esto ya es demasiado! —vociferó furioso. Y saltando como un loco, arremetió contra su compañero y lo empujó con tal fuerza contra el árbol, que lo hizo estremecerse hasta la copa. El segundo gigante le pagó con la misma moneda, y los dos se enfurecieron tanto que arrancaron de cuajo dos árboles enteros y estuvieron aporreándose el uno al otro hasta que los dos cayeron muertos. Entonces bajó del árbol el sastrecito. «Suerte que no arrancaron el árbol en que yo estaba», se dijo, «pues habría tenido que saltar a otro como una ardilla. Menos mal que nosotros los sastres somos livianos.» Y desenvainando la espada, dio un par de tajos a cada uno en el pecho. Enseguida se presentó donde estaban los caballeros y les dijo: —Se acabaron los gigantes, aunque debo confesar que la faena fue dura. Se pusieron a arrancar árboles para defenderse. ¡Venirle con tronquitos a un hombre como yo, que mata a siete de un golpe! —¿Y no estás herido? —preguntaron los jinetes. —No piensen tal cosa —dijo el sastrecito—. Ni siquiera, despeinado. Los jinetes no podían creerlo. Se internaron con él en el bosque y allí encontraron a los dos gigantes flotando en su propia sangre y, a su alrededor, los árboles arrancados de cuajo. El sastrecito se presentó al rey para pedirle la recompensa ofrecida; pero el rey se hizo el remolón y maquinó otra manera de deshacerse del héroe.
  • 28. —Antes de que recibas la mano de mi hija y la mitad de mi reino —le dijo—, tendrás que llevar a cabo una nueva hazaña. Por el bosque corre un unicornio que hace grandes destrozos, y debes capturarlo primero. —Menos temo yo a un unicornio que a dos gigantes —respondió el sastrecito—-Siete de un golpe: ésa es mi especialidad. Y se internó en el bosque con un hacha y una cuerda, después de haber rogado a sus seguidores que lo aguardasen afuera. No tuvo que buscar mucho. El unicornio se presentó de pronto y lo embistió ferozmente, decidido a ensartarlo de una vez con su único cuerno. —Poco a poco; la cosa no es tan fácil como piensas —dijo el sastrecito. Plantándose muy quieto delante de un árbol, esperó a que el unicornio estuviese cerca y, entonces, saltó ágilmente detrás del árbol. Como el unicornio había embestido con fuerza, el cuerno se clavó en el tronco tan profundamente, que por más que hizo no pudo sacarlo, y quedó prisionero. «¡Ya cayó el pajarito!», dijo el sastre, saliendo de detrás del árbol. Ató la cuerda al cuello de la bestia, cortó el cuerno de un hachazo y llevó su presa al rey. Pero éste aún no quiso entregarle el premio ofrecido y le exigió un tercer trabajo. Antes de que la boda se celebrase, el sastrecito tendría que cazar un feroz jabalí que rondaba por el bosque causando enormes daños. Para ello contaría con la ayuda de los cazadores. —¡No faltaba más! —dijo el sastrecito—. ¡Si es un juego de niños! Dejó a los cazadores a la entrada del bosque, con gran alegría de ellos, pues de tal modo los había recibido el feroz jabalí en otras ocasiones, que no les quedaban ganas de enfrentarse con él de nuevo. Tan pronto vio al sastrecito, el jabalí lo acometió con los agudos colmillos de su boca espumeante, y ya estaba a punto de derribarlo, cuando el héroe huyó a todo correr, se precipitó dentro de una capilla que se levantaba por aquellas cercanías. subió de un salto a la ventana del fondo y, de otro salto, estuvo enseguida afuera. El jabalí se abalanzó tras él en la capilla; pero ya el sastrecito había dado la vuelta y le cerraba la puerta de un golpe, con lo que la enfurecida bestia quedó prisionera, pues era demasiado torpe y pesada para saltar a su vez por la ventana. El sastrecito se apresuró a llamar a los cazadores, para que la contemplasen con su propios ojos. El rey tuvo ahora que cumplir su promesa y le dio la mano de su hija y la mitad del reino, agregándole: «Ya eres mi heredero al trono». Se celebró la boda con gran esplendor, y allí fue que se convirtió en todo un rey el sastrecito valiente.
  • 29. El soldadito de plomo Había una vez veinticinco soldaditos de plomo, hermanos todos, ya que los habían fundido en la misma vieja cuchara. Fusil al hombro y la mirada al frente, así era como estaban, con sus espléndidas guerreras rojas y sus pantalones azules. Lo primero que oyeron en su vida, cuando se levantó la tapa de la caja en que venían, fue: "¡Soldaditos de plomo!" Había sido un niño pequeño quien gritó esto, batiendo palmas, pues eran su regalo de cumpleaños. Enseguida los puso en fila sobre la mesa. Cada soldadito era la viva imagen de los otros, con excepción de uno que mostraba una pequeña diferencia. Tenía una sola pierna, pues al fundirlos, había sido el último y el plomo no alcanzó para terminarlo. Así y todo, allí estaba él, tan firme sobre su única pierna como los otros sobre las dos. Y es de este soldadito de quien vamos a contar la historia. En la mesa donde el niño los acababa de alinear había otros muchos juguetes, pero el que más interés despertaba era un espléndido castillo de papel. Por sus diminutas ventanas podían verse los salones que tenía en su interior. Al frente había unos arbolitos que rodeaban un pequeño espejo. Este espejo hacía las veces de lago, en el que se reflejaban, nadando, unos blancos cisnes de cera. El conjunto resultaba muy hermoso, pero lo más bonito de todo era una damisela que estaba de pie a la puerta del castillo. Ella también estaba hecha de papel, vestida con un vestido de clara y vaporosa muselina, con una estrecha cinta azul anudada sobre el hombro, a manera de banda, en la que lucía una brillante lentejuela tan grande como su cara. La damisela tenía los dos brazos en alto, pues han de saber ustedes que era bailarina, y había alzado tanto una de sus piernas que el soldadito de plomo no podía ver dónde estaba, y creyó que, como él, sólo tenía una. ―Ésta es la mujer que me conviene para esposa‖, se dijo. ―¡Pero qué fina es; si hasta vive en un castillo! Yo, en cambio, sólo tengo una caja de cartón en la que ya habitamos veinticinco: no es un lugar propio para ella. De todos modos, pase lo que pase trataré de conocerla.‖ Y se acostó cuan largo era detrás de una caja de tabaco que estaba sobre la mesa. Desde allí podía mirar a la elegante damisela, que seguía parada sobre una sola pierna sin perder el equilibrio. Ya avanzada la noche, a los otros soldaditos de plomo los recogieron en su caja y toda la gente de la casa se fue a dormir. A esa hora, los juguetes comenzaron sus juegos, recibiendo visitas, peleándose y bailando. Los soldaditos de plomo, que también querían participar de aquel alboroto, se esforzaron ruidosamente dentro de su caja, pero no consiguieron levantar la tapa. Los cascanueces daban saltos mortales, y la tiza se divertía escribiendo bromas en la pizarra. Tanto ruido hicieron los juguetes, que el canario se despertó y contribuyó al escándalo con unos trinos en verso. Los únicos que ni pestañearon siquiera fueron el soldadito de plomo y la bailarina. Ella permanecía erguida sobre la punta del pie, con los dos brazos al aire; él no estaba menos firme sobre su única pierna, y sin apartar un solo instante de ella sus ojos. De pronto el reloj dio las doce campanadas de la medianoche y —¡crac!— abrióse la tapa de la caja de rapé... Mas, ¿creen ustedes que contenía tabaco? No, lo que allí
  • 30. había era un duende negro, algo así como un muñeco de resorte. —¡Soldadito de plomo! —gritó el duende—. ¿Quieres hacerme el favor de no mirar más a la bailarina? Pero el soldadito se hizo el sordo. —Está bien, espera a mañana y verás —dijo el duende negro. Al otro día, cuando los niños se levantaron, alguien puso al soldadito de plomo en la ventana; y ya fuese obra del duende o de la corriente de aire, la ventana se abrió de repente y el soldadito se precipitó de cabeza desde el tercer piso. Fue una caída terrible. Quedó con su única pierna en alto, descansando sobre el casco y con la bayoneta clavada entre dos adoquines de la calle. La sirvienta y el niño bajaron apresuradamente a buscarlo; pero aun cuando faltó poco para que lo aplastasen, no pudieron encontrarlo. Si el soldadito hubiera gritado: "¡Aquí estoy!", lo habrían visto. Pero él creyó que no estaba bien dar gritos, porque vestía uniforme militar. Luego empezó a llover, cada vez más y más fuerte, hasta que la lluvia se convirtió en un aguacero torrencial. Cuando escampó, pasaron dos muchachos por la calle. —¡Qué suerte! —exclamó uno—. ¡Aquí hay un soldadito de plomo! Vamos a hacerlo navegar. Y construyendo un barco con un periódico, colocaron al soldadito en el centro, y allá se fue por el agua de la cuneta abajo, mientras los dos muchachos corrían a su lado dando palmadas. ¡Santo cielo, cómo se arremolinaban las olas en la cuneta y qué corriente tan fuerte había! Bueno, después de todo ya le había caído un buen remojón. El barquito de papel saltaba arriba y abajo y, a veces, giraba con tanta rapidez que el soldadito sentía vértigos. Pero continuaba firme y sin mover un músculo, mirando hacia adelante, siempre con el fusil al hombro. De buenas a primeras el barquichuelo se adentró por una ancha alcantarilla, tan oscura como su propia caja de cartón. "Me gustaría saber adónde iré a parar‖, pensó. ―Apostaría a que el duende tiene la culpa. Si al menos la pequeña bailarina estuviera aquí en el bote conmigo, no me importaría que esto fuese dos veces más oscuro." Precisamente en ese momento apareció una enorme rata que vivía en el túnel de la alcantarilla. —¿Dónde está tu pasaporte? —preguntó la rata—. ¡A ver, enséñame tu pasaporte! Pero el soldadito de plomo no respondió una palabra, sino que apretó su fusil con más fuerza que nunca. El barco se precipitó adelante, perseguido de cerca por la rata. ¡Ah! había que ver cómo rechinaba los dientes y cómo les gritaba a las estaquitas y pajas que pasaban por allí.
  • 31. —¡Deténgalo! ¡Deténgalo! ¡No ha pagado el peaje! ¡No ha enseñado el pasaporte! La corriente se hacía más fuerte y más fuerte y el soldadito de plomo podía ya percibir la luz del día allá, en el sitio donde acababa el túnel. Pero a la vez escuchó un sonido atronador, capaz de desanimar al más valiente de los hombres. ¡Imagínense ustedes! Justamente donde terminaba la alcantarilla, el agua se precipitaba en un inmenso canal. Aquello era tan peligroso para el soldadito de plomo como para nosotros el arriesgarnos en un bote por una gigantesca catarata. Por entonces estaba ya tan cerca, que no logró detenerse, y el barco se abalanzó al canal. El pobre soldadito de plomo se mantuvo tan derecho como pudo; nadie diría nunca de él que había pestañeado siquiera. El barco dio dos o tres vueltas y se llenó de agua hasta los bordes; hallábase a punto de zozobrar. El soldadito tenía ya el agua al cuello; el barquito se hundía más y más; el papel, de tan empapado, comenzaba a deshacerse. El agua se iba cerrando sobre la cabeza del soldadito de plomo… Y éste pensó en la linda bailarina, a la que no vería más, y una antigua canción resonó en sus oídos: ¡Adelante, guerrero valiente! ¡Adelante, te aguarda la muerte! En ese momento el papel acabó de deshacerse en pedazos y el soldadito se hundió, sólo para que al instante un gran pez se lo tragara. ¡Oh, y qué oscuridad había allí dentro! Era peor aún que el túnel, y terriblemente incómodo por lo estrecho. Pero el soldadito de plomo se mantuvo firme, siempre con su fusil al hombro, aunque estaba tendido cuan largo era. Súbitamente el pez se agitó, haciendo las más extrañas contorsiones y dando unas vueltas terribles. Por fin quedó inmóvil. Al poco rato, un haz de luz que parecía un relámpago lo atravesó todo; brilló de nuevo la luz del día y se oyó que alguien gritaba: —¡Un soldadito de plomo! El pez había sido pescado, llevado al mercado y vendido, y se encontraba ahora en la cocina, donde la sirvienta lo había abierto con un cuchillo. Cogió con dos dedos al soldadito por la cintura y lo condujo a la sala, donde todo el mundo quería ver a aquel hombre extraordinario que se dedicaba a viajar dentro de un pez. Pero el soldadito no le daba la menor importancia a todo aquello. Lo colocaron sobre la mesa y allí… en fin, ¡cuántas cosas maravillosas pueden ocurrir en esta vida! El soldadito de plomo se encontró en el mismo salón donde había estado antes. Allí estaban todos: los mismos niños, los mismos juguetes sobre la mesa y el mismo hermoso castillo con la linda y pequeña bailarina, que permanecía aún sobre una sola pierna y mantenía la otra extendida, muy alto, en los aires, pues ella había sido tan firme como él. Esto conmovió tanto al soldadito, que estuvo a punto de llorar lágrimas de plomo, pero no lo hizo porque no habría estado bien que un soldado llorase. La contempló y ella le devolvió la mirada; pero ninguno dijo una palabra. De pronto, uno de los niños agarró al soldadito de plomo y lo arrojó de cabeza a la chimenea. No tuvo motivo alguno para hacerlo; era, por supuesto, aquel muñeco de
  • 32. resorte el que lo había movido a ello. El soldadito se halló en medio de intensos resplandores. Sintió un calor terrible, aunque no supo si era a causa del fuego o del amor. Había perdido todos sus brillantes colores, sin que nadie pudiese afirmar si a consecuencia del viaje o de sus sufrimientos. Miró a la bailarina, lo miró ella, y el soldadito sintió que se derretía, pero continuó impávido con su fusil al hombro. Se abrió una puerta y la corriente de aire se apoderó de la bailarina, que voló como una sílfide hasta la chimenea y fue a caer junto al soldadito de plomo, donde ardió en una repentina llamarada y desapareció. Poco después el soldadito se acabó de derretir. Cuando a la mañana siguiente la sirvienta removió las cenizas lo encontró en forma de un pequeño corazón de plomo; pero de la bailarina no había quedado sino su lentejuela, y ésta era ahora negra como el carbón El tesoro perdido El sol poniente se hundía de los picos helados de las montañas y éstos se tornaban rojos como ascuas. En las azoteas de las casas de Lhasa, los niños hacían volar cometas de brillantes colores sujetas a hilos espolvoreados con el polvo de vidrio. Los niños corrían y brincaban entrelazándose —con las cometas siguiendo sus movimientos—, mientras reían alborotadamente tratando de cortarse mutuamente los hilos de las cometas. Un niño de unos seis años estaba sentado junto a su tío, un monje vestido con hábitos de color marrón. Observaban a la cometa del niño elevarse cada vez más en el cielo. Sostenida por el viento, estaba tan alta, que parecía que no se movía. Sin dejar de mirar a la cometa, el niño dijo: —Cuéntame un cuento, tío. El monje sonrió entre dientes. —Una historia antigua, pues ―Un padre le dijo a su hijo —empezó el monje—: `Voy a morir pronto, hijo mío. Llévate mi oro a tu casa. Es tuyo. Pero recuerda que no has de fiarte de nadie. Ni siquiera de tu esposa´. El padre confiaba en que su hijo, Sonam, tendría presente su consejo y comprendería cómo se estilan las cosas en el mundo. ―Pero Sonam tenía un gran amigo, de nombre Tamchu. De niños habían ido a la escuela juntos, y por las tardes habían jugado al juego del volante con el pie. Tamchu vivía en la aldea próxima con su mujer y sus dos hijos pequeños. ―Un día Sonam decidió salir de peregrinaje al monasterio santo y pensó: `Cuando mi padre estaba vivo, me dijo que no me fiara de nadie´. Pero cuando pensó en su amigo Tamchu, no podía admitir que estas palabras debieran aplicarse también a éste. No a Tamchu. Así pues, llevó sus dos bolsas de pepitas de oro a casa de su amigo y le dijo: `Tamchu, por favor, guárdame el oro mientras esté fuera. Este es el oro que mi padre me dio al morir´. Tamchu dijo: `Oh, sí, naturalmente. Guardaré tu oro con mucho cuidado, y cuando vuelvas de tu peregrinaje, aquí lo encontrarás. No tienes por qué preocuparte. Somos
  • 33. buenos amigos´. ―Así —continuó el monje—, pasó un año y Sonam volvió de su peregrinaje. Fue a casa de Tamchu y le pidió a su amigo: `¿Puedes devolverme mi oro, Tamchu?´. `¡Oh, lo siento muchísimo, Sonam!, ¡Qué desgracia, qué desgracia! ¡El oro se ha convertido en arena!´, contestó Tamchu, mirando a su amigo con cara de estar muy asombrado. Pero Sonam, mientras su amigo le contaba este singular acontecimiento, no pareció sorprendido y, después de unos minutos de silencio, dijo: `Está bien, Tamchu, no te preocupes; hiciste todo lo que pudiste para vigilar mi oro´. ―Los dos hombres comieron juntos y pareció como si la pérdida del oro hubiera sido olvidada por completo. Al atardecer, Sonam dijo a su amigo: `Tamchu, me gustaría cuidar de tus hijos durante unos meses, ya que no tengo familia propia. Me gustaría darles buena comida y buena ropa. Serían muy felices en mi casa´. `¡Muy buena idea, Sonam!´, dijo Tamchu, quien pensó: `Aunque ha perdido todo su oro a mis manos, quiere cuidar de mis hijos. Ciertamente, es muy buena persona´. Y así, añadió: `Desde luego, Sonam. Llévate a mis hijos todo el tiempo que quieras´. Sonam se llevó a los niños a su casa y los cuidó muy bien. Pero compró dos monos pequeños y les puso los nombres de los niños. Durante los días que siguieron, adiestró a los monos para que cuando él llamase `¡Tendxin, ven aquí!´, el mono mayor corriera hacia él, y que cuando llamase `¡Thupten, ven aquí!´, el mono más joven fuera hacia él. Los monos comprendieron muy bien y aprendieron muy rápido. Cuando Tamchu fue a ver a sus hijos, Sonam mostró un triste semblante a su amigo: `¡Oh lo siento muchísimo, Tamchu! —dijo— ¡Qué desgracia!, ¡qué desgracia! ¡Tus hijos se han convertido en monos!´. Tamchu quedó agobiado y llamó a sus hijos por sus nombres. Al instante, aparecieron los dos monitos y corrieron hacia él. Cogieron de la mano a Tamchu y bailaron a su alrededor como si fuesen chiquillos. Tamchu quedó muy apenado y preguntó a su amigo: `Sonam, ¿qué podemos hacer?¿Cómo podemos hacer que estos monos se conviertan de nuevo en mis hijos?´. Sonam estuvo pensativo unos instantes y luego le dijo a su amigo: —Eso es fácil, pero para ello necesitamos mucho oro. —¿Cuánto oro bastaría? —preguntó Tamchu. —Unas dos bolsas de pepitas de oro, por lo menos. —Tan pronto como pueda traeré las bolsas de oro —dijo Tamchu, que salió corriendo hacia su casa. Más tarde, volvió y le dio el oro a su amigo. Sonam lo cogió y le dijo a Tamchu que esperase mientras él subía al piso de arriba. Al cabo de unos momentos, volvió a bajar.